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Marx,
Karl
Por André Frossard
Durante
mucho tiempo su retrato sustituyó en millones de hogares a las difuntas imágenes
de la piedad popular. Millones de niños despertaron a la vida bajo la severa
mirada de ese rostro macizo, rodeado de un espeso círculo de cabellos blancos,
en el que el dibujo del bigote produce la ilusión de una sonrisa. Una frente
monumental, hecha para albergar dos cerebros normales en un mármol impenetrable
a la objeción, proyecta hacia atrás una crin de hilos de plata cuya mata se
alarga a la altura de las orejas como el peinado de una esfinge. Las cejas, en línea
quebrada, abrigan, bajo sus puntiagudos tejadillos de chalet de montaña, unos
ojos de extraordinaria agudeza que acosan al contradictor en todas las
direcciones y ven, a través de su endeble persona, la pared en la que van a
clavarlo. Una figura pétrea, inatacable a la erosión, donde la propia barba
parece estar hecha de esponjosa piedra calcárea, una inexpugnable torre de
pensamientos que durante lustros ha dominado el tumulto de las guerras civiles y
de las asambleas revolucionarias, el estruendo de las muchedumbres conocedoras
de su poder y que rendían a su genio el tumultuoso culto de la esperanza y de
la cólera: Carlos Marx, «guía inmortal de la clase obrera», el único
personaje de la historia comunista cuya biografía jamás ha sido modificada por
la enciclopedia soviética, profeta de la revolución mundial y divinidad ideológica
que continúa aún asentada, más de cien años después de su muerte, sobre una
par te del mundo. Cuando nació en 1818, en la pequeña ciudad renana de Tréveris,
la gran sombra de Napoleón se desvanecía lentamente de Europa como el humo
rezagado de una batalla. Los reyes, mal repuestos de sus emociones, se
aseguraban del final de la pesadilla palpando sus coronas. En Francia, Luis
XVIII, que llegó en furgón, se volvió a marchar en calesa y regresó en
carroza, príncipe ajetreado en exceso por los acontecimientos, y demasiado
inteligente, por lo demás, para no notar el desgaste de un régimen restaurado
bajo su bondadosa y ligeramente sarcástica protección, traducía a Horacio y
practicaba los consejos de Marco Aurelio.
El exilio le había enseñado a ser paciente y la gota le había convertido en
un estoico. Federico Guillermo 111, al que ni Leipzig, ni Waterloo, ni el
tratado de Viena consiguieron hacerle olvidar la humillación de Jena,
cronometraba la infantería prusiana y se lanzaba por los primeros vericuetos de
una política que combinaba inteligencia y fuerza y que desembocaría, cincuenta
años después, en la coronación imperial de Guillermo I en Versalles, entre
las ruinas de Francia.
Desmanteladas durante algún tiempo por el huracán de la Revolución, las
cortes habían recobrado sus costumbres: violines, carruseles, secretos de
Estado, perifollos, ignorancia distinguida. Sin embargo, a su alrededor, todo
había cambiado. Al morir, la Revolución francesa había dado a luz una
sociedad nueva, burguesa, liberal, ávida de producir, de intercambiar y de
triunfar y que, pensándolo bien, se parecía bien poco a su madre. Las pelucas
empolvadas apenas adornaban otra cosa que la apergaminada cabeza de los viejos
diplomáticos; pronto las medias de seda ya no se volverían a ver sino en las
pantorrillas de los criados de lujo. El ciudadano llevaba el sombrero de copa en
forma de chimenea de tren y sus pantalones tubulares anunciaban la edad de la
biela. También su mobiliario había sufrido una particular revolución. Después
del arco tendido para el galanteo o la réplica del estilo Luis XV, tras la
depuración ideal de líneas bajo el Directorio y el Imperio, la voluta y el
crucero standard preparaban la industrialización del confort.
