Breve tratado de la ilusión

Por Julián Marías

 

 

PRÓLOGO

Hace muchos años, quizá alrededor de veinte, que me ronda este título preciso: Breve tratado de la ilusión. Desde entonces tengo, más que la voluntad, la ilusión de escribir el libro así titulado. ¿Por qué? Sin duda por haber experimentado intensas ilusiones; pero no es razón suficiente: ¿no basta con vivirlas? Cuando se tiene vocación teórica, tal vez no. Hay que reflexionar sobre lo que se vive para así revivirlo; para tomar posesión de ello y no resbalar; para que eso llegue a ser parte de uno mismo.

 

Y me encontré, tan pronto como empecé a pensar, con dos sorpresas. La primera, que la palabra «ilusión» —tan general, de tan larga historia, de tan claro linaje latino, común a tantas lenguas— es, sin embargo, inesperadamente, algo privado de los que hablamos español. Es decir, que entendemos por ilusión, además de lo que entienden los demás, algo nuevo, distinto y mucho más importante: precisamente lo que desde siempre me fascinaba. La segunda sorpresa es que apenas se sabe qué es ilusión. Entre tantos temas sobre los que se ha pensado poco, éste significa un extremo, una cima; pero como se trata de oscuridad, mejor diríamos una sima.

 

Tan pronto como me di cuenta de ello, sentí la necesidad de descender a ella, como Don Quijote a la cueva de Montesinos. Ese deseo imperioso no me ha abandonado nunca. He sentido la exigencia intelectual de ponerme en claro; y a la vez he anticipado una vez y otra la delicia de entrar en la cuestión, irla desvelando, averiguar en qué consiste, qué promete, adonde nos lleva.

 

Extrañará que a pesar de tratarse de un libro breve, haya dejado pasar decenios sin ponerme a escribirlo. Los libros tienen su hora, y esta puede pasarse. Pensar y escribir sobre la ilusión reclama su vivencia adecuada, una intuición de desusada plenitud, un temple que haga posible que las palabras vengan a ponerse en su lugar, al ser llamadas, y hace falta tener voz. La vida, además, tiene urgencias, y con frecuencia se aplaza lo más interesante, cuando es menos apremiante. Hubo un momento, hace años, en que estuve a punto de empezar a escribir una primera página. El azar o el destino lo impidió de la manera más radical. Pensé que ese breve libro nunca llegaría a escribirse.

 

Pero me ha sido imposible olvidar esa preocupación, preguntarme qué quiere decir, de verdad, ilusión. Al recordarla, al echarla de menos, al imaginarla, al sentirla en ocasiones, se me presentaba siempre como con el rostro cubierto con un velo. El no encontrar en ninguna parte ni la menor iluminación sobre ello excitaba mi deseo, mi punzante deseo de saber. Tenía la impresión de «saberlo» ya, en forma nebulosa y oscura, de que bastaría tender las manos del pensamiento para apresarla y arrancarle su secreto —porque de un secreto se trata—.

 

Tengo además una extraña conciencia de «deudas», cuando creo poder hacer algo que no está hecho. Siento confusamente que no tengo derecho a no hacerlo. Es posible que una mujer que ha concebido a un hijo se sienta sin derecho a no alumbrarlo.

 

Llevo demasiado tiempo dentro este proyecto de libro —y demasiado dentro— para renunciar a él. Tan pronto como he entrevisto una posibilidad me he vuelto a ella para aprovecharla. No estoy seguro de poder escribirlo. Pero voy a intentarlo.

julián marías
Madrid, 20 de marzo de 1984.

 

 

I. UN SECRETO DE LA LENGUA ESPAÑOLA

 

La palabra ilusión, que aparece en todas las lenguas románicas y en algunas con un elemento románico, como el inglés, se deriva directamente del latín illusio, sustantivo procedente del verbo illudere, cuya forma simple es ludere, derivado a su vez del nombre ludus. Ludus quiere decir 'juego', más bien de hecho o acción, a diferencia de iocus, juego verbal, aunque esta distinción se va borrando pronto. Illudere es jugar, divertirse con algo, pero su sentido fuerte es bromear, burlarse, ridiculizar; a veces, estropear o destruir. Illusio es burla, escarnio (en retórica, a veces ironía, equivalente de la eironeía griega); en la Vulgata adquiere un sentido que va a predominar después y ser decisivo: engaño; así, en el Salmo 37, 8: Quoniam lumbi mei impleti sunt illusionibus; y en Isaías, 66, 4: Unde et ego eligam illusiones eorum, et quae timebant adducam eis. (Por cierto, la última edición vaticana de la Vulgata, 1979, donde el Salmo 37 —38 en la nueva numeración— decía illusionibus, dice ardoribus; y en el texto de Isaías illusiones se sustituye por malam sortem, sin duda por una aproximación mayor al original hebreo, que reflejan también las versiones recientes a lenguas modernas. )

 

En las lenguas románicas, ilusión es voz relativamente reciente. En el Universal vocabulario en latín y en romance de Alfonso de Palencia (Sevilla 1490) no aparece la palabra illusio, pero sí el verbo ludere, que se traduce «saltar jugando: y engañar: y escarneçer». En el Diccionario de Nebrija no aparece 'ilusión' como palabra romance, y ni siquiera como traducción de illusio; illudo es «escarnecer, y burlar»; illusio, «aquella obra de escarnecer».

 

Ilusión aparece, en cambio, definida en el Tesoro de la Lengua Castellana o Española, de Sebastián de Covarrubias (Madrid 1611), y con considerable amplitud: «Vale tanto como burla, del verbo latino illudo, dis, derideo, ludibrio habeo; quando nos representan una cosa en apariencia diferente de lo que es, o por causas secretas de naturaleza, aplicando activa passivis, o por alteración del medio o del órgano del sentido, o por vehemente aprehensión de cosa imaginada, que parece tenerla presente. El demonio es gran maestro de ilusiones, por su gran sutileza y agilidad, junto con su malicia, y con ellas ha tentado a muchos santos, los quales le han vencido con la gracia de Dios y le han embiado corrido y acovardado, como San Antonio, San Benito y otros muchos santos. »

 

En el tomo IV del Diccionario de Autoridades (1734) se trata ampliamente de la voz 'ilusión', con documentación muy interesante. En una primera acepción, «Engaño, falsa imaginación u aprehensión errada de las cosas. Es del Latino Illusio, que significa lo mismo». Y se aducen varias autoridades: Nieremberg: «La oración sin mortificación, o es ilusión, o no será ilusión. » Solís: «Serán ilusiones de algún encantamento, semejantes a los engaños de la vista. » Pero hay una segunda acepción: «Se toma también por falsa o engañosa aparición: como las que suele hacer el Demonio, transformado en Ángel de luz, y de otro modo. » Y las autoridades: G. Gracián: «Ilusión es un engaño que hace el Demonio, transfigurado en Ángel de luz, con apariencia de espíritu y santidad. » El Diccionario da como equivalente latino Inane spectrum. Y añade una autoridad más literaria, de Calderón en su auto Sueños hay que verdades son:

 

En cuyo pasmo el sentido
absorto, atender procura,
por si ilusión que se ve,
es ilusión que se escucha.

 

Finalmente, una tercera acepción: «En términos Rhetóricos. Especie de ironía viva y picante, con que se hace zumba de alguna cosa. Lat. Illusio. »

 

No se contenta el Diccionario de Autoridades con la voz 'ilusión', y añade las palabras derivadas 'ilusivo, 'iluso', 'ilusor', 'ilusorio'. Todas ellas con los significados negativos de engaño o burla. Así, 'ilusivo': «Falso, engañoso, phantástico y aparente. » Y un ejemplo de Villamediana:

 

Que nunca bien ilusivo
engaña mal verdadero.

 

'Iluso': «Rigurosamente quiere decir engañado, o burlado; pero en nuestro Castellano se toma casi siempre, y se aplica al que está engañado y falsamente persuadido del Demonio, en materias de aparente virtud. » 'Ilusor': «El que engaña, o se burla de otro. Es voz puramente Latina. » 'Ilusorio': «Lo que es capaz de engañar. En lo forense significa nulo, revocado, y sin ningún valor ni efecto: como Causa ilusoria, juicio ilusorio. » Y siempre las correspondientes autoridades.

 

No cabe mayor negatividad: burla, escarnecimiento, engaño, especialmente diabólico; con este matiz se emplea frecuentísimamente en la literatura ascética y mística del Siglo de Oro.

 

Ese sentido negativo se encuentra igualmente en otras lenguas. El Dictionnaire de l'Académie Françoise (Nismes 1789) trata ampliamente esa palabra y algún derivado. La idea de engaño, espontáneo o provocado, domina; no falta la referencia a los engaños del Demonio, o de la magia; también «pensamientos e imaginaciones quiméricas»; finalmente, «ciertos sueños o fantasmas agradables o desagradables que halagan o turban la imaginación». Lo mismo en italiano, en inglés (véase el minucioso artículo en el Webster International): engaño, ilusión, óptica, por ejemplo; en caso extremo, alucinación. Esta es la significación, antigua o actual, de la palabra ilusión en todas las lenguas que conozco.

 

Con una excepción: en español, desde un momento que será menester precisar, aparece un sentido completamente distinto, positivo, valioso, que alcanza la más alta estimación. Es el que tiene en expresiones como «tener ilusión» por algo o por alguien; hacer una cosa «con ilusión»; una cosa es «hacerse ilusiones» y otra bien distinta «estar lleno de ilusión». No es lo mismo «ilusorio» que «ilusionante»; en nada se parece «ser un iluso» a «estar ilusionado».

 

¿Cómo se pasa de una interpretación de la ilusión a la otra? ¿Cuándo? ¿Qué significa este cambio, cómo influye en la visión de la realidad? ¿Qué consecuencias tiene para la vida española —y de los demás pueblos que hablan la misma lengua— ese tránsito semántico tan extraño y original? ¿A qué responde ese secreto tan desconocido, siempre pasado por alto, de la lengua española? Porque lo interesante es, sin duda, ese sentido positivo: esa es la ilusión por la cual vale la pena preguntarse.

 

Una innovación romántica

Es curioso cuánto han tardado los diccionarios en darse por enterados de cambio semántico tan importante como el que experimenta la palabra 'ilusión' en los primeros decenios del siglo XIX. Todavía hoy dista mucho de estar registrado adecuadamente.

 

En 1845, el Nuevo Diccionario de Salva da esta definición: «Concepto sugerido por nuestra imaginación sin verdadera realidad. Illusio, deceptio. » Y el Diccionario de la Sociedad Literaria decreta: «Toda ilusión es engañosa. » El de Sinónimos de Seix Barral da: «Quimera, desvarío, sueño, delirio, ficción. » Y todavía hoy el Pequeño Larousse da las definiciones más negativas: «Error de los sentidos o del entendimiento, que nos hace tomar las apariencias por realidades: ilusión de óptica. || Esperanza quimérica: vivir de ilusiones. (sinón. Ensueño, imaginación, quimera, sueño, utopía. ) || Hacerse ilusión, forjarse ilusiones. » Por si fuera poco, añade: «Ilusionado. Galicismo por engañado. » El primer atisbo de ese sentido positivo aparece, que yo sepa, en 1875, en el Diccionario Nacional de Domínguez, aunque todavía predomine la interpretación negativa. Dice así:

 

«ilusión. Objeto concebido en la fantasía, creación imaginaria, deleitable, halagadora, que haría la felicidad del individuo si se realizase, pero que casi siempre raya en lo imposible. || Hacerse ilusión. Fras. Juzgar bueno lo que es malo, grande lo que es pequeño, hermoso lo que es feo, encantador lo que repugna, por efecto de una escitación, de un acaloramiento momentáneo, concebir esperanzas infundadas, hacer castillos en el aire. »

 

Me parece este texto extremadamente interesante. La definición o aclaración de la frase «hacerse ilusión» podría abreviarse diciendo: «cúmulo de errores»; pero habría que agregar: «positivos, favorables, optimistas». Consiste en juzgar erróneamente, pero mejorando con el error la realidad juzgada; no hay ni un solo ejemplo en sentido contrario: tomar lo bueno, hermoso, encantador por lo opuesto no es «hacerse ilusión»; persiste la noción de error o engaño, pero consiste en una exaltación de la realidad.

