Reflexión y renovación

 

Observar, leer, pensar

Alexander Fleming era un bacteriólogo escocés que disponía de un laboratorio francamente modesto, casi tanto como los mercadillos de baratijas de Praed Street que se veían a través de su ventana.

Un día, avanzado el verano de 1928, mientras conversaba animadamente con un colega, observó algo que le pareció sorprendente. Él solía abandonar los platillos de vidrio después de hacer el primer examen de los cultivos microbianos. Uno de ellos aparecía ahora cubierto de un moho grisáceo, pero... ¡qué raro!: en derredor de ese moho las bacterias se habían disuelto. En lugar de las habituales masas amarillas bacterianas, surgían anillos muy definidos allá donde el cultivo entraba en contacto con el moho. Raspó una partícula de esa sustancia y la examinó al microscopio: era un hongo del género Penicilium.

Así fue como Alexander Fleming llegó a conocer lo que sería el primer antibiótico: la penicilina, que abriría posibilidades insospechadas a la medicina moderna. Aún se tardaría quince años, hasta 1943, en lograr aislar este hongo y encontrar un sistema masivo de producción. Sus resultados eran casi increíbles. Jamás se había conocido medicamento tan poderoso. Al final de la Segunda Guerra Mundial se trataban ya con penicilina más de siete millones de enfermos al año. Todo empezó por aquel descubrimiento casual, porque alguien observó algo y ese algo le llevó a pensar.

Muchos otros descubrimientos se han producido también de forma parecida.

El físico alemán W. Roentgen se sorprendió un día de 1895 al ver que unas placas fotográficas habían quedado veladas sin aparente motivo. No conseguía explicarse cómo esas placas podían haberse impresionado atravesando cuerpos opacos. Sus investigaciones acabaron llevándole al descubrimiento de una radiación —que llamó Rayos X— que atravesaba objetos consistentes y que pronto tuvo innumerables aplicaciones.

Brown construyó el primer puente colgante sostenido por cables inspirándose en cómo estaba tejida una telaraña que observó en su jardín, tendida de un arbusto a otro.

Newton, según se cuenta, llegó a enunciar la ley de gravitación universal después del famoso episodio de la manzana.

Aristóteles, en el año 340 a. C., ya habló de que la Tierra podía ser redonda, cuando a nadie se le había pasado por la cabeza semejante idea, y lo dedujo a partir de observar cómo, en el mar, se ven primero las velas de un barco que se acerca en el horizonte, y sólo después se ve el casco. Luego lo confirmó estudiando las estrellas y los eclipses.

¿Y por qué, ante los mismos sucesos, unos hacen grandes descubrimientos y otros no se enteran de nada? Supongo que porque unos son más observadores que otros, y unos reflexionan más y otros menos.

¿Y ser despistado o distraído es un defecto? No sé si tanto como un defecto, pero desde luego no se puede decir que sea una virtud ni que directamente enriquezca el carácter. Algunos adolescentes son despistados o distraídos simplemente porque han comprobado que, con unos padres tan complacientes, resulta un papel muy cómodo. Así se lo dan todo hecho y eluden cosas que les cuestan.

Es importante hacer que los hijos adquieran cierta calma y capacidad de reflexión, porque la vida constantemente nos interroga, y a veces se presentan situaciones a las que no encontramos salida simplemente porque el atolondramiento y la precipitación nos impiden pensar.

La sociedad actual presenta ciertas circunstancias que favorecen ser engullidos por el activismo. Y lo malo es que ese estado habitual de prisa disminuye notablemente la capacidad de reflexión. Parece como si no quedara tiempo para fijar la atención en las cosas que en realidad más importan.

No debemos considerar superfluo el esfuerzo por buscar de vez en cuando la calma necesaria para reflexionar intensamente en una lectura, o en torno a unas ideas, e interpretarlas, viendo la forma de transmitirlas con vida a los hijos, porque el arte de pensar bien no interesa solamente a los filósofos, sino a todo el mundo.

Hace falta un poco de calma y serenidad para poder analizar las situaciones que a cada uno se le presentan y así sopesar con prudencia las ventajas e inconvenientes de una u otra solución. Para observar y darse cuenta de lo que pasa, y de si hay o no que intervenir.

