Ascética y mística de la libertad

Del libro "Para una idea cristiana del hombre. Aproximación teológica a la Antropología."
pp. 109-137.

Juan Luis Lorda
Ed. Rialp, 1999.


1. Acontecimientos que invitan a pensar
2. Reconocimiento de una conquista cultural
3. La amenaza del aburrimiento (un reto para occidente)
4. Una cultura de la libertad (ascética de la libertad)
5. El sentido de la libertad (mística de la libertad)

 

1. Acontecimientos que invitan a pensar

Desde 1989, estamos en una situación histórica nueva que afecta a la vida, las aspiraciones y las ideas de muchos millones de personas. El comunismo ha fracasado, primero como ideología y también como sistema de poder establecido, y ha dejado un inmenso vacío.

Nunca ha existido una oferta ideológica y política tan fuerte y tan universal. El enorme poder del comunismo consistía en esa combinación leninista de ideología marxista, pretendidamente científica, y de maquinaria política al servicio de la ideología: afirmaba la ideología con la autoridad absoluta de la ciencia, e imponía sus criterios con todo el peso de sus estructuras políticas; una concentración de poder jamás vista. Por eso también ha ejercido una opresión incomparable.

Durante decenios, en los países donde ha dominado, el comunismo ha sido la única doctrina posible sobre la sociedad; y casi en el resto del mundo, la "otra" alternativa; que operaba como una tentación constante, impulsada por grupos activos más o menos iluminados y por concienzudas estrategias de propaganda. Las demás doctrinas y fuerzas políticas se han visto obligadas a definirse, total o parcialmente, a favor o en contra. Así ha determinado, directa o indirectamente, casi todo el panorama ideológico y político mundial. Por eso, su desaparición crea un enorme vacío: el espacio ideológico y político se ha liberado, de repente, de esa presencia obsesiva e invasora.

Hay que adaptarse a la nueva situación y hay que desprenderse de las deformaciones que ha producido tanta presión ideológica y política. Entre otras, hay que desprenderse del hábito de "simetría" política e ideológica (izquierda/derecha) que el comunismo generó, por su interpretación dialéctica de la historia, y también por motivos simplemente estratégicos. Es sencillamente falso que durante el siglo XX hayan combatido en el mundo "dos" ideologías, que podríamos llamar comunismo y capitalismo o liberalismo(1). El comunismo no ha tenido un rival de la misma naturaleza, porque no ha existido nunca un sistema ideológico y político tan compacto como él. Es verdad que en los países occidentales no comunistas existe un pensamiento liberal y también unas prácticas capitalistas. Pero no forman un sistema comparable con el comunismo, ni desde el punto de vista ideológico ni, mucho menos, desde el punto de vista de las estructuras del poder.

La ideología comunista creía poseer la explicación científica global del mundo al postular las leyes fundamentales y necesarias de la materia y de la historia. Entendía la sociología -la ciencia de las sociedades- como si fuera una ciencia natural, como la física o la química, dominada por leyes necesarias y generales, que podían ser conocidas y controladas por la razón. Quienes gobernaban debían ocuparse de la aplicación técnica de esa ciencia totalitaria. Así se han permitido horribles operaciones de lo que se ha llamado "ingeniería social"(2).

Hay que aprender de la historia. Pero hay que aprender bien, leyendo con cuidado lo sucedido. El dato que se deduce de la triste historia del siglo xx no es que ha fracasado "uno" de los sistemas ideológicos posibles, sino que todo sistema ideológico que pretenda abarcar la entera realidad es inhumano(3). Y es inhumano, aparte de otros muchos errores, porque desconoce la fuerza creativa de la libertad de cada persona. Esa propiedad singular y admirable, fácilmente reconocible y obvia para el análisis fenomenológico, hace de cada hombre una fuente de la historia, un acontecimiento nuevo sobre la tierra.

La libertad de las personas es una de las causas irreductibles de los hechos sociales. No se puede reducir ni a los procesos de la naturaleza ni a la estadística de los grandes números. Es la prueba de que existe un ámbito de la realidad que está más allá de la materia, porque tiene leyes distintas. Por eso, es necesario, como formuló Düthey, dividir metodológicamente las ciencias al menos en dos grupos: ciencias de la naturaleza, dominadas por la necesidad de la materia, y ciencias del espíritu donde interviene ese fenómeno irreductible, que es la libertad.

Las ciencias sociales -la historia, la sociología o la economía- pertenecen a este segundo grupo y deben tener en cuenta la libertad personal como un fenómeno originario y característico de su construcción científica. Toda explicación mecanicista y necesaria de los procesos sociales es errónea, precisamente porque no la tiene en cuenta. Y es una grave violencia -un despropósito- intentar transformar cualquier sociedad de un modo técnico o, mucho peor, mecánico, sin emplear los resortes propios de la libertad; es decir, la motivación y la persuasión mediante el ejercicio de una autoridad legítima y razonable, con el debido respeto a las conciencias.

