III
EL AMOR: LA TRASCENDENCIA PRESENTIDA
1. Personalismo versus individualismo y
colectivismo.
El concepto de persona es un concepto relacional, cuestión que tiene
extraordinarias y profundas repercusiones prácticas. Ser persona es algo más
que ser individuo, un yo autónomo y autárquico, y bien distinto también de
ser un simple elemento de una totalidad que sería lo verdaderamente primario e
importante.
El personalismo filosófico -los personalismos, sería mejor decir- comienza a
surgir como reacción contra los errores del individualismo insolidario del
siglo XIX, que se demuestra en la práctica como un gran error. Su campo se amplía
para criticar los errores de su opuesto, el colectivismo totalitario, cuyos
efectos lesivos para el propio hombre lo descalifican como hipótesis válida en
Antropología. La historia de los dos últimos siglos se ha encargado de
invalidar en la práctica esas dos hipótesis. Históricamente, pues, el
personalismo renovado aparece a mediados del siglo XX como un intento de
renovación de la Antropología. Uno de los representantes más significados de
esta corriente, Martin Buber, describía así la situación: “No queda más
remedio que la rebelión de la persona por la causa de la libertad de la relación.
Veo asomar en el horizonte, con la lentitud de todos los acontecimientos de la
historia humana, un descontento tan enorme como no se ha conocido jamás. No se
tratará, como hasta ahora, de oponerse a una tendencia dominante en nombre de
otras sino de rebelarse contra la falsa realización de un gran anhelo de comunión,
el anhelo de su realización auténtica. Se luchará contra su imagen deformada
y por su forma pura tal como ha sido contemplada por generaciones humanas llenas
de fe y de esperanza”.
El concepto de persona se define en oposición tanto a la idea de hombre como
individualidad anónima, simple y casi indiferenciada parte de un todo que sería
lo esencial, como al individuo soberano, y autárquico, al hombre solo e
insolidario. El personalismo, sin embargo, en su valoración del hombre, trata
de no atenerse a ninguna imagen previa; su punto de partida es la realidad misma
que el hombre experimenta viviendo su vida: el hombre como unidad irreemplazable
de pensamiento, amor y acción (Domingo).
La estructura de la persona es dialogal, en el sentido de que la persona se
afirma y se despliega en diálogo abierto con los demás. La persona es producto
del encuentro (no del encontronazo, como en el individualismo, ni de la
confrontación, como en el colectivismo). Los vínculos que la construyen no son
las simples relaciones externas, materiales, puramente funcionales como las que
se dan por ejemplo en los insectos gregarios: abejas, hormigas, etc. Se trata de
auténticas relaciones de mutuo reconocimiento e intercambio a todos los
niveles: intelectual, afectivo y práctico. En el hombre esa relacionalidad es
esencial para el recrecimiento y la expansión de lo personal. Con ello se
quiere significar algo más que la obvia constatación de que el hombre es un
ser capaz de establecer relaciones de muy diverso tipo con su entorno; se
intenta dar a entender que la maduración y la densidad de su ser-persona está
en dependencia inmediata de la calidad e intensidad de esos vínculos. El hombre
solo y solitario, el hombre aislado y anónimo, el hombre insolidario, que sólo
genera y soporta relaciones casi exclusivamente biológicas, funcionales, son muñones
de persona, personalidades atrofiadas. Lo que singulariza al mundo humano, por
encima de todo, es que en él se da entre un miembro y otro algo que no
encuentra parangón en ningún otro ámbito de la naturaleza.
Esos vínculos pasivos y activos que el hombre establece o soporta, son los que
dotan de significado y confieren identidad a la persona como tal. De alguna
manera se podría aclarar esto diciendo que el camino hacia el encuentro de su
identidad como persona comienza para el niño no principalmente por el alimento
y la protección que recibe apenas engendrado, sino sobre todo por la afectuosa
relación con la madre, ya desde el mismo seno materno, y después con el padre.
La primera sonrisa del niño, provocada por la sonrisa materna es la primera
manifestación expresiva de la persona: la criatura se siente envuelta en un
ambiente en el que se encuentra acogida, y en el que va adquiriendo gradualmente
conciencia de su propia identidad y valor a través de esa relación parental
afectuosa (von Balthasar). La familia es el humus existencial de la persona, su
condición de posibilidad.
2. Personas y cosas
Decir que la realidad de la persona es esencialmente relacional significa que la
relación yo-tú es una relación constitutiva, indesligable: yo y tú son
palabras que se deben decir a la vez (Buber), porque se implican mutuamente. Ese
tú que se comienza dirigiendo primero a la madre y después al padre, se amplía
posteriormente al ámbito familiar, al amigo, al enamorado o a la enamorada, y
finalmente debería dirigirse a todos los hombres.
No entramos ahora en las causas que impiden o dificultan este progreso en
cualquiera de sus pasos, pero sí conviene dejar constancia de su importancia
esencial: el progreso en humanidad debería abarcar todo el proceso completo,
sin detenerse en ninguna de las etapas intermedias. De ahí la importancia
esencial de la familia y de los valores transmitidos en el ámbito familiar.
