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España traicionada:
La Unión Soviética en la Guerra Civil Española

 

Por Ronald Radosh, Mary R.Habeck y Gregory Sevostianov
(Yale, 537 pp, $35)
Reseña de David Pryce-Jones


A sus contemporáneos, la Guerra Civil Española les pareció una lucha épica, casi bíblica, entre el comunismo y el Fascismo, es decir, entre el bien y el mal. Y para la mayoría de los contemporáneos, el resultado fue desastroso: La victoria fascista significó que no había posibilidades de poner en práctica el comunismo en Europa occidental, y que tampoco las había de detener a Hitler. Desde entonces, los comunistas y sus partidarios han alegado que fueron los únicos que hicieron un esfuerzo serio por impedir la próxima guerra mundial. Es posible que los comunistas hayan hecho cosas malas en otras partes, pero en España su causa fue pura hasta el romanticismo. Como resultado de  muchas historias y memorias, esa sigue siendo, hasta el día de hoy, la opinión generalmente aceptada.

España Traicionada es una formidable demolición de ese mito. Consiste en una colección de 81 documentos previamente inéditos de los Archivos Militares del Estado Ruso, todos ellos informes de agentes y asesores soviéticos en el terreno durante la guerra civil. El material es especializado, seguro, un recuento de acontecimientos políticos y militares diarios, algunas veces en minucioso detalle, pero los editores lo colocan todo en contexto con breves y atinados comentarios. Uno de ellos, Ronald Radosh, es un antiguo comunista cuyo tío luchó en España. En algunos escritos recientes, incluyendo una autobiografía, Radosh ha estado ajustando cuentas con sus previos y desastrosos errores políticos. Este libro es otro paso en ese proceso. Los otros dos editores son académicos: Mary R. Habeck de Yale y Grigory Sevostianov del Instituto de Historia Universal de Moscú.

De una forma o de otra, esos documentos pasaron por la Comintern, el buró en Moscú que dirigía las operaciones soviéticas en el exterior para Stalin. La Comintern podía recurrir a los servicios de sus propios operativos; de la policía secreta, posteriormente llamada la KGB, de la inteligencia militar o el GRU, y de los partidos comunistas de Europa. En su conjunto, esos documentos muestran como Stalin trató de convertir a España en un satélite soviético. De haber triunfado, hubiera extendido el alcance comunista y hubiera rodeado a Alemania y a Francia.

España, pobre y atrasada a principios del siglo XX era una monarquía fallida con una historia de golpes de estado y ineficientes regímenes parlamentarios. En los años 30, la derecha conservadora enfrentó una frente izquierdista de comunistas, socialistas y anarquistas, generalmente clasificados como republicanos, incapaces de ponerse de acuerdo pero promoviendo, con creciente intolerancia, su particular tipo de revolución. España era el único país del mundo con un movimiento anarquista de masas – los discípulos de Bakunin, el implacable enemigo de Marx. Improbable como era, la Izquierda formó una coalición bajo Francisco Largo Caballero, un veterano sindicalista socialista conocido como el Lenin español. A principios de 1936, el Frente Popular llegó al poder mediante elecciones. Ese verano, el asesinato del líder conservador José Calvo Sotelo coincidió con un alzamiento militar de los llamados nacionalistas bajo Francisco Franco, un oscuro general al mando de tropas españolas y marroquíes. Atrocidades cometidas por ambas partes inflamaron las pasiones hasta el punto de hacer imposible cualquier compromiso.

Renuentes a apoyar a ninguna de las partes, Gran Bretaña y Francia no intervinieron. Fue una decisión correcta tomada por razones equivocadas. Era parte de una política general de apaciguamiento de los dictadores que estaba creando un vacío político en Europa. Conscientes de su propia debilidad, ambos lados pidieron ayuda a los dictadores: los republicanos a Stalin y los nacionalistas a Hitler y Mussolini. Los dictadores respondieron tratando de llenar el vacío político. La guerra civil tomó entonces el carácter internacional de una lucha entre ideologías rivales.

La distribución de fuerzas estimuló la ilusión colectiva de tantos intelectuales de los años 30, entre los que el comunismo había arraigado con el fervor de una religión mesiánica. Todo tipo de celebridades, científicos con Premios Nobel, escritores y filósofos, se unieron para elogiar a Stalin y la Unión Soviética. Naturalmente, gente bien intencionada se sentía inclinada a creer que tantos destacados pensadores y artistas debían de tener razón, y que el comunismo representaba el progreso. Los intelectuales peregrinaban a España. Ayudaban mediante fervorosos testimonios en formas de novelas, reportajes o películas. Los más modestos manejaban ambulancias y servían como enfermeras. Unos 50,000 hombres de una docena de países se inscribieron como voluntarios para luchar en las Brigadas Internacionales. Era toda una Cruzada.