Por eso, es necesario acostumbrarse al vacío ideológico dejado por el comunismo. Hay que acostumbrarse a no tener una ideología que lo intente explicar todo y que asegure técnicamente su transformación. Ese es el marco público de la libertad.

Estamos en una situación nueva. Es el momento de redescubrir la política; que no es, de ninguna manera, el campo de aplicación de los sistemas ideológicos, como ha sido en los regímenes totalitarios, ni tampoco el campo de combate entre ideologías contrarias, como ha sucedido en los regímenes parlamentarios por la tremenda distorsión que producía en ellos la presencia marxista. La política no se guía por maximalismos ideológicos, sino precisamente por el ejercicio de la prudencia. Es un arte y no una técnica. Las sociedades no necesitan ideologías para progresar, sino experiencia, sentido común y honradez: sabiduría para gobernar a las personas y experiencia para gobernar las cosas. Y hoy es tarea de los intelectuales recordarlo.

2. Reconocimiento de una conquista cultural

Todos los países donde el comunismo ha desaparecido se han visto obligados a cubrir el hueco, y han asumido en mayor o menor medida, las instituciones del liberalismo económico (libre mercado) y político (sistema de libertades y democracia parlamentaria).

Pero es muy importante que no permanezcan entre los esquemas mentales, los viejos y malos hábitos de la simetría. Hay que acostumbrarse a vivir sin "ideologías". La política no las necesita. El liberalismo no es una ideología como el comunismo. No hay que pretender que lo sea. Se trata de algo mucho más modesto y también más maduro.

Al hablar de liberalismo, hay que distinguir tres cosas: los programas de los partidos liberales, las doctrinas de los pensadores liberales, y las instituciones políticas liberales. Aquí no hablaremos de los partidos políticos, donde la etiqueta "liberal" puede incluir desde partidos tradicionales hasta libertarios.

En cuanto a las doctrinas, y a pesar de algunos intentos teóricos, el liberalismo carece de unidad(4). En realidad, se pueden distinguir, como propone Hayeck(5), dos grandes grupos: la tradición ilustrada continental, sobre todo francesa (Roussseau, Condorcet), y la filosofía política británica, escocesa e inglesa (Hume, A. Smith, A. Ferguson, W Pales). La primera está marcada por el racionalismo y tiende a la construcción racionalista del Estado; a la segunda, más pragmática, le basta con proponer unas reglas de juego. Esta división no es muy firme pues hay autores que podrían considerarse intermedios (Montesquieu, J.S.Mill) y otros, cambiados del lugar que les correspondería por su origen geográfico (según Hayeck, por ejemplo, cabría situara Tocqueville en la mentalidad liberal británica, y, en cambio, a Hobbes y Paine en la continental).

Basta esto para mostrar que no existe una doctrina común liberal. Sólo existe una cierta concordancia de aspiraciones y de principios. Como decía Benjamin Constant en el siglo pasado, el liberalismo es un sistema de principios(6). Pero su mérito principal no es especulativo. La justificación y los desarrollos teóricos de las diversas doctrinas liberales suelen parecernos insuficientes y, muchas veces, ingenuos (el contrato social de Rousseau, etc.). Y con razón, pues las ciencias humanas han progresado mucho desde entonces y nos dan una visión de la realidad mucho más rica y matizada.

En realidad, la aportación principal del liberalismo político no es especulativa, sino más bien política y educativa. A pesar de sus ingenuidades y de sus simplificaciones, ha conseguido expresar jurídicamente y dar carta de naturaleza en el ámbito político a algunos principios de derecho natural, como la dignidad, libertad y la igualdad fundamentales de los hombres. Y en parte por deducción de esos principios y, en parte por la evolución de la praxis política, ha conseguido crear un conjunto de instituciones (separación y equilibrio de poderes, democracia parlamentaria, reconocimiento de derechos fundamentales) y unas costumbres sociales que proporcionan el marco para una convivencia real y pacífica. Su gran logro es que unos principios teóricos verdaderos y fundamentales hayan llegado a configurar profundamente la mentalidad y los hábitos de muchas sociedades.

El Estado de derecho creado por los principios liberales, con el reconocimiento constitucional de la igualdad fundamental entre los ciudadanos, de las libertades individuales y políticas, de la división de los poderes, y de las garantías jurídicas, ha proporcionado un nivel de ejercicio de libertad y de protección frente a muchas formas de violencia (y especialmente a la violencia arbitraria que pueden ejercer quienes detentan el poder), que no encuentra parecido en toda la historia de la humanidad. El liberalismo político ha creado ámbitos completamente nuevos de libertad social. Es preciso reconocerlo.

Es verdad que resulta un poco ridículo hacer de los principios liberales una especie de religión, como, a veces, sucede en la tradición ilustrada y en la retórica parlamentaria. Es verdad que en su compleja y variada historia se han mezclado a veces prejuicios y motivos menos nobles. Es verdad que tiene unas expresiones filosóficas algo ingenuas y simplistas. Pero es de justicia reconocer la bondad de sus logros. Por ellos el liberalismo se ha impuesto como la forma política habitual de los países desarrollados. Hoy no es pensable el Occidente sin esta notable y variada creación jurídica y cultural.

