EUTANASIA

Dr. Hans Thomas. Director del Lindenthal Institut (Köln, Alemania)

(Traducción del alemán: José María Barrio Maestre)


Igor es un artista ruso. Somos amigos y en una ocasión hicimos una visita a galerías en la ciudad de Colonia. Tanja, una joven rusa, también artista, para la que Igor, en los tiempos en que vivían en Moscú, era el tío Igor, vino también. La conversación giró en torno a la pintura de iconos en la fe cristiana, lo que en realidad les era bastante ajeno. Sin embargo, la charla fue verdaderamente sugestiva. Dos días después, ella llamó y me preguntó si podíamos encontrarnos para comentarme algo. Vino y, después de bromeáramos un rato, planteó con seriedad la cuestión que traía entre manos. Peguntó si la enfermedad era algo bueno.

Yo estaba desconcertado. ¿Qué quería decir con ello esta muchacha, rusa, artista, joven y con buena salud, después de nuestra breve conversación sobre un par de pensamientos cristianos, pero sin mención alguna a la enfermedad? Yo esperaba alguna aclaración. Me parecía que la tradición ortodoxa no distinguía de forma tan acusada como nosotros entre Filosofía y Teología. Y teníamos que tener en cuenta que, exceptuando en principio la liturgia, el resto, la vida religiosa en general, estaba allí marcada desde el punto de vista ascético-monástico de modo más vigoroso que entre nosotros, es decir, en el sentido del ideal de los monjes que renuncian al mundo.

De este modo intenté, según mi leal entender, darle una doble respuesta. En primer lugar, que consideraba la enfermedad en sí como algo malo, como una calamidad física, un defecto de la naturaleza, consecuencia del pecado original, contra el que había que luchar. Por ello, la profesión médica y la asistencia a los enfermos revisten una dignidad especial. Si la enfermedad fuera algo bueno en sí mismo, habría que prohibir el ejercicio de la medicina. En segundo lugar, no obstante, la enfermedad considerada desde el punto de vista ascético, podría producir algo bueno. La personalidad madura, con la aceptación de la enfermedad cuando no se puede evitar, sobre todo aceptando un sufrimiento ineludible. Y hablando en sentido cristiano, ahí reside la posibilidad de establecer una solidaridad y una vinculación más profunda con Cristo en la Cruz. Y, por tanto, en este sentido, la enfermedad puede considerarse sin duda como algo bueno.

Esto es más fácil de decir que cuando nos encontramos ante una situación concreta. Así lo viví yo algo más tarde cuando Stefan, un buen amigo en la cincuentena, robusto, grande e inteligente, enfermó de ALS, una esclerosis lateral amiotrófica. Una terrible enfermedad: parálisis progresivas padecidas con plena y clara conciencia, comenzando por el aparato bucal y la deglución, con lenta pérdida de todos los músculos motrices y al final también del aparato respiratorio -neumonía- y muerte. Se estuvo de acuerdo, ya desde el principio, en que no se planteara la posibilidad de colocar respiración artificial. Este desarrollo se extendió a lo largo de un año, año de progresiva percepción del horror, del desasosiego, y de rezar, de sobreponerse, de liberarse. Un año en un entorno lleno del mayor afecto, donde nunca se ahorró en echar una mano, en ayudar, en velar por el enfermo y conversar con él. Un ambiente que rezaba con él, que le leía textos que le interesaban, y textos que él mismo redactaba mientras pudo comunicarse con los demás. La mayoría de ellos han sido publicados ya. La noche antes de su muerte transmitió pacientemente -la cosa duró dos horas- tres frases que aún destilaban humor. Pudo hacerlo, aunque ya solamente podía mover los párpados, gracias a un método altamente complicado de comunicación que se habían inventado y ejercitado repetidas veces. Dos meses antes y con casi dos semanas de esfuerzo, así como con la ayuda paciente de un amigo, había conseguido transcribir el último texto ininterrumpido, cuatro páginas en las que agradecía a todos los que con él estaban todo el cariño y afecto que le habían dedicado. Destinatario principal de las cuatro páginas era, sin embargo, Cristo. Título: "Mi agradecimiento al Crucificado".

