JESUCRISTO, SUMO Y ETERNO SACERDOTE
Lc 22, 14-20
1. ACI DIGITAL 2003
16.
Cf. Juan 21, 19; Hech. 1, 3 y notas.
17. Este cáliz que entrega antes de la Cena (dato exclusivo de Lucas) parece ser
como un brindis especial de despedida, pues consta por lo que sigue (v. 20) y
por Mat. 26, 27 y Marc. 14, 23, que la consagración del vino se hizo después de
la del pan y también después de cenar. Cf. S. 115, 13.
19. Dio gracias: en griego eujaristesas, de donde el nombre de Eucaristía. "Dar
gracias tiene un sentido particular de bendición" (Pirot). Este es mi cuerpo: El
griego dice: esto es mi cuerpo, y así también Fillion, Buzy, Pirot, etc. Tuto es
neutro y se traduce por esto, debiendo observarse sin embargo que cuerpo en
griego es también neutro (to soma). Que se da: otros: que es dado (cf. v. 22).
"Su cuerpo es dado para ser inmolado, y esto en provecho de los discípulos" (Pirot).
Cf. 24, 7; Mat. 16, 21; 17, 12; Juan 10, 17 s.; Is. 53, 7.
20. Tres son las instituciones de la doctrina católica que aquí se apoyan: 1o.
el sacramento de la Eucaristía; 2o. el sacrificio de la misa; 3o. el sacerdocio.
Véase Mat. 26, 26 - 29; Marc. 14, 22 - 25 y nota; I Cor. 11, 23 ss.; Hebr. caps.
5 - 10 y 13, 10.
2.
Día
litúrgico: Jueves después de Pentecostés: Jesucristo, sumo y eterno sacerdote
Texto del Evangelio (Lc 22,14-20): Cuando llegó la hora, se puso a la mesa con
los Apóstoles; y les dijo: «Con ansia he deseado comer esta Pascua con vosotros
antes de padecer; porque os digo que ya no la comeré más hasta que halle su
cumplimiento en el Reino de Dios». Y recibiendo una copa, dadas las gracias,
dijo: «Tomad esto y repartidlo entre vosotros; porque os digo que, a partir de
este momento, no beberé del producto de la vid hasta que llegue el Reino de
Dios». Tomó luego pan, y, dadas las gracias, lo partió y se lo dio diciendo:
«Este es mi cuerpo que es entregado por vosotros; haced esto en recuerdo mío».
De igual modo, después de cenar, la copa, diciendo: «Esta copa es la Nueva
Alianza en mi sangre, que es derramada por vosotros».
Comentario: Rev. D. Albert Llanes i Vives (Núria-Queralbs, Girona, España)
«Con ansia he deseado comer esta Pascua con vosotros antes de padecer»
Hoy, la liturgia nos invita a adentrarnos en el maravilloso corazón sacerdotal
de Cristo. Dentro de pocos días, la liturgia nos llevará de nuevo al corazón de
Jesús, pero centrados en su carácter sagrado. Pero hoy admiramos su corazón de
pastor y salvador, que se deshace por su rebaño, al que no abandonará nunca. Un
corazón que manifiesta “ansia” por los suyos, por nosotros: «Con ansia he
deseado comer esta Pascua con vosotros antes de padecer» (Lc 22,15).
Este corazón de sacerdote y pastor manifiesta sus sentimientos, especialmente,
en la institución de la Eucaristía. Comienza la Última Cena en la que el Señor
va a instituir el sacramento de su Cuerpo y de su Sangre, misterio de fe y de
amor. San Juan sintetiza con una frase los sentimientos que dominaban el alma de
Jesús en aquel entrañable momento: «Sabiendo Jesús que había llegado su hora
(...), como amase a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin» (Jn
13,1).
¡Hasta el fin!, ¡hasta el extremo! Una solicitud que le conduce a darlo todo a
todos para permanecer siempre al lado de todos. Su amor no se limita a los
Apóstoles , sino que piensa en todos los hombres. La Eucaristía será el
instrumento que permitirá a Jesús consolarnos “en todo lugar y en todo momento”.
Él había hablado de mandarnos “otro” consolador, “otro” defensor. Habla de
“otro”, porque Él mismo —Jesús-Eucaristía— es nuestro primer consolador.