La literatura alemana se llamaba Goethe, y la francesa Chateaubriand, pero el «genio
del cristianismo» entraba en uno de los numerosos túneles de su historia, y el
joven Lamennais meditaba sobre la «in diferencia en materia religiosa». Aunque
el espíritu religioso no había muerto, si al menos había plegado sus alas El
siglo del vapor iniciaba su marcha hacia el futuro triunfal de la técnica y del
progreso, bajo las llores de la retórica humanitaria y las aclamaciones de los
burgueses deslumbrados por su próxima victoria sobre la postrer tutela de la
aristocracia y del clero Ya sólo se pensaba en mayúsculas Guiado por la
Ciencia y sumido en el Progreso, el hombre caminaba hacia el descubrimiento de
las riquezas de este mundo Una palabra resume su filosofía de la felicidad en
la tierra el materialismo. Con un sencillo adjetivo, por lo demás un tanto
misterioso para la mayor parte de los que lo utilizan, un joven judío alemán
con crin de león convertiría esta palabra, llena de promesas que se podían
explotar, en el arma más terrible que jamás haya amenazado a la civilización
occidental. El materialismo había liberado al burgués. El materialismo «dialéctico»
de Carlos Marx lo condenaba a muerte sin remisión
Era el mayor de una familia de ocho hijos (cinco chicas y tres chicos)
establecida en una casa burguesa de Tréveris, cuyo anodino aspecto era similar
al de cualquier ayuntamiento o al de cualquier escuela primaria de cabeza de
partido de un cantón. Su padre, el abogado Heinrich Marx, hijo de un antiguo
rabino del pueblo, se había creado una sólida situación en la corte de
apelación de la ciudad. Su madre, perteneciente a una antigua familia de
rabinos holandeses, pasa por ser, entre los historiadores, un espíritu
prosaico, poco dotada para la controversia y pronta para recordar a los oradores
de la familia las realidades domésticas. Un día se le reprochará como
inconveniente esta reflexión irónica: «Hijo mío, en vez de escribir sobre el
capital sería mejor que amasaras uno». Heinrich Marx era, por el contrario, un
espíritu brillante y liberal, apasionado por el juego de las ideas y cuya
influencia sobre su hijo fue, ciertamente, muy grande en cualquier caso, tan
grande como lo permitiera el carácter del joven Marx. Para salvar la situación
y el porvenir de sus hijos, amenazados por las medidas antisemitas de la cámara
prusiana, que acababa de prohibir a los Judíos el acceso a los cargos públicos
ya la mayoría de las carreras liberales, se había convertido, junto con los
suyos, al protestantismo, y lo hizo con facilidad, puesto que hacía mucho
tiempo que estaba apartado de cualquier práctica religiosa. Esta «conversión»
no dejaría, evidentemente, ninguna huella en el espíritu del joven Marx, quien
durante toda su vida despreciará las creencias y lo sobrenatural hasta el día
en que él mismo, sin darse cuenta de ello, funde una religión del ateísmo que
superará a la Inquisición en rigor dogmático y que de volverá a los hombres
la esperanza en lo inaccesible, más allá de una «sociedad sin clases» .
Fue un estudiante como todos los demás, incluyendo la habitual tendencia a la
versificación romántica, quizá algo más aplicado en el trabajo y en la
distracción, y que pasaba repentinamente de la vigilia estudiosa al alboroto
nocturno. Escribió poemas en los que mozas con el vestido empapado de lágrimas
mueren de amor bajo las estrellas impasibles, mientras que jóvenes caballeros
incomprendidos se suicidan en la iglesia durante la boda de la amada infiel. Es
una lástima que estos conmovedores escritos aún no hayan aparecido, bajo su
prestigiosa firma, en tiras dibujadas. Pero este brote de fiebre sentimental,
curado con cerveza, desapareció pronto. El joven Marx no tenía vocación lírica.
Después de un año de infructuosos sueños en la Universidad de Bonn, renuncia
a sollozar con la literatura de su siglo y entra en la Universidad de Berlín.
