VIRGEN DE LOS DOLORES

VER SANTORAL

09-15

1. EVANGELIO
Lucas 2, 33-35
(trad. Juan Mateos, Nuevo Testamento, Ediciones Cristiandad 2ª Ed., Madrid, 1987)


33Su padre y su madre estaban sorprendidos por lo que se decía del niño. 34Simeón los bendijo y dijo a María su madre:

-Mira, éste está puesto para que en Israel unos caigan y otros se levanten, y como bandera discutida 35-y a ti, tus anhelos te los truncará una espada-; así quedarán al descubierto las ideas de muchos.


COMENTARIO 1

EL ESTANDARTE IZADO EN LO ALTO COMO SIGNO DE CONTRADICCIÓN

Ante la incomprensión de los padres del niño en todo lo que hace referencia a su futura función mesiánica (se anticipa la incomprensión de que será objeto Jesús entre los suyos), Simeón, dirigiéndose a la madre y usando el mismo lenguaje de María en el cántico, revela que Jesús será un signo de contradicción y que esto lo llevará a la cruz: «Mira, éste está puesto para caída de unos y alzamiento de otros en Israel, y como bandera discutida -también a ti, empero, tus aspiraciones las truncará una espada-; así quedarán al descubierto los razonamientos de muchos» (2,34-35).

El foco, ahora, trata de atraer la atención de María, «la madre» (se excluye José, dejando entrever que éste habría ya muerto antes de que se produjeran estos hechos), sobre el gran revuelo que levantará en Israel la aparición de Jesús, su rechazo por parte de unos, para quienes se convertirá en tropiezo (Is 8,14), y su aceptación por parte de otros, para quienes se convertirá en cimiento o piedra angular (cf. Lc 20,17-18; Is 28,16), o -dicho con otra imagen (muy querida del evangelista Juan [Jn 3,14; 8,28; 12,32.34])- el Mesías será izado en forma de señal o estandarte, al que unos darán la adhesión y otros rechazarán de plano (Is 11,12).

La idea del rechazo del hijo inclina a Lucas a proyectar, a modo de inciso parentético, el efecto de dicho rechazo sobre la madre, por personificar ésta el Israel fiel a la promesa: «tus aspiraciones (lit. "tu psyche [griego] / nephesh" [hebreo]) las truncará una espada», entendiendo por «espada» la muerte de su hijo (cf. Jn 19,25-27), con el fracaso de la salvación que de él se esperaba y la destrucción de Jerusalén por el ejército romano, que echará abajo para siempre la esperanza de una restauración gloriosa. La cruz pondrá de manifiesto las perversas intenciones de muchos en Israel. Ya desde un principio se apunta que la misión de este niño no estará coronada de éxito, sino que representará un gran fracaso a los ojos de su pueblo.


COMENTARIO 2

El Evangelio de hoy nos presenta como temática el destino dramático del Mesías y su madre. El fondo veterotestamentario lo encontramos en las palabras del profeta Malaquías 3, 1-3: sobre la entrada del Señor en el santuario y la gran purificación.

Este texto, que es una bendición-oráculo, pronunciado por Simeón a los padres del niño Jesús, está construido por cuatro elementos, en los cuales se repite sustancialmente el mismo concepto. En el fondo se trata de una profecía con características típicamente bélicas: la señal o estandarte (Salmo 74,5.9), el tomar partido (Lc 12,51) el caer y levantarse (Is 8,14; Sal 20,9), la espada como emblema (Ez 33,2; Am 9,4).

¿Qué será de este niño?... Desde el fondo de este pasaje esta pregunta apunta a la misión de Jesús y su destino. María no está ajena a todo este drama. Ella participa activamente, es solidaria en el dolor significativo que transforma y da vida. No se trata de una participación superficial, cómodamente situada. Toca su ser profundo, su corazón (= centro de la persona). Este texto nos recuerda otros pasajes de la Escritura: El de María al pie de la cruz, el de la mujer vestida de sol, que huye al desierto (Apoc. 12), incluso las palabras proféticas de Génesis 3,15: "Haré enemistad entre ti y la mujer...". Se trata de una batalla entre el bien y el mal. En medio de las luchas y dolores, Dios ha comprometido su Palabra y garantizado el éxito; pero para ello pide a todos colaboración. María se nos presenta en este sentido, como modelo acabado de colaboración activa y solidaria del proyecto de Dios (el Reino) que en el campo de esta historia sufre violencia.

1. Josep Rius-Camps, El Éxodo del Hombre libre. Catequesis sobre el Evangelio de Lucas, Ediciones El Almendro, Córdoba 1991

2. Diario Bíblico. Cicla (Confederación Internacional Claretiana de Latinoamérica)


2. Lunes 15 de septiembre de 2003
Ntra. Sra. de los DOLORES

Heb 5, 7-9: Aprendió a obedecer
Salmo responsorial: 30, 2-6.15-16.20
Jn 19, 25-27: Dolorosa de pie junto a la cruz

«Junto a la cruz de Jesús estaba su madre». Esta presencia significa fidelidad hasta las últimas consecuencias, hasta la muerte.

Nos hemos acostumbrado, sobre todo en Semana Santa, a ver a María como la virgen dolorosa. Sin embargo, el verdadero recuerdo que la tradición cristiana nos ha conservado de ella, es el de una madre valerosa, que se mantuvo firme de pie junto a la cruz, es decir, que no se dejó derrumbar por el dolor. Ella es prototipo de la actitud del valor en medio del sufrimiento. Pero no se trata de cualquier valor, se trata del valor que está sustentado por la esperanza. El corazón de María no se dejó vaciar nunca de esperanza y por eso la comunidad cristiana la recuerda en este día como la madre fiel, que, aún en medio del máximo dolor, acompañó a su hijo hasta la muerte en cruz.

Los cristianos debemos tener los mismos sentimientos de María. En medio del dolor y el sufrimiento que estamos viviendo, no podemos perder la esperanza. Está por amanecer un día nuevo, el día de la vida. Y no sólo el día del recuerdo de la vida: este día de la esperanza no es una utopía, es una realidad que debemos concretar.

Con María, como los pobres de Dios, podemos confiar siempre en el Dios que nos ama, que nos anuncia, con la resurrección de su Hijo, nuestra propia resurrección. También nuestro espíritu se puede alegrar, aún en medio del dolor, por la esperanza que sustenta para nosotros el Dios de la vida.

SERVICIO BÍBLICO LATINOAMERICANO


3. DOMINICOS 2003

Madre, dolor y cruz

Ningún corazón de hijo quiere para su madre una cota alta de dolor, de cruz, de sufrimientos, aunque cierta dosis de los mismos sea inevitable.

Ningún cristiano se goza en el dolor de María, la Madre de Jesús, pero sabe cuánto valor tienen las espadas que atravesaron su corazón, las lágrimas de sus ojos, la niebla del misterio que no dejan ver con claridad la luz, el Calvario en que Jesús se inmola por nosotros.

Hoy en la liturgia hacemos dos cosas: recordamos con amor aquel dolor virginal heroico, y agradecemos con lágrimas su magnanimidad inigualables.

RECUERDO:

La Madre piadosa estaba junto a la cruz
 lloraba mientras el Hijo pendía;
cuya alma, triste y llorosa, traspasada y dolorosa, fiero cuchillo tenía...

Por los pecados del mundo vio a Jesús
en tan profundo tormento la dulce Madre.
Vio morir al Hijo amado, que rindió desamparado el espíritu a su Padre...

Haz que esa cruz me enamore y que en ella viva y more,
de mi fe y amor indicio, porque me inflame y encienda,
y contigo me defienda en el día del juicio. Amén.

GRATITUD:

¡Oh dulce fuente de amor!,
hazme sentir tu dolor  para que llore contigo.
Haz que, por mi Cristo amado
mi corazón abrasado más viva en Él que conmigo.

¡Virgen de vírgenes santas!, 
llore ya con ansias tántas  que el llanto dulce me sea;
porque su pasión y muerte tenga en mi alma,
de suerte que siempre sus penas vea. Amén.