Tengo que añadir algo más: este último año fue, hasta el final, un año de numerosas visitas de amigos, colegas del trabajo y de gentes con las que había tenido contacto profesional dentro y fuera del país y, en parte, personalidades de cierto rango. Tanto si la comunicación con él hubiese sido posible como si no, la mayoría de ellos quedaron profundamente impresionados y conmovidos. Incluso no pocos de ellos declararon que el encuentro había sido ocasión para cambiar algo de su propia vida.

Pero, ¿por qué razón estoy hablando de esto? Yo debo hablar, por cierto, sobre la eutanasia. Ahora bien, para quienes hoy están a favor de ella, mi amigo se habría constituido objetivamente en el clásico candidato a la eutanasia. A individuos con enfermedad tan terrible, según los partidarios de la eutanasia, se les debería liberar de su sufrimiento, con una "buena muerte", lo que hoy queda referido a este método de aniquilamiento. A ellos debe permitírseles, empero, "morir con dignidad". Dicho de forma más prosaica: el médico debe matarlos. Sobre todo, si ellos mismos lo desean. Su vida ya no merece ser vivida. Pero mi amigo Stefan no deseaba esto. Por eso, a todos los partidarios de la eutanasia, les ha dado una lección impresionante, enseñándoles lo que en realidad es morir "con dignidad", con una "buena muerte".

En Holanda hoy se practica a diario la eutanasia, bendecida y autorizada oficialmente. Sólo en el año 1995, los médicos mataron a 4.200 pacientes, cerca de 1000 sin contar con su deseo o aprobación. Otros 400 pacientes fueron ayudados por los médicos en su suicidio. Sin contar con las interrupciones de tratamientos o de métodos intensivos paliativos, con la clara intención de acelerar la muerte. Por otro lado, en numerosos países, también en Alemania, se está discutiendo la autorización de la muerte a petición. Ya n el año 1987 el 70% de los consultados en una encuesta del Instituto Allensbach se pronunciaban por la exención de responsabilidad penal del médico que suministre un tóxico letal a un paciente con graves sufrimientos. Sólo un 13% estaba de acuerdo con su condena.

¿Cómo puede llegarse a una aprobación tan curiosa de la muerte a petición, a pesar de la terrible hipoteca de a historia alemana más reciente sobre aquella práctica eutanásica de los nazis al servicio de su programa de "aniquilación de la vida no digna de vivirse"? Se trataría de algo completamente distinto, se oye decir con frecuencia. En tiempo de los nazis era el Estado el que decidía sobre si la vida era digna o no de vivirse, mas hoy es el propio interesado el que decide. En realidad, ni lo uno ni lo otro es completamente exacto. En la época nazi eran los médicos ideológicamente contaminados y animados por las autoridades competentes los que en definitiva tomaban la decisión in situ, y hoy vuelven a ser decisivos los médicos, tal como podemos ver y tal como e ejemplo holandés nos enseña precisamente.

En su primera época, los nazis ya habían discutido bastante sobre la eutanasia. Inventaron conceptos insinuantes como "salvación", "muerte por compasión", "muerte clemente", así como más tarde calificaciones menos acogedoras y peor sonantes como llamar a los disminuidos psíquicas y a los enfermos con taras hereditarias "existencias lastradas" o "cápsulas humanas vacías", de las que el pueblo sano "había de librarse". La película "Yo acuso", con la que Joseph Goebbels trataba en 1942 de hacer más pasable a la opinión pública la "destrucción de la vida indigna de ser vivida" tocaba los sentimientos de la compasión, de la solidaridad humana y de la misericordia, del mismo modo que hoy vuelve a hacerse. No solamente por parte de los portadores profesionales de la muerte que se escoden detrás de nombres tan melodiosos como "asociación para una muerte humana", sino también en el Parlamento Europeo, donde en un proyecto de resolución de 1991 se dice: "En lo relativo a la vida humana, es esencial la dignidad, y si un individuo, desde una larga enfermedad contra la que ha luchado valerosamente, pide al médico que termine con su existencia, que para él ha perdido toda dignidad, decidiéndose así el médico a obrar según su leal saber y entender, ayudando a aliviar los últimos momentos del paciente, de manera que se le haga posible descansar para siempre de forma pacífica; tal ayuda médica y humanitaria (que algunos denominan eutanasia) significa respeto por la vida.

