«Trauer und Melancholie» Standard Edition. Ordenamiento de James Strachey
Nota
introductoria
Tras servirnos del sueño como paradigma normal de las perturbaciones anímicas
narcisistas, intentaremos ahora echar luz sobre la naturaleza de la melancolía
comparándola con un afecto normal: el duelo.
Pero esta vez tenemos que hacer por adelantado una confesión a fin de que no se
sobrestimen nuestras conclusiones. La melancolía, cuya definición conceptual
es fluctuante aun en la psiquiatría descriptiva, se presenta en múltiples
formas clínicas cuya síntesis en una unidad no parece certificada; y de ellas,
algunas sugieren afecciones más somáticas que psicógenas. Prescindiendo de
las impresiones que se ofrecen a cualquier observador, nuestro material está
restringido a un pequeño número de casos cuya naturaleza psicógena era
indubitable. Por eso renunciamos de antemano a pretender validez universal para
nuestras conclusiones y nos consolamos con esta reflexión: dados nuestros
medios presentes de investigación, difícilmente podríamos hallar algo que no
fuera típico, si no para una clase íntegra de afecciones, al menos para un
grupo más pequeño de ellas.
La conjunción de melancolía y duelo parece justificada por el cuadro total de
esos dos estados (ver nota). También son
coincidentes las influencias de la vida que los ocasionan, toda vez que podemos
discernirlas. El duelo es, por regla general, la reacción frente a la pérdida
de una persona amada o de una abstracción que haga sus veces, como la patria,
la libertad, un ideal, etc. A raíz de idénticas influencias, en muchas
personas se observa, en lugar de duelo, melancolía (y por eso sospechamos en
ellas una disposición enfermiza). Cosa muy digna de notarse, además, es que a
pesar de que el duelo trae consigo graves desviaciones de la conductanormal en
la vida, nunca se nos ocurre considerarlo un estado patológico ni remitirlo al
médico para su tratamiento. Confiamos en que pasado cierto tiempo se lo superará,
y juzgamos inoportuno y aun dañino perturbarlo.
La melancolía se singulariza en lo anímico por una desazón profundamente
dolida, una cancelación del interés por el mundo exterior, la pérdida de la
capacidad de amar, la inhibición de toda productividad y una rebaja en el
sentimiento de sí que se exterioriza en autorreproches y autodenigraciones y se
extrema hasta una delirante expectativa de castigo. Este cuadro se aproxima a
nuestra comprensión si consideramos que el duelo muestra los mismos rasgos,
excepto uno; falta en él la perturbación del sentimiento de sí. Pero en todo
lo demás es lo mismo. El duelo pesaroso, la reacción frente a la pérdida de
una persona amada, contiene idéntico talante dolido, la pérdida del interés
por el mundo exterior -en todo lo que no recuerde al muerto-, la pérdida de la
capacidad de escoger algún nuevo objeto de amor -en remplazo, se diría, del
llorado-, el extrañamiento respecto de cualquier trabajo productivo que no
tenga relación con la memoria del muerto. Fácilmente se comprende que esta
inhibición y este angostamiento del yo expresan una entrega incondicional al
duelo que nada deja para otros propósitos y otros intereses. En verdad, si esta
conducta no nos parece patológica, ello sólo se debe a que sabemos explicarla
muy bien.
Aprobaremos también la comparación que llama «dolido» al talante del duelo.
Es probable que su legitimidad nos parezca evidente cuando estemos en
condiciones de caracterizar económicamente al dolor (ver
nota).
Ahora bien, ¿en qué consiste el trabajo que el duelo opera? Creo que no es
exagerado en absoluto imaginarlo del siguiente modo: El examen de realidad ha
mostrado que el objeto amado ya no existe más, y de él emana ahora la
exhortación de quitar toda libido de sus enlaces con ese objeto. A ello se
opone una comprensible renuencia; universalmente se observa que el hombre no
abandona de buen grado una posición libidinal, ni aun cuando su sustituto ya
asoma. Esa renuencia puede alcanzar tal intensidad que produzca un extrañamiento
de la realidad y una retención del objeto por vía de una psicosis alucinatoria
de deseo (ver nota). Lo normal es que prevalezca
el acatamiento a la realidad. Pero la orden que esta imparte no puede cumplirse
enseguida. Se ejecuta pieza por pieza con un gran gasto de tiempo y de energía
de investidura, y entretanto la existencia del objeto perdido continúa en lo psíquico.
Cada uno de los recuerdos y cada una de las expectativas en que la libido se
anudaba al objeto son clausurados, sobreinvestidos y en ellos se consuma el
desasimiento de la libido (ver nota). ¿Por qué
esa operación de compromiso, que es el ejecutar pieza por pieza la orden de la
realidad, resulta tan extraordinariamente dolorosa? He ahí algo que no puede
indicarse con facilidad en una fundamentación económica. Y lo notable es que
nos parece natural este displacer doliente. Pero de hecho, una vez cumplido el
trabajo del duelo el yo se vuelve otra vez libre y desinhibido (ver
nota).
Apliquemos ahora a la melancolía lo que averiguamos en el duelo. En una serie
de casos, es evidente que también ella puede ser reacción frente a la pérdida
de un objeto amado; en otras ocasiones, puede reconocerse que esa pérdida es de
naturaleza más ideal. El objeto tal vez no está realmente muerto, pero se
perdió como objeto de amor (P. ej., el caso de una novia abandonada). Y en
otras circunstancias nos creemos autorizados a suponer una pérdida así, pero
no atinamos a discernir con precisión lo que se perdió, y con mayor razón
podemos pensar que tampoco el enfermo puede apresar en su conciencia lo que ha
perdido. Este caso podría presentarse aun siendo notoria para el enfermo la pérdida
ocasionadora de la melancolía: cuando él sabe a quién perdió, pero no lo que
perdió en él. Esto nos llevaría a referir de algún modo la melancolía a una
pérdida de objeto sustraída de la conciencia, a diferencia del duelo, en el
cual no hay nada inconciente en lo que atañe a la pérdida.