 

Alégrate en tus hijos, Virgen Dolorosa

En la liturgia de hoy (que, según los lugares de celebración, se titula de Nuestra Señora de los Dolores, Nuestra Señora de las Angustias, Nuestra señora de los Siete Dolores) se suele ofrecer un solo texto para la primera lectura y dos alternativos para la segunda: Jn 19, 25-27 y Lc 2, 33-35. Elegimos el primero, María al pie de la Cruz donde su Hijo muere

Lectura de la carta a los hebreos 5, 7-9:

“Cristo, en los días de su vida mortal, a gritos y con lágrimas, presentó oraciones y súplicas al que podía salvarlo de la muerte, y fue escuchado por su actitud reverente. Él, a pesar de ser Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer.

Y, llevado a la consumación, se ha convertido, para todos los que le obedecen, en autor de salvación eterna”.

El Hijo de Dios, hecho hombre, compartió con nosotros todo, menos el pecado, pero sufrió más que nosotros; y en su dolor fue acogido y recibió la bendición del Padre, pero sin renunciar a un átomo del camino de amargura en su fidelidad. María lo imitó.

Lectura del santo Evangelio según san Juan 19, 25-27:

“En aquel día, junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de su madre, Maria la de Cleofás, y María la Magdalena. Jesús, al ver a su madre y cerca al discípulo que tanto quería, dijo a su madre:

Mujer, he ahí a tu hijo. Luego dijo al discípulo: Ahí tienes a tu madre. Y desde aquella hora el discípulo la recibió en su casa."

Dolor y ofrenda. La Madre ofrece a su Hijo, acoge los designios del Padre, y busca nuestra salvación. El Hijo despide a su Madre, y le deja como recuerdo a sus hijos, nosotros. Nosotros bendecimos al Hijo por su mediación salvadora, y bendecimos a la Madre por su corredención.

 

Momento de reflexión

Jesús, sufriendo, aprendió a obedecer.

La Carta a los hebreos nos señala el punto del que debemos partir para entender la personalidad de María y su papel en el proyecto salvífico que Dios ha diseñado. Cristo es el Verbo de Dios que se ha hecho hombre en el seno virginal de María. Y ese “hacerse hombre” no es metáfora de anonadamiento sino anonadamiento real: hombre de carne y hueso, festivo y pasible, gozoso y dolorido, esperanzado y despreciado.

Tanto fue así que “sufriendo aprendió a obedecer”, y en el huerto de los Olivos lloró lágrimas de sangre. Y por medio de la consumación de su vida y obra “se ha convertido en autor de salvación para todos”.

La ofrenda de sí mismo que hizo el Hijo de Dios es el gesto más grande de la creación, y en la plena fidelidad del Hijo se complació infinitamente el Padre, porque en cada acto y suspiro estaba el amor del Hijo desde esta tierra.

En el dolor nos concibió María.

María santísima, Madre de Jesús (y también nuestra), se unió en cuerpo y alma a la acción redentora de su Hijo; y en el camino de la redención gozó de las delicias del amor más puro y sufrió los amargos dolores de su pasión y muerte, como le anunció el anciano Simeón el día de la Presentación de Jesús en el Templo.

¿Cómo podríamos los cristianos olvidarnos de la Madre de Jesús, si ayer hemos celebrado la exaltación de la Cruz en que su Hijo nos redimió?

Mas no se trata de hacer memoria de cualquier modo, sino de hacerla colocándonos todos (Jesús, María y nosotros) en la cumbre del Calvario, donde Jesús le habla a ella un lenguaje nuevo (de maternidad espiritual), y a nosotros otro lenguaje nuevo (de filiación espiritual), con estas palabras:

Mujer, yo me voy, toma como hijo a Juan y a todos los redimidos.

Juan, yo me voy, pero os dejo y os queda mi madre; tratadla como a madre.

Tras escuchar esas palabras, ¿qué hacemos Juan y nosotros?  ¿Le abrimos de verdad  nuestra casa y corazón?, ¿la recibimos con amor filial, y le hablamos como a poderosa y piadosa madre?


4.

LECTURAS: 1TIM 2, 1-8; SAL 27; JN 19, 25-27

1Tim. 2, 1-8. Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre, después de entregar su vida por nosotros, y de resucitar de entre los muertos, ahora está a la derecha de Dios Padre para interceder por nosotros. Toda su vida en este mundo puede considerarse como una continua intercesión a favor de los pecadores; nadie puede sentirse excluido del amor que Dios nos manifestó en Cristo. En Él encontramos la paz interior y la tranquilidad social. Quien acepte a Jesús en su vida no puede, en adelante, convertirse en un delincuente y en un destructor de la Paz. Por su unión a Cristo debe hacer de su vida una continua intercesión a favor de los pecadores, de tal forma que, tanto con sus labios como con su vida misma, manifieste que en verdad no sólo pide la paz, la tranquilidad, sino que trabaja por ella esforzadamente, convirtiéndose así en predicador, apóstol y maestro para quienes buscan a Cristo, pues el testimonio de quien ha nacido de Dios, iluminará su camino y fortalecerá su esperanza.

Sal. 27. Dios jamás se olvida de su pueblo ni del hombre justo. Ciertamente pareciera que a veces la vida se nos torna demasiado difícil. No podemos achacarle a Dios la autoría de los males que los demás podrían causarnos. Hemos de reconocer que Dios siempre estará, no sólo a nuestro lado, sino de nuestro lado; finalmente Él es Dios-con-nosotros. Por eso, quienes participamos de la Unción del Espíritu que reposa en Jesús, debemos apoyarnos constantemente en el Señor ya que Él siempre nos bendice pues no se olvida de que somos suyos. Él nos apacienta y nos conduce hacia la Verdad plena y hacia la perfección del mismo Dios, pues, en la participación de su vida hacia nosotros, no se ha reservado nada, sino que nos ha concedido todo por medio de Aquel que vino a salvarnos y a hacernos hijos de Dios.

Jn. 19, 25-27. Estar junto a Jesús y dejarse contemplar por Él. Dejar que Él penetre hasta lo más íntimo de nosotros. Él descubre nuestras alegrías y tristezas; Él conocerá de nuestra soledad y de nuestras esperanzas; ante Él nada puede ocultarse, pues penetra hasta la división entre alma y espíritu. María, entregada por Jesús al discípulo amado; y el discípulo amado que acoge en su casa a María, se convierten para nosotros en la encomienda que el Señor quiere hacernos a quienes hemos de convertirnos en sus discípulos amados: Acoger a su Iglesia en nuestra casa, en nuestra familia, para que se convierta en una comunidad de fe, en un signo creíble del amor de Dios, en una comunidad que camine con una esperanza renovada. Ciertamente la cruz, consecuencia de nuestro servicio a favor del Evangelio, a veces nos llena de dolor, angustia, persecución y muerte. Mientras no perdamos nuestra comunión con la Iglesia, podremos caminar con firmeza y permanecer fieles al Señor. María, acogida en nuestro corazón, impulsará con su maternal intercesión nuestro testimonio de fe; pero nos quiere no en una relación personalista con ella y con Cristo, sino en una relación vivida en la comunión fraterna, capaz de ser luz puesta sobre el candelero para iluminar a todos, y no luz oculta cobardemente debajo de una olla opaca, viviendo en oración pero sin transcendencia hacia la vida. Así la fe no tiene sentido vivirse. Si Cristo, si María, si la Iglesia están en nosotros, vivamos como testigos que dan su vida para que todos disfruten de la Vida, de la salvación que Dios nos ha dado en Cristo Jesús, su Hijo.

Jesús nos ha reunido en torno a Él para que, juntos, celebremos su Misterio Pascual. Nosotros, como el siervo dispuesto a hacer la voluntad de su amor, estamos de pié ante Él para escuchar su Palabra y ponerla en práctica. Nuestra actitud no es la de quedarnos sentados, como discípulos inútiles. Su Palabra, pronunciada sobre nosotros, nos invita a saber acoger a nuestro prójimo no sólo para hablarle del Reino de Dios, sino para hacérselo entender, para hacérselo cercano desde un corazón que se convierte en acompañamiento del Dios-con-nosotros, que camina con el hombre desde la Comunidad de creyentes en Cristo.

