La cuestión de los fines y los medios
Por Antonio Orozco-Delclós
En
una anterior ocasión imaginábamos humorísticamente a unos sujetos un tanto
perturbados por lecturas «políticamente incorrectas». Uno de ellos fue a un
psiquiatra que le aconsejaba —para tranquilizarle— que se olvidara del
supuesto orden entre los medios y los fines. «¿Qué importa que una cosa sea
fin o medio? —decía el galeno—, en realidad, todo es fin y todo es medio,
por eso nada es medio ni es fin... A lo que responde el paciente: -Pues mire,
doctor, esto mismo me dijo el zapatero. Tenía unos zapatos de excelente
diseño. Pero yo tenía los pies grandes y no me cabían. La solución estuvo
conforme con su teoría. Llamó al traumatólogo y me cortó los dedos de los
pies. Ahora ya, fíjese, los zapatos me sientan perfectamente.
-Pues claro que sí, hombre. Usted creía que el pie era el fin y los zapatos
los medios: una vulgaridad. Hay que se creativos. Por cierto, ¿por qué lleva
usted ese vendaje en la cabeza? ¿Le duele acaso la abundancia de ideas
inquietantes?
-No señor, es que mi sombrerero tiene unos sombreros de exquisito formato,
pero mi cabeza era demasiado grande. Por eso me limó el cráneo con mucho
cuidado. Cuando me quite la venda, el sombrero me sentará de maravilla. Ahora
lo entiendo todo doctor, creativamente hablando, si el fin es excelente, el
medio puede ser execrable; perdón, quiero decir, que será también
excelente, porque lo excelente y lo execrable en rigor son lo mismo y no
existe ni lo uno ni lo otro, ¿no es así?
EL LECHO DE PROCUSTO
Esta especie de locura que consiste en prescindir, a la hora de actuar, del
orden natural entre el fin y los medios adecuados, está muy difundida y
explica gran cantidad de crímenes no sólo contra «la humanidad» abstracta,
sino contra millones de personas concretas, con rostro, nombres y apellidos.
Se adopta una conducta y se adapta como sea, el pensamiento, para
justificarlo. Se construye una teoría moral y se hace como Procusto. Procusto
no era el nombre de pila del mítico posadero de Eleusis. Se llamaba Damastes,
pero le apodaban Procusto que significa «el estirador», lo cual sólo se
comprendía cuando mostraba su sistema de hacer amable la estancia a sus
huéspedes. Deseoso de que los más altos estuvieran cómodos en sus lechos,
se aseguraba de que éstos tuvieran la medida exacta cortándoles (a los
huéspedes) la porción sobresaliente de sus miembros. Y a los bajitos les
ataba grandes pesos a los pies hasta que alcanzaban la estatura justa del
lecho. Menos mal que Teseo, forzudo atleta, puso fin a las locuras del
posadero devolviéndole con creces el trato que dispensaba a sus ingenuos
clientes.
La vida real no es una especie de plastilina que pueda adoptar la forma que
queramos. Hay una naturaleza de las cosas, unas relaciones naturales entre
ellas, que configuran un orden de prioridades —lo contrario al caos—, una
jerarquía de valores. Es más importante la cabeza que la mano; hay que
conservar antes aquella que ésta; y, ésta, si caemos, instintivamente se
adelanta a parar el golpe. Es más importante el coche que su cenicero. Si el
cenicero está lleno de colillas no es sensato tirar el coche y comprarse
otro, sino tirar las colillas y conservar el coche. Si hay que vacunar a un
niño, es mejor que llore un poco que no lo haga y haber de enterrarlo
prematuramente.
LA SECUENCIA DEL DISPARATE
Un modo de «procustizar» la vida es adaptarla a nuestros deseos, a costa de
lo que sea. ¿Deseo cortarme la mano?, me la corto. ¿Deseo cortar la del
vecino? Se la corto. ¿Deseo acabar de una vez con un país molesto? Le lanzo
una bomba de hidrógeno. ¿Me molesta el guardia civil? Lo mato. ¿No deseo
embarazo, pero sí el placer? Me quedo con el placer y aborto. ¿Te duele la
cabeza? Te la corto. Muerto el perro se acabó la rabia. ¿Deseo tener mucho
más dinero, ya? Pues lo robo. Mejor dicho, «lo sustraigo». ¿Quién osará
llamar «robo» a esto? Esto no es más que un desplazamiento de papeles de un
lugar a otro (mi bolsillo). Sólo puede llamarse «robo» si alguien lo
sustrae de mi bolsillo y lo traslada al de otro.
