Freud
y el monoteísmo
Por
Andrés Ibáñez
En El Cultural de ABC
[...]
Uno de los más conmovedores [entre los Freud posibles] es el anciano
psiquiatra que, en medio de una Europa que se derrumba, dedica todos los
esfuerzos de un intelecto cansado, pero todavía brillante, a una remota
investigación centrada en el antiguo Egipto.
Ser judío en Viena no era un trabajo fácil en 1938, año en que aparecerá
el librito Moisés y el monoteísmo que comentamos en este artículo y
que será, como el lector sabe bien, la última obra importante publicada por
Freud. Los primeros capítulos del libro habían aparecido publicados en forma
de ensayo independiente en la revista Imago tan sólo un año antes. En esta
primera entrega, Freud ya había presentado la tesis principal de la obra: a
saber, que Moisés, el fundador de la religión judía y supuesto autor de los
primeros libros de la Biblia, no había sido un judío, sino un egipcio. En la
idea de Freud, Moisés habría sido un egipcio de noble cuna que logró
difundir entre los judíos la religión de Akenatón, aquel faraón que creó
el primer culto monoteísta de que se tiene noticia, y cuyo reinado se vería
brutalmente interrumpido por una revuelta de partidarios del antiguo
politeísmo. Así, el verdadero origen del monoteísmo no estaría en Yahvé,
el dios de los volcanes, sino en Atón, el dios del sol.
En 1938 Freud se encuentra en Viena bajo la protección de la iglesia
católica, razón por la cual lleva adelante la composición de su libro casi
en secreto y sin esperanzas de verla nunca publicada, ya que imagina que la
iglesia no verá con buenos ojos a alguien que afirma que la religión
cristiana tiene su origen histórico en el mono- teísmo egipcio y no en una
verdad revelada al «pueblo elegido» directamente por un Dios intemporal. En
ese momento, las tropas de Hitler invaden Austria, Freud se ve obligado a huir
a Londres y una vez allí se encuentra en libertad para escribir y publicar lo
que le parezca. Pero está ya demasiado viejo y cansado. La muerte le alcanza
el 23 de septiembre de 1939, sólo un par de semanas después del comienzo de
la Segunda Guerra Mundial.
Creo que sería difícil encontrar una obra de pensamiento de un autor
importante que desarrolle ideas más peregrinas o más traídas por los pelos
que Moisés y el monoteísmo. Los argumentos de Freud para sostener su tesis
son tan débiles que él mismo, en un magnífico ejercicio de retórica, nos
muestra con todo detalle sus puntos flacos. Primero «Moisés» es seguramente
un nombre de origen egipcio, pero esto, el propio Freud admite, no es ninguna
prueba. Segundo, la historia del niño puesto en una cesta y arrojado al río
no es más que un episodio de la historia del héroe salvador y tiene un claro
carácter mítico. Pero en todos los mitos que conocemos, el niño confiado al
río es hijo de padres nobles y los que le recogen de las aguas son gentes
humildes que le cuidan sin conocer su origen áulico. Freud intenta explicar
por qué en este caso el mito se cuenta al revés y comienza ya a entrar en un
terrible embrollo. Tercero, a través de una serie de «deducciones» e
«inducciones» de lo más pintoresco, Freud reconstruye toda una vida y
circunstancias de su hipotético Moisés y lo pone en relación con la
religión monoteísta de Akenatón. Pero hay un problema: la revolución
religiosa de Akenatón tuvo lugar unos cien años antes de la supuesta fecha
del éxodo. Freud supone, por supuesto, que tales fechas pueden ser erróneas.
Cuarto: la clave para poner en relación el culto a Atón con el culto a
Yahvé habría de centrarse, en primer lugar, en una comparación de ambas
religiones pero tal comparación es imposible porque, primero, del culto a
Atón no se sabe prácticamente nada debido a la feroz reacción politeísta
de los seguidores de Amón, y segundo, porque la religión judía, tal como la
conocemos, fue fijada por los sacerdotes en el tiempo del exilio, unos
ochocientos años después del reinado de Akenatón. ¿Cuáles son, pues, las
pruebas aportadas por Freud en apoyo de su tesis? Prácticamente ninguna. Pero
Freud no se detiene por tan poco. Es sin duda un magnífico polemista y un
maestro en el arte de persuadir con las palabras el que después de este,
digámoslo así, aluvión de evidencias, es capaz todavía de escribir que
«la principal diferencia [entre el monoteísmo egipcio y el judío] radica en
que la religión judía abandona por completo la adoración al sol, a la que
la egipcia se muestra todavía proclive», declaración que toma por sentado
aquello que pretende demostrar (hablar de una «diferencia» entre dos cosas
sugiere que, en todo lo demás, son iguales) y manipula la información usando
datos verdaderos para extraer conclusiones imaginarias en el mejor estilo
sofístico (suponer que un cierto elemento que no está en una cierta
religión no está porque «ha sido abandonado»).
En un intento por resolver las numerosas inconsistencias de su razonamiento,
Freud se ve obligado a postular que Moisés no fue en realidad una persona,
sino dos. El primer Moisés habría sido un egipcio de tiempos de Akenatón, y
habría muerto en una revuelta a manos de los judíos. El segundo, también
llamado Moisés, habría logrado rescatar la llama encendida por el primero y
habría logrado unir a su pueblo bajo la advocación del Dios único que hace
un pacto con su «pueblo elegido». En este punto, la lujuria interpretativa
de Freud se desata por completo. Por medio de una comparación con el
desarrollo de la sexualidad infantil (ese período que media entre la
maduración sexual que se alcanza alrededor de los cinco años y el verdadero
desarrollo que tiene lugar en la pubertad) y una invocación a las teorías
sobre la matanza ritual del padre en las tribus primitivas expuestas en Tótem
y tabú, Freud explica, primero, que durante el período que media entre el
primer Moisés y el segundo, la figura del líder estaba en un estado de
«latencia», y segundo, que el rotundo éxito del segundo Moisés como guía
de su pueblo se debió al sentimiento de culpa colectivo que atenazaba a la
comunidad judía por haber «matado al padre», es decir, al primer Moisés.
Nos encontramos, así, con una de las aplicaciones más tardías y peregrinas
del viejo concepto del microcosmos, ya que en estas páginas Freud parece
considerar que el desarrollo de la psique de un niño es, en líneas
generales, una y la misma cosa que el desarrollo de la «psique» de un pueblo
o una civilización.
Llegados a este punto, cabe preguntarse el porqué de esta ingente empresa
intelectual que ocupó los últimos años de Freud. «Me dicen que qué voy a
ganar demostrando que Moisés era un egipcio», escribe nuestro autor, «pero
no se trata de ganar nada, sino de investigar». Harold Bloom relaciona esta
extraña obsesión con otra no menos peculiar, que Freud profesó hasta el
final de su vida: la convicción de que Shakespeare no era el verdadero autor
de las obras que se le atribuyen. La peregrina teoría de J. Thomas Looney de
que el conde de Oxford (que murió en 1605, es decir, antes de la composición
de El rey Lear, de Macbeth y de La tempestad) era el verdadero autor de las
obras atribuidas a Shakespeare, convencía plenamente a Freud.
Al negar que Moisés era Moisés y que Shakespeare era Shakespeare, Freud no
estaba haciendo otra cosa que matar al padre, dentro de un ritual que él
mismo se había pasado toda su vida estudiando y describiendo meticulosamente.
Resulta asombroso que no se diera cuenta.
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