En el duelo hallamos que inhibición y falta de interés se esclarecían
totalmente por el trabajo del duelo que absorbía al yo. En la melancolía la pérdida
desconocida tendrá por consecuencia un trabajo interior semejante y será la
responsable de la inhibición que le es característica. Sólo que la inhibición
melancólica nos impresiona como algo enigmático porque no acertamos a ver lo
que absorbe tan enteramente al enfermo. El melancólico nos muestra todavía
algo que falta en el duelo: una extraordinaria rebaja en su sentimiento yoico {Ichgefühl},
un enorme empobrecimiento del yo. En el duelo, el mundo se ha hecho pobre y vacío;
en la melancolía, eso le ocurre al yo mismo. El enfermo nos describe a su yo
como indigno, estéril y moralmente despreciable; se hace reproches, se denigra
y espera repulsión y castigo. Se humilla ante todos los demás y conmisera a
cada uno de sus familiares por tener lazos con una persona tan indigna. No juzga
que le ha sobrevenido una alteración, sino que extiende su autocrítica al
pasado; asevera que nunca fue mejor. El cuadro de este delirio de
insignificancia -predominantemente moral- se completa con el insomnio, la
repulsa del alimento y un desfallecimiento, en extremo asombroso psicológicamente,
de la pulsión que compele a todos los seres vivos a aferrarse a la vida.
Tanto en lo científico como en lo terapéutico sería infructuoso tratar de
oponérsele al enfermo que promueve contra su yo tales querellas. Es que en algún
sentido ha de tener razón y ha de pintar algo que es como a él le parece. No
podemos menos que refrendar plenamente algunos de sus asertos. Es en realidad
todo lo falto de interés, todo lo incapaz de amor y de trabajo que él dice.
Pero esto es, según sabemos, secundario; es la consecuencia de ese trabajo
interior que devora a su yo, un trabajo que desconocemos, comparable al del
duelo. También en algunas otras de sus autoimputaciones nos parece que tiene
razón y aun que capta la verdad con más claridad que otros, no melancólicos.
Cuando en una autocrítica extremada se pinta como insignificantucho, egoísta,
insincero, un hombre dependiente que sólo se afanó en ocultar las debilidades
de su condición, quizás en nuestro fuero interno nos parezca que se acerca
bastante al conocimiento de sí mismo y sólo nos intrigue la razón por la cual
uno tendría que enfermarse para alcanzar una verdad así. Es que no hay duda;
el que ha dado en apreciarse de esa manera y lo manifiesta ante otros -una
apreciación que el príncipe Hamlet hizo de sí mismo y de sus prójimos-,
ese está enfermo, ya diga la verdad o sea más o menos injusto consigo mismo.
Tampoco es difícil notar que entre la medida de la autodenigración y su
justificación real no hay, a juicio nuestro, correspondencia alguna. La mujer
antes cabal, meritoria y penetrada de sus deberes, no hablará, en la melancolía,
mejor de sí misma que otra en verdad inservible para todo, y aun quizá sea más
proclive a enfermar de melancolía que esta otra de quien nada bueno sabríamos
decir. Por último, tiene que resultarnos llamativo que el melancólico no se
comporte en un todo como alguien que hace contrición de arrepentimiento y de
autorreproche. Le falta (o al menos no es notable en él) la vergüenza en
presencia de los otros, que sería la principal característica de este último
estado. En el melancólico podría casi destacarse el rasgo opuesto, el de una
acuciante franqueza que se complace en el desnudamiento de sí mismo.
Lo esencial no es, entonces, que el melancólico tenga razón en su penosa
rebaja de sí mismo, hasta donde esa crítica coincide con el juicio de los
otros. Más bien importa que esté describiendo correctamente su situación
psicológica. Ha perdido el respeto por sí mismo y tendrá buenas razones para
ello. Esto nos pone ante una contradicción que nos depara un enigma difícil de
solucionar. Siguiendo la analogía con el duelo, deberíamos inferir que él ha
sufrido una pérdida en el objeto; pero de sus declaraciones surge una pérdida
en su yo.
Antes de abordar esta contradicción, detengámonos un momento en la mirada que
esta afección, la melancolía, nos ha permitido echar en la constitución íntima
del yo humano. Vemos que una parte del yo se contrapone a la otra, la aprecia críticamente,
la toma por objeto, digamos. Y todas nuestras ulteriores observaciones
corroborarán la sospecha de que la instancia crítica escindida del yo en este
caso podría probar su autonomía también en otras situaciones. Hallaremos en
la realidad fundamento para separar esa instancia del resto del yo. Lo que aquí
se nos da a conocer es la instancia que usualmente se llama conciencia moral;
junto con la censura de la conciencia y con el examen de realidad la contaremos
entre las grandes instituciones del yo (ver nota),
y en algún lugar hallaremos también las pruebas de que puede enfermarse ella
sola. El cuadro nosológico de la melancolía destaca el desagrado moral con el
propio yo por encima de otras tachas: quebranto físico, fealdad, debilidad,
inferioridad social, rara vez son objeto de esa apreciación que el enfermo hace
de sí mismo; sólo el empobrecimiento ocupa un lugar privilegiado entre sus
temores o aseveraciones.
Una observación nada difícil de obtener nos lleva ahora a esclarecer la
contradicción antes presentada [al final del penúltimo párrafo]. Si con
tenacidad se presta oídos a las querellas que el paciente se dirige, llega un
momento en que no es posible sustraerse a la impresión de que las más fuertes
de ellas se adecuan muy poco a su propia persona y muchas veces, con levísimas
modificaciones, se ajustan a otra persona a quien el enfermo ama, ha amado a
amaría.