El cumplimiento de la voluntad del Padre obliga a Jesús a separarse de los
suyos, pero su amor que le impulsaba a permanecer con ellos, le mueve a
instituir la Eucaristía, en la cual se queda realmente presente. «Considerad
—escribe san Josemaría— la experiencia tan humana de la despedida de dos seres
que se quieren (...). Su afán sería continuar sin separarse, y no pueden (...).
Lo que nosotros no podemos, lo puede el Señor. Jesucristo, perfecto Dios y
perfecto Hombre, (...) se queda Él mismo. Irá al Padre, pero permanecerá con los
hombres». Repitamos con el salmista: «¡Cuántas maravillas has hecho, Dios mío!»
(Sal 40,6).
3.
FIESTA DE Jesucristo Sumo y Eterno SACERDOTE
Jueves después de Pentecostés.
3 de junio de 2004
1."Os he llamado amigos, porque os he manifestado todo lo que he oído a mi
Padre. No me habéis elegido vosotros a mí, soy yo quien os he elegido y os he
destinado a que os pongáis en camino y deis fruto, y un fruto que dure" (Jn
15,15).
Jesús entrega su amistad y pide la nuestra. Ha dejado de ser el Maestro para
convertirse en amigo. Escuchad como dice: Vosotros sois mis amigos... No os
llamo siervos, os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he
dado a conocer…En aras de esa amistad, que es entrañable, que es verdadera y
ardorosa, desea atajar a los que aún pudieran no hacerle caso. "No sois vosotros
-les dice- los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido".
Es un compañero deseoso de salvar, de alegrar y de llenar de paz a sus amigos.
"Os he hablado para que mi alegría esté en vosotros y vuestra alegría llegue a
plenitud". El Maestro está con los brazos abiertos de la amistad tendidos hacia
nosotros. Y con la alegría como promesa y como ofrenda. Nunca se ha visto un
Dios igual. Camina ahora mismo y por cualquier calle. Por la acera de tu casa,
seguro. Y está diciendo que es amigo tuyo, que te quiere igual que a su Padre y
que desea llenarte de alegría. Lo va repitiendo al paso, según se acerca a tu
puerta (ARL BREMEN).
2. Por lo mismo que Dios ama, creó el mundo: ¡Cuánta maravilla, cuánta belleza!:
"¡Oh montes y espesuras,
plantados por la mano del Amado!,
¡oh, prado de verduras de flores esmaltado!,
decid si por vosotros ha pasado" (San Juan de la Cruz)
Creó los hombres. Los hombres desobedecieron y pecaron. (Gén 3,9). El pecado es
un desequilibrio, un desorden, como un ojo monstruoso fuera de su órbita, como
un hueso desplazado de su sitio, buscando el placer, la satisfacción del egoismo,
de la soberbia. Como un sol que se sale del camino buscando su independencia.
Frustraron el camino y la meta de la felicidad. De ahí nace la necesidad de la
expiación, del sufrimiento, del dolor, por amor, para restablecer el equilibrio
y el orden. Dios envía una Persona divina, su Hijo, a "aplastar la cabeza de la
serpiente", haciéndose hombre para que ame como Dios, hasta la muerte de cruz,
con el Corazón abierto.
