Necesidad del asombro
por José Julio Perlado(*)
La
sorpresa parece haber sido devorada por la costumbre. Ese asombro en la mirada
de un niño, el asombro ante lo creado, ante el brillo humedecido de una hoja,
el asombro ante el rocío, ante los movimientos de un animal, ante el
contraste de los colores, parece que desapareciera bajo el traqueteo de los
días iguales, el paso de tren de las estaciones iguales, el ciclo de las
circunferencias idénticas, los fines de semana monótonos, el ruido
encadenado de tazas entre bostezos y escaleras, pasos y autobuses en
procesión hacia despachos, ojos resbalando por pantallas, cafés, informes,
idas y venidas de colegios rutinarios, idas y venidas de veraneos similares,
entradas por autopistas a la gran capital, entradas por pasillos a los nuevos
cursos, vueltas al colegio, vuelta a las navidades, vuelta a las cuestas de
enero, vueltas a las primaveras, vueltas y revueltas del estío, luces del
verano, sombras aparentes de otoños idénticos.
"Los GRIEGOS QUERÍAN ser un pueblo de filósofos, y no de tecnócratas,
es decir, eternos niños, que veían en el asombro la condición más elevada
de la existencia humana. Solamente así puede explicarse el hecho
significativo de que los griegos no hicieran uso práctico de innumerables
hallazgos" (St. Harkianakis, citado por Ratzinger en EL camino pascua .
¿Por qué se pierde el asombro, cómo se pierde? Los inventos que nos ofrecen
en bandeja las televisiones ya no nos producen estupor sino avidez de tomarlos
prontamente y consumirlos. Hay una costumbre, un hábito rumiante de consumir
masticando lo nuevo, a veces triturando lo último, a vez sin siquiera
atragantarse, tan voraces somos. Se consume y se consume, se circula y se
circula, se recorre el mundo instantáneamente con sólo oprimir el teclado,
únicamente moviendo el volante. ¿Y el silencio, la sorpresa, la quietud?
Parecen haber desaparecido. Y sin embargo, "la sorpresa es una categoría
importante en la vida. Mas, al menos para mí, todavía hay otra cosa
importante en la creación...
La curiosidad. Nadie incluye la curiosidad entre los sentimientos, pero yo
creo que la curiosidad es un sentimiento. Cuando la miro a usted, tengo
curiosidad". (Wislawa Szymborska). Esa actitud de los ojos alargados de
la curiosidad que muestra la Premio Nobel polaca al mirar a la periodista que
le entrevista, esa tensión de la atenci tendida hacia lo ajeno, hacia lo
otro, hacia otro -lo que me va a revelar el otro, lo q ," ya me está
revelando, lo que me ha reve " ." do-, esa postura anímica
expectante hacia que me va a desvelar hoy la vida, este esta persona que entra
ahora en el despa y que se sienta ante mí con su pregunta y problema, incluso
con su abanico de sol ciones aún sin decidir, todo esto se halla el centro de
la curiosidad y a pocos pasos umbral del asombro.
Se consume y se consume. Se circula y se circula ¿Y el silencio, la sorpresa,
la quietud? Parecen haber desaparecido
Yo todos los años me quedo asombrado en la primera hora de la primera clase
del curso universitario. Vienen ante mí todos los alumnos de todos los puntos
del país y se posan como bandada de ideas y de cuestiones sentados en
semicírculo, absortos ante las cuestiones e ideas que se les pueda plantear.
Aún no han sido tocados por la sombra del escepticismo ni les ha caído
encima una mota de aburrimiento. Están allí sentados, abierto su cuaderno
virginal de ignorancias en espera del alimento que reciban. Y prácticamente
todos ellos -aun sin formularla de manera explícita- guardan una pregunta
escondida que no sé qué padre ni qué madre ni qué escuela les haya podido
señalar y tampoco imagino en qué momento.
¿Qué es la verdad? éY la bondad? ¿Y la ética? ¿Dónde está el bien en
este mundo tan injusto? ¿Y la belleza? Recuerdo las frases de Kafka paseando
por Praga con su amigo janouch. Decía Kafka: "La juventud es feliz
porque posee la capacidad de ver la belleza. Es al perder esta capacidad
cuando comienza el penoso envejecimiento, la decadencia, la infelicidad".
Janouch le preguntó: "¿Entonces la vejez excluye toda posibilidad de
felicidad?". Y Kafka respondió: "No. La felicidad excluye a la
vejez. Quien conserva la capacidad de ver la belleza no envejece".
Naturalmente esa briosa acometida que siempre es la juventud -generación tras
generación- en su perpetuo anhelo de ir en busca de la felicidad, del bien,
de la verdad y de la belleza toma un impulso ascendente que se mantendrá
hasta ser tentado por los anzuelos de la utilidad o quedar fatigado por el
cansancio. Entonces los caminos del ver se bifurcan -o a veces se
entremezclan-, y unos ven únicamente la utilidad de las cosas y otros tan
sólo la belleza. De cualquier forma, ese empuje continuo de la juventud por
remontar las fuentes siempre me ha dejado asombrado y uno procura, en su
pequeña medida, responder alentando y manteniendo cada vez más vivo ese
entusiasmo por el asombro.