Obtendrá, finalmente, en la de Jena el diploma de doctor en filosofía. Su
vigorosa inteligencia ha destrozado sin mayor esfuerzo, en busca de realidades más
profundas, el cartón piedra de las construcciones románticas. La violencia
natural de su temperamento cambia de dirección, se eleva, y pasa del decorado
de la ficción novelística al plano superior de las ideas. Marx ya es entonces
lo que será hasta el final: combativo, seguro de su capacidad intelectual de lógico
realista proclive a la ironía, animado por la inquebrantable convicción de que
su único deber es el de «trabajar por el bien de la humanidad». tal como había
escrito a los quince años en «las reflexiones de un joven ante la elección de
carrera».
Su padre, hombre liberal y sensible, ve con preocupación cómo el carácter de
su hijo va adquiriendo paulatinamente el perfil duro y monolítico que le hará
atravesar el siglo como una bala movida por la carga de un pensamiento
explosivo. En una conmovedora carta, encontrada por el erudito Auguste Cornu, le
escribe: «No puedo a veces defenderme contra ideas que me entristecen e
inquietan como un sombrío presentimiento. me siento súbitamente invadido por
la duda y me pregunto si tu corazón responde a tu inteligencia ya tus
cualidades espirituales, si es accesible a los sentimientos de ternura que aquí
en la tierra son una gran fuente de consuelo para un alma sensible, y si el
singular demonio del que tu corazón es claramente víctima es el espíritu de
Dios o, por el contrario, el de Fausto. Me pregunto si alguna vez serás capaz
de disfrutar de una felicidad sencilla, de las alegrías de la familia y si podrás
hacer felices a los que te rodear”. Pero el joven Marx está ya fuera del
alcance de este tipo de razonamientos. Su espíritu, a la búsqueda del ideal,
sufre toda la agitación, toda la turbación de un misionero más seguro de los
principios de su misión que del contenido de su doctrina, o de un profeta al
que le urge hablar pero que aún no sabe muy bien qué decir. Es un adicto a las
ideas que hoy llamaríamos de extrema izquierda, pero que entonces no existían
sino en estado gaseoso, pues ningún espíritu las había aún solidificado en
un cuerpo de doctrina.
Dos veces se tambalea su salud agotada por el cansancio: su familia le reprocha
el abandono de la amable joven de Tréveris que será su compañera y el único
amor de su vida, Jenny, hija del imponente barón von Westphalen.
Su padre muere sin haber logrado una respuesta válida a sus inquietas
preguntas, las cuales, según pueden comprobar los biógrafos, vuelven a
plantearse una y otra vez. Su madre se queja de las faltas de consideración de
la familia Westphalen. Jenny , modelo de tenacidad, resiste los asaltos de los
suyos, que se niegan a imaginar la unión de una joven de la más rancia nobleza
de Europa con un joven burgués, revolucionario para más desgracia, y al que se
empieza a conocer demasiado en las asambleas políticas.
Llega entonces la luz para el joven Marx bajo el glacial aspecto de la filosofía
de Georg Wilhelm Friedrich Hegel, maestro de la dialéctica, ex seminarista
luterano de Tubinga y refinado bruñidor de una doctrina hiperintelectualista,
que plantea en su origen el principio mismo de la Idea, cuyo desarrollo, a través
de las contradicciones de la historia, constituye la realidad de todas las
cosas. La célebre «dialéctica» de Hegel consiste en conciliar una afirmación
y la subsecuente negación en la superior unidad de la síntesis. Un ejemplo: La
idea de «ser» introduce la de «no-ser» o la «nada», y estas dos ideas
contradictorias forman juntas la noción de «devenir»: en efecto, las cosas
que «llegan a ser son y no son a la vez, puesto que «cambian o se «transforman.
A su vez, la noción de «devenir anuncia un grupo de pensamientos contrarios
sobre la «vida» y la «muerte» , reconciliables, a su vez, en la unidad
conceptual de la «evolución», y así sucesivamente; puesta en marcha esta mecánica,
nada puede ya detener su movimiento en tres tiempos, tesis, antítesis, síntesis,
hasta la completa absorción de lo real en la lógica.