3. Ese Hombre Dios, el Siervo de Yavé, que, "desfigurado no parecía hombre, como
raiz en tierra árida, si figura, sin belleza, despreciado y evitado de los
hombres, como un hombre de dolores, acostumbrado a sufrimientos, considerado
leproso, herido de Dios y humillado, traspasado por nuestras rebeliones,
triturado por nuestros crímenes, como cordero llevado al matadero" Isaías 52,13,
inicia la redención de los hombres, sus hermanos. El es la Cabeza, a la cual
quiere unir a todos los hombres, que convertidos en sacerdotes, darán gloria al
Padre, al Hijo y al Espíritu, e incorporados a la Cabeza, serán corredentores
con El de toda la humanidad. El Padre, cuya voluntad ha venido a cumplir, lo ha
constituído Pontífice de la Alianza Nueva y eterna por la unción del Espíritu
Santo, y determinando, en su designio salvífico, perpetuar en la Iglesia su
único sacerdocio. Para eso, antes de morir, elige a unos hombres para que, en
virtud del sacerdocio ministerial, bauticen, proclamen su palabra, perdonen los
pecados y renueven su propio sacrificio, en beneficio y servicio de sus
hermanos. "Él no sólo ha conferido el honor del sacerdocio real a todo su pueblo
santo, sino también, con amor de hermano, ha elegido a hombres de este pueblo,
para que, por la imposición de las manos, participen de su sagrada misión. Ellos
renuevan en su nombre el sacrificio de la redención, y preparan a sus hijos el
banquete pascual, donde el pueblo santo se reúne en su amor, se alimenta con su
palabra y se fortalece con sus sacramentos. Sus sacerdotes, al entregar su vida
por él y por la salvación de los hermanos, van configurándose a Cristo, y así
dan testimonio constante de fidelidad y amor" (Prefacio).
4. Por eso, si los cristianos debemos tomar nuestra cruz, los sacerdotes, más,
por más configurados con Cristo, con sus mismos poderes. Los sacerdotes de la
Antigua Alianza sacrificaban en el altar animales, pero no se sacrificaban
ellos. Los sacerdotes nos hemos de inmolar porque Cristo se inmoló a sí mismo.
Hemos de ser como él, sacerdotes y víctimas, porque nuestro sacerdocio es el
suyo.
5. Una idea infantil del cristiano, que se acomoda al mundo, una mentalidad
inmadura del sacerdote, lo hace un funcionario. De ahí surgen consecuencias de
carrierismo, al estilo del mundo, excelencias, trajes de colores, que obnubilan
el sentido sustancial del sacerdote-víctima, que conducen a la esterilidad, y
contradicen la misión: "para que os pongáis en camino y deis fruto que dure". El
fruto que dura es el de la conversión, la santidad, que permanecerá eternamente.
Os he puesto en la corriente de la gracia, os planté para que vayáis
voluntariamente y con las obras deis fruto. Y precisa cuál sea el fruto que
deban dar: "Y vuestro fruto dure". Todo lo que trabajamos por este mundo apenas
dura hasta la muerte, pues la muerte, interponiéndose, corta el fruto de nuestro
trabajo. Pero lo que se hace por la vida eterna perdura aun después de la
muerte, y entonces comienza a aparecer, cuando desaparece el fruto de las obras
de la carne. Principia, pues, la retribución sobrenatural donde termina la
natural. Por tanto, quien ya tiene conocimiento de lo eterno tenga en su alma
por viles las ganancias temporales. Así pues, demos tales frutos que perduren,
produzcamos frutos tales que cuando la muerte acabe con todo, ellos comiencen
con la muerte, pues después que pasan por la muerte es cuando los amigos de Dios
encuentran la herencia (San Gregorio Magno).
6. Después de la "conversión" de Constantino, el clero eclesiástico hizo su
entrada en este mundo, corrió serio peligro de perder su propia naturaleza, que
no consiste en el poder, sino en el servicio. Además, entró en competencia con
el poder secular al aparer en la escena de la historia politica. Este encuentro
y confrontación con la jerarquía civil condujo no sólo a una ampliación
político-social de las tareas apostólicas, sino que también oscureció el aspecto
colegial del servicio de la Iglesia. Ha dicho el Cardenal Lustiger, arzobispo de
París: "Ya se que Napoleón identificó al obispo con los prefectos y con los
generales, pero yo me había sensibilizado mucho contra la Iglesia como sistema
de promoción y de poder, y determiné que nunca me metería en situaciones que
favorecieran la promoción".
7. En el curso del siglo XI comienza la teología medieval a distinguir
claramente, en la elaboración del tratado de sacramentos, entre el Orden y la
dignidad, y puso de relieve la sacramentalidad del Orden de la Iglesia. A partir
de entonces se designa esencialmente como Orden el sacramento que confiere el
poder de celebrar la eucaristía.
