La praxis moral como libertad pura

 

Por Ángel Rodríguez Luño
LA PRAXIS MORAL COMO LIBERTAD PURA
Del libro "Inmanuel Kant:
Fundamentación de la Metafísica de las costumbres"
Colección de Crítica Filosófica
 de la Editorial Magisterio Español, . Nº 14.

La negación de Dios y de toda trascendencia es el requisito común y necesario, aunque negativo, como pars destruens, de todo edificio levantado sobre el principio de inmanencia: es el común denominador del llamado pensamiento «moderno». Sobre esta base se ha levantado una variedad de concepciones tan diversas entre sí como lo son las actividades en que se cifra la supremacía del hombre: criticismo, marxismo, existencialismo, pragmatismo, positivismo... son diversas realizaciones de la virtualidad especulativa de un mismo principio.

En esa amplia gama de articulaciones, Kant representa el «humanismo» de la autonomía absoluta del sujeto racional. «El fin que la filosofía kantiana persigue es fundamentar la autonomía racional del hombre, acertando con ello a formular con exactitud y profundidad el gran ideal de la conciencia europea. La filosofía trascendental pretende, a través de un análisis del sujeto humano en el mundo, llevar a éste a una acabada conciencia de sí mismo, gracias a la cual se aseguran los fundamentos que justifican la ciencia positiva, y se establezca sobre bases sólidas una comunidad intelectual, que ha de culminar en una comunidad ética, en tensión hacia la paz perpetua. El kantismo es un humanismo» y como tal, aunque parezca a primera vista una fatigosa especulación, es hoy día una ideología popular.

El «humanismo» de Kant, en cuanto teoría de la libertad autónoma, además del ateísmo común al resto del pensamiento moderno, necesita del no saber metafísico, configurándose así como una filosofía de los limites de la razón (positivismo). Por otra parte, el principio racional que Kant ha puesto en la base de su filosofía ha sido limitado por él en favor de la autonomía completa del individuo racional (liberalismo), aunque su libre desarrollo tiende a disolver lo individual en la colectividad: en el Estado de Hegel o en la sociedad marxista (socialismo), como en la más íntima aspiración de identidad del Hombre.

La especulación de Kant constituye así la Carta Magna del liberalismo, y sorprendentemente reivindica como punto de partida propio el hecho moral: la conciencia cierta de una ley moral de validez universal y necesaria bastaría para comprender que la moral es un factum a priori, independiente de la experiencia, pues la sensibilidad no podría dar lugar a leyes universales. Universalidad y necesidad exigen apriorismo, ya que, desde el inmanentismo fenomenista, la subjetividad trascendental se convierte en la única fuente de la objetividad. La «filosofía moral ?afirma Kan_t en consecuencia? descansa totalmente en su parte pura y, aplicada al hombre, no toma lo más mínimo del conocimiento de éste (antropología), sino que, como ser racional, le da leyes a priori».

Pero el apriorismo con que Kant fundamenta la moral es distinto del que fundamenta la ciencia. Esta es justificada por las categorías del entendimiento, que ponen reglas a los fenómenos. La moral, sin embargo, no tiene por objeto la ordenación científica de los fenómenos necesarios, sino la regulación de los actos humanos en base a la idea de libertad, para lo que habría que prescindir también del conocimiento científico e incluso de todo conocimiento en general, dado que el saber está vinculado a lo fenoménico y no llega a la libertad. La moral de Kant se funda únicamente en el uso inmanente de las ideas de la razón práctica, que garantiza la autonomía del sujeto en el orden práctico, así como la negación de realidad a las Ideas de la razón ?mundo, alma, Dios? la garantizaban en el teórico; sólo que aquí se caracteriza la autonomía de modo negativo, mientras que la moral sería un desarrollo pleno y positivo de la libertad pura del sujeto.

El conocimiento científico en Kant ya no tiene alcance metafísico, y por eso no puede llegar a la realidad espiritual del alma o de. la libertad. Como no admite la aprehensión del ser de las cosas sensibles ?positivismo?, se hace imposible el conocimiento del ser de lo que no es sensible. La doctrina sobre el hombre, si se basara en la ciencia, se reduciría en Kant a puro fenomenismo, a la necesidad de las leyes naturales: así ha sucedido, efectivamente, en la psicología y sociología que tiempo más tarde se elaboró con los presupuestos del positivismo. Si se quiere salvar de alguna manera la moralidad y las actividades del espíritu en general, será necesario abandonar el conocimiento científico y pasar a un plano de consideración puramente práctico, en el que la libertad domine enteramente. Es decir, se trata de profundizar en el cogito como actividad pura que ya no tiene que habérselas con la res extensa, y que en Europa llevaría a la creación de las ciencias del espíritu como contrapuestas a las ciencias naturales físico?matemáticas. El iniciador de la nueva ruta de la moral, separada de la metafísica y de todo saber especulativo, es el filósofo de Königsberg con su principio de libertad. Hegel añadirá un elemento fundamental: la historicidad del movimiento de la libertad. Sin embargo, el principio del acto ya está formulado, y además no referido a la persona individual ?empírica, accidental?, sino al yo trascendental, al futuro Hombre genérico de Feuerbach y Marx y a la colectividad del socialismo. Kant pone así el comienzo de lo que muchos otros autores desarrollarán de la manera más variada.