El trabajo por el Reino de Dios no se llevará adelante conforme a nuestras imaginaciones, sino conforme a las enseñanzas y al ejemplo que Cristo nos ha dado. Por eso, hemos de estar dispuestos a acoger en nuestro corazón a nuestro prójimo y a velar por él y a no abandonarlo ni a pasar de largo ante su dolor, ante su sufrimiento, ante las injusticias que padece. Muchas veces contemplamos al pie de la cruz de Cristo a las mujeres abandonadas, injustamente tratadas, viudas o marginadas; vemos a muchos pobres fabricados por sistemas económicos injustos; vemos enviciados y envilecidos por mentes corruptas y ansiosas de dinero sin importarles la dignidad de sus semejantes. ¿Seremos capaces de acoger a toda esta gente para manifestarles, de un modo concreto, realista, que el Señor los sigue amando por medio nuestro? Cristo nos ha confiado el cuidado de los demás para fortalecerlos, para ayudarles a vivir con mayor dignidad, para proclamarles el Nombre del Señor. ¿Aceptaremos esta responsabilidad que el Señor ha querido confiarnos?

Que la Santísima Virgen María, que incluso al pié de la cruz permaneció de pié escuchando a su Hijo, dispuesta a hacer su voluntad; que no rehuyó en la encomienda de irse con el discípulo amado para ayudarle a caminar con el mismo amor y fidelidad puesta a toda prueba con que vivió su Hijo Jesús; que ella, nuestra Madre, interceda por nosotros, para que no nos quedemos en una fe intimista y romanticista, sino que caminemos en una fe de generosidad, de capacidad de acoger a los que sufren, a los pecadores, a los que han sido marginados, para que, disfrutando del amor que Dios quiere que todos poseamos, algún día seamos acogidos eternamente en la Casa del Padre Dios. Amén.

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5.

“Y A TI UNA ESPADA TE ATRAVESARÁ EL CORAZON” (Lucas 2,35)

1. Fue en el momento de la cruz. Se cumplieron las palabras proféticas de Simeón, como atestigua el Vaticano II: “María al pie de la cruz sufre cruelmente con su Hijo único, asciada con corazón maternal a su sacrificio, dando a la inmolación de la víctima, nacida de su propia carne, el consentimiento de su amor”. Por eso, la Iglesia, después de haber celebrado ayer la fiesta de la exaltación de la Cruz, recuerda hoy  a la Virgen de los Dolores, la Madre Dolorosa, también exaltada, por lo mismo que humillada con su Hijo.

2. Cuanto más íntimamente se participa en la pasión y muerte de Cristo, más plenamente se tiene parte también en su exaltación y glorificación. Vio a su Hijo sufrir y ¡cuánto! Escuchó una a una sus palabras, le miró compasiva y comprensiva, lloró con El lágrimas ardientes y amargas de dolor supremo, estuvo atenta a los estertores de su agonía, retumbó en sus oídos y se estrelló en su corazón el desgarrado grito de su Hijo a Dios: “¿por qué me has abandonado?”, oyó los insultos, comprobó la alegría de sus enemigos rebosando en el rostro iracundo de los sacerdotes y del sumo Anás y de Caifás , mientras balanceaban sus tiaras, y de los sanedritas, que se regodeaban en su aparente victoria, contempló cómo iba perdiendo el color Jesús, su querido hijo...Humanamente no se podía soportar tanta angustia. El Padre amoroso la tuvo que sostener en pie.

3. Mientras su Hijo extenuado expiraba, su corazón inmaculado y amantísimo sangraba a chorros, sus manos impotentes para acariciarle, para aliviarle, se estremecían de dolor y de pena horrorosa y su alma dulcísima estaba más amarga que la de ninguna madre en el transcurrir de los siglos ha estado y estaráCuánto dolor, pobre Madre! ¡Qué parto de la iglesia tan doloroso y tan diferente de aquélla noche de Belén! Al fín, inclinó la cabeza y el Hijo expiró. Y nacimos nosotros. “Mujer, ahí tienes a tu hijo”. Por eso el Padre te exaltó a la derecha de tu Hijo asumpta en cuerpo y alma. Cuanto mayor fue tu dolor, más grande es tu victoria.

4. La Madre Teresa de Calcuta ha visto en los hombres a sus hijos, los de la Madre y los de ella. Con cuánta razón es llamada ¡Madre! El 19 de octubre será proclamada Beata. En un excelente programa de la 2 de TVE, cuyo nombre no recuerdo, Joaquín  Soler Serrano entrevistaba a la Madre Teresa de Calcuta. La figura del presentador, arrogante, elocuente, simpático, dominador, con muchas tablas. La de la Madre Teresa pequeña, muy pequeña, nada bella físicamente, surcada de arrugas su frente, su rostro, sus manos, un manojo de sarmientos. Desmañada, encorvada, doblada. El periodista comenzó la entrevista con gran empaque. La monjita respondía desgranando unas palabras como musitadas, desproporcionadas a las del Goliat que le preguntaba con sus potentes armas descriptivas, chispeantes, atractivas. Pero, poco a poco, la figura de la monjita fue creciendo, y ¡oh milagro!, la del Goliat periodista, menguando, disminuyendo, empequeñeciendo, no diré acomplejado, pero rendido, asombrado, reverente, vencido, Goliat ante un David crecido. Emocionado yo también, admiré el poder del espíritu superando a la técnica con tal evidencia, que no pude menos de exaltar y glorificar el fulgor de Dios sobre la opacidad de las obras humanas. Ví el brillar de una Santa que, vamos a ver y a venerar dentro de unas semanas, en los altares.

5. Otro día fue en Roma. El aula Pablo VI luce rebosante. 6000 sacerdotes reunidos de todas las naciones, esperan. Presentaron en el estrado a la Madre Teresa de Calcuta, que iba a hablar a aquella enorme y culta asamblea. Después de los aplausos de la presentación se hizo un gran silencio. Comenzó a hablar aquella mujer menuda y apenas si decía nada, muchos sacerdotes aquí y allá se ponían de pie, porque casi no se la veía. Descendió las gradas del estrado y desfiló por el pasillo saludando con inclinaciones de cabeza, las manos cruzadas sobre el pecho y con una sonrisa maternal y bondadosa, que iluminaba todo su rostro. Atronaron los aplausos largo rato. Me susurró un compañero canadiense: No sabe hablar, apenas se la ve y míranos a todos embobados y entusiasmados… Era el esplendor de Dios que se reflejaba en ella, como la aureola irresistible de Moisés cuando descendía del Sinaí. La Madre Teresa de Calcuta. La persona que ha cautivado al mundo.

6. Otra vez en Calcuta. Su entierro. Su apoteosis. El mundo a sus pies. Las coronas innumerables de flores blancas, llegadas de todas las procedencias, testimoniando el respeto, la devoción asombrada del orbe entero, rendido ante el heroísmo de esta mujer, que no ha querido convencer, sino demostrar. Demostrar que Jesús está en los pobres más pobres, en los niños no nacido y en los pobres moribundos. Entonces dijo Juan Pablo II.  "Sigue viva en mi memoria su diminuta figura, doblada por una existencia transcurrida al servicio de los más pobres entre los pobres, pero siempre cargada de una inagotable energía interior: la energía del amor de Cristo". Ante el atúd de la Madre Teresa ví, entre las muchas personalidades que desfilaron ante la urna en aquella iglesia de Santo Tomas, al primer ministro indio, Inder Kumar Gujral, que dijo estas palabras solemnes: " En la primera mitad del siglo XX tuvimos al Mahatma Gandhi tuvimos en la India  al Mahatma Gandhi,  para enseñarnos a luchar contra la pobreza; en la segunda mitad, hemos tenido a la Madre Teresa, para mostrar el camino para ayudar a los pobres". Al marcar los siglos el primer ministro, a mí se me ocurre afirmar: Francisco de Asís vino en el siglo XIII a Europa, a reconstruir la Iglesia que se desmoronaba. La Madre Teresa ha venido a Asia, al finalizar el siglo XX, para alentar al mundo a defender la vida, la vida de los pobres. Las mujeres sollozaban y llevaban coronas de flores blancas. Se arrodillaban ante el féretro, cubierto con la bandera nacional, y  le decían: "Ah madre, ah madre". Y yo busco sus raices. El amor a los hombres, a los más pobres de los pobres, hijos de la Madre Dolorosa. “Ahí tienes a tius hijos”. El testamento de Jesús en la Cruz. ¡Qué bien lo supor entender! ¡Qué bien lo supo cumplir! ¡Qué ejemplo nos ha dejado a seguir!

JESÚS MARTÍ BALLESTER
 


6.