8. Aunque el lenguaje de la Curia romana imprimió su sello a la tradición
cristiana, la ordenación no fue considerada nunca como un simple acceso a una
dignidad y como transmisión de unos poderes jurídicos y litúrgicos, pues siempre
se confirió mediante un rito, Porque la ordenación es un acto sacramental que
transmite una gracia de santificación; los llamados son tomados del mundo y
consagrados al servicio de Dios, son separados para atender a su misión
especial. El obispo, el sacerdote, el diácono no tienen de suyo nada del
sacerdote romano, que era un funcionario del culto público, poseía cierto rango
y tenía que realizar determinados actos. El "sacerdocio" cristiano pertenece a
otro orden; no es primariamente "religioso" ni cultual, sino carismático; es el
ordo de los que han recibido el espíritu y, en virtud de su orden, están
habilitados para continuar la obra de los apóstoles. Las jerarquías del
ministerio aparecen en los escritos de los Padres de la Iglesia, no tanto como
títulos que conceden ciertos derechos, sino más bien como tareas que ciertos
hombres llamados a edificar el cuerpo de Cristo toman sobre sí, a veces incluso
contra su propia voluntad.
9. El Orden sacramental es una dimensión esencial para la Iglesia, y por eso fue
incluido entre los sacramentos. Si se quiere comprender el sentido y la función
de este "sacramento" particular en lugar de atribuir el sacerdocio cristiano y
toda la jerarquía de la Iglesia a un único acto de institución, como hizo el
Concilio de Trento, parece que está más en consonancia con la Sagrada Escritura
y la realidad de las cosas partir de la Iglesia como "sacramento original". De
esta forma no nos exponemos al peligro de separar el orden de la Iglesia
histórica para colocarlo en cierto modo por encima de ella, pues es un
sacramento esencial para la existencia de la Iglesia y en el que ésta se
actualiza.
10. El desdoblamiento del ordo en varios grados y la introducción de diversas
ordenaciones están tan relacionados con la historia de la Iglesia como con la
Escritura. Son producto de un desarrollo, y, en definitiva, la cuestión de si se
ha de hablar de un único sacramento del orden o de si el episcopado y el
presbiterado constituyen sacramentos diversos es más una cuestión terminológica
y teológica que dogmática. Las funciones del obispo y las del sacerdote, las
funciones del sacerdote y las del diácono, no están delimitadas entre sí de
forma absoluta; las funciones respectivas son asignadas por el derecho, pero
este derecho no es un todo inmutable. La validez de las ordenaciones depende de
la actuación de la Iglesia tomada en su totalidad, y no del acto sacramental
considerado aisladamente. La validez o no validez de una ordenación no es algo
que se pueda determinar tomando como base el rito, con independencia del marco
general de la misma.
11. La estructura del ministerio eclesial se puede considerar, igual que el
canon de la Escritura y el número septenario de los sacramentos, como el
resultado de un desarrollo. Desarrollo que se produjo todavía en tiempo de los
apóstoles; por eso ha conservado en la tradición de la Iglesia el carácter de
algo que existe por necesidad jurídica. En la Iglesia tendrá que haber siempre
un "ministerio para velar", un "presbiterado" y una "diaconía". Sin embargo, las
expresiones concretas de esta estructura esencial pueden cambiar con el tiempo y
de hecho han cambiado; más aún, tienen que cambiar por razón del carácter
forzosamente limitado de las diversas expresiones históricas del ministerio y de
la obligación que éste tiene de asemejarse constantemente a su modelo, Cristo.
12. Lo mismo que Dios concedió el espíritu de profecía a los setenta ancianos
que había llamado Moisés a participar con él en el gobierno del pueblo, así
también comunica a los sacerdotes el Espíritu Santo para que se asocien al
ministerio de los obispos. El presbítero colabora con el obispo en la totalidad
de sus funciones de gobierno de la Iglesia. Las funciones del presbítero tienen
una íntima conexión con el ofrecimiento de la eucaristía. Por eso la función del
presbítero en la Iglesia ha de entenderse partiendo de la Cena y de las palabras
de Cristo, que mandó a los apóstoles hacer "en memoria de él lo mismo que él
había hecho" (1 Cor 11). Por eso defendió el Concilio de Trento este aspecto
básico del ministerio sacerdotal. Y el Concilio Vaticano II añade: "Los
presbíteros ejercitan su oficio sagrado sobre todo en el culto eucarístico o
comunión, en donde, representando la persona de Cristo, el sacerdote es al mismo
tiempo presidente de la celebración eucarística, él ofrece el sacrificio in
nómine Ecclesiae o, en persona Ecclesiae y consagrante, sacrificador, y como tal
ya no actúa meramente in persona Ecclesiae, sino in persona Christi y
proclamando su misterio, unen las oraciones de los fieles al sacrificio de su
Cabeza, Cristo, representando y aplicando en el sacrificio de la misa, hasta la
venida del Señor (1 Cor 11,26), el único sacrificio del Nuevo Testamento, a
saber: el de Cristo, que se ofrece a sí mismo al Padre como hostia inmaculada (Heb
9,11-28)".