Lo propiamente humano es la creación y el cuidado de esos espacios de
humanidad, espacios de convergencia personal, en los que el hecho mismo de
compartir algo en común genera el acercamiento entre los miembros y contribuye
a crear relaciones de valoración positiva entre ellos. El primero y esencial de
esos ámbitos es la familia, donde todo es compartido y cada uno es valorado por
lo que es, y no por lo que tiene. La familia no es un puro ámbito biológico-funcional,
sino el lugar determinante en el que el ser humano se desarrolla propiamente
como persona porque en ella adquiere conciencia de su singularidad, de su propio
valor y de su irrepetible dignidad. La familia es, por tanto, la defensa de la
concepción del hombre como persona frente a cualquier intento de reducción
solipsista de la naturaleza humana, y frente al peligro también de
homogeneización totalitaria, de instrumentación y manipulación por parte de
los poderes fácticos, operación que en último extremo abocaría a la
despersonalización del individuo humano, convertido en esclavo sumiso.
Después está toda esa trama de relaciones cordiales entre los miembros de un
grupo en que consiste la amistad y, en un ámbito más amplio, las relaciones de
cordialidad con quienes están o pasan a nuestro lado. Es la propuesta defendida
en Smoke, película que constituye todo un alegato contra el modo de vivir
aislacionista e insolidario. Lo que los protagonistas del film comparten
inicialmente es su afición al tabaco; el humo aquí no quiere ser sino el símbolo
de algo sencillo y leve que se comparte, pero que se convierte en ocasión y
punto de partida para compartir cosas más esenciales. Ese mutuo compartir hace
a los hombres más humanos, y mejores. De aquí, entre otras cosas, la
importancia que para el hombre tiene la amistad como complemento de la familia
en cuanto espacio privilegiado de humanidad, de defensa de la originalidad de
cada ser humano, ámbito de resistencia de la libertad frente a cualquier
intento de tratar al hombre como un puro instrumento.
Completamente distinta de la relación yo-tú es la relación yo-ello, en la que
está ausente la intimidad y familiaridad afectuosa que se da en la primera. La
relación yo-ello es una relación de objetividad, entendiendo este concepto no
como se entiende en la conversación ordinaria, en la que es sinónimo de
condición necesaria para toda valoración justa en el juicio, sino como una
relación no interpersonal. Objetividad, en este sentido, y contra lo que
pudiera parecer, no es siempre condición de una mayor contenido de verdad en
los juicios. Cuando el objeto es en realidad una persona y no una cosa, el
contenido de verdad de los juicios establecidos a través de una relación
objetivista será menos significativo que los contenidos establecidos con base
en una relación personalista. Así, alguien que juzga sobre una mujer diciendo
de ella, por ejemplo, que se trata de una persona de sexo femenino, de 1,72 m.
de altura, ojos grises, pelo castaño, carácter tranquilo, etc., por más datos
que pueda dar no estará expresando más verdad, ni una verdad más profunda,
que quien dice, como sólo un hijo puede decir: “es mi madre”. De igual
manera, un médico no se engaña cuando trata al paciente como un organismo
enfermo; se engañaría si lo tratara como si sólo fuera un cuerpo enfermo, que
puede manipular como si fuera un objeto, un ello.
Esta distinción es de una extraordinaria importancia práctica, porque
significa que a las cosas hay que manejarlas como cosas y a las personas hay que
tratarlas como personas y no como cosas, no como meros objetos o simples
instrumentos que uno pueda manejar a su antojo, en su propio beneficio. Cuando
se actúa de este modo, las cosas nos ayudarán en muaspectos y las personas en
uno fundamental, que ninguna cosa puede suplir, el de ser humanos. Cuando esta
distinción no se respeta en la práctica -porque en teoría no hay dificultades
en admitirla-, se desvanece o desaparece aquello que hace humana la vida de los
hombres: la vida se deshumaniza.
El mundo es precisamente el tejido que los hombres elaboramos con esos dos
hilos, con ese doble tipo de relación con que el hombre entra en relación con
su entorno: personas y cosas. Esas relaciones son dos modos distintos de mirar
y, por tanto, de entender y de actuar. Confundir los hilos, o no distinguirlos
suficientemente provoca muy serios inconvenientes. La película Ciudadano Kane,
ilustra magistralmente ese error. Es la historia del estruendoso fracaso como
persona de alguien que a ojos de la opinión pública es un triunfador,
orgulloso de sí mismo. La clave de ese fracaso es precisamente ésta: Kane
trataba a las personas como si fueran cosas, las compraba, las usaba y, cuando
ya no le servían, las tiraba. Eso ha hecho siempre con todos; no sólo con sus
rivales sino también con sus mujeres, con sus amigos, con sus colaboradores. Sólo
al final, cuando ya no tiene remedio, descubre el error. Vagando solitario por
las estancias enormes de Xanadú, el fastuoso y descomunal palacio que, en su
megalomanía, se hizo construir, se da cuenta de que daría todo lo que tiene,
todas las fabulosas riquezas que ha conseguido acumular, con tal de conseguir
aquello que le falta y que entonces reconoce como esencial: esas relaciones
afectuosas que hacen humana la vida, que liberan de la soledad y confieren
sentido, el camino que él no siguió cuando eligió triunfar a base de comprar
y vender.
