Filosofía y Autenticidad
(conferencia
en Madrid, 1999. Edición: Ana Lúcia Carvalho Fujikura)
Por Julián Marías
La cuestión es la siguiente: filosofía ha existido durante más de veinte y
cinco siglos, en el mundo occidental, pero de una manera discontinua, es
decir, ha habido siempre filosofía: desde los primeros presocráticos no ha
dejado de haber filosofía, pero no en todas las partes: en algunos lugares,
sí, con grandes interrupciones y de manera siempre minoritaria.
Esta situación doble -presencia constante de la filosofía y ausencia de
ella-, en gran parte del mundo y en muchas épocas, hace muchos años que me
da que pensar. Porque parece que la filosofía representa una función
capital, central, necesaria en la vida humana y, sin embargo, hay una ausencia
de ella en la mayor parte del mundo y a lo largo de la historia. ¿Cómo es
posible? La filosofía representa una función vital que se ha realizado de
otras maneras en el conjunto de la historia. Pero hay una función vital,
esencial, inseparable de la vida humana que no es filosofía. La filosofía
es, en cierto modo, una función vicaria de ella; es decir, una función que,
en ciertas circunstancias, ejerce, de manera distinta, lo que esa necesidad
vital, permanente y propia de todo hombre realiza a lo largo de la historia.
Y esto nos va a llevar precisamente al problema de la autenticidad. La palabra
"autenticidad" es una palabra evidentemente de origen helénico –
y en griego, otra palabra es estlom. Estlom es una palabra que ha quedado
confinada a la lengua: es interesante porque actualmente la palabra está
ocupada, diríamos, por la idea de etimología. La etimología es el origen
verdadero de las palabras; es naturalmente lo que muestra de dónde proceden
las palabras que se usan en una lengua determinada, en el presente. Pero
originariamente no es solamente esto: hay textos remotísimos, incluso
homéricos, en que aparece la palabra estlom como "lo verdadero".
Hace ya muchísimos años, yo encontré unos textos en Hesíodo, en la
Teogonía de Hesíodo, en la cual se hace una contraposición: las musas
dicen: sabemos decir cosas falsas, pero también cuando queremos podemos decir
cosas verdaderas. Y en Homero se habla de palabras falsas semejantes a las
verdaderas. Y más: alguna vez he dicho que la ontología se podría llamar
etimología; sería el logos, la ciencia, de lo auténtico, de lo
verdaderamente auténtico. Pero, claro, la palabra ya está ocupada por la
lingüística y no podemos usarla más que, diríamos un poco entre comillas y
para explicar simplemente su origen.
El hombre necesita interpretar la realidad. El hombre necesita, para poder
vivir, saber a qué atenerse; esto es la función capital. Esto lo hace todo
hombre, en toda época, pero lo hace en ciertas condiciones que justamente no
son filosofía. Por una parte, se deja llevar por las interpretaciones
recibidas: las creencias recibidas, los usos que encarrillan su vida y la
conducen... hacen que el hombre viva normalmente sabiendo a qué atenerse,
respecto de un número muy considerable de cosas y, por tanto, orienta su
vida. Por otra parte, hay un momento quizá en que el hombre necesita una
certidumbre, necesita también saber a qué atenerse respecto a algo que tiene
un carácter total, global o realidades que no son patentes, no son
manifiestas, que están latentes. Entonces evidentemente lo que hace es
esperar, confiar en una revelación: sea la revelación estrictamente
religiosa, sea la revelación de los horóscopos o de cualquier tipo de
fenómeno, en que lo latente, lo oculto se manifiesta, se revela. Esto sería
el sentido genérico de revelación. Aquí no es filosofía, como ven ustedes.