“Y A TI UNA ESPADA TE ATRAVESARÁ EL CORAZON” (Lucas 2,35)

1. Fue en el momento de la cruz. Se cumplieron las palabras proféticas de Simeón, como atestigua el Vaticano II: “María al pie de la cruz sufre cruelmente con su Hijo único, asciada con corazón maternal a su sacrificio, dando a la inmolación de la víctima, nacida de su propia carne, el consentimiento de su amor”. Por eso, la Iglesia, después de haber celebrado ayer la fiesta de la exaltación de la Cruz, recuerda hoy  a la Virgen de los Dolores, la Madre Dolorosa, también exaltada, por lo mismo que humillada con su Hijo.

2. Cuanto más íntimamente se participa en la pasión y muerte de Cristo, más plenamente se tiene parte también en su exaltación y glorificación. Vio a su Hijo sufrir y ¡cuánto! Escuchó una a una sus palabras, le miró compasiva y comprensiva, lloró con El lágrimas ardientes y amargas de dolor supremo, estuvo atenta a los estertores de su agonía, retumbó en sus oídos y se estrelló en su corazón el desgarrado grito de su Hijo a Dios: “¿por qué me has abandonado?”, oyó los insultos, comprobó la alegría de sus enemigos rebosando en el rostro iracundo de los sacerdotes y del sumo Anás y de Caifás , mientras balanceaban sus tiaras, y de los sanedritas, que se regodeaban en su aparente victoria, contempló cómo iba perdiendo el color Jesús, su querido hijo...Humanamente no se podía soportar tanta angustia. El Padre amoroso la tuvo que sostener en pie.

3. Mientras su Hijo extenuado expiraba, su corazón inmaculado y amantísimo sangraba a chorros, sus manos impotentes para acariciarle, para aliviarle, se estremecían de dolor y de pena horrorosa y su alma dulcísima estaba más amarga que la de ninguna madre en el transcurrir de los siglos ha estado y estaráCuánto dolor, pobre Madre! ¡Qué parto de la iglesia tan doloroso y tan diferente de aquélla noche de Belén! Al fín, inclinó la cabeza y el Hijo expiró. Y nacimos nosotros. “Mujer, ahí tienes a tu hijo”. Por eso el Padre te exaltó a la derecha de tu Hijo asumpta en cuerpo y alma. Cuanto mayor fue tu dolor, más grande es tu victoria.

4. La Madre Teresa de Calcuta ha visto en los hombres a sus hijos, los de la Madre y los de ella. Con cuánta razón es llamada ¡Madre! El 19 de octubre será proclamada Beata. En un excelente programa de la 2 de TVE, cuyo nombre no recuerdo, Joaquín  Soler Serrano entrevistaba a la Madre Teresa de Calcuta. La figura del presentador, arrogante, elocuente, simpático, dominador, con muchas tablas. La de la Madre Teresa pequeña, muy pequeña, nada bella físicamente, surcada de arrugas su frente, su rostro, sus manos, un manojo de sarmientos. Desmañada, encorvada, doblada. El periodista comenzó la entrevista con gran empaque. La monjita respondía desgranando unas palabras como musitadas, desproporcionadas a las del Goliat que le preguntaba con sus potentes armas descriptivas, chispeantes, atractivas. Pero, poco a poco, la figura de la monjita fue creciendo, y ¡oh milagro!, la del Goliat periodista, menguando, disminuyendo, empequeñeciendo, no diré acomplejado, pero rendido, asombrado, reverente, vencido, Goliat ante un David crecido. Emocionado yo también, admiré el poder del espíritu superando a la técnica con tal evidencia, que no pude menos de exaltar y glorificar el fulgor de Dios sobre la opacidad de las obras humanas. Ví el brillar de una Santa que, vamos a ver y a venerar dentro de unas semanas, en los altares.

5. Otro día fue en Roma. El aula Pablo VI luce rebosante. 6000 sacerdotes reunidos de todas las naciones, esperan. Presentaron en el estrado a la Madre Teresa de Calcuta, que iba a hablar a aquella enorme y culta asamblea. Después de los aplausos de la presentación se hizo un gran silencio. Comenzó a hablar aquella mujer menuda y apenas si decía nada, muchos sacerdotes aquí y allá se ponían de pie, porque casi no se la veía. Descendió las gradas del estrado y desfiló por el pasillo saludando con inclinaciones de cabeza, las manos cruzadas sobre el pecho y con una sonrisa maternal y bondadosa, que iluminaba todo su rostro. Atronaron los aplausos largo rato. Me susurró un compañero canadiense: No sabe hablar, apenas se la ve y míranos a todos embobados y entusiasmados… Era el esplendor de Dios que se reflejaba en ella, como la aureola irresistible de Moisés cuando descendía del Sinaí. La Madre Teresa de Calcuta. La persona que ha cautivado al mundo.

6. Otra vez en Calcuta. Su entierro. Su apoteosis. El mundo a sus pies. Las coronas innumerables de flores blancas, llegadas de todas las procedencias, testimoniando el respeto, la devoción asombrada del orbe entero, rendido ante el heroísmo de esta mujer, que no ha querido convencer, sino demostrar. Demostrar que Jesús está en los pobres más pobres, en los niños no nacido y en los pobres moribundos. Entonces dijo Juan Pablo II.  "Sigue viva en mi memoria su diminuta figura, doblada por una existencia transcurrida al servicio de los más pobres entre los pobres, pero siempre cargada de una inagotable energía interior: la energía del amor de Cristo". Ante el atúd de la Madre Teresa ví, entre las muchas personalidades que desfilaron ante la urna en aquella iglesia de Santo Tomas, al primer ministro indio, Inder Kumar Gujral, que dijo estas palabras solemnes: " En la primera mitad del siglo XX tuvimos al Mahatma Gandhi tuvimos en la India  al Mahatma Gandhi,  para enseñarnos a luchar contra la pobreza; en la segunda mitad, hemos tenido a la Madre Teresa, para mostrar el camino para ayudar a los pobres". Al marcar los siglos el primer ministro, a mí se me ocurre afirmar: Francisco de Asís vino en el siglo XIII a Europa, a reconstruir la Iglesia que se desmoronaba. La Madre Teresa ha venido a Asia, al finalizar el siglo XX, para alentar al mundo a defender la vida, la vida de los pobres. Las mujeres sollozaban y llevaban coronas de flores blancas. Se arrodillaban ante el féretro, cubierto con la bandera nacional, y  le decían: "Ah madre, ah madre". Y yo busco sus raices. El amor a los hombres, a los más pobres de los pobres, hijos de la Madre Dolorosa. “Ahí tienes a tius hijos”. El testamento de Jesús en la Cruz. ¡Qué bien lo supor entender! ¡Qué bien lo supo cumplir! ¡Qué ejemplo nos ha dejado a seguir!

JESÚS MARTÍ BALLESTER


7. SERVICIO BÍBLICO LATINOAMERICANO 2004

Heb 5, 7-9: A pesar de ser Hijo, aprendió sufriendo
Salmo responsorial: 70
Jn 19, 25-27: Ahí tienes a tu madre. Ahí tienes a tu hijo.

Según el evangelista Juan, junto a la cruz había cuatro personas: su madre, la hermana de ésta María de Cleofás, María Magdalena y el discípulo amado. La presencia junto a la cruz de éstas significa su fidelidad a Jesús hasta los pies de la cruz. En medio del rechazo del pueblo, han aceptado seguir a un Mesías que no ha venido para dominar, como los reyes de la tierra, sino a amar hasta dar la vida, un mesías de servicio y no de triunfo, de amor y no de violencia, un mesías-salvador, paradoja del cristianismo, que muere en la cruz, para dar vida.

Dentro del simbolismo del evangelio de Juan, María, la madre de Jesús, representa al resto del Israel fiel a Dios, que acogió en su seno al Mesías.

El encargo de Jesús a la madre y al discípulo se hace en términos de reconocimiento mutuo (Mira a tu hijo; Mira a tu madre). El antiguo Israel (representado por María) debe reconocer su legítima descendencia (hijo) en la comunidad nueva y universal. La nueva comunidad (representada por el discípulo amado) debe reconocer su origen (Madre) en las promesas que hizo Dios al pueblo de Israel. El discípulo acoge a la madre en su casa; el antiguo, al nuevo Israel. Ella (el antiguo Israel) no tiene ya hogar propio; se integra en la comunidad universal (nuevo Israel). Ya no hay un antiguo y un nuevo Israel, sino que desde aquella hora, la de la muerte de Jesús, queda formado el nuevo pueblo, que tiene su origen en Israel para extenderse hasta los confines del mundo.

