& 6 Ensayo de explicación sistemática
de lo que se pregunta en la pregunta por Dios


Trazados los puntos de partida esenciales que había que exponer como ejemplos en los que el pensamiento filosóficamente profundo da con contenidos que había que considerar distintivos del ser divino, va a seguir ahora un ensayo de interpretación sistemática. Este ensayo se estructura según el esquema del tiempo. Se partirá de la proposición de que se puede determinar, teórica y prácticamente, la temporalidad de la existencia humana en el mundo. La existencia en el mundo, temporalmente determinable, habría que relacionarla, según esto, con la búsqueda teórica de la verdad, con el ejercicio práctico de las fuerzas humanas en la misma medida, con el autodevenir temporal de cada hombre individual y con la configuración del mundo por el hombre.

Que el esquema del tiempo se encuentre en el fondo, está fundado en el ser del hombre, auténtico ser en el tiempo que ve, abrazado por el movimiento temporal y dependiente de él, todo lo que puede concebir en general. La intemporalidad aparece, ante todo, como muerta. Parece, que el hombre no pueda preguntar, por tanto, qué sea algo si con esta pregunta quiere eliminar de un golpe la condición de tiempo, el devenir. El preguntar humano no está determinado con todo, solamente por el devenir y el pasar de lo temporal, sino, a su vez, por el fenómeno opuesto, por el espíritu humano que trasciende la fugacidad de lo temporal y que se aprovecha de ello para el propio ser. Solamente recogiendo con la mirada del espíritu los tiempos son perceptibles, en general, los fenómenos de las conexiones temporales. Esta conexión de lo temporal, creada por el tiempo, puede ser interpretada luego por concepciones ulteriores, por ejemplo, por las categorías de la causalidad, del destino o de una casualidad ciega. Todas estas explicaciones se nutren del horizonte de la expectativa humana y, por esta razón, en manera alguna son simplemente objetivas.

Sólo porque el espíritu se extiende en los tiempos, sólo porque el tiempo ha de ser concebido originalmente como una extensión del espíritu en los tiempos, como distentio animi, puede plantearse la pregunta por el ser de lo temporal. Agustín defiende, en este sentido, la tesis de que el tiempo es medido en el espíritu (C 11, 36): «In te, anime meus, tempora metior». Según esto, todas las teorías humanas ven lo que es, su ser devenido y su devenir en relación con su ser temporal, es decir, en relación con su estado. De modo semejante, toda praxis humana está determinada por la temporalidad, ya que actúa a partir de un origen, en una situación y hacia un fin. Así se comprueba a la vez en la teoría y en la práctica la estructura temporal de la existencia humana en el mundo.

La suma posibilidad del pensamiento humano sobre Dios está dada teóricamente, por una parte, en la conciencia de la indeducibilidad de la existencia fáctica del mundo y del hombre y, por otra, en la tendencia del conocimiento humano hacia la unidad por la que puede concebir la multiplicidad del todo. Ella es expresión de la doble, pero divergente, disposición de la construcción de la razón en la que tiene su fundamento la constitución natural metafísica del hombre (para la constitución de la construcción de la razón vide Tr 84-109). Respecto a la pregunta sobre Dios, ésta lleva solamente al conocimiento de la ignorancia, porque no presenta conocimiento positivo alguno, sino que manifiesta solamente las carencias y límites del conocimiento humano. Queda con todo por decir que el conocimiento humano busca la verdad incondicionada y perfecta, porque está fuera de lo incondicionado y uno, que supera su capacidad y toda la realidad mundana, lo que, por tanto, es exterior omni re (vide GL 8, 26, 48). Por el movimiento del pensamiento claro, la razón, –aún cuando no hubiese pruebas científicas algunas apodícticas de la existencia de Dios–, llega, con todo, a pensamientos que desde motivos teóricos llevan a una fe firme en la existencia de Dios (vide KrV B 854s.). Esta fe, teóricamente motivada, está fundada en el principio fundamental de la razón que pretende «encontrar lo incondicionado en los conocimientos condicionados de la inteligencia, por lo que se perfecciona la unidad de los mismos» (KrV B 364).

Tendría que tenerse como posibilidad suma del ejercicio práctico de la existencia una actividad que produjese libremente, cuyo resultado fuese algo bueno perfecto. Esta posibilidad consistiría, en consecuencia, en la actividad libre que fuese interiormente buena, que llevase en sí el fundamento de su bondad y que madurase además en buenas consecuencias. La pregunta sobre cómo hay que definir tal actividad y qué es lo que hace posible su ejercicio y la consecución de su fin perfecto, lleva a pensar en una potencia creadora, la cual, de tal manera estaría sobre la causalidad de la naturaleza, que permitiría pensar incluso la posibilidad, el ejercicio y la consumación de una libertad finita. Aunque la libertad finita ha de poder ejercerse sola por sí misma sin apoyo en otro, se refiere simultáneamente, con todo, a algo que le es más interior de lo que puede ser ella a sí misma, lo que puede expresarse con las palabras de Agustín interior omni re (vide GL 8, 26, 48; además C 3, 11).

Todos los campos de la realidad parecen ser apropiados para orientar el pensamiento a Dios. Quien afirma que solamente la realidad personal del hombre sea la apropiada como punto de partida del camino filosófico a Dios, ha de saber que el hombre sólo puede llegar a sí mismo precisamente por sus experiencias del mundo. Si, por ejemplo, en la Filosofía de Platón se atribuye un rango extraordinario a lo espiritual y al autoconocimiento, con todo, lo sensorialmente perceptible permanece igualmente un punto insuperable del pensamiento y, la mediación del espíritu y de la sensibilidad, una tarea que hay que resolver continuamente 23. El que la contemplación del mundo y el autoconocimiento se correspondan dialécticamente por medio de la razón humana, lo expresó el Cusano al hacer que el alma salga de sí para el conocimiento del mundo y que luego vuelva a sí para el autoconocimiento. Por eso dice él que el alma tanto más retorna a sí misma para el autoconocimiento, cuanto ella sale de sí para conocer lo otro: «Et quanto plus egredietur ad alia ut ipsa cognoscat, tanto plus ingreditur in se ut se cognoscat» (Aeq 11/368). De un modo semejante interpretó más tarde Hegel todo salir hacia afuera a lo otro como un profundizarse en sí (VGP I, 46s.).

Estos resultados de la reflexión teórica sobre el mundo y sobre la transformación práctica del mundo, podrían fomentar la inclinación a resolver el pensamiento sobre Dios místicamente, ya que no se puede encontrar directamente, por ninguno de los mencionados caminos, la verdadera realidad de Dios. La verdad posible y la amenaza del pensamiento místico no son el tema de este trabajo; además de que se llaman místicas a demasiadas cosas. En el caso en que, con todo, aparezca la mística como un intento de poder poseer de otro modo lo inconcebible, porque la capacidad natural del conocimiento del hombre es precisamente insuficiente, es sólo una estrategia para escapar de la conditio humana. Esta estrategia, ya que el saber dominador nada vale aquí, separa de él motivos del saber dominador y se adueña de otro modo de lo absoluto. Con esto podría adoptar la actitud de un saber superior que llega en definitiva a la afirmación de la carencia de propiedades de Dios (para la crítica de la mística vide también TI 23 y 177/TU65 y 291).

