El embrión, un paciente especial

Por Giuseppe Anzani, en Avvenire, 3.II.2002

Lo que la ciencia alcanza y nos permite ver de los primeros estadios de la vida humana, es realmente prodigioso. Nos muestra una secuencia de fotogramas que presenta a nuestros ojos la imagen de la vida naciente, de lo que cada uno de nosotros ha sido, ofreciéndonos la emoción de remontar el tiempo y de contemplar el milagro, incluso en el día mismo en el que traspasamos la frontera hacia nuestra propia existencia.

¿Pero tenemos ojos limpios, para ver? Cada uno de nosotros sabe que es único, diferente de cada otro hombre. Y sabe que cada otro hombre, diferente, es único. Ahora la ciencia nos permite ver que esta unicidad inconfundible empieza en la misma chispa inicial de la vida, y ya no cambia de identidad. Lo que nosotros somos, lo somos del principio al final, en el devenir de las estaciones del tiempo que nos es dado vivir, desde el primer desarrollo al crecimiento, a la madurez, a la senectud y al ocaso. Pero reconocer esta verdad, enraizada en la más profunda y hasta instintiva certeza del ser (porque nunca mi "ser-me" puede en el tiempo consistir en otra cosa que en mi tautológica identidad) parece a veces sofocada por gafas de turbios cristales, y se elaboran alambicadas "distinciones" sobre el primer estadio de la vida embrionaria.

Usted también puede intuir el por qué de estos artificiosos problemas: se manosea el milagro de la vida. La vida ha venido a ser como un secreto desvelado, como una chispa robada a la naturaleza, que se deja encender en la probeta de los laboratorios; unas veces para que se desarrolle al fin humanamente en un regazo; pero otras también para ser congelada y puesta en conserva como materia de estudio, de experimentación, de material de desecho, y obtener el prodigio de las preciosas células estaminales. Ante el escalofrío de tal violación del ser humano, se replica entonces que no hay ahí ser humano, que son días de franquicia para poseer aquel primer indiferente sustrato biológico, aquel grumo celular, aquella cosa, para parar así el golpe de la interpelación perentoria del derecho, que quiere por naturaleza proteger al ser humano de cualquier atentado.

Ya en el Comité Warnock, aquel de los famosos "14 días", salió a flote esta mistificación, al establecer los límites de una frontera ficticia, como si no concerniera a la presencia o ausencia de un ser humano, sino sólo al límite propuesto a la "tutela jurídica" de aquel ser, para evitar una descalificación mayor de la estrambótica regla. Hoy, la ciencia nos ayuda a entender más todavía la pregunta esencial, más allá de cualquier alambicado cristal o sofisma: nos ayuda a entender el "quién es" del embrión, en el momento mismo en que se manifiesta.

En la Declaración de los Docentes de las 5 facultades de Medicina y Cirugía de las universidades de Roma, promovedores del Congreso sobre el tema "El embrión como paciente" celebrado en la universidad de Roma "La Sapienza", se han hecho públicos los últimos descubrimientos sobre la vida embrionaria. Impresiona el estupendo finalismo de la naturaleza, que diseña la vida en un proyecto de absoluta unicidad de artista. En la vida no hay doble, cada una es una obra maestra irrepetible. Y el pincel de esta obra maestra lo tiene el embrión; es él quien engendra la catarata infinita de señales, transmitida de célula a célula, y dentro y fuera del entorno celular; señal de que "hay alguien" allí que lo pinta como es, que es una rigurosa unidad del ser en constante desarrollo en el tiempo y en el espacio.

El ciclo vital acontece en el diseño de la continuidad: nosotros podemos percibir las transiciones, estupefactos ante el proceso del milagro, mientras la obra de arte llena paulatinamente su espacio proyectual, y entender que no hay nunca interrupción; más bien la gradación del acontecimiento revela que existe un próvido surco, determinado intrínsecamente por el éxito de cada obra maestra "inventada". Y si un día nos fuera dado volver a reflexionar, en nuestra vida de adultos, sobre la relación entre finalismo y determinismo, entre creatividad y regla sapiencial, entre libertad y verdad y belleza, la contemplación de lo que ocurre en la vida naciente nos daría más que una pista para conducir a un puerto gozoso los enigmas de nuestras angustias, de nuestros dudosos extravíos de adultos.