Y tan pronto se indaga el asunto, él corrobora esta conjetura. Así, se tiene
en la mano la clave del cuadro clínico si se disciernen los autorreproches como
reproches contra un objeto de amor, que desde este han rebotado sobre el yo
propio.
La mujer que conmisera en voz alta a su marido por estar atado a una mujer de
tan nulas prendas quiere quejarse, en verdad, de la falta de valía de él, en
cualquier sentido que se la entienda. No es mucha maravilla que entre los
autorreproches revertidos haya diseminados algunos genuinos; pudieron abrirse
paso porque ayudan a encubrir a los otros y a imposibilitar el conocimiento de
la situación, y aun provienen de los pros y contras que se sopesaron en la
disputa de amor que culminó en su pérdida. También la conducta de los
enfermos se hace ahora mucho más comprensible. Sus quejas {KIagen} son
realmente querellas {Anklagen}, en el viejo sentido del término. Ellos no se
avergüenzan ni se ocultan: todo eso rebajante que dicen de sí mismos en el
fondo lo dicen de otro. Y bien lejos están de dar pruebas frente a quienes los
rodean de esa postración y esa sumisión, las únicas actitudes que convendrían
a personas tan indignas; más bien son martirizadores en grado extremo, se
muestran siempre como afrentados y como sí hubieran sido objeto de una gran
injusticia. Todo esto es posible exclusivamente porque las reacciones de su
conducta provienen siempre de la constelación anímica de la revuelta, que
después, por virtud de un cierto proceso, fueron trasportadas a la contrición
melancólica.
Ahora bien, no hay dificultad alguna en reconstruir este proceso. Hubo una
elección de objeto, una ligadura de la libido a una persona determinada; por
obra de una afrenta real o un desengaño de parte de la persona amada sobrevino
un sacudimiento de ese vínculo de objeto. El resultado no fue el normal, que
habría sido un quite de la libido de ese objeto y su desplazamiento a uno
nuevo, sino otro distinto, que para producirse parece requerir varias
condiciones. La investidura de objeto resultó poco resistente, fue cancelada,
pero la libido libre no se desplazó a otro objeto sino que se retiró sobre el
yo. Pero ahí no encontró un uso cualquiera, sino que sirvió para establecer
una identificación del yo con el objeto resignado. La sombra del objeto cayó
sobre el yo, quien, en lo sucesivo, pudo ser juzgado por una instancia particular
como un objeto, como el objeto abandonado. De esa manera, la pérdida del objeto
hubo de mudarse en una pérdida del yo, y el conflicto entre el yo y la persona
amada, en una bipartición entre el yo crítico y el yo alterado por
identificación.
Hay algo que se colige inmediatamente de las premisas y resultados de tal
proceso. Tiene que haber existido, por un lado, una fuerte fijación en el
objeto de amor y, por el otro y en contradicción a ello, una escasa resistencia
de la investidura de objeto. Según una certera observación de Otto Rank, esta
contradicción parece exigir que la elección de objeto se haya cumplido sobre
una base narcisista, de tal suerte que la investidura de objeto pueda regresar
al narcisismo si tropieza con dificultades. La identificación narcisista con el
objeto se convierte entonces en el sustituto de la investidura de amor, lo cual
trae por resultado que el vínculo de amor no deba resignarse a pesar del
conflicto con la persona amada. Un sustituto así del amor de objeto por
identificación es un mecanismo importante para las afecciones narcisistas; hace
poco tiempo Karl Landauer ha podido descubrirlo en el proceso de curación de
una esquizofrenia ( 1914). Desde luego, corresponde a la regresión desde un
tipo de elección de objeto al narcisismo originario. En otro lugar hemos
consignado que la identificación es la etapa previa de la elección de objeto y
es el primer modo, ambivalente en su expresión, como el yo distingue a un
objeto. Querría incorporárselo, en verdad, por la vía de la devoración, de
acuerdo con la fase oral o canibálica del desarrollo libidinal (ver
nota). A esa trabazón reconduce Abraham, con pleno derecho, la repulsa de
los alimentos que se presenta en la forma grave del estado melancólico (ver
nota).
La inferencia que la teoría pide, a saber, que en todo o en parte la disposición
a contraer melancolía se remite al predominio del tipo narcisista de elección
de objeto, desdichadamente aún no ha sido confirmada por la investigación. En
las frases iniciales de este estudio confesé que el material empírico en que
se basa es insuficiente para garantizar nuestras pretensiones. Si pudiéramos
suponer que la observación concuerda con las deducciones que hemos hecho, no
vacilaríamos en incluir dentro de la característica de la melancolía la
regresión desde la investidura de objeto hasta la fase oral de la libido que
pertenece todavía al narcisismo. Tampoco son raras en las neurosis de
trasferencia identificaciones con el objeto, y aun constituyen un conocido
mecanismo de la formación de síntoma, sobre todo en el caso de la histeria.
Pero tenemos derecho a diferenciar la identificación narcisista de la histérica
porque en la primera se resigna la investidura de objeto, mientras que en la
segunda esta persiste y exterioriza un efecto que habitualmente está
circunscrito a ciertas acciones e inervaciones singulares. De cualquier modo,
también en las neurosis de trasferencia la identificación expresa una
comunidad que puede significar amor. La identificación narcisista es la más
originaria, y nos abre la comprensión de la histérica, menos estudiada (ver
nota).
Por tanto, la melancolía toma prestados una parte de sus caracteres al duelo, y
la otra parte a la regresión desde la elección narcisista de objeto hasta el
narcisismo. Por un lado, como el duelo, es reacción frente a la pérdida real
del objeto de amor, pero además depende de una condición que falta al duelo
normal o lo convierte, toda vez que se presenta, en un duelo patológico. La pérdida
del objeto de amor es una ocasión privilegiada para que campee y salga a la luz
la ambivalencia de los vínculos de amor (ver nota).