 

Más interés tiene aún la definición misma de la palabra 'ilusión'. Los atributos positivos se acumulan: deleitable, halagadora, que haría la felicidad del individuo si se realizase (¡nada menos!), pero que casi siempre raya en lo imposible. Domínguez nos deja un respiro: la ilusión está en la frontera de la imposibilidad, pero toda frontera tiene dos lados. Este Diccionario presta una atención desusada a la ilusión, y recoge multitud de derivados: ilusionadillo o ilusionadito (palabras afectivamente positivas), ilusionado, ilusionador («que ilusiona»), ilusionante («que causa ilusión»), ilusionar («causar ilusión»).

 

Esta tradición lexicológica relativamente positiva se pierde, casi sin excepción; por ejemplo, el Diccionario de argentinismos, de Segovia (1912), da esta definición de «Perder las ilusiones»: «Suceder al encanto el desencanto, mirar con repugnancia o frialdad lo que antes nos seducía, apasionaba o causaba viva complacencia, desilusionarse. » De ahí se desprende una noción positiva y atractiva de 'ilusión'. Será menester llegar al Diccionario de uso del español de María Moliner (1967) para que el uso positivo sea registrado, después de acepciones negativas: «Alegría o felicidad que se experimenta con la posesión, contemplación o esperanza de algo: 'Miraba con ilusión a su hija. Se ve que no tiene mucha ilusión por su novio. Los niños esperan con ilusión a la abuela. '» El Diccionario de la Real Academia española, todavía en su edición de 1970, se atiene a los sentidos negativos, aunque en 1982 se han aprobado dos nuevas acepciones positivas, recogidas ya en el Boletín: «Esperanza cuyo cumplimiento parece especialmente atractivo. Viva complacencia en una persona, cosa, tarea, etc. » Los diccionarios están sumamente rezagados, en fecha y fidelidad, respecto del uso lingüístico iniciado hace siglo y medio.

 

Naturalmente, se trata de un uso literario: es el que ha dejado huellas, el que se conserva. Sería difícil averiguar si es simultáneo el uso coloquial. Probablemente no: me parece verosímil que ese nuevo sentido de 'ilusión' tenga un origen literario, más particularmente poético, y desde allí se vaya difundiendo al habla general, sin que casi nadie parezca haberse dado cuenta, sin que se sospeche que se ha abierto un horizonte de consecuencias mucho más graves y enriquecedoras de lo que podría pensarse.

 

Hasta donde mi conocimiento llega, fue Espronceda (1808-1842) el descubridor del nuevo sentido de la voz 'ilusión', el que fue pasando de la vieja acepción tradicional y común a tantas lenguas a otra distinta, que había de quedar reservada a la nuestra. Espronceda empezó a compone, en su primera juventud, un poema, El Pelayo, del cual publicó algunos viejos fragmentos. En su segunda estrofa dice:

 

Tornan los siglos a emprender su giro
de la sublime eternidad saliendo,
y antiguas gentes y ciudades miro
súbito ante mi vista apareciendo:
de ellos a par en mi ilusión respiro,
oigo del pueblo el bullicioso estruendo,
y lleno el pecho de agradable susto,
contemplo el brillo del palacio augusto.

 

Aquí la palabra 'ilusión' ha adquirido un sentido nuevo, que no es el de engaño, irrealidad o, menos aún, sarcasmo. Pero no es, ni mucho menos, el único caso. En «Serenata»,

 

Delio a las rejas de Elisa
le canta en noche serena
sus amores;

y añade:

En tu ilusión embebida,
feliz te finges,

y sientes mis caricias.

 

Hay textos en que se puede ver la oscilación entre el sentido tradicional y el nuevo. Por ejemplo, al dirigirse a un lucero («A una estrella») y lamentarse de que su esplendor haya menguado, dice Espronceda:

 

¿O acaso tú siempre así
brillaste y en mi ilusión
yo aquel esplendor te di
que amaba mi corazón,
lucero, cuando te vi?
Una mujer adoré
que imaginaría yo un cielo;
mi gloria en ella cifré,
y de un luminoso velo
en mi ilusión la adorné.

 

Y después, al añorar las alegrías, los ensueños, las fantasías y deleites, y preguntarse dónde fueron, qué se hicieron, añade:

 

Huyeron con mi ilusión
 
para nunca más tornar,
y pasaron,
y solo en mi corazón
recuerdos, llanto y pesar

¡ay! dejaron.

 

La idea de decepción, de desengaño, es evidente; pero no es menos evidente que 'ilusión' funciona como una actitud ilusionada que explica el embellecimiento; y es la desaparición de esa actitud la que arrastra con ella el esplendor y atractivo de sus objetos y los reduce a «ilusiones» en el sentido tradicional.

 

La misma ambigüedad se encuentra en el famoso poema «A Jarifa en una orgía»:

 

¿Qué la virtud, la pureza?
¿Qué la verdad y el cariño?
Mentida ilusión de niño
que halagó mi juventud.

Y encontré mi ilusión desvanecida
y eterno e insaciable mi deseo:
palpé la realidad y odié la vida;
solo en la paz de los sepulcros creo.

 

Ilusión mentida, desvanecida, contrapuesta a la realidad: el viejo sentido; pero al mismo tiempo la ilusión aparece «sustantivada», identificada con lo valioso, deseado, apetecido.

 

La misma dualidad aparece en El Estudiante de Salamanca, donde el tema de la ilusión es más insistente. Por ejemplo:

 

Dulces caricias, lánguidos abrazos,
placeres ¡ay! que duran un instante,
que habrán de ser eternos imagina
la triste Elvira en su ilusión divina.

 

O en la famosa estrofa, siempre repetida, que es tal vez el pasaje en que la palabra ilusión adquiere su ciudadanía en la literatura española:

 

Hojas del árbol caídas
juguetes del viento son:
las ilusiones perdidas
¡ay! son hojas desprendidas
del árbol del corazón.

Pero el sentido positivo se va acentuando:

Una ilusión acarició su mente:
alma celeste para amar nacida,
era el amor de su vivir la fuente,
estaba junta a su ilusión su vida.

 

Un resto del viejo sentido persiste en una estrofa del mismo poema, como un último esfuerzo por desvalorar lo que se está afirmando con creciente energía:

 

También la esperanza blanca y vaporosa
así ante nosotros pasa en ilusión,
y el alma conmueve con ansia medrosa
mientras la rechaza la adusta razón.

Y todavía con mayor claridad y esperanza:

Cruza aquella morada tenebrosa
la mágica ilusión del blanco velo:
imagen fiel de la ilusión dichosa
que acaso el hombre encontrará en el cielo.

 

Adviértase que el adjetivo «mágica», tantas veces aplicado a la ilusión como falsedad, es aquí estimativo; que la imagen es «fiel»; que la ilusión misma es calificada de «dichosa»; que se expresa la esperanza de que el hombre la encuentre en el cielo. Estamos a cien leguas de todas las definiciones tradicionales, en un uso nuevo.

 

Y esta valoración de la ilusión, unida al sueño, la fantasía y la esperanza, reaparece en El Diablo Mundo:

 

Dicha es soñar cuando despierto sueña
el corazón del hombre su esperanza,
su mente halaga la ilusión risueña,
y el bien presente al venidero alcanza...

Dicha es soñar, porque la vida es sueño,
lo que fingió tal vez la fantasía.

 

Y dentro de este poema, el «Canto a Teresa», culminación de la amargura y la pérdida de las ilusiones, este concepto conserva su valor, aparece ligado a lo que da sentido a la vida, a la posibilidad de la vida misma:

 

Mujer que amor en su ilusión figura,
mujer que nada dice a los sentidos...

Roída de recuerdos de amargura,
árido el corazón sin ilusiones...

Cuando de tu dolor tristes despojos
la vida y su ilusión te abandonaban...

 

Todavía hay en Espronceda más ejemplos: en su poesía se va imponiendo, con retrocesos, la nueva intuición; la posibilidad del engaño persiste, el objeto de la ilusión puede ser «ilusorio»; pero cada vez es más fuerte la adhesión a ella, su aceptación, incluso con riesgo de que pueda resultar vana:

 

El corazón henchido de esperanza,
sin temor de mudanza
mecida el alma en el placer futuro,
el ánimo seguro
tras su ilusión lanzándose a la gloria,
y libre de recuerdos la memoria,
y el alma y todo nuevo,
todo esperanzas el feliz mancebo.

Habla Espronceda de

El despecho, el placer, las ilusiones
de cien generaciones
que su historia acabaron
y cuyos nombres solo nos quedaron.

 

Pero quizá lo más revelador sea una estrofa en que, a continuación de unos versos de característico prosaísmo e ironía, Espronceda añade:

 

Mas todo son jardines de hermosura,
si con su varia tinta
el alma en su ventura
y mágica ilusión el cuadro pinta:
y el más bello pensil trueca y convierte
del alma la amargura
en páramo erial de luto y muerte!

 

Es decir, la realidad depende de la actitud, de cómo el hombre se proyecte y la interprete; la hermosura está provocada por la ilusión —se ha creído hasta ahora—; sí —piensa Espronceda—, pero igualmente la amargura del alma convierte en páramo de luto y muerte lo que es el más bello pensil. La descalificación de la ilusión cede al contrastarla con otros temples, otras actitudes.

 

Al final del poema, la palabra 'ilusión' se asocia a otras positivas, afirmativas, gozosas:

 

Dicha, hermosura e ilusión respira.

Dicha, ilusión, amores y delicias
se atropellan en él con sus caricias.

 

Y después de una irónica alabanza de la experiencia, los desengaños, la ciencia, la madurez, después de renegar de la ilusión, concluye con una afirmación de ella a pesar de todo:

 

¡Oh! ¡Bendita mil veces la experiencia,
y benditos también los desengaños!
Piérdese en juventud, gánase en ciencia,
gastas la juventud, maduras años...

¿Y habrá tal vez alguno que sostenga
que no vale la ciencia para nada?
¿Y habrá menguado que a probar nos venga
que está la dicha en la ilusión cifrada?

Y entretanto vosotros los que ahora
pinté embriagados de placer y amores,
gozad en tanto vuestras almas dora
la primera ilusión con sus colores.

 

En Zorrilla (1817-1893) encontramos, aunque con menor insistencia que en Espronceda, la misma presencia ambivalente de la voz 'ilusión', con manifiesta tendencia a la afirmación, al nuevo sentido, con un claro matiz de «a pesar de todo».

 

En uno de sus primeros poemas, «A una mujer», extremadamente juvenil, pues está incluido en el tomo I de sus Poesías, publicado en 1837, hay una estrofa casi «tradicional»:

 

Pasaron, niña, los días,
con ellos las ilusiones infantiles,

con ellos vienen impías
las tormentas y aquilones de tus abriles.

 

En una «Canción» posterior aparece con particular energía la reacción afirmativa, incluso aunque se admita el carácter posiblemente ficticio de la ilusión:

 

Venid a mí, brillantes ilusiones,
que engalanáis la juventud ardiente...