Pero responde a la inaccesibilidad de la búsqueda humana de Dios, la modestia ante el misterio indecible, sostenida por el saber de que el hombre no puede concebir la verdad de aquello a lo que más apuntan, con todo, sus preguntas.

23. Vide p.ej. Politeia 511b; Siebenter Brief 343e; la sensibilidad se agudiza en el conocimiento, por ejemplo en Timeo, en la formación práctica de la vida en Filebo; vide DsP, esp. 9-28, (para la visión fundamental de Platón, en las parábolas de la Politeia).

Puede penetrar la apertura a la verdad incondicionada más allá de la capacidad de la Filosofía en el saber de la ignorancia. Esta apertura puede preparar el pensamiento a la fe que se apoya en la revelación, fe que corresponde sobradamente ala tendencia humana a la sabiduría.

En la Filosofía no se puede tratar de un ensayo de definición de Dios, sino del necesario preguntar, que señala al infinito Dios inconcebible en su absoluta perfección, pero sabiendo que el hombre finito sólo puede pensar desde lo finito. De este modo, en el ejercicio, tanto teórico como práctico, de la vida del hombre aparece la cuestión de Dios como una tarea necesaria e insoluble, en la que culmina la ininteligibilidad enigmática y misteriosa de la existencia del mundo, antes de que ella sirva para una solución de la tareas que se presentan por doquier. Aunque no puede concebirse lo infinito, se ha de buscar claridad sobre el modo cómo el espíritu finito humano es llevado al pensamiento de Dios y no logra desprenderse de él.


a) Dios, origen absoluto de la posibilidad
    de la experiencia del mundo y de la obligación moral

Los que niegan a Dios o los indiferentes respecto a la pregunta por Dios, podrían intentar justificar su negación o su indiferencia o afirmando que no existe motivo para preguntar más allá del mundo, o diciendo que pensar en Dios es inútil o algo completamente perjudicial al hombre. En ambas fundamentaciones de una posible negación de la pregunta por Dios, se oculta la tesis común de que precisamente con el mundo del hombre o de la naturaleza fundamentada en la materia, se dan o han de darse sencillamente unas circunstancias. Esta tesis puede apoyarse argumentando con motivos teóricos y prácticos. Quien comprende que el espíritu finito humano no puede concebir lo infinito, podría decidirse a mantener todo lo trascendente como algo puramente fantasmagórico, que aparta al hombre de sus tareas esenciales. De un modo correspondiente, la esperanza en una consumación más allá, hecha posible por Dios, del fin supremo de la realización práctica de la vida, podría explicarse como intento del moralmente pernicioso descargarse de la seriedad de la propia responsabilidad de la acción del hombre en el mundo.

En ambos motivos se da ciertamente la verdad de que los límites del conocimiento humano no pueden sobrepasarse y que ha de tomarse en serio la responsabilidad por los caminos que se elijan en el ejercicio de la vida. El presupuesto fundamental de todo preguntar filosófico es el reconocimiento de la finitud de la conditio humana y a la vez, el asumir conscientemente las tareas de configurar responsablemente el vivir la vida humana en el mundo. Quien pregunta por la conditio humana, recibe informaciones de la Biología, Psicología y Sociología sobre cómo el ser del hombre es dependiente y esté determinado por condiciones, a su vez, condicionadas. De esta manera, todas estas respuestas explican algunos sucesos singulares, pero no hacen que se entienda el hecho igualmente completamente claro de que el hombre se experimenta en el mundo como ser que es él mismo cuestionable y que se ve expuesto a sí mismo, en la cuestionabilidad, a una exigencia absolutamente imperativa.

Este de dónde desconocido, cuestionable de mundo y hombre, es el abismo que dispersa como tamo toda supuesta autoseguridad humana. No es cuestión de intereses auténticamente filosóficos, el que mundo y hombre existan casual o necesariamente, sino la pregunta sobre cómo el hombre, a pesar de la ignorancia, puede buscar, con todo, el origen del todo. El que cree conocer que el ser del hombre en el mundo y, en general, que todo lo que acontece en el mundo es pura consecuencia de una casualidad ciega, lo ha explicado precisamente tan poco como quien dice que todo esto es consecuencia de una necesidad inexorablemente estricta. Si no hubiese Dios, en el caso, por tanto, de que no hubiese un origen sapiente y libre del mundo y del hombre sería indiferente querer llamar al mundo casual o necesario. El origen sería, en ambos casos, también nada más que un agujero negro del que parecen haber caído, el mundo y el hombre, sin apercibirse en la existencia. Si se quisiera llamar casual al mundo y a lo que acontece en él, entonces esta casualidad poseería para el hombre una necesidad inmutable; pero si se defendiese la necesidad del acontecer del mundo, entonces se trataría claramente de una necesidad ciega, casual. Las categorías de casualidad y de necesidad en relación con la pregunta por un origen absoluto del mundo, no se pueden distinguir, en manera alguna, a no ser que se piense a la vez la autotransparencia y la intencionalidad del origen, que ha producido mundo y hombre.

Después de esta nota puede precisarse qué sentido puede tener la pregunta filosófica por el origen de la totalidad del hombre y mundo. Esta pregunta no puede significar que este origen puede ser conocido como algo existente posiblemente en el mundo. Su repuesta no aporta, por esa misma razón, seguridad alguna entendida como saber dominador o como Metafísica de la voluntad de poder. Pero las preguntas por el origen absoluto pueden tener el sentido de que aproximan al hombre a sí mismo y a su situación en el mundo, al explicar, por una parte, la carencia de fundamentado de la existencia humana en el mundo y, por otra, su necesidad esencial de un origen absoluto que posea pleno sentido.

La pregunta filosófica por un origen del mundo y del hombre apunta, así, aun sentido del origen absoluto que lo abarca todo. Como la pregunta filosófica se refiere esencialmente al hombre en todas sus relaciones, también se presenta la tarea de interpretar el sentido de sus conclusiones en las investigaciones de las ciencias naturales. Un ejemplo son los violentos debates en torno a la doctrina del origen de las especies expuesta por Darwin, en la que trataba sólo del origen de las especies vivientes (origin of species) y que favorecía la opinión de que el origen del hombre en el mundo hubiese que entenderlo como un suceso mecánico-causal, no como creación (vide OOS/EdA; sobre esto Darw). Esta mezcla de cuestiones divergentes parece que ya ha sido superada (TLP 4. 1122; la excitación fue innecesaria; ya Kant une inteligentemente la doctrina de las especies con las preguntas filosóficas (KU B 368s.). Pero a muchos les llama la atención, igual que a Gadamer: «cómo se instaló la victoria de la moderna Ilustración en el campo de nuestra imagen científico-natural del mundo, sin que el mensaje religioso del Cristianismo fuese siquiera tocado por esta Ilustración de las ciencias naturales en general» (Sb 386). En esto queda de manifiesto que los resultados de las ciencias de la naturaleza son capaces y necesitan, en principio, de una interpretación filosófica.