13. El sacerdote nos introduce en la memoria del Señor, no sólo en su pascua,
sino en el misterio de toda su obra, desde su bautismo hasta su pascua en la
cruz. El exhorta a la asamblea de los creyentes a vivir en sintonía con el
sacrificio de la cruz, que ésta vuelve a vivir en el presente en espera de su
consumación definitiva. Por eso el ministerio del sacerdote no se puede limitar
a la celebración de un rito; compromete toda la vida y se desarrolla de acuerdo
con todo el orden sacramental.
14. Pero no sería fiel a la tradición quien pretendiera defender que las
funciones del sacerdote son de naturaleza estrictamente sacramental y cultual.
También es función del sacerdote proclamar la palabra de Dios. La misma Cena, en
la que el Señor llama a su sangre "sangre de la alianza", lo pone de manifiesto,
pues no hay ningún rito de alianza sin una proclamación de la palabra de Dios a
los hombres. El acontecimiento de la alianza es al mismo tiempo acción y
palabra. Esta relación aparece todavía más clara cuando se parte de la base de
que eucaristía (1 Cor 11,24) no significa tanto una "acción de gracias" en el
sentido actual de esta expresión, cuanto una clara y gozosa proclamación de las
"maravillas de Dios", de sus hechos salvíficos. Cuando Jesús declara: "Cada vez
que coméis de ese pan y bebéis de esa copa proclamáis la muerte del Señor, hasta
que él vuelva" (1 Cor 11,26), su acto de bendición ritual tiene también el
sentido de una proclamación de la palabra de Dios. El ministerio de ofrecer la
eucaristía ratifica y complementa simplemente una proclamación de la palabra,
que va desde el kerigma inicial hasta la catequesis y la misma celebración
litúrgica. Predicar, bautizar y celebrar la eucaristía son las funciones
esenciales del sacerdote. Sin embargo, dentro del presbiterio dichas funciones
pueden estar distribuidas distintamente, según que unos se dediquen más a tareas
misioneras y otros a la acción pastoral dentro de la comunidad reunida (Mysterium
Salutis). Predicar y enseñar, de otra manera, ¿cómo podrán hacer y administrar
los sacramentos con provecho y eficacia salvadores?
15. El sacerdocio hoy está bastante desvalorizado. Las cosas poco prácticas no
se cotizan. Esta generación consumista sólo tiene ojos para sus intereses. Ha
perdido el sentido de la gratuidad. Un beso y una sonrisa no sirven para nada,
pero los necesitamos mucho. Un jardín no es un negocio, pero necesitamos su
belleza. Cultivar patatas y cebollas es más productivo, pero los rosales y las
azucenas son necesarios.
16. El sacerdote sirve. Siempre está sirviendo. Es necesario como la escoba para
que esté limpia la casa. Pero a nadie se le ocurre poner la escoba en la
vitrina. El sacerdote perdona los pecados, es instrumento de la misericordia de
Dios. En un mundo lleno de rencores y envidias, el sacerdote es portador del
perdón. Está siempre dispuesto a recibir confidencias, descargar conciencias,
aliviar desequilibrios, a sembrar confianza y paz. El sacerdote ilumina. Cuando
nos movemos a ras de tierra, nos señala el cielo. Cuando nos quedamos en la
superficie de las cosas, nos descubre a Dios en el fondo. El sacerdote
intercede. Amansa a Dios, le hace propicio, le da gracias, da a Dios el culto
debido. Impetra sus dones. El sacerdote ama. Ha reservado su corazón para ser
para todos. El sacerdote es antorcha que sólo tiene sentido cuando arde e
ilumina. El sacerdote hace presente a Cristo. En los sacramentos y en su vida.