Dejadme aunque ficción ver a lo lejos
esa radiante luz de la esperanza
a cuyos ricos trémulos reflejos

un porvenir se alcanza.

 

Y más adelante, en «El niño y la maga», la interpretación positiva de la ilusión resulta plenamente victoriosa, sin que baste a invalidarla el riesgo, ni siquiera la certidumbre del lado doloroso de la vida:

 

Cuán risueña es el alba de la vida,
esa mágica edad de la ilusión,
en que vegeta el alma adormecida
ajena de inquietud y de ambición...

¡Vida! Blanco y risueño panorama
para el que nace en virgen ilusión;
desierto do eternal el cierzo brama
para el que lanza en él su corazón.

¡Vida! Fantasma bello y mentiroso
cuanto halagüeño en tu ilusión, fatal,
yo miraré con ojo receloso
la luz de tu fantástico cristal...

Que sí nacemos a la amarga vida
riendo lo que habernos de llorar,
yo quiero mi existencia dolorida
gozar llorando y mi dolor cantar.

 

Y en la «Plegaria» final de ese poema, la ilusión aparece identificada con la esperanza, y considerada como el último refugio, como la justificación definitiva de la vida:

 

¡Blanca ilusión! ¡benéfica esperanza!
Triste y última luz del corazón,
a cuyo tibio resplandor se alcanza
un más allá en el hondo panteón.

 

¿Cuál es el sentido de esta variación de la palabra 'ilusión' en la poesía romántica española? ¿Cómo se pasa del sentido etimológico, originario, presente en todas las lenguas, de engaño (o escarnecimiento), a este otro nuevo, próximo a la esperanza y el entusiasmo, pero distinto de ellos, por el cual se desliza una nueva manera de sentirse en la vida?

 

Creo que es algo muy semejante al proceso que se realiza en La vida es sueño de Calderón, y que comenté por vez primera en 1955, en un simposio sobre el Barroco, en la Universidad de Wisconsin. El sentido primario de la expresión que da título al drama de Calderón es: la vida no es más que sueño, es sólo sueño, por tanto, no es verdadera realidad. Pero resulta que en el siglo XVII se opera en Europa, en los filósofos y en los poetas, el descubrimiento del sentido positivo del sueño y la ficción, no como opuestos a la realidad, sino como formas de realidad, y precisamente aquellas que reflejan la condición del hombre. No se escapa esto a Calderón. Hay toda una serie de textos «negativos», en que la vida queda descalificada en cuanto a su realidad, por ser mero sueño; pero alternan con otros en que se va imponiendo la evidencia de que el sueño es la forma de la vida, de que la realidad humana es algo narrativo, sucesivo, que se puede contar, como el sueño; en suma, que el sueño es vida:

 

¿Nunca has dispertado?
No;

ni aun agora he dispertado;
que, según Clotaldo, entiendo,
todavía estoy durmiendo;
yo no estoy muy engañado,
porque, si ha sido soñado
lo que vi palpable y cierto,
lo que veo será incierto.

... estamos

en mundo tan singular,
que el vivir solo es soñar;
y la experiencia me enseña
que el hombre que vive, sueña
lo que es, hasta dispertar...

¿Qué es la vida? — Un frenesí.
¿Qué es la vida? — Una ilusión,
una sombra, una ficción,
y el mayor bien es pequeño:

que toda la vida es sueño,
y los sueños sueños son.

 

Pero Segismundo, al encontrarse con la falsedad de todo lo que había creído real, se encuentra, con la misma evidencia, con que está enamorado:

 

Solo a una mujer amaba...
Que fue verdad, veo yo,
en que todo se acabó,
y esto solo no se acaba.

Y en otro momento reflexiona Segismundo:

Esto es sueño; y pues lo es,
soñemos dichas ahora,
que después serán pesares.

Y la conclusión del drama no puede ser más explícita:

El soñarlo solo basta,
pues así llegué a saber
que toda la dicha humana,
en fin, pasa como un sueño,
y quiero hoy aprovecharla
el tiempo que me durare.

 

Para Calderón, el sueño es la forma de la temporalidad, que corresponde precisamente a la vida humana. Y de este modo, por detrás de la supuesta irrealidad, descubre la realidad del sueño como propia de la vida.

 

¿Es azaroso que una actitud tan semejante reaparezca dos siglos más tarde, en la época romántica, para descubrir un nuevo sentido de la palabra ilusión e incorporarlo a la lengua española? Pero con esto ni siquiera hemos empezado. Hay que preguntarse qué consecuencias ha tenido para los españoles el disponer de esa palabra ajena a otras lenguas. Y, más allá de esta cuestión, habrá que intentar entender qué es la ilusión.

 

La realidad y la palabra

La realidad es siempre interpretada. Y la primera interpretación consiste en nombrarla. A veces, una lengua confunde cosas distintas (por ejemplo, colores) o distingue verbalmente lo que es lo mismo (leopardo y pantera). La misma realidad es designada con expresiones diferentes según los diversos registros del lenguaje (morir, fallecer, espichar, diñarla, estirar la pata; pero ¿es de verdad la misma realidad?). Cuando se traduce un diálogo del inglés al español, hay que decidir, con mayor o menor fundamento, si los interlocutores se hablan de tú o de usted, ya que esa distinción no existe en el original, y puede falsearse el sentido. ¿Es estrictamente equivalente I like you y me gustas? Aparte de la significación del verbo, tal vez no idéntica, en inglés el sujeto es «yo», en español, «tú». Siempre me ha inquietado vivamente el hecho de que, mientras el léxico de los oficios es riquísimo, el que nombra las relaciones afectivas entre personas, en español y análogamente en las demás lenguas, es angustiosamente reducido: amor, cariño, afecto, ternura, amistad, simpatía, y muy poco más (y otras tantas voces negativas). No distingue la lengua entre varones y mujeres o entre niños y adultos. Tiene que ser el contexto o el estilo lo que dé un poco de precisión a esa pobreza increíble. Pero ¿no es evidente que esa pobreza lingüística empobrece la realidad? Los sentimientos reales, encorsetados por las palabras, se reducen, se limitan, se entienden a sí mismos de manera vaga, confusa, tosca; no llegan a ser lo que podrían ser si hubiese palabras que los nombrasen fiel y adecuadamente.

 

Cuando la palabra 'ilusión' adquiere en español el sentido que estoy investigando, ello significa un repentino enriquecimiento de la lengua, el descubrimiento de una nueva realidad. Me pregunto si los pueblos que no poseen la palabra 'ilusión' más que en acepción negativa son capaces de ilusión en la misma medida que los que hablan español, desde hace siglo y medio.

 

Cuando se intenta traducir a otras lenguas el nuevo sentido de la voz española, se emplean otras cuya significación es bien distinta: alegría, entusiasmo, esperanza. Tal vez hay algo de todo eso en la ilusión, pero ningún español la confundiría con lo que denominan esas palabras: se puede tener alegría, entusiasmo o esperanza sin tener ilusión; y acaso se puede tener ilusión aunque falten algunas de esas realidades.

 

Sospecho que esa transformación semántica, cuyo origen he buscado, ha abierto algo nuevo para la vida española, de que carecen otros pueblos, de que probablemente carecían los españoles hasta que en nuestra lengua germinó la nueva significación. Es posible que en el uso lingüístico, coloquial, existiera desde antes, y no hubiera sido registrado literariamente porque parecería un abuso, una corrupción del uso negativo, sancionado por la etimología y por una larguísima tradición literaria, ascética, lexicográfica. Utilizando el admirable concepto de «estado latente», introducido por Menéndez Pidal, se podría pensar en un uso positivo anterior de 'ilusión', que durante cierto tiempo fuese considerado «indigno» de hacerse constar, de quedar fijado por escrito. Lo que ha ocurrido siempre con las «malas palabras» podría haber ocurrido con esta espléndida.

 

Haría pensar esto la parquedad de testimonios literarios de la 'ilusión' positiva hasta mediados del siglo XIX, y la normalidad de su uso después. Nadie parece tener conciencia de que se trate de una innovación; por supuesto, nadie cita a ningún autor como inventor o introductor o transformador de la palabra. Hartzenbusch, en El Bachiller Mendarias, dice:

 

mi corazón
es de madre; así me nombra
Elvira por gratitud:
me consuela,

me ilusiona ese título.

 

Alberto Lista, el maestro de Espronceda en el colegio de la calle de Valverde, habla de

 

La ilusión dulce de mi edad primera.

Ventura de la Vega, en El hombre de mundo, dice:

No me queda
más ilusión en la vida
que tu cariño.

En Tamayo y Baus:

Eres mi sola ilusión.

 

Gertrudis Gómez de Avellaneda usa la palabra en varias ocasiones: «Ninguna ilusión de amor tuve en Cuba. » «Disgustada de un mundo que no realizaba mis ilusiones... » «Yo perderé una ilusión, una última ilusión. »

 

En Los españoles pintados por sí mismos (1851), Antonio Ferrer del Río hace la semblanza del Indiano; describe la actitud del muchacho montañés que se embarca para América; su tristeza y decaimiento desaparecen pronto: «Al doblar el cabo de Finisterre hace crisis la existencia del adalid cántabro: bullen en su mente asombrosas ideas: se ofrecen a sus ojos magníficas ilusiones: pueblan sus sueños nunca vistas imágenes: en perpetuo éxtasis con su porvenir sepulta su pasado en el Leteo: todo lo tiene delante, detrás nada. » Y en el mismo libro, al trazar el retrato del Escribiente Memoralista, Antonio García Gutiérrez escribe: «Si en su cabeza cupiese una idea de lo bello, si un solo rayo de ilusión cupiese en aquel cerebro macizo y apelmazado, ¿qué felicidad envidiaría?»

 

La lengua española ha tomado posesión, con espontaneidad, con naturalidad, del nuevo uso lingüístico. Con ello, sin apenas darse cuenta, ha iniciado una actitud vital que me parece de extraordinario interés. Y falta, lo que es curioso y revelador, toda reflexión sobre ello. Es significativo que en la novela de Juan Valera, tan interesante, Las ilusiones del doctor Faustino (1882), haya una introducción «Donde se trata de Villabermeja, de D. Juan Fresco y de las ilusiones en general», que pone en boca de este personaje una invectiva contra las ilusiones, entendidas, por supuesto, como falsas, engañosas y contrapuestas a la realidad. «En mi vida tuve ilusiones —dice D. Juan Fresco—, ni quise tenerlas, ni me lamento de esta falta, ni he llorado el haberlas perdido. Nada me repugna tanto como las ilusiones. » Y, apretado por el autor, que le pregunta qué entiende por ilusiones, contesta: «Un concepto sugerido por la imaginación, sin realidad alguna. Ilusión equivale a error o mentira. » Perderlas es salir del error y alcanzar la verdad; y la verdad, lo que descubre la ciencia, es más valioso y más bello y poético que todas las «ilusiones» previas. En definitiva, D. Juan Fresco entiende por ilusiones el desvío de la realidad, su no aceptación, su suplantación. «Los que así discurren —concluye— están de continuo pleiteando con Dios y pidiéndole cuentas de todo. ¿Para qué me criaste? ¿Por qué he de morirme? ¿Por qué he de ponerme viejo? Esta muela, ¿por qué me duele? Este mosquito, ¿por qué pica y arma una música tan molesta? ¿Por qué las perdices no se vuelven todo pechuga? ¿Por qué ha de tener el jamón menos magras que tocino y hueso?»