Pero el Congreso de Roma se ha dedicado a un tema más específico, al embrión "enfermo". La solicitud por él, por su salud, por la salud del más pequeño de nosotros, no necesita comentario, en términos de deontología médica. A no ser, por el contraste que aparece por la comparación de los descubrimientos revelados, con la sombra que queda sobre el fondo de la costumbre, cuando asoma la antigua imagen del embrión como apéndice (portio viscerum) de la madre, y una visión de la salud de la maternidad como terreno de conflicto entre la nueva vida golpeada por enfermedad y la salud física y psíquica de la madre que quiere a un hijo sano. Deseo humanísimo, pero que desafía no ya a la medicina para que entregue a la madre a la desesperación de suprimir al hijo por razones terapéuticas o eugenesias (y aquí algún sobresalto nos sacude, si una jurisprudencia a la deriva va formulando teoremas absurdos sobre el "derecho a no nacer"), sino a refinar las técnicas, en prodigiosa evolución, de intervención terapéutica sobre el niño en embarazo: advirtiendo a la vez que hay una extraordinaria respuesta fetal a los medios farmacológicos y a las intervenciones ecoguidati capaces también de solucionar patologías graves. Se atisban metas posibles a las futuras terapias génicas dirigidas a la vida prenatal.

Este esfuerzo de la medicina al servicio de la vida humana en el estadio embrionario es en sí mismo bendito en nombre de la vida. Entre muchas noticias de muerte que llenan nuestras crónicas cotidianas, esta solicitud hacia la vida incipiente, por la cual todos nosotros hemos pasado, y que queda para el futuro del mundo, es una buena noticia. El Día por la Vida, que se celebra hoy en toda Italia, puede obtener de ello alegría y gratitud.

Avvenire, 1.II.2002.

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Texto original italiano, de Avvenire, 3.II.2002

Ciò che la scienza riesce a vedere, e a farci vedere, dei primissimi stadi della vita umana, ha del prodigioso. E" una serie continua di traguardi della conoscenza, che va rivelando sotto i nostri occhi l"immagine della vita nascente: di ciò che ognuno di noi è stato, offrendoci l"emozione di risalire il tempo e di guardare il miracolo, su fino al giorno in cui il miracolo del nostro approdo alla frontiera dell"essere si è compiuto.

Ma abbiamo occhi puliti, per vedere? Ciascuno di noi sa di essere unico, diverso da ogni altro uomo. E sa che ogni altro uomo, diverso, è unico. Ora la scienza ci fa vedere che questa unicità inconfondibile principia dalla scintilla stessa della vita, e non muta identità. Quello che noi siamo, noi siamo dall"inizio alla fine, nel trascolorare delle stagioni del tempo che ci è dato da vivere, dal primo sviluppo alla crescita, alla maturità, alla senescenza e al tramonto. Ma ri-conoscere questa verità, che pure si radica nella più profonda e persino istintiva certezza dell"essere (perché mai il mio "esserci" può nel tempo consistere in altro se non nella mia tautologica identità) sembra a volte il terreno offuscato da torbidi occhiali, se affiorano lambiccati "distinguo" sul primo stadio della vita embrionale.

Si può anche intuire il perché di questi costruiti problemi: su quel miracolo della vita vi sono mani protese. Come un segreto svelato, come una scintilla rubata alla natura, la vita si fa accendere nella provetta dei laboratori: perché abbia vita, a volte, e si sviluppi poi umanamente in un grembo; ma anche, a volte, perché sia congelata, e tenuta in serbo come materia di studio, di sperimentazione, di utilizzo a perdere, guadagnando il prodigio di saccheggiarne le preziose cellule staminali. Di fronte al brivido di una violazione dell"essere umano, qualcuno va dicendo allora che l"essere umano non c"è, che ci sono giorni di franchigia per possedere quel primo indifferente substrato biologico, quel grumo cellulare, quella "cosa"; e para così le mani davanti all"interpello perentorio del diritto, che per natura vuol protetto l"essere umano da ogni manomissione.

