Lectura
inaugural
Lectura
inaugural (principium) presentada por Santo Tomás en el segundo día de su
promoción como maestro de Teología en la Universidad de París, en la
primavera de 1256.
Traducción de Horacio Bojorge, S.I
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PRÓLOGO
El Rey y Señor de los cielos, estableció desde la eternidad la siguiente
norma: que sus dones llegasen a las creaturas inferiores por medio de otras
intermedias. Por lo cual dice Dionisio en el capítulo quinto de la Jerarquía
Eclesiástica que es una sacratísima ley de la divinidad que las creaturas
intermedias sean conducidas por las primeras hasta Su divinísima luz.
Pero, ciertamente, esta ley no sólo rige en el orden espiritual sino que
también rige en el orden de las creaturas materiales.
Por lo que dice Agustín, en el libro De Trinitate III: que así como los
cuerpos más groseros y torpes son gobernados mediante un cierto orden por los
cuerpos más sutiles y poderosos, así también todos los cuerpos materiales
lo son por el espíritu racional de la vida.
Y por eso, el Señor expresó este hecho mediante una metáfora tomada del
orden de realidades materiales, diciendo en el Salmo que la sobredicha ley se
cumple también en el modo de comunicación de la sabiduría espiritual: “Tú
das de beber a las montañas desde tus altas moradas; del fruto de tus obras
se sacia la tierra” (Salmo 103,13).. Tenemos la evidencia sensorial de que
las lluvias descienden de la altura de las nubes, y que, regadas por ellas,
las montañas manan las fuentes y los ríos con los que la tierra se sacia y
es fecundada.
De manera semejante, desde las alturas de la divina sabiduría son regadas las
mentes de los doctos, que se comparan con las montañas, por cuyo ministerio
es derramada la luz de la sabiduría divina hacia la mente de los oyentes.
Así que, por lo tanto, podemos considerar, en la palabra que se nos propone,
cuatro aspectos, a saber: la elevación de la doctrina espiritual; la dignidad
de los que la enseñan; la condición de los oyentes; y el modo de proponerla.
Capítulo 1
Esta elevación se pone de manifiesto en que dice: “desde tus altas moradas”.
Según la Glosa: Desde los más altos arcanos. Porque la Sagrada doctrina
tiene esa elevación por tres razones:
En primer lugar por su origen, ya que ésta es una sabiduría de la que se
dice que “viene de lo alto” Santiago 3,17 y Eclesiástico 1,5: “la
fuente de la sabiduría es la Palabra de Dios en las alturas”.
En segundo lugar por la sutileza de la materia, según dice el Eclesiástico
24,7: “Yo, en las alturas he plantado mi tienda” . Hay, en efecto, algunas
cosas elevadas en la divina sabiduría, a las cuales todos llegan, si bien
imperfectamente, ya que el conocimiento de que existe Dios está inscrito en
todos por naturaleza. Como dice el Damasceno, y como se dice a este propósito
en Job 36,25:
“Todos los hombres la contemplan, el hombre la ve de lejos”.
Pero en cambio hay algunas que cosas son aún más elevadas, de modo que sólo
las alcanza la inteligencia de los más sabios, con la sola guía de la
razón, y a estas se refiere Romanos 1,19: “pues lo que se conoce de Dios se
haya claro en ellos, puesto que Dios se lo manifestó”
En cambio hay otras cosas que son elevadísimas, y que trascienden el alcance
de la razón humana, y respecto de ellas está escrito en Job 28,21: “ocultóse
a los ojos de todo viviente”. Y en el Salmo 17:12: “Se rodeó de un velo
de tinieblas”. Pero aún estas cosas, los maestros sagrados, enseñados por
el Espíritu Santo que escudriña “aún las profundidades de Dios” (1 Cor
2,10), las trasmitieron en el texto de la Sagrada Escritura. Y éstas son
aquéllas regiones altísimas, en las que se dice que habita esta Sabiduría.
En tercer lugar, por el fin de la sublimidad: porque tiene un fin altísimo
que es la vida eterna, Juan 20,31: “y estas cosas fueron escritas para que
creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que creyéndolo
tengáis vida en nombre suyo”. Y como leemos en Colosenses 3,2: “aspirad a
las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios; aspirad
a las cosas de arriba, no a las que están sobre la tierra”.