El hombre, cuando pregunta por el origen absoluto, no concibe una explicación causal mecánica, sino un autor del mundo y del hombre, que lo ha hecho surgir todo, lo tenía en el pensamiento y que lo ha pretendido al hacerlo surgir (Timaios 28c: arari) rov rravróg); en otro pasaje añade que no se debería pensar que los dioses no se ocupan de los hombres (Nomoi 899d). La combinación, presupuesta con esto, de omnipotencia divina y de libertad finita del hombre, es tema de un mito en el Politikos (268d s., 272d-274e). El hombre pregunta por el pasado como por un origen absoluto, ya que este origen es decisivo para un sentido absolutamente perfecto de su vida. Busca un tal origen cuyo sentido y claridad ilumine el antisentido y las oscuridades de la realidad existente, de tal modo, que pueda asumirse la vida con confianza y responsabilidad y, en definitiva, que también pueda mantenerse lleno de esperanza en la muerte que se presenta radicalmente incierta.

La pregunta por el origen absoluto del todo, forma parte, en consecuencia, necesariamente, de la pregunta fundamental filosófica sobre quién soy yo mismo desde mi origen. La visión de que tales preguntas nunca se pueden responder definitivamente a partir de las posibilidades del conocimiento humano, no anula su sentido. Más bien esta, que parece negativa, es incluso un fenómeno positivo que hace posible, ante todo, el ser del hombre, en cuanto que el hombre, en el saber de la ignorancia, llega a sí mismo y está situado ante la pregunta por el origen absoluto del todo. Esta visión hace patente el sentido infinito de la búsqueda finita de una verdad incondicionada, que sólo puede encontrarse en un origen absoluto con sentido.

Aunque la pregunta por un sentido infinito del acontecer de la verdad finita sea filosóficamente necesaria, no parece que su respuesta sea un fin que el cono-cimiento humano pueda alcanzar. Con todo, se han presentado respuestas que explican, al menos, el sentido de esta pregunta. Así expuso Tomás de Aquino la tesis especulativa de que Dios al quererse a sí, quiso a la vez el ser del otro y el del hombre finito: «Quod Deus, volendo se, vult etiam alía» (S.c.g. I, 75).

Si se aceptase como exacta esta proposición, se entendería el sentido absoluto del mundo y del hombre a partir de su origen divino. Tomás expresa con esta proposición, en todo caso, la concepción de que el sentido absoluto del pensamiento humano sólo puede ser pensado en su procedencia precisamente de un origen absoluto.

Sin la relación con tal origen absoluto, a la búsqueda de la verdad del hombre, le falta, en principio, la posibilidad de su cumplimiento supremo. Si Dios existe, puede encontrarse, sólo en él, en consecuencia, la respuesta del sentido decisivo a la pregunta. De la misma manera que por la pregunta teórica por el origen del todo se busca al mismo tiempo la luz primigenia del espíritu y a la vez la iluminación del todo, se busca también en la pregunta práctica un origen a partir del cual se pueda entender la conciencia de la obligación absoluta en el devenir libre de uno mismo como obligación con sentido y personal. En esta obligación, a partir del origen, podría encontrar el sentido del acontecer finito de la libertad, su cumplimiento infinito. Hay que mantener, en primer lugar, respecto a la obligación de valor absoluto de las situaciones moralmente relevantes, que la obligación no necesita de una fundamentación diferente. Ella misma vale incuestionablemente y es suficiente para consigo, en todo caso, en una concreta situación. La referencia a lo mandado por la autoridad, aun en el caso de que se tratase de la autoridad de Dios, no prueba el carácter moral de la situación en la que hay que tomar una decisión sobre lo que hay que hacer. La obligación moral, ha de originarse en la visión propia del obligado.

Continuando un pensamiento de Agustín, no hay que llamar ya bueno a algo porque está mandado por la ley; más bien es mandada la ley solamente porque es buena: «Non sane ideo malum est quia vetatur lege, sed ideo vetatur lege quia malum est» (DLA 1, 6). La prohibición por la sola autoridad (auctoritas legis) es por tanto insuficiente. La autoridad sólo puede vivir por su referencia al bien cognoscible. La obligación que aparece en situaciones moralmente relevantes, como ya se mostró (&1), es válida tan absoluta e incuestionablemente que el hombre a quien se refiere, si plantea la pregunta por qué razón debería seguirla en definitiva, corre el riesgo de malograrla ya sólo por este razonar. Quien en un caso como el del ejemplo de Agustín sobre adulterio, necesite de la razón exterior de la prohibición, manifiesta claramente, con esto, que no le basta el motivo original de la fidelidad humana.

Con todo, se puede preguntar en relación al vivir práctico de la vida, por qué motivo habría que entender el hecho de la validez incuestionable de una obligación absoluta. Quien plantee esta pregunta, no pregunta por un motivo extramoral de la acción moral, sino que pretende entender el sentido que posee la exigencia moral y, en definitiva, apunta a Dios. Como signo necesario de la obligación hay que mencionar la validez absoluta, incuestionable, autosuficiente y al carácter de posibilidad que hacen capaz al hombre, si quiere, de tomar por condicionado, cuestionable y sin vigor el mandato absolutamente moral.

Como la obligación del mandato moral no obliga absolutamente al interpelado, se la puede rebajar a la regla de la prudencia. Las reglas de la prudencia se pueden explicar como refinamiento del instinto animal, pero instinto que procede de mecanismos bioquímicos de excitación, que tienen su fundamento, en definitiva, en la estructura materialmente definible de los genes. Con lo que se llegaría a la depotenciación del fenómeno de la obligación absoluta. Si se puede defender mejor el asumir la obligación o su degradación, no atañe a esta cuestión. En pro de la tesis de la libertad habla, sin embargo, el que la independencia de juicio va ya unida a todo conocimiento verdadero que presupone una especie de libertad de la causalidad de la naturaleza; quien afirme, por tanto, como verdadero que la causalidad de la naturaleza posee validez universal, se contradice así mismo. Aunque la exigencia de la ley moral aparece como fenómeno, es innegable que la acción humana tiene un carácter múltiplemente condicionado; así la tesis de la libertad está expuesta continuamente a la duda. Pero el eje es el innegable fenómeno de la obligación moral, que hace posible o desafía la acción afirmando o negando su sentido. Como la obligación hace necesaria una decisión, está ya determinada en su núcleo la pregunta por el origen, porque forma parte del vivir práctico de la vida y procede de él. A quien se deje interpelar por esta exigencia y se asuma como ser libre, responsable de su acción, se le presenta un origen de otro tipo, de lo que, por el contrario, encuentra en el mundo. Entonces percibe el hombre cómo habla sin palabras y misteriosamente en esta exigencia una potencia soberana, absolutamente exigente que le capacita para la acción y que le exige aquello mismo de lo que tiene que hacerse responsable.


