Las cuatro libertades

Por Vicente Huerta


La persona humana es principio de sus propias operaciones, principalmente conocer y amar, que son las operaciones específicamente humanas. A través de estas operaciones el hombre posee enormes posibilidades de perfeccionamiento: puede conocer más o amar más intensamente. La libertad es otra de las principales características del ser personal. Permite al hombre alcanzar su máxima grandeza o su máxima degradación, siendo, en cualquier caso, autor de su propia vida. La libertad empapa todo el actuar humano, de modo que no se concibe que se pueda ser verdaderamente humano sin ser libre.

El hombre tiene distintas experiencias de la libertad. La más elemental tiene una forma negativa: como ausencia de coacción (libertad de). Más interesante -y más rica- es la forma positiva, entendida como autoposesión o dominio de los propios actos (libertad para). Otra forma de experimentar la libertad es mediante la experiencia de la responsabilidad, pues nos hace sabernos dueños de nuestros actos y por tanto responsables de ellos.

Un examen positivo del concepto de libertad nos muestra que se sitúa entre tres coordenadas fundamentales: apertura, actividad y posesión[1]. Ser libre estar abierto a nuevas posibilidades de encuentro o nuevos fines, tener un fuera al que ir. Ser libre es actividad, es moverse, poder cambiar. La modernidad interpreta la libertad como cambio, como estar abierto al cambio, es más, como capacidad de producir las posibilidades del cambio. Es evidente que una radicalización de esta idea conduciría al absurdo: para que se pueda dar una identidad tiene que haber cosas que no cambien (tiene que haber una “verdad”, por eso la modernidad tiende al escepticismo). Libertad, por último, es poseer y no ser poseído (que sería esclavitud). Se pueden poseer cosas, pero no personas, la relación posesiva con otras personas degradaría su dignidad. También hay que tener cuidado con la posesión de cosas: el hombre necesita tener cosas para vivir, pero la “necesidad” de tener cosas nos podría empobrecer o minimizar la libertad. En realidad libertad es autoposesión (poseerme a mí mismo).

La clave de una libertad que no sea destructiva está en la educación, que –dicho sea de paso– constituye una de los fracasos más espectaculares de la modernidad. Lo principal que se debe educar es la voluntad. La educación consiste en adquirir un saber que me sirva para dominarme a mí mismo respetando a los demás y usando las cosas adecuadamente, un saber que me permita actuar estando a la escucha de lo que en cada caso es más conveniente.

La libertad la podemos considerar en cuatro planos:

Naturaleza:

Todos igual
1. Libertad fundamental (querer)
2. Libertad de elección (preferir)

Persona:

Puede crecer
3. Libertad moral (un poder que crece con los hábitos)
4. Libertad política (lo que se me permite hacer)

En la exploración filosófica de la libertad a lo largo de los XXV siglos de historia se ha analizado la libertad en estos cuatro aspectos. En los dos primeros se nos habla de la libertad no como algo que se tiene, sino como algo que se es: como lo más radicalmente constitutivo del ser humano. Los dos segundos consideran la libertad no tanto en el plano de lo dado, como en el de las conquistas, como un proceso de liberación que se da a dos niveles: el biográfico personal moral y el socio-político.



Libertad fundamental
Es el sentido más profundo de la libertad, sobre el que se fundamentan los otros sentidos. Es una de las capacidades de la naturaleza humana, forma parte del ser humano en el que hay un espacio interior –intimidad– que nadie puede poseer si uno no quiere, en el cual yo me encuentro a disposición de mí mismo. Es un poseerse en el origen, ser dueño de uno mismo y, por tanto, de las propias acciones. La libertad fundamental no se puede quitar de ningún modo, ningún cautiverio es capaz de suprimir este nivel de libertad. El hombre tiene un dentro que es inviolable y que le permite mantener un amor o una creencia “contra viento y marea”, nunca podrán obligarme a amar u odiar a nadie: en ese espacio interior no es posible la coacción. El único modo de suprimir esta libertad sería suprimir al hombre mismo, por eso todas las formas de perseguir la libertad de pensamiento o de conciencia están condenadas al fracaso.