Y por eso, cuando preexiste la disposición a la neurosis obsesiva, el conflicto
de ambivalencia presta al duelo una conformación patológica y lo compele a
exteriorizarse en la forma de unos autorreproches, a saber, que uno mismo es
culpable de la pérdida del objeto de amor, vale decir, que la quiso. En esas
depresiones de cuño obsesivo tras la muerte de personas amadas se nos pone por
delante eso que el conflicto de ambivalencia opera por sí solo cuando no es
acompañado por el recogimiento regresivo de la libido. Las ocasiones de la
melancolía rebasan las más de las veces el claro acontecimiento de la pérdida
por causa de muerte y abarcan todas las situaciones de afrenta, de menosprecio y
de desengaño en virtud de las cuales puede instilarse en el vínculo una
oposición entre amor y odio o reforzarse una ambivalencia preexistente. Este
conflicto de ambivalencia, de origen más bien externo unas veces, más bien
constitucional otras, no ha de pasarse por alto entre las premisas de la
melancolía. Si el amor por el objeto -ese amor que no puede resignarse al par
que el objeto mismo es resignado- se refugia en la identificación narcisista,
el odio se ensaña con ese objeto sustitutivo insultándolo, denigrándolo, haciéndolo
sufrir y ganando en este sufrimiento una satisfacción sádica. Ese automartirio
de la melancolía, inequívocamente gozoso, importa, en un todo como el fenómeno
paralelo de la neurosis obsesiva, la satisfacción de
tendencias sádicas y de tendencias al odio que recaen sobre un objeto y por
la vía indicada han experimentado una vuelta hacia la persona propia. En ambas
afecciones suelen lograr los enfermos, por el rodeo de la autopunición,
desquitarse de los objetos originarios y martirizar a sus amores por intermedio
de su condición de enfermos, tras haberse entregado a la enfermedad a fin de no
tener que mostrarles su hostilidad directamente. Y por cierto, la persona que
provocó la perturbación afectiva del enfermo y a la cual apunta su ponerse
enfermo se hallará por lo común en su ambiente más inmediato. Así, la
investidura de amor del melancólico en relación con su objeto ha experimentado
un destino doble; en una parte ha regresado a la identificación, pero, en otra
parte, bajo la influencia del conflicto de ambivalencia, fue trasladada hacia
atrás, hacia la etapa del sadismo más próxima a ese conflicto.
Sólo este sadismo nos revela el enigma de la inclinación al suicidio por la
cual la melancolía se vuelve tan interesante y... peligrosa. Hemos
individualizado como el estado primordial del que parte la vida pulsional un
amor tan enorme del yo por sí mismo, y en la angustia que sobreviene a
consecuencia de una amenaza a la vida vemos liberarse un monto tan gigantesco de
libido narcisista, que no entendemos que ese yo pueda avenirse a su
autodestrucción. Desde hace mucho sabíamos que ningún neurótico registra
propósitos de suicidio que no vuelva sobre sí mismo a partir del impulso de
matar a otro, pero no comprendíamos el juego de fuerzas por el cual un propósito
así pueda ponerse en obra. Ahora el análisis de la melancolía nos enseña que
el yo sólo puede darse muerte si en virtud del retroceso de la investidura de
objeto puede tratarse a sí mismo como un objeto, si le es permitido dirigir
contra sí mismo esa hostilidad que recae sobre un objeto y subroga la reacción
originaria del yo hacia objetos del mundo exterior. Así, en la regresión desde
la elección narcisista de objeto, este último fue por cierto cancelado, pero
probó ser más poderoso que el yo mismo. En las dos situaciones contrapuestas
del enamoramiento más extremo y del suicidio, el yo, aunque por caminos
enteramente diversos, es sojuzgado por el objeto (ver
nota).
Además, respecto de uno de los caracteres llamativos de la melancolía, el
predominio de la angustia de empobrecimiento, es sugerente admitir que deriva
del erotismo anal arrancado de sus conexiones y mudado en sentido regresivo.
La melancolía nos plantea todavía otras preguntas cuya respuesta se nos escapa
en parte. La mancomuna al duelo este rasgo: pasado cierto tiempo desaparece sin
dejar tras sí graves secuelas registrables. Con relación a aquel nos enteramos
de que se necesita tiempo para ejecutar detalle por detalle la orden que dimana
del examen de realidad; y cumplido ese trabajo, el yo ha liberado su libido del
objeto perdido. Un trabajo análogo podemos suponer que ocupa al yo durante la
melancolía; aquí como allí nos falta la comprensión económica del proceso.
El insomnio de la melancolía es sin duda testimonio de la pertinacia de ese
estado, de la imposibilidad de efectuar el recogimiento general de las
investiduras que el dormir requiere. El complejo
melancólico se comporta como una herida abierta, atrae hacia sí desde
todas partes energías de investidura (que en las neurosis de trasferencia hemos
llamado « contra investiduras » ) y vacía al yo hasta el empobrecimiento
total; es fácil que se muestre resistente contra el deseo de dormir del yo. Un
factor probablemente somático, que no ha de declararse psicógeno, es el alivio
que por regla general recibe ese estado al atardecer. Estas elucidaciones
plantean un interrogante: si una pérdida del yo sin miramiento por el objeto
(una afrenta del yo puramente narcisista) no basta para producir el cuadro de la
melancolía, y si un empobrecimiento de la libido yoica, provocado directamente
por toxinas, no puede generar ciertas formas de la afección.