Así, el liberalismo no es una ideología como el comunismo, sino un conjunto principios que toman su fuerza del derecho natural y de instituciones jurídicas enriquecidas por la experiencia. Por eso, puede resultar culturalmente empobrecedor convertirlo en una posición doctrinal, con definiciones ideológicas o caracterizarlo con las oposiciones doctrinales del pasado (como el laicismo, por ejemplo)8. No tiene sentido ser "partidario del liberalismo" con un grado de adhesión intelectual y afectiva semejante a la que podía tener un comunista respecto a su ideología. Esto sería hacer pervivir los fantasmas del pasado. Hay que superar la dialéctica de las etiquetas que no hacen más que confundir la vida intelectual y política. Lo que interesa es la adecuada formulación de los principios, que sirven para educar, y la eficacia de las instituciones, que sirven para gobernar.

Pero no todo son ventajas. La experiencia ha puesto de manifiesto al menos cinco deficiencias del liberalismo, que conviene tener muy presentes precisamente ahora, en momentos de transformación política.

a) La primera es su individualismo. Al exaltar las libertades individuales, la tradición liberal tiende a olvidar los lazos naturales y las obligaciones que vinculan a los hombres entre sí, que no han encontrado una, expresión jurídica suficiente. Tiende a pensar todo en términos de individuos y de Estado y desconoce todo lo demás. La mentalidad liberal continental, que es fuertemente estatalista, ha chocado con las llamadas "instituciones intermedias" (matrimonio, corporaciones, asociaciones), porque presiente que limitan las libertades individuales, sin comprender bien su naturaleza, ni su contribución a la vida personal y social.

b) La segunda es su insolidaridad. Aunque jurídicamente se afirma la igualdad, los individuos de hecho no son iguales ni en sus capacidades ni en sus medios de fortuna. Por eso, en un régimen de libertad plena se producen graves desequilibrios, debidos a los procesos de acumulación de poder económico y de marginación; y los débiles pueden quedar en manos de los fuertes. De hecho se ha hecho necesaria la intervención del Estado para equilibrar las diferencias más graves, garantizar la solidaridad y promover la igualdad de oportunidades en el acceso a los bienes comunes, especialmente los de la cultura

c) En tercer lugar, la tradición liberal, precisamente por su individualismo, no ha conseguido una fórmula satisfactoria para encuadrar las relaciones del trabajo con el capital, o mejor, para la participación del trabajador en la sociedad en que trabaja. Se ha impuesto la fórmula jurídica de la sociedad anónima, que es la clave del capitalismo. A pesar de su simplicidad que la ha hecho tan operativa, consagra al capital como verdadero agente de la vida económica, dándole personalidad jurídica. En cambio, el trabajo es tratado prácticamente como un bien que se compra en el mercado. En la misma fórmula jurídica no se contemplan ni su valor humano ni los vínculos personales a que da lugar. Los abusos prácticos han provocado, en los dos últimos siglos, la formación de sindicatos y otras organizaciones profesionales, y la intervención reguladora y arbitral del Estado. Así se ha desarrollado una doctrina jurídica que protege las condiciones del trabajo y de la jubilación.

d) La cuarta debilidad del liberalismo es que la afirmación de la tolerancia como principio de respeto de todas las formas del pensar, y de la democracia como principio de decisión y fuente de verdad jurídica, tienden a crear una mentalidad relativista. Se confunde el derecho que cualquier persona tiene para expresarse libremente con el supuesto de que todas las opiniones que se expresan valen lo mismo. Y al afirmar incondicionalmente la libertad, se acaba recelando de toda verdad, porque puede imponer límites a la libertad.

e) La quinta debilidad ahonda en esta paradoja. En la medida en que todos los principios se relativizan y pueden ser negados, la libertad que el sistema liberal quiere proteger puede volverse contra el propio sistema. Las democracias occidentales han tenido y tienen graves problemas frente a grupos violentos con fuerte identidad, como ya sucedió en la ascensión democrática de Hitler al poder.

Hay que reconocer que, en el Estado liberal, la libertad ha encontrado una expresión jurídica y social mejor que la igualdad y la fraternidad. La historia ha demostrado el acierto de las fórmulas políticas liberales para crear un régimen externo de protección de libertades. Pero también ha demostrado que la libertad no puede ser considerada

como el único principio que configura la vida social. Por eso, en todos los países de tradición liberal se han introducido correcciones prácticas a las ideas liberales, creando un Estado intervencionista.

Este Estado ha crecido intentando proporcionar cada vez más servicios al ciudadano y se ha convertido en el llamado Estado de bienestar. Hoy se advierten los síntomas y problemas de un crecimiento excesivo. Los Estados modernos parecen inmensos autómatas administrativos. La complejidad legal y burocrática ha superado las posibilidades reales de control de los propios dirigentes, que no son capaces de dominar bien sus resortes y gobernarlos con eficacia. Además, las inmensas concentraciones de poder atraen la avidez de los ambiciosos. Y las dificultades de control de un aparato tan complejo, facilitan la corrupción. El Estado escapa a sus propios controles y, desde luego, al control de los ciudadanos, que lo conocen desde lejos y sólo intervienen votando ocasionalmente. El equilibrio de poderes y el espíritu democrático que propugnaba la doctrina liberal se han difuminado.