Capítulo 2
A causa de la elevación de esta doctrina se requiere por lo tanto que
también los que la enseñan sean dignos. Por lo que se los compara con los
montes, cuando se dice: “das de beber a las montañas”. Y esto por tres
razones, a saber, primero por la altura de las montañas. Las montañas están
elevadas sobre la tierra y cercanas al cielo. Así en efecto los sagrados
maestros, menospreciando las realidades terrenales, anhelan ardientemente
sólo las celestiales, como dice Pablo a los Filipenses 3,20: “porque
nuestra ciudadanía está en los cielos”. Por lo que del mismo Maestro de
maestros, es decir, de Cristo se dice en Isaías 2,2: “y será levantado por
encima de los colados y afluirán a él todas las gentes”
En segundo lugar, debido al esplendor. Porque las montañas son las primeras
que se iluminan con el sol. Y de manera semejante, los maestros sagrados son
los primeros en recibir el resplandor de las mentes. Como los montes, los
doctores son iluminados por los primeros rayos de la divina sabiduría, al
decir del Salmo 75,5: “Fulgente en luz, fuerte, has venido de tus montañas
eternas y se vieron confundidos los de corazón insensato” Esto es por los
doctores que están en comunión con la eternidad, de los que dice Filipenses
2,15c: “entre los cuales brilláis como antorchas en el mundo”.
En tercer lugar, por la seguridad que brindan los montes, ya que gracias a las
montañas el país se defiende de los enemigos. Y así debe haber doctores de
la Iglesia para defensa de la fe contra los errores.
Los hijos de Israel no confían ni en la lanza, ni en las flechas, sino que su
defensa está en los montes. Por lo que increpa a algunos Ezequiel 13,5: “No
habéis acudido a reparar las brechas, ni habéis construido una muralla
alrededor de la casa de Israel, para que pueda resistir en el combate en el
día del Señor”.
En efecto: todos los maestros en las Sagradas Escrituras, deben estar en alto
por la eminencia de sus vidas, para que sean idóneos para predicar
eficazmente; porque, como dice san Gregorio en la Regla Pastoral: “es
inevitable que se menosprecie la predicación del que lleva un vida reprobable”.
Por el contrario, como dice el Eclesiastés 12,6: “Las palabras de los
sabios son como picanas y como estacas clavadas en lo alto”. No puede
estimular el corazón o traspasarlo de temor de Dios, si no está establecido
en la altura de una vida superior.
Deben estar iluminados para que extraigan de la Escritura una enseñanza
adecuada, según dice Pablo en Efesios 3,8: “A mí, el menor de todos los
santos, me fue concedida esta gracia: la de anunciar a los gentiles la
inescrutable riqueza de Cristo, y esclarecer cómo se ha dispensado el
Misterio escondido desde los siglos en Dios”.
Bien armados para refutar los errores y discutirlos, como anuncia el Señor
por Lucas 21,15: “Yo os daré una elocuencia y una sabiduría a la que no
podrán resistir ni contradecir todos vuestros adversarios”.
Y estas tres ocupaciones, es decir: predicar, explicar las Escrituras y
refutar los errores, las enumera Pablo en Tinto 1,9b: “que sea capaz de
exhortar [en la predicación] con la sana doctrina [en la lección] y refutar
a los que contradicen [en la discusión]”.
Capítulo 3
De lo tercero que debemos tratar es de la condición de los oyentes, que se
compara con la tierra sedienta, por lo que se dice: “se saciará la tierra”.
Y esto se dice porque la tierra es lo más bajo, como dice la Escritura en
Proverbios 25,3: “Como el cielo en altura y como la tierra en profundidad”,
[así el corazón de los reyes es insondable]. Pero es asimismo estable y
firme: “la tierra siempre permanece” (Eclesiastés 1,4b); y es asimismo
fecunda: “Produzca la tierra hierba verde que dé semilla y árboles de
fruto que dé fruto según su especie” (Génesis 1,11).
De la misma manera, a semejanza de la tierra deben ser los ínfimos por la
humildad: “con los humildes está la sabiduría” (Proverbios 11,2). Pero
también deben ser firmes por su sentido de la rectitud: “para que no seamos
ya niños fluctuando de acá para allá, dando vueltas a todo viento de
doctrina por lel fraude de los hombres” (Efesios 4,14).
Asimismo han de ser fecundos como es la tierra, para que los palabras de
sabiduría que oyen den fruto en ellos: “lo que cayó en tierra buena, son
los que, con corazón bueno y excelente, habiendo oído la palabra, la
retienen y llevan fruto en virtud de la constancia” (Lucas 7,15). Les es muy
necesaria la humildad para la disciplina que viene por brindar oído a la
palabra: “Si te gusta escuchar, aprenderás, y si inclinas tu oído serás
sabio” (Eclesiástico 6,33).