La peculiaridad más notable de la melancolía, y la más menesterosa de
esclarecimiento, es su tendencia a volverse del revés en la manía, un estado
que presenta los síntomas opuestos. Según se sabe, no toda melancolía tiene
ese destino. Muchos casos trascurren con recidivas periódicas, y en los
intervalos no se advierte tonalidad alguna de manía, o se la advierte sólo en
muy escasa medida. Otros casos muestran esa alternancia regular de fases melancólicas
y maníacas que ha llevado a diferenciar la insania cíclica. Estaríamos
tentados de no considerar estos casos como psicógenos si no fuera porque el
trabajo psicoanalítico ha permitido resolver la génesis de muchos de ellos, así
como influirlos en sentido terapéutico. Por tanto, no sólo es lícito, sino
hasta obligatorio, extender un esclarecimiento analítico de la melancolía
también a la manía.
No puedo prometer que ese intento se logre plenamente. Es que no va más allá
de la posibilidad de una primera orientación. Aquí se nos ofrecen dos puntos
de apoyo: el primero es una impresión psicoanalítica, y el otro, se estaría
autorizado a decir, una experiencia económica general. La impresión, formulada
ya por varios investigadores psicoanalíticos, es esta: la manía no tiene un
contenido diverso de la melancolía, y ambas afecciones pugnan con el mismo «complejo»,
al que el yo probablemente sucumbe en la melancolía, mientras que en la manía
lo ha dominado o lo ha hecho a un lado. El otro apoyo nos lo brinda la
experiencia según la cual en todos los estados de alegría, júbilo o triunfo,
que nos ofrecen el paradigma normal de la manía, puede reconocerse idéntica
conjunción de condiciones económicas. En ellos entra en juego un influjo
externo por el cual un gasto psíquico grande, mantenido por largo tiempo o
realizado a modo de un hábito, se vuelve por fin superfluo, de suerte que queda
disponible para múltiples aplicaciones y posibilidades de descarga. Por
ejemplo: cuando una gran ganancia de dinero libera de pronto a un pobre diablo
de la crónica preocupación por el pan de cada día, cuando una larga y
laboriosa brega se ve coronada al fin por el éxito, cuando se llega a la
situación de poder librarse de golpe de una coacción oprimente, de una
disimulación arrastrada de antiguo, etc. Esas situaciones se caracterizan por
el empinado talante, las marcas de una descarga del afecto jubiloso y una mayor
presteza para emprender toda clase de acciones, tal como ocurre en la manía y
en completa oposición a la depresión y a la inhibición propias de la melancolía.
Podemos atrevernos a decir que la manía no es otra cosa que un triunfo así, sólo
que en ella otra vez queda oculto para el yo eso que él ha vencido y sobre lo
cual triunfa. A la borrachera alcohólica, que se incluye en la misma serie de
estados, quizá se la pueda entender de idéntico modo (en la medida en que sea
alegre); es probable que en ella se cancelen, por vía tóxica, unos gastos de
represión. Los legos se inclinan a suponer que en tal complexión maníaca se
está tan presto a moverse y a acometer empresas porque se tiene «brío».
Desde luego, hemos de resolver ese falso enlace. Lo que ocurre es que en el
interior de la vida anímica se ha cumplido la mencionada condición económica,
y por eso se está de talante tan alegre, por un lado, y tan desinhibido en el
obrar, por el otro.
Si ahora reunimos esas dos indicaciones,
resulta lo siguiente: En la manía el yo tiene que haber vencido a la pérdida
del objeto (o al duelo por la pérdida, o quizás al objeto mismo), y entonces
queda disponible todo el monto de contrainvestidura que el sufrimiento dolido de
la melancolía había atraído sobre sí desde el yo y había ligado. Cuando
parte, voraz, a la búsqueda de nuevas investiduras de objeto, el maníaco nos
demuestra también inequívocamente su emancipación del objeto que le hacía
penar.
Este esclarecimiento suena verosímil, pero, en primer lugar, está todavía muy
poco definido y, en segundo, hace añorar más preguntas y dudas nuevas que las
que podemos nosotros responder. No queremos eludir su discusión, aun si no cabe
esperar que a través de ella hallaremos el camino hacia la claridad.
En primer término: El duelo normal vence sin duda la pérdida del objeto y
mientras persiste absorbe de igual modo todas las energías del yo. ¿Por qué
después que trascurrió no se establece también en él, limitadamente, la
condición económica para una fase de triunfo? Me resulta imposible responder a
esa objeción de improviso. Ella nos hace notar que ni siquiera podemos decir cuáles
son los medios económicos por los que el duelo consuma su tarea; pero quizá
pueda valernos aquí una conjetura. Para cada uno de los recuerdos y de las
situaciones de expectativa que muestran a la libido anudada con el objeto
perdido, la realidad pronuncia su veredicto: El objeto ya no existe más; y el
yo, preguntado, por así decir, si quiere compartir ese destino, se deja llevar
por la suma de satisfacciones narcisistas que le da el estar con vida y desata
su ligazón con el objeto aniquilado. Podemos imaginar que esa desatadura se
cumple tan lentamente y tan paso a paso que, al terminar el trabajo, también se
ha disipado el gasto que requería (ver nota).
Es tentador buscar desde esa conjetura sobre el trabajo del duelo el camino
hacia una figuración del trabajo melancólico. Aquí nos ataja de entrada una
incertidumbre. Hasta ahora apenas hemos considerado el punto de vista tópico en
el caso de la melancolía, ni nos hemos preguntado por los sistemas psíquicos
en el interior de los cuales y entre los cuales se cumple su trabajo. ¿Cuánto
de los procesos psíquicos de la afección se juega todavía en las investiduras
de objeto inconcientes que se resignaron, y cuánto dentro del yo, en el
sustituto de ellas por identificación?