Por eso corren hoy vientos tan fuertes en favor de la reducción del Estado. Es el momento de una sociedad más activa. Pero no se puede lograr sólo legislando, sobre todo cuando el sistema legal está sobresaturado. Es más bien un problema educativo. Se necesita un cambio de mentalidades, al que están llamados a contribuir todos los agentes de la cultura, para aumentar la responsabilidad ante el bien común. Por eso, es tan oportuna una reflexión sobre el sentido de la libertad y sobre el modo de difundir una auténtica educación de la libertad.

3. La amenaza del aburrimiento (un reto para occidente)

El extraordinario desarrollo de las ciencias y de las técnicas a lo largo del siglo xx ha creado nuevos espacios de libertad. Nunca ha existido tal dominio sobre la materia. Las nuevas técnicas de explotación, inspiradas por la ciencia y estimuladas por el comercio, han permitido multiplicar la producción y cubrir sobradamente las necesidades materiales de la sociedad. Jamás han estado las sociedades tan liberadas de los agobios de la necesidad. Aunque no estén a salvo de las sorpresas de la biología (como hemos podido ver con el SIDA), ni de las grandes catástrofes naturales, que periódicamente se producen.

Debido al uso masivo de maquinaria, la productividad de un trabajador actual es equivalente a la de docenas de trabajadores del siglo xix y quizá a la de cientos de la Edad Media. Por poner un ejemplo, en condiciones normales, un trabajador del campo actual puede cosechar en pocas horas y cómodamente una inmensa extensión que antes habrían cosechado varias docenas de trabajadores trabajando de sol a sol. Y además, la productividad del terreno es mucho mayor por el mejoramiento de las técnicas de roturado, de abono, de previsión y combate de las plagas. Y lo mismo sucede en todos los sectores de la industria: unos pocos empleados en una fábrica textil consiguen producir la misma cantidad de tela que cientos de antiguos telares artesanos, donde consumían su vida tantas personas trenzando hilo tras hilo.

El inmenso crecimiento de la producción ha tenido un gran impacto social y cultural con efectos diversos: ha cambiado las formas de vida en muchos países, ha originado un grave problema ecológico y ha dado lugar también a tres fenómenos nuevos en la historia de la humanidad, que afectan directamente a la libertad.

En primer lugar, por primera vez en la historia, la producción lleva la delantera a las necesidades del consumo: nunca se habían producido tantos excedentes. Esto ha originado el vigor de la publicidad, que intenta crear nuevos y más extensos hábitos de consumo, y nuevas necesidades para poderlas abastecer. Toda la economía moderna gravita sobre ella. Y es el factor más característico de la nueva forma de sociedad, que llamamos sociedad de consumo. Nunca se habían utilizado tantos medios para provocar y condicionar los gustos del público. Probablemente no existe ninguna otra instancia educativa moderna que ponga tanto interés y reúna tantos medios para transmitir mensajes. La publicidad está creando el clima social de los países desarrollados, envolviéndolo en un caparazón artificial difícil de superar. Tiende a manejar y absorber todos los resortes de la motivación humana, reclamando constantemente y por todos los medios la atención. Es preocupante su capacidad de modelar las mentalidades y de crear un clima de opinión. Aparte de que las depuradas técnicas de condicionamiento que descubre y usa pueden emplearse para otro tipo de manipulaciones.

En segundo lugar, la mecanización de las tareas agrícolas ha liberado extensos estratos de población. Y ha permitido el trasvase a otros tipos de trabajos industriales y de servicios. Se han diversificado las tareas. Frente a un pasado donde la mayor parte de la población ha estado atada, en diversos grados, a la tierra, hoy la inmensa mayoría está emancipada y puede dirigir su actividad más o menos a su gusto. La sociedad es más compleja y mucho más variadas las posibilidades de elección profesional. Hay más libertad para elegir la orientación de la propia vida.

En tercer lugar, se ha generado mucho tiempo libre. Los tiempos de trabajo se han reducido, en parte como conquista laboral, y en parte también como consecuencia necesaria de la mecanización masiva. Las empresas tienden a reducir sus plantillas y a trabajar menos horas a la semana. Esto ha producido una revolución en las costumbres, es decir, una revolución cultural. Se ha dicho que vivimos en una "civilización del ocio", aunque también hay que lamentar que no se emplee toda la mano de obra disponible y el azote del paro se haga sentir.