Es el alma del mundo. Donde falta Dios y su Espíritu él es la sal y la vida. No
hace cosas sino santos. Todos hemos de ser santos, pero sin sacerdotes
difícilmente lo seremos. Es grano de trigo que si muere da mucho fruto. Nada hay
en la Iglesia mejor que un sacerdote. Sí lo hay: dos sacerdotes. Por eso hemos
de pedir al Señor de la mies que envíe trabajadores a su mies (Mt 9,38).
17. "No me habéis elegido vosotros a mí, os he elegido yo a vosotros". La
elección indica siempre predilección. Si voy a un jardín, miro y remiro: tallo,
capullo, color, aguante...Elijo, corto y me la llevo. Pero sé que yo no podré ni
cambiar el color, ni darles más resistencia, ni aumentarles la belleza.
Cuando Dios elige, elige a través de su Verbo: "Por El fueron creadas todas las
cosas". Cuando un joven elige a su novia, es él quien elige. Si eligiesen sus
padres u otros, probablemente saldría mal. Cuando Dios elige esposa, respeta a
su Hijo, que se ha desposar con ella. Cuando Dios elige ministros suyos, deja a
su Verbo la elección. Porque han de continuar sus mismos misterios.
Parece que el Señor tendrá sus preferencias. Contando con que siempre puede
rectificar y enderezar, romper el cántaro y rehacerlo, y purificar, es verosímil
que cuente con lo que ya hay en las naturalezas, creadas por El: "Omnia per ipso
facta sunt".
Una de las primeras cualidades que parece buscará será la docilidad. Docilidad
que casi siempre es crucificante. Otra, será la sencillez: "Si no os hacéis como
niños"... Manifestarse sin hipocresía, con naturalidad.
"Vosotros sois mis amigos." ¡Cuánta es la misericordia de nuestro Creador! ¡No
somos dignos de ser siervos y nos llama amigos! ¡Qué honor para los hombres: ser
amigos de Dios! Pero ya que habéis oído la gloria de la dignidad, oíd también a
costa de qué se gana: "Si hacéis lo que yo os mando." Alegraos de la dignidad,
pero pensad a costa de qué trabajos se llega a tal dignidad. En efecto, los
amigos elegidos de Dios doman su carne, fortalecen su espíritu, vencen a los
demonios, brillan en virtudes, menosprecian lo presente y predican con obras y
con palabras la patria eterna; además, la aman más que a la vida; pueden ser
llevados a la muerte, pero no doblegados. Considere, pues, cada uno si ha
llegado a esta dignidad de ser llamado amigo de Dios, y si así es no atribuya a
sus méritos los dones que encuentre en él, no sea que venga a caer en la
enemistad. Por eso añadió el Señor: "No me habéis elegido vosotros a mí, sino
que yo os elegí a vosotros y os he destinado para que vayáis y deis fruto".
JESÚS MARTÍ BALLESTER
4. 2004
LECTURAS: HEB 10, 12-23; SAL 39; LC 22, 14-20
Heb. 10, 12-23. Nuestra vocación mira a estar con
Dios eternamente. Pero puesto que nada manchado entra al cielo, por medio del
Sacrificio expiatorio de Cristo hemos sido santificados de tal forma que,
perdonados nuestros pecados, hemos sido consagrados para poder acercarnos al
Dios vivo y poder, así, participar de la ciudad celeste. Así se ha cumplido lo
que el Espíritu Santo prometió en las Sagradas Escrituras: Que nos perdonaría
nuestras culpas y olvidaría para siempre nuestros pecados. Los que por medio de
la fe aceptamos a Cristo y su oferta de salvación, junto con Él participamos ya
desde ahora de la Vida que Él nos ofrece, y que llegará a su plenitud en
nosotros cuando junto con Él, mediante su Sangre derramada por nosotros, estemos
eternamente con Dios, santos como Él es Santo. Aprovechemos la gracia que hoy
Dios nos ofrece. No vivamos tras las obras de la maldad. Acojámonos a Cristo
para que en Él tengamos el perdón de nuestros pecados y la Vida eterna.