El recuerdo de esta imagen de las dos Marías y Juan al pie de la cruz ha pasado a la historia y ha sido representado por pintores y escultores, produciendo una rica imaginería de pasión. El dolor solidario de las mujeres, los dolores de María, su madre, el seguimiento de Jesús hasta la muerte en cruz ha sido puesto de relieve a lo largo de la historia.

Pero el significado profundo de esta escena ha quedado desapercibido para muchos, pues para ello hay que adentrarse en el universo conceptual y simbólico del evangelista Juan, que cuenta verdades hondas describiendo escenas que pudieron haber acaecido. Los hechos, sin embargo, quedan como transfondo para transmitir una nueva imagen: la de una comunidad universal -la comunidad cristiana, representada por el discípulo amado- en la que ya no hay distinción entre judíos y paganos, entre el Israel antiguo y el nuevo. Esta comunidad nace en el evangelio de Juan con la muerte de Jesús; en ella se integran todos los que son capaces de seguirlo como las mujeres y el discípulo hasta los pies de la cruz. Sólo seguidores como éstos pueden ser testigos del amanecer del nuevo día de la resurrección.


8.

Comentario: P. Josep M. Soler, Abad de Montserrat (Barcelona, España)

«Una espada te atravesará el alma»

Hoy, en la fiesta de Nuestra Señora, la Virgen de los Dolores, escuchamos unas palabras punzantes en boca del anciano Simeón: «¡Y a ti misma una espada te atravesará el alma!» (Lc 2,35). Afirmación que, en su contexto, no apunta únicamente a la pasión de Jesucristo, sino a su ministerio, que provocará una división en el pueblo de Israel, y por lo tanto un dolor interno en María. A lo largo de la vida pública de Jesús, María experimentó el sufrimiento por el hecho de ver a Jesús rechazado por las autoridades del pueblo y amenazado de muerte.

María, como todo discípulo de Jesús, ha de aprender a situar las relaciones familiares en otro contexto. También Ella, por causa del Evangelio, tiene que dejar al Hijo (cf. Mt 19,29), y ha de aprender a no valorar a Cristo según la carne, aun cuando había nacido de Ella según la carne. También Ella ha de crucificar su carne (cf. Ga 5,24) para poder ir transformándose a imagen de Jesucristo. Pero el momento fuerte del sufrimiento de María, en el que Ella vive más intensamente la cruz es el momento de la crucifixión y la muerte de Jesús.

También en el dolor, María es el modelo de perseverancia en la doctrina evangélica al participar en los sufrimientos de Cristo con paciencia (cf. Regla de san Benito, Prólogo 50). Así ha sido durante toda su vida, y, sobre todo, en el momento del Calvario. De esta manera, María se convierte en figura y modelo para todo cristiano. Por haber estado estrechamente unida a la muerte de Cristo, también está unida a su resurrección (cf. Rm 6,5). La perseverancia de María en el dolor, realizando la voluntad del Padre, le proporciona una nueva irradiación en bien de la Iglesia y de la Humanidad. María nos precede en el camino de la fe y del seguimiento de Cristo. Y el Espíritu Santo nos conduce a nosotros a participar con Ella en esta gran aventura.


9. Miércoles, 15 de setiembre del 2004

Aprendió qué significa obedecer
y llegó a ser causa de salvación eterna

Lectura de la carta a los Hebreos 5, 7-9

Hermanos:

Cristo dirigió, durante su vida terrena, súplicas y plegarias, con fuertes gritos y lágrimas a Aquél que podía salvarlo de la muerte, y fue escuchado por su humilde sumisión. Y, aunque era Hijo de Dios, aprendió por medio de sus propios sufrimientos qué significa obedecer. De este modo, Él alcanzó la perfección y llegó a ser causa de salvación eterna para todos los que le obedecen.

Palabra de Dios.

SALMO RESPONSORIAL 30, 2-6. 15-16. 20

R. ¡Sálvame, Señor, por tu misericordia!

Yo me refugio en ti, Señor,
¡que nunca me vea defraudado!
Líbrame, por tu justicia;
inclina tu oído hacia mí
y ven pronto a socorrerme. R.

Sé para mí una roca protectora,
un baluarte donde me encuentre a salvo,
porque tú eres mi roca y mi valuarte
por tu nombre, guíame y condúceme. R.

Sácame de la red que me han tendido,
porque tú eres mi refugio.
Yo pongo mi vida en tus manos:
tú me rescatarás, Señor, Dios fiel. R.

Pero yo confío en ti, Señor
y te digo: “Tú eres mi Dios,
mi destino está en tus manos”.
Líbrame del poder de mis enemigos
y de aquellos que me persiguen. R.

¡Qué grande es tu bondad, Señor!
Tú la reservas para tus fieles,
y la brindas en presencia de todos
a los que se refugian en ti. R.

EVANGELIO

A ti misma una espada te atravesará el corazón

Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Lucas 2, 33-35

En aquel tiempo:

El padre y la madre de Jesús estaban admirados por lo que oían decir de Él.

Simeón, después de bendecirlos, dijo a María, la madre: «Este niño será causa de caída y de elevación para muchos en Israel; será signo de contradicción, y a ti misma una espada te atravesará el corazón. Así se manifestarán claramente los pensamientos íntimos de muchos».

Palabra del Señor.

Reflexión:

Lc. 2, 33-35. Simeón, símbolo de aquellos que, con un corazón de pobres y abiertos a Dios, reconocen la presencia del Señor entre nosotros por medio de su Hijo, hecho uno de nosotros, Cristo Jesús. Símbolo de quienes reciben, no sólo en sus brazos sino en su corazón, al Enviado de Dios. Símbolo de quienes, teniéndolo consigo, lo anuncian a los demás. Simeón bendice a María; así la Iglesia debe ser motivo de bendición para el mundo entero. Para los que creemos en Cristo Él no puede ser motivo de ruina sino de resurgimiento para nosotros, pues hemos aceptado la Voluntad del Padre Dios que nos envió a su Hijo, no para condenarnos sino para salvarnos. María, al pie de la cruz, experimentará el dolor más profundo en su corazón como una espada que lo atraviesa al contemplar el abandono y la traición de aquellos que acompañaban a Jesús. Nosotros no podemos vivir en la hipocresía de una fe falta de un auténtico compromiso con el Señor. Si nos decimos cristianos manifestémoslo con una vida de fidelidad a las enseñanzas de Jesús Salvador, Señor y Hermano nuestro.

Jesús que ha sido elevado, ha atraído hacia sí a la humanidad entera. Y Él nos atrae para perdonarnos, para hacernos hijos de Dios y para darnos la salvación eterna. La Iglesia participa del Misterio Pascual de Cristo envuelto en persecuciones, traiciones y muerte, pero también en la Vida que se levanta victoriosa sobre el pecado y la muerte. Hoy nos reunimos ante el Señor para hacer nuestra esa Victoria del Señor de la Iglesia. Es el amor el que nos une a Cristo y a los hermanos. Juntos caminamos hacia la Gloria. Y ya desde ahora nos comenzamos a gozarnos en el Señor mediante la Eucaristía, en torno a la cual se construye la Iglesia. Efectivamente es en la Eucaristía donde vamos redescubriendo nuestro compromiso de amor fiel y de entrega amorosa, siempre buscando el bien de los demás a costa de todo. Unamos nuestra vida, en amor, al Señor. A partir de este compromiso renovado con Cristo, procuremos que la Vida de la gracia llegue a todos en un amor sincero, a la altura del que Dios nos tiene a nosotros.

No tengamos miedo. En el mundo tendremos persecuciones, pero ¡Animo! nuestro Dios y Señor, Cristo Jesús, ha vencido al mundo. Nuestro seguimiento del Señor, nuestra fidelidad a Él, la proclamación de su Evangelio, nuestro testimonio del Evangelio hecho vida en nosotros nos puede acarrear serios problemas a todos los niveles. Pero no importa que una espada de dolor atraviese el corazón de la Iglesia; nosotros debemos perseverar fieles hasta el final. Ojalá y no seamos nosotros los que atraviesen el corazón de los demás con la espada de la injusticia, del egoísmo, de la incomprensión, de nuestros escándalos, de aquello que aplasta la dignidad personal o los derechos fundamentales de los demás. Cristo nos envió como Mensajeros de la paz, de la alegría, del amor y del perdón; nos envió como constructores de su Reino. Ante esta Misión que Él nos ha confiado sólo el amor será digno de crédito.

