Impunidad de la mentira

Por Julián MARÍAS, de la Real Academia Española, en ABC 22-XI-2001

 

(...) En la actualidad la mentira es demasiado frecuente y demasiado inquietante. No me refiero a los errores, que en principio se pueden aceptar, aunque por supuesto se pueden evitar, sino a la falsedad deliberada, buscada, difundida con grandes recursos, lo cual puede producir una intoxicación de la sociedad, una especie de septicemia que puede poner en peligro la salud colectiva.

Se miente a sabiendas, como un programa, como un arma que es sin duda desleal y muy peligrosa. La enorme difusión y la eficacia de los medios de comunicación permite que el cuerpo social quede contaminado por la mentira. Sería deseable que la evitaran los que acostumbran segregarla; deberían pensar que la mentira es dañosa también para el que la emite, que es víctima de ella y se condena al profundo descontento propio que engendra. Cuando alguien miente deliberadamente es inevitable pensar que no se estima, que tiene profundo descontento de sí mismo o de lo que pretende representar. Pero en todo caso hay que tener en cuenta la reacción de los demás, de los que quedan «expuestos» a la mentira. Me preocupa la general pasividad con que la mentira se acoge. Algunos, llevados por la fuerza de la propaganda, no la advierten, se podría decir que la aceptan; otros sienten cierto malestar, una impresión de que «no es eso», pero carecen de toda reacción propia. Esto hace que se produzca una amplísima impunidad de la mentira, que esta no tenga sanción ni remedio.

Un hecho importante es que la mayoría de los autores, promotores y difusores de la mentira dependen de la opinión de los demás, intentan influir sobre ella, modificarla, apoyarse en ella para conseguir poder e influencia. Esto quiere decir que buscan el «prestigio», la fuerza que viene de los demás. En este sentido su mejor o peor fortuna depende de la reacción social a sus propósitos. La mentira tiene que ser descubierta, mostrada, hacer que recaiga sobre sus autores o difusores. Esto es lo primero que habría que hacer, lo que haría que supiéramos a qué atenernos sobre cada cual -individuos, agrupaciones, medios de comunicación-. Si esto se realizara con acierto y energía, la impunidad sería evitada en altísima proporción. Se vería que en el fondo no trae cuenta mentir, que esa actitud tan destructora recae en primer lugar sobre los que la realizan.

Estoy pensando en las mentiras notorias, comprobables, que no pueden resistir la confrontación con los hechos, con la realidad. Los que mienten de esta manera no pueden refugiarse en ambigüedades de interpretación, en lo que es discutible. Hay que contrastar lo que se dice con lo que es. Esta operación de saneamiento es perfectamente posible; la única condición es que se haga con atención y claridad.

Pero hay un tipo de mentiras que tiene todavía mayor gravedad: las calumnias. Se leen o se oyen demasiadas, que afectan a la dignidad de personas o de sus agrupaciones en cualquier sentido. Significan la forma más perniciosa y menos tolerable de la práctica de mentir. Durante siglos existió el uso social del duelo. La persona agraviada podía desafiar al agresor, exigir una reparación en el terreno de las armas. Las espadas o las pistolas se cruzaban una madrugada, con funesto resultado para uno de los combatientes. Nuestra sensibilidad moral y social rechaza este recurso, que tiene además el defecto gravísimo de que puede afectar a la parte justa, ofendida, agraviada. El resultado del duelo era con frecuencia una injusticia más. Cuando hay algo en lo humano que desempeña una función pero es inadmisible, hay que sustituirlo por algo más justo y decente. El duelo no es practicable, y se echa de menos el temor que algunos sentían a ser desafiados y tener que enfrentarse con las consecuencias de su agravio. En nuestro tiempo parece que el recurso es la justicia. Si alguien es calumniado puede llevar el asunto a los tribunales, hacer que el agresor responda y pueda sufrir una sanción por ello. Creo que esta práctica es aconsejable y contribuiría a sanear el ambiente de nuestra sociedad. Pero es cierto que la confianza en la justicia es escasa, que su lentitud demora las respuestas, que se teme que esté sometida a diversas presiones o su politización evidente y todavía no superada.

Con todo, creo que es un recurso aplicable. Aunque los fallos se dilaten demasiado y no sean enteramente merecedores de confianza, ya el hecho de ser demandado judicialmente significaría un aviso, un toque de atención, un señalamiento muy útil. Existe, gracias a Dios, la «presunción de inocencia», que hay que conservar celosamente; pero también debe existir la «presunción de culpabilidad» cuando se funda en hechos comprobables, cuando responde a la sospecha fundada de tergiversación.

El problema es muy grave, porque se puede producir una perturbación de la convivencia, una pérdida de la confianza en el derecho, en la manifestación de las opiniones, en la democracia misma. La mentira es el máximo riesgo que ésta tiene, lo que lleva a la pérdida de su prestigio, lo que puede engendrar el riesgo máximo que es la aversión a ella.

Gentileza de http://www.arvo.net/
para la BIBLIOTECA CATÓLICA DIGITAL