Además, la prisa y el aceleramiento no suelen ir parejos a la eficacia, pues la gente que se sumerge en una actividad extraordinaria pero irreflexiva suele acabar haciendo mucho, sí, pero en gran parte inútil o innecesario. Su ansiedad por la acción les impide decidir serenamente.

Cuántas veces, una idea considerada con calma, una lectura, un comentario, una argumentación, remueven el fondo de una persona y hacen brotar de ella una claridad y una energía nuevas. Es como si se removiera un pequeño obstáculo que impedía la comunicación con el aire libre, y gracias a eso una vida se llena de frescura y de lozanía.

Como ha señalado Jesús Ballesteros, lo más revolucionario hoy en día es el hecho de pensar. En realidad, pensar es lo que tiene mayor capacidad transformadora, y el ejercicio del pensamiento y su extensión, a través del diálogo y la comunicación, puede ser lo que abra más posibilidades a una vida distinta.

Hay algo que puede ayudar mucho: formarse a través de buena lectura. Leer es para la mente como el ejercicio para el cuerpo. Y como el tiempo es limitado, conviene afinar la puntería al elegir los libros, para que sean de la máxima calidad. Hay muy buena literatura, hay títulos adecuados a cada edad y situación. Tampoco se trata de empezar por cosas muy elevadas.

No importa que al principio sean sólo novelas sencillas o libros de aventuras, porque lo primero que hace falta es acostumbrarse a leer. Hasta que no se pierde el miedo a los libros no conseguimos nada. Es interesante leer el periódico, alguna buena revista de información general, biografías, historia, buena literatura. Muchas veces nos sorprenderemos al ver que entendemos y nos gusta mucho más de lo que pensábamos.

Es una buena costumbre, por ejemplo, leer en familia. Para eso hace falta que haya en la casa libros adecuados y que los padres fomenten la lectura sugiriendo títulos, leyendo ellos también, procurando que la televisión no esté siempre encendida, etc. Es fundamental el fin de semana y las vacaciones, aunque también es sorprendente lo que se puede llegar a leer al cabo de un año con un simple cuarto de hora cada día. No digas que leerás cuando tengas tiempo, porque entonces no leerás nunca.

Produce verdadera lástima conocer a personas que son incapaces de sostener siquiera unos minutos una conversación interesante sobre algo ajeno a su especialidad, porque jamás han leído nada con un poco de contenido. Personas que apenas saben lo que sucede en el mundo, porque no leen el periódico. Ni lo que piensa nadie, porque hay muy pocas cosas que despierten su interés.

Bacon decía que la lectura hace al hombre completo; la conversación lo hace ágil; el escribir lo hace preciso. Quienes no se cultivan un poco, parece como si no supieran disfrutar de las satisfacciones que permite el hecho de ser seres inteligentes.

¿Cabe el peligro por exceso, de leer continuamente, o indiscriminadamente? Hay que leer más y leer mejor. Séneca decía que no era preciso tener muchos libros, sino que fueran buenos. Junto a la capacidad de lectura hay que desarrollar la capacidad de discernimiento, porque las promociones publicitarias de las editoriales y el atractivo de las portadas no son garantía de calidad.

 

 

El poder del lenguaje

Mercedes Salisachs cuenta en una de sus últimas novelas la historia de Lucía, una niña de once años, huérfana, que después de una infancia azarosa se lanza a la aventura de aprender a leer.

«Lo cierto es que a medida que Lucía se iba adentrando en el mundo de las letras todo cuanto la rodeaba parecía dilatarse, se volvía más comprensivo y luminoso.

»También se hacía preguntas nuevas. ¿Qué era el cielo? ¿Por qué había tantas estrellas? ¿En qué consistía la lluvia? Y a medida que se iba introduciendo en la comprensión de los signos, algo la espoleaba a comprender también lo que aquellos signos significaban.

»De pronto todo se iba trastocando en la mente de la niña: todo tenía un motivo. Lo más insignificante (como un parpadeo, o un gesto, o cualquier ademán) ya no era algo insustancial que flotaba en el aire. Tenía un significado que podía plasmarse en un papel en forma de nombre.

»Además podía escribirse: todo, incluso aquello que muchos no sabían explicar, la escritura lo explicaba. Era una sensación excitante.»