 

Este es el punto de arranque para contar la triste historia del doctor Faustino y sus ilusiones. Y Valera añade: «Pero entiéndase que no pretendo probar, al referirla, ninguna tesis contraria a las ilusiones. Don Juan Fresco sigue su opinión y yo la mía, que aquí no es del caso. » Es decir, que en este ejemplo casi único en que un autor se hace cuestión de lo que significan las ilusiones, se toma la concepción tradicional, negativa, y sólo de pasada se apunta que puede haber otra, en la que no se entra, sobre la cual no se dice ni una palabra.

Consecuencias reales

Sería excesivo decir que desde el Romanticismo los españoles viven ilusionados o que el temple de la vida es la ilusión; pero me parece evidente que cuentan con esa posibilidad, que la ilusión funciona en su horizonte vital como una promesa, muchas veces incumplida, lo cual significa una desilusión. La instalación vital de los españoles incluye una dimensión que antes, por lo menos, no estaba expresa; al nombrarse, aparece como algo accesible en principio, a lo cual se aspira, cuya frustración aparece como una derrota o un fracaso.

 

Esto significa que se hace más alta la pretensión de felicidad, y por tanto más improbable su cumplimiento, y con ello la impresión de infelicidad —tan característica de la literatura romántica en todos los países, pero que en España trasciende a la vida en general—.

 

No se piense que esto acontece igualmente en todos los países y en todas las épocas. Si se pudiera medir la pretensión de felicidad y compararla con su realización media, se llegaría a una visión de la historia de apasionante interés. Tengo la impresión de que esa pretensión es hoy muy baja en casi toda Europa, confundida con una pretensión de «bienestar» traducible en la posesión de objetos o en la elevación del nivel económico. Me pregunto si sería fácil explicar al europeo medio actual lo que el español entiende por 'ilusión' (y no estoy seguro de que, a pesar de la existencia de la palabra y de su uso todavía vivo, las últimas generaciones españolas lo entiendan inmediata y eficazmente).

 

Hay un hecho histórico que me parece sugestivo. El siglo XIX se inicia en España con una serie de calamidades: invasión francesa de 1808, guerra de la Independencia, increíblemente devastadora, ruptura de la concordia que había dominado todo el siglo XVIII, comienzo de la violencia interna, luchas políticas, con frecuencia sangrientas, opresiones y persecuciones, retraso y desnivel respecto de otros países europeos, pérdida de la España de ultramar. Y, sin embargo, en contraste con el despego que los intelectuales y escritores europeos habían mostrado hacia España durante todo su admirable siglo XVIII (desde Montesquieu y Voltaire hasta el abate Reynal y Masson de Morvilliers, y tantos otros), los románticos sienten un interés vivísimo por lo español, desde el territorio hasta el arte o la literatura, una atracción que no siempre va acompañada de conocimiento, incluso una fascinación que puede llevar a la deformación o a tomar el rábano por las hojas. Los Schlegel, Tieck, Heine, Borrow, Richard Ford, Stendhal, Gautier, hasta Edmundo de Amicis ya en la segunda mitad del siglo, se sienten inclinados a conocer lo español y encuentran en ello vida, pasión, entusiasmo, algo distinto del utilitarismo, de la ambición, sobre todo económica, del gris que creen percibir en otras porciones de nuestro continente, incluso en sus naciones propias. Puede haber desdén, condescendencia, prejuicios, lo que se quiera, pero nunca indiferencia o frialdad. Ninguno lo dice, ni en rigor lo piensa; pero nosotros podríamos formular su actitud diciendo que se encuentran con un pueblo ilusionado, y que algo así rastrean en la historia pretérita o en la literatura: Cervantes, Lope, Calderón; o en ciertas formas de arte, sobre todo en la arquitectura, especialmente en su realización global y viva en ciudades, en conjuntos urbanos. Es interesante contrastar el habitual entusiasmo de Théophile Gautier en su Voyage en Espagne con la excepción de incomprensión y rechazo que siente ante el Escorial.

 

Se dirá que la vida española durante el último siglo y medio ha solido aparecer cruzada por una ininterrumpida quejumbre; que la política, el costumbrismo, la literatura de ficción, la poesía se han lamentado más que en otras partes (o que en España en otras épocas); se dirá como explicación de ello, que las cosas «han ido mal», que han sido casi siempre lamentables. Pero si se analizan como ahora empieza a ser posible, se encuentra que no lo han sido tanto como parecía, que la quejumbre estaba inspirada muy principalmente por ese parecer. Es curioso ver cómo muchos autores que han mostrado su consternación por la realidad de España, al cabo de unos decenios la han encontrado mucho más aceptable y atractiva, han visto con otros ojos el mismo periodo que habían condenado o desdeñado. Es una constante la actitud desilusionada de los españoles recientes; pero hay que señalar que la desilusión supone la ilusión, como el absurdo se funda en el sentido, parte de él, se mueve en su elemento; o la falsedad adquiere su significación en el horizonte de la verdad.

 

Creo que España no es inteligible, especialmente en los últimos dos siglos, si no se la ve como distendida entre esa dualidad ilusión-desilusión. Si este supuesto falta, si no se cuenta con él, si no tiene sentido ni aplicación en la propia vida, ¿no ha de aparecer España como un país extraño, tan extraño que ni siquiera se ve en qué consiste últimamente la extrañeza? Desde esta perspectiva me parece más fácil comprender las formas de instalación de los españoles y la larga serie de equívocos en que ha consistido la relación con ellos de los demás europeos.

 

Pero, más allá de esa interpretación lingüística, de ese secreto de nuestra lengua que nos permite aprehender tan extraña realidad, hay que preguntarse en qué consiste la ilusión, esa original posibilidad antropológica.

 

II. ILUSIÓN E IMAGINACIÓN

 

El carácter futurizo del hombre

La ilusión radica en esa dimensión de la vida humana que he explorado a fondo en la Antropología metafísica: su condición futuriza, es decir, el hecho de que, siendo real y por tanto presente, actual, está proyectada hacia el futuro, intrínsecamente referida a él en la forma de la anticipación y la proyección. Esto, claro es, introduce una «irrealidad» en la realidad humana, como parte integrante de ella, y hace que la imaginación sea el ámbito dentro del cual la vida humana es posible. Si el hombre fuese solamente un ser perceptivo, atenido a realidades presentes, no podría tener más que una vida reactiva, en modo alguno proyectiva, electiva y, en suma, libre.

 

Por eso la ilusión no puede reducirse a alegría o entusiasmo; digo reducirse, no que la alegría o el entusiasmo no puedan o deban ser ingredientes suyos. La ilusión significa anticipación. Afecta primariamente a los proyectos y, naturalmente, a sus términos. El título de Pedro Salinas, Víspera del gozo, conviene admirablemente a la ilusión.

 

Pero el futuro no es real; no es, sino que será; y habría que agregar: acaso. La fórmula, tan usada en muchas lenguas, y muy especialmente en español, «si Dios quiere», aplicada a un proyecto, a una cita, hasta a la expresión trivial «hasta mañana, si Dios quiere», aparte de su sentido religioso, de la conciencia de que todo eso está en las manos de Dios, responde con extremada finura a la condición misma de la futurición de la vida humana. Hay en ella un constitutivo elemento de inseguridad, de incertidumbre. Los proyectos se realizan o no; la vida misma puede interrumpirse en cualquier momento, y sobre el cotidiano «hasta mañana» pende la amenaza de su incumplimiento, de que no haya «mañana» —al menos para el que habla o el que escucha—.

 

Esto ayuda a entender por qué el sentido positivo de 'ilusión', el que aquí nos interesa, no se ha desprendido nunca del viejo y negativo: lo que nos ilusiona puede resultar ilusorio; el objeto de la ilusión puede fallar; a la ilusión la acecha la posibilidad de la desilusión.

 

El ejemplo más fuerte de ilusión es la vida del niño: es la forma propia de ella; un niño sin ilusiones no es propiamente un niño, sino una «cría», un «cachorro» o un adulto incompleto. Creo que esto debería ser el punto de partida de todo trato con el niño, de toda convivencia con él, y por supuesto de su educación. La razón es muy clara: el niño es todo futuro. Y esto no quiere decir simplemente que no se haya realizado aún, sino que es desde el principio futurizo, anticipador, proyectivo. El extraño fenómeno del aburrimiento del niño, que el animal no parece conocer, es revelador. Desde muy pronto, en edad increíblemente temprana, casi desde el nacimiento, el niño tiene más o menos vagos proyectos, que no puede realizar por falta de recursos —empezando por los biólogos, por las disponibilidades de su propio cuerpo—, y se aburre; por eso reclama imperiosamente la colaboración de los adultos, principalmente mediante el llanto, esa sorprendente arma del niño pequeño, para que le permitan, con sus recursos, la realización de sus proyectos propios. El niño sano, nutrido, abrigado, sin molestias ni dolores, llora; cuando aparece la madre u otra persona, se aquieta: ya tiene programa. Pero sólo brevemente: pronto necesitará algo más de atención, juego, canto, ser mecido, en suma, una sucesión de argumentos para su vida. Hace muchos años, en La estructura social, escribí que los adultos son las «colonias» del niño pequeño, que le permiten realizar sus proyectos, como las viejas colonias solían hacer para sus metrópolis. La vida infantil culmina en la espera de los Reyes Magos (o Santa Claus o cualquier equivalente). Esa anticipación es toda ilusión. No es sólo aguardar un regalo: es, sobre todo, la recreación de la leyenda, la imaginación de los Reyes Magos con sus camellos y sus servidores, cargados de presentes, de la averiguación de la morada de los niños y de su conducta, de su respuesta a unas peticiones anteriores, de las técnicas mediante las cuales conseguirán llegar hasta la casa y los zapatos que aguardan también. Si no son los Magos será le Père Noël o Santa Claus con su trineo y sus renos, con todos los ritos cuya anticipación es tan esencial por lo menos como la recepción de los regalos. La vida del niño está tensa, apuntando a un blanco, con alguna zozobra —¿llegarán los Reyes, encontrarán la casa, aprobarán mi conducta, serán generosos?—, imaginando todos los detalles: no hay más rigurosa víspera del gozo.

 

En la vida animal, no creo que pueda encontrarse nada análogo a la ilusión, precisamente por la ausencia de ese carácter futurizo. Con una excepción tal vez: la actitud del perro ante la inminencia de salir a pasear o cazar con su amo. Y aquí se trata de un caso claro de «hominización» del perro, de «contagio» de la vida humana, que de modo mínimo y provisional el perro vive vicariamente. La asociación entre los dos hace que el perro participe en alguna medida de la vida de su amo, poniendo en juego un tanto de imaginación, y así puede tener un análogo de lo que es la ilusión en el sentido propio de la palabra.

La persistencia de la ilusión

Si la ilusión consistiese en mera anticipación del futuro, su cumplimiento o logro la haría desvanecerse, la anularía. No es así. La ilusión lograda persiste. La percepción o posesión de lo que nos ilusiona no destruye la ilusión; quiero decir, no necesariamente; si ocurre, diremos que ha habido decepción, desilusión en sentido riguroso.

 

Para que la ilusión persista, sin embargo, hacen falta ciertas condiciones, que aclaran más su consistencia. Es menester que haya continuidad, es decir, que la percepción o posesión sigan siendo programáticas. Si al realizarse terminan, deja de darse la ilusión. Si en ellas se da un avance o incremento, la ilusión subsiste y puede aumentar o elevar su intensidad.