3. Persona y amor
La esencialidad del compartir en el despliegue y perfección de la persona no
está haciendo referencia a ningún tipo de mercantilismo. No se trata de “yo
entrego para que tú me devuelvas”, sino de una donación generosa y libre. La
madre no ama a su hijo para que su hijo la ame, sino simplemente porque es su
hijo. En el mercantilismo, al contrario, priva la simple transacción, la donación
sin alma; por eso el homo oeconomicus, para el que toda relación es en última
instancia transacción, a pesar de su habitual apariencia de cordura y sentido
práctico, es una anomalía de la persona, una deformación.
El hecho de que la persona madure y se despliegue a través de esa relación
yo-tú tan específica significa que el hombre está hecho por y para el don y
la entrega generosa, por y para el amor. El amor es el contenido esencial,
infaltable, de esa relación. Hay diversos tipos de amor (cfr. C.S. Lewis, Los
cuatro amores), pero en todos ellos se trata sustancialmente de un acto de
apertura, de reconocimiento del otro -de reconocimiento en el otro- y de
compartición; no de apropiación, sino de vaciamiento. En el amor uno gana,
pero no apropiándose de algo o de alguien, sino al contrario, regalándose
desinteresadamente al otro. Esa entrega, esa prodigalidad aparentemente loca
convierte paradójicamente aquello en una ganancia esencial, independientemente
de cualquier correspondencia: se gana en humanidad. Esa ganancia es tanto mayor
cuanto más biunívoca sea la relación, es decir en la medida en que el yo
advierta que el tú es en realidad un alter ego (otro yo), en que lo amado se
reconoce como la otra mitad del yo (dimidium animae meae, decía Horacio): el yo
y el tú entran entonces en resonancia.
A esa misma situación paradójica se refiere el autor inspirado cuando dice:
“el hombre dará todas las cosas de su casa por el amor, y le parecerá que no
está dando nada (porque es mucho más lo que recibe)” (Cantar de los
Cantares). Es justamente ese don de sí mismo, en que consiste el amor, el que
se acaba revelando como un ser-más, como ampliación y enriquecimiento del
horizonte de la propia identidad. Éste es el sentido de aquellas palabras del
Evangelio, aparentemente enigmáticas: “el que se guarde su vida, la perderá;
pero el que la pierda por amor mío, la ganará”.
El amor es completamente genuino en la persona. Naturalmente éstos no son los
criterios que se popularizan en un medio como el nuestro en el que la relación
objetivista priva sobre la personalista, un medio en el que se valora lo crematístico,
la utilidad, por encima de todo: el saber hacer por encima de la sabiduría, el
tener por encima del ser. Pero hemos de reconocer que, en el fondo, la ilusión
genuina es la de ser más, y no simplemente tener más. Este es el sentido que
naturalmente todos somos capaces de experimentar. Cada persona suele tener algún
motivo personal por el que se siente orgulloso; entre esos motivos, los que
mayor satisfacción producen son aquellos en los que hemos actuado por desinterés,
por pura donación generosa, sin ningún lucro personal. Saint-Exupéry describe
una experiencia general cuando afirma: “Si busco en mis recuerdos los que me
han dejado un sabor duradero, si hago balance de las horas que han valido la
pena, siempre me encuentro con aquellas que no me procuraron ninguna fortuna”.
Esto es así porque la persona está hecha para el don de sí, constitutivamente
orientada hacia la entrega libre en el amor. El sentido último de la libertad
aunque de ello hablaremos más adelante- es precisamente éste: hacer posible el
amor, conseguir que el amor exista.
4. Amor y verdad
El amor supone un descubrimiento previo: el de la deslumbrante riqueza de
belleza, de bondad -¡de realidad!- que se esconde en el fondo de la persona
amada, riqueza que las apariencias a la vez -y parcialmente- ocultan y revelan,
y que sólo es accesible a quien ama. El amor tiene en sí algo de
desconcertante a los ojos de los demás. Los demás le preguntan, intrigados “¿pero
tú que le ves?”. Y el enamorado (o la enamorada) habla, y no para; o mejor,
es tanto lo que ve que se siente incapaz de decirlo con palabras y renuncia a
cualquier explicación.