La revolución, y sus imágenes de trabajadores armados viajando en camiones, parecía irradiar poderes invisibles. Las batallas de Madrid y Brunete, Teruel y la caída de Málaga parecían las etapas de una vía dolorosa. Iconos legendarios incluyeron la Guernica de Picasso, el cuadro más famoso del siglo, y la foto de Robert Capa de un soldado en el mismo momento de caer por la causa, brazos abiertos como en una crucifixión.

Uno de los más furiosos y efectivos panfletos nunca publicado fue “Los Autores Toman Partido en la Guerra Civil Española’’, en el que 127 distinguidos intelectuales se declararon pro-comunistas, 16 neutrales (incluyendo a T.S Eliot, Ezra Pound y H.G. Wells) mientras sólo cinco disentían (uno de ellos fue Evelyn Waugh). En uno de los poemas más celebrados del siglo, W.H.Auden escribió una famosa línea: “La aceptación consciente de la culpa en el asesinato necesario,’’ que ilustra claramente a que abismos podían llevar las ilusiones sobre el comunismo a un hombre de tanto talento. George Orwell iba a responder que sólo podía haber sido escrito por alguien que no estaba presente cuando se apretaba el gatillo.

Para 1936, Stalin estaba presidiendo una masiva campaña de asesinatos. Evidentemente, Hitler era otro ambicioso y siniestro criminal pero la suposición de que sólo los comunistas podían enfrentar con éxito al nazismo era un elemento central a la simplificación de la Guerra Civil Española como una lucha apocalíptica entre el Bien y el Mal. La ecuación era falsa. Lejos de representar los polos opuestos del espectro político, ambos dictadores era idénticos en su inhumanidad.

En gran medida, los historiadores profesionales han acostumbrado mantener que Stalin era sinceramente antifascista pero cautelosamente dedicado a un acto de equilibrio, enviando suficiente ayuda al Frente Popular para garantizar que no perdiera, pero o tanto como para que pudiera ganar y, por consiguiente, provocar a Hitler a una confrontación total. Sin embargo, historiadores modernos han mostrado que, durante todo el tiempo, Stalin estaba sondeando a Hitler para ponerse de acuerdo en una división de esferas de influencia, como se consiguió brevemente en el pacto Nazi-Soviético de 1939. También ha quedado claro que Stalin se llevó las reservas de oro del gobierno español para salvaguardarlas pero que cobró las armas que suministró y que, al imponer una tasa de cambio que era más del doble de la oficial, le estafó cientos de millones de dólares a sus supuestos aliados.

Inicialmente, la Comintern  utilizó al dirigente comunista argentino Vittorio Codovila como su principal representante en España. A mediados de 1973,fue sustituido por Palmiro Togliatti, el secretario general del Partido Comunista Italiano, cuyos informes son particularmente sutiles. Otro representante del Comintern con responsabilidades especiales por las Brigadas Internacionales fue el francés Andre Marty, conocido como el “carnicero de Albacete’’ y celebrado por Ernest Hemingway en Por Quien Doblan las Campanas por su indiscriminado uso del terror contra amigos y enemigos por igual. También reportaban a la Comintern un amplio grupo de embajadores, cónsules, comisarios y asesores militares soviéticos que tenían que trabajar dentro del contexto del Gran Terror de Stalin. Muchos de ellos fueron convocados a Moscú y ejecutados sumariamente.

Uno de los documentos más fascinantes es un informe fechado diciembre de 1937. Tiene más de 70 páginas y está escrito pro Manfred Stern, un comandante de brigada más conocido por el seudónimo de General Emilio Kléber. Stern/Kébler describe las constantes discusiones, intrigas y celos entre sus colegas soviéticos, los comunistas españoles y las Brigadas Internacionales que condenaron su desempeño en el terreno. Tratando de justificarse a si mismo en minucioso y a veces ficticio detalle, estaba, en realidad, luchando por su vida. Fue denunciado poco después por uno de sus jefes como un enemigo del pueblo, y él también desapareció para siempre.

En su mayoría, esos hombres eran sumamente calificados y algunas tenían verdaderos talentos políticos. Parecen haber comprendido desde muy temprano que era muy improbable que los comunistas pudieran ganar pero tenían que envolver ese mensaje para Stalin en un cuidadoso y precavido lenguaje marxista. Atisbar de vez en cuando en correspondencia privada es sentirse abrumado por el servilismo con que presentaban o retorcían los hechos para que Stalin oyera lo que quería oír, y por la increíble discrepancia entre lo que Stalin estaba realmente haciendo y lo que los peregrinos pro-comunistas se imaginaban que hacía.