SIN ABURGUESAMIENTO
Aprender a ver. Sorprenderse dentro del mapa de lo conocido. No aburguesarse
en las costumbres de lo cotidiano. La novelista norteamericana Flannery
O"Connor comentaba: "Tengo una amiga que está tomando clases de
actuación en Nueva York con una dama rusa de gran reputación en su campo. Mi
amiga me escribe que, durante el primer mes, los alumnos no hablan una sola
línea, sólo aprenden a ver. Y es que aprender a ver es la base de todas las
artes, excepto de la música. Conozco a muchos escritores de ficción que
además pintan, no porque posean talento alguno para la pintura, sino porque
hacerlo les sirve de gran ayuda en su escritura. Los obliga a mirar las
cosas". Esto nos lleva casi de la mano a lo que
Aprender a ver. Nuestra pupila ve los telediarios y no los mira, los mira y no
los comprende. A la pupila le falta muchas veces la comprensión
Picasso le dijo un día a Sabartés sobre Cézanne: "Si Cézanne es
Cézanne, es porque cuando está frente a un árbol mira atentamente lo que
tiene ante sus ojos; lo observa fijamente como un cazador que apunta al animal
que quiere abatir. Muchas veces un cuadro no es más que esto... Hay que poner
toda la atención".
El ojo de Picasso mirando el ojo de Cézanne y el ojo de Cézanne mirando a su
vez el ojo de Monet: "Monet -dirá Cézanne- sólo es un ojo, pero ¡qué
ojo!": Era aquel Monet que manifestaría haber deseado nacer ciego y
recuperar repentinamente la vista para no saber nada de los objetos y hallarse
en estado virgen ante las apariencias.
Aprender a ver. Ejercitar el ojo para abrirse al asombro. Nuestra pupila ve
los telediarios y no los mira, los mira y no los comprende. A la pupila le
falta muchas veces la comprensión, ese ponerse en lugar del otro, no recibir
tan sólo sino aprehender imágenes y sonidos que nos desvelan lo que ese otro
lleva dentro. A ese otro, en directo y mientras cenamos, le están
acribillando con los ojos vendados ante un pelotón de fusilamiento. Hace
años escribí en un libro: "Ese hombre, como todos los hombres, va a
morir; va a morir por primera y última vez". No me acostumbro a ello. Me
lo repito continuamente. Aunque fuera en diferido, los disparos siempre son
definitivos porque esa vida es única e irrepetible y el cuerpo de la venda
cae doblado sin poderse sustituir. El asombro, sin embargo, nos tienta en la
pantalla con el siguiente anuncio de líneas aerodinámicas de un automóvil.
Nos tienen necesariamente que tentar con la sorpresa porque la publicidad sabe
que nos estábamos quedando adormecidos con tanta muerte. Se nos sacude
entonces con los objetos deslumbrantes ya que al parecer los sujetos
repetitivos y sangrantes -quizá sólo por ser repeutivos- nos provocan sopor.
Entonces pasa y vuelve a pasar el objeto iluminado y musical desde todos los
ángulos insólitos y se deja ver, mirar y admirar cuantas veces sea necesario
hasta que lo consumamos en vida antes de que la muerte llegue. Cuando la
muerte llega de nuevo en la secuencia siguiente del noticiario -ese tanque,
por ejemplo, que está aplastando al niño inocenteno sabemos si ello es
realidad o ficción, tan maquillada aparece la realidad con su disfraz de
afeites. Exclamamos entonces, ¡qué horror! Pero estamos en el segundo plato
y continuamos masticando nuestra cena de horrores. La vida sigue.
UN CAMINO PARA APRENDER A VER: VER
"Aprendo a ver", confesaba Rilke caminando por las calles de París.
"No sé por qué decía-, todo penetra en mí más profundamente y no
permanece donde, hasta ahora, todo terminaba siempre. Tengo un interior que
ignoraba. Así es desde ahora. No sé lo que pasa (...) ¿.Lo he dicho ya?
Aprendo a ver -repetía-. Sí, comienzo" (Los apuntes de Malte Laurids
Brigge).
¿Dónde aprendió esto Rilke? Lo aprendió en Cézanne, pero antes lo
aprendió en Rodin, viendo trabajar a Rodin. "No se trata más que de
ver", dirá también Rodin.
Naturalmente, no se puede ver continuamente, en el sentido de atender, de
comprender sin pausa.
