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Capitalismo y libertad

Milton Friedman


Este ensayo trata de la relación entre la libertad que disfrutan los individuos en una sociedad y la forma de organización económica adoptada por esa sociedad. Su tesis es que la organización del grueso de la actividad económica a través de empresas privadas en un mercado libre -una forma de organización que llamaré capitalismo competitivo- es una condición necesaria de la libertad individual. Aunque necesario para la libertad, el capitalismo sólo no es suficiente para garantizara. Tiene que estar acompañado por un conjunto de valores y de instituciones políticas favorables a la libertad; estas condiciones adicionales no serán consideradas en este ensayo.

El sistema económico juega un papel dual en la promoción de la libertad. En primer lugar, la libertad económica en, en si misma, un componente esencial de la libertad en general. El capitalismo competitivo, como el sistema más favorable a la libertad económica, es por esta razón un fin en sí mismo. En segundo lugar, la libertad económica es un medio para la libertad civil o política. Al permitir una efectiva separación entre el poder económico y el político, reduce los costos de la idiosincrasia política y proporciona numerosos centros independientes de potencial oposición a la supresión de la libertad. La experiencia histórica y el análisis lógico apoyan por igual esta tesis.

El crecimiento y propagación de la libertad civil en Occidente coincidió claramente con la difusión del capitalismo como el sistema dominante de organización económica. No conozco ningún ejemplo de sociedad, en ninguna época o lugar, definible como sociedad libre, que no usara un sistema de mercado privado para organizar sus actividades económicas. Es igualmente claro que el capitalismo por si solo no ha sido suficiente para garantizar la libertad. El Japón, por lo menos antes de la II Guerra Mundial, y Rusia antes de la I Guerra Mundial, eran sociedades capitalistas y, sin embargo, esencialmente autocráticas en su estructura política. La Italia fascista y la España de Franco son ejemplos adicionales aunque un poco menos claros; en ambos el estado ha jugado un papel tan amplio en el control y desarrollo de los asuntos económicos que quizás fuera mejor describirlos como sociedades socialistas o colectivistas que como capitalistas. Y esto ciertamente es válido para la Alemania Nacional Socialista.

Con todo, merece la pena observar que inclusive en estos países- con la sola excepción de la Alemania nazi- nunca la supresión de la libertad individual ha llegado tan lejos como en los modernos estados totalitarios de Rusia y China, donde el colectivismo económico se combina con el autoritarismo político y donde apenas sobreviven algunos vestigios del capitalismo. La razón parece clara. Por poco que fuera el capitalismo existente, proporcionaba algunas fuentes de poder parcialmente independiente de la autoridad política. Además, por supuesto, el capitalismo significó alguna medida de libertad económica y hasta los vasallos de la Rusia zarista podían cambiar de trabajo sin permiso de ningún organismo estatal.

La relación entre la libertad económica y la libertad política es compleja y en ningún sentido unilateral. En la Inglaterra de principios del siglo XIX, los radicales filosóficos y sus aliados consideraban la reforma política fundamentalmente como un medio para la libertad económica. Los seguidores de Adam Smith, Ricardo y Bentham, creían que una reducción en la intervención estatal en la economía, una amplia medida de laissez faire, era el principal requisito de un rápido progreso económico así como de la amplia distribución de sus frutos entre las masas. Dicho sea de paso, la experiencia subsiguiente deja pocas dudas sobre lo correcto de esa opinión (ver Indice de la libertad económica). Estos tempranos liberales veían los intereses creados de los políticamente poderosos, particularmente los terratenientes, como el principal obstáculo de esa política. La reforma política le daría el poder al pueblo y el pueblo, naturalmente, legislaría en su propio interés, es decir, legislaría laissez faire.