El hombre resuelve, de ciertas maneras, esa necesidad: saber a qué atenerse,
que, en cierto momento, hace veinte y tantos siglos, por primera vez, lo va a
hacer filosóficamente, se va plantear lo que llamo las cuestiones radicales,
aquéllas sin las cuales no se puede vivir auténticamente. Porque de otro
modo, no hay autenticidad; la vida es en definitiva, o bien una vida
mostrenca, una vida no personal, no propiamente personal, llevada por
repertorio de usos sociales, de creencias recibidas, o bien es la esperanza o
la espera de una revelación en la cual el hombre se comporta pasivamente,
espera que esto que está oculto, eso que está latente, se descubra, se
manifieste.
Recuerden ustedes una frase de Platón en que dice que en la vida no
examinada, sin examen, diríamos una vida que no tiene análisis intelectual,
no es vividera para el hombre. El que se deja vivir simplemente llevado por
las circunstancias, llevado por los usos o que simplemente espera esa
manifestación, esto a Platón no le parece propiamente vividero, no le parece
una vida rigurosamente humana, diríamos una vida auténtica.
Como ven ustedes, por tanto, la filosofía va a tener la función, a última
instancia, vicaria; una función vicaria respecto de esa necesidad humana de
saber a qué atenerse, de tener una orientación general. Y recuerden ustedes
la simplicidad de la primera filosofía: los filósofos presocráticos son de
una simplicidad que, en cierto modo, defrauda... ¡qué pensamiento tan
pobre!, comparado con cualquier doctrina, con cualquier teoría... son muy
simples. Lo que tienen de interesante es la pregunta, lo que tienen de curioso
es que el hombre presocrático se enfrenta con la realidad, con la totalidad
de la realidad, y pregunta: ¿qué es, qué es todo esto? Esto es lo
interesante: la pregunta. Esa pregunta no se la había hecho el hombre
anteriormente. Y esto es fundamental porque la filosofía nace precisamente de
la pregunta. Las respuestas son secundarias y puede no haberlas. Pero hay
filosofía en la medida en que hay preguntas radicales – preguntas radicales
que el hombre busca por un afán de autenticidad, es decir, vivir desde sí
mismo. Esto es lo que va a hacer posible que haya toda una serie de formas de
pensamiento que empiezan en el siglo VI o VII antes de Cristo, que se van
haciendo más complejas, que van obligando cada una de ellas a no quedar en
sí misma – hay una actitud de insatisfacción de cada forma de pensamiento,
diríamos de cada sistema -la palabra sistema es un poco excesiva porque no
toda doctrina filosófica es un sistema-, de tal manera que hay que seguir
adelante. Eso es lo que llamé hace bastante tiempo el sistema de alteridades,
en que va a consistir justamente la filosofía.
El que hace filosofía parte naturalmente de una tradición, de algo que está
ahí. Los presocráticos y los demás que hacen filosofía la hacen porque la
hay ahí, porque la encuentran existencia, porque encuentran en la realidad
social algo que es la filosofía – en los países en que ha existido
filosofía; en otros no ocurre esto, naturalmente... En los países en que
existe una tradición filosófica que procede de otros países: nosotros
tenemos una tradición que viene de Grecia y que no ha continuado en Grecia,
sino muy limitadamente, pero se ha transmitido de Grecia al mundo romano y al
mundo europeo posterior etc., de modo que nos sentimos en esta tradición.
Pero no podemos quedarnos en la filosofía existente, porque nos parece que al
pensarla a fondo, salimos de ella. Hace falta ir más allá, hace falta hacer
una filosofía, sí filosofía, pero otra, otra que la existente. Otra que la
existente no porque sea deficiente, no porque tengamos afán de innovación o
de originalidad, sino porque la situación es diferente. Y por tanto lo que
nos oprime, lo que nos obliga a buscar soluciones es otra cosa, que lo que
tenía la anterior. Los problemas muchas veces no se resuelven, sino que se
disuelven; quiero decir, simplemente, al plantearse de otro modo, desaparecen
como problemas, se llega a una solución que es la disolución del problema
anterior. En general los problemas se resuelven por un nuevo planteamiento que
engloba las dificultades anteriores y esto es lo que constituye la realidad
dramática que es la historia de la filosofía.