¿Se equivoca quien habla así de la persona amada? No; suele acertar siempre o
casi, aunque los demás piensen que se equivoca, exagera o aun delira. Se suele
decir que el amor es ciego, pero en realidad es lucidísimo: ve lo que realmente
hay en la persona amada. La cuestión está en que sólo quien ama es capaz de
verlo (y aunque sólo lo vea en la persona amada, esa misma riqueza existe en
los demás). Porque sucede que la riqueza verdadera y profunda de la persona, sólo
es accesible a la mirada del amor. No me estoy refiriendo al amor conyugal, sino
a cualquier tipo de amor: sirve también para el amor de amistad, sirve también
para ese otro amor hacia las personas, que en realidad sólo es posible en la práctica
para los creyentes, que entienden y saben que ese fondo de las personas es en
realidad divino. Es el resplandor de la imagen de Dios, del amor de Dios por
cada uno que se esconde detrás de las apariencias exteriores, incluso de las más
materialmente repugnantes. De la Madre Teresa de Calcuta se cuenta que un día
cierto personaje, notablemente rico, apareció por uno de los hogares para
leprosos que ella había construido para atenderlos. Mientras paseaban por las
distintas salas donde se encontraban aquellos pobres enfermos devorados por la
lepra, el hombre no pudo reprimir un gesto de horror hacia tanta miseria. Y
dirigiéndose a la Madre Teresa, comentó: “Esta labor que hacen usted y las
hermanas no tiene precio. Yo no lo haría ni por un millón de dólares”. A lo
que la Madre Teresa se limitó a responder: “Nosotras, tampoco”.
Pensemos en el amor de una madre por sus hijos. Cuando una madre habla de sus
hijos, quien la escucha y conoce bien al hijo puede pensar que la buena mujer
delira, que no tiene ni idea de cómo se comporta en realidad su hijo. Pero no
es así. Quizá ella no acabe de tener toda la razón en lo que le cuesta o
incluso se niega a admitir -que su hijo tiene que trabajar más, que es un poco
golfo, o demasiado amigo de lo ajeno, etc.- pero acierta en lo que afirma. No
está viendo visiones ni construyendo afirmaciones con la imaginación cuando
habla así de su hijo: está diciendo la verdad. El problema es que sólo para
ella es accesible esa verdad, porque sólo ella ama de verdad a su hijo. Sólo
ella llega al fondo de la verdad que para los demás se oculta detrás de una
capa superficial de vulgaridad, de normalidad, que sólo el amor puede
traspasar. Muchos vieron aquellas mismas piedras antes que el experto en
descubrir minas de diamantes, pero sólo él supo sacar a la luz el valor que
ocultaba su vulgar apariencia esterior. La mirada amorosa es la mirada experta
en descubrir el verdadero valor de las personas. Sólo el amor nos permite ver a
otro tal como es (Guardini).
Esto ocurre no sólo con las personas sino también con las cosas. Es una
experiencia relativamente frecuente escuchar a gentes sencillas que hablan de
realidades muy próximas -su pueblo, su casa natal, su gente, su tierra- dando a
entender que son lo mejor del mundo. Un observador supuestamente objetivo pensaría
que aquel paisaje o aquella tierra no son mejores ni peores que muchas otras
tierras y paisajes de otras latitudes, y atribuiría a cierta estrechez de miras
del interesado el hecho de considerarlas únicas en su género. Esa opinión es
un juicio desacertado. Tampoco acertaría quien juzgara que esas personas
piensan que aquello es lo mejor precisamente porque es suyo y es lo único que
tienen. En realidad es más cierto pensar que hablan así de esas cosas
sencillamente porque las aman. Es su amor por ellas lo que les hace descubrir
esa verdad que a quien mira con despreocupación se le escapa necesariamente:
son únicas, las más bellas. Es ese peculiar modo de mirarlas -la mirada
amorosa- el que descubre todo el encanto que poseen; que no es invención ni
fantasía, sino que está en las cosas mismas. Son lugares, paisajes, objetos,
cargados de vida: nombres, recuerdos... Sólo conocemos en profundidad aquello
que amamos; la mirada del corazón (toda la persona mirando) completa y
profundiza la mirada de la simple inteligencia.
Es el amor la inteligencia enamorada, la mirada contemplativa- quien nos
descubre el misterio del ser, de lo que hay más allá y al otro lado de las
apariencias: el deslumbramiento de la realidad, “el rostro escondido de las
cosas” (Juan Pablo II). Cabría decir que esas otras dos actitudes que
habitualmente impulsan al hombre hacia el conocimiento de la realidad, la
admiración y el interés, no son sino formas menores del amor; y que el
conocimiento que a través de ellos el hombre se procura puede ser verdadero,
pero siempre es incompleto, parcial.
5. El amor, realidad misteriosa
Esta experiencia alcanza su más alto grado de expresión en el amor personal,
del que el ejemplo más usual -aunque no el único ni el más significativo- es
el amor entre varón y mujer. Aunque no me detendré en esta cuestión, quiero
apuntar aquí simplemente que el amor y la sexualidad son realidades distintas y
separables que conviene no confundir. Puede haber amor sin sexualidad (pensemos
en el amor de una madre o un padre por sus hijos) y sexualidad sin amor. A pesar
de las apariencias, el amor sexual suele contener menos amor del que parece
porque se suele identificar la simple atracción física infaltable para el
ejercicio de la sexualidad- con el amor. Lo cual muchas veces es suponer
demasiado. A ello se refiere Rilke, al comienzo de la tercera de las Elegías de
Duino:
Una cosa es cantar a la amada, y otra -(ay!-
a ese oculto y culpable dios-río de la sangre.