Desde el fin del siglo XIX hasta el día de hoy, los principales escritores liberales –hombres como Dicey, Mises, Hayek y Simons, por sólo citar unos pocos- subrayaron la relación inversa: la libertad económica como medio para la libertad política. El triunfo del liberalismo benthamita en la Inglaterra del siglo XIX fue seguido por la intervención gubernamental en los asuntos económicos y esta tendencia hacia el colectivismo se vio muy acelerada tanto en Gran Bretaña como en el resto del mundo por dos guerras mundiales. En los países democráticos, fue el bienestar social más bien que la libertad lo que se convirtió en el factor determinante. Reconociendo la implícita amenaza al individualismo, estos autores temían que un continuo movimiento hacia el control centralizado de la actividad económica demostrara ser El Camino de la Servidumbre, como tituló Hayek su penetrante estudio sobre el proceso (ver El Camino de la servidumbre).

Los acontecimientos desde el fin de la Segunda Guerra Mundial presentan una relación de nuevo diferente entre la libertad económica y la política. La planificación económica colectivista ha interferido con la libertad individual. Sin embargo, por lo menos en algunos países, el resultado no ha sido la supresión de la libertad sino el cambio de la política económica. Nuevamente Inglaterra brinda el ejemplo más llamativo. El punto de viraje es, quizás, la orden de “control de compromisos” que, pese a muchas reservas, el Partido Laborista encontró necesario imponer para poder realizar su política económica. Plenamente ejecutada, la ley hubiera implicado la asignación centralizada del empleo. Pero esto chocaba tan abiertamente con la libertad personal que fue llevada a la práctica en un número insignificante de casos y rescindida tras haber estado en vigor por un breve período. Su cancelación introdujo un franco cambio de política económica, una reducción del apoyo en los “planes” y “programas” centralizados, el desmantelamiento de muchos controles y un creciente énfasis en el mercado privado. Un cambio similar de política ocurrió en la mayor parte de los demás países democráticos (ver Los Puestos de Mando).

La razón última de estos cambios de política está en el limitado éxito o completo fracaso de la planificación centralizada para conseguir sus objetivos. Sin embargo, este fracaso debe atribuirse, por lo menos en alguna medida, a las implicaciones políticas de la planificación centralizada y a la falta de voluntad de seguir su lógica cuando hacerlo requiere pisotear estimados derechos privados. Bien pudiera ser que el cambio sólo sea una momentánea interrupción de la tendencia colectivista de este siglo. Aun así, ilustra de manera llamativa la estrecha relación entre la libertad política y las disposiciones económicas.

Adam Smith vio claramente que la utilización efectiva de los recursos económicos requiere la coordinación de un gran número de personas. Como él dijera, “la división del trabajo está limitada por la extensión del mercado.” El aumento de la población y el progreso tecnológico desde que escribiera han ampliado continuamente la escala en que se requiere la coordinación para poder aprovechar al máximo la ciencia moderna. Es obvio que literalmente millones de personas están implicadas en brindarse mutuamente su pan cotidiano, por no hablar de sus automóviles. El desafío para el creyente en la libertad es reconciliar la creciente interdependencia con la libertad individual.

Fundamentalmente, sólo hay dos formas de coordinar las actividades económicas de millones de personas. Una es la dirección centralizada que implica el uso de la coerción -la técnica del moderno estado totalitario. La otra es la cooperación voluntaria de los individuos -la técnica del mercado.

La posibilidad de coordinación a través de la cooperación voluntaria se apoya en la proposición elemental –y, sin embargo, frecuentemente negada- de que ambas partes de una transacción económica se benefician siempre que la transacción sea bilateralmente voluntaria e informada. Por consiguiente, el intercambio puede significar coordinación sin coerción. Un modelo de sociedad organizada a través del intercambio voluntario es una economía de libre empresa privada, lo que hemos llamado capitalismo competitivo.

Es su forma más simple, semejante sociedad consiste en un número de familias independientes- una colección de Robinson Crusoes, por decirlo así. Cada familia usa los recursos que controla para producir bienes y servicios que intercambia por bienes y servicios producidos por otras familia en términos mutuamente aceptables para ambas partes. Por consiguiente, cada familia está capacitada para satisfacer sus necesidades indirectamente al producir bienes y servicios que utilizarán otras casas, mas bien que produciendo bienes para su propio consumo inmediato. El incentivo usado para adoptar la vía indirecta es, por supuesto, el incremente de productividad que hacen posible la división del trabajo y la especialización de funciones. En consecuencia, ambas partes pueden beneficiarse de cada intercambio.