Roguémosle al Señor, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, que nos conceda la gracia de que así como Ella permaneció siempre fiel a la voluntad de Dios, así nosotros vivamos y caminemos en un amor siempre fiel a nuestro Dios y Padre. Amén.

Homiliacatolica.com


10.

Reflexión

Podríamos imaginar lo que sentiría una mamá que en el día del bautismo de su hijo, después de escuchar lo hermoso que es y de anunciarle que este niño será realmente alguien grande dentro de su pueblo, le dijera: “y a ti una espada te atravesará el alma”. Pues esta fue la manera como se inicia otro capítulo de la vida de María. Lo más tremendo es que por la forma en que está construida esta expresión parece indicar que ese sufrimiento “atroz” que vivirá será precisamente a causa de su hijo. María, en su advocación de la “Virgen Dolorosa” se convierte ahora en modelo de todas las madres que sufren hasta lo indecible por sus hijos, por el hijo que fue asesinado, por el que murió en un accidente, por el que es perseguido, o simplemente por el que esta gravemente enfermo. María nos enseña que para quien ha puesto su confianza en Dios y deja que sea el Espíritu quien conduzca su vida, es posible ESTAR DE PIE ante la cruz del hijo y desde ahí animarlo y acompañarlo. Nos muestra que no hay dolor que no pueda ser vivido cuando uno se ha dejado poseer totalmente por el amor de Dios. Oremos hoy, por intercesión de María, por todas las madres que sienten su corazón “atravesado por una espada”, para que encuentren en la misericordia de Dios consuelo y fortaleza.

Que pases un día lleno del amor de Dios.

Como María, todo por Jesús y para Jesús

Pbro. Ernesto María Caro


11. María, una espada te atravesará el corazón

Fuente: Catholic.net
Autor: P. Clemente González

Reflexión:

Cuando Dios había decidido venir a la tierra había pensado ya desde toda la eternidad en encarnarse por medio de la criatura más bella jamás creada. Su madre habría de ser la más hermosa de entre las hijas de esta tierra de dolor, embellecida con la altísima dignidad de su pureza inmaculada y virginal. Y así fue. Todos conocemos la grandeza de María.

Pero María no fue obligada a recibir al Hijo del Altísimo. Ella quiso libremente cooperar. Y sabía, además, que el precio del amor habría de ser muy caro. “Una espada de dolor atravesará tu alma” le profetizó el viejo Simeón. Pero, ¡cómo no dejar que el Verbo de Dios se entrañara en ella! Lo concibió, lo portó en su vientre, lo dio a luz en un pobre pesebre, lo cargó en sus brazos de huida a Egipto, lo educó con esmero en Nazaret, lo vio partir con lágrimas en los ojos a los 33 años, lo siguió silenciosa, como fue su vida, en su predicación apostólica...

Lo seguiría incondicionalmente. No se había arrepentido de haber dicho al ángel en la Anunciación: “Hágase”. A pesar de los sufrimientos que habría de padecer. ¡Pero si el amor es donación total al amado! Ahora allí, fiel como siempre, a los pies de la cruz, dejaba que la espada de dolor le desencarnara el corazón tan sensible, tan puro de ella, su madre. A Jesús debieron estremecérsele todas las entrañas de ver a su Purísima Madre, tan delicada como la más bella rosa, con sus ojos desencajados de dolor. Los dos más inocentes de esta tierra. Aquella única inocente, a la que no cargaba sus pecados. La Virgen de los Dolores. La Corredentora.

Ella nos enseña la gallardía con que el cristiano debe sobrellevar el dolor. El dolor no es ya un maldito hijo del pecado que nos atormenta tontamente; es el precio del amor a los demás. No es el castigo de un Dios que se regocija en hacer sufrir a sus criaturas, es el momento en que podemos ofrecer ese dolor por el bien espiritual de los demás, es la experiencia de la corredención, como María. Ella miró la cruz y a su Hijo y ofreció su dolor por todos nosotros.

¿No podríamos hacer también lo mismo cuando sufrimos? Mirar la cruz. Salvar almas. La diferencia con Nuestra Madre es que en esa cruz el sufrir de nuestra vida está cargado en las carnes del Hijo de Dios. Él sufrió por nuestros pecados. Él nos redimió sufriendo. Ella simplemente miró y ayudó a su Hijo a redimirnos.


12.

María, la Virgen dolorosa

Fuente: Catholic.net
Autor: P. Marcelino de Andrés

El dolor, desde que entró el pecado en el mundo, se ha aficionado a nosotros. Es compañero inseparable de nuestro peregrinar por esta vida terrena. Antes o después aparece por el camino de nuestra existencia y se pone a nuestro lado. Tarde o temprano toca a nuestras puertas. Y no nos pide permiso para pasar. Entra y sale como si fuese uno más de casa.

El sufrimiento parece que se aficiona a algunas personas de un modo especial. La vida de la Santísima Virgen estuvo profundamente marcada por el dolor. Dios quiso probar a su Madre, nuestra Madre, en el crisol del sacrificio. Y la probó como a pocos. María padeció mucho. Pero fue capaz de hacerlo con entereza y con amor. Ella es para nosotros un precioso ejemplo también ante el dolor. Sí, Ella es la Virgen dolorosa.

Asomémonos de nuevo a la vida de María. Descubramos y repasemos algunos de sus padecimientos. Y sobre todo, apreciemos detrás de cada sufrimiento el amor que le permitió vivirlos como lo hizo.

El dolor ante las palabras de Simeón.

El anciano profeta no le predijo grandes alegrías y consuelos a nivel humano. Al contrario: “este niño será puesto como signo de contradicción, -le aseguró-. Y a ti una espada de dolor te atravesará el alma”.
María, a esas alturas, sabía de sobra que todo lo que se le dijese con relación a su Hijo iba muy en serio. Ya bastantes signos había tenido que admirar y no pocos acontecimientos asombrosos se habían verificado, como para tomarse a la ligera las palabras inspiradas del sabio Simeón.

Seguramente María tuvo esa sensación que nos asalta cuando se nos pronostica algo que nos va a costar horrores. Como cuando nos anuncian un sufrimiento, un dolor, una enfermedad terrible, o la muerte cercana... Algo similar debió sentir María ante semejantes presagios.

Pero en su corazón no acampó la desconfianza, el desasosiego, la desesperación. En lo profundo de su alma seguía reinando la paz y la confianza en Dios. Y en su interior volvería a resonar con fuerza y seguridad el fiat aquel lleno de amor de la anunciación.

Para nosotros Cristo mismo predijo no pocos males, dolores y sufrimientos. Cristo nos pidió como condición de su seguimiento el negarse a uno mismo y el tomar la propia cruz cada día. Nos prometió persecuciones por causa suya. Nos aseguró que seríamos objeto de todo género de mal por ser sus discípulos; que nos llevarían ante los tribunales; que nos insultarían y despreciarían; que nos darían muerte. ¡Qué importante es, ante estas exigencias, recordar el ejemplo de nuestra Madre! El verdadero cristiano, el buen hijo de María, no se amedrenta ni se echa atrás ante la cruz. Demuestra su amor acogiendo la voluntad de Dios con decisión y entereza, con amor.

El dolor ante la matanza de los inocentes por Herodes.

María debió sufrir mucho al enterarse de la barbarie perpetrada por el rey Herodes. La matanza de los inocentes. ¿Qué corazón con un mínimo de sensibilidad no sufriría ante esa monstruosidad? Ella también era madre. Y ¡qué Madre! ¡con qué corazón! ¡con qué sensibilidad! ¿Cómo no le iba a doler a María el asesinato de esos niños indefensos? Además, seguramente, María conocía a muchos de esos pequeñines. Conocía a sus madres... Sí, es muy diverso cuando te dicen que murieron X personas en un atentado en Medio Oriente, a cuando te comunican que han matado a uno o varios amigos y conocidos tuyos... Entonces la cosa cambia.