(Rilke)
El “oculto y culpable dios-río de la sangre” es el impulso sexual entendido
como mera vía de autosatisfacción, en el que el otro (o la otra, o el propio
cuerpo) no es un tú, sino hasta donde eso es posible- un ello, un objeto
intercambiable y, por tanto, insignificante, un mero instrumento del que sólo
cuenta su funcionalidad. El amor se da a otro nivel: el de la relación
personal, donde la unión sexual, la entrega del cuerpo, es signo y manifestación
de la donación amorosa y total de la persona. Por eso mismo la entrega amorosa
de la persona, de lo que la persona es y vale que incluye la entrega esponsal
del cuerpo- se da al final, cuando se ha eliminado razonablemente el error de
confundir el amor con sus múltiples sucedáneos con los que en realidad tiene
“tan poco que ver como el Dux con los asuntos del gobierno de Venecia” (La
Rochefoucauld). Es razonable que primero se entregue lo que se tiene; pero el
cuerpo no se tiene: el cuerpo se es. A la vista de los elementos tan
sustanciales que definen la entrega amorosa en el amor personal -y que resultarían
seriamente dañados- se entiende el rechazo de las relaciones prematrimoniales.
En el amor, el tú es irreemplazable, porque lo que cuenta no es la mera
funcionalidad sino la personeidad, es decir, el hecho mismo de ser precisamente
él (o ella) y ningún otro.
Hablando del amor en perspectiva más amplia, se advierte un cierto misterio en
el hecho mismo del amor entre varón y mujer. Todo amor verdadero aparece
suscitado por la persona amada y dirigido a ella. Pero extrañamente, no se
detiene en ella sino que parece transportar más allá, reclamar una meta, una
plenitud, que en el hecho mismo de amar se presiente y se pregusta pero no se
alcanza. Dicho de otra manera: el hombre siempre ha entendido que en el amor vivía
una experiencia reveladora de algo que está más allá de él y de la persona
amada, una experiencia de algo trascendente:
El amor nace en los ojos;
(...) la mirada es quien crea,
por el amor, el mundo,
y el amor quien percibe,
dentro del hombre oscuro, el ser divino,
criatura de luz entonces viva
en los ojos que ven y que comprenden
(Cernuda)
El hombre siempre ha poseído la convicción inicial -incluso ahora, cuando
parece extrañamente empeñado en lo contrario- de que en el amor se está
rozando el umbral del misterio profundo de su propio ser, que connota una cierta
relación con lo sagrado. Ya en las civilizaciones primitiva el amor erótico
-aunque no sólo él- tenía (y sigue teniendo) una consideración especial,
denominada con la palabra tabú (aunque esta voz pertenece específicamente a la
cultura polinesia, es la que ha adoptado la cultura occidental para referirse a
este hecho). Pero el tabú, como se ha ido sabiendo a medida que progresaban los
estudios sobre estas culturas, no tenía una connotación negativa, peyorativa
ni oscura, sino al contrario. El tabú era una acción que, precisamente por su
proximidad con lo sagrado, se rodeaba del respeto que merecen las cosas
esenciales de la vida del hombre, que no deben ser tratadas de cualquier manera,
trivializadas ni usadas en su pura funcionalidad.
Thibon expresa bien ese carácter misterioso del amor humano cuando dice: “¿Qué
es lo que más nos vincula a un ser amado: su prerealidad que podemos conocer y
poseer, o esa huella de infinito que queda impresa en lo finito, ese rastro de
misterio que su aparición deja en nuestra alma, esa irradiación de lo
desconocido y de lo invisible que lo atraviey trasciende? La respuesta es fácil
porque, cuando ese fulgor se disipa, la magia del amor se evapora con él,
aunque la realidad sensible del objeto amado siga siendo la misma”.
“Entonces ya no nos queda entre las manos más que un objeto fijado entre sus
límites irremediablemente explorados y tildamos fácilmente de ilusión la
misteriosa embriaguez pasada. Pero la ilusión no está en la llamada del objeto
en sí mismo, sino en esta llamada en cuanto ligada a un objeto determinado. Así,
la más humilde nube atravesada por los rayos del sol reviste los colores del
sueño y del infinito y vierte en nuestros ojos la nostalgia de la imposible
belleza. Cuando el sol se pone, ya no es más que una mancha oscura y vana en el
cielo, una nube en el sentido que, desde Aristófanes, todos los realistas han
dado a esta palabra: una ilusión. Y en realidad es cierto que el brillo de la
nube era una pura ilusión, ¡pero el resplandor del sol era verdadero! Hemos de
evitar la confusión idolátrica de los objeiluminados con la luz que los
inunda, porque, al término de nuestras decepciones, llegaríamos a la negación
de la luz misma...”.
6. ¿A quién amamos cuando amamos a alguien?