Este entretejido hegeliano (una línea del derecho, otra línea del revés),
original manera de llevar el espíritu a la identidad mediante la contradicción,
proporcionaba a Karl Marx el instrumento definitivo de su pensamiento, el método
que necesitaba para explorar la historia de las sociedades humanas, criticar la
civilización de su época y formular su propia concepción del mundo, en la
cual las oposiciones hegelianas entre el «capitalismo» y el «proletaria do»
quedarán resueltas en la unidad de la «sociedad sin clases».
Estamos en 1843; Karl Marx tiene veinticinco años y ha resuelto su primera síntesis
dialéctica casándose con su antítesis social, Jenny von Westphalen, con la
que se traslada a París, morada favorita de los espíritus revolucionarios de
Europa Cuando llega a la ciudad del Sena, en total hay en Francia una sola ley
social, ¡Y qué ley! Defendida en la cámara de los pares por Montalambert,
quien había atacado enérgicamente a «las industrias que arrancan al pobre, a
su mujer ya sus hijos de las costumbres de la vida en familia, de los beneficios
de la vida en el campo, para encerrarlos en insanos barracones, auténticas cárceles
en las que todas las edades y todos los sexos son condenados a una sistemática
y progresiva degradación», fijaba en los «ocho años» la edad de admisión
de los niños en las fábricas y reglamentaba en ocho horas la jornada para los
trabajado res entre los ocho y los doce años, y en doce horas entre los doce y
los dieciséis años. Ésta era la ley. y no había más. Incluso el ilustre físico
Gay-Lussac, honrado con una calle en el barrio latino, había combatido el
proyecto declarando que «el patrono era amo absoluto en su casa» .
Esta módica ley de 1840 es la primera ley social» votada en Francia. Antes,
toda la legislación del trabajo era regulada por la ley Le Chapelier» , del 14
de junio de 1791, que prohibía la coalición «entre ciudadanos de un mismo
oficio o profesión , dirigida’ en la práctica contra los obreros de la
construcción que reclamaban en bloque un aumento de salario, y un decreto del 3
de enero de 1813 apoyando la prohibición de que «los niños menores de diez años»
trabajaran en las minas.
Ninguno de los grandes hombres de la Revolución había intuido mínimamente los
problemas obreros. Ni Mirabeau, ni Danton, ni Robespierre, ni «el amigo del
pueblo», Marat, habían presentido la evolución económica de la sociedad de
su época. La ley Le Chapelier había sido adoptada y aplicada sin oposición
alguna, ni tan siquiera obrera, y durante cerca de treinta años el decreto
imperial de 1813 fue el único texto que demostró algún interés por los
innumerables niños literalmente encarcelados a una edad muy temprana en auténticas
prisiones industriales. La condición obrera era, en su conjunto, miserable. Un
niño ganaba de treinta a cincuenta céntimos al día; según las profesiones,
el salario de un adulto variaba entre uno y dos francos, salvo en caso de
depresión económica. En Lyon, cuenta Blanqui, las obreras ganan trescientos
francos al año trabajando catorce horas diarias en oficios en los que han de
estar colgadas con unas correas para poder utilizar a la vez los pies y las
manos, cuyo movimiento continuo y simultáneo es indispensable para tejer
galones» .U n investigador oficioso señala que en «ciertos establecimientos
de Normandía, el látigo figura en el oficio entre los instrumentos de trabajo»
.
De este modo, mientras Stendhal describía pormenorizadamente los delicados
amores de sus coleópteros mundanos; mientras Musset, apesadumbrado, contemplaba
su palidez en el Gran Canal, y la burguesía, maravillada ante el progreso del
comercio y la industria, dejaba la religión a las mujeres para volcarse en la
rentable mística de los «negocios», tras todo este decorado, todo un pueblo
de desheredados vivía sin alegría, sin esperanza y, a veces, sin pan. El
sistema feudal había sido destruido, pero, en el seno del «régimen burgués»
, una nueva categoría de siervos había sustituido a la antigua. Ya no había
campesinos, «siervos de la gleba», en torno a los castillos. Pero alrededor de
las fábricas, multiplicadas por el genio empresarial que anima la época, las
grandes concentraciones obreras forman poco a poco una clase distinta, ignorada
por la ley, con una existencia miserablemente considerada ya la que se llamará
«proletariado» .