b) Dios, poder absoluto que conserva la realidad presente del hombre y del mundo

En relación con el origen absoluto de todo el mundo se busca a Dios en la Filosofía teórica como la luz original del espíritu y como el origen de la transparencia espiritual del ente. En la Filosofía práctica se plantea la pregunta por Dios como por el poder que ha producido misteriosamente al hombre finito como ser libre, que le capacita para tomar posiciones responsables respecto a la exigencia moral y que es desafiado a ser él mismo libre. En el trasfondo de las preguntas por el origen absoluto de todo lo que es y tiene que ser, se encuentra, en definitiva, la tímida esperanza de que al final Dios otorgará un sentido infinito al suceso de la búsqueda finita de la verdad y al ejercicio de la vida llamada a la responsabilidad. En las preguntas por el origen absoluto está ya candente la pregunta por un futuro absoluto. En la pregunta por el pasado absoluto no se trata lógicamente, ante todo, de lo pasado, sino de la procedencia de él de lo presente en cuanto que posee significación para el futuro (vide sobre esto también SuZ499s.).

La existencia actual del mundo parece que es, inicialmente, realmente evidente e incuestionable; los hombres nacen en este mundo y crecen dentro de él para la espiritualidad de manera que la coherencia general del mundo presenta para ella algo inmemorialmente dado, que simplemente está ahí. Experimentan en esto unas u otras cosas en el mundo como dignas de admiración o como opresoras, lo que hace que comience a investigar las causas de lo que a ellos no les parece evidente. El hecho fundamental de que el mundo y el hombre, en general, existen en él, se toma y presupone espontáneamente, las más de las veces, como hecho. La aparentemente incuestionable evidencia de la existencia del mundo es un fenómeno notable, que llama la atención, ante todo, porque no posee fundamento suficiente en las cosas y fuerzas cambiantes y transitorias, que se encuentran en la realidad del mundo.

De acuerdo con nuestro sentimiento normal de la vida, dice Edith Stein «andamos con gran seguridad como si fuese nuestro ser una posesión firme» (EueS 56). Si este signo de nuestro sentimiento irreflejo de la vida finje un ser permanente y duradero en un tiempo estable, el sentimiento normal de la vida oculta lógicamente el rostro de la futilidad de la vida. De este modo, la experiencia del pensamiento hace desaparecer la seguridad inmediata del ser. La posición de la vida que asume el ser fáctico finito, lo interpretó acertadamente Heidegger como adelantarse a la posibilidad de la muerte sin referencia (SuZ 349s.). Este adelantarse, sitúa la existencia ante la posibilidad «de ser uno mismo, pero uno mismo en la libertad para la muerte, apasionada, desprendida de las ilusiones del "uno", fáctica, consciente de sí misma y en la angustia» (SuZ, 353).

Se podría hacer decir a Edith Stein que la experiencia de ser conservado en la nada presenta sólo una de las caras de la realidad existente: «Pues el hecho innegable de que mi ser es algo fugaz, aplazado, momento por momento, y que está expuesto a la posibilidad de no-ser, corresponde al otro hecho igualmente innegable de que yo, a pesar de esta fugacidad, soy y soy conservado en el ser, momento tras momento, y que en mi ser fugaz se contiene algo permanente (EueS 56s.). La otra cara de la realidad la discute porque ella se sabe sostenida y halla en esto reposo y seguridad (EueS 57). Saberse sostenido como reposo y seguridad, parece ser, sin embargo, el fruto de una fe, que puede ser completamente racional, pero que sobrepasa los límites de la seguridad filosófica. Con todo, en el ulterior desarrollo de Edith Stein, informado por la fe, aparece también un motivo genuinamente filosófico, que hay que retener. La destrucción del sentimiento normal de la vida por la conciencia de ser conservado en la nada, ilumina, de hecho, sólo una cara del fenómeno. El ser conservado en la nada lleva a la inseguridad pero no inmediatamente a la caída en la nada. El ser conservado lleva a admirarse de que la presencia fugaz que se balancea permanentemente sobre el no-ser, al menos ciertamente no se interrumpe.

La conciencia de la evidencia cuestionable de su existencia en el mundo, escapa al hombre, apenas asoman amenazantes los peligros de pérdida y destrucción. Los riesgos muestran que el suelo, supuestamente firme, vacila absolutamente bajo los pies. Según Karl Jaspers, al hombre en situaciones límites «también se le sustrae el suelo bajo los pies» (EE 249). Jaspers presenta como situaciones límite, las situaciones de muerte, del sufrimiento, de la lucha y de la culpa. Representan la posibilidad de un fracaso definitivo. A pesar de que estos peligros se refieren únicamente, en primer término, las más de las veces, sólo a una relación con algo que se da en el mundo, toda desaparición fáctica de tales relaciones patentiza que todo lo que existe en el mundo no cae en sí mismo bajo el poder de disposición del hombre. En peligro de tal pérdida se encuentran tanto los bienes que se pueden poseer, como las personas que se pueden amar. Especialmente insoslayable y amenazador está presente el peligro de aniquilación de la certeza que tiene todo hombre presente de la muerte inminente, que le lleva a una inseguridad todavía más oscura. De la conciencia corrosiva de estas amenazas, puede surgir la visión de que el hombre no tiene la capacidad de disposición definitivamente eficaz ni sobre la conservación ni sobre la aniquilación del ser.

Cierto que el hombre, con su actividad, puede crear o aniquilar. Pero en la configuración de la materia, por ejemplo, depende siempre, sin embargo, del material y nunca puede destruir la materia misma, sino solamente su estructura, como enseña la ley de la conservación de la energía o de las masas. Hasta dónde puede el hombre producir o destruir realidades espirituales, puede dejar abierto; pero, posiblemente, la manifiesta incapacidad del hombre, en general, de producir o aniquilar materia, es expresión de la incapacidad, en principio, de hacer algo en lo que respecta al paso entre nada y ser.