A lo mejor hasta María se sintió un poco culpable por lo ocurrido. Y eso agudizaría su dolor. Quizá comprendió que aún no había llegado el momento de ofrecer a su Jesús en rescate por aquellos pequeñines (Dios no lo dispuso así). Quizá también en la mente de María surgió la eterna pregunta: ¿por qué el mal, el sufrimiento, la muerte de los inocentes? Sabemos que en este caso la respuesta podría ser otra pregunta: ¿porqué la prepotencia, maldad y crueldad demoniaca de Herodes...?

Ciertamente rezaría por ellos y, sobre todo por sus inconsolables madres. Se unió a su sufrimiento, que no le era ajeno (eran quizá los primeros mártires de Cristo), e hizo así fecundo su propio padecer.

También nuestro corazón cristiano ha de mostrarse sensible al sufrimiento ajeno. Compadecerse. Socorrer. O al menos, consolar. Como alguien dijo -y con razón- “si podéis curar, curad; si no podéis curar, calmad; si no podéis calmar, consolad”. Siempre estaremos en grado de ofrecer un poco de consuelo y también de rezar por los que sufren.

El dolor de haber perdido al Niño.

¡Cómo sufre una madre cuando se le ha perdido su niño! Sufre angustiada por la incertidumbre. ¿Dónde estará? ¿cómo estará? ¿le habrá pasado algo? ¿estará en peligro? ¿le habrá atropellado un coche? ¿lo habrán raptado? ¿estará llorado desconsolado porque no nos encuentra? Todo eso pasaría por la mente de María. Y más cosas aún: ¿y si lo ha atrapado algún pariente de Herodes que lo buscaba para matarlo? Así son las madres y su amor por sus hijos...

Pues imaginemos a María. La más sensible de la madres, la más responsable, la más cuidadosa... Y resulta que no encuentra a su Hijo. Es motivo más que suficiente para angustiarla terriblemente. Aparte de que no era un hijo cualquiera. A María se le ha extraviado el Mesías. Se le ha perdido Dios... ¡Qué apuro el de María!

¡Qué tres días de angustiosa incertidumbre, de verdadera congoja! ¿Habrá dormido María esos días? Seguro que no. Desde luego que no durmió. ¿Cómo va a dormir una madre que tiene perdido a su hijo? Pero sí rezó y mucho. Sí confió en Dios. Sí ofreció su sufrimiento con amor porque era Dios el que permitía esa situación.

No termina todo aquí. A todo esto siguió otro dolor, y quizá aún mayor que el anterior. La incompresible e inesperada respuesta de Jesús: “¿porqué me buscabais...?” ¡Qué efecto habrán causado esas palabras en el corazón de su Madre, María...!

Tratemos de meternos en el corazón de una madre o de un padre en esas circunstancias. Llevan tres días y tres noches buscando angustiados a su Hijo. Temiéndose lo peor. Y de repente, lo encuentran tan contento, sentadito en medio de la flor y nata intelectual de Jerusalén, dándoles unas lecciones de catecismo y de Sagrada Escritura... Y además, les responde de esa manera...

Es verdad, por una parte, sentirían un gran alivio: “¡ahí está! ¡está bien! ¡por fin lo hemos encontrado!” Pero, acto seguido, cuenta el evangelio, María tuvo la reacción normal de una madre: “Hijo, mío. ¿Por qué nos has hecho esto?” (se merecía una regañina, aunque fuera leve).Y por otra parte, asegura el evangelista que “ellos no comprendieron la respuesta que les dio”. El dolor de esa incomprensión calaría hondo en el alma de sus padres.

Y María, en vez de enfadarse con el crío (con perdón y todo respeto), no dijo nada. Lo sufrió todo en su corazón y lo llevó todo a la oración. Quién sabe si en la intimidad de su alma ya comenzaría a comprender que Cristo no iba a poder estar siempre con Ella. Que su misión requeriría un día la inevitable separación...

A veces en nuestra vida puede sucedernos algo parecido. De repente Cristo se nos esconde. “Desaparece”. Y entonces puede invadirnos la angustia y el desasosiego. Sí, a veces Dios nos prueba. Se nos pierde de vista. ¿Qué hacer entonces? Lo mismo que María. Buscarlo sin descanso. Sufrir con paciencia y confianza. Orar. Actuar nuestra fe y amor. Esperar la hora de Dios. Él no falla, volverá a aparecer.

Otras veces el problema es que nosotros olvidamos con quién deberíamos ir. Dejamos de lado a Cristo. Nos escondemos de El. Nos sorprendemos buscándonos sólo a nosotros mismos y nuestras cosillas. Y, claro, nos perdemos. Incluso nos atrevemos a echárselo en cara a Cristo, teniendo nosotros la culpa. Aquí la solución es otra. Hay que salir de sí mismo. Volver a buscar a Cristo. Volver a mirarlo y ponerse a amarlo de nuevo.

El dolor de la separación y la primera soledad.

Llegó el día. Después de pasar treinta años juntos. Treinta años de experiencias inolvidables, vividos en ese ambiente tan increíblemente divino y a la vez tan increíblemente humano de Nazaret. Treinta años de silencio, trabajo, oración, alegría, entrega mutua, amor. Treinta años de familia unida y maravillosa.

¡Qué momento aquel! ¡Lástima de video para volver a verlo enterito ahora...! Fue temprano. Muy de mañana. En el pueblo, dormido aún, nadie se enteró de lo que estaba ocurriendo. Pocas palabras. Abundantes e intensos sentimientos. “Adiós, Hijo. Adiós, madre...”

Todos hemos intuido lo que pasa por el corazón de una madre en una despedida así. Lo hemos visto quizá en los ojos de nuestra madre en alguna ocasión...

María volvió a casa con el corazón oprimiéndosele un poco a cada paso. Y al entrar, fue la primera vez que sintió que la casa estaba sola. Experimentó esa terrible sensación de saber que ya no se oirían en la casa otros pasos que suyos; que ningún objeto cambiaría de sitio, a menos que Ella misma lo moviese.

La soledad es una de las penas más profundas de los seres humanos, pues hemos nacido para vivir en compañía de los demás. ¡Qué dura fue la soledad de María, después de estar con quien estuvo y por tanto tiempo! Sí, la soledad de la Virgen comenzó mucho antes del Viernes Santo y duró mucho más...

María también supo vivir ese sufrimiento de la separación y de la soledad con amor, con fe, con serenidad interior. Adhiriéndose obediente a la voluntad de Dios. Ofreciéndolo por ese Hijo suyo que comenzaba su vida pública y que tanto iba a necesitar del sostén de sus oraciones y sacrificios.

Necesitamos, como María, ser fuertes en la soledad y en las despedidas. Fuertes por el amor que hace llevadero todo sacrificio y renuncia. Fuertes por la fe y la confianza en Dios. Fuertes por la oración y el ofrecimiento.

El dolor del vía crucis y la pasión junto a su Hijo.

La tradición del viacrucis recoge una escena sobrecogedora: Jesús camino del calvario, con la cruz a cuestas, se encuentra con su Madre. ¡Qué momento tan extraordinariamente duro para una madre! ¿Lo habremos meditado y contemplado lo suficiente?

¡Que fortaleza interior la de María! ¡Qué temple el de su delicada alma de mujer fuerte! ¡Qué locura de amor la suya! Sabía de lo duro que sería seguir de cerca a su Jesús camino del calvario (eso hubiera quebrado el ánimo a muchas madres). Pero decide hacerlo. Y lo hace. Su amor era más fuerte que el miedo al dolor atroz que le producía presenciar la suerte ignominiosa de Jesús. Ella tenía conciencia de que había llegado el momento en el que la espada de dolor se hendiría despiadada en su corazón. Era contemplar la pasión y muerte de su propio Hijo. No se esconde para no verlo. Ahí estaba. Muy cerca y en pie.

Contemplemos por un instante ese encuentro entre Hijo y Madre. Ese cruzarse silencioso de miradas. Ese vaivén intensísimo de dolor y amor mutuo. Qué insondables sentimientos inundarían esos dos corazones igualmente insondables. Ambos salieron confirmados en el querer de Dios con una confianza en Él tan infinita y profunda como su mismo dolor.

Nuestra vida a veces también es un duro viacrucis. No suframos sin sentido, con mera resignación. Busquemos, por la cuesta de nuestro calvario, esa mirada amorosa y confortante de María, nuestra Madre. Ahí estará Ella siempre que queramos encontrarla. Ahí estará acompañándonos y dispuesta a consolarnos y a compartir nuestros padecimientos. Mirémosla. “La suave Madre -afirma Luis M. Grignion de Montfort- nos consuela, transforma nuestra tristeza en alegría y nos fortalece para llevar cruces aún más pesadas y amargas”.