En cierto modo se aplica al amor algo semejante a lo que dijimos al hablar de
los sentidos, de las pasiones, de los apetitos del cuerpo y de la voluntad:
siempre dejan un poso de insatisfacción. A pesar de ser realidades
perfectamente cumplidas en el plano humano, siempre hay algo que se nos escapa,
algo que se echa en falta, “un no sé qué que quedan balbuciendo” del que
habla San Juan de la Cruz. En la primera parte del Cántico espiritual el alma
anda a la búsqueda del amor. Todos los amores le recuerdan al amor, pero
ninguno es el amor. Cito sólo dos estrofas que recogen los lamentos del alma
enamorada:
“Ay quién podrá sanarme!
Acaba de entregarte ya de vero;
no quieras enviarme
de hoy más ya mensajero
que no saben decirme lo que quiero.
Y todos cuantos vagan
de ti me van mil gracias refiriendo
y todos más me llagan,
y déjame muriendo
un no sé qué que quedan balbuciendo.
(San Juan de la Cruz)
Los mensajeros, a pesar de sus claros mensajes, “no saben decirme lo que
quiero”; más que con lo que dicen parecen informar acerca del objeto de la búsqueda
con algo que no manifiestan claramente, pero que tampoco silencian, con ese
“no sé qué que quedan balbuciendo”: esbozos de palabras apenas audibles,
pero no por defecto de la lengua o del oído, sino de las palabras mismas,
incapaces de recoger la riqueza de lo que deben expresar. Todo amor es inefable,
inexpresable en palabras; por eso las gentes hablan de la persona amada, pero no
del amor que sienten por ella; tiene algo de ridículo, de pretensión vana y
estrafalaria que alguien hable de su propio amor, del amor con el que ama a
alguien.
El hecho de que el amor sea inefable supone que lo vislumbrado en él es una
realidad por encima de lo que uno piensa o espera, sorprendente y hermosa,
perteneciente casi a otro orden de realidad. El amor remite al amante más allá
de la persona amada, más allá de lo familiar y conocido, más allá del
horizonte de lo directamente accesible, hacia algo que presentimos inmenso y
tierno. Todo ocurre como si “las mil gracias que el amor derrama” en la vida
de quien ama no fueran sino obligadas estaciones intermedias, estaciones de
paso, pregustaciones y premoniciones de un Amor que nos sustenta y nos espera:
presentimientos de Dios:
Con tu mirada tibia
alguien que no eres tú me está mirando: siento
confundido en el tuyo otro amor indecible.
Alguien me quiere en tus te quiero, alguien
acaricia mi vida con tus manos y pone
en cada beso tuyo su latido.
Alguien que está fuera del tiempo, siempre
detrás del invisible umbral del aire”
(Miguel D´Ors)
Es decir, aparece el amor humano, verdadero y profundo, como una realidad en sí,
pero a la vez, dotado de un carácter simbólico, indicativo de algo o Alguien
que está más allá y a quien, a pesar de no verlo, sin embargo barruntamos
como el objeto y fin de todo amor. Esta es la conclusión a la que llega Ryder,
el protagonista de Retorno a Brideshead, pensando en su amor por Julia: “Tal
vez tú no seas más que el precursor (de ese amor definitivo y total)... Quizá
nuestros amores no sean más que simples alusiones y símbolos, lenguaje errático,
mal escrito sobre vallas y pavimentos, a lo largo del fatigoso camino que tantos
y tantos han pisado antes que nosotros... Quizá tú y yo no seamos más que
meros paradigmas, y esta tristeza que a veces nos envuelve nazca de la desilusión
de nuestra búsqueda, cada uno a través y más allá del otro, vislumbrando
momentáneamente, de vez en cuando, la sombra que dobla la esquina un paso o dos
por delante de nosotros”. También aquí, como ocurría al hablar del deseo
insatisfecho, surge la pregunta: ¿A quién estamos buscando, amando, cuando
amamos a alguien?
7. Amor eterno, amor en el tiempo
Todo amor viene precedido del deslumbramiento, consecuente al descubrimiento de
la riqueza del tú. En el caso del amor entre varón y mujer ese deslumbramiento
es el enamoramiento, al que Salinas se refiere con una imagen muy precisa
“conocerse es el relámpago”-, porque aunque preparado y presentido con
anterioridad, se desencadena instantáneamente. No solamente la persona amada,
sino toda la vida y toda la realidad queda transfigurada y embellecida por ese
descubrimiento de que amo, de que alguien es más importante para mí que yo
mismo; y ese sentimiento transfigurador sube de tono cuando se trata de un amor
correspondido, cuando se descubre que yo soy también amado, que soy esencial
para alguien, y ese alguien es precisamente aquella (o aquel) por quien se estaría
dispuesto a darlo todo.