Leer nos abre la puerta a un mundo nuevo. Un mundo en el que todo se amplía y se ilumina, donde tenemos acceso a lo mejor que se ha pensado y vivido a lo largo de la historia.

La palabra nos descifra la imagen, enriquece lo que vemos, nos ayuda a ampliar nuestra visión del mundo, de los demás y de nosotros mismos.

Leer nos permite vivir otras vidas, ponernos en el lugar de otros. Nos hace ver también por los ojos de los demás, pasar por la mente de muchas personas diferentes sin dejar de ser nosotros mismos.

Leer (con acierto, se entiende) nos ayuda a pensar con más libertad y menos estereotipos. Nos hace más libres. Ensancha nuestra mente y nos confiere un sentido crítico que nos hace salir de estrecheces que esclavizan. Como ha escrito Alejandro Llano, una persona que empieza a leer libros de calidad, comienza a abandonar las bien disciplinadas filas de los dictados del consumo, dando un paso al frente, hacia el aire libre del protagonismo en el que uno toma las riendas de su propia vida.

Leer nos facilita comunicarnos con los demás. Facilita temas de conversación, capacidad de expresarse, de abordar los problemas. Quizá sentimos a veces el agobio del "lo sé, pero no lo sé explicar bien", y eso indica un pensamiento aún confuso, no suficientemente destilado por la lectura.

Conocer la realidad de las cosas exige una riqueza interior que resulta difícil sin una riqueza de lenguaje. También, a veces falla la comunicación entre las personas porque, a uno o a otro —o a los dos—, les resulta difícil expresarse. La pobreza de lenguaje está muy ligada a la pobreza de conceptos, y a un pobre conocimiento de la realidad. Si una persona maneja un vocabulario muy reducido, es fácil que no logre discernir bien lo que le sucede, ni sepa cómo traducirlo en palabras. Percibirá su interior quizá como un desconcertante manojo de tensiones, que le hacen sentirse mejor o peor, pero no logra comprender bien qué es lo que siente. Se encuentra perdido y confuso entre acosos e inquietudes que no sabe ni puede desactivar.

No debe desdeñarse el poder del lenguaje. No es una cuestión accesoria, ni meramente formal. Como ha escrito José Antonio Marina, la palabra hace navegable el sentimiento, y esto es así porque la mayor parte de lo que sabemos, lo sabemos "empalabrado". Por eso, lograr expresar bien en palabras lo que sentimos suele ser un gran paso hacia la clarificación de lo que nos sucede. Un avance decisivo para conocer el corazón del hombre, para conocer el propio corazón, y para aprender a convivir con él, procurando mejorarlo.

La gente que desdeña el valor de la lectura, es fácil que viva con un déficit grande de autoconocimiento que deje baldío e improductivo gran parte de su talento, e incluso que malogre el de otros, como sucede con los conductores inexpertos, que son un peligro para ellos mismos y para los demás.

Quizá el peor enemigo de la lectura es verla como algo costoso, poco grato, como otro deber más que hay que cumplir. Por eso es tan importante darse cuenta de que leer es un excelente modo de descansar y de disfrutar, y que es una verdadera lástima que algunos nunca lleguen a hacer ese descubrimiento.

 

 

Cuidado del espíritu

Todos tenemos un conjunto de verdades y de valores que nos inspiran, unas creencias que dan sentido a nuestra vida; y la gran mayoría de las personas tienen, además, una fe que llena de luz su existencia. En todo caso, siempre hay un espíritu que cultivar, y cuya renovación y cuidado exige una dedicación de tiempo. No son simples ocupaciones —aunque las supongan—, sino sobre todo algo que ha de impregnar por completo nuestra vida.

Ese cuidado del espíritu requiere —para que no quede en algo vago y genérico— una dedicación periódica de tiempo lo más concreta posible. Un tiempo en el que trabajamos por renovarnos, por refrescarnos, por revisar nuestro compromiso con las verdades que nos inspiran (en el caso de la fe, además, una exigencia de trato personal con quien nos ha creado y a quien debemos todo). Un tiempo importante, ya que no puede olvidarse que las más grandes batallas de nuestra vida se libran cada día en el silencio del alma, y sólo si ganamos esas batallas, si resolvemos bien esos conflictos interiores, obtendremos esa paz y esa satisfacción interior que tanto necesitamos.