Ahora bien, la filosofía tiene grados de autenticidad: ¿desde dónde se hace
la filosofía, en virtud de qué, respecto de qué problemas, en que
circunstancias, y, naturalmente, cuál es la respuesta fundamental del que
hace filosofía? Escribió una vez Ortega un texto muy personal -el Prólogo
para alemanes, que escribió en el año 34 y no consintió en publicar por los
crímenes que se cometían por entonces; se publicó tardiamente después de
la muerte de Ortega. Él hablaba de la verdad como condición de la
filosofía, la busca de la verdad como condición del filósofo, y se
preguntaba: hay algo importante que es la veracidad y ¿en qué medida el
filósofo es veraz? Lo es, en grados desiguales. Él había pensado en
escribir un ensayo que se titulara Genialidad e Inverecundia en el Idealismo
Transcedental. Porque es evidente que los grandes filósofos idealistas
alemanes, cuya genialidad es evidente, tenían una cierta pasión por la gran
construcción intelectual que llamaban sistema y estaban dispuestos quizá a
forzar un poco la evidencia para hacer ingresar su doctrina en esa gran
construcción sistemática, a veces dando un coup de pouce a la realidad para
hacerla entrar en donde por sí misma, espontáneamente, no entra. A eso es lo
que llamaba la inverecundia, la falta de veracidad. En cambio, contrastaba con
otros filósofos, tal vez menos geniales pero más veraces, como, por ejemplo,
Dilthey. Ha habido filósofos que no han dicho más que lo que estaban viendo
realmente: son grados superiores de autenticidad.
La condición de esto es doble: por una parte, se trata de la presión de las
circunstancias, de la formulación que el filósofo encuentra de los
problemas. Los problemas aparecen en primer lugar formulados por eso, porque
se parte siempre de una tradición intelectual, de ese sistema de alteridades
de que hablaba. Por otra parte, hay unas interpretaciones recibidas y un
repertorio de conceptos de los cuales parte el filósofo. Y naturalmente
podrá ir más allá, podrá innovar, podrá no contentarse con lo que
encuentra, pero es evidentemente su punto de partida. Hay además los
problemas con los cuales se encuentra primariamente. Ustedes piensen, por
ejemplo, cuando leemos un texto medieval y encontramos problemas que son
apremiantes para el filósofo medieval, pero ¡ahora no, no se plantean!
Piensen ustedes en el problema de los universales. Este problema, en
definitiva, reaparece en alguna medida, -¿qué diré yo?-, reaparece en la
Fenomenología, pero en forma muy distinta y no es un problema capital, no es
un problema central; hay otros, distintos. Y hay situaciones en las cuales los
problemas, en cierto modo desaparecen del primer plano. Hay una pérdida de
autenticidad de la filosofía vigente con lo cual se encuentra el filósofo y
su tentación, evidentemente, es hacer una filosofía menos auténtica, o
bien, si tiene ese tipo de genialidad que no es el talento, la capacidad
discursiva, sino justamente la necesidad de autenticidad, de repristinar la
filosofía, de volver a descubrir las grandes cuestiones, los grandes
problemas. Hay un momento muy interesante que ocurre en la primera mitad del
siglo XIX cuando se han disipado bastante los problemas filosóficos después
de la crisis del idealismo alemán y hay unos cuantos filósofos en dos o tres
países, que no eran grandes figuras, que eran pensadores modestos, pero que
han tenido la veracidad de volver a replantear los problemas capitales, los
problemas inevitables y llevarlos hacia un planteamiento actual, en aquel
momento, en la medida de lo posible, y a rehacer un poco la autenticidad de la
filosofía.
Como ven ustedes, lo histórico-social es un elemento capital. Pero, al mismo
tiempo, tenemos la personalidad de los que filosofan y, por tanto, su
exigencia de autenticidad; entonces se llega a una visión mucho más
inmediata, mucho más próxima, mucho más dramática, si se quiere, de la
filosofía y de su historia.