En toda experiencia del amor se vislumbra una aspiración de perennidad, de
eternidad. Por eso G. Marcel ha podido decir: “Amar a alguien es decirle: tú
no morirás jamás”. Thibon es igualmente expresivo cuando escribe: “En la
hora suprema del amor, te amo como si me fuera a morir. Porque el amor nos eleva
por encima del tiempo y de las sombras que lo habitan. El amor es “fuerte como
la muerte”, aquello por lo que el hombre se eterniza. Por eso el que ha amado
de veras ya no teme la muerte; vive en paz porque siente ese parentesco
misterioso que liga las dos fuerzas que rigen nuestro destino: puesto que el
amor es muerte, también la muerte tiene que ser amor”.
El amor como realidad en sí, la persona amada como realidad en sí; pero a la
vez, ese “amor eterno, único, verdadero”, irrealizable plenamente en este
mundo, ¿no será también un símbolo que nos remite a algo que está más allá
y que entrevemos como nuestro, como ese alguien a quien de verdad deseamos, y
que sólo más tarde descubrimos que en realidad es Alguien que nos ama y que
nos llama? Esa es la manera con que Dios habla de sí mismo cuando se nos
revela: “Dios es Amor”, dice San Juan en una de sus Cartas. No sólo el
Amado por antonomasia, sino la fuente misma y la razón de todo amor, presente
de algún modo en todo amor verdadero, que nos revela así su realidad más
profunda: el amor como pregustación incoada de Dios.
El amor es un signo de que el hombre está hecho para la eternidad, un atisbo de
lo que la persona es, de ese fondo diríamos divino que se esconde en cada cual,
un atisbo de lo que el hombre está llamado a ser pero aún no es, de lo eterno
que vive incoada y limitadamente en él en su actual situación temporal. Es
evidente la luz que nos deslumbra en el amor, pero esa luz no procede del amado,
no tiene la fuente en su persona: es un reflejo de la luz eterna en la persona
amada.
Eso no significa que el amor sea eterno en sí mismo, de manera que dejado a su
libre espontaneidad, sin aportación activa de los amantes, se conserve
indefinidamente. La experiencia ordinaria atestigua demasiado frecuentemente
que, de hecho, esto no es así: “el amor erótico, que promete eternidad,
curiosamente es el que más pronto se degrada. La broma siniestra consiste en
que siempre este eros, cuya voz parece hablar desde el reino eterno, no es ni
siquiera necesariamente duradero; es notorio que se trata del más mortal de
nuestros amores” (C. S. Lewis); y Chesterton, en clave de humor, repite la
misma verdad: “El amor es eterno, pero sólo por un mes”.
En Retorno a Brideshead, Waugh describe esta situación de fracaso del amor:
“Me sentí como el marido que, después de cuatro años de matrimonio, se da
cuenta de repente de que ya no siente deseo, ternura ni aprecio por la mujer que
una vez amó; ningún placer en su compañía, ningún interés en gustarle,
ninguna curiosidad por nada que ella pudiera hacer, decir o pensar; ninguna
esperanza de que las cosas se arreglaran, ningún sentimiento de culpa por el
desastre. La conocí de la misma manera que se conoce a la mujer con la que se
ha compartido la casa, un día sí y otro también, durante tres años y medio;
conocí sus hábitos de desaliño, descubrí lo rutinario y mecánico de sus
encantos, sus celos y su egoísmo. El encantamiento había terminado y ahora la
veía como una antipática desconocida con la que me había unido
indisolublemente en un momento de locura”.
Naturalmente todo el mundo al principio piensa que eso no va con uno, que esa
situación no le afecta y que su caso es distinto; es importante reconocer
cuanto antes que eso va con todos. Steinbeck, en Los caballeros del Rey Arturo,
describe una conversación entre el jovencísimo rey Arturo, todavía un
adolescente, y su preceptor, el sabio mago Merlín, en la que Arturo le consulta
sobre la elección de esposa. Merlín le contesta: “
-¿Hay alguna dama que te agrade más que las demás?
-Sí, dijo Arturo. Amo a Ginebra, la hija del rey Lodegrance de Camylarde.
-¿Y si te dijera que Ginebra va a traicionarte con tu amigo más querido?
(Efectivamente, más tarde Ginebra se enamora de Lanzarote, aunque las versiones
acerca de lo que ocurrió son diferentes).
-No te creería, respondió Arturo.
-Claro que no- dijo Merlín con tristeza. Todos los hombres se aferran a la
convicción de que para cada uno, las leyes del destino son canceladas por el
amor”.
Existe en cada uno esa tendencia a pensar que nuestro caso es distinto, que la
estadística no habla de nosotros, que la experiencia general no nos afecta
personalmente. Se olvida, sin duda, que los datos estadísticos se elaboran con
personas que piensan eso mismo. Sería una simpleza y una seria imprudencia
sentirse un Aquiles invulnerable y pensar que esa desgracia ocurre sólo a los
demás.