 

El ejemplo más claro es uno al que en otras ocasiones me he referido: la contemplación de una cara. Cuando he llegado a ver algo, pueden suceder dos cosas: que «termine» de verlo, como cuando contemplo un paisaje, una gema, una flor, un cuadro; o que siga viéndolo indefinidamente, como ocurre con un rostro amado. Este tiene un carácter programático, argumental, incesante, henchido de innovación, y se lo puede seguir mirando durante toda la vida, sin que se acabe nunca, sin que se lo dé por «ya visto».

 

Esta consideración nos conduce a una evidencia de la mayor importancia para comprender la que es la ilusión. En sentido estricto, no nos ilusiona cualquier cosa, sino más bien lo que no es «cosa». Nos ilusionan, sobre todo y propiamente, las personas; en segundo lugar, lo que sin ser persona tiene carácter personal; finalmente, algunas cosas cuando se incorporan a mi proyecto personal, cuando no funcionan meramente por lo que son, sino por la significación que adquieren dentro de mi vida —por ejemplo en el recuerdo—, por una especie de personalización sobrevenida.

 

Hasta tal punto es la ilusión algo ligado estrechamente a la condición de la vida humana, fuera de la cual no puede existir, y dentro de la cual no se da o se desvanece tan pronto como se produce un «olvido» de lo personal, tan pronto como la vida experimenta algún grado de «cosificación».

 

El fracaso de las ilusiones, su atenuación en el adulto o en el viejo, no proceden tanto de las desilusiones experimentadas como del hecho, tan frecuente, de que disminuye el carácter proyectivo. O, más, aún, de la frecuencia con que el hombre o la mujer, al entrar en la madurez, cuando la vida se hace más compleja y trabada, y por ello más sensible y vulnerable, se revisten de una especie de corteza aislante, algo así como una coraza capaz de embotar las heridas, pero que al mismo tiempo atenúa el carácter proyectivo, futurizo, y disminuye la condición dramática y personal que pertenece a la vida humana.

Realidad emergente

La posibilidad de la ilusión está condicionada por el carácter emergente de la realidad. Es lo que falta en la vida animal —en rigor, para el animal no hay «realidad», sino un «medio» o «ambiente» compuesto de estímulos a los cuales reacciona—. La emergencia —aunque no propiamente de realidad— se daría en ciertas situaciones muy precisas de la vida animal, por ejemplo en el acecho del animal predatorio, tenso ante la posible aparición de su presa.

 

Para el hombre, lo esencial es que el mundo no está dado —es el error incalculable de todas las doctrinas que lo reducen a «datos»—; el hombre está en el mundo, y los ingrediente de éste van «entrando en escena», van apareciendo en el horizonte de la vida. El caso del niño es particularmente claro: la infancia es un progresivo descubrimiento de la circunstancia en que el nacido está desde el primer momento. La emergencia es la condición misma del trato del niño con lo real. Esto viene reforzado todavía más por la inmovilidad y pasividad del niño durante el primer año de su vida. Está quieto, y las cosas van entrando en su círculo perceptivo, se le van manifestando, van haciendo acto de presencia, se le ofrecen, o tal vez irrumpen de modo amenazador u hostil (el susto, más aún que el miedo, tiene un importante papel en la vida del niño pequeño).

 

Se tiene ilusión por algunas realidades emergentes. Cuanto más se viven como tales, mayor es la probabilidad de la ilusión. Y por eso la atenuación de la emergencia es al mismo tiempo algo que debilita la actitud ilusionada. Cuando el hombre, a cierta altura de su vida, decide «dar por visto» el mundo, se instala en la vivencia del «ya sé», vive como si el mundo estuviera ya dado, y por consiguiente nada fuese nuevo, la ilusión se convierte en algo infrecuente e improbable. Y no digo imposible, porque, sea cualquiera la expectativa en que el hombre esté respecto a la realidad, esta es emergente, ya que se manifiesta en el ámbito dramático de mi vida. Por eso la vida da siempre sorpresas, hasta cuando se la considera vista y conclusa, e impone su condición sobre las interpretaciones de ella que su sujeto pueda hacer.

 

Por otra parte, el hecho de que sea frecuente esa singular oclusión del horizonte al llegar a una edad madura no quiere decir que forzosamente haya de ocurrir así. Más bien esa oclusión tiene un carácter voluntario, casi siempre defensivo, como intento de protección frente a la irrupción inesperada de la realidad —tal vez en forma de azar, como mostré en la Antropología metafísica—, por el afán de seguridad que algunos hombres sienten y que suele acentuarse tras la fatiga de una larga experiencia —sin que sea necesariamente penosa—. Pero como la inseguridad es la condición intrínseca de la vida, el intento de eliminarla exige la supresión simultánea de la emergencia de la realidad. En otras palabras, supone una doble violencia sobre la consistencia efectiva de lo real, y sofoca la normalidad de la actitud ilusionada.

 

Y ello significa un desplazamiento de la manera normal de proyección en la vida humana: el papel de la imaginación, que es decisivo y primario, queda preterido; ocupa el primer puesto la percepción —con lo cual la vida se reduce hacia la animal: otra cosa no es posible—; o, más frecuentemente, se congelan las interpretaciones, se dan por válidas sin más ciertas convicciones en que se está —o se finge estar—, y no se admite vitalmente la posibilidad de innovación, de que haya cosas nuevas o de que estas no sean lo que se daba por supuesto.

 

Cuando esto sucede, la ilusión deja de manar en el centro de la vida; pero como además se ha llegado a esa actitud mediante una retorsión de los proyectos y de la condición de la realidad, se introduce en la vida un elemento de inautenticidad que a su vez hace más difícil el florecimiento de la ilusión.

 

III. EL TIEMPO DE LA ILUSIÓN

 

La estructura temporal de la ilusión

Solamente en la temporalidad es posible la ilusión. Hemos visto como su carácter esencial la futurición, ligada a su condición imaginativa; pero ella se nutre de pasado, de recuerdo, en el cual se apoya el ilusionado para imaginar algo que en cierto sentido «vuelve» de manera nueva. La expectativa no es posible sin referencia a algo que en alguna medida se posee; esto pretérito es el marco dentro del cual se aloja la novedad esperada, que es precisamente nueva porque no se parte de cero. Creo que este es el esquema conceptual que permite comprender el placer de la repetición o reiteración, desde los movimientos del niño hasta las palabras de amor o la rima, desde la vuelta de los días tras las noches, o de las estaciones, hasta la sucesión de las generaciones humanas, en la que reaparecen los padres y los antepasados en alguien que es absoluta innovación.

 

Sobre ese fondo, lo decisivo es la anticipación; nos ilusiona lo que va a llegar, lo que va a venir, lo que va a acontecer; bien porque algo se acerque hasta mí, o porque yo salga a su encuentro: en un caso o en otro, va a aparecer en el área de mi vida. La distancia temporal modifica la cualidad de la ilusión: cuando su realización aparece como remota, se sustantiva la espera y se convierte en objeto oblicuo de la ilusión. Supongamos que anticipo la llegada de alguien por quien siento especial ilusión, y sé que va a tardar; si verdaderamente cuento con su llegada, me instalo en esa espera, la vivo ilusionadamente, vacilando entre el anhelo de su cumplimiento y el goce de la anticipación que a la vez se querría prolongar.

 

Cuando el tiempo que nos separa de la realización de la ilusión es breve, o ha llegado a ser breve por haber transcurrido la mayor parte, la ilusión se matiza de impaciencia, sentimiento agridulce, que intensifica la ilusión y a la vez la hace dolorosa. Si en ese momento se añade la inseguridad, si el cumplimiento parece dudoso, la proyección se perturba intensamente: por una parte, se agudiza, casi angustiosamente, la expectativa ilusionada; por otra, invade el temor de proyectarse resueltamente hacia su objeto con el riesgo de que quede truncada; se siente, más o menos confusamente, que si se quiebra la proyección, no va a saber uno adonde volverse, no va a saber qué hacer. Tendrá que volver a empezar, diciéndose «otra vez será», buscando recursos y energías para ese aplazamiento; o tal vez se verá obligado a renunciar y procurar una nueva orientación vital.

 

Hay un momento en que la expectativa adquiere un nuevo carácter: la inminencia. Eso que nos ilusiona está a punto de sobrevenir. Se puede comparar esta situación a la del que navega por un río tranquilo, en el momento en que la corriente se acelera porque se aproxima a un rápido, tal vez a una catarata. La ilusión experimenta otro cambio cualitativo. Se acentúa, extrema su tensión, hasta hacerse a la vez deleitosa y penosa; al mismo tiempo surge un elemento de temor. ¿A qué? No, como antes, a que no se cumpla; más bien a que no cumpla su promesa, a que no responda a la anticipación, a la carga con que se estaba aguardando la realización. Es el temor a que la ilusión quede por debajo de sí misma al hacerse presente, a que resulte una desilusión.

 

Si este temor es vano, si la ilusión se sostiene y soporta la actualización, ese cumplimiento es probablemente la culminación de la vida humana. Ningún goce es comparable al que es cumplimiento de una ilusión; es ella la que le da su máxima intensidad, su calidad más alta, precisamente porque lo vincula a la vida, lo introduce en alguna de sus trayectorias, lo identifica al menos con una porción del proyecto personal, hace que en ese goce el yo se encuentre y reconozca a sí mismo en lo que verdaderamente es. No se trata ya de un goce extrínseco, adventicio, impersonal, sino propio, irrenunciable, insustituible.

 

Pero la vida no cesa ni se detiene. Ese regusto de eternidad que tiene la ilusión cumplida no puede encubrir la temporalidad efectiva de la vida. Como una sombra, se proyecta sobre la ilusión realizada la inquietud por su fugacidad. El deseo de eternidad se junta con la sospecha —o la certeza— de que eso no es posible. De ahí que la alegría y la melancolía sean inseparables dentro de la ilusión. Por ser un fenómeno personal y temporal, aparecen en ella indisolublemente la necesidad de eternidad y la evidencia de que el tiempo seguirá fluyendo y pasando. Por eso la ilusión, lejos de ser un fenómeno psíquico, un mero estado de ánimo, es un acontecimiento dramático de la vida humana.

 

La temporalidad interna

Hasta ahora he examinado la relación de la ilusión con la temporalidad de la vida humana, y he tratado de mostrar cómo queda afectada por las diversas dimensiones de esta. Pero hay que dar un paso más: es menester ver en qué consiste la temporalidad interna o intrínseca de la ilusión misma.

 

Está constituida por la duración, acontece en una distensión temporal. No es un fenómeno instantáneo —nada en la vida propiamente lo es—, ni siquiera momentáneo. Cuando así lo parece, es que se trata de una condensación o abreviatura de la ilusión en sentido estricto, por lo general fundada en el recuerdo de experiencias pasadas. Siento una ilusión momentánea cuando imagino la repetición o actualización de algo que viví anteriormente como verdadera ilusión, con su duración, sus etapas, la estructura que acabo de analizar. Es decir, la ilusión momentánea se funda en la duradera, en la que se realiza a lo largo de un complejo proceso temporal.

 

Si consideramos la ilusión en el presente, es decir, en su actualidad, encontramos una diferencia esencial con otras realidades que podrían confundirse, precisamente aquellas cuyos nombres parecen vagamente sinónimos, los que se usan en otras lenguas para intentar traducir la palabra española. El placer, por ejemplo, o la alegría, parecen llenar el presente, nos adscriben a él, hasta el punto de que parecen abolir las otras formas temporales. El temple de la poesía de Jorge Guillen, sobre todo el primer Cántico, respondería a esto. Pero el presente de la ilusión, que también es capaz de henchir nuestra realidad (y que por supuesto no excluye el placer y la alegría), no se queda en sí mismo: está grávido de futuro, es precisamente ilusión porque, más allá del presente, se dilata hacia adelante. Se podría decir que el futuro ejerce una singular «succión» sobre el presente, lo atrae hacia sí, y por eso la inequívoca plenitud de la ilusión va mezclada con una azorante impresión de «insuficiencia». La ilusión no está nunca plenamente realizada, no está «dada»; en medio de ella sigue la aspiración, la espera, el carácter proyectivo. En ella no se da el «ya», sino el «todavía», cuya faz esperanzada es el «todavía más».