La multiplicación del tiempo libre es uno de los cambios culturales más importantes de este siglo en los países desarrollados. Los espacios de tiempo libre, o, por usar el titulo de la famosa novela de Ishiguro, "Los restos del día", han crecido y se han convertido en la parte principal de la vida de muchos millones de personas. A veces, se crea una contraposición: por un lado el tiempo dedicado al trabajo y a las obligaciones; por otro, los tiempos libres. Los primeros se soportan, y se viven como una esclavitud. En cambio, los tiempos de ocio son considerados como la verdadera vida, donde se espera la realización personal. Así se crea un juego de expectativas e insatisfacciones, de lo que es una muestra la llamada "neurosis del fin de semana".

Los grandes filósofos griegos -Sócrates, Platón, Aristóteles- consideraban el ocio, junto con la política, como la actividad fundamental de los hombres libres. Pero entendían que debía dedicarse al cultivo de la contemplación filosófica(9). Esta concepción, que ya entonces era elitista, está, desde luego, muy lejana a nuestra experiencia cultural. Una cultura basada en el consumo se muestra incapaz de dar otras respuestas masivas que no sean las del entretenimiento y la evasión.

Ante la creciente demanda, la industria ha reaccionado ofreciendo nuevas posibilidades (turismo, juego, deporte, espectáculos), a lo que hay que añadir las posibilidades inmensas y todavía apenas exploradas de la realidad virtual (videojuegos). Las medias de consumo de televisión oscilan entre tres y cinco horas diarias en los países industrializados. Además del efecto de irrealidad (acostumbrarse a vivir en un contexto irreal), todos los entretenimientos tienen necesariamente un rendimiento decreciente y acaban cansando. Esto provoca la búsqueda de emociones más fuertes, especialmente entre los jóvenes y tiene también efectos negativos: aumento de "Kamikazes" y juegos de riesgo, evasión dura (nuevas drogas) y opciones radicales, que son más emocionantes que las normales. Frente a la oferta de evasiones, la vida cotidiana y normal, puede parecer anodina y sin interés.

Así el tiempo libre se ha convertido en una victoria y también en un problema(10). El aburrimiento, síntoma del vacío existencial, se ha convertido en la enfermedad colectiva de la cultura occidental(11). Esta cultura que ha sido capaz de superar los graves límites de la necesidad, tropieza con la amenaza del aburrimiento, porque no tiene respuestas sobre el sentido de la libertad. Es curioso, por ejemplo, el desgaste del concepto de eternidad. Desde su experiencia vital, muchos miran con recelo un tiempo sin límite, y algunos como una tortura, porque no conciben cómo evitar el aburrimiento (12).

Nunca tantas personas han podido disponer en tanta medida de sí mismas. Nunca ha existido, para tanta gente, un espacio real tan amplio para el ejercicio de su libertad, en las grandes elecciones de la vida (profesión, vivienda, matrimonio) y en el empleo concreto de su tiempo. Pero esto reclama criterios sobre el sentido de la libertad(13). La tradición liberal no puede darlos porque no quiere tener una respuesta sobre el sentido de la vida humana. En cierto modo, piensa que, si existiera, limitaría la libertad". Sólo se ocupa de defender los aspectos formales y externos de la libertad, especialmente las libertades políticas (libertad de). El sentido de la libertad personal (libertad para qué) hay que obtenerlo de otras fuentes.

4. Una cultura de la libertad (ascética de la libertad)

Si, buscando respuestas, acudiéramos a las distintas tradiciones sapienciales de la humanidad nos encontraríamos con un dato sorprendente y casi unánime, pero muy olvidado entre nosotros. Tanto en la tradición filosófica platónica, aristotélica y estoica, como en la tradición budista y en las antiguas religiones orientales, como en el judaísmo, el cristianismo, y el Islam, encontraríamos una advertencia semejante. En fuerte contraste con la tendencia consumista de Occidente, todas las tradiciones sapienciales afirman que el hombre, en primer lugar, debe ser libre ante sus deseos. Ésta es la primera dimensión de la libertad: la libertad interior.

Todas las tradiciones sapienciales han experimentado que, en el interior del hombre, hay fuerzas centrífugas y solicitaciones opuestas, que a veces se oponen violentamente entre sí. Todas conocen la agitación de las pasiones; tienen experiencia del daño que se hace a sí mismo y a los demás el hombre que no sabe dominar sus impulsos; y desean la paz de una conducta prudente, guiada por la razón. Es necesario que la razón logre imponerse sobre todas las fuerzas centrífugas que se mueven en el interior del hombre.

La tradición de la filosofía occidental llegó a la conclusión de que el ejercicio de la racionalidad es el presupuesto y el marco de la libertad. El hombre libre es el que se conduce por los dictados de su prudencia, el que es razonable. El ser humano está inclinado por naturaleza a vivir de acuerdo con su razón, pero sólo lo logra cuando domina los demás resortes de la psicología, principalmente la imaginación, los sentimientos y los deseos. Por eso, la libertad interior es una conquista que cada persona debe realizar. Debe adquirir el dominio de sí mismo, imponiendo en su conducta la regla de la razón. Esto es la virtud.