El hombre, en su situación actual, es una realidad que se distiende en el
tiempo. Por eso el amor verdaderamente humano es aquel que está llamado a
soportar la distensión temporal, el paso del tiempo, sin marchitarse (aunque no
ciertamente sin cambiar, sin adaptarse, como más adelante diremos). Ese trabajo
necesario para que el amor soporte la temporalidad sin desfallecer se llama
fidelidad. El amor de los grandes mitos del amor -Tristán e Isolda, Romeo y
Julieta-, ese amor que reclama la unión absoluta de los amantes para ahora
mismo, para ya, ese amor que rechaza el discurrir del tiempo y reclama la muerte
de los amantes -morir juntos- es un espejismo, una mentira deslumbrante. El amor
es signo de lo infinito que vive en el hombre, pero que por ahora, mientras dura
esta situación de sometimiento al tiempo y a la muerte que es la vida terrena
del hombre, está presente en él de manera sólo incoada e incompleta. Es una
semilla de eternidad que en su momento germinará.
La verdadera fidelidad no pretende detener el tiempo, ni eternizar el instante,
sino más bien consiste en renovarlo siempre, “en hacer renacer
indefinidamente lo que ha nacido una vez, estos pobres gérmenes de eternidad
depositados por Dios en el tiempo, que la infidelidad rechaza y que la falsa
fidelidad momifica” (Thibon). La fidelidad no es, por tanto, pura inercia, ni
mucho menos es pereza o miedo al cambio y a la novedad. Lo ha resumido con
extraordinaria profundidad el propio Thibon: “la verdadera fidelidad a una
flor no consiste en cortarla para colocarla seca en un herbario, sino en regarla
para ayudarla a convertirse en fruto. La mejor forma de fidelidad es la que
quiere la maduración de su objeto.''
En resumen, como todas las demás cosas de la vida, también el hombre debe
trabajar el amor, construirlo -no destruirlo- día a día. El amor
verdaderamente humano, ese amor que, aunque sea eterno comienza realizándose en
el tiempo, es siempre un don, una gracia para la vida del hombre; pero, mientras
el hombre permanece bajo el influjo del tiempo, es a la vez una tarea que ha de
realizar: “Muchos hombres han tenido la suerte de casarse con la mujer que
amaban. Pero tiene mucha más suerte el hombre que ama a la mujer con que se ha
casado” (Chesterton). Estas palabras no son simplemente ingeniosas; esconden
una realidad muy profunda: al amor hay que cuidarlo, sacarle el brillo, todos
los días. Nadie se encargará de hacerlo por nosotros; amar en el tiempo no
significa otra cosa que estar amando. El amor aquí abajo no es nunca algo
acabado, conseguido, terminado.
Esta contrariedad no podrá destruir un matrimonio entre dos personas que sepan
en qué consiste amar. La pareja cuyo amor sí puede ciertamente verse en
peligro y posiblemente fracasar, es la que se ha dejado deslumbrar por el
enamoramiento, la que confunde el amor con el enamoramiento. Esperaban que a
partir de ese momento el solo sentimiento haría por ellos, y permanentemente,
todo lo que fuera necesario. Cuando esta expectativa no se cumple -y no se
cumple nunca- la cuestión se suele resolver en desengaño y recriminaciones
mutuas. En realidad el amor, para una persona avisada, no tiene ninguna culpa:
él ha cumplido su parte desvelando lo eterno de su alianza y la verdadera
riqueza que se esconde detrás de la modesta apariencia de cada uno de los dos.
“El amor, como el padrino, hace las promesas; nosotros somos quienes debemos
cumplirlas. Nosotros somos los que debemos esforzarnos por hacer que nuestra
vida cotidiana concuerde con lo que manifestó aquel destello. Debemos realizar
los trabajos de eros cuando eros está ausente... (El amor) necesita esa
ayuda” (C. S. Lewis).
Serguéi y Masha, los protagonistas de La novela del matrimonio de Tolstói, se
reconcilian después de haber estado apunto de echar a pique su matrimonio.
Cuando Masha pregunta a Serguéi su opinión acerca de las razones que les
llevaron a esa situación, Serguéi le responde: “La culpa es de nosotros ( de
los dos)... y del tiempo”. También del tiempo porque -añade- “cada época
(de la vida) tiene su amor”, su forma peculiar y adecuada de expresarse. Igual
que de la hoguera no permanece la llama sino la brasa oculta en el rescoldo, así
el amor humano que resiste al tiempo no es el amor-pasión, sino ese otro que
tiene que ver con la voluntad, y que está hecho de ternura, de agradecimiento
al otro, de paciencia también y de sacrificio, de esfuerzo. El amor es valioso
y extraordinariamente duro como el diamante; pero también como él, frágil, y
hay que ponerlo a salvo de los golpes que lo podrían destruir. Cuando se trata
al otro así, con la delicadeza de quien se las tiene que ver con algo valioso y
querido pero frágil, pervive siempre como rescoldo esa convicción de que la
vida perdería todo su sentido sin la presencia de la amada o del amado. Eliot
describe así en su poema Una dedicatoria a mi mujer, ese deseo de la voluntad
de permanecer en el amor:
Ningún maligno viento invernal congelará,
ningún torvo sol tropical marchitará
las rosas de la rosaleda que es nuestra y sólo nuestra.
Pero esta dedicatoria es para que la lean los demás:
éstas son palabras privadas que te dirijo en público.
(T.S. Eliot)