Puesto que cada familia siempre tiene la alternativa de producir directamente para si misma, no tiene que entrar en ningún intercambio a no ser que realmente se beneficie. De esa fomra, no ocurrirá ningún intercambio a no ser que ambas partes se beneficien del mismo. De esa forma, se consigue la cooperación sin coerción.

En una economía de intercambio simple, en la que una familia es la mayor unidad productiva y en la que los productos finales son intercambiados contra productos finales, la división del trabajo y la especialización de funciones no pueden ir más allá, Para ampliar la magnitud de la división del trabajo, la unidad productiva en las economías de mercado existentes se halla en gran medida separada de la unidad de consumo. Toma la forma de una empresa que sirve como intermediaria entre el uso de los recursos de algunas familias para producir productos, y la adquisición de los productos por la misma u otra familia. La introducción de semejante intermediario permite la cooperación productiva en un área mucho más amplia y hace posibles complejas cadenas de intercambio y formas indirectas de utilizar los recursos. La elaboración de arreglos cooperativos se ve facilitada todavía más por el uso de “dinero”, o medio generalizado de compra, para hacer transacciones mas bien que intercambiando bienes o servicios directamente.

Pese al importante papel de la empresa y del dinero en nuestra economía actual, y pese a los numerosos y complejos problemas que suscita, la característica central de la técnica de mercado para conseguir coordinación se ve plenamente desplegada en una simple economía de intercambio aunque no tenga ni empresas ni dinero.

Como en el modelo simple, también en la empresa compleja y la economía de intercambio monetario, la cooperación es estrictamente individual y voluntaria, siempre que (a) esas empresas sean privadas, para que las partes contratantes en última instancia sean individuos y (b) que los individuos sean efectivamente libres para entrar o no entrar en cualquier intercambio particular, para que cualquier transacción sea estrictamente voluntaria.

Es mucho más fácil formular estas condiciones en términos generales que especificarlas en detalle, o precisar los arreglos institucionales más favorables a su mantenimiento. En realidad, gran parte de la literatura económica técnica está justamente preocupada con estas cuestiones. El requisito básico es el mantenimiento de la ley y el orden para evitar la coerción y poner en vigor los contratos voluntarios, dándole así contenido a “privado” ( ver La evolución del estado de derecho). Aparte de esto, quizás el problema más difícil se derive del “monopolio” –que inhibe la libertad efectiva al negarle a los individuos las alternativas al intercambio particular- y de los “efectos de vecindario”- efectos sobre terceras personas para los que no resulta factible ni pagar ni cobrar.

Aunque aquí no es posible una discusión amplia, el espectro de los problemas implicados queda sugerido por las diferentes significaciones atribuidas a “libre” como un adjetivo que modifica a una empresa. Un significado, el que se le ha dado generalmente en la Europa continental, es que las “empresas” serán libres de hacer lo que quieran, incluyendo fijar precios, dividir mercados y adoptar cualquier otra técnica para dejar fuera a potenciales competidores. Otra, inherente al pensamiento británico y a la ley y la tradición norteamericana, es que cualquiera será “libre” para establecer una empresa, lo que significa que las empresas existentes no son “libres” para dejar fuera a los competidores a no ser vendiendo un mejor producto al mismo precio o el mismo producto a un precio más bajo. El concepto europeo es una derivación natural de una sociedad de “status”; la norteamericana, de una sociedad democrática e igualitaria. Y, a su vez, las diferentes concepciones reaccionan sobre el carácter de la sociedad; la concepción europea promueve una economía estructurada, “clases” económicas, y una aristocracia industrial para complementar su aristocracia social; la concepción norteamericana promueve la movilidad económica, la ausencia de clases y la democracia económica para complementar su democracia social.

Mientras se mantenga la efectiva libertad de intercambio, el elemento central de la organización de mercado de la actividad económica consiste en que impide que una persona interfiera con la mayoría de las actividades de otra. El consumidor está protegido de la coerción del vendedor gracias a la presencia de otros vendedores con los que puede tratar. El vendedor está protegido de la coerción de los consumidores gracias a los otros consumidores a los que puede vender. El empleado está protegido de la coerción del empleador gracias a los otros empleadores para los que pudiera trabajar, y así sucesivamente. Y el mercado hace esto impersonalmente y sin ninguna autoridad centralizada.