Lo decisivo es la exigencia de saber a qué atenerse, la cuestión es esta.
Dejemos de lado el saber a qué atenerse, diríamos mostrenco, el que viene de
las vigencias sociales establecidas en la medida en que el hombre puede estar
instalado en ellas – la mayor parte de los que están instalados en ellas
viven con una cierta, relativa autenticidad. Pero volvamos a la otra actitud:
la actitud en que se plantean las cuestiones decisivas, las cuestiones
radicales. Recuerden ustedes las preguntas que yo formulaba en la última de
esas sesiones y decía que son dos cuestiones inseparables, irrenunciables,
pero que, en cierto modo, tienen una cierta adversidad entre sí, es decir, en
la medida que se consigue la respuesta de una de ellas, la otra queda en
sombra o queda problemática: ¿quién soy yo y qué va a ser de mí? En la
medida en que el hombre se entiende como quien es, como un "quien",
como un alguien, como una persona llena de inseguridad, llena de irrealidad,
con un carácter proyectivo, inmaginativo etc., en la medida en que se vive
desde su situación y se tiene plena conciencia de lo que es la condición
personal, entonces resulta problemático el desenlace de todo eso – aparte
de la permanente inseguridad de la vida en su detalle, en cada momento, que es
considerable y esencial. Por ejemplo, en la vida hay un problema con lo cual
uno se encuentra que es la seguridad de la muerte y esto naturalmente plantea
el problema de ¿qué va a ser de mí después, definitivamente? Y en la
medida en que yo tomo posesión de mi condición personal, ese problema
aparece con su inminencia, con su inevitabilidad, con su condición
intrínsecamente problemática.
Por otra parte el hombre necesita una cierta seguridad, una cierta
instalación para poder proyectar. Incluso para proyectar la inseguridad el
hombre necesita un terreno, un suelo en que poner los pies y apoyarse, por
tanto, hay una cierta seguridad. Pero si esta seguridad es muy grande,
entonces se propende a una visión de la persona como cosa, como algo
meramente real, íntegramente real, por consiguiente menos problemático.
Entonces se empieza a desvanecerse la condición tal de persona y se atenúa
la evidencia que tengo de quién soy yo. Esto me parece que es el núcleo del
problema y en eso consiste el dramatismo intrínseco de la vida humana: la
necesidad de seguridad respecto de ambas preguntas y el hecho de que en la
medida que uno aparece con una respuesta satisfactoria, la otra resulta
problemática y permanece en su problematicidad y, alternativamente, el hombre
oscila entre apoyarse en la primera o en la segunda y justamente en eso
consiste lo que es vivir, vivir humanamente.
Pero hay una autenticidad en la medida en que se espera, en la que se cuenta
con la revelación, es decir, hay el hombre que tiene conciencia de la
problematicidad y espera; espera que las cosas se aclaren. Recuerdo un poema
de Claudel, un poema de la Primera Guerra Mundial, en la cual hay un oficial
del ejército francés – naturalmente, porque se trata de Claudel – que va
a avanzar a las trincheras del enemigo, tiene la seguridad que va a morir y
dice: “enfin, je vais savoir” – “por fín, voy a saber”. Esta es la
actitud: "voy a saber"; cuando muera, va a saber: va a saber a qué
atenerse, va a saber lo que va a ser de él.