En una de sus felices síntesis, Max Scheler ha dicho que el hombre es un "animal ascético""4; su espíritu sólo aparece en la cumbre cuando logra sobresalir y poner orden en los estratos inferiores, especialmente en la afectividad, en el mundo de los deseos. Sin ascética, sin la práctica del dominio de sí, el espíritu humano apenas puede manifestarse y desarrollarse normalmente. Resulta sorprendente que este principio tan importante de la sabiduría universal se haya evaporado prácticamente de nuestra cultura. La historia moderna de la reclamación de las libertades parece haber olvidado prácticamente las condiciones internas de la libertad, que sin embargo, estaban presentes en sus inicios.

A primera vista, las causas son variadas. Por una parte la ingenuidad ilustrada, de corte roussoniano, que piensa que basta que un hombre sea educado para que sea virtuoso. Por otra, la confusión irracionalista y romántica entre libertad y espontaneidad, que tiene raíces muy largas, y que cree que cada uno lleva dentro algo importante que ha de expresar sin cortapisas. Por otro, influye un exagerado respeto por la libertad ajena privacy-, que lleva a no poder enjuiciar serenamente la motivación de los distintos tipos de conducta.

Así, frente a las presiones de grupos libertarios, que suelen ser muy beligerantes, la cultura democrática se encuentra sin argumentos. Y va desfigurando y desgastando sus ideales humanistas, logrados por la afortunada combinación de la filosofía griega, el civismo romano y la moral cristiana. Por miedo a herir, no se atreve a señalar qué conducta es racional y cuál no. Pero, sin criterio y sin ejemplos, no se puede educar. De este modo, la educación pública ha dejado de transmitir la idea de que sea necesario refrenar y someter los deseos, que es una de las columnas de la sabiduría universal.

El principio ascético sapiencial de que el hombre debe dominar sus deseos para ser libre, está unido a la determinación de una escala de valores, que distingue entre bienes superiores e inferiores, bienes del alma y bienes del cuerpo. Hay que dominarse en lo inferior para poder alcanzar lo superior. Los bienes superiores no pueden ser alcanzados sin una accesis rigurosa que libere del excesivo y a veces engañoso atractivo de los bienes inferiores. Esto contrasta con la mentalidad consumista secuestrada por la publicidad, que desconoce la existencia de tales bienes.

En medio de una cultura de la abundancia, cada vez más preocupada por la salud y por el cultivo de lo corporal (ejercicio físico, deporte, danza) para mantenerse en forma, prolongar la vida y conseguir un cuerpo bello, hay que recordar que el espíritu también necesita ejercicio para mantenerse sano. Sin ascética no hay virtud, y sin virtud, no hay libertad. Hoy forma parte de la tarea de un intelectual hacer brillar los ideales humanistas en el seno de una sociedad que los olvida(15).

5. El sentido de la libertad (mística de la libertad)

La doctrina estoica y otras tradiciones sapienciales, como el budismo, han dejado una valiosa experiencia sobre el dominio de sí, que proporciona ánimo y ejemplos. Pero no ofrecen una respuesta suficientemente positiva sobre el sentido de la libertad. Están limitados por sus presupuestos doctrinales.

Las doctrinas estoicas se conforman con salvar el decoro del hombre racional, por encima de las pasiones y de los males de la vida. Les basta lograr una "aurea mediocritas", un equilibrio vital, porque son fundamentalmente pesimistas con respecto a las posibilidades de la vida. Por su parte, el budismo piensa que todos los deseos, sin distinción, son aspiraciones vanas y causas de dolor. Ve en la tendencia a la acción, el origen del desorden del mundo y se esfuerza en eliminarla. La "apatheia" de la sabiduría griega y, en mayor medida, el "nirvana" budista, a pesar de sus muchos valores, resultan demasiado próximos a la anulación. Y no pueden dar satisfacción a las aspiraciones de felicidad y realización personal.

Es evidente que el sentido de la libertad se juega en la pregunta por si existe o no una realización personal. Cuestión muy difícil si tenemos en cuenta que el ser humano es mortal y está sometido al ciclo biológico de maduración y envejecimiento. Las aspiraciones humanas, en sí mismas, son tan vagas y variadas que no dan respuesta suficiente sobre su sentido. La experiencia enseña que pueden tomar direcciones muy diversas y que, con frecuencia, nos engañan, causando muchas frustraciones y sufrimientos. De ahí el prudente escepticismo estoico o budista.

La doctrina platónica tiene una respuesta positiva y señala que la realización personal consiste en alcanzar los bienes invisibles, mediante el desprendimiento de los bienes visibles. Platón promete al alma inmortal gozar del mundo inmaterial de la verdad y la belleza, que está por encima de este mundo corporal transitorio. La ascética platónica está animada por una mística de la contemplación (el eros platónico). Pero todavía resulta insatisfactoria. Por un lado reduce la realización al aspecto noético, cognoscitivo o estético. Por otro, no valora en absoluto las condiciones temporales e históricas en las que se desarrolla la vida humana. Todo lo que no sea medio para la contemplación no le interesa. Es demasiado trascendente.