En realidad, una gran fuente de objeciones a una economía libre es precisamente lo bien que hace su trabajo. Le da a la gente lo que quiere en vez de lo que un grupo particular piensa que debería de querer. Subyacente a la mayoría de los argumentos contra el mercado libre está la falta de confianza en la libertad misma.

Las libertades económicas que proporciona el mercado incluyen la libertad de morirse de hambre, para usar una frase muy querida por los enemigos del mercado. El mercado le garantiza al individuo la libertad de aprovechar al máximo los recursos que están a su disposición, siempre que no interfiera con la libertad de los demás de hacer lo mismo. Pero no garantiza que tendrá los mismos recursos que otro. Los recursos que pueda tener reflejan, en gran medida, los accidentes de nacimiento, herencia y previa buena o mala fortuna. Y no hay nada que pueda evitar que conduzcan a una gran disparidades en riquezas e ingresos. Para muchas personas, estas disparidades son moralmente repugnantes y plantean difíciles problemas éticos que no pueden explorarse aquí. También sirven funciones muy reales, una de las cuales mencionaremos más adelante.

En la medida en que las disparidades se derivan de un monopolio y de otras imperfecciones del mercado, se pudieran reducir acercándose más al mercado libre ideal. Pero hay que reconocer que inclusive un mercado libre ideal es perfectamente coherente con una gran desigualdad. Fuera de la caridad individual, no hay forma de eliminar esas desigualdades de riqueza que permanecerían inclusive en un mercado libre ideal, excepto mediante la interferencia con la libertad de los más afortunados. Es una observación banal, aunque desagradable, que la libertad y el igualitarismo pueden ser objetivos contradictorios. Afortunadamente, en la práctica, han demostrado que no lo son. Históricamente, un mercado libre ha producido menos desigualdad, una distribución de la riqueza más amplia, y menos pobreza que cualquier otra forma de organización económica. Hay menos desigualdad en los países capitalistas avanzados, como Estados Unidos, que en países subdesarrollados como la India.

Aunque la escasez de la información hace difícil estar seguro, también parece haber menos desigualdad en los países capitalistas en general que en los colectivistas como Rusia y China. En principio, las sociedades colectivistas pudieran conseguir una igualdad substancial, aunque sacrificando la producción total. No lo han hecho. Ni siquiera lo han intentado.

Por supuesto, la existencia de un mercado libre no elimina la necesidad de un gobierno. Por el contrario, como hemos dicho, el gobierno es esencial como foro para determinar “las reglas del juego” y como árbitro para aplicar las reglas que se decidan. Lo que el mercado hace es reducir mucho el espectro de problemas que hay que decidir políticamente y, por consiguiente, minimiza la medida en la que el gobierno tiene que participar directamente en el juego. El rasgo característico de la acción política es que tiende a requerir, o poner en vigor, una sustancial conformidad. La gran ventaja del mercado, por otra parte, consiste en que permite una gran diversidad. En términos políticos es un sistema de representación proporcional. Cada persona puede votar, por decirlo así, por lo que quiere y conseguirlo. No necesita saber qué quiere la mayoría y luego, si está en la minoría, someterse.

Es esta característica del mercado a la que nos referimos cuando decimos que el mercado proporciona libertad económica. Pero esta característica también tiene implicaciones que van mucho más allá de lo estrechamente económico. La libertad política significa la ausencia de coerción de un hombre por otro. La amenaza fundamental a la libertad es el poder de coaccionar, ya esté en manos de un monarca, de un dictador, de un oligarca o de una momentánea mayoría. La preservación de la libertad requiere la eliminación de esa concentración de poder en la mayor medida posible y la dispersión y distribución de cualquier poder que no pueda eliminarse –un sistema de checks and balances. Al sustraer la organización de la actividad económica del control de la autoridad política, el mercado elimina esta fuente de poder coercitivo. Le permite al poder económico ser un balance contra el poder político en vez de un refuerzo.