Esta incapacidad de disponer de la existencia de lo que existe en el mundo es, según esto, una constante que puede encontrarse una y otra vez en los distintos ensayos para concebir filosóficamente el mundo. Allí en donde se presupone algo dado positivamente y es tenido como fundamento indeducible de toda reflexión filosófica, se da, a la vez, al menos implícitamente, la conciencia de la indisponibilidad de la existencia de todo ser 24. Tal indisponibilidad encuentra su primera expresión en el presupuesto, apenas discutido, de que el conocimiento humano

24. Vide Po (HWP 7, 1121); Przbylski ve en el concepto de positivismo igual que en el de materialismo una «categoría de subordinación y de difamación». La percepción del fenómeno de lo dado, que se considera en el positivismo, no ha de ser minusvalorada.

comienza por la percepción sensible. Este comienzo aparece en Platón, por ejemplo, en la construcción de la parábola de la cueva de la Politeia (514a-516c), que se construye sobre el fundamento de la parábola de la línea (509c-511e) y de la comparación del sol (506b-509b). La comparación del sol ya advierte de ladependencia de la capacidad de ver (ó~ts) lo visible (rá óQo ueva) y la luz (¢ws) que pone en relación a ambos (507 d/e). En consecuencia, se aduce la tesis, como primera definición del conocimiento (151c), de que aparece en primer lugar que el conocimiento no es otra cosa que la percepción. También comienza, según Tomás, todo conocimiento por los sentidos (S. Th. I, 84, 2c). También Kant comienza su Introducción a la Crítica de la razón pura con la misma tesis. Dice él: «que todo nuestro conocimiento comienza por la experiencia, sobre esto no hay duda alguna... Según el tiempo, no precede, por tanto, ningún conocimiento en nosotros antes de la experiencia, y con ésta comienza todo» (KrV B 1). Si siempre se ha reconocido que el conocimiento humano depende esencialmente de algo dado, para poder asumirlo en la conciencia como verdadero, se toma por base simultáneamente el conocimiento de la absoluta indisponibilidad del ser del hombre y mundo.

El hombre se encuentra en el mundo sin que se le haya preguntado; experimenta que ha nacido y que va creciendo hacia la muerte; lo que le ha traído al mundo en último término, cómo se puede mantener en la existencia, si morirá o qué sucede en la muerte, es asunto de potencias o de una potencia sobre la que el hombre no puede en todo caso disponer.

Como puede responderse a la pregunta filosófica por un origen absoluto del mundo con el concepto de creación del mundo por Dios, según la cual Dios no la puede abandonar en el caos y la tiniebla, igualmente puede contestarse ahora la planteada pregunta por el fundamento absoluto de la conservación del mundo y del hombre con la actividad permanentemente creadora de Dios. Agustín ve el poder del creador, la fuerza del omnipotente y conservador de todo como fundamento de la permanencia de toda criatura; si alguna vez remitiese esta fuerza de conducir lo creado, desparecería, a la vez, también lo creado; entonces se hundiría toda la naturaleza: «Creatoris namque potentia, et omnipotentis atque omnipotentis virtus, causa subsistendi est omni creaturae: quae virus ab eis quae creata sunt regendis, si aliquando cessaret, simul et illorum cesaret species, omnisque natura concideret» (GL 4, 12, 22).

En consecuencia, no cae bajo el poder del hombre ser activo para crear, conservar o destruir el ser. Aunque el hombre puede destruir la existencia perceptible del ser finito y producir un gran mal, sin embargo, no se sabe si esta destrucción puede significar una verdadera destrucción en cuanto aniquilación. Una tal dependencia del hombre de algo que se le ha dado como indisponible, se puede mostrar ahora también en relación al vivir práctico de la vida.

La autonomía de la razón finita al hacer el bien, que puede concebirse con fórmulas diferentes 25, no se puede concebir como expresión de un poder ilimitado de la razón. Lo que puede conocer primero la razón finita por sí misma, sin enseñanza ajena, como ley obligatoria, es patente en la exigencia moral, que aparece imprevisiblemente en las situaciones moralmente relevantes. El que, entre en juego, sin embargo, en las realizaciones humanas de la vida, en general, la conciencia de obligación y de responsabilidad, ni puede derivarse del mundo finito humano ni se le puede demostrar a alguien. La libertad finita sólo puede concebirse como libertad dada para asumirla o para negarse a una exigencia indeducible que exige de la voluntad una decisión responsable. Pero no solamente en su origen, sino también en cada realización actual no puede concebirse la libertad finita como señora de sí misma, ya que no pueda saber con seguridad qué acción concreta corresponde lo más exactamente posible a la exigencia de si contará también con la fuerza de decidirse de acuerdo con una decisión conocida como correcta.

En innumerables situaciones, moralmente relevantes, puede ser inequívoco lo que se exige del que actúa. Son ciertamente exigencias morales la veracidad, la confianza y fidelidad cuya concreta significación es frecuentemente evidente. Se pueden imaginar, con todo, situaciones (y peor aún: caer en ellas) en las que, en todo caso, no se tenga subjetivamente claridad alguna sobre lo que se exige del que actúa en el momento inaplazable de la decisión. Esto puede ilustrarse con la pregunta de si existe derecho a mentir por amor al hombre. Agustín, Kant o Fichte han aducido motivos que excluyen un tal derecho 26. Pero quien se encuentre personalmente, con todo, en la situación en la que un perseguidor, con apariencia criminal, le pide información del lugar donde se encuentra la víctima que persigue, una vez dada la información requerida al criminal, ha dicho la Verdad, pero duda con razón de si ha hecho lo moralmente recto. Tendrá que reflexionar, al menos, sino fue únicamente un instrumento complaciente en las manos de un criminal a quien entregó irresponsablemente al perseguido, descuidando el respeto moralmente imperado a su propia persona. La ya mencionada ley funda-

  1. Vide Politeia 433a: la justicia (Stxaiooóvrl) consiste en que cada uno haga lo suyo (ró rá aórof noárretv); de este modo las fuerzas del alma, es decir, la concupiscente (imewtrlrtxóv), lo valeroso (0 oet&g) y lo racional (a.oytartxóv) han de llegar a su relativo derecho y así simultáneamente a armonizarse mutuamente en bien sonante triple sonido (443c/d); de un modo semejante se encuentran imperativos formales en DLA 1, 15; VD 7, 25/120 y KpV A 54s.