También Stalin comprendió rápidamente que Largo Caballero no era ningún Lenin español. Testarudo e intransigente, Caballero tenía que retirarse. No sólo era inefectivo como dirigente de la guerra sino que ni siquiera podía controlar a los anarquistas. El objetivo de estos era la revolución, que consideraban indispensable para poder ganar la guerra. Pero la revolución anarquista amenazaba enfrentar a Stalin con Hitler. Stalin necesitaba un pretexto para liquidarlos y en documentos incluidos en el libro que se remontan a la primera parte de 1937, sus asesores le proporcionaron uno. Para ser un trotskista, como Trotsky y otros rivales de Stalin había aprendido, era una sentencia de muerte garantizada. Los asesores elaboraron la absurda acusación de que  anarquistas y trotskistas eran lo mismo.

Estos documentos también muestran con que habilidad los agentes de la Comintern manipularon la salida de Largo Caballero en 1937 y lo sustituyeron con Juan Negrín, un oscuro profesor de fisiología, y delator estalinista. Se crearon así las condiciones para desencadenar los acontecimientos más terribles de la Guerra Civil, empezando aquel mismo mayo en Barcelona, donde los comunistas se volvieron contra los anarquistas y los masacraron. Los comunistas siempre han culpado a los anarquistas por eso, pero los documentos de ese mes, particularmente el documento 44, un informe del frente por un agente llamado Goratsy afirman que los comunistas “tenían un odio terrible contra los anarquistas – mayor que hacia los fascistas” y estaba a favor de “un ajuste de cuentas final” con ellos. Los editores le dan gran importancia a este documento.

El líder anarquista Andrés Nin fue asesinado, y se hizo aparecer que el crimen había sido cometido por agentes alemanes. Andre Marty mantuvo ocupados sus pelotones de fusilamiento y miembros de las brigadas internacionales estuvieron entre sus víctimas. George Orwell había estado en el frente con los anarquistas. Allí recibió un disparo que le atravesó el cuello. Por estar recuperándose en Barcelona, logró escapar de la masacre comunista, y en Homenaje a Cataluña describió como los comunistas habían demostrado aquí ser iguales a los nazis. Como resultado, le fue casi imposible encontrar un editor y en los círculos literarios se convirtió en una no-persona. Tras la matanza de Barcelona, Negrín y los soviéticos dirigieron una policía estatal muy parecida a la KGB con denuncias, torturas y más disparos en la nuca para los desobedientes.

Al traicionar a sus compañeros de lucha, Stalin frustró la revolución en España. En ese paradójico sentido, los comunistas tuvieron un efecto conservador. No menos paradójicamente, la victoria de Franco bien pudiera haber salvado a Gran Bretaña en 1940. Tras la caída de Francia, Hitler quería mandar tropas a capturar Gibraltar y el Mediterráneo. Sin el petróleo del Medio Oriente, Gran Bretaña no hubiera podido resistir. Pero Franco rehusó darle paso al ejército alemán, y Hitler no pudo hacer nada. No hubiera tenido tantos escrúpulos con una España comunista, especialmente en una época en que tenía un pacto con Stalin.

Para los soviéticos, España fue un laboratorio para experimentar con la política imperialista que iba a utilizar posteriormente en la Europa del este y, mucho más allá, en Chile, Nicaragua y Etiopía. En términos de estrategia, aprendieron que la presencia del Ejército Rojo era decisiva para apoderarse de los países contra su voluntad. En términos de táctica, aprendieron a exilar o asesinar a sus adversarios rápidamente, y luego captar izquierdistas del tipo de Negrín en coaliciones temporales para conseguir una fachada de “amplitud” y legitimidad democrática. España fue el prototipo de la  “democracia popular” que se instaló en los satélites de todo el imperio soviético después de la II Guerra Mundial.

Franco permaneció como un paria político hasta el final de sus días. Su régimen, desagradable pero más bien benévolo si se mide por los estándares de los regímenes autoritarios, fue considerado como igual al de Hitler. Felices de poder visitar Moscú, los liberales americanos subrayaban su boicot a España.  Perpetuando el mito comunista derivado de la Guerra Civil española, lo extendieron a otros países en otras épocas. Cada vez que los soviéticos o los comunistas locales conquistaban algún nuevo territorio, conseguían el invariable apoyo de los intelectuales que seguían afirmando que el robo y el asesinato, a nombre de la justicia social, eran progresistas. Halagados por verse a si mismos como cruzados de esa justicia social, se engañan a sí mismos. El status de los intelectuales todavía no se ha recobrado. Es un fenómeno alucinante.

España Traicionada  es una importante contribución  a la historia contemporánea. Su información va a penetrar, lenta pero seguramente, en la historiografía ayudando a restablecer el respeto por el intelecto y por la verdad. Debería de ser imposible alegar que el comunismo en España era una causa noble. Aunque quizás sea esperar demasiado.

Traducción: AR