Se discurre de inmediato y con facilidad se consigna: la « representación
(cosa) {Dingvorstellung} inconciente del objeto
es abandonada por la libido». Pero en realidad esta representación se apoya en
incontables representaciones singulares (sus huellas inconcientes), y la ejecución
de ese quite de libido no puede ser un proceso instantáneo, sino, sin duda,
como en el caso del duelo, un proceso lento que avanza poco a poco. ¿Comienza
al mismo tiempo en varios lugares o implica alguna secuencia determinada? No es
fácil discernirlo; en los análisis puede comprobarse a menudo que ora este,
ora estotro recuerdo son activados, y que esas quejas monocordes, fatigantes por
su monotonía, provienen empero en cada caso de una diversa raíz inconciente. Sí
el objeto no tiene para el yo una importancia tan grande, una importancia
reforzada por millares de lazos, tampoco es apto para causarle un duelo o una
melancolía. Ese carácter, la ejecución pieza por pieza del desasimiento de la
libido, es por tanto adscribible a la melancolía de igual modo que al duelo;
probablemente se apoya en las mismas proporciones económicas y sirve a idénticas
tendencias.
Pero la melancolía, como hemos llegado a saber, contiene algo más que el duelo
normal. La relación con el objeto no es en ella simple; la complica el
conflicto de ambivalencia. Esta es o bien constitucional, es decir, inherente a
todo vínculo de amor de este yo, o nace precisamente de las vivencias que
conllevan la amenaza de la pérdida del objeto. Por eso la melancolía puede
surgir en una gama más vasta de ocasiones que el duelo, que por regla general sólo
es desencadenado por la pérdida real, la muerte del objeto. En la melancolía
se urde una multitud de batallas parciales por el objeto; en ellas se enfrentan
el odio y el amor, el primero pugna por desatar la libido del objeto, y el otro
por salvar del asalto esa posición libidinal. A estas batallas parciales no
podemos situarlas en otro sistema que el Icc, el reino de las huellas mnémicas
de cosa {sachliche Erinnerungspuren} (a diferencia de las investiduras de
palabra). Ahí mismo se efectúan los intentos de desatadura en el duelo, pero
en este caso nada impide que ¿ales procesos prosigan por el camino normal que
atraviesa el Prcc hasta llegar a la conciencia. Este camino está bloqueado para
el trabajo melancólico, quizás a consecuencia de una multiplicidad de causas o
de la conjunción de estas. La ambivalencia constitucional pertenece en sí y
por sí a lo reprimido, mientras que las vivencias traumáticas con el objeto
pueden haber activado otro [material] reprimido. Así, de estas batallas de
ambivalencia, todo se sustrae de la conciencia hasta que sobreviene el desenlace
característico de la melancolía. Este consiste, como sabemos, en que la
investidura libidinal amenazada abandona finalmente al objeto, pero sólo para
retirarse al lugar del yo del cual había partido. De este modo el amor se
sustrae de la cancelación por su huida al interior del yo. Tras esta regresión
de la libido, el proceso puede devenir conciente y se representa {repräsentiert}
ante la conciencia como un conflicto entre una parte del yo y la instancia crítica.
Por consiguiente, lo que la conciencia experimenta del trabajo melancólico no
es la pieza esencial de este, ni aquello a lo cual podemos atribuir una
influencia sobre la solución de la enfermedad. Vemos que el yo se menosprecia y
se enfurece contra sí mismo, y no comprendemos más que el enfermo adónde
lleva eso y cómo puede cambiarse. Es más bien a la pieza inconciente del
trabajo a la que podemos« adscribir una operación tal; en efecto, no tardamos
en discernir una analogía esencial entre el trabajo de la melancolía y el del
duelo. Así como el duelo mueve al yo a renunciar al objeto declarándoselo
muerto y ofreciéndole como premio el permanecer con vida, de igual modo cada
batalla parcial de ambivalencia afloja la fijación de la libido al objeto
desvalorizando este, rebajándolo; por así decir, también victimándolo. De
esa manera se da la posibilidad de que el pleito {Prozess} se termine dentro del
Icc, sea después que la furia se desahogó, sea después que se resignó el
objeto por carente de valor. No vemos todavía cuál de estas dos posibilidades
pone fin a la melancolía regularmente o con la mayor frecuencia, ni el modo en
que esa terminación influye sobre la ulterior trayectoria del caso. Tal vez el
yo pueda gozar de esta satisfacción: le es lícito reconocerse como el mejor,
como superior al objeto.
Por más que aceptemos esta concepción del trabajo melancólico, ella no nos
proporciona la explicación que buscábamos. Esperábamos derivar de la
ambivalencia que reina en la afección melancólica la condición económica
merced a la cual, una vez trascurrida aquella, sobreviene la manta; esa
expectativa pudo apoyarse en analogías extraídas de otros diversos ámbitos,
pero hay un hecho frente al cual debe inclinarse. De las tres premisas de la
melancolía: pérdida del objeto, ambivalencia y regresión de la libido al yo,
a las dos primeras las reencontramos en los reproches obsesivos tras
acontecimientos de muerte. Ahí, sin duda alguna, es la ambivalencia el resorte
del conflicto, y la observación muestra que, expirado este, no resta nada
parecido al triunfo de una complexión maníaca. Nos vemos remitidos, pues, al
tercer factor como el único eficaz. Aquella acumulación de investidura antes
ligada que se libera al término del trabajo melancólico y posibilita la manía
tiene que estar en trabazón estrecha con la regresión de la libido al
narcisismo. El conflicto en el interior del yo, que la melancolía recibe a
canje de la lucha por el objeto, tiene que operar a modo de una herida dolorosa
que exige una contrainvestidura grande en extremo. Pero aquí, de nuevo, será
oportuno detenernos y posponer el ulterior esclarecimiento de la manía hasta
que hayamos obtenido una intelección sobre la naturaleza económica del dolor,
primero del corporal, y después del anímico, su análogo (ver
nota). Sabemos ya que la íntima trabazón en que se encuentran los
intrincados problemas del alma nos fuerza a interrumpir, inconclusa, cada
investigación, hasta que los resultados de otra puedan venir en su ayuda (ver
nota).