El método hegeliano había proporcionado a Carlos Marx la herramienta que su
pensamiento necesitaba. La crueldad de la «condición proletaria» le indigna,
centuplica su voluntad de acción y convierte al joven pensador, apasionado por
la especulación filosófica, en el general revolucionario más consecuente y más
temible de todos los tiempos. El marxismo naciente será una mezcla detonante de
lógica y de indignación.
Está listo el armazón de su máquina de guerra contra el mundo de las
ganancias. La glotona anarquía de la sociedad de su época le señala su
enemigo: el «capitalismo burgués»; sus tropas: el proletariado; el campo de
batalla: la mina, la fábrica, el taller, todos los lugares de trabajo o de
miseria de la ciudad y de los campos.
El destino le proporciona un inestimable aliado en la persona del joven
Friedrich Engels, nacido en 1820 en una rica familia industrial de Bremen. Se
trata de un espíritu agudo, tan hábil para los negocios como ágil en la
decisión política; un elegante personaje que será el Saint-Just del nuevo
Robespierre, un Saint-Just previsor que salvará a su amigo de la miseria y que
sostendrá hasta el final la desastrosa economía doméstica del teórico de la
economía universal.
A partir de ese momento, numerosos textos políticos llevarán la firma conjunta
de los dos amigos, sin que aún hoy sea posible distinguir la aportación de
cada uno a la obra común. Redactan conjunta mente el famoso Manifiesto del
partido comunista, cuya publicación coincide con la revolución de 1848 y que
contiene los principales rasgos de la doctrina largo tiempo impuesta, y agravada
por el fanatismo, a centenares de millones de seres humanos.
Al igual que Engels, Karl Marx es un perfecto ateo y, pese a las ilusiones de
cierto número de cristianos contemporáneos. el ateísmo constituye la esencia
misma del marxismo. No sirve de nada soñar con un marxismo separado de su
irreligión orgánica y que limite su ambición a una reforma de las estructuras
de la economía. El ateísmo integral proporciona a «Marx- Engels» la base de
su doctrina, ese «materialismo histórico» para el que la sociedad y la moral
de los individuos están determinados por las formas de producción. A partir de
esta comprobación se desarrolla el movimiento «dialéctico» del marxismo, que
ve en la historia una permanente lucha de clases entre aquellos que poseen, ya
los que la defensa de sus intereses «deshumaniza» , y aquellos que no poseen,
ya los que su condición de dependencia «aliena» . Hegel, cuyo pensamiento iba
de la Idea a lo real, desembocaba en un vago espiritualismo conservador muy
grato para el gobierno prusiano, el cual, de acuerdo con esta doctrina,
resultaba ser el mejor de los gobiernos posibles, puesto que constituía, bajo
la jurisdicción del maestro, la última encarnación de la Idea. Pero Karl Marx,
discípulo irrespetuoso, dará la vuelta a la lógica de Hegel como a un guante.
Irá de lo real a la Idea, y como por arte de magia, todo aquello que en la
filosofía del hijo del pastor llevaba al conservadurismo, en la del nieto del
rabino conducirá a la revolución. Al ser una emanación de las clases
poseedoras, el gobierno prusiano, al igual que todos los gobiernos del mundo, no
es sino un momento de la dialéctica: también lo es la burguesía, cuyo
inevitable conflicto con su antítesis social, el proletariado, trae
necesariamente la revolución, en la cual dicha burguesía, reducida por la
concentración de riquezas a un número cada vez menor de poseedores, quedará
sumergida y liquida da por la masa creciente del proletariado. Una vez
victoriosa, la clase obrera abolirá la propiedad privada de los medios de
producción y de intercambio, salvando, a la vez, en el paraíso sintético de
la sociedad sin clases, a todos los hombres liberados del sistema económico que
deshumanizaba a unos y alienaba a otros.