  2. Agustín rechaza la permisión de la mentira, porque no se puede alcanzar con ello ningún bien eterno (Mend 10): «nemo itaque potest convincere aliquando esse mentiendum, nisi qui potuerit ostendere aetemum aliquod bonum obtineri mendacio». Kant la rechaza porque contraviene en general el derecho de la humanidad (esp.VRMI 305); Fichte lo agrava (S 380): «De ninguna manera está permitida la mentira ni siquiera para salvar a alguien de su perseguidor». Es decir (GuG 14): «No te es lícito mentir, ni aunque el mundo se tuviera que desmoronar en escombros». Arturo Schopenhauer dijo por eso (PGM 711), que el imperativo categórico de Kant se ha convertido en Fichte en despótico.

mental moral de la acción, que pide que se fomente, en lo posible, el orden perfecto, no ha sido cumplida, en manera alguna, con esta complacencia; respecto a la posición de Kant, habría que preguntar críticamente si quien ayuda al criminal con informes adecuados no se degrada ilícitamente apuro medio del fin criminal. Los peligros del tiempo del dominio nacional socialista en Alemania, Matías Laros (SkSeT) y Jaspers sostuvieron, por ejemplo, como imperada otra respuesta y la practicaron. Solamente así pudo proteger Jaspers a su esposa judía. El actúa persuadido fundamentalmente de que la mentira está prohibida y por eso dice: «Si yo miento, no lo puedo justificar. En un ensayo de objetivación de lo que yo he hecho con la mentira, se puede examinar y profundizar qué sucedió realmente, pero no deducir ley alguna de ello. Por el contrario, la ley "no has de mentir" permanece generalmente inevitable» (EE 357). Pero, en la lucha por la existencia, se le impone otra posición. Dice: Si «me encuentro con alguien con la actitud turbia y medio inconsciente del homo homini lupus, yo estoy perdido entonces como ante un animal, si no soy prudente y asumo la lucha» (EE 358; respecto a la pregunta por el derecho de defensa en caso de necesidad y sobre sus límites en relación con una ley eterna vide p.ej. también DLA 1, 12ss.).

El hombre debe y puede esforzarse por corresponder a la exigencia de las situaciones moralmente relevantes, pero sin que pueda nunca saber con absoluta seguridad si su decisión responde también, en su contenido, a lo moralmente mandado. Lo que nada tiene que ver con un relativismo subjetivista. En la mayoría de los casos en los que son contravenidas las exigencias morales, el que obra sabe muy claramente por qué hace algo que no tenía que hacer, por ejemplo, si obtiene injustamente ventajas o hace daño conscientemente a otro hombre por motivos egoístas. A pesar de eso existe también el caso en el que alguien, aún conociendo que una situación es moralmente relevante, tiene dudas sobre qué ha de hacer concretamente. El contraste entre el carácter incondicionado de la exigencia y de este no-saber, hace saltar el sentido inmanente de la moral.

Los límites del mundo parece que se abren incluso cuando la acción realizada en tal situación sirve realmente a la exigida realización de un orden, en lo posible, completamente perfecto. Ciertamente que esta realización está claramente en relación también con el esfuerzo humano; pero es dudoso hasta dónde se fundamenta exclusivamente en él. El hombre ni puede estar seguro de que su conocimiento sea correcto en su contenido, ni saber qué motivos mueven de hecho a actuar. Con lo que aparece, ya en la propia experiencia moral, el fundamento de la dialéctica de libertad y gracia. En Agustín discurren juntas en este sentido la afirmación de la decisión libre de la voluntad con la visión de la propia impotencia, que explica que el hombre no puede absolutamente nada solamente con su fuerza: «tu enim per te ex viribus tuis nihil potes» (EP 35, 1; vide también EE esp., 45).

De la misma manera que saber si una decisión correcta, que podría conseguirse sólo por el esfuerzo, se experimenta a la vez como regalo, de la misma manera todo el que actúa prudentemente sabe que la fuerza eficaz de la decisión no la ha producido él mismo. Aunque la posibilidad y el orden estricto para una autocualificación moral se encuentra en la voluntad, la voluntad finita del hombre no existe, sin embargo, solamente por sí misma. Además ningún ser finito puede producir la realidad perfecta de aquello a lo que aspira. Por su ignorancia (ignorantia) y debilidad (dfcultas) el que obra moralmente está referido a la necesidad de ser sostenido por la realidad de Dios omnisapiente, sumamente bueno y omnipotente, sin que por eso la única libertad finita sea puro ruido y humo (vide DIA 3,64).

c) Dios, esperado fin absoluto de la tendencia humana,
    fin irrealizable por la acción

La pregunta por un futuro absoluto del mundo y del hombre está también expuesto a objeciones críticas. El contenido de esta pregunta podría tenerse, ya por eso, por fallido porque el futuro del inmensamente grande universo parece que apenas tenga algo que ver con el futuro del hombre, tanto si éste es considerado como individuo o como especie. Un significado de la pregunta por el futuro absoluto del hombre, es evidente. El hombre siente concretamente que, especialmente, el vacío de la nada abre sus fauces, en cierta medida, por la conciencia de la muerte inminente que amenaza devorar su existencia temporal y a la vez por la experiencia de los sentidos lograda o perdida en el tiempo. En la muerte todo hombre muere como un cosmos pequeño 27. En este sentido se puede preguntar, con razón, por el futuro absoluto del hombre y del mundo. La afirmación de que el mundo existe sin relación alguna con el espíritu humano, no hay que justificarla, ya que fue posible primero el mismo por su relación precedente. Según esto, la pregunta de partida por el futuro absoluto del mundo y del hombre, recibe orientación por medio de normas que se oponen al hombre desde la conciencia de su muerte inminente. La muerte inminente, en cuanto término absoluto del tiempo del mundo, es un impulso importante para la pregunta humana por el futuro absoluto.

En el fondo de las siguientes reflexiones se encuentra la proposición de que esta pregunta está sostenida por la esperanza del cumplimiento del tiempo por la anulación de la fugacidad del tiempo en la eternidad. Junto con el fundamento de la pregunta por un futuro absoluto, apuntan también a la realidad eterna, las pre-

27. Para la antigua concepción del hombre como microcosmos vide p.ej. Demócrito, Fr B 34; Ph VIII, 252 b 26; DI I, 3, 198; Coni II, 14, 143 (vide sobre esto Mik); además' EE 430.

guntas por el origen y la conservación del hombre y del mundo, en la que todo ser temporal y toda aspiración del hombre puede encontrar su buscado cumplimiento. Solamente se puede concebir una esperanza a partir del origen y la conservación divinos, que superan la evidente fugacidad de todo lo temporal. Tal esperanza, inconcebible a partir de lo finito, es siempre igualmente necesaria e implícitamente presupuesta en la realización teórica y práctica de la vida del hombre.

La esperanza no es deducible; con todo, forma parte inevitablemente de la realización de la vida, aunque quizás solamente de un modo deficiente, es decir, como inseguridad, duda, resignación o desesperación. Una carencia total de esperanza en la realización del sentido, parece que hace imposible, en general, las realizaciones humanas de la vida. Quien propague desesperación e increencia, habla con esperanza, con todo, contra la apariencia exterior, aunque decepcionado. Aunque no se espere que se realice lo esperado, añora siempre los sucesos llenos de esperanza y lamenta sus malas relaciones con lo esperado. Tal abandono está en relación con la desilusión de la esperanza; lo que en definitiva provoca, preguntas por una esperanza completamente distinta, que no puede ser ya más desilusionada como las esperanzas, cuyo cumplimiento, va unido al curso del tiempo del mundo.

