¿Amor o instinto?

Por Joan Baptista Torelló
En Psicología abierta, Rialp, 2ª ed. Madrid 1998.


Apenas nacido el siglo XX, con la publicación de las obras señeras de tres grandes maestros en el mismo año 1900, tiene lugar un cambio radical de rumbo de las ciencias modernas. Dos espíritus revolucionarios se lanzan hacia el futuro: el físico Max Planck, con su «Teoría de los cuantas de energía», y el filósofo fundador de la fenomenología, Edmund Husserl, con sus «Investigaciones lógicas», mientras que un gran conservador, el fundador del psicoanálisis, Sigmund Freud, con su «Interpretación de los sueños», intenta salvar el deteriorado edificio de las viejas ciencias de la naturaleza, introduciendo en sus estructuras a la eterna expulsada: el alma humana.

Planck supera, sin hacer ruido, la física newtoniana de los sistemas rígidos, de las cadenas causales calculables y previsibles, en la que la continuidad de los fenómenos naturales señoreaba imperturbable. A partir de este momento desaparece de nuestro campo visual la famosa naturaleza que no hacía saltos.

Husserl detecta los postulados científicos subyacentes en las llamadas «ciencias objetivas» del siglo XIX cuya pasión dominante era descubrir en cada fenómeno «lo que tras él se es

conde, y que debía ser forzosamente algo muy diferente de lo que nos parece». Por medio de este derribo de prejuicios filosóficos, inconscientes o menos, y mediante el uso de la «visión inmediata» logra Husserl ver al hombre en sus manifestaciones y expresiones, y sacar a la luz de nuevo lo propiamente humano.

Freud, en cambio, permanece fiel a las antiguas ciencias de la naturaleza, con todos sus pre-conceptos acientíficos, e intenta, con el psicoanálisis, salvar la imagen del «hombre-máquina», cartesiano, precisamente en el momento en que la medicina científico-natural se veía acorralada en un callejón sin salida por la aparición masiva de las llamadas «enfermedades psíquicas». Su genial espíritu de observación, encasillado en una mentalidad técnico-mecanicista, no pudo dar los frutos prometidos; el hombre de ciencia positivista no podía concebir el alma sino como un «aparato», en el que se observan tan sólo una multitud de fenómenos puramente físicos. Con rigor de relojero nos describe los elementos del «aparato psíquico»: ego, es, super yo, consciente, inconsciente, etc., las transformaciones de energía que en él tienen lugar: proyecciones, conversiones, sublimaciones, cargas, descargas, represiones, etcétera, una maquinaria, en fin, complicadísima, en la que todo, sin embargo, debía poder ser reducido a una única fuente energética fundamental: la líbido o instinto (Trieb).

Esta hipótesis de trabajo, por medio de la cual todo lo humano, sin excepción ninguna, se puede interpretar, alcanzó, después de vencer las resistencias de una sociedad éticamente esclerótica y formalista, una popularidad ruidosa, casi supersticiosa, en nuestro tiempo, tecnicista a ultranza, que vio en ella una atractiva mezcolanza de elementos «mágicos», anímicos y de conceptos, palabras e interpretaciones sacadas de la física triunfante. En realidad no se trataba de otra cosa que de una hipótesis indemostrabIe y estrictamente científica, como Freud mismo, con admirable sinceridad, lo declaró: «Nos esforzamos por crear una concepción dinámica de los fenómenos humanos. Los fenómenos percibidos deben, en nuestro sistema, ceder el paso a los instintos que nosotros hemos admitido.» Bajo la presión de las tradicionales concepciones físicas, Freud se vio obligado a encontrar detrás de todas las actitudes y actividades humanas un motor muy simple: el instinto, que representaría en todo caso lo auténtico, lo verdadero, lo específico, mientras que lo que nosotros observamos: la conducta, la cultura, el amor, la religión, constituirían forzosamente lo inauténtico, lo falso, lo engañoso. «Con esto anuló de hecho y desde un principio su capacidad de comprender las cosas en sí mismas -los fenómenos humanos-, en su propia inmediata realidad» escribió medio siglo más tarde su discípulo Medard Boss.

La hipotética existencia de los instintos, concebidos como energías elementales autónomas a las que todo lo humano debe reducirse, es un puro objeto de fe - o de superstición -,algo tan indemostrado como la transformación de estas supuestas fuerzas biológicas en movimientos u operaciones afectivas e intelectuales. La teoría freudiana deja todo esto no sólo sin prueba, sino tan «misterioso» como lo estaba antes, por usar las mismas palabras del famoso profesor vienés cuando hablaba de la llamada «conversión histérica». Pero si se da por aceptada la existencia de tales instintos, se choca inevitablemente con grandes dificultades al pretender interpretar las polifacéticas manifestaciones de la vida humana, y entonces hay que imaginar la «maquinaria» mucho más complicada, «describir nuevos instintos y, bajo la coacción de tener que simplificarlo todo, hay que admitir nuevas y siempre más artificiosas metamorfosis de aquellas elementales energías, para poder reducirlas todas a una única, primordial y omnipresente: el instinto sexual, según Freud; la voluntad de poder, según Adler.