Éste es el esquema de una doctrina cuya actitud solapadamente religiosa es
imposible ignorar. Se trata de un contratipo ateo que pronto se convertirá en
una insolente caricatura totalitaria del judeo-cristianismo tradicional: del
pecado original (la caída en la propiedad privada), a la Redención del Pobre
(Cristo, Dios hecho hombre, y el proletario, hombre hecho dios ); de la
cautividad en Egipto (en las garras capitalistas ), a la Tierra prometida del
colectivismo, pasando por la Iglesia (fuera del partido no hay salvación), el
magisterio infalible de Moscú y la llamada confesión «autocrítica», sin
olvidar, en el plano supremo de la mística, esa especie de diálogo del hombre
con el hombre en una suerte de divinización sin amor. Pues si el advenimiento
del reino de Dios es obra de la caridad, el de la sociedad sin clases no puede
ser acelerado sino por el esfuerzo conjunto de la violencia y del odio.
Durante largos años, de expulsión en expulsión y de hotel en piso amueblado,
Karl Marx llevará la vida de un proscrito escaso de recursos, dejando en
Francia, en Bélgica, en Alemania y más tarde en Londres, donde terminará sus
días, diversos grupos de discípulos que un día de 1864 formarán el elemento
motor de la Internacional de trabajadores como resultado indirecto, en suma, de
sus obligados desplazamientos. Su itinerario está jalonado de hojas muertas,
gacetas sin lectores, libros y panfletos incautados que devoran sus escasos
ingresos, la pequeña fortuna de su mujer y el dinero de sus amigos excepto el
del sagaz Engels, quien dirige su barca fraternal como una lancha salvavidas,
sin avaricia pero con discernimiento. Karl Marx experimenta hasta la náusea la
deprimente dialéctica de la necesidad y del crédito, hostigado por acreedores
a los que no paga, en un perpetuo estado de tensión doctrinal no apto para ningún
otro trabajo que no sea el de profeta social. Para él, fuera cual fuese el amor
por los suyos, la vida pública tiene absoluta prioridad sobre la vida privada.
Su resistencia a la miseria ya la desgracia es, por otra parte, prodigiosa.
Abrumado por las lágrimas y las justas recriminaciones de su mujer, fulminado
en varias ocasiones por el más terrible golpe que pueda herir a un ser humano,
la muerte de un hijo, se mantiene en pie, inamovible y como protegido contra la
violencia del destino por la violencia de su propio pensamiento.
Las únicas noticias que espera y recibe con alegría son las que le traen la
confirmación de sus teorías: depresiones, crisis económicas, huelgas, rugidos
revolucionarios, asonadas. Día tras día su figura histórica se dibuja con
rasgos cada vez más claros en un cielo tormentoso. En los comités extremistas
se admira a un filósofo capaz de hablar con semejante autoridad un misterioso
lenguaje escolástico, del que no se entendería nada si no se convirtiera tan fácilmente
en las más sencillas fórmulas de acción: explotación del hombre por el
hombre, lucha de clases, revolución, liquidación, liberación. El respeto da
paso a una actitud admirativa, y la veneración al respeto. Es el primer papa
del «comunismo» (adoptó una vieja palabra para designar algo nuevo al
contrario que la mayoría de los políticos ). Proudhon, cuyas impracticables
teorías lo exponen a la burla del maestro, al igual que Bakunin y todos los demás,
sufren a su pesar su influencia. E incluso el propio conde Tolstoi, un amable
bromista, pone a su disposición su inmensa fortuna... antes de marcharse sin
que ésta haya sido mermada.
La fama del doctrinario se extiende mucho más allá de los círculos
revolucionarios, y sus prestigiosos éxitos no suavizan su carácter ni la
dureza de sus réplicas. N o discute, maneja los argumentos como un bloque,
aplasta a quien le contradice y se marcha sacudiendo su melena.