El poder económico puede ser ampliamente diseminado, porque no hay ninguna necesidad de que el crecimiento de nuevos centros de poder económico se produzca a costa de los ya existentes. Puede haber muchos millonarios. El poder político, por otra parte, es mucho más difícil de descentralizar. Su carácter personal impone algo más afín a una ley de conservación del poder. Puede haber muchos pequeños gobiernos independientes. Pero es mucho más difícil mantener numerosos pequeños centros de poder político igualmente fuertes dentro un gran gobierno que mantener numerosos centros de poderío económico dentro de una gran economía. Por consiguiente, si la fuerza económica se une a la fuerza política, la concentración parece casi inevitable.

Quizás pueda demostrarse mejor la fuerza de este argumento abstracto con un ejemplo. Un rasgo de una sociedad libre es la libertad de los individuos para defender y propagar abiertamente un cambio radical en la estructura de la sociedad, mientras esa defensa esté limitada a la persuasión y no incluya la fuerza u otras formas de coerción. Es una característica de la libertad política en una sociedad capitalista que los hombres pueden defender y trabajar abiertamente a favor del socialismo. Igualmente, la libertad política en una sociedad socialista requeriría que los hombres tuvieran la libertad de defender la introducción del capitalismo. ¿Cómo puede preservarse y protegerse la libertad para defender el capitalismo en una sociedad socialista?

Para que los hombres puedan defender algo en primer lugar tienen que poder ganarse la vida. Esto ya plantea un problema en la sociedad socialista, puesto que todos los empleos están bajo el control directo de las autoridades políticas. Haría falta un acto de autolimitación gubernamental cuya dificultad está subrayada por la experiencia de Estados Unidos después de la II Guerra Mundial con el problema de la “seguridad” entre los empleados federales. Para un gobierno socialista permitirle a sus empleados defender políticas directamente contrarias a la doctrina oficial.

Pero supongamos que se consiga este acto de auto-negación. Para que la defensa del capitalismo signifique algo, sus proponentes tienen que poder financiar su causa, tienen que tener reuniones públicas, publicar panfletos, comprar tiempo en la radio, editar periódicos y revistas, y así sucesivamente. ¿Cómo podrán recaudar los fondos necesarios? Pudiera haber hombres en la sociedad socialista con grandes ingresos, quizás en forma de bonos del gobierno y cosas por el estilo, pero tendrían que ser altos funcionarios. Es posible concebir algunos funcionarios socialistas de menor rango manteniendo su cargo pese a defender el capitalismo. Es prácticamente imposible imaginar que algunos altos funcionarios socialistas vayan a subvencionar semejantes “actividades subversivas’’.

El único recurso para buscar fondos sería recaudar pequeñas cantidades de un gran número de funcionarios menores. Pero esta no es una respuesta realista. Para llegar a conseguir estos recursos, habría que persuadir a mucha gente y nuestro problema consiste, precisamente, en cómo iniciar y financiar una campaña para poder hacerlo. Los movimientos radicales en una sociedad capitalista nunca se han financiado de esa manera. Típicamente han sido subvencionados por unos cuantos individuos ricos que han sido convencidos por un Frederick Vanderbilt, una Anita Blaine McCormick o un Corliss Lamont, por mencionar unos cuantos nombres recientemente destacados, o por Federico Engels para ir más para atrás. Este es un papel de la desigualdad de riqueza para preservar la libertad política que casi nunca se subraya – el papel del patrón.

En una sociedad capitalista, sólo hace falta persuadir a unos cuantos ricos para lanzar cualquier idea, por extraña que sea, y hay muchas de esas personas, muchas fuentes independientes de apoyo. Y, en realidad, ni siquiera es necesario persuadir a nadie sobre la validez de la idea. Sólo es necesario persuadirlos de que su propagación puede ser financieramente exitosa; que el periódico o revista o libro o lo que sea pude ser rentable. El editor competitivo, por ejemplo, no puede permitirse publicar solamente los escritos con que esté personalmente de acuerdo; le basta con la probabilidad de que el mercado le dé un rendimiento satisfactorio a su inversión.