Ante todo, estamos frente a ese silencio hipócrita respecto a los verdaderos sentimientos de compasión, con la perorata sobre "ayuda a morir", la afirmación de que se actúa solamente "en interés del paciente", lo que engañosamente lleva a muchos a tomar partido por la eutanasia. "Engañados" por ello, porque compasión naturalmente presupone a aquel por el que se tiene compasión. Esta noción no podría justificar aniquilamiento alguno. A lo que se va, caso de que la eutanasia se incluya como posibilidad general a tener en cuenta, nos lo va a decir el inglés John Keown. Entrevistando a un médico holandés que practicaba la eutanasia en casos de sufrimientos insoportables, éste aseguró a Keown que él sólo mataba a los amigos. Keown le preguntó si se negaría a aplicar la eutanasia a quien estuviera padeciendo de forma insoportable la sensación de ser una carga para unos parientes que sólo esperaban heredar su patrimonio. Respuesta: "Yo pienso que, al fin y al cabo, no me negaría". El deseo de morir, escribe el médico jefe vienés Prof. Johannes Bonelli, constituyó en el 95% de los casos, la expresión del síntoma de una grave crisis psíquica. Según su experiencia, el deseo de morir de un paciente casi siempre es una desesperada petición de ayuda: "Doctor, me siento solo y abandonado, tengo miedo. No tengo a nadie y necesito que alguien se ocupe más de mí".

Tal como subraya el filósofo Anselm Winfried Müller, siempre existieron, hoy como ayer, tres motivos fundamentales que inducen a individuos sanos a aprobar la eutanasia, mezclándose siempre esos tres motivos: compasión, libre decisión y evitar problemas a terceros.

Ya hemos hablado de la falacia de ciertos sentimientos compasivos Detrás de dichos sentimientos frecuentemente se oculta una especie de autocompasión que no soporta ver sufrimientos. Anselm Winfried Müller descubrió una carta de un lector del periódico inglés Guardian en la que un tal Polly Toynbee se quejaba de que en los periódicos o en la televisión aparecieran sonrientes niños con invalidez progresiva. Por lo visto, es posible que imágenes que muestran a impedidos con cara de felicidad puedan también molestar la conciencia de alguna personas sanas.

Igualmente, la libre decisión o autonomía del paciente ha producido sus expresiones o giros lingüísticos propios, desde el "derecho a la propia muerte", a la curiosa fórmula de que no se puede "obligar a seguir viviendo" a los que desean la muerte. Es decir, estamos ante la muerte como el acto último de la autorrealización. Podríamos desdoblar el pórtico de entrada de esa idea argumental en dos aspectos en relación a la valoración del suicidio.

En primer lugar, existe una larga tradición que reconoce en el suicidio un acto de libre decisión propia y que, por tanto, habla de "muerte libre". Aquí no podemos tratar con detalle de la dificultad a la que nos puede conducir esa equívoca expresión, pero ciertamente no es algo muy distinto de mi deseo de morir la pretensión de derivar a otro la acción de darme muerte, y esto, por así decirlo, por respeto a mi decisión personal, lo que constituye una proposición inaudita. También a este contexto corresponde la curiosa idea, presentada como realmente válida, de que precisamente por ello debe proponerse esto al médico. ¿Y por qué no a otro cualquiera? Finalmente, el argumento carece de todo crédito basado en la "propia decisión" de que también debe seguir estándole prohibido al médico, en cualquier caso y bajo responsabilidad criminal, dar muerte a una persona sana que lo pida por decisión propia. Por el contrario, el médico tiene el deber de verificar la conveniencia o no de la muerte a petición. Ha de poder ratificar el deseo a la vista del sufrimiento del paciente. Que mate a un paciente será en este caso mucho menos decisivo por el deseo expresado por él que por su propio juicio, de suerte que la muerte aparece justificada. Con este criterio, el médico que ha practicado ya la eutanasia, entra en un círculo violento inevitable. O bien se da cuenta de que ha obrado erróneamente, se arrepiente y no lo hace más, o bien considerará en todos los casos parecidos que se le presenten que actúa según lo objetivamente justo y bueno, incluso en el caso de que el paciente no exija la muerte, y ello de acuerdo con la siguiente lógica: "Si el paciente tuviese plena conciencia... seguramente ahora desearía...". No hay salida posible frente a este mecanismo. Müller informa que el 25% de los casos de "muerte a petición" en Holanda se han realizado sin tal petición. Estos pacientes han recibido la muerte según lo que se denomina "por sus propios intereses bien entendidos". "Bien entendido" significa que el médico está al corriente del problema.