¿Es preciso entonces algún tipo de preparación psicológica para alcanzar la paz con uno mismo? Diría más bien que tendremos esa paz cuando nuestra vida esté en armonía con los principios y valores que la rigen, y cuando esos valores sean acertados. Tener tranquila la conciencia. La conciencia percibe la congruencia o incongruencia de nuestra conducta, y nos invita —si está bien formada— a elevarnos hacia la verdad moral, por la senda de la libertad y la sabiduría. Por eso la formación de la conciencia es tan decisiva para cualquier persona.

Formar bien la conciencia exige un deseo eficaz de hacerlo —leyendo, pensando, comentando con otras personas— y exige, sobre todo, esforzarse por vivir en armonía con ella. Porque así como el exceso de comida o la falta de ejercicio pueden estropear la buena forma de un atleta, el hecho de actuar en contra de la verdad moral llena de oscuridad nuestra sensibilidad interior y embota nuestra conciencia.

Hay mucha gente que no se preocupa por formarse porque no tiene mayores aspiraciones: se conforma con su nivel, y le parece que es suficiente para el tipo de problemas que se le plantean. Esas actitudes tan conformistas encierran serios peligros. No luchar por la propia superación equivale a entregarse en brazos de la pasividad, renunciar a muchas realidades a las que estamos llamados y, en consecuencia, arriesgarse a hipotecar seriamente la vida.

Hay que pensar, además, que algún día, quizá dentro de muchos años o quizá dentro de pocos, nos encontraremos con dificultades mayores que las actuales, o nos sentiremos angustiados ante decisiones, reveses o tentaciones verdaderamente duras. Pero la lucha real por superar esa situación futura está en buena parte aquí y ahora. Con nuestra vida de ahora estamos condicionando en buena parte si el día que lleguen esas dificultades extraordinarias, fracasaremos miserablemente o las superaremos. Es preciso prepararse mediante un proceso constante de mejora personal.

 

 

Capacidad de admiración

Como ha escrito Miguel Angel Martí en su ensayo titulado La admiración (Eunsa, 1997), todo hombre, por el mero hecho de serlo, se siente llamado a interpelarse y a interpelar la realidad que le rodea; y sin admiración, su vida se convierte en algo anodino, termina perdiendo sentido.

No es la vida quien enseña, lo que realmente enseña es la lectura que nosotros hagamos de ella. No es suficiente ver las cosas, es necesario mirarlas bien para descubrir ese algo de nuevo que siempre llevan consigo, y se necesita tener un alma joven y una sensibilidad bien cultivada para mantener el espíritu receptivo a esos guiños con que la realidad nos sorprende de continuo.

También es vital aprender a admirarnos de las personas. No se trata de confundir la admiración con la ingenuidad, ni de tener una visión bobalicona de la vida. Se trata de ver con buenos ojos a la gente. Si logramos fijarnos un poco más en los aspectos positivos de cada persona, tendremos oportunidad de admirarlos, y con ello, les haremos y nos haremos mucho bien.

¿Y qué obstáculos hemos de superar para admirar a una persona que conocemos? El primer obstáculo es el acostumbramiento, que incapacita —si uno no se resiste a él— para ver en la otra persona cualquier cosa que no sea lo ya sabido: se adivinan las contestaciones, se presupone determinada actitud, se dan por supuesto ciertos comportamientos, no se contempla la posibilidad de que el otro cambie y actúe de forma distinta a la prevista, no se da ninguna posibilidad de cambio. Otro obstáculo importante es la tendencia a infravalorar a las personas; o anteponer siempre sus hechos pasados a los presentes, y tener más en cuenta lo que era que lo que es; o fijarnos y recordar más los aspectos negativos que los positivos.

La rutina —sigo glosando a Miguel Angel Martí— es la gran arrasadora de nuestra vida. Sólo quien es joven de espíritu ganará la batalla al cansancio de la vida. El hombre ha de precaverse contra el desencanto, el acostumbramiento y la rutina, y en ese ejercicio se juega la ilusión por vivir. La vida en algunas ocasiones se nos manifiesta alegre y divertida, pero en otras muchas hemos de ser nosotros, con nuestros recursos interiores, quienes tenemos que dar un sentido positivo a lo que en un primer momento no lo tiene.