El acceso kantiano a la parte espiritual del hombre, entonces, no es la reflexión metafísica que lleva a conocerle como ente, sino la aprehensión de la pura conciencia creadora: si la metafísica en general es sustituida en Kant por la teoría, la metafísica de la vida espiritual consiste ahora en una teoría que se refiere al hacer, a la actividad pura de ordenar la conducta independientemente de todo lo empírico. La filosofía moral de Kant no es más que la disolución de la moral en la praxis, en un querer (volo) como causa de sí mismo, pues el conocimiento del bonum ?conocimiento moral? ha sido destruido y no se admite otra normatividad que la de la libertad como actuación pura de la conciencia de sí (autoconciencia).

Es preciso no dejarse engañar por las palabras: cuando Kant habla de moralidad, de ley o conciencia moral, etc., entiende algo bien distinto de lo que significan esas realidades para la inteligencia de un hombre moralmente bien dispuesto. La conciencia moral consiste verdaderamente en un juicio prudencial acerca de la moralidad buena o mala de un acto concreto presente, pasado o futuro, juicio que consiste en la aplicación de la ciencia o conocimiento moral a la conducta humana en concreto. La conciencia supone, por eso, una intelección singular de la moralidad de los actos humanos, es decir, de su naturaleza y de su proporción al Fin último o Bien supremo. Y ese conocimiento intelectual del caso singular en cuanto en él se realiza el bien o el mal, se produce en nosotros por la actuación de la razón particular o cogitativa, se perfecciona por la virtud de la prudencia, y es movido en último término por la voluntad, que es la que se adhiere o no al bien, y por tanto la que hace que queramos entenderlo o no. Como en Kant el entendimiento se ha desvinculado totalmente del conocimiento de experiencia, el conocimiento moral universal y singular se hace imposible, y sólo queda la posibilidad de una moral racional en contradicción con la vida tendencial, es decir, la dialéctica entre dos polos de la inmanentización moral, el del espíritu constructivo y el de la pasión insatisfecha.

El juicio de la conciencia moral es movido por la libertad ?entiendo si quiero?, pero no se identifica con la libertad: «el juicio de la conciencia y la determinación del libre arbitrio difieren porque el juicio de la conciencia es un simple conocimiento, mientras que la determinación del libre arbitrio consiste en la aplicación del conocimiento al ámbito apetitivo, dando lugar así a la resolución electiva. Sucede en ocasiones que se pervierte la determinación del libre arbitrio, pero no el juicio de la conciencia (...) y así alguien se equivoca en la elección, pero no se equivoca su conciencia, sino que el sujeto obra contra ella». La conciencia moral ?que también puede ser oscurecida por la mala voluntad?, nos permite examinar nuestra conducta en relación a Dios y al orden moral por El querido, dirigiendo hacia El nuestro obrar libre. La normatividad de la conciencia radica en su capacidad de iluminar los actos humanos con la luz de la ley moral que todos los hombres conocen espontáneamente, y supone, por tanto, un conocimiento de las cosas y de su bondad objetiva.

Kant, en cambio, no admite un conocimiento de los entes ni de sus propiedades y relaciones esenciales, ni tampoco de su intrínseca bondad. No hay conocimiento moral en Kant, ni aplicación de ese conocimiento a los actos: la conciencia moral es para él la posición de la libertad como causalidad a priori de la razón ?capacidad de ordenar los actos referida al principio de la volición?, que se autoafirma como contenido del cogito. En Kant no hay conocimiento ni conciencia moral, sino «libertad» fundamentada «en la conciencia de sí mismo como inteligencia, es decir, como independiente en el uso de la razón de las impresiones sensoriales (por tanto, como perteneciente al mundo del entendimiento) », que Kant opone al mundo fenoménico de la naturaleza, edificado sobre la conciencia de sí como afectado por los objetos.