 

Esa interna duración que pertenece al estado ilusionado introduce en él un elemento de inseguridad, excluye la tentación de la posesión —nada verdaderamente humano puede ser propiamente poseído—; en otras palabras, es un estado inestable. Creo que en esa limitación reside el supremo atractivo de la ilusión.

 

¿Por qué? Porque revela el carácter más propio del hombre, aquel que es irreductible y no encuentra equivalente en la vida animal ni en las formas atenuadas, «cosificadas», de la humana. Pienso en la condición intrínsecamente indigente o menesterosa del hombre, de la que traté en la Antropología metafísica. El hombre necesita muchas cosas, y en forma distinta necesita a las personas (en última instancia, necesita personalmente todo lo que necesita, aunque lo necesitado no sea personal, porque él es persona). Y no es esto solo: el hombre no necesita sólo lo que no tiene, sino que sigue necesitando lo que tiene, y muy especialmente a las personas. La indigencia humana no cesa nunca, su menesterosidad no se extingue con la presencia, el logro, el goce, la posesión, con todas las formas de consecución o realización que puedan imaginarse. En la medida en que las necesidades son auténticamente personales, son inextinguibles, perdurables, están penetradas de duración ilimitada.

 

La ilusión es el lado positivo, afirmativo, de esa condición indigente o menesterosa. Más allá de la privación, superándola pero sin anular su núcleo irrenunciable, la ilusión nos da eso que apetecemos, anhelamos, amamos, sin anular la necesidad, sin quitarle su carácter inseguro, elusivo, dramático. En ella, el hombre acepta su condición, no como una limitación negativa, como una mera carencia o dependencia, sino como aquello en que consiste, que le permite simplemente ser quien es: a saber, alguien que sólo es pretendiendo ser, afirmándose en un sistema de necesidades vitales sin las cuales cesaría de ser él mismo.

La ilusión en el horizonte de la mortalidad

Toda la vida humana transcurre con el telón de fondo de la mortalidad en el sentido fuerte de la palabra: no ya que el hombre es «mortal» en el sentido de que puede morir, sino que es moriturus, esto es, tiene que morir. Uno de los hechos más graves de la historia es la tendencia actual —en gran medida realizada— de eliminar esta radical dimensión de la vida humana. No es que los hombres de nuestro tiempo no «sepan» que tienen que morir, sino que esa certidumbre se «desconecta» de sus vidas, y estas se deslizan sin contar con ello, sin que la mortalidad intervenga en su detalle, modificándolo, dándole un sentido que es, casualmente, el que le pertenece. La intrínseca mortalidad de la vida exige que esté operando dentro de ella, so pena de falseamiento: la efectiva ilusión en el sentido negativo de la palabra, el supremo engaño, es el de una vida que intenta ignorar la muerte y no contar con ella más que negativamente, como un mero «término» o acabamiento.

 

La vida humana se nutre de ilusiones, por lo general pequeñas, menudas, a las cuales se suele dar poca importancia. Creo que sin ellas la vida decae, se convierte en un tedioso proceso rutinario amenazado por el aburrimiento —el riesgo más grave de nuestro tiempo—. Esas menudas ilusiones con las que contamos, que nos mantienen tensos y en expectativa, que nos ayudan a seguir viviendo, introducen una especie de campo magnético en nuestra temporalidad. Van jalonando nuestras jornadas: tenemos ilusión por ver un trozo de nuestra ciudad, por mirar unos árboles, por pasear por el campo, por la hora de la comida, por tomar una taza de café, por ver a una persona, estar con ella, hablarle y que nos hable. Anticipamos todo eso, contando con ello con desigual seguridad, dando por supuesto que algunas de esas ilusiones se cumplirán, con alguna zozobra respecto a otras.

 

Algunas tienen un carácter sobremanera interesante: son cotidianas. No se tome esta expresión en sentido literal: no es forzoso que aparezcan todos los días; puede ser que se repitan varias veces al día, como las comidas, la lectura, los cigarrillos del fumador, la conversación con las personas que conviven en la casa —si las hay—; tal vez son estrictamente cotidianas, como la llegada del nuevo día, el trabajo, la cama que espera para el descanso; en otras ocasiones, hay que esperar varios días a que la ilusión se cumpla: el espectáculo al que se desea asistir, el programa del domingo, el encuentro con alguien que nos ilusiona.

 

Lo decisivo es que estas ilusiones son reiterativas, con periodicidad más o menos rigurosa o frecuente. Se cuenta con que van a volver. Y ello mitiga la amenaza de la mortalidad. Hace muchos años mostré cómo lo cotidiano finge una ilusión de eternidad: lo que hacemos todos los días, parece que lo vamos a poder seguir haciendo todos los días (toujours), es decir, siempre.

 

¿Un engaño? ¿Una ilusión en el viejo sentido, en el que en este libro no nos interesa? No, porque sabemos que no será «siempre»; pero contar con que será mañana nos calma la angustia y nos permite gozar de cada día, vivir con cierta apacibilidad.

 

Y no solo esto. Esa conciencia de la mortalidad, mitigada por lo cotidiano, da mayor valor a cada día. Especialmente en el caso de la ilusión, ese horizonte de la mortalidad, sobre el cual nace, se hace tensa, llega a cumplimiento, la realza, evita la rutina que la embotaría, que le arrebataría su carácter rigurosamente ilusionante. Si el hombre es mortal, cada día es único, y las ilusiones que en él brotan alcanzan su tensión y su valor, su fuerza y su atractivo. Ejercen sobre nosotros una tracción que nos lleva hasta el día de mañana —expresión muy sabrosa que no equivale al simple «mañana»—, y así, por sus pasos contados, hasta la total configuración de una vida finita, temporal.

 

Hasta aquí he hablado de las pequeñas ilusiones cotidianas que sostienen al hombre y le permiten sentirse provisionalmente instalado y seguir proyectándose. Pero hay otras. Hay ilusiones que aparecen como inseparables del proyecto que nos constituye, que nos acompañan de manera permanente, en las cuales encontramos alguna justificación —acaso suficiente, tal vez no— para vivir. Son las que los latinos llamaban las «causas de vivir», como en la famosa expresión propter vitam, vivendi perdere causas, por la vida, estropear o echar a perder las causas o motivos de vivir. Aunque parezca increíble, casi nadie —sobre todo por razones lingüísticas— identifica eso con la ilusión.

 

Pues bien, estas ilusiones operan, más aún que las otras, en el horizonte de la mortalidad. Tienen que ser para siempre, no en una fingida instantaneidad, como el placer intenso, sino en una continuidad que no termine. Se habla de desilusión, entendida por lo general como el fracaso o fallo de las ilusiones, como la decepción que las acecha. La suprema desilusión sería el cese, la anulación por la muerte de la ilusión vivaz. Con esto tiene que contar, de una forma o de otra, con unos u otros supuestos, en diversas actitudes, la persona ilusionada. Y esto remite inexorablemente al horizonte último de la vida, a la expectativa de su perduración, cualquiera que sea la tonalidad de esta.

 

Lo que me parece evidente es que la ilusión, si no es sofocada por el sujeto de ella, remite a ese horizonte. Si el hombre se vuelve de espaldas a él, indefectiblemente hace una trampa, que la ilusión, ella, no perdona, porque se la priva de su condición. Me pregunto si es posible, salvo excepciones, la vida ilusionada en una época que intenta escamotear el horizonte de la mortalidad o reducirla al lado de acá de la frontera, sin dejar siquiera al otro lado un signo de interrogación.

 

IV. LA ILUSIÓN COMO REALIZACIÓN PROYECTIVA DEL DESEO

 

El carácter fontanal del deseo

La ilusión es inseparable del deseo, pero no se reduce a él: es condición necesaria pero no suficiente. Llevo largo tiempo sintiendo la insuficiencia del tratamiento del deseo en el pensamiento moderno. La voluntad ha acaparado la atención, y con frecuencia se ha pasado por alto la peculiaridad del deseo, y desde luego su importancia. En Nuestra Andalucía primero, en Antropología metafísica después, insistí en este punto. En el primero de estos libros (cap. X) escribí: «Andalucía es una tierra de deseos, no una tierra voluntariosa. La voluntad nos fija en algo preciso, nos impone un esfuerzo y, sobre todo, una elección, muchas renuncias —'al que algo quiere, algo le cuesta'—; con frecuencia el hombre quiere unas cosas u otras, se esfuerza por ellas, las consigue, pero nos preguntamos si las desea. Vemos tantas gentes afanadas por cosas que no parecen desear, que no les dan ilusión, que, alcanzadas, las dejan vacías. El deseo es mucho más amplio que la voluntad; se puede desear... todo: lo posible y lo imposible, lo inconciliable, lo presente, lo futuro y también lo pasado; lo que se quiere, lo que no se quiere y hasta lo que no se puede querer. Es abarcador, envolvente, quizá irresponsable. Pero es la fuente de la vitalidad, el principio que nos mueve a todo, incluso a querer, cuando es con autenticidad. Gracias al deseo mana fontanalmente la vida del hombre, y no es una máquina de optar, de juzgar, de preferir. »

 

En el segundo de los libros nombrados señalé también que Aristóteles adivinó, por lo menos, la importancia de la órexis, del deseo, al mostrar que las potencias adquiridas —frente a las congénitas—, que son las más propiamente humanas, no se actualizan sin más y automáticamente, meramente porque estén dadas las condiciones para su ejercicio, sino que necesitan una órexis o proaíresis (elección). Por eso el hombre, además de tener zoé o vida biológica, tiene bíos o vida biográfica, y por eso, añade, «difieren mucho las vidas de los hombres». El deseo es el ámbito en que se engendra la ilusión. Podríamos decir que pone en tensión el fondo de la persona, lo moviliza hacia algo, y lo hace manar en continuidad: por eso he empleado el adverbio «fontanalmente» para calificar el curso —o, mejor, fluencia— de la vida humana. Pero la ilusión añade algo decisivo y que no se da en el mero deseo.

 

La ilusión como deseo con argumento

Cuanto hemos visto de la temporalidad de la ilusión, sobre todo su temporalidad interna, es algo que se añade al deseo, el cual puede tener un carácter momentáneo, ser la simple orientación hacia algo —sea lo que sea— apetecible. Tampoco es esencial al deseo el ser estrictamente personal, como lo es la ilusión, incluso en, el caso de que lo que nos ilusiona no sea una persona. Se podría decir que la ilusión es un deseo con argumento. El ingrediente desiderativo le pertenece, pero es solo un ingrediente, un elemento psíquico que acompaña a la ilusión y la hace posible, pero nada más.

 

La ilusión está asociada a la vida biográfica, es una forma de ella, y esto quiere decir que tiene la condición proyectiva de esta, que el deseo por sí mismo no posee. Aparece la ilusión como cualidad de algunas trayectorias de la vida, o de porciones de ellas, ya que las trayectorias son muy complejas y además están entrelazadas. Pero en todo caso es esencial el carácter argumental: en mi libro Ortega. Las trayectorias mostré que no solamente las trayectorias vitales son arguméntales, sino que están entrelazadas argumentalmente.