Esta libertad interior es el fundamento de la dignidad de la persona y la base de los derechos humanos, pues de ella brotan la libertad de expresión, el derecho a la libre discusión en la búsqueda de la verdad, el derecho a la libertad religiosa, el derecho a vivir según las propias convicciones y la propia conciencia, o el derecho a seguir el propio proyecto vital o vocación.

Esta libertad es la “constitutiva apertura de nuestro ser a todo lo real”. Pero además de apertura es actividad que debe realizarse diseñando libremente la conducta. La libertad fundamental es, por tanto, la inclinación a autorrealizarse haciendo que el hombre sea causa de sí mismo en orden a las operaciones: se mueve uno a sí mismo hacia donde uno quiere para alcanzar la propia plenitud. El hombre, en cuanto es radicalmente libre, está en sus propias manos. Esta libertad es la que hace que nos entendamos como un proyecto, la que hace posible forjar un proyecto de vida. Ser libre es poseerse.

Es importante entender que la libertad del hombre no es una libertad abstracta (no estamos hablando de un ser abstracto, que parte de cero) es una libertad situada en unas circunstancias (herencia genética, cultura, familia, etc.), una libertad que se encuentra con una “síntesis pasiva” de circunstancias anteriores a ella y que deben ser asumidas. Yo no soy libre de tener una determinada constitución biológica o psicológica, pero si soy libre para asumirla o no en mi proyecto vital. Hay cosas que nosotros queremos y cosas –buenas o malas– que “nos pasan” sin que nosotros queramos. Imaginarse que la libertad consiste en la ausencia total de limitaciones puede ser una peligrosa fantasía. El hombre tiene cuerpo, historia, origen, y toda esa “síntesis pasiva” de circunstancias que condicionan nuestra existencia, y esto no hemos de verlo necesariamente como una rémora, sino como una riqueza que me pone en condiciones para realizar mi proyecto vital.

La libertad de elección
Frente a esta libertad constitutiva ó fundamental está la libertad de elección. Tenemos conciencia de que podemos elegir y de que podemos elegir esto o aquello. Es lo que se conoce como libertad de arbitrio o libertad de elección, es ésta la acepción más común de la palabra libertad. Choice es la palabra inglesa que hoy se utiliza más para designar la libertad de elección. Es la libertad que fomenta la sociedad de consumo que tiende a considerar la sociedad como un inmenso "supermercado". ¿Está la raíz de la libertad e esta posibilidad de elegir? Es decir ¿el hombre es libre porque elige o elige porque es libre? Elige porque es libre. La raíz de la libertad no está tanto en la posibilidad de elección (en la existencia de alternativas) como en la autoposesión. Reducir la libertad a la libertad de elección entre más o manos ofertas es trivializar la libertad humana, que siempre implica un cierto compromiso, una puesta en juego de la propia existencia.

El liberalismo se basará en un concepto de libertad que valora en exceso la posibilidad de elegir. Dirá que la libertad significa, de modo principal, elección, y que basta elegir para agotar los proyectos de quien es libre. Lo importante es elegir; el bien o el mal son categorías externas a la libertad, no influyen en ella. Representante cualificado de este modo de pensar es J. S. Mill, para quien "si una persona posee una razonable cantidad de sentido común y experiencia, su propio modo de disponer de su existencia es el mejor, no porque sea el mejor en sí mismo, sino porque es un modo propio"[2].

Sostiene Mill que “la única libertad que merece ese nombre es la de perseguir nuestro propio bien a nuestra manera mientras no intentemos privar a los demás del bien que es suyo (...) Cada uno es el mejor guardián de su propia salud física o espiritual. La humanidad se beneficia más consintiendo a cada uno vivir a su manera, que obligándole a vivir a la manera de los demás”[3]. Esta mentalidad está muy extendida en Occidente y viene a sostener que cada uno es libre de elegir lo que quiera siempre que los demás no se vean perjudicados: aunque alguien se equivoque, es preferible dejarle en el error antes que imponerle una opinión o una elección que no sea la suya propia. No se puede hablar de proyectos de libertad mejores o peores. Lo más que se puede decir al hombre es que somos libres, pero no cómo ser bueno, cómo vivir una vida buena.