Para eso están la vigilia y el sueño, el reposo y la acción. El ojo no
sólo necesita pestañear sino relajarse para tomar nuevo impulso, para
proyectarse otra vez. La mirada oscila en su movimiento, como oscila la
respiración, como lo hace la atención. "La atención, por sí misma, no
tolera la fatiga -dirá Guitton citando a Simone Weil-. Guando esta se hace
sentir, la atención ya no es casi posible a menos que se esté bien
ejercitado. Vale más, entonces, abandonarse, hacer una pausa; después, más
tarde, recomenzar, interrumpirse y volver a empezar, tal como se inspira y se
expira".
Pero en el momento del proyectarse de nuevo, la pupila que cae sobre el
espacio -sobre nuestros vecinos, nuestros contemporáneos, nuestros
próximos/prójimos en el espacio cercano- no puede rastrear con somnolencia
el tiempo en que vivimos, es decir, no puede adormecerse sobre las personas
vivas -no soñadas ni recortadas- en el tiempo.
Aquella frase que oí directamente en el boulevard Raspail de París en el tan
comentado mayo del 68 -"que paren el mundo, que me quiero bajar"-
era un resoplido de hastío y de abandono en una boca de vejez juvenil. El
mundo ha de continuar (y queramos o no continúa), y la valentía es proseguir
en el mundo -hacerse mundo- y mejorarlo a cada vuelta. Las vueltas las da el
mundo y las doy yo con él, o quizá al revés, cuanto mejor dé yo la vuelta
mejorando mi giro personal y en apariencia tan insignificante, más se
enriquecerá la vuelta del mundo en el girar de la historia.
Para eso está la atención, la comprensión, la compasión, el aprender a ver
al otro lado y dentro de los demás, el aprender a ver dentro de uno mismo.
Para eso está el asombro. El asombro es poner de rodillas a la inteligencia
ante la naturaleza. La poetisa polaca Szymborska, premio Nobel en 1996,
exclamaba: "Las nubes son una cosa tan maravillosa, un fenómeno tan
magnífico, que se debería escribir sobre ellas. Es un eterno happening sobre
el cielo, un espectáculo absoluto: algo que es inagotable en formas, ideas;
un descubrimiento conmovedor de la naturaleza. Intente imaginarse el mundo sin
nubes".
Entre nosotros, Claudio Rodríguez ha cantado excepcionalmente a la mirada
absoluta en "Alianza y Condena":
Porque no poseemos, vemos. La combustión del ojo en esta hora del día,
cuando la luz, cruel de tan veraz, daña la mirada, ya no me trae aquella
sencillez. Ya no sé qué es lo que muere, qué lo que resucita. Pero miro,
"Sin el asombro, el hombre caería en la repetitividad y, poco a poco,
sería incapaz de vivir una existencia verdaderamente personal" (fe y
razón) cojo fervor, y la mirada se hace beso, ya no sé si de amor o
traicionero.
¿QUÉ SE VE CUANDO SE MIRA AL HOMBRE?
La mirada se hace beso, escribe el gran poeta español. Estamos, pues, en el
otro extremo del espacio del ojo. Al "ojo por ojo" del Antiguo
Testamento se le procura reemplazar con "el amor es ojo", en
expresión de Ricardo de San Víctor. Pero hay que preguntarse si en las
enormes urbes hostiles, con sus calles de precipitación y sus grandes
superficies de consumismo, ante las aceras de inmigrantes y en los portales
del paro, bajo ventanas de violencia y chillido y también en las plazas
ociosas de los bostezos, el amor llega a ser ojo, el amor es ojo, de tan
cargada que esté la pupila de compresión. é0 estamos aún en el ojo por
ojo, no hemos salido aún del ojo por ojo en el cruce sesgado de los rencores?
La luz de la pupila del hombre no puede dirigirse tan sólo a los objetos y a
las acciones sino mirar profundamente al propio hombre. "El ojo que ves
no es/ ojo porque tú lo ves,/ es ojo porque te ve", dirá Machado.
¿Qué se ve entonces cuando se mira al hombre? ¿Se mira algo realmente? En
el hombre "los conocimientos fundamentales derivan del asombro suscitado
en él por la contemplación de la creación: el ser humano se sorprende al
descubrirse inmerso en el mundo, en relación con sus semejantes con los
cuales comparte el destino. De aquí arranca el camino que lo llevará al
descubrimiento de horizontes de conocimientos siempre nuevos. Sin el asombro
el hombre caería en la repetitividad y, poco a poco, sería incapaz de vivir
una existencia verdaderamente personal" (Fe y razón).
Lo más curioso es que estamos llamados a perpetuarnos en el asombro.
Nosotros, que vivimos en el dejá vu, en la costumbre de creer haberlo visto
todo, la frase de San Pablo "ni ojo vio, ni oído oyó, ni pasó por el
corazón del hombre, las cosas que preparó Dios para los que le aman" (I
Cor 2,9) nos proyecta a una sorpresa sin cansancio, nos conduce a un asombro
infinito cuyo secreto está en que nunca dejaremos de asombrarnos.
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AUTOR:(*) José Julio Perlado. En Nuestro Tiempo Nº 567 septiembre 2001.