 

La distinción entre deseo e ilusión es sumamente profunda, porque ambos pertenecen a distintos planos o formas de realidad. El deseo tiene su lugar en la vida psíquica y puede ser estudiado por la psicología; la ilusión es un ingrediente o una posibilidad de la vida personal, y corresponde a la psicología sólo en la medida en que esta trascienda de sus límites propios para buscar su radicación. Por eso la ilusión tiene un carácter dramático, que el deseo no posee. Quiero decir que es algo que le pasa a alguien, y que afecta a la configuración proyectiva de su vida. No así el deseo, que es un componente no dramático de las estructuras dramáticas de la vida biográfica, así como las sensaciones son contenidos no intencionales de los actos psíquicos o vivencias, que son intencionales, como vieron Brentano y, sobre todo, Husserl.

 

No se puede «contar» un deseo, sino analizarlo o describirlo; se puede contar, en cambio, una ilusión. Más aún, la única forma de expresarla es narrativa, y dentro del marco de la vida biográfica articulada en trayectorias —sucesivas o simultáneas.

 

Y esto nos aclara inesperadamente la presencia de la desilusión tan pronto como se entra en el horizonte de la ilusión. Por ser argumental y dramática, tiene un «desenlace»: se cumple o no; o bien, después de una fase de cumplimiento, como tiene una continuidad temporal, puede decaer y disolverse o, en forma más aguda, frustrarse; son las formas de la desilusión, que acecha y amenaza siempre a la ilusión.

 

El hecho de que las ilusiones puedan ser mínimas, recaer sobre contenidos de muy escasa importancia, tener un plazo de «vencimiento» —si se permite esta expresión —muy breve, puede enmascarar su profunda condición argumental. Pero esta es necesaria. Las menudas ilusiones particulares se insertan en un marco más amplio, son fragmentos en que se realiza la ilusión como condición de una vida determinada. No olvidemos que la vida transcurre, que se vive hora tras hora y día tras día, pero esos elementos temporales no son independientes, menos aún aislados, sino que están engarzados con un tipo de conexión que no es meramente sucesiva —como parecería ser el caso de la vida animal— sino precisamente argumental. Por eso cada uno de esos periodos o momentos no tiene sentido más que como parte de esta vida concreta, cuya totalidad da razón de cada uno de ellos. Las ilusiones particulares, tal vez minúsculas, son el detalle de la realización de una vida que está definida por moverse en el ámbito o elemento de la ilusión.

 

No es fácil exagerar la importancia que cada una de ellas tiene. Se propendería a pensar que son casi insignificantes, que apenas cuentan, que su cumplimiento o frustración es poco menos que indiferente. Esta idea puede tenerse cuando se mira la vida desde fuera de la ilusión, sobre un supuesto que la descarta o la desconoce. Dicho con otras palabras, cuando esa vida —o al menos su interpretación por el que la considera— no incluye la pretensión de ilusión. ¿Es esto posible? En la medida en que la ilusión pertenece a la esencia de la vida humana, no. Pero si resulta que los pueblos que no tienen como su lengua el español carecen de la palabra para nombrarla, hasta el punto de que acaso no les resulte demasiado fácil comprender de qué se trata, podríamos pensar en formas de vida —o vidas individuales— privadas de ese atributo de la ilusión.

 

¿No contradice esto a la idea de que ésta pertenezca a la esencia o, mejor dicho, mismidad de la vida humana? La solución se encontraría en un concepto muy usado por Ortega, y precisamente para caracterizar los contenidos de la vida: los modos deficientes. Todo lo humano —decía— admite grados, y se realiza de diferentes modos, desde los plenos y saturados hasta los más o menos deficientes. Este sería, pienso, el caso de la ilusión: se habría ido afirmando, precisando, consolidando, depurando, en un proceso histórico que he tratado de reconstruir, y que habría dado su plenitud e intensidad máximas a lo que en otros lugares o antes había tenido una realización degradada o solamente incoativa. Y, por supuesto, dada la inseguridad de todo lo humano, esa forma plena de la vida como ilusión estaría siempre amenazada de decaimiento, tanto en la sociedad que la ha alcanzado como en la vida singular de cada uno de los hombres.

 

La ilusión como instalación

La exploración de la vida anímica ha distinguido tradicionalmente entre emociones y pasiones. No me interesa el contenido de unas y otras, ni el tipo de realidad que se les ha atribuido. Lo que vale la pena recoger es que, mientras se ha entendido que las emociones son pasajeras, fugaces agitaciones del ánimo, las pasiones son duraderas y permanecen. El que está colérico o triste, probablemente dejará de estarlo al cabo de un rato, y casi con seguridad cuando lo invada el sueño. El ambicioso o el enamorado lo están día tras día, y cuando se despiertan siguen dominados por esa pasión. Es decir, estas «cruzan» a través de innumerables actos psíquicos, sin que ellos interrumpan su continuidad y permanencia.

 

Esta consideración puede trasladarse al estudio de la ilusión. En la vida se dan innumerables ilusiones a corto plazo, que encienden la expectativa y llegan pronto a su desenlace o cumplimiento. Tengo ilusión por una carta, por un viaje, por un espectáculo que me propongo ver, por un libro que voy a leer, por la llegada de una persona a quien espero. Pero todo ello son formas de algo más abarcador: el estar ilusionado, la actitud en que cada ilusión es posible.

 

Cada vez me parece más evidente que la realidad humana, si no se la reduce a lo biológico, ni siquiera a lo psíquico, si se la entiende como tal vida personal, necesita para su intelección la pareja de conceptos de que hice constante uso en la Antropología metafísica: los inseparables instalación y vector. El primero, por cierto, está también ligado a una peculiaridad de la lengua española, de excepcional importancia para el pensamiento: el verbo estar, que en la mayoría de las lenguas está fundido —y confundido— con el verbo ser. La instalación nos muestra la estructura biográfica del estar. La instalación tiene cierta estabilidad y permanencia; es unitaria, pero no simple, sino pluridimensional; desde ella me proyecto vectorialmente, en diversos sentidos y con diferente intensidad. En rigor, tendríamos que hablar de instalación vectorial, ya que ambos términos tienen una referencia mutua intrínseca.

 

Las formas de instalación no son estáticas, sino formas de acontecer, por tanto, dramáticas. La instalación es el álveo o cauce por el que transcurre o fluye la vida. Por él se mueven esas magnitudes orientadas, proyectivas, que son los vectores. Por eso la vida humana tiene sesgo —concepto curiosamente olvidado, al que di su importancia justa en Nuestra Andalucía—; se dice: «las cosas han tomado un sesgo», pero ello es posible porque el sesgo o inclinación pertenece a la estructura vectorial de la vida.

 

Si aplicamos ahora estos conceptos a nuestro tema, encontramos que, más allá de las ilusiones singulares y más o menos fugaces, hay una forma radical: la ilusión como instalación, como temple vital posible, en diferentes modos y grados, que hace la función de cauce previo a cada una de las ilusiones, que aparecerían así como vectores proyectados en situaciones concretas y orientados hacia objetos o términos de muy varia índole.

 

En este sentido, la ilusión puede ser una forma de vida, el vivir ilusionado, como algo subyacente a todos los actos, relativamente independiente de ellos, con cierta estabilidad y permanencia; y todavía más: a prueba de desilusiones, capaz de cruzarlas sin que se destruya esa instalación.

 

Vistas así las cosas resulta más claro lo que vimos al final del capítulo I: que la desilusión supone la ilusión, se mueve en su elemento, es secundaria respecto a ella. Dentro de la instalación ilusionada caben por igual las ilusiones cumplidas y las desilusiones. La vida ilusionada se proyecta vectorialmente en muchas direcciones, con intensidades variables, con resultados inciertos y azarosos. En todo caso, está definida por esa pretensión.

 

Pero todo ello es meramente posible. Una de las primeras preguntas que habría que hacer, tanto el sociólogo como el historiador o el biógrafo, sería por el estado de la ilusión en una sociedad, una época o una persona singular. Pero ¿cómo hacer esa pregunta, si falta hasta la palabra? Y en el caso del español, en que esa voz existe y está viva, parece que nadie se ha preguntado por ella ni ha intentado averiguar un poco en serio qué significa.

 

Esto quiere decir que la cuestión, por asombroso que parezca, está intacta. Y que cualquier conocimiento serio de la vida humana, individual o colectiva, tiene que enfrentarse con ella. Las ciencias humanas, si quieren merecer este nombre, tendrán que elaborar los métodos adecuados para preguntarse rigurosamente por la ilusión como forma de la vida, por sus contenidos, su proyección y sus posibles desenlaces.


 

V. ILUSIÓN Y VOCACIÓN

 

Vocación total y vocaciones parciales

La vocación ha solido identificarse con alguna de sus formas particulares. El Diccionario de Autoridades da como definición principal: «La inspiración, con que Dios llama a algún estado de perfección, especialmente al de Religión. » Y sólo al final añade: «Por extensión se llama el oficio, la carrera que se elige para pasar la vida, por armas, letras u mechánica. Es del estilo familiar. » Todavía hace pocos años, «tener vocación» quería decir tener vocación religiosa. Y hasta en su edición de 1970, el Diccionario de la Lengua Española de la Academia define así: «Inspiración con que Dios llama a algún estado, especialmente al de religión. » Y en una cuarta acepción, familiar: «Inclinación a cualquier estado, profesión o carrera. »

 

En todos los casos, y aun en la tardía ampliación profana, se entiende por vocación algo genérico, esquemático. Vocación religiosa, o de médico, abogado, militar, escritor, explorador, pescador, lo que se quiera. Son siempre cauces con una significación «profesional» o muy próxima a ella. En inglés, vocation quiere decir primariamente «profesión», y cuando se quiere significar más propiamente «vocación» hay que decir avocation o calling. En alemán, Beruf es «profesión», «oficio», y solamente Ruf, entendido como innere Berufung o innere Stimme (llamada o voz interior), se aproxima a «vocación».

 

A esto llamo vocaciones parciales, que afectan a aspectos, facetas o porciones de la personalidad; que por eso pueden ser comunes a muchos, y por consiguiente tienen un carácter genérico. Sea cualquiera su contenido, y por excelso que pueda imaginarse, son formas secundarias de la vocación, en la medida en que no envuelven a la persona en su totalidad y no tienen carácter singular, único.

 

Este es el sentido más hondo y radical de la vocación, que la filosofía de nuestro tiempo ha puesto de relieve como nunca en el pasado. Casi todos los filósofos plenamente actuales y que merecen ese nombre se han enfrentado con la significación de la vocación; sobre todo, Ortega y Heidegger; pero también otros menos creadores o de menor alcance e influjo. Y esa exploración hacia lo más personal y a la vez total ha sido lenta, ha avanzado por sus pasos contados. Permítaseme comparar el planteamiento que hice en la Introducción a la Filosofía (1947) con el que se encuentra en la Antropología metafísica (1970).

 

En el primero de estos libros, la cuestión de la vocación aparece en el contexto de las posibilidades que el hombre encuentra en su contorno social: «Por ser ya social e histórico, encuentro en mi circunstancia o mundo posibilidades de ser hombre, esquemas genéricos, figuras de vida que no he inventado yo, aunque siempre las ha inventado originariamente un hombre individual; y en todo caso, para que esas posibilidades recibidas puedan ser mías, para que puedan ser las de mi vida, necesito yo hacer algo: concretamente, elegir entre ellas, decidir cuál voy a adoptar entre las que me son presentadas por el contorno; y esto, a su vez, por un esquema de mi vida, más vago y general, del cual soy irrenunciable autor, y que se llama, con un nombre cargado de resonancias y del que tendremos que hablar más adelante, vocación» (VI, 54). Más adelante se habla de «lo personal y lo histórico en la vocación»; se parte de «una figura de vida determinada, que nos da voces y nos provoca a realizarla». La vocación, lo más personal, tiene contextura histórica; y a la vez supone una transformación de la circunstancia para alojar en ella la forma propia y personal de la vocación: «Esto explica la esencial conexión y alteración, al mismo tiempo, que la vocación supone respecto de la circunstancia del que se siente llamado» (IX, 76).