Sal. 39. Por medio de su Hijo Jesús, el Padre Dios nos ha
sacado de la profundidad de nuestros pecados, ha puesto nuestros pies sobre roca
firme y ha consolidado nuestros pasos para que demos testimonio de lo
misericordioso que ha sido para con nosotros. Y el Señor quiere que le entonemos
un cántico nuevo, el cántico de la fidelidad a su voluntad. Junto con Cristo
hemos de estar dispuestos a hacer la voluntad de nuestro Padre Dios en todo.
Proclamar el Evangelio nos lleva a anunciarlo, pero también a dar testimonio de
él, pues no podemos anunciar el Evangelio sólo con los labios mientras nueva
vida tomase por un camino contrario a lo que proclamamos. Junto con el
testimonio sabemos que no podemos eludir nuestra cruz de cada día, con la
fidelidad que muchas veces nos puede llevar hasta el martirio, pero sabiendo que
no todo terminará con la muerte. Después de la cruz siempre estará la gloria,
siempre estará Dios como Padre lleno de amor, de ternura y de misericordia para
con nosotros. Él nos espera para recibir en su casa a quienes le vivamos fieles.
La acción sacerdotal de la Iglesia, por tanto, consistirá en seguir el mismo
camino de amor y de fidelidad de su Señor. Vayamos tras las huellas de Cristo
aceptando todos los riesgos que nos vengan por ello, sabiendo que no hemos
recibido un espíritu de cobardía sino de valentía para que no cerremos nuestros
labios en el anuncio del Nombre de nuestro Dios y Padre que se nos ha confiado.
Lc. 22, 14-20. La Pascua antigua ha quedado atrás y
no volverá a celebrarse sino en la Pascua de Cristo, en el Reino de Dios, que ya
se ha iniciado entre nosotros. Celebrar nosotros el Memorial de la Pascua de
Cristo no es sólo un contemplar a Cristo bajo una nueva presencia. Él está con
nosotros en la Eucaristía para que nos encontremos real y personalmente con Él
al paso de la historia. Su presencia en la Eucaristía es una presencia real con
toda su fuerza salvadora. Participar de la Eucaristía nos hace entrar en la
nueva alianza inaugurada por Jesús, en que, unidos a Él, somos hechos hijos de
Dios y el Padre Dios nos contempla con el mismo amor con que contempla a su Hijo
unigénito.
El Señor nos reúne para que en esta Eucaristía celebremos, unidos a Él, la
Pascua Nueva, la del Reino de Dios entre nosotros. Celebramos la Victoria de
Jesús sobre el pecado y la muerte. Celebramos nuestra liberación de las diversas
esclavitudes a las que el maligno nos había sometido. Celebramos nuestro
peregrinar hacia la Patria eterna. Celebramos el ser el Nuevo Pueblo de Dios, el
de sus hijos que se dejan guiar por Cristo, único Camino de salvación para
nosotros. La Eucaristía nos pone en camino como testigos del Reino, pues la
salvación no es ya una promesa, sino una realidad cumplida por Dios entre
nosotros y para nosotros. Y nosotros hemos de proclamar este Misterio de amor y
de salvación a la humanidad entera.
La Iglesia de Cristo continúa la obra sacerdotal de Jesús en el mundo y su
historia. A nosotros nos corresponde continuar consagrándolo todo a Dios. El
Sacrificio redentor de Cristo debe no sólo ser anunciado, sino vivido por la
Iglesia, como la mejor muestra del Evangelio proclamado con la vida misma. ¿En
verdad somos alimento, pan de vida para los demás? ¿En verdad somos capaces de
llegar hasta derramar nuestra sangre con tal de que el perdón de los pecados
llegue a todos? ¿Estamos dispuestos a vivir conforme a la voluntad de Dios sobre
nosotros y no conforme a nuestros propios intereses? ¿Encaminamos a los demás
hacia la posesión de los bienes definitivos? Es nuestra vida, es la vida de la
Iglesia con su cercanía al hombre al que ha sido enviado para salvarlo, lo que
finalmente dará respuesta correcta o incorrecta a estos cuestionamientos. El
Señor quiere que santifiquemos a todo y a todos. Ojalá y seamos ese Sacramento
de Salvación para todos los pueblos.
Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra
Madre, la gracia de saber vivir santamente, redimidos y perdonados por Cristo; y
la gracia de colaborar con un nuevo ardor para que la salvación llegue hasta el
último rincón de la tierra. Amén.
www.homiliacatolica.com
5. ARCHIMADRID 2004
LA CRUZ, COMPAÑERA DE LA SANTIDAD
Con Pentecostés terminó el tiempo de Pascua. Hemos hecho el mismo recorrido que
los discípulos de Jesús durante estos días de gozo y alegría. De manera
especial, la Venida del Espíritu Santo, junto con toda la Iglesia, nos ha
reafirmado la certeza de que no estamos solos. La asistencia permanente de la
Tercera Persona de la Santísima Trinidad nos conforta y alienta, dándonos la
valentía necesaria para proclamar al mundo entero el Evangelio (cada uno en su
estado y en su actividad). Todo esto se traduce en la necesidad de convertirnos
cada día un poco más (haciendo examen de conciencia), y de tratar más
íntimamente al Señor mediante la oración.
“Él soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores”. Con las lecturas
de hoy podría dar la impresión de que volvemos atrás. De vuelta a la Cuaresma
para adentrarnos en el misterio de la Pasión de Jesús. Pero si estamos atentos,
descubriremos que se trata de atender el requerimiento de aquellos ángeles,
urgiendo a los testigos de la Ascensión del Señor a los Cielos, para volver cada
uno a sus obligaciones cotidianas. No hay otra señal del cristiano que la de la
Cruz. La manera más eficaz de no caer en el desaliento y el pesimismo es tomar
con alegría nuestra propia cruz (no la que imaginemos o sospechemos), y caminar
con entusiasmo en medio de lo que otros denominan dificultades y contratiempos.
“Cuántas maravillas has hecho, Señor, Dios mío, cuántos planes en favor nuestro;
nadie se te puede comparar. Intento proclamarlas, decirlas, pero superan todo
número”. El otro día fui testigo de un hecho singular. En un Monasterio de
carmelitas descalzas, acudí junto con otro sacerdote a visitar a las monjas de
clausura. Nadie contestaba a la puerta (era un poco tarde, y tampoco avisamos de
nuestra llegada). Después de esperar un buen rato, y haber dejado un mensaje en
el contestador telefónico, la puerta del Monasterio se abrió. Allí apareció la
priora disculpándose por habernos hecho esperar. Sin haber sido de ellas la
culpa (pues los guardeses no se encontraban en la portería), la madre superiora
se tendió en el suelo, como un guiñapo, en señal de humildad y perdón.
Posteriormente, el sacerdote al que acompañaba me comentó que esta actitud es
muy normal en ellas, y que también realizan ese gesto cuando alguien les “lanza”
alguna alabanza.
Me preguntaba cómo se tomaría la gente de la calle este tipo de actitudes.
Algunos lo verían como algo raro, otros como una humillación innecesaria, y los
más indulgentes como “algo propio de monjas”. Sin embargo, a quien habría que
preguntar sobre ese compartimiento sería al mismo Dios, porque su juicio es el
único que importa. Y estoy convencido de que esbozaría una sonrisa complaciente,
porque hasta Él llegarían las mismas palabras que el salmista: “He proclamado tu
salvación ante la gran asamblea; no he cerrado los labios; Señor, tú lo sabes”.
“He deseado enormemente comer esta comida pascual con vosotros, antes de
padecer, porque os digo que ya no la volveré a comer, hasta que se cumpla en el
reino de Dios”. Las palabras del Señor que precedieron a la institución de la
Eucaristía, nos dan a entender que el amor que recibimos del Hijo de Dios pasa,
ineludiblemente, por la Cruz. La santidad no es una condecoración que recibimos
por lo bien que hacemos las cosas, sino la justicia que Dios realiza con
aquellos que se abrazaron al madero de su Hijo. María estuvo allí, junto a la
Cruz de Jesús, y su santidad es el faro que nos ilumina en medio de nuestras
tempestades y oscuridades… “Aquí estoy, para hacer tu voluntad”.