María en la pasión y junto a la cruz de su Hijo se sintió crucificar con Él. Así describe Atilano Alaiz los sentimientos de la Madre ante el Hijo: “Los latigazos que se abatían chasqueando sobre el cuerpo del Hijo flagelado, flagelaban en el mismo instante el alma de la Madre; los clavos que penetraban cruelmente en los pies y en las manos del Hijo, atravesaban al mismo tiempo el corazón de la Madre; las espinas de la corona que se enterraban en las sienes del Hijo, se clavaban también agudamente en las entrañas de la Madre. Los salivazos, los sarcasmos, el vinagre y la hiel atormentaban simultáneamente al Hijo y a la Madre”.

El dolor de la muerte de su Hijo.

Terrible episodio. Una madre que ve morir a su Hijo. Que lo ve morir de esa manera. Que lo ve morir en esas circunstancias...

Nunca podremos ni remotamente sospechar lo que significó de dolor para su corazón de Madre el contemplar, en silencio, la pasión y muerte de su Hijo. Ella, su Madre. Ella, que sabía perfectamente quién era Él. Ella que humanamente habría querido anunciar a voz en grito la nefanda tragedia de aquel gesto deicida, en un intento de arrancar a su Hijo de la manos de sus verdugos. Ella, que en último término habría preferido suplantar a su Jesús... Ella tuvo que callar, y sufrir, y obedecer. Esa era la voluntad de Dios. Y con el corazón sangrante y desgarrado, de pie ante la cruz, María repitió una vez más, sin palabras, en la más pura de las obediencias, “hágase tu voluntad”.

¡Hasta dónde tuvo que llegar María en su amor de Madre! ¿De verdad no habrá amor más grande que el de dar la propia vida? Alguien se ha atrevido a decir que sí; que sí hay un amor más grande. Casi como corrigiendo al mismo Cristo, alguien ha osado afirmar que sí lo hay y ha escrito esto:

“... porque el padecer, el morir, no son la cumbre del amor, porque no son el colmo del sacrificio. El colmo del sacrificio está en ver morir a los seres amados. La más alta cumbre del amor, cuando, por ejemplo, se trata de una madre, no está en dar la propia vida a Jesucristo, sino en darle la vida del hijo. Lo que una mujer, una madre debe padecer en un caso semejante, jamás lengua humana podrá decirlo; compréndese únicamente que, para recompensar sacrificios tales, no será demasiado darles una dicha eterna, con sus hijos en sus brazos” (Mons. Bougaud).

Son una y la misma la cumbre del amor y la cumbre del dolor. Y en lo alto de esa cumbre, el ejemplo de nuestra Madre brilla ahora más luminoso aún. ¡Qué pequeños somos a su lado! ¿Qué son nuestras ridículas cruces frente a ese colmo de su sacrificio? ¡Qué raquítico es tantas veces nuestro amor ante esa cima de su amor! ¡Quién supiera amar así!

Dolor ante el descendimiento de la cruz y la sepultura de Jesús.

Otra escena conmovedora. Jesús muerto en los brazos de su Madre que lloraba su muerte. No cabe duda, aunque cueste creerlo. Está muerto. Él, que era el Hijo del Altísimo. Él, que era el Salvador de Israel. Él, cuyo reino no tendría fin. Él, que era la Vida. Él está muerto.

Dura prueba para la fe de María. Su Hijo, el destinatario de todas esas promesas, yace ahora cadáver en su regazo. En el alma de María se irguió una oscura borrasca que amenazaba apagar la llama de su fe aún palpitante. Pero su fe no se extinguió. Siguió encendida y luminosa.

¡Qué fuerte es María! Es la única que ha sostenido en sus brazos todo el peso de un Dios vivo y todo el peso de un Dios muerto (que era su Hijo). Hemos de pedirle a Ella que aumenta nuestra fe. Que la proteja para que no sucumba ante las tempestades que nos asaltan en la vida amenazando aniquilarla.

El dolor de una nueva soledad.

¡Qué días también aquellos antes de la resurrección! Su Hijo entonces no estaba perdido. Estaba muerto ¡Qué soledad tan diversa de aquella, tras la despedida de Nazaret, hacía tres años! Es la soledad tremenda que deja la muerte del último ser querido que quedada a nuestro lado.

Así la describía Lope de Vega con gran realismo: “Sin esposo, porque estaba José / de la muerte preso; / sin Padre, porque se esconde; / sin Hijo, porque está muerto; / sin luz, porque llora el sol; / sin voz, porque muere el Verbo; / sin alma, ausente la suya; / sin cuerpo, enterrado el cuerpo; / sin tierra, que todo es sangre; / sin aire, que todo es fuego; / sin fuego, que todo es agua; / sin agua, que todo es hielo...”

Pero ni la fe, ni la confianza, ni el amor de María se vinieron abajo ante esa nueva manifestación incomprensible de la voluntad de Dios. Creyendo, confiando y amando Ella supo esperar la mayor alegría de su vida: recuperar a su Jesús para siempre tras la resurrección.

Aprendamos de María a llenar el vacío de la soledad que nos invade tras la muerte de nuestros seres queridos. Llenarlo con lo único que puede llenarlo: el amor, la fe y la esperanza de la vida futura.

Cuánto nos admira la Virgen dolorosa por haber sufrido como sufrió, por haber amado como amó. Cómo quisiéramos ser como Ella.


13. DOMINICOS 2004

La Madre piadosa estaba junto a la cruz
y lloraba mientras el Hijo pendía;
cuya alma, triste y llorosa, traspasada y dolorosa, fiero cuchillo tenía...

Por los pecados del mundo vio a Jesús
en tan profundo tormento la dulce Madre.
Vio morir al Hijo amado, que rindió desamparado el espíritu a su Padre...

Haz que esa cruz me enamore
y que en ella viva y more, de mi fe y amor indicio;
porque me inflame y encienda, y contigo me defienda en el día del juicio



La luz de Dios y su mensaje en la Biblia
Lectura de la carta a los hebreos 5, 7-9:
“Cristo, en los días de su vida mortal, a gritos y con lágrimas, presentó oraciones y súplicas al que podía salvarlo de la muerte, y fue escuchado por su actitud reverente.

El, a pesar de ser Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer.

Y, llevado a la consumación, se ha convertido, para todos los que le obedecen, en autor de salvación eterna”

Lectura del Evangelio según san Juan 19, 25-2 7:
“En aquel día, junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de su madre, María la de Cleofás, y María la Magdalena.

Jesús, al ver a su madre y cerca al discípulo que tanto quería, dijo a su madre:

Mujer, he ahí a tu hijo.

Luego dijo al discípulo: Ahí tienes a tu madre.

Y desde aquella hora el discípulo la recibió en su casa”.



Reflexión para este día
Madre en el amor y en el dolor.
La liturgias de hoy –Nuestra Señores de los dolores, Nuestra Señora de las angustias, Nuestra Señora de los siete dolores- es una invitación a meditar sobre el camino de dolor que, en la vida ordinaria y extraordinaria, suele ir paralelo al de la gloria, felicidad, salvación, dándose la mano.

Los textos litúrgicos elegidos suponen en el alma de María todo el gozo de nuestra salvación, todo el gozo de la fidelidad a Dios Padre que la eligió. Y quieren poner de relieve cómo ese gozo y fidelidad está atravesado por numerosas espinas.

Jesús, nos dice el autor sagrado, aprendió sufriendo a obedecer.

No es que antes fuera inobediente sino que la encarnación hizo el prodigio de ofrecer a la persona del Verbo una naturaleza que le hacía sensible y pasible como nosotros.

María, para sentir y sufrir, no requería encarnación. Era polvo y carne como nosotros. Y el prodigio de su elección hay que contemplarlo en dirección inversa a la de la encarnación del Verbo.

El Verbo desciende a nosotros, sometiéndose a nuestra vida e historia.

En cambio, María asciende, y lo hace salpicando de dolor, con siete espadas simbólicas, la grandeza de ser elevada a la dignidad de Madre de Dios y madre nuestra.

Salve, Señora, madre en el amor y en dolor.


14.