 

En el segundo libro se encuentra una aproximación mayor al núcleo irreductible de la vocación total, de la vocación de ser yo: «La entrega libre y necesaria al enamoramiento auténtico es la forma suprema de aceptación del destino, y eso es precisamente lo que llamamos vocación (cap. XXIII). Más adelante: «Oscilamos, pues, entre el azar y la necesidad; a la combinación de ambos se llama desde hace milenios destino, pero no se ha solido entender bien, porque se lo ha interpretado casi siempre desde una mentalidad de 'cosas', no como destino personal. Y quien gobierna esa pareja inseparable y enemiga azar-necesidad —que habita en la imaginación— es la libertad. El destino tiene que ser adoptado, aceptado, apropiado, hecho 'mío'; no es objeto de elección, pero tiene que ser elegido; sólo así es rigurosamente destino personal o, con otro nombre, vocación. En rigor, nunca me siento más 'yo' —yo mismo— que frente a un contenido azaroso que irrumpe en mi vida, cuando reacciono a él de una manera que brota de la raíz de mi persona; cuando descubro en él el destino que no se elige, y elijo hacerlo mío, serle fiel; con otras palabras, elijo ser yo ese azar inelegible» (cap. XXVI). Y un poco más claramente aún: «El destino, libremente aceptado pero no elegido —es decir, elijo que sea 'mi' destino, lo 'adopto', pero no elijo su contenido— es mi vocación, y la realidad de esta es lo que llamamos felicidad» (cap. XXVIII).

 

Dicho con otras palabras, se ha ido descubriendo que la vocación que he llamado genérica o esquemática no afecta más que a una u otra dimensión de la persona, y es más o menos abstracta. La vocación concreta, en cambio, es única, rigurosamente personal; es la vocación en que cada uno consiste más propiamente, y coincide con el yo de cada cual, entendido programáticamente. Pero no se olvide que las vocaciones parciales o genéricas, en la medida en que se concretan, se realizan de una manera individual, participan también de ese carácter personal. Veremos cómo esto es decisivo para comprender las relaciones entre la vocación y la ilusión.

 

La ilusión, ingrediente de toda vocación concreta

El español dice con frecuencia de alguien: «Tiene ilusión por su trabajo. » Y esto, no solo de aquellos menesteres que tienen un carácter elevado, creador, como el arte, la investigación, la literatura, sino de otros que parecen más impersonales y modestos. Por ejemplo, es normal que el labrador tenga ilusión por la labranza; que la madre de familia la tenga por la casa y el cuidado de los hijos; que el cazador o el pescador la sientan por sus ocupaciones. Adviértase que tales menesteres pueden ser sumamente penosos, mucho más que otros por los cuales es sumamente difícil sentir ilusión. (Sería apasionante seguir históricamente las alternativas de la ilusión en una sociedad, en lo que se refiere a las profesiones o quehaceres; se vería cómo en ciertas épocas se pierde la posibilidad de ilusión por oficios o carreras en que era normal; y habría que averiguar las causas de ello, que son múltiples. Como hay una íntima relación entre ilusión y felicidad, calcúlese el alcance que esta modificación tiene para el «nivel medio» y la frecuencia de esta. )

 

Cuando la vocación se hace concreta, aunque originariamente sea genérica y nazca del encuentro de ella en la sociedad, realizada en otros, se liga a la propia personalidad, se entrelaza con la trayectoria vital y se convierte en una dimensión de ella. Ya no se trata de la vocación esquemática de médico, sino de este médico individual, definido por una situación no intercambiable y un proyecto personal que transforma la vocación genérica. Tal vez el labrador individualiza la profesión milenaria, ejercida por millones y millones de hombres en todas partes y en todas las épocas, al adscribirla a su tierra. La función de la madre de familia adquiere un carácter único y archipersonal porque se trata de esta familia insustituible. En ambos casos, el quehacer cotidiano adquiere el dramatismo que pertenece a la vida como tal y no se puede separar de su configuración. Es quizá la justificación del uso lingüístico que en español usa el verbo «ser» y no el «hacer» para designar la profesión: ¿Qué es usted?, y no qué hace.

 

Muchas veces me he referido a la falta de fruición que en nuestra época muestran con tanta frecuencia las obras de pensamiento, literatura o arte; se advierte muchas veces un elemento de despego o hasta de malhumor en los profesionales de las disciplinas más elevadas y en la docencia de ellas —una de las raíces de la crisis de esta última, y en particular de la Universidad—. Creo que el origen de ello está en la falta de ilusión por esos menesteres. Cuando el trabajo es demasiado impersonal, cuando se realiza por acumulación de materiales e informaciones, cuando importa más el resultado y el éxito que la realización misma, la ilusión se desvanece; creo que eso afecta decisivamente a la calidad, pero más todavía a la personalidad de la obra, que resulta en muchos casos intercambiable, en lugar de estar ligada a la más profunda realidad del autor. Cuando distinguí, hace un cuarto de siglo, entre el «escritor» y el «hombre que escribe», y señalé que el siglo pasado o a comienzos de éste había muchos verdaderos escritores (aunque no fuesen grandes, ni siquiera buenos escritores), mientras que ahora hay innumerables hombres que escriben (algunos, bien), sin que ello sea parte integrante de lo que verdaderamente son, no puse esto en conexión con la ilusión, que me parece ahora el planteamiento adecuado. El escritor, si auténticamente lo es, escribe con ilusión, aun en el caso de que sus dotes no sean sobresalientes y, por tanto, el resultado deje que desear. Eso es lo que se echa de menos en aquel para quien escribir es una función meramente profesional, o una tarea, o una manera de dar cuenta de un trabajo o unas investigaciones realizadas aparte de ese escribir. Si falta el nexo con el proyecto personal, no se da la ilusión. Valdría la pena examinar a la luz de esta idea los diferentes escritos que caracterizan una época; creo que se podría descubrir en su estilo y contenido la huella de la ilusión, o la negativa de su ausencia.

 

La jerarquía de las trayectorias vitales

El hombre va iniciando a lo largo de su vida diversas trayectorias, de desigual cumplimiento. Se inician a diversas alturas de la vida, desde las infantiles hasta las que pueden comenzar en la senectud. Es muy frecuente que el hombre —o, en forma distinta, la mujer— dé por conclusa la iniciación de trayectorias biográficas al llegar a cierto momento, y esto es un factor negativo para que puedan tener su arranque posterior, aunque a veces la realidad se revuelve contra esa creencia —o esa decisión— y las invalida. Se interpretan a veces como rebrotes de juventud las nuevas trayectorias que irrumpen cuando se las había descartado, sin advertir que es esencial a las trayectorias biográficas el poder empezar a cualquier altura. Lo que pasa es que el punto de origen las hace cualitativamente diferentes y, por supuesto, condiciona su posible desarrollo.

 

Esas trayectorias pueden ser largas —en el caso límite, extenderse a la totalidad de la vida— o quedar truncadas por motivos exteriores o internos en cualquier fase. Pueden mantenerse más o menos tiempo, por inercia, pero decaer e irse desligando del núcleo de la persona. Pero igualmente puede ocurrir que experimenten en un momento determinado un incremento, una intensificación, una renovación al aproximarse —si así puede decirse— a su fuente vital. A veces, lo que parece «la misma» trayectoria, porque sus contenidos no varían, en rigor es otra, porque se produce en ella un «injerto» que le hace dar nuevos frutos, porque queda desplazada del centro de la personalidad y seguir en lo que podríamos llamar «vía muerta», o por el contrario experimenta una vitalización, un brote inesperado que arranca de un estrato más profundo.

 

Esas trayectorias, desde un punto de vista estrictamente personal y biográfico, tienen muy varia jerarquía, que apenas tiene que ver con su importancia exterior o con su duración. Una trayectoria que ocupa largos años y parece casi identificada con su sujeto puede ser inerte y transcurrir casi enteramente al margen de la verdadera personalidad. Tal vez otra, iniciada y frustrada, o marginal, o encubierta, o incluso «negada» por el sujeto, representa la clave de su personalidad, aquel momento en que su vida ha coincidido con su radical proyecto vital. Imagínese la importancia que esto tiene para ese problemático género literario que es la biografía, o para entender a nuestros prójimos, o para convivir con ellos. Y con uno mismo, porque todo ello dista de ser evidente para el que vive.

 

Pues bien, el criterio más seguro para medir la jerarquía vital, el grado de autenticidad de las diversas trayectorias, es el elemento de ilusión que las acompaña o falta en ellas. Cuando se considera una vida ajena, cuando se la estudia en sus huellas si se trata de una vida pretérita o lejana, o bien cuando se asiste a ella, se advierte la presencia o la ausencia, la vivacidad o apagamiento, de la ilusión en cada una de sus fases. Vemos que una persona entra ilusionadamente en una empresa, una obra, una amistad, un amor; o tal vez lo hace desganadamente, desde fuera, sin expectativa tensa, sin anticipación gozosa de su desarrollo, sin dramatismo. Si perseguimos la figura de esa trayectoria la vemos sostenida por la ilusión, o decaer falta de ella, o truncarse por la desilusión.

 

Imagínese qué interna animación o vivificación daría esta perspectiva al estudio de la obra de un pensador, pintor, músico, escritor, político. Y, más aún, a la comprensión de una vida como tal. Nada hace entender mejor lo que en cada momento es un hombre o una mujer que el mapa de sus ilusiones, con su verdadero relieve, con su intensidad, su carácter epidérmico o visceral, con la acumulación sobre cada una de ellas de más o menos dimensiones de esa biografía.

 

Pero no se trata, claro es, de un momento aislado: primero, porque ese «momento» viene de un pasado y va hacia un porvenir; no es un punto inextenso, ni siquiera un breve entorno temporal, sino más bien un nudo de una trayectoria, enlazada dramáticamente con todas las demás; segundo, y sobre todo, porque ese «mapa» está en perpetuo movimiento y cambio. Las ilusiones se desplazan y modifican, se abrillantan o palidecen, nacen o se extinguen, a veces se derrumban súbitamente por la desilusión. Ese «mapa móvil», viviente es lo que más nos acerca a la mismidad de una persona.

 

Pero no se piense sólo, ni primariamente, en el conocimiento de la vida ajena. ¿Hasta qué punto estamos en claro respecto a nosotros mismos? La consideración de lo que «debe ser», la imagen que los demás tienen de nosotros, la figura que nuestro contorno social nos impone, los cauces por los cuales discurre el «torso» de nuestra vida, lo que hemos sido —aunque acaso no lo seamos ya—, todo esto enturbia la claridad respecto a nosotros mismos, e introduce un elemento mayor o menor, en ocasiones gravísimo, de inautenticidad.

 

Lo que más puede descubrir a nuestros propios ojos quién somos verdaderamente, es decir, quién pretendemos ser últimamente, es el balance insobornable de nuestra ilusión. ¿En qué tenemos puestas nuestras ilusiones, y con qué fuerza? ¿Qué empresa o quehacer llena nuestra vida y nos hace sentir que por un momento somos nosotros mismos? ¿Qué presencia orienta nuestra expectativa, qué anticipación nos polariza, tensa el arco de nuestra proyección, se convierte en el blanco involuntario e irremediable de ella?