Quien es capaz de iniciar cada día con una visión nueva, consigue hacer realidad el milagro de sorprenderse ante cosas que le son muy familiares, pero no por eso dejan de manifestarse como recién estrenadas. Nuestra vida puede compararse a quien lee un pasaje de una novela en la que se describe una calle; el lector queda admirado por su belleza, pero al poco tiempo se da cuenta de que aquella calle, que tanto le ha gustado, es muy parecida a la suya, que hasta entonces le pasaba inadvertida.

Con demasiada facilidad se dan por supuestas las cosas, y tendría que ser al revés: no dejar nunca de preguntarse por nuestro mundo cotidiano. La vida debe estar atravesada por unos ojos que sepan descubrir en lo que ya es conocido una novedad ilusionadora.

Todas estas riqueza interiores no se improvisan, sino que su conquista se alcanza después de un largo trayecto lleno de dificultades, pero una vez conquistadas perfuman con su aroma toda la existencia humana.

La autoestima, tan olvidada por muchos y tan mal interpretada por otros, es otro aspecto importante para la admiración. Enorgullecerse no es el objetivo, claro está, de la autoestima. Pero ser agradecidos de la propia vida, eso sí. El que agradece, disfruta con la realidad agradecida. Quien sonríe a la vida, la vida termina sonriéndole. La felicidad no está en disfrutar de situaciones especiales, sino en la buena disposición de ánimo. Está en nuestro interior la clave de la felicidad. Esto es necesario repetirlo una y otra vez, porque obsesivamente tendemos a buscar la felicidad fuera de nosotros, y por muchos que sean los esfuerzos no la encontraremos, por el simple hecho de que no está ahí.

 

 

El peligro de la trivialidad

Las cosas son, con frecuencia, bastante más complejas de lo que a primera vista parecen. Es preciso tener en cuenta matices y detalles que, si no se valoran, muchas veces desfiguran la realidad. La trivialización es un peligro constante.

Y podría decirse, como ha escrito Messori, que la verdadera cultura consiste precisamente en adquirir el sentido de la complejidad de las cosas, en rehuir las simplificaciones, en respetar el misterio que hay detrás de toda apariencia.

Por eso, sin caer en un problematicismo patológico, hemos de procurar ser lo suficientemente lúcidos para profundizar en la realidad sin empobrecerla.

Para lograrlo, es importante —entre otras cosas— leer mucho y con acierto: es ése uno de los mejores modos de abrirse a lo que han expuesto con brillantez los más grandes pensadores, de poder entrar en las mejores cabezas del presente y del pasado.

Siempre está la excusa de la falta de tiempo, pero si uno sabe organizarse, siempre se puede quitar tiempo a otras cosas menos productivas. Y empezar quizá por un libro al mes, para procurar pasar luego a dos —no es tan difícil como parece—, o incluso a más.

Muchos no leen más porque no tienen mayores inquietudes. Por eso fomentar el deseo de saber es lo que puede introducirnos de una vez por todas en el mundo de la lectura, tan necesaria para no ir por la vida a tientas. Una lectura atenta y reflexiva, puesto que la sabiduría no surge ordinariamente por generación espontánea.

No todos los libros han de exigir una lectura analítica y reflexiva. Como decía Francis Bacon, hay libros para probar, libros para tragar, y otros, muy pocos, para masticar y digerir. Lo que sería una pena es reducirse sólo a los de evasión o entretenimiento.

Es verdad que también la lectura se puede convertir en una adicción, y es bien conocido que el exceso de información nubla la inteligencia y favorece la pedantería. Si la lectura es indiscriminada y acumulativa, existe ese peligro. Por eso decíamos antes que no se ha de buscar una simple erudición, sino comprender mejor el mundo, a los demás y a uno mismo.

Por último, cabe añadir que la escritura es otra actividad que contribuye a mejorar nuestra claridad mental. Escribir ayuda a tender puentes con algunas zonas menos exploradas de nuestra mente, destila y cristaliza el pensamiento, nos facilita expresarnos con más precisión, glosar nuestras ideas con un poco más de método y de contexto, razonar con más rigor y hacernos comprender mejor.