Procusto seguramente pensaría que todo el mundo había de juzgarle como una
bellísima persona que merecía la medalla al mérito civil. Lo que sucedía
es que no estaba en sus cabales y era un peligro público. Menos mal que no
pasaba de ser un mito. Sin embargo, su talante y estilo ético no son un mito,
son una realidad tan extendida que si los procustos volaran no se vería el
sol. Vean ustedes a sesudos parlamentarios y elocuentes portavoces de partidos
políticos, hablar de «interrupción voluntaria del embarazo», cuando se
trata de legalizar el descuartizamiento de un niño o su defecación con la
píldora RU-486. Hacen de hecho lo mismo que hacía en teoría Jean Paul
Sartre: para afirmar la dignidad del hombre comenzaba negando a Dios y acababa
diciendo que el hombre es un «ser vomitado al mundo», «una pasión
inútil». Es la lógica macabra del ateísmo «lógico». También hablan de
«muerte digna» cuando se trata de matar o rematar al abuelo por compasión;
etcétera.
CÓMO ES EL EMPEDRADO DEL INFIERNO
No hace mucho un parlamentario reiteraba el aforismo tan viejo como falso:
«el fin justifica los medios». Estamos en una sociedad que se entusiasma
hasta perder el sentido ante «las buenas intenciones» y «los buenos
deseos». Se olvida que «el infierno está empedrado de buenas intenciones y
de buenos deseos», que ambas cosas —deseos e intenciones— figuran en el
clásico refranero castellano.
Adviértase que nunca se ha dicho, que yo sepa, que el infierno esté lleno de
gente de «buena voluntad». La voluntad es una cosa y las intenciones y
deseos son otra. El infierno no admite voluntades buenas, porque la voluntad
es algo muy serio, inconfundible con las intenciones. Se puede tener una
buenísima intención y a la vez una voluntad perversa. Pongamos un ejemplo
que hoy sólo irritará a una exigua minoría: Adolfo Hitler. ¿No tenía el
hombre la buenísima intención de mejorar la raza aria y convertirla en la
señora del mundo? ¿Qué insensato puede atreverse a juzgar las intenciones
de Hitler? Sin embargo no hay duda: la voluntad de Hitler era perversa y no
damos un duro por la piel de su alma, aunque le deseemos lo mejor en la vida
eterna (nunca se sabe qué sucede en la persona a lo largo de ese corto viaje
a «la otra orilla», que se llama muerte).
Lo cierto es que, por seguir con la sabiduría popular, el cielo puede estar
lleno de gente equivocada, compatible con la buena voluntad y, en cambio, el
infierno puede estar lleno de gente con certezas muy firmes y buenísimos
deseos. ¡Hombre, lo que yo deseo no es matar al niño, sino salvar el
bienestar de la madre! O sea, que defiendes el derecho de matar a un inocente
¿o no? ¡Es que mi deseo es sublime! Sí, claro, pero tu voluntad es criminal
y tu pensamiento un caos. ¿O no?
¿ UN BUEN FIN CON MEDIOS INJUSTOS?
Un error semejante consiste en pensar que pueden valorarse los medios con
independencia del fin y viceversa. Creer que nos repugnan los medios de los
terroristas a la vez que nos entusiasman sus metas. Es el error de pensar que
cabe alcanzar un buen fin con medios injustos. «Esto -dice lúcidamente J. A.
Marina- me parece falso sin paliativos. El fin incluye inevitablemente los
medios con los que se pretende llegar a ese fin. El fin no es una idea
abstracta, platónica, exenta, pulcra, incontaminada. Es la meta más el
conjunto de todos los pasos que llegan a ella. Separar los medios y los fines
es un logicismo que no encaja con el comportamiento real del ser humano (...)
Eso es la más detestable de las falacias: la que deja en la ignorancia
ciertas cosas para poder aprovechar la situación sin remordimientos. Se llama
mala fe».
Un fin elegido, con resultado bueno, por el hecho de que se realice después
del mal del que se ha seguido, no convierte en bueno a ese mal, puesto que el
mal ya está hecho, ya es pasado, y no hay nada más inmutable que el pasado.
El futuro puede cambiar. No faltan quienes aseguran que el futuro «ya no es
lo que era». Pero el pasado no hay quien lo mueva. Si la voluntad ha hecho
libremente el mal, ya se ha hecho mala y no hay quien lo pueda evitar. Lo
mismo que con la sola intención y un buen deseo no puedo mover una silla o
una mesa, a no ser en un escenario tipo David Copperffield. Con tales
elementos no se puede convertir un homicidio en un nacimiento, ni un robo en
una obra de misericordia.
Además, cuando los medios son elegidos libremente, son queridos; y por eso
equivalen a fines que, en nuestro caso, son malos.