Aunque esta esperanza se enciende continua y precisamente con su contraste aparentemente aniquilador, es decir, la experiencia de la muerte, existen ciertamente personas que buscan encontrarse con su muerte sin esperanza y sin desesperación, piensan que ha de sobrevenir com un suceso natural. Detrás de este intento puede haber motivos de tipo diferente. Puede ser modestia de los moribundos pero también voluntad de protesta contra la crueldad de la muerte u oscura fe natural que, a pesar de toda disolución, ve en la muerte la vuelta a la madre naturaleza 28. Aunque el tener que morir parece ser una necesidad natural, no se puede ocultar la igualmente evidente antinaturalidad de la muerte, que se presenta precisamente como negación de que la totalidad esté dotada de sentido, afirmación del sentido que es parte de la naturaleza del hombre.

Frente a interpretaciones de la muerte que procuran hacer aceptable su realidad, hay que mantener la tesis de que la muerte también es simultáneamente una realidad increíble que destruye el sentido. Cierto que la concepción de un infinito continuar viviendo en el mundo finito puede ser igualmente desconsolador y un antisentido; la muerte sigue siendo un desgarro en la naturaleza si fuese la aniquilación absoluta y radical de lo que no se ha traído a sí mismo a la existencia, pero que está ahora ahí en cuanto sabe de su ser, se identifica con él y busca con-

28. Vide GTU 387: «Primero deja con todos sus poderes/ que la muerte reduciéndote a polvo domine en ti) por ella agitarte y sacudirte,/ temblar por su temor;/ Entonces viene por sí mismo en tus intestinos / la suave paz, suave calor / corróete, ante todo, en la muerte por ti mismo) detrás viene ya la reconciliación». Para la discusión de las tesis de Feuerbach vide & 10b.

servarlo. Confirmando esto dijo Dolf Sternberger: «Pensar que todo el edificio poderoso y complicado de la fe está construido sobre la finitud de la vida, por tanto, ¡ sobre el abismo sin suelo de la muerte! ... La fe es verdaderamente un milagro. La fe es increíble, con todo, siempre más creíble que la muerte» (ÜdT 34).

Si el hombre, según la tesis ya expuesta, fuese de hecho esencialmente un buscador y le estuviese oculta, en último término, la visión segura de la verdad incondicionada, universal y perfecta del mundo, entonces lo que quedaría en el suceso finito del conocimiento seria, por tanto, la búsqueda de una verdad que no puede alcanzarse en la temporalidad y transitoriedad del mundo del hombre. El cumplimiento de esta tendencia del conocimiento es llamada, con razón, visión beatífica, visio beatifica, ya que no soportaría la fatiga de la búsqueda terrena, pero que se encontraría en relación con ella puesto que tendría que equivaler a la vez apuro regalo y a fruto logrado. Solamente en esta tensión dialéctica puede buscarse, en general, la verdad absoluta y perfecta, ya que el hombre en relación con un futuro absoluto, nada tiene de qué disponer y, por tanto, depende de un puro don, pero de un don que llevaría a cumplimiento su propia acción.

Cierto que tienen en sí su sentido finito las realizaciones fácticamente posibles de la tendencia del conocimiento humano. Esto se pone de manifiesto en los esfuerzos por saber, que Scheler ha interpretado como saberes dominadores o saberes de logro. Únicamente quien conoce las estructuras y leyes de la cosas del mundo, puede relacionarse con ellas con conocimiento de causa. Por lo demás, está ya clara su finitud en los logros posibles de esta aspiración del conocimiento. También la supuesta relación técnica con las cosas, esperada de la investigación científica en el actual mundo civilizado, hace surgir continuamente nuevas preguntas y con visión progresiva, dificultades y problemas crecientes. Los éxitos espectaculares de la ciencia arrastran tras sí, las más de las veces, problemas globales. Por ejemplo, sobre si alguien se pregunta con fundamento si y hasta dónde se pueden controlar la técnica del átomo y de los genes y si un mal uso peligroso no amenaza con consecuencias catastróficas.

La culminación absolutamente perfecta de la aspiración del conocimiento humano, no se alcanzaría ni aún queriendo reducir los logros finitos. La perfección sólo relativa del conocimiento que se puede alcanzar, constituye, por una parte, el incentivo fundamental de progresos continuos en la investigación, pero que, por otra parte, alberga también riesgos en sí. Al hombre puede ser que no le deje descansar la realidad o, incluso, la pura posibilidad de tales éxitos, de manera que le cieguen sus ocupaciones y ser así poseídos, sin advertirlo, por lo que creen poseer 29.

29. Agustín ha expresado este pensamiento cuando dice: «Ita fit inquietos et aerumnosus animus, frustra tenere a quibus tenetur exoptans» (VR 35). Espresa una relativización del sentido de la actividad externa, pero, en manera alguna, una devaluación fundamental.

El hombre puede persistir, con todo derecho, en el sentido de su conocimiento finito, mientras admita su finitud, conozca y confiese su problemática. No está todavía en manera alguna decidido, el que un sentido finito del conocimiento humano tenga sentido más allá del momento, persistiendo el sentido más allá de todo lo finito ni cómo se mantenga.

A partir del hombre es posible preguntar, al menos, por la transitoriedad de la realización del sentido y de la mortalidad de cada individuo según un sentido supratemporal del acontecimiento finito de sentido. Resulta al mismo tiempo, de estas perspetivas humanas que el sentido buscado puede darse únicamente en un futuro absoluto, por tanto, en un futuro que esté separado fundamentalmente de la transitoriedad de todo lo temporal.

Sólo aquellos que buscan con todas sus fuerzas la verdad, son posibles receptores, como recompensa, preparados para la verdad absoluta. Sólo en tal búsqueda, puede el hombre conservar su finitud y encontrar como sujeto finito, a pesar de todo, al Dios infinito. No se puede imponer que el hombre pregunte más allá de lo finito. Pero quien percibe la infinitud del deseo y la tendencia en lo finito, puede abrirse a la posibilidad inconcebible de una consumación infinita.

Es más clara en la Filosofía práctica que en la teórica, la finalidad inmanente del acontecer finito y su implícita orientación a la consumación infinita en la trascendencia. Los conocimientos científicos y el conocimiento de sí mismo como buscador, son realizaciones seguramente de las aspiración humana, en las que algo está pendiente y carente, en definitiva, de lo buscado. De la misma manera, el vivir práctico de la vida en el que el hombre busca responder a la exigencia moral, permite realizaciones en las que el acontecimiento finito no carece, en todo caso, de finalidad. Quien, por ejemplo, asiste por amor a un moribundo, le hace experimentar del mejor modo posible su cercanía, hace algo con sentido, aun cuando la posibilidad de tales experiencias parecen precisamente llegar a su fin con la muerte y parece que la cercanía y el calor compartidos van a parar en nada.