Por otra parte, la teoría de los instintos ha dado lugar a una serie de malentendidos en cuestiones vitales de fundamental importancia: la autonomía absoluta de lo sexual, cuyo irresistible ímpetu eliminaría toda responsabilidad en este terreno, y aquí la lesión de la unidad anímico-corporal humana nos aleja inadmisiblemente de la realidad, la creencia difusa y aceptada sin la menor crítica de que el instinto debe ser satisfecho y de que está orientado exclusivamente al placer. Obsérvese que aquí también nos hallamos frente a una construcción ideológica basada en la física y en un concepto puramente «utilitario» de la vida. Según esta teoría, toda represión y todo estancamiento de las pulsiones instintivas causarían «tensión», «desorden», enfermedad, mientras que su desahogo y liberación producirían siempre placer, armonía, salud.

La observación libre de prejuicios del comportamiento humano ha hecho posible que la psicología más reciente reconozca que la represión del instinto es tan humana y natural como la satisfacción del mismo, y que la una y la otra son causa de salud o de enfermedad, de serenidad o de inquietud, de placer o de disgusto, según la relación que mantienen con la entera escala de valores específicamente humanos. Respecto al llamado «instinto» sexual, tiene el «amor» un papel decisivo: la continencia «por amor» produce calma y libertad de espíritu, lo mismo que la relación sexual llevada a cabo también «por amor». La disposición íntima de la persona, que plasma y colorea el mundo entero, se traduce en las relaciones interpersonales y, especialmente, en el modo de ser y de existir-con-el Otro-del amor.

Además de la fundación de toda psicoterapia moderna, la grandeza indiscutible de Freud consiste en haber colocado otra vez el amor en el centro de la imagen del hombre y en haber atraído la atención de la ciencia hacia el amor. ¡Lástima que no supo, o no pudo, ver el gran viraje de la cultura contemporánea, que ha dado lugar al nacimiento de la física atómica, por un lado, y de la psicología antropológica, por otro! ¡Lástima que aún hoy día algunos investigadores de la conducta humana, de un férreo inmovilismo intelectual, se empeñen en describir al hombre como una pura estructura de instintos mecánicos o, en el mejor de los casos, animales! ¡Lástima que Freud, bajo la presión de las antiguas ciencias de la naturaleza, se sintiera llevado por la mano a reducir el fenómeno del amor, tan certera y centralmente por él revalorizado, a un instinto prefabricado, mero producto mental del positivismo más añoso!

Desde hace algunos decenios, la psicología puede ya poner en práctica el rigor y la honestidad intelectual de Freud con más fidelidad que el mismo padre del psicoanálisis pudiera hacerlo, dada su vinculación a la ideología naturalista. La crítica fenomenológica permite a la psicología actual ocuparse finalmente de lo «percibido», prescindiendo de la fascinación de lo «hipotético». El amor, en efecto, se percibe en nosotros y a nuestro alrededor; los instintos, en cambio, no pudo observarlos nunca nadie, y quizás no han existido nunca realmente... Lo que se manifiesta como un tipo de las relaciones del hombre con el mundo, con las cosas, con el prójimo, con Dios, no hay que pretender cosificarlo. La sordera cultural de los psicoanalistas «ortodoxos», a quienes Freud, si viviera, no seguiría seguramente, y el anquilosamiento de otros creyentes en la doctrina de los instintos no dejan de ser, a estas alturas, asombrosos y, en cierto modo, lamentables.

Max Scheler, Karl Jaspers y Gabriel Marcel, Adler, Allers y Binswanger, Von Gebsattel, Van den Berg, Frankl y Boss, por no citar más que unos pocos nombres mundialmente conocidos y estimados en nuestro tiempo, han estudiado el amor bajo otros puntos de vista, han vertido claras luces sobre la sexualidad -encarnación de la relación amorosa- y, con ello, han fundado un saber verdaderamente moderno sobre la normalidad y la patología humanas. Los psicoanalistas ortodoxos permanecen uncidos a la vieja ideología, como si desde el año 1900 nada hubiera ocurrido. El hecho de que los psicólogos y psicoterapeutas citados partieron en buena parte de la escuela freudiana, pero debido a su mentalidad libre de prejuicios acientíficos lograron desarrollar y acunar sus propias observaciones e interpretaciones, es totalmente ignorado por los neofreudianos, organizados en un partido hierático y dogmatista como pocos otros en nuestra cultura actual.