Este modo de entender la libertad va necesariamente acompañado de la idea de que todos los valores son igualmente buenos para aquél que libremente los elige, pues lo que los hace buenos no es que en sí mismo lo sean, sino el hecho de que son libremente elegidos. Las categorías de verdad y bien han sido sustituidas por la autenticidad. Lo importante no es hacer el bien o el mal (son categorías subjetivas, que dependen de cada uno), sino ser coherente con uno mismo, actuar de un modo auténtico, no siguiendo normas que vienen de fuera de uno mismo. Este planteamiento tiene parte de verdad.

La libertad de elección, efectivamente, está en la base, sin ella no habría libertad. Pero no podemos reducir la libertad a este único aspecto, pues esto acarrearía importantes deficiencias:

· Reducir la libertad a espontaneidad

· Supone que el hombre es naturalmente bueno (ignora la realidad del pecado)

· Deslizamiento hacia el individualismo y la insolidaridad

· Negar que las acciones tengan un valor objetivo: el único valor sería la autenticidad

· Deslizamiento hacia un peligroso naturalismo: es bueno lo que me apetece o lo que dicta el instinto[4].



Libertad moral
El uso del libre arbitrio produce costumbres y hábitos. La naturaleza se perfecciona con los hábitos, ya que éstos hacen más fácil alcanzar los fines del hombre. Se puede definir el hombre como un ser intrínsecamente perfectible, que se tiene a sí mismo como tarea. Esto es posible por el carácter abierto de la persona: sus posibilidades son en cierto modo ilimitadas y están en función de las decisiones que vamos tomando.

La creación de hábitos que facilitan el desarrollo de las posibilidades de cada persona es lo que llamamos virtud. La virtud es un fortalecimiento de la voluntad fruto de un ejercicio adecuado de nuestra libertad, gracias a ella uno adquiere una fuerza que no tenía y puede aspirar a bienes arduos cuya consecución exige tiempo y esfuerzo. Si el hombre elige mal, si opta por lo que no le conviene, le sobreviene un debilitamiento de su naturaleza que se llama vicio, una especie de hábito negativo que le incapacita para conseguir posibles bienes. Así pues, la libertad moral puede ser una ganancia de libertad en la medida en que uno se vuelve capaz de hacer cosas que antes no podía.

La realización de la libertad consiste, por tanto, en un conjunto de decisiones que van diseñando la propia vida y que podemos llamar proyecto vital. Vivir es ejercer la capacidad de forjar proyectos, y de llevarlos a cabo. De ahí que, dependiendo de la ambición de los proyectos las vidas sean grises, iluminadas, previsibles, rutinarias, heroicas, aburridas, etc. La libertad fundamental con la que nos ha dotado nuestra naturaleza debe ser desarrollada en el tiempo hasta completar la propia biografía. Podríamos afirmar que la libertad moral consiste en la realización de la libertad fundamental a lo largo del tiempo según un proyecto vital.

En este camino la espontaneidad no basta. Si no hay un hacia dónde, una meta, la libertad se hace irrelevante y trivial (¿whisky o ginebra?). La libertad se mide por aquello respecto de lo cual la empleamos. Por eso en ella lo importante son los proyectos, el blanco al que apuntan las trayectorias, el fin que se busca. La vida de las personas se parece más a una prueba de “tiro al blanco” que a una carrera (“corres bien, pero fuera del camino...” dice San Agustín). “La existencia de los héroes, según nos la cuentan, es simple; como una flecha, va en línea recta a su fin” (M. Yourcenar).

A la virtud de aspirar a lo verdaderamente importante los clásicos la llamaban magnanimidad. Nosotros hoy podemos seguir diciendo que todo ser humano merece aspirar a cosas grandes, aunque su consecución sea difícil. El riesgo y la dificultad son propios de los valores más altos. Si no hay un fin alto e importante, un proyecto que valga la pena, la elección se reduce a lo trivial y la persona se empobrece vitalmente. A estas metas altas que el hombre se propone se les llama ideales. Un ideal es un modelo de vida que uno elige para sí y se convierte en un proyecto vital cuando se decide a ponerlo en práctica.