Moralidad quiere decir para Kant espontaneidad racional sin norma trascendente, pues la libertad ?sin la normatividad procedente del conocimiento del bienes por sí misma la conciencia, la verdad y el mismo bien. La moral se fundamenta así sólo en la praxis, pues el acceso a la moral es puramente operativo y creador, separado de la metafísica y de todo conocimiento en general, pues ni siquiera se admite un conocimiento especulativo de la libertad. La libertad ha de suponerse, afirma Kant, porque la actividad práctica de la razón pura nos es dada por la autoconciencia (cogito), «pero la razón traspasaría todos sus límites si osara explicar cómo la razón pura puede ser práctica, lo que sería una misma cosa con la tarea de explicar cómo sea posible la libertad» 6. No es posible saber cuál es la naturaleza o el Fin de la libertad, pues sólo nos es dada en su emergencia práctica sobre el ser reducido a fenómeno.

El apriorismo moral significa la posición de la libertad como autonomía absoluta, sin regla, sin ser medida por el ser y la bondad de las cosas, ni por la naturaleza humana, ni por la realidad trascendente de Dios. La moralidad es, entonces, la realización práctica de la supremacía del hombre, y está sustentada ?en cuanto «moral,» ametafísica? por una «metafísica» que en realidad es la negación teorética y práctica de la moral.

2. PARA LA RECTA COMPRENSION DE LA LIBERTAD

La libertad del «humanismo» kantiano, y de las modernas ideologías en él inspiradas, se edifica siempre sobre las ruinas del conocimiento metafísico y moral. E1 humanismo defiende por eso, como garantía de la propia existencia, un pluralismo absoluto acerca de las verdades trascendentes, haciendo de sí mismo el único dogma de una sociedad que ya no admite dogma ni verdad alguna. Este pluralismo es, en verdad, un dogmatismo de la libertad pura que corrompe la conciencia moral y la libertad verdadera. Puede parecer paradójico, pero una posición de este orden exige la alternativa dialéctica del liberalismo y del socialismo: en primer lugar, la moral kantiana constituye la quintaesencia del liberalismo, en la medida en que la libertad pura y sin restricciones se lleva al ámbito del individuo. El pluralismo total es la condición civil del Estado de derecho liberal. Pero como la consecuencia efectiva de la tiranía de los individuos es el desorden, el caos, el encuentro de los intereses personales, y como ya no existe la medida del bien común para la ordenación de la sociedad, el liberalismo se vuelve ipso facto la premisa del socialismo estatal en el que la determinación autónoma del deber corre a cargo de la tiranía del Estado, y se impone violentamente sobre todos los ámbitos de la vida individual, desapareciendo así hasta la misma noción de vida privada. La dialéctica liberalismo?socialismo se reitera como realización contrapuesta del ideal de la supremacía del Hombre, y esa reiteración tiende a ser indefinida porque desde la afirmación incondicionada de lo humano no se puede resolver la tensión entre lo individual y lo social, entre lo, propio y lo común.

Este hecho, y la extensión y ambigüedad que ha adquirido en nuestros tiempos la convicción del valor positivo de la libertad, hacen indispensable y urgente la tarea de contraponer al concepto de autonomía la verdadera libertad, para que pueda ordenarse rectamente la vida individual y social. Ante todo la libertad es un don de Dios, el don más precioso que el hombre ha recibido en el orden natural. La libertad, por eso, se ejerce por Dios y para Dios y, lejos de ser la superación de nuestra condición creatural, es el modo específicamente humano de ser criatura: sólo el hombre puede unirse a Dios mediante el ejercicio de la libertad. Por ella el hombre se hace dueño de su destino, pero, al no ser la libertad autoposesión absoluta desvinculada de la trascendencia, el dominio de los propios actos está teñido de responsabilidad personal, porque necesariamente se ha de responder de la capacidad de ser dueño de los propios actos.

El libre arbitrio, como capacidad radical de autodeterminarse en el obrar, lleva al hombre a preguntarse por el bien que libremente debe amar y, en consecuencia, a un empeño serio en la búsqueda de la verdad, pues sólo en ella la libertad es una realidad efectiva y cumplida. Contrariamente, cuando se rechaza el conocimiento de la verdad y del bien en orden a la libertad pura, el hombre se hace esclavo de sus deseos de autoafirmación, y hace de su vida una pasión inútil, desvinculada de su realidad más íntima.

El equívoco de fondo consiste en pensar que la libertad es la ausencia de un vínculo trascendente a ella misma, es decir, independiente respecto a la verdad y al bien. Pero, dada la condición humana, la pretensión de autonomía no es indiferencia ni capacidad de obrar no actualizada, sino una elección mala que ata la libertad al error querido. Impugnar nuestro carácter participado poniendo al hombre como fin en sí mismo no es libertad, sino una elección mala que la pervierte. Concebir la libertad como una defensa fortificada frente a la verdad y al bien no es independencia, sino una volición desordenada que priva al hombre de lo trascendente y hace de la libertad un poder estéril y ridículo, porque asemeja su originaria capacidad de autodeterminación al bien a una veleta movida por las solicitaciones más rastreras.