Esa actitud puede ser auténtica, sumamente auténtica y es la de una gran
parte de la humanidad en épocas muy dilatadas. Yo creo que la mayor parte de
los hombres occidentales – no estoy seguro cuando salimos de Occidente; mi
inseguridad es siempre muy grande – han vivido con bastante autenticidad sin
hacer filosofía, confiando en que se revelará -o si se ha revelado y se ha
aceptado la revelación- lo que va a ser de ellos. Esto me parece bastante
claro. Ahora, esto no es filosofía. Es precisamente vivir en una situación
de la cual la filosofía es vicaria; hace sus veces, porque la filosofía
consiste en pensar que se puede desvelar la realidad; que el hombre puede, en
alguna medida, en ciertas condiciones, con ciertas exigencias, desvelar la
realidad, obligarla a desvelarse. Recuerden ustedes cómo aparece en el poema
de Parménides lo de quitar los velos y aparecerá también en otra forma, que
me parece muy atractiva también y dramática, la idea de Heráclito: de que
el camino hacia arriba y el camino hacia abajo, es lo mismo. Se puede ir de lo
patente a lo latente o de lo latente a lo patente. Esta es la actitud
filosófica; ahí empieza la actitud filosófica, en toda la historia de la
filosofía.
Y fíjense ustedes que si consideramos la historia, veremos cómo ha habido
épocas en las cuales esto ha tenido un carácter real, verdadero,
irremediable, auténtico; y en otras épocas ha habido una atenuación de la
tensión filosófica: se ha instalado el filósofo – y esto es curioso –
en formas recibidas, no ha repristinado el sentido de la filosofía. Recuerdo
que Ortega hablaba de los “escolasticismos” -no de la Escolástica
medieval, sino de los escolasticismos. Por ello lo entendía una filosofía
recibida en otra época que aquélla en que se engendró. Cuando una
filosofía se engendra en un cierto momento es auténtica porque responde a
los problemas y al planteamiento angustiante de aquel momento. Pero si se
retoma esta doctrina, si se la acepta en una situación que es distinta,
resulta que se está haciendo una operación filosófica, pero que no va al
fondo de la cuestión, que no llega al núcleo problemático, que acepta un
planteamiento ajeno. Y esto establecería una diferencia de autenticidad entre
las filosofías, entre las diferentes épocas filosóficas, entre los
diferentes pensadores.
Pero hay una condición fundamental que hay que tener en cuenta. Ustedes
comparen el hombre que espera: que espera la revelación – cualquier tipo de
revelación – o el hombre que se atreve a poner la mano en eso latente e
intentar desvelarlo, con un acto de audacia, con una cierta impiedad. Como
saben ustedes, los filósofos griegos fueron acusados con frecuencia de
impiedad, de algo impío: el poner las manos en eso que está ahí, latente, y
tratar de desvelarlo, de descubrirlo.
Naturalmente, la condición exigida es otra: es la confianza en la razón. El
filósofo tiene problemas, dudas, zozobras, sí, pero tiene confianza en la
razón. Cree que la razón puede descubrir la realidad. Tomen en serio lo que
acabo de decir: cree en la razón. Es una creencia. La filosofía parte de una
creencia: la creencia en la razón; la creencia en la eficacia de la razón,
en que ella puede comprender, desvelar la realidad, puede llegar a lo latente.
Es una creencia.
Como ven ustedes, la creencia vuelve a aparecer y aparece en el seno de la
filosofía y precisamente unida a la autenticidad de la filosofía. A última
hora, la creencia es absolutamente decisiva. Lo que pasa es – y ésta es la
conclusión a que tenemos que llegar – que eso que es la creencia en la
razón, la confianza en ella, el ponerse a filosofar, diríamos, el hacerse
unas preguntas e intentar darles unas respuestas, no es todavía filosofía.
Es prefilosofía. Es lo que hace posible la filosofía. Porque ningún
contenido de ese pensamiento será filosofía hasta que haya sido repensado,
justificado, probado..., racionalmente.