De esta forma, el mercado rompe el círculo vicioso y hace posible financiar con pequeñas cantidades de muchas personas sin tener que persuadirlas primero. En una sociedad socialista no existe esa posibilidad. Sólo existe el estado todopoderoso.

Hagamos un esfuerzo de imaginación y supongamos que un gobierno socialista que está consciente de este problema y compuesto por personas que quieran preservar la libertad. ¿Pudiera suministrar los fondos? Quizás, pero es difícil ver cómo. Pudiera establecer una oficina para subsidiar la propaganda subversiva. Pero ¿cómo podría seleccionar a quién apoyar? Si le diera a todos lo que piden, pronto se vería sin fondos porque el socialismo no puede cancelar la elemental ley económica de que un precio lo suficientemente alto creará una gran oferta. Si usted hace la defensa de una causa radical lo suficientemente remunerativa, el suministro de sus partidarios será ilimitado.

Además, la libertad para defender causas impopulares no requiere que esa defensa sea gratuita. Por el contrario, ninguna sociedad podría ser estable si la defensa de las causas radicales fuera gratuita, mucho menos subsidiada. Es enteramente apropiado que los hombres hagan sacrificios para defender causas en las que creen. En realidad, es importante preservar la libertad sólo para gente desinteresada porque de otra forma la libertad degeneraría en libertinaje e irresponsabilidad. Lo que es esencial en que el costo de defender causas impopulares sea tolerable y no prohibitivo.

Pero no hemos terminado todavía. En una sociedad de libre mercado, basta con tener fondos. Los proveedores de papel están tan dispuestos a venderle al Daily Worker como al Wall Street Journal. En una sociedad socialista, no sería suficiente tener los fondos. Nuestro hipotético órgano capitalista tendría que persuadir a la fábrica de papel del gobierno para que le vendiera, a la imprenta del gobierno para que le imprimiera, etc.

Otro ejemplo del papel del mercado en la preservación de la libertad política, y uno que más cercano de nosotros, se reveló con el macarthysmo. Aparte de los temas de fondo, y de los méritos de las acusaciones hechas, ¿qué protección tenían los individuos y, en particular, los empleados del gobierno, contra acusaciones irresponsables e investigaciones que iban contra su consciencia revelar? Su recurso a la Quinta Enmienda hubiera sido una burla sin una alternativa al empleo en el gobierno.

Su protección fundamental era la existencia de una economía de mercado privada en la que pudieran ganarse la vida. Aquí nuevamente, la protección no era absoluta. Muchos empleados privados potenciales eran, correcta o incorrectamente, renuentes a contratar a los criticados. Bien pudiera ser que hubiera mucho menos justificación para los costos impuestos en muchas de las personas implicadas que para los costos generalmente impuestos en las personas que defienden causas impopulares. Pero el punto importante es que los costos eran limitados y no prohibitivos, como hubieran sido si el empleo en el gobierno hubiera sido la única posibilidad.

Es de interés notar que una fracción desproporcionadamente grande de las personas implicadas aparentemente nunca entró en los sectores más competitivos de la economía –pequeños negocios, comercio, agricultura- donde el mercado se acerca más de cerca al ideal del libre mercado. Nadie que compre pan sabe si el trigo del que está hecho fue cultivado por un comunista o un republicano, por un demócrata o un fascista, por un negro o un blanco. Esto ilustra cómo un mercado impersonal separa las actividades económicas de los puntos de vista políticos y protege a los hombres en sus actividades económicas contra todo lo que no tenga que ver con su productividad.

Como sugiere este ejemplo, los grupos que tienen más en juego en nuestra sociedad en la preservación y fortalecimiento del capitalismo competitivo son esos grupos minoritarios que más fácilmente pueden convertirse en el objeto de la desconfianza o enemistad de la mayoría –los judíos, los extranjeros, por solo mencionar los más obvios. Con todo, paradójicamente, los enemigos del libre mercado –los socialistas, los comunistas- han sido reclutados en un número desproporcionadamente alto precisamente en estos grupos. En vez de reconocer la protección que les brinda el mercado, le atribuyen erróneamente cualquier discriminación residual.

Traducción y subrayados por AR