Cuando se asume, en la práctica, la llamada a obrar responsablemente, conscientes de las situaciones moralmente relevantes, como de lo que hace posible la libertad finita, más allá del sentido posible del intento finito de realizar lo mandado, se plantean preguntas inevitables cuya respuesta no puede proceder de algo finito. La primera pregunta se plantea ya, porque el hombre no puede conocerse objetivamente como ser libre. Asumir la responsabilidad moral, por tanto, se da sobre un suelo vacilante. La decisión moral no ha de depender de la situación concreta moralmente relevante, concretamente no de la mirada avisada sobre las consecuencias calculables en el futuro temporal o absoluto. Todo cálculo es aquí ya del demonio, puesto que no apunta a cumplir la exigencia, sino que busca ponerse al abrigo de ella. Cuanto menos puede calcularse la acción moral, tanto más se da siempre también, ya en la realización finita del sentido, el problema de su sentido infinito que debe ser resuelto sabiendo que no puede lograrse en lo finito. Este sentido infinito del suceso finito de la libertad se anuncia ante el reto de llegar a ser propiamente uno mismo y de hacer el bien sumo posible en el mundo. Precisamente en este campo el hombre está remitido a un futuro absoluto.

Precisamente porque las decisiones morales no han de depender de la ponderada mirada sobre sus consecuencias, si es que han de ser morales, sería una contrariedad insoportable de la tendencia inmanente del suceso moral opaco en el tiempo, si llegase al final sin que llegase a ser definitivamente revelada la verdad. Sería un contrasentido, si fuese oscuro que la amistad y el altruismo de alguien se basasen sólo en la apariencia y en la propia utilidad o, por el contrario, en el respeto y en el amor verdadero, el que la disposición al sacrificio fuese únicamente consecuencia de una especie de conducta ensayada y del instinto o, por el contrario, fruto logrado con esfuerzo de renuncia dolorosa, aún cuando quizás fuese posible sólo por la confianza en la mano salvadora de Dios. Si el sentido de todas estas decisiones del hombre, que en definitiva, le cuestan toda su vida, permaneciese ambiguo hasta toda la eternidad, entonces las acciones morales individuales podrían tener valor con sentido, pero el sentido de la misma moralidad se hundiría en una aguda crisis. El sentido absoluto de la moralidad depende, por tanto, también de que se manifieste un día la verdad interior de todo corazón. Por doloroso que puede ser ahora el encuentro con un experto del corazón, de la misma manera parece ser igualmente claro que seres que se encuentran bajo la exigencia de vivir responsablemente su vida, tuvieron necesidad de un tal experto sobre el futuro absoluto, como también de un Juez, del que tienen que esperar, pero sólo pueden esperar, que se complazca en manifestarse como juez gracioso y salvador (vide RGV B 84-105).

No solamente se plantea la pregunta por el sentido de la moral en el futuro absoluto de parte de un sujeto activo. Más bien entra en crisis el sentido de la acción moral también cuando permanece abandonado, en último término, a la pura casualidad, como es patente el caso en el mundo temporal. El obrar moral ha de servir a la realización de la justicia, entendida como completa armonía de la totalidad (armonia) (Politeia 443d); ha de producir un orden completamente perfecto en lo posible (ut omnia sint ordinatissima) (DIA 1, 15); ella apunta al nacimiento del mundo moral, en el que están unidas virtud y felicidad, sin que el fin pueda ser nunca alcanzado por el hombre (KpV A 198-219).

El sentido de la pregunta por Dios puede ser definida inequívocamente, según esto, sin que la infinitud de Dios, de un modo ilícito, y la finitud del hombre, de un modo despreciable, se subordinen a una definición. Las tendencias inmanentes que hay que asumir libremente en la realización de la vida, que colocan al hombre en una tensión entre ventajas mutables y abiertas posibilidades de decisión, que colocan al hombre en una tensión entre datos pre-dados no cambiables y posibilidades abiertas de decisión, hacen que se convierta en un ser de la pregunta, objetivamente indeterminable, en la que se trata del sentido de su ser, de la realización de su ser y del sentido del ser en general 30. Siempre que el hombre asume su ser creadoramente, se encuentra ya con un sentido infinito del pasado, del presente y del futuro, al que se puede enfrentar con confianza, esperanza y agradecimiento pero también con desconfianza, desesperación y protesta.

A partir del humano vivir la vida, que, busca al mismo tiempo, un sentido absoluto de toda acción, hay que pensar en el origen de la totalidad, en el poder que lo conserva en el presente y en el fin en el que el hombre y mundo encuentran su última perfección. Si y cómo habria que concebir la posibilidad de la última consumación, parece que no es una pregunta que pueda responder el hombre. La acusación de antropomorfismo, contra el punto de partida expuesto, que se apoya en infiniciones de lo finito, iría a parar, en consecuencia al vacío. Toda perspectiva interior de Dios permanece dentro del filosofar igualmente inaccesible como la eternidad, esperada como futuro del hombre. Por qué hay que preguntar cuando en la Filsofía se trata de Dios, está explicado igualmente, ya que Dios es buscado como potencia absolutamente indisponible, creadora de sentido, que desafía, posibilita y perfecciona la creación original de sentido del hombre. Dios es concebido a la vez, como alfa y omega del ser y del sentido de la libertad en la que vive el hombre como ser temporal finito. A pesar de que es segura la dirección de las preguntas en el pensamiento infiniente, Dios, en quien descansan las esperanza del hombre acosado por el enigma y las miserias del tiempo y por la necesidad de la temporalidad, permanece lejos esencialmente del pensamiento finito. Lo que es el verdadero ser del mundo y del hombre, si se dirige, en definitiva, a un último sentido, qué podría salvarse del tiempo dispersado en los tiempos fugaces y fútiles en un presente perfecto y permanente, esto sería el rescate de los esfuezos de la existencia humana y la fiesta del ser; estas preguntas son, con todo, para el hombre en el mundo un misterio insondable con el que puede entrar en contacto con esperanza, con duda o con indiferencia aparente.

Si la esperanza dirigida a un sentido absoluto del todo encontrase su último fin en definitiva, sería la realidad de esta esperanza, para quien es sostenido por ella, ya el regalo de todos los regalos en el mundo. Las preguntas sobre si hay reflexiones racionales para convencerse sobre un origen absoluto, una conservación absoluta y una absoluta consumación del lo finito, se tratará en la discusión sobre si es aceptable la existencia de Dios, a lo que está consagrado el siguiente capítulo.

30. Estas formulaciones suenan al análisis existencial de Heidegger en las que se habla del ser de laexistencia, donde se trata «en su ser esencialmente de este mismo ser» (SuZ 113); pero se relacionan con toda la tradición occidental de la Filosofía (vide el concepto formado en conexión con Platón del cuidado autoordenado p.ej. en & 11); además hay que aceptar que se refieren al ser del hombre en general.