Las celebridades se le acercan con menos facilidad que los obreros: Reclus se
queja de que no se hubiera levantado del fondo del salón para recibirle y de
que permaneciera «constantemente cerca de un busto de Júpiter Olímpico, como
si quisiera hacer alusión al lugar que ocupa entre las grandes figuras de la
humanidad» .Aquel carnicero devoraba sobre todo papel. En Londres, donde pasó
la mayor parte de sus treinta últimos años, yendo de un barrio a otro según
el estado de sus recursos, la paciencia de los propietarios y las amistosas
subvenciones de Engels, escribe su obra más importante, El Capital, en frases
complejas, enroscadas como muelles y fabricadas sin preocuparse por su conclusión.
El punto crucial del planteamiento ‘es la teoría según la cual el trabajo,
como cualquier otra mercancía, tiene su valor, determinado por las necesidades
del obrero, y su excedente constituye la «plusvalía» , cuyo beneficio
revierte en el capital.
Resueltos sus apuros en lo sucesivo gracias a Engels, que supo dirigir sus
propios asuntos en beneficio de su común interés, Marx modifica, abandona,
vuelve sin cesar a emprender el gran trabajo de su vida, que quedará inacabado.
Desde el día en que el Manifiesto comunista lanzó al mundo su brillante y
sombrío «¡Proletarios de todos los países, uníos!», sus teorías sólo han
recibido un amago de aplicación durante las breves jornadas de la Comuna de París.
Pero él está seguro, con la seguridad de un creyente, de la victoria final de
su doctrina. Una cierta paz desciende sobre los últimos días de su vida, que,
sin embargo, se ve atravesada por dos sufrimientos fulgurantes: la muerte de su
mujer y la de su hija, Jenny Longuet. Poco después de este último golpe, al
entrar en su cuarto el 14 de marzo de 1883 , Engels lo encontró tranquilamente
dormido para siempre. Su tumba está en Highgate.
La mayoría de los marxistas no conocen El Capital mejor de lo que los católicos
conocen La Summa de santo Tomás de Aquino. El pensamiento de Marx, que parece
también proceder de la industria pesada, ha dejado un método calificado
pomposamente de científico y un catecismo revolucionario que ha dado la vuelta
al mundo. Pero las teorías filosófico-económicas sacadas del marxismo han
sido por doquier refutadas por los hechos y no han dado buenos resultados en
ningún sitio. A pesar de la abolición de la propiedad privada, final simbólico
de la «explotación del hombre por el hombre» en los países socialistas y la
liquidación directa o indirecta de millones de seres humanos sacrificados a la
ideología, o a la «ideología» del partido, nadie ha vivido, ni siquiera un
solo día, el ideal de la sociedad sin clases. Ningún pueblo del mundo ha
pasado al comunismo por efecto de la lógica marxista, y todos aquellos que han
vivido esta experiencia han sido obligados a hacerlo por la fuerza de las armas,
al amparo de dos guerras mundiales. Ya la desgracia doctrinal, ha de añadirse
el hecho de que, a la vez que obligaba a los gobiernos «burgueses» a concebir,
finalmente, una política social con frecuencia eficaz, el marxismo ha
contribuido a la consolidación del capitalismo.
Karl Marx quería sinceramente la liberación de la humanidad, y sus seguidores
la aprisionaron en un totalitarismo sin precedentes; quería un hombre nuevo, y
ese hombre nuevo tenía la cabeza de un comisario político; pensaba que la «dictadura
del proletariado» duraría algunas semanas, y se mantuvo durante setenta años.
Puede decirse que Marx lo había previsto todo, excepto el marxismo, que, como
un sacramento de tinieblas, produjo en todas partes lo contrario de lo que
significaba.
«La razón truena en su cráter» , decía el magnífico canto de la clase
obrera. Hoy no. se ve más que el cráter, donde ha quedado sepultada la patria
del socialismo y, con ella, unas esperanzas traicionadas.
André Frossard