El amor no es ningún instinto súblimado, ningún sentimiento, ninguna sensación, sino un modo de estar-en-el mundo, que funda una unidad Tú-Yo, una «nostridad» (Wirheit, de Binswanger), que lleva consigo la superación de toda angustia -que significa angostura y miedo-, de toda ausencia de significado de la vida, de todo aislamiento y achicamiento. La unidad que el amor funda no es tan sólo unidad de dos personas, sino unidad con el mundo y unidad en lo íntimo del ser de cada amante, cuya alma y cuyo cuerpo se vivencian en comunión siempre más afinada. Una relación con el mundo de fondo exclusivamente materialista y utilitaria lleva al agotamiento y a la estrangulación del amor, que de hecho ya no es amor, sino una degeneración del mismo, con variadas encarnaciones emotivas y sexuales. El número de amantes felices, verdaderamente expertos y adultos es, evidentemente, exiguo en nuestros días, frente a la multitud de aquellos cuya cortedad de miras se manifiesta en una ola de erotismo insaciable, que no sólo lleva un sin fin de matrimonios al naufragio, sino que desemboca en perversiones, siempre más alarmantemente difundidas. Una sexualidad separada del amor, una ejercitación meramente corporal, no proporciona ninguna experiencia verdaderamente humana. Con las prácticas eróticas que una sexología de folletín popularizó sin cesar, se aprende tan sólo a separar lo que únicamente en el completo don de un yo a un tú, que crea la unidad definitiva de dos seres humanos únicos e irrepetibles e irreemplazables que se aman, encuentra significado y plenitud. ¡Cuánta ingenuidad y superficialidad demuestran muchos jóvenes que se pavonean de «expertos» en cuestiones «de amor»! Esto lo saben, por desgracia muy bien, psicólogos, sexólogos y sacerdotes de nuestro tiempo.

La unidad de vida que el amor funda es, como magistralmente lo expuso Max Scheler, protegida por la misma naturaleza y, precisamente, por medio del sentimiento del pudor. En efecto, el pudor no es ni ignorancia ni miedo al tabú, ni doblez ni coquetería, sino exactamente tutela del individuo -¡de lo indivisible!- y de sus valores, salvaguardia del amor unitario que no permite el desahogo del impulso sexual cuando no ha nacido todavía el auténtico amor personal. El pudor forma humanamente al sexo y hace que se desarrolle armónicamente. Las delicadezas finísimas de los amantes, la sensibilidad exquisita de los corazones nobles nada tienen que ver con la simplonería de los mentecatos. La finura del pudor verdadero brota de las pasiones más altas y más fuertes, nunca de la estrechez de una mente rota ni del recelo o del miedo ante la realidad corporal.

El amor no se dirige a los atributos psicológicos o físicos del ser amado, sino hacia el exclusivo e irrepetible «ser-así» de la persona que se ama. El amor no es atraído por esta o aquella cualidad que el otro tiene, sino por la unicidad irreductible que el otro es (Frankl). Puesto que las cualidades espirituales o corporales no son nunca absolutamente únicas e irrepetibles, siempre se pueden encontrar otras mejores, el abrazarse a ellas da lugar a un amor equívoco y caduco, irremediablemente condenado a la desilusión y al prurito del cambio sin fin. De ahí que la actitud de no pocas muchachas, que echan a perder o al menos ocultan la unicidad exclusiva de su persona mediante la supina imitación de «modelos» completamente impersonales, tenga por resultado el ser literalmente canjeadas por hombres tan sólo sexualmente excitados o emotivamente enamorados: «Nosotros no somos infieles a las chicas: simplemente las confundimos», dice el protagonista de una novela italiana reciente. «El amor verdadero es una relación espiritual con el espíritu del otro, como aparición de un Tú en su «ser así» y no de otra manera, inmunizada contra la caducidad que inevitablemente conlleva la mera circunstancialidad de la sexualidad corporal y del erotismo psicológico» (Frankl). Ese tú es intocable e insustituible, y la relación con él indisoluble y «más fuerte que la muerte».

La entrega sexual puede ser amor transferido a la esfera corporal, pero no es en todo caso «prueba» de amor, aunque a menudo sea exigida como tal. Quien exige lo caduco y canjeable como prueba de lo que es intemporal y único, especialmente en la forma de la unión sexual prematrimonial, siempre cargada de tensión, de curiosidad morbosa, de torpeza ensayicista y exhibicionista, frecuentemente concedida como «prestación extraordinaria», ha arrojado por la borda el derecho a ser tratado y amado como persona humana. Es el espíritu quien comprende y humaniza a la materia, no al revés, aunque todo lo que en el hombre es espiritual se encarne en la materia

de su cuerpo. Pero el hombre «realiza» el amor no sólo en el ejercicio de la sexualidad, sino también en la continencia. Todo depende de que la persona se entregue y se perfeccione a un tiempo mediante el sacrificio del yo egoísta en aras de la persona amada: hombre, Dios, o Dios a través del hombre.

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©1998 by J.B. Torelló
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