Más textos sobre la melancolía en Freud Volver al texto
Notas:
1
1917 Int. Z. ärztl. Psychoanal., 4, nº 6, págs. 288-301.
1918 SKSN, 4, págs. 356-77. (1922, 2º ed.)
1924 GS, 5, págs. 535-53.
1924 Technik und Metapsychol., págs. 257-75.
1931 Theoretische Schriften, págs. 157-77.
1946 GW, 10, págs. 428-46.
1975 SA, 3, págs. 193-212.
Traducciones en castellano *
1924 «La aflicción y la melancolía». BN (17 vols.), 9, págs. 217-35.
Traducción de Luis López-Ballesteros.
1943 Igual título. EA, 9, págs. 209-26. El mismo tra ductor.
1948 Igual título. BN (2 vols.), 1, págs. 1087-95. El mismo traductor.
1953 Igual título. SR, 9, págs. 177-90. El mismo tra ductor.
1967 Igual título. BN (3 vols.), 1, págs. 1075-82. El mismo traductor.
1972 «Duelo y melancolía». BN (9 vols.), 6, págs. 2091-100. El mismo
traductor.
Ernest Jones (1955, págs. 367-8) nos informa que Freud le expuso el tema del
presente artículo en enero de 1914, y habló sobre él en la Sociedad Psicoanalítica
de Viena el 30 de diciembre de ese año. En febrero de 1915 escribió un primer
borrador. Lo remitió a Abraham (cf. Freud, 1965a, págs. 206-7 y 211-2), quien
le envió extensos comentarios; entre ellos, la importante sugerencia de una
conexión entre la melancolía y la etapa oral de la libido. El borrador final
quedó completado el 4 de mayo de 1915, pero, como el del artículo anterior,
fue publicado dos años después.
En época muy temprana (probablemente en enero de 1895), Freud había enviado a
Fliess un detallado intento de explicar la melancolía (término bajo el cual
Freud incluía, por lo común, lo que ahora suele describirse como estados de
depresión) en términos puramente neurológicos (Freud, 1950a, Manuscrito G),
AE, 1, págs. 239-46.
Este intento no resultó muy fructífero, y pronto fue remplazado por un enfoque
psicológico. Apenas dos años más tarde, nos encontramos con uno de los casos
más notables de anticipación de los hechos por parte de Freud. Ocurre en un
manuscrito, también dirigido a Fliess y titulado «Anotaciones III».
Consignemos que en este manuscrito, fechado el 31 de mayo de 1897, aparece
prefigurado por primera vez el complejo de Edipo (Freud, 1950a, Manuscrito N),
AE, 1, pág. 296. El pasaje en cuestión, tan denso en significado que por
momentos resulta oscuro, merece ser citado en forma completa:
«Los impulsos hostiles hacia los padres (deseo de que mueran) son, de igual
modo, un elemento integrante de la neurosis. añoran concientemente como
representación obsesiva. En la paranoia les corresponde lo más insidioso del
delirio de persecución (desconfianza patológica de los gobernantes y los
monarcas). Estos impulsos son reprimidos en tiempos en que se suscita compasión
por los padres: enfermedad, muerte de ellos. Entonces es una exteriorización
del duelo hacerse reproches por su muerte (las llamadas melancolías), o
castigarse histéricamente, mediante la idea de la retribución, con los mismos
estados [de enfermedad] que ellos han tenido. La identificación que así
sobreviene no es otra cosa, como se ve, que un modo del pensar, y no vuelve
superflua la búsqueda del motivo».
Freud parece haber dejado totalmente de lado la aplicación ulterior a la
melancolía de la línea de pensamiento bosquejada en este pasaje. De hecho, muy
rara vez volvió a mencionar este estado antes del presente artículo, si se
exceptúan algunas observaciones suyas incluidas en un debate sobre el suicidio
que tuvo lugar en 1910 en la Sociedad Psicoanalítica de Viena (véase Freud
(1910g), AE, 11, pág. 232); en esa oportunidad destacó la importancia de
establecer una comparación entre la melancolía y los estados normales de
duelo, pero declaró que el problema psicológico, allí involucrado era todavía
insoluble.
Lo que permitió a Freud reabrir el tema fue, por supuesto, la introducción de
los conceptos del narcisismo y de un ideal del yo. El presente artículo puede
considerarse, en verdad, una extensión del trabajo sobre el narcisismo que
Freud escribiera un año antes (1914c). Así como en ese trabajo había descrito
el funcionamiento de la «instancia crítica», en este se ve la misma instancia
operando en la melancolía.
Pero las implicaciones de este artículo -que no fueron evidentes de inmediato-
estaban destinadas a ser más importantes que la explicación del mecanismo de
un estado patológico particular. El material aquí contenido llevó a la
ulterior consideración de la «instancia crítica», en Psicología de las
masas y análisis del yo (1921c), AE, 18, págs. 122 y sigs.; y esto a su vez
condujo a la hipótesis del superyó, en El yo y el ello (1923b), y a una nueva
evaluación del sentido de culpa.