La filosofía, la más auténtica filosofía parte de una creencia: la
creencia en la razón, que es una creencia como otra cualquiera. Y su
resultado no es todavía filosofía, tiene que ir más allá: tiene que ir al
mecanismo necesario de justificación racional y entonces eso será
filosofía; podrá ser admitido como filosofía, si no, no lo es. Lo cual
quiere decir que ¿la prefilosofía no sea de última importancia? Ah, por
supuesto. Y es menester partir de ella, tomar posición de ella y seguir
adelante. Seguir adelante, si se puede... Porque la inseguridad sigue
acompañándonos. El que tiene confianza en la filosofía, el que tiene fe en
la razón, se da cuenta de que cuando ha empezado a filosofar, ha empezado a
buscar esa verdad, todavía no está haciendo filosofía. La filosofía
consiste en prueba, justificación, en llegar justamente a la evidencia. Sin
evidencia, no hay visión filosófica, no hay filosofía. Hay una creencia que
puede ser verdadera, por supuesto. Nos nutrimos de creencias verdaderas que
son absolutamente básicas y decisivas, sin las cuales no podríamos vivir.
Pero no son filosofía.
Si la filosofía renuncia a los problemas, renuncia a ser filosofía. En
ciencia, no. En ciencia, un problema que no tiene solución no es un problema
científico. La cuadratura del círculo: únicamente se ocupan de eso algunos
señores un poco extraños de algunos casinos de provincia; se ha demonstrado
que no es un problema matemático. Esto ocurre en la ciencia: si algo no tiene
solución no es un problema, deja de ser un problema, por el motivo que sea.
En filosofía, no. En filosofía, un problema es algo respecto a lo cual yo
necesito saber a qué atenerme – lo consiga o no. Y si la filosofía
comienza con una renuncia... (y lo ha hecho muchas veces). La filosofía, en
diversas ocasiones, ha renunciado a sí misma o por diferentes motivos, o por
recaer en la creencia y dar por buena la creencia como si fuera filosofía –
la creencia es perfectamente válida pero no es filosofía – o bien aceptar
un planteamiento ajeno y, por consiguiente, a problemas que no son los
nuestros, que no son los del filósofo actual; o por considerar que hace falta
cumplir otro tipo de condiciones para que sean válidos: por ejemplo, el
empirismo lógico considera que no tiene sentido, que no es ni siquiera
inteligible, todo lo que no es empíricamente verificable o comprobable.
Naturalmente yo pregunto si esa tesis es empíricamente comprobable...
-evidentemente no lo es.
Entonces, estas llamadas filosofías en una medida u otra dejan de serlo,
pierden autenticidad. Ustedes ven, por tanto, cómo se requieren ciertas
condiciones. El ejercicio de la filosofía en cada persona requiere una
actitud deteminada. Dirán ustedes: bueno, pero los filósofos, en todo el
sentido estricto de la palabra, son muy pocos. En cada época, cuatro gatos,
unas docenas, a lo sumo, en épocas muy fecundas, tal vez unos centenares en
esos veinte y tantos siglos.
Pero no hace falta ser filósofo creador: eso no es condición necesaria. El
que tiene la vivencia de la filosofía, el que vive el problema filosófico
como tal problema; el que siente la necesidad de saber a qué atenerse e
intenta poner las cosas en claro, aunque no se le ocurra ninguna idea nueva,
aunque repiense un sistema ya existente, aunque no añada ninguna tesis
propia, no le damos un “ismo” a la historia de la filosofía, está
haciendo filosofía, se está comportando filosóficamente. No se puede
entender un libro filosófico más que filosóficamente, repensando,
justamente incorporándola a la propia vida para poner a prueba las creencias
recibidas – las creencias sociales o las creencias de cualquier tipo,
incluso la creencia en la razón, la confianza en ella – y utilizarlo en la
vida personal para saber a qué atenerse, para hacerse las preguntas radicales
que tiene que hacer cada hombre, pase lo que pase, si quiere vivir él
auténticamente.
Y ahora venimos al otro sentido de la palabra autenticidad. Auténtico es lo
que verdaderamente es real. Justamente hay las palabras falsas de que hablan
las musas de Hesiodo -o de que habla Homero- semejantes a las palabras
verdaderas, pero también se pueden pedir, se pueden buscar, se pueden
encontrar palabras verdaderas que hablan de las cosas que verdaderamente son.
Y, con eso, vamos a dar por terminado este curso.