La tradición de pensamiento cristiano, que reconoce el valor de la ascética platónica, ha ido más lejos. Y ha encontrado una formulación especialmente lúcida y solemne sobre el sentido de la libertad humana, en la Constitución Pastoral Gaudium et Spes, del Concilio Vaticano II. A imagen de la Trinidad, que es comunión de personas, el hombre es un ser social por naturaleza. Realizarse significa, sobre todo, desplegar esa dimensión: en relación con Dios y en relación con los demás. Por eso, el sentido de la libertad y su plenitud se alcanzan en la donación de sí mismo: "Esta semejanza (con la Trinidad) demuestra que el hombre, única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí misma, no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás"(16).

Vale la pena repetirlo por la importancia de lo que se dice: "No puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás". Esta formulación tan escueta encierra una enseñanza fundamental. La realización del hombre y el sentido de su libertad culminan en el mandamiento del amor, entendido en un sentido nuevo específicamente cristiano. Esta deducción no es fruto del pensamiento especulativo, sino de una revelación. Pero una vez revelada y una vez presente en la cultura, la razón es capaz de reconocer la bondad de esta doctrina y de asombrarse ante la belleza de sus expresiones, que son testimonio de su verdad.

El amor cristiano es un amor personal, de comunión o ágape, y se distingue netamente del deseo, que las tradiciones estoica y budista rechazan. Resulta útil recordar, en este sentido, la vieja distinción escolástica entre amor concupiscentiae y amor benevolentiae". Entre el amor-deseo o amor-necesidad, que tiende a apropiarse de aquello a lo que aspira; y el amor-donación, donde el amante se entrega a lo que ama. El segundo participa del carácter creativo del amor de Dios. Y es exactamente lo contrario de una mentalidad consumista, que tiende a poseer -a consumir- todo lo que desea.

Porque el hombre es un ser necesitado", no puede dejar de desear los bienes que necesita para su pervivencia y desarrollo. Pero su relación con el mundo es mucho más rica. Junto a los bienes que necesita consumir (uti), puede reconocer la existencia de otros bienes que no se consumen, sino que se contemplan y se gozan ( frui): la verdad y la belleza. Esta es la esfera del ecos platónico.

El cristianismo añade una tercera dimensión que exige una nueva actitud; además de los bienes que necesitamos consumir y de los que merecen nuestra contemplación, están las personas, que merecen nuestro amor. El platonismo no llegó a captar el universo personal. La noción de persona es una noción cristiana, forjada en la historia. Usando una terminología fenomenológica, el pensamiento cristiano ha llegado a la conclusión de que el valor de la persona exige una respuesta adecuada, que es el amor. Es lo que Juan Pablo II ha llamado "norma personalista"18. Un principio de extraordinaria importancia, tanto desde el punto de vista moral como educativo. Encierra todos los ideales del humanismo cristiano, expresándolos de un modo nuevo.

El eros platónico se mueve en el universo impersonal e intemporal de la verdad y de la belleza, mientras que el amor cristiano se mueve en un universo personal e histórico -se realiza en el tiempo presente-. El ágape cristiano es un amor de comunión que se expresa, confirma y realiza en acciones reales e históricas, porque se refiere a Dios y a las personas concretas que viven en la historia. Y se realiza en la donación a los demás de las capacidades reales, de la atención, del tiempo, de todos los talentos y los bienes. En definitiva, se manifiesta en actos de entrega y servicio.

El amor-entrega es la respuesta cristiana al sentido de la libertad. Es también la respuesta al malestar de la sociedad de consumo, al aburrimiento vital, que no sabe emplear las propias capacidades. Sería erróneo entenderlas de un modo egoísta, cuando, por naturaleza, son talentos que deben ser empleados en servicio a los demás. La persona humana se realiza a través de su trabajo cuando lo entiende como un servicio a los demás; y se realiza en el ocio, cuando lo entiende como el descanso necesario y ocasión de dedicarse a la contemplación y a la relación con los demás. Y cuando le sobran capacidades o el aburrimiento amenaza, la propuesta cristiana no es la evasión, sino la entrega de esas energías a tantas tareas que lo merecen. El aumento reciente del voluntariado es un signo esperanzador en este sentido.

La realización del amor cristiano se expresa en el doble mandamiento de la caridad: amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como Cristo nos enseñó. Y sigue un criterio de proximidad: hay que amar al prójimo; esto da una prioridad razonable a los lazos humanos ya establecidos. Pero no se encierra allí, ya que, como ilustra la parábola del buen samaritano, otras personas se cruzan, quizá ocasionalmente, en nuestras vidas, y se hacen entonces prójimos. Hoy son muchos más debido a los medios de comunicación que nos acercan las tragedias y necesidades de todo el mundo. Pero en este punto conviene ser claros, por el peso que todavía tienen algunas deformaciones de tipo ideológico: el amor cristiano se realiza no tanto mediante el compromiso con "ideas", sino mediante la entrega real e histórica con "personas".