Autonomía, por tanto, no quiere decir ausencia de compromiso, de vinculación, pues los deseos de autoposesión total del propio acto fijan la libertad en aquello que se ha elegido, y en ese caso se ha elegido lo peor.

El error está en identificar la libertad con la ausencia de vínculos, porque la esencia de la libertad es la libre vinculación al bien. La libertad hace relación al bien, y sin él se hace ininteligible y perversa. El tema de la libertad no puede tratarse, por eso, al menos de modo exclusivo, al nivel que podríamos denominar de las «libertades aplicadas», es decir, de la libertad de prensa, de asociación, de expresión, etc., sino que ha de considerarse en su raíz definitiva como libertad de elegir a Dios, pues para esto somos libres en último término. La libertad no es simple ausencia de coacción ni indiferencia ante el bien, sino capacidad activa de elegir el bien con autodeterminación, mientras que la capacidad de pecar pertenece al defecto de la libertad.

El porqué de la libertad se encuentra, pues, en el primer precepto de la ley moral natural: amarás a Dios sobre todas las cosas. El hombre es libre no para expansionar sin límites sus actuaciones subjetivas, sino porque ha sido creado para amar a Dios; de ahí arranca su auténtica dignidad y su legítimo ámbito de autonomía: nadie puede amar por nosotros ni puede forzarnos a hacerlo. La dignidad del hombre consiste en que por si mismo, y no por otros, ha de dirigirse al bien, y esta libertad no se pierde en la vida terrena, aunque el hombre no tuviera capacidad o posibilidad de elegir entre bienes finitos, capacidad que siempre está condicionada por las circunstancias espacio?temporales y por innumerables factores contingentes, lo cual constituye un signo, en cierto modo, de que el hombre no puede cifrar su libertad en la elección de los bienes finitos, porque no puede elegirlos todos, y porque aunque pudiera, aquello sería una esclavitud, si el hombre lo elige como fin último. Y por tanto, tampoco consiste la libertad esencialmente en la indiferencia ante los bienes finitos, sino en la capacidad de amar a Dios, Bien infinito, de lo que se sigue no una indiferencia ante las criaturas o los compromisos temporales, sino un recto amor ordenado ante ellas, secundario pero no irreal, porque procede del amor a Dios y se ordena a ese mismo Amor. La moral de Kant es la elección radical del bien participado que es la libertad humana, tomada ésta bajo la forma de deber puro y racional que ahoga toda inclinación apetitiva.

Es claro, entonces, que no puede presentarse como exigencia propia y esencial de la dignidad humana la llamada «libertad de conciencia», porque el rechazo de Dios no es ningún valor moral. Cada ente obra según su naturaleza: cuando un ente actúa en virtud de algo extraño a su inclinación natural, no obra según su propio modo de ser, sino por un impulso violento y coactivo. Cuando el hombre, que es criatura ordenada al amor y a la gloria de Dios, se comporta conforme a esta recta inclinación que brota de su ser y su naturaleza, actúa su libertad hacia su verdadero término. Cuando peca, por el contrario, el hombre obra contra su razón de criatura, y entonces su libertad queda libremente sujeta al bien finito, encadenada y en situación de servidumbre respecto a las criaturas.

Esta esclavitud radical ?frustración de la libertad en su sentido más hondo?, es compatible con las «libertades aplicadas»; es más, se da siempre que el hombre considera como un absoluto ?desvinculándola del bien? su autónoma actuación en el orden de la política, del derecho, de la cultura, de la opinión pública, etcétera. La libertad parece requerir, entonces, la exclusión de todo lo que trasciende la actividad en que se cifra la dignidad humana: pero eso no es una exigencia de la libertad, sino una elección mala y corruptora del libre arbitrio, por la que el hombre hace de sí y de sus actuaciones la única trascendencia.

Desde esta perspectiva, la libertad se torna inexplicable -así lo reconoce Kant explícitamente-, y de principio ordenador de la vida individual y social pasa a ser un principio subversivo (liberalismo y socialismo) que esconde, tras el afán de independencia, una amarga servidumbre, porque la elección del error no libera. Esta deformación de la libertad, ampliamente difundida en nuestros días por el pensamiento «moderno», hace comprensible la contradicción de la capacidad humana, que, aun habiendo llegado mediante la ciencia y la técnica a límites inalcanzables en otro tiempo, no puede lograr algo tan básico y elemental como la felicidad de los hombres, dando lugar en cambio a la insatisfacción y conciencia general de crisis que caracterizan la época que nos ha tocado vivir.

Gentileza de http://www.arvo.net/ para la
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