Desde otro punto de vista, este artículo exigió someter a examen toda la
cuestión de la naturaleza de la identificación. Freud parece haberse inclinado
primero por considerarla estrechamente asociada a la fase oral o canibálica del
desarrollo de la libido, y quizá dependiente de ella. Así, en Tótem y tabú
(1912-13), AE, 13, págs. 143-4, había escrito acerca de la relación entre los
hijos y el padre de la borda primordial: «En el acto de la devoración
consumaban la identificación con él». Y en un pasaje agregado a la tercera
edición de los Tres ensayos de teoría sexual (1905d), publicado en 1915 pero
escrito algunos meses antes que el presente artículo, describió la fase oral o
canibálica como «el paradigma de lo que más tarde, en calidad de identificación,
desempeñará un papel psíquico tan importante» (AE, 7, pág. 180). Aquí se
refiere a la identificación como «la etapa previa de la elección de objeto [
... ] el primer modo [ ... ] como el yo distingue a un objeto», y agrega que el
yo «querría incorporárselo, en verdad, por la vía de la devoración, de
acuerdo con la fase oral o canibálica del desarrollo libidinal» (ver nota). Y
ciertamente, aunque haya sido Abraham quien sugirió la relevancia de la fase
oral para la melancolía, el propio Freud había comenzado ya a interesarse por
ello, como lo muestra el historial clínico del «Hombre de los Lobos» (1918b),
escrito durante el otoño de 1914 y en el que esa fase desempeña un papel
prominente. (Cf. AE, 17, pág. 97.) Pocos años después, en Psicología de las
masas (1921c), AE, 18, págs. 99 y sigs., donde se retoma el tema de la
identificación como continuación explícita del examen que aquí se hace de él,
parece haber un cambio respecto del punto de vista anterior -o quizá solamente
una elucidación-. Allí leemos que la identificación es algo que precede a la
investidura de objeto y se distingue de ella, aunque todavía se nos dice que «se
comporta como un retoño de la primera fase, la fase oral». En muchos de sus
escritos posteriores, Freud hizo reiterado énfasis en esta concepción de la
identificación; por ejemplo, en El yo y el ello (1923b), donde escribe que la
identificación con los padres «no parece ser, en el comienzo, el resultado o
el desenlace de una investidura de objeto; es una identificación directa e
inmediata, y más temprana que cualquier investidura de objeto» (AE, 19, pág.
33).
Más tarde, sin embargo, lo más significativo de este artículo parece haber
sido para Freud su exposición del proceso a través del cual una investidura de
objeto es remplazada en la melancolía por una identificación. En el capítulo
III de El yo y el ello, Freud argüiría que ese proceso no se restringe a la
melancolía sino que es bastante general. Estas identificaciones regresivas, señaló,
son en buena medida la base de lo que llamamos el «carácter» de una persona.
Pero, lo que es mucho más importante, indicó que las más tempranas de estas
identificaciones regresivas -las que provienen del sepultamiento del complejo de
Edipo- pasan a ocupar una posición muy especial, y forman de hecho el núcleo
del superyó.
James Strachey volver al texto
2 [El término alemán «Trauer», como el inglés «mourning» {y el castellano «duelo»}, puede significar tanto el afecto penoso como su manifestación exterior.] volver al texto
3 Abraham (1912), a quien debemos el más importante entre los escasos estudios analíticos sobre este tema, también adoptó esta comparación como punto de partida. [El propio Freud la había hecho en 1910 e incluso antes, (Cf. mi «Nota introductoria».] volver al texto
4 [Cf «La represión» (1915d).] volver al texto
5 Véase el artículo precedente. volver al texto
6 [Esta idea parece haber sido expresada ya en Estudios sobre la histeria (1895d): Freud describe un proceso similar en su discusión del historial clínico de Elisabeth von R. (AE, 2, págs. 175-6).] volver al texto
7 [Véase más adelante un examen de la economía de este proceso.] volver al texto
8 «Dad a cada hombre el trato que se merece, y ¿quién se salvaría de ser azotado?» (HamIet, acto II, escena 2). volver al texto
9 [Cf. «Complemento metapsicológico a la doctrina de los sueños» (1917d).]. volver al texto
10 [En la primera edición (1917), esta palabra no aparecía.] volver al texto
11 [Cf «Pulsiones y destinos de pulsión» (1915c). Cf. también mi «Nota introductoria»]. volver al texto
12 [Abraham llamó por primera vez la atención de Freud sobre esto en una carta que le dirigió el 31 de marzo de 1915. Cf. Sigmund Freud / Karl Abraham. Briefe 1907 bis 1926 (Freud, 1965a, pág. 208).] volver al texto
13 [El tema de la identificación fue abordado luego por Freud en Psicología de las masas (1921c), AE, 18, págs. 99 y sigs. Sobre la identificación histérica hay una descripción temprana en La interpretación de los sueños (1900a), AE, 4, págs. 167-8.]. volver al texto
14 [Gran parte de lo que sigue es examinado con más detalle en el capítulo V de El yo y el ello (1923b).] volver al texto
15 Sobre la distinción entre ambas, véase mi artículo «Pulsiones y destinos de pulsión» (1915c). volver al texto
16 [Freud vuelve sobre el tema del suicidio en el capítulo V de El yo y el ello (1923b), AE, 19, pág. 54, y en «El problema económico del masoquismo». volver al texto
17 [Esta analogía de la herida abierta aparece ya (ilustrada con dos diagramas) en un temprano apunte sobre la melancolía, probablemente escrito en enero de 1895 (Freud, 1950a, Manuscrito G), AE, 1, págs. 245-6. Cf. mi «Nota introductoria».] volver al texto
18 [La «impresión psicoanalítica» y la «experiencia económica general».] volver al texto
19 El punto de vista económico ha recibido hasta ahora poca atención en los escritos psicoanalíticos. Mencionaré como excepción un artículo de Víctor Tausk (1913a) sobre la desvalorización, por recompensa, de los motivos de la represión. volver al texto
20 [Cf. «Lo inconciente» (1915e). {Véase también la nota de la traducción castellana.]. volver al texto
21 [Cf. «La represión» (1915d).] volver al texto
22 [Nota agregada en 1925:] Cf. una continuación de este examen de la manía en Psicología de las masas y análisis del yo (1921c) AE, 18, págs. 123-6]. volver al texto