LOS MEDIOS CONFIGURAN LOS FINES
Fines y medios no son valores independientes, que se puedan juzgar por
separado, porque los fines de alguna manera proceden de los medios; si no, no
se conseguiría ningún fin: nadie da lo que no tiene. Es absolutamente
imposible que un medio injusto conduzca un fin justo; sería una tremenda
contradicción. El fin alcanzado por medios injustos pierde su calidad de fin
y no puede ser bueno. «La naturaleza de los fines está implicada en la
naturaleza de los medios —dice J.M. Ibáñez-Langlois—. En cierto modo los
medios contienen ya el fin; los procedimientos anuncian el resultado.
Predicar, matar, conmover, forzar, orar, no son medios neutros que sirvan para
cualquier fin: cada uno lleva implícito el resultado». La bala lleva consigo
la muerte.
En ocasiones, algunos males traen bienes. Es cierto si hablamos de males y
bienes físicos. Un río salido de madre arrasa un poblado, pero dispone la
tierra para una fecundidad imprevista. Pero aquí estamos hablando en el orden
de los valores éticos: de bienes justos o injustos. Cierto que un bien
conseguido injustamente -por ejemplo, un millón de dólares robado-, puede
proporcionarme muchos bienes materiales: un chalé de lujo, un yate
fantástico, unos réditos suculentos, etcétera. Todo eso es bueno de suyo.
Ahora bien, ¿es justo que yo disfrute de un chalé que he construido con
dinero robado? El prolongado usufructo de un dinero robado, ¿no será, más
que un bien, la prolongación e intensificación de una formidable injusticia?
¿Podré pensar que, en estas circunstancias, mi vida llena de cosas buenas y
de limosnas generosísimas, es una vida noble, honrada y generosa? Antes no
podía ni dar una limosna a un pobre. Pero, ¿podré decir que hice bien
robando los cien millones de dólares porque ahora gozo de la magnanimidad de
Robin Hood?
Pues bien, si la injusticia es aún mayor que el robo, como por ejemplo, el
asesinato de un inocente, sea éste ciudadano adulto o hijo nonato, ¿podré
pensar honradamente que el fin justo (el bienestar de algunos) hace buenos los
medios injustos (la muerte producida a alguno)? ¿Será justo el bienestar de
la madre (y de sus cómplices), una vez perpetrado el aborto directo? El robo,
el aborto procurado, el terrorismo nunca engendrarán bienes justos. Pueden
traer algunos bienes, por supuesto. Lo que nunca sucederá es que los frutos
lleguen a ser justos: no hay fin justo cuando se emplean medios injustos.
Donde se emplean medios injustos no caben fines justos. Lo que se logre así,
por hermoso que resulte, no podrá ser más que un hermoso monumento a la
injusticia.
Los fines requieren medios homogéneos. La paz no se consigue con violencia,
sino con heroísmo. La justicia no puede venir de la injusticia. Dice la
Sagrada Escritura: Concupiscentia spadonis devirginavit iuvenem, sic qui facit
per vim iudicium inique (Sir 20, 2-3), que se traduce: «Como pasión de
eunuco por desflorar a una moza, así el que ejecuta la justicia con
violencia» (Biblia de Jerusalén); o «Como eunuco que pretende desflorar a
una doncella, es el que a la fuerza hace la justicia» (Ecclo, 20, 2-3, Nacar-Colunga).
La templanza no se adquiere saciando el apetito, sino dominándolo. La
fortaleza no se consigue sin esfuerzo. De un mal físico puede venir un bien
moral (la conversión a Dios, por ejemplo; o la unidad de la familia). Lo que
es imposible es que un mal moral engendre un bien moral en la persona que lo
realiza. La única manera es, con la gracia de Dios, convertirse, detestar y
reparar en toda la medida posible el mal cometido y entregarse a la
consecución del bien. Dios puede utilizar las consecuencias del mal para
alcanzar un bien mayor. La Iglesia canta O félix culpa! por el pecado
original, porque el inmenso amor ha movido a Dios a redimirnos mediante la
cruz de su Hijo. Pero sin la misericordia de Dios estaríamos abandonados a la
injusticia.
La sobrevaloración de intenciones, deseos y «buenos sentimientos», sin
atender a la verdad, a la voluntad y a la justicia, conduce a la solidaridad
con el crimen; convierte a una sociedad en cómplice de barbaridades que nunca
habrían de suceder. Cuando se trata de cosas serias, conviene tener la cabeza
fría y, si puede ser, los pies calientes. De lo contrario, la justicia, la
democracia y, por supuesto, la ética, no serían más que zarandajas,
palabras altisonantes para engañar a los incautos.
Antonio OROZCO
Gentileza
de http://www.arvo.net/
para la BIBLIOTECA CATÓLICA DIGITAL