Nuestra sociedad de consumo necesita que se le recuerde la importancia de la accesis, para que no quede anegada por las exigencias del amor-deseo. Necesita que se le abran los ojos a los bienes que se pueden contemplar y gozar: la verdad (ciencias y sabiduría) y la belleza (estética y moral). Y necesita también que se le ayude a descubrir el plano de los bienes personales: descubrir el amor, como comunión y entrega a Dios y al prójimo. Esta es la mística de la libertad. Las circunstancias culturales nos invitan hoy a desarrollar la norma personalista y la idea mística del amor-donación, con la ascética que necesita, para dar un criterio sapiencial, profundo y práctico, al sentido de la libertad.

Hay que poseerse para darse. "Hermanos -escribe San Pablo-,vuestra vocación es la libertad, no una libertad para que se aproveche la carne; al contrario, sed esclavos unos de otros por amor. Porque toda la ley se concentra en esta frase: "Amarás al prójimo como a ti mismo""(19).


Notas:

1.- Jean François Revel, El conocimiento inútil, Planeta, Barcelona 1989.

2.- Cfr. P. Johnson Tiempos modernos, Vergara, Buenos Aires 1988.

3.- Cfr. H. de Lubac, El drama del humanismo ateo, Encuentro, Madrid

4 John Gray intenta definirlo por las características esenciales, en Liberalismo, Alianza, Madrid 1986.

5 F. A. Hayek, The constitution of Liberty, Routledge and Kegan Paul, London 1960.

6 Cfr. D. Negro Pavón, voz Liberalismo, en Gran Enciclopedia Rialp, XIV, 295-302.

7 Estos principios, a pesar de las polémicas del siglo pasado muchas veces desenfocadas, en mucha parte son principios culturalmente cristianos; virtudes que, a veces, se han vuelto locas, como dice Chesterton en Ortodoxia (Orthodoxy), aunque lo refiere a un ámbito más amplio.

8 Son todavía útiles las observaciones de J. Maritain en Cristianismo y democracia.

9 J. Pieper ha dedicado a esto algunos ensayos breves, Glück und kontemplation y Musse und Kult, recogidos y traducidos al castellano en El ocio y la vida intelectual Rialp, Madrid 1983 (5a).

10 Un análisis del aburrimiento como la principal frustración moderna, en el cap. VI de V. E. Frankl, Das Leiden am sinnlossen Leben, Herder, Freiburg 1977 [tr. esp. Ante el vacío existencial, Herder, Barcelona 1994 (7a)].

11 Albert Camus representa en La Chute, esa vida superficial que sólo intenta huir del aburrimiento: "Je ne peut supporter de m"ennuyer et je n"apprécie dans la vie que les récréations" Gallimard, Paris 1989, 64. "Je vivais donc sans autre continuité que celle, au jour le jour, du moimoi-moi... J"avan~ais ainsi á la surface de la vie, dans les mots en quelque sorte, jamais dans la réalité. Tous ces livres á peine lus, ces amis á peine aimés, ces villes á peine visitées, ces femmes á peine prises! Je faisais des gestes par ennui, ou par distraction" (Ibidem, 55).

12 El horror de un tiempo sin límite aparece reflejado, por ejemplo, en el cuento de Jorge Luis Borges, Los inmortales, recogido en El Aleph.

13 Los pensadores liberales suelen moverse en los aspectos formales y externos de la libertad y no en su proceso interno, donde aparece su relación con la verdad. Piensan que lo segundo -la verdad- es subjetivo y se conforman con actuar sobre lo objetivo. Isaiah Berlin, por ejemplo, interpretando a J. S. Mill, distingue dos acepciones de la libertad: libertad negativa (libertad de) que es la libertad de coacción, el espacio de libertad que crean los derechos del individuo: que permiten a cada uno desarrollarse según sus ideas propias; y libertad positiva (libertad para), que es la soberanía o el poder necesario para ejercer la propia libertad realizándola en la vida social. Four Essays on Liberty, Oxford University Press 1969 (tr. esp. Cuatro ensayos sobre la libertad, Alianza Madrid 1988).

14 En El puesto del hombre en el cosmos, Losada, Buenos Aires 1984 (17), 72.

15 Es de notar el reciente interés sobre este concepto fundamental de la ética, entre algunos estudiosos norteamericanos, sobre todo A. MacIntyre, After Virtue. Como divulgación, es significativa la recopilación de textos del ex-Secretario de Educación William J. Bennett, The Book of Virtues, Simon & Schuster, New York 1993 (tr. esp. El libro de las virtudes, Vergara, Buenos Aires 1995).

16 Concilio Vaticano II, Constitución Pastoral Gaudium et Spes, 24

17 Una bella versión moderna de esta distinción es la que da C. S. Lewis en su The four Loves (tr. esp. Los cuatro amores, Rialp).

18 En el epígrafe sobre "El mandamiento del amor y la norma personalista", capítulo I de Amor y responsabilidad, Razón y fe, Madrid 1978 (2a), 36-41, especialmente, 38.

19 Gal 5,13-14

Gentileza de http://www.arvo.net/
para la BIBLIOTECA CATÓLICA DIGITAL