La segunda relación entre suicidio y eutanasia se deriva del hecho de que el suicidio carece de causa sancionable, es decir, no constituye materia penal. El autor del suicidio ya n vive y, en el caso de una tentativa de suicidio, ya tiene bastante castigo. La ayuda al suicidio, por tanto, es una ayuda a una acción no punible, de suerte que en muchos países también esta ayuda queda libre de sanción penal. El llamado Doctor Muerte, y desacreditado médico Jack Kevorkian ha conseguido reducir en USA la frontera entre dar muerte y ayudar al suicidio -por medio de eficaces intervenciones en los medios de comunicación durante años- a límites difícilmente distinguibles, y así pudo sobrepasarla legalmente sin tener problemas con la Justicia. El paciente sólo tenía que apretar una tecla del ordenador, la cual ponía inmediatamente en funcionamiento el mecanismo de la inyección letal. De esta forma, si la ayuda al suicidio sigue estando libre de responsabilidad penal, la oposición a la eutanasia será a la larga muy difícil.

En los últimos años, otros médicos han conseguido incluso allanar otra distinción importante que planteaba desde hacía mucho tiempo una limitación importante a la eutanasia, y ello con la destacada colaboración de especialistas en ética bastante dudosos, la mayoría de ellos utilitaristas: la distinción entre "dejar morir" y "matar". En la medicina de alto nivel técnico se dan cada vez con más frecuencia situaciones en las que el tratamiento médico ya casi no sabe qué decir, pero los médicos, no obstante, todavía pueden demorar la muerte a voluntad. La mera prolongación de la vida, según as circunstancias, se enfrenta por su parte a ciertas reflexiones de carácter moral. Pero los éticos utilitaristas dicen a los médicos que a quien le está permitido omitir medidas para prolongar la vida también le estará permitido igualmente matar. Según ellos no existe distinción moral alguna relevante entre ambas cosas.

El filósofo Robert Spaemann ya advirtió hace treinta años que la postura de la medicina técnica de alto nivel condescendiente con la simple prolongación de vida "conduciría inevitablemente a la eutanasia". Detrás de esa advertencia se hallaba la consideración de que los médicos ven la muerte cada vez menos como la consumación de la vida, lo que les invitaba a reconocer sus propias limitaciones; más bien tienden a ver en ella el fracaso del arte médico, es decir, su propia derrota. Así, obran bajo la presión de tener que intentar hacer siempre algo más: si ya no consiguen nada contra la muerte, al menos todavía tienen algo: la posibilidad de disponer de ella.

Aún queda por examinar el tercero de los motivos enunciados antes: evitar ser una carga para otros. La argumentación sigue una lógica congruente con la legislación sobre el aborto, ya conocida. Un punto central de la sentencia de 1993 dictada por el Tribunal Constitucional alemán, establecía que el Estado no podía imponerle a la madre como un deber jurídico llevar a término su embarazo más allá de lo que pudiera soportar; es decir, no se le puede exigir un sacrificio. Y así lo afirmaba, aunque al Estado no le corresponde determinar si un embarazo concreto debe consumarse, sino a la naturaleza, y concretamente a la naturaleza femenina. El Estado debería cuidar exclusivamente de que dicha naturaleza femenina fuera respetada, y de mantenerse él, como cualquier otra instancia, al margen de este fenómeno natural. Pero si el Estado piensa que no puede exigir a una madre tener a su hijo a causa de la carga o sacrificio resultante, ¿cómo podrá obligar a la abuela, en un caso dado, al cuidado o a una asistencia general o puntual? Pero esta comparación ha sido rechazada por los jueces con el argumento de que en este caso, el de la abuela, la colectividad podría conseguir el auxilio necesario, pero en el caso del embarazo no. Ante estos argumentos podría no negarse la buena voluntad de los que así arguyen, pero tampoco puede asegurarse que no pequen de cierta ofuscación e ingenuidad, lo que indudablemente acaba afectando la opinión de la mayoría de la gente.

