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EL MAESTRO EN LA BIBLIA


Actas del Seminario internacional sobre
"Jesús, el Maestro"
(Ariccia, 14-24 de octubre de 1996)

por Mons. Gianfranco Ravasi

 

Sumario

Introducción: La ambigüedad y el valor del magisterio

I. La parábola anticotestamentaria del enseñar
1. Primado de la teofanía
Los (tres) lugares de la teofanía
2. El hombre maestro
a) El padre al hijo
b) Los sacerdotes-profetas-sabios
c) Pedagogía global

II. Jesús Divino Maestro
1. El retrato de Jesús Maestro
2. Las siete cualidades de Cristo Maestro

III. La Iglesia docente
Conclusión

 


 

Introducción:
La ambigüedad y el valor del magisterio

Nuestro discurso, presentado de manera muy esquemática, será un simple itinerario abierto dentro de un horizonte temático de mil matices y aspectos.

La figura del "maestro" en la Biblia tiene gran relieve, sobre todo cuando lo examinamos en algunas áreas literarias del Antiguo Testamento. Pero también dentro del Nuevo, la figura del didáskalos es relevante. Sin embargo, conviene decir desde el principio que el término "maestro" y la figura misma del "maestro" pueden tener en sí elementos de riesgo. Pensemos en el vocablo hebreo, con el que se define el "maestro": rabbí.

Rabbí es un termino ambiguo en algunos aspectos. De hecho, literalmente significa "mi grande" (de rav, grande, potente). Es, por tanto, un título de prestigio. Y este elemento aparece también en otras lenguas: el latín magister significa uno que es "magis", o sea más, superior al otro; y el francés maître significa "amo", y como tal señor del otro. Se entiende así una frase de Mateo (23,8-10): «Vosotros no os dejéis llamar rabbí, pues vuestro didáskalos (maestro) es uno solo y vosotros todos sois hermanos. Y no os llamaréis kazeguetai unos a otros». La palabra "kazeguetai" la Vulgata la traduce con magistri; en realidad el término en griego significa "quien guía", quien indica el camino o recorrido. ¿Por qué no debéis dejaros llamar kazeguetai? Porque «uno solo es vuestro kazeguetés», vuestro guía.

Hay por tanto que hacer preliminarmente esta consideración: la actividad del maestro es una actividad arriesgada, peligrosa, que puede entrañar arrogancia del poder y una superioridad despectiva. Este aspecto era propio de los escribas, los maestros por excelencia, que despreciaban «a esa plebe que no conoce la ley y está maldita». En este sentido se puede ser maestros-amos, maestros de muerte en fin de cuentas.

Pero el maestro tiene también un gran valor, es una figura positiva de mucho relieve. Ante todo y sobre todo es Cristo quien nos enseña cómo ser verdaderos maestros. Lo atestigua una frase capital en el evangelio di Juan (13,13-15): «Vosotros me llamáis ho didáskalos kai ho kyrios, y con razón, porque lo soy». Cristo acepta, pues, para sí, ambos títulos, ambas dimensiones de la palabra rabbí: didáskalos, maestro, y kyrios, señor. Pero enseguida viene la descripción del modo justo para ser verdaderos maestros y señores: «Pues si yo, ho kyrios kai ho didáskalos, el señor y el maestro, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros». Y añade: «Os dejo un ejemplo para que igual que yo he hecho, hagáis también vosotros». El camino auténtico del verdadero ministerio de la enseñanza, del verdadero magisterio, es el del servicio y de la entrega.

Jesús junta intencionalmente a kyrios y didáskalos, títulos autoritativos, el gesto del lavatorio de los pies: un acto que en el mundo bíblico, hebreo, no debía imponerse ni siquiera al esclavo. En un relato apócrifo, José y Aseneth, una historia popular que arranca del episodio de José el Egipcio del Génesis, la mujer, la esposa di José dice: «Por amor a ti estoy dispuesta incluso a lavarte los pies». Es el gesto supremo y extremo del amor, hacerse esclavo del otro, por entrega. Jesús dice: el kyrios, el didáskalos auténtico lo es cuando se hace siervo, cuando da su sabiduría sin usarla como instrumento de poder.

De este magisterio como servicio por parte de Jesús subrayaremos tres ejemplos, tomados de los evangelios.

Dos observaciones para cerrar la presente introducción: la primera está tomada de Pablo (1Cor 12,28 y Ef 4,11): «Dios ha establecido algunos como maestros». Está bien, por tanto, llamarse "maestros", si uno lo es con espíritu de servicio. Diversamente seremos amos. No es contradictorio, pues, atribuirse el nombre de maestros, como hizo el P. Alberione, que se llamó «Primer Maestro», y como hizo también Pablo: «De este evangelio me han nombrado didáskalos, maestro» (2Tim 1,11).

Segunda consideración. Hay también falsos maestros, precisamente por la ambigüedad indicada antes: quienes no están al servicio de la comunicación de la vida y de la verdad, sino al servicio de sí mismos. Los escritos déuteropaulinos, sobre todo, hablan con insistencia y con dureza de estos falsos maestros (cfr 2Tm 4,3; 2Pt 2,1ss). Se da, pues, también un horizonte oscuro en la misma cristiandad de los orígenes, respecto al magisterio. Se trata de una fortísima tentación. Tenemos, quizás, sutilmente presente dentro de nosotros, la hybris del "maestro" que desprecia, que condiciona al otro, que es amo. El rabbí ya no es, por tanto "maestro mío", sino "señor potente mío".

Naturalmente este riesgo se da sobre todo cuando se tienen en las manos instrumentos de comunicación cada vez más avanzados. Efectivamente la comunicación de hoy, por ejemplo a través de la televisión, constituye a menudo un camino de magisterio que es dominio sobre el otro, hegemonía sobre el otro, condicionamiento del otro, frecuentemente más para la muerte que para la vida.