Libertad política
La realización de la libertad exige que en la sociedad se pueda hacer lo que uno quiere. La libertad social consiste en que los proyectos vitales puedan vivirse, que toda persona tenga en sus manos la posibilidad de realizar sus metas. La mayor miseria humana es la falta de libertad para desarrollarse autónomamente, podríamos definir la miseria como aquella situación en la que el hombre queda reducido a una dinámica mecánica, en la que no puede crecer[5]. La libertad social se puede definir como liberación de la falta de recursos económicos, jurídicos, políticos, afectivos, etc. Liberación de la ignorancia, la pobreza, la falta de propiedad, la opresión política, la inseguridad, la soledad, etc. La miseria es la forma más grave de ausencia de libertad, porque conlleva la falta de bienes necesarios para la realización de la vida humana.

Una sociedad abierta[6] es aquella en la que la libertad existe, no sólo en teoría, sino también en la práctica. En los últimos siglos la sociedad norteamericana se ha convertido en un cierto prototipo de “sociedad abierta” en la que cada uno es causa de su propio éxito o fracaso. La radicalización de esta postura puede conducir a una sociedad excesivamente competitiva, que no conoce la virtud de la piedad hacia los perdedores. Por eso no es extraño encontrar bolsas de pobreza en el seno de las sociedades más desarrolladas.

Las sociedades abiertas son –lógicamente– sociedades permisivas, en las que el pluralismo, la diversidad y la tolerancia son valores irrenunciables, que adoptan la forma de un ideal al que aspirar, a partir del hecho de que somos distintos, y hemos de respetarnos como somos. El proceso cultural de los últimos siglos en Europa nos ha enseñado que esa pluralidad no es una pérdida, sino una ganancia. El respeto al pluralismo es un valor que trasciende con mucho a la tolerancia del permisivismo. En el fondo de lo que podríamos llamar la “ideología de la tolerancia” encontramos una visión liberal del hombre en la que la libertad es entendida, en gran medida, como emancipación e independencia, es decir, como ausencia de vínculos y autonomía respecto de cualquier autoridad. Este sentido de la libertad conduce inevitablemente a la soledad.

La tolerancia entendida como permisivismo pretende excluir cualquier forma de reproche hacia conductas distintas de las que nosotros practicamos. Esto es lo que se llama “corrección política”, consiste en no reprochar a nadie su conducta y evitar cualquier manifestación que pueda ser interpretada como discriminación (querid@ amig@). Ahora bien, el problema de esta manera de entender la sociedad es que si nos olvidamos del valor de lo real, si todo se reduce a opiniones y ningún tipo de convicción tiene más entidad que su contraria, nos quedamos sin motivos para ser tolerantes. Una tolerancia absoluta (como un relativismo absoluto) es insostenible. Siempre habrá cosas “intolerables”. El problema es dónde poner los límites de la tolerancia ¿Qué pasaría en una sociedad democrática si la mayoría quisiera la intolerancia o algo que va contra el ser humano? El defecto contrario a la tolerancia sería el autoritarismo, una forma de gobierno paternalista que considera a los hombres como menores de edad, no como seres libres. Hoy en día el autoritarismo más temido es el que proviene del fundamentalismo. Quizá un niño necesite un mando sin opción, pero esto es en la medida en que se está afianzando su carácter. Una educación –y un gobierno– es buena cuando incentiva a comportarse libremente.



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[1] . Cfr. Alvira, R. La libertad y sus ilusiones, en Atlántida, 7 (1991) 37-43.

[2] . Stuart Mill, Sobre la libertad, Espasa Calpe, Madrid 1991, p. 161.

[3] . Ibid., 79.

[4] . Comenta Marina en un artículo a propósito de un consultorio radiofónico en el que se aconsejaba a los jóvenes tener relaciones sexuales cuando se desee: “Ese consejo es de una simplicidad mortal. La libertad es la adecuada gestión de las ganas, y unas veces habrá que seguirlas y otras no (...) La inteligencia integra el deseo dentro de proyectos más amplios brillantes y creadores (...) Con frecuencia se confunde espontaneidad con libertad, lo cual es una muestra de analfabetismo. Todos los burros que conozco son, desde luego muy espontáneos, pero tengo mis dudas acerca de su libertad”

[5]. Cfr. J. Vicente - J. Choza, Filosofía del hombre, p. 413.

[6]. Por contraposición a las sociedades cerradas donde está casi todo decidido de antemano, como ocurría en el sistema gremial de la Edad Media. Era una sociedad mucho más “estática” en la que apenas había la posibilidad de que uno pudiera elegir su destino.

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