Ma già nel Comitato Warnock, quello dei famosi "14 giorni" era venuta a galla questa mistificazione, quando si era chiarito in limine che la fittizia frontiera non riguardava la presenza o l"assenza di un essere umano, ma il limite proposto alla "tutela giuridica" di quell"essere; quasi a scongiurare uno sfondamento maggiore da parte di sregolate e incommensurate prassi. Oggi, ciò che ci fa vedere ancora di più la scienza ci aiuta a capire il quesito essenziale, oltre ogni lambicco di vetro o di sofisma: ci aiuta a capire il "chi è" dell"embrione, nel momento stesso che ce lo fa vedere. Nella Dichiarazione dei Docenti delle 5 facoltà di Medicina e Chirurgia delle università di Roma, promotori del Convegno sul tema "L"Embrione come paziente" svoltosi presso l"Università di Roma "La Sapienza", sono state rese pubbliche le ultime scoperte sulla vita embrionale. Ciò che impressiona è lo stupendo finalismo della natura, che da artista disegna la vita da un progetto di assoluta unicità. Nella vita non c"è doppio, ogni volta è un capolavoro irripetibile. E il pennello di questo capolavoro ce l"ha l"embrione; è da lui che genera la cascata infinita di segnali, trasmessi da cellula a cellula, e dentro e fuori dell"ambiente cellulare; segno che "c"è qualcuno" lì che dipinge se stesso, che c"è una rigorosa unità dell"essere in costante sviluppo nel tempo e nello spazio. Il ciclo vitale procede nel disegno della "continuità": noi possiamo percepirne le transizioni, con lo stupore del progredire del miracolo, nel mentre l"opera d"arte riempie man mano il suo spazio progettuale, e capire che non c"è mai interruzione; e che anzi la gradualità dell"evento rivela che esiste un provvido solco, determinato intrinsecamente per la riuscita di ciascun capolavoro "inventato". E se un giorno ci fosse dato di tornare a riflettere, nella nostra vita di adulti, sul rapporto tra finalismo e determinismo, tra creatività e regola sapienziale, tra libertà e verità e bellezza, la contemplazione di ciò che accade nella vita nascente ci darebbe più di una pista per riparare in un porto di gioia gli enigmi delle nostre angosce, dei nostri dubbiosi smarrimenti di adulti. Ma il Convegno di Roma si è dedicato a un tema più specifico, all"embrione "malato". La sollecitudine per lui, per la sua salute, per la salute del più piccolo di noi, non chiede commento, in termini di deontologia medica. Se non, però, per il confronto delle scoperte rivelate con l"ombra che resta sullo sfondo del costume, quando ci si affaccia per contrasto l"immagine antica dell"embrione come appendice (portio viscerum) della madre, e una visione della salute della "maternità" come terreno di conflitto tra la nuova vita colpita da malattia, e la salute fisica e psichica della madre che vuole un figlio sano. Desiderio umanissimo, che però sfida la medicina non già a consegnare alla madre la disperazione di sopprimere il figlio per ragioni "terapeutiche" o eugenetiche (e qui qualche soprassalto ci scuote, se una deriva giurisprudenziale va formulando teoremi assurdi sul "diritto a non nascere"), ma a raffinare le tecniche, in prodigiosa evoluzione, di intervento terapeutico sul bambino in gestazione: registrando frattanto che c"è una straordinaria risposta fetale agli approcci farmacologici e agli interventi ecoguidati capaci di risolvere anche patologie gravi. E si affacciano traguardi possibili per le future terapie geniche offerte alla vita prenatale.

Questo sforzo della medicina a servizio della vita umana nello stadio embrionale è in sè benedetto in nome della vita. Fra tante notizie di morte che riempiono le nostre cronache quotidiane, questa sollecitudine verso il bocciolo della vita, da cui tutti noi siamo passati, e che resta il futuro del mondo, è una buona notizia. La Giornata per la Vita, che oggi si celebra in tutta Italia, può attingerne gioia e riconoscenza.

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