Así que se necesita un juicio recto de parte de los oyentes, como está
escrito: “¿No discierne el oído las palabras como el paladar gusta el
alimento?” (Job 12,11). Pero también se necesita la fecundidad en cuanto a
la invención, por medio de la cual, a partir de lo poco que se ha oído, el
buen oyente anuncie muchas más, según el Proverbio: “dale al sabio y será
aún más sabio [instruye al justo y crecerá en ciencia] (9,9)
Capítulo 4
En cuanto al modo de la generación [de lo que es imperfecto a partir de lo
más perfecto] se señala aquí tres aspectos que son: en cuanto al modo de la
comunicación [de una perfección], en cuanto a la cantidad [de perfección
comunicada] y en cuanto a la calidad del don recibido.
En primer lugar, en cuanto al modo de la comunicación. Porque la mente de los
maestros no puede captar todo lo que está contenido en la divina sabiduría.
Por lo cual no se dice: “las alturas den de beber a la tierra directamente”
sino “del fruto de tus obras se sacia la tierra”. Por lo que Job dice: “¡cuán
poca cosa hemos oído de Él!” (26,14b).
También de manera parecida, ni todo lo comprenden los maestros, ni trasmiten
a sus oyentes todo lo que entienden. Como dice san Pablo: “oyó palabras
inefables, que no es concedido al hombre repetir” (2 Corintios 12,4). Por lo
que no dice “que entrega a la tierra el fruto de los montes” sino que “la
sacia del fruto de sus obras”.
Y esto es lo mismo que dice san Gregorio en el libro 17 de las Morales,
exponiendo el pasaje de Job 26,8 donde se lee: “Encierra las aguas en sus
nubarrones sin que su peso lo haga desplomarse”. Dice Gregorio que el
predicador no debe predicarle a los oyentes todo lo que sabe, porque tampoco
él mismo es capaz de conocer la totalidad de los divinos misterios.
En segundo lugar se trata del modo en cuanto al modo de tener los
conocimientos divinos. Porque Dios tiene la sabiduría por su propia
naturaleza. Por lo que se dice que toda su supereminencia le corresponde por
naturaleza: “con Él sabiduría y poder, de Él la inteligencia y el consejo”
(Job 12.13).
En cambio, los maestros participan de esa abundancia. Por lo que se dice que
reciben riego de más arriba: “”Voy a regar los plantíos de mi huerto y a
embeber de agua el fruto de mi prado” (Eclesiástico 24,31). Por su parte,
los que los oyen participan en la medida en que les es suficiente para su
necesidad. Esto es lo que quiere decir la imagen de la tierra saciada: “quedaré
saciado cuando se me manifieste tu gloria” (Salmo 16,15)..
Lo tercero, respecto del poder de comunicación, porque Dios comunica su
sabiduría con su propio poder. Por lo que se dice que él mismo riega los
montes. En cambio, los doctores comunican la sabiduría solamente en virtud de
un ministerio. De donde se sigue que el fruto de los montes no se les atribuye
a ellos mismos sino a las operaciones divinas. “La tierra se sacia”, dice
el Salmo, “del fruto de tus obras”. Por lo que también leemos: “¡y
qué es, pues, Pablo?” y en seguida: “ministros por cuyo medio creísteis”
(1 Cor 3,4.5)
Pero “para esto ¿quién es idóneo?” se pregunta Pablo (2 Cor 2,17).
Porque Dios exige ministros inocentes: “el que sigue un camino perfecto,
ése me servirá” (Salmo 100,6). Ministros inteligentes: “El servidor
inteligente goza del favor del Rey” (Proverbios 14,35). Ministros
fervorosos: “los vientos te sirven de mensajeros, el fuego llameante de
ministro” (Salmo 103,4). Ministros obedientes: “servidores que cumplís
sus deseos” (Salmo 102,21b).
Pero aunque nadie sea por sí mismo capaz de ejercer un ministerio tan grande,
puede esperar que Dios le de la capacidad para ejercitarlo: “no que por
nosotros mismos seamos capaces de discurrir algo como de nosotros mismos, sino
que nuestra capacidad nos viene de Dios” (2 Corintios 3,5). Por lo tanto hay
que pedírselo a Dios: “si alguno de vosotros se ve falto de sabiduría,
pídala a Dios, que da a todos generosamente y no zahiere, y le será otorgada”
(Santiago 1,5).
Oremos. Nos lo conceda Cristo. Amén
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