Entre esa mayoría precisamente se ha extendido también la creencia de que la vida humana no posee sencillamente por sí misma un valor y dignidad, sino que sólo lo tiene en cuanto constituye una vida bella merecedora de ser vivida. Ante todo, la calidad de vida, de la cual se habla tanto, es la que hace a la vida merecedora de vivirse. La vida como entorno de vivencias agradables. Si la balanza entre lo satisfactorio y lo insatisfactorio se inclinara en favor de esto último, la vida, según tal concepción, debería quedar disponible. Tanto el filósofo australiano Peter Singer como el jurista alemán Norbert Hoerster consideran la "sacralidad" de la vida, es decir, la indisponibilidad fundamental de la vida humana, ante todo como un prejuicio religioso. Naturalmente no se les ocurre pensar que su propia opinión también constituya un prejuicio, aunque no lo sea de índole religiosa. No obstante, ellos están hablando así en una sociedad donde el dolor y el sufrimiento cada vez se consideran menos compatibles con el sentido, valor y dignidad de la vida humana.

Gracias a Dios, expresiones curiosamente primitivas tales como "cápsulas humanas vacías", o "existencias gravosas", despiertan todavía un horror generalizado, como sucedía hace cien años con las que acompañaban la discusión sobre la eutanasia. Por otro lado, estamos viviendo una evolución demográfica caracterizada por la existencia de cada vez menos gente joven y cada vez más gente mayor, que también llegan a edades cada vez más longevas, con necesidades médicas elevadas en sus últimos años de vida, difícilmente calculables

Por otra parte, la crisis del sistema de la seguridad social es evidente, y la cuestión de cuándo y con quién vale la pena emplear determinados recursos presiona crecientemente. Además. se añade el problema de la denominada eutanasia temprana, de la que se habla poco, pero que se practica ya de forma clandestina. Donde se permite que no nacidos impedidos puedan ser abortados -como ya sucede habitualmente en ciertos países- en caso de que no se les haya descartado selectivamente antes del embarazo, allí los recién nacidos con deficiencias también estarán en peligro inminente de caer víctimas de una eutanasia temprana que los descarte definitivamente.

A pesar de todo ello, no podemos considerar en modo alguno que la evolución que se produce a favor de la eutanasia sea fatal y sin posible reversión. Pero para poder luchar contra ella no debemos permitirnos ser ingenuos ni minusvalorar la presión en esa dirección. La muerte a petición o sin ella debe seguir descartándose categóricamente, incluso como simple posibilidad, así como quedar claramente excluida en aquellas cuestiones -que se discuten a veces de manera no superficial, y con frecuencia acalorada- sobre en qué casos no debería ser aplicada preferentemente tal o cual terapia médica, o en qué otros se pueda y deba excluir. Tenemos que despedirnos de la idea de que la comunidad solidaria pueda garantizar a todo el mundo el derecho a cualquier prestación cualificada de servicios médicos imaginable. Moralmente no podemos objetar cosa alguna contra las limitaciones o restricciones -incluso las dolorosas- de servicios sanitarios ilimitados, y si queremos ser honrados, también por razones económicas. Pero esta realidad tiene que ir paralela a la convicción de que toda persona posee, hasta su muerte natural, el derecho a la mitigación de sus dolores y, en tanto sea posible, a la disminución del sufrimiento, así como a la mejor asistencia y acompañamiento posibles.

En todo caso, esto constituye un derecho frente a los médicos, frente a algunos concretos y frente a la clase médica en general. Y frente a los médicos en relación a la medicina paliativa (que se dedica a la mitigación de los síntomas), que se deben a ella con interés no menor al de la hasta ahora medicina curativa (que busca la curación de las enfermedades). Un requerimiento que es válido igualmente para muchas otras personas, sobre todo para los allegados de los enfermos graves, para que no les dejen en la estacada. O para decirlo más claramente, procurar traer la muerte a casa, recibirla como en otro tiempo en el hogar, en lugar de desterrarla a la atmósfera esterilizada y técnica de una clínica cuyo personal ordinariamente anda desbordado. Una exhortación que debe dirigirse a la mayoría de la gente, que se sentía más deudora y unida al magnífico trabajo del movimiento hospitalario, instituciones de carácter cristiano en las que también los enfermos se sentían más amparados y respetados que en nuestros días. Verdaderamente es una vergüenza que las iniciativas de asistencia, hoy como ayer, sigan en Alemania luchando con dificultades financieras que las mantienen angustiadas obligándolas casi a mendigar. Quienes se dedican a estos establecimientos trabajan en el marco de un modo de ser y en un clima que hace superflua la eutanasia.

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