IV PARTE
La virginidad cristiana
«El célibe se cuida de las cosas del Señor,
de cómo agradar al Señor» (1Cor
7,32)
73. Virginidad o celibato como signo escatológico (10-III-82/16-III-82)
1. Comenzamos hoy a reflexionar sobre la
virginidad o celibato «por el reino de los cielos».
La cuestión de la llamada a una donación
exclusiva de sí a Dios en la virginidad y en el celibato, hunde profundamente
sus raíces en el terreno evangélico de la teología del cuerpo. Para poner de
relieve las dimensiones que le son propias, es necesario tener presentes las
palabras, con las que Cristo hizo referencia al «principio», y también
aquellas con las que El se remitió a la resurrección de los cuerpos. La
constatación: «Cuando resuciten de entre los muertos, ni se casarán ni serán
dadas en matrimonio» (Mc 12, 25) indica que hay una condición de vida,
sin matrimonio, en la que el hombre, varón y mujer, halla a un tiempo la
plenitud de la donación personal y de la intersubjetiva comunión de las
personas, gracias a la glorificación de todo su ser sicosomático en la unión
perenne con Dios. Cuando la llamada a la continencia «por el reino de los
cielos» encuentra eco en alma humana, en las condiciones de la temporalidad,
esto es, en las condiciones en que las personas de ordinario «toman mujer y
toman marido» (Lc 20, 34), no resulta difícil percibir allí una
sensibilidad especial del espíritu humano, que ya en las condiciones de la
temporalidad parece anticipar aquello de lo que el hombre será partícipe
en a resurrección futura.
2. Sin embargo, Cristo no habló de este
problema, de esta vocación particular, en el contexto inmediato de su
conversación con los saduceos (cf. Mt 22, 23-30; Mc 12, 18-25; Lc
20, 27-36), cuando se refirió a la resurrección de los cuerpos. En cambio, había
hablado de ella (ya antes) en el contexto de la conversación con los fariseos
sobre el matrimonio y sobre las bases de su indisolubilidad, casi como
prolongación de ese coloquio (cf. Mt 19, 3-9). Sus palabras conclusivas
se refieren al así llamado libelo de repudio, permitido por Moisés en algunos
casos. Dice Cristo: «Por la dureza de vuestro corazón os permitió Moisés
repudiar a vuestras mujeres, pero al principio no fue así. Y yo os digo que
quien repudia a su mujer (salvo caso de adulterio) y se casa con otra, adultera»
(Mt 19, 8-9). Entonces, los discípulos que -como se puede deducir del
contexto- estaban escuchando atentamente aquella conversación, y en particular
las últimas palabras pronunciadas por Jesús, le dijeron así: «Si tal es la
condición del hombre con la mujer, preferible es no casarse» (Mt 19,
10). Cristo les da la respuesta siguiente: «No todos entienden esto, sino
aquellos a quienes ha sido dado. Porque hay eunucos que nacieron así del
vientre de su madre, y hay eunucos que fueron hechos por los hombres, y hay
eunucos que a sí mismo se han hecho tales por amor al reino de los cielos.
El que pueda entender, que entienda» (Mt 19, 11-12).
3. Respecto a esta conversación referida por
Mateo, se nos puede plantear la pregunta: ¿Qué pensaban los discípulos,
cuando, después de haber oído la respuesta de Jesús había dado a los
fariseos sobre el matrimonio y su indisolubilidad, hicieron la observación: «Si
tal es la condición del hombre con la mujer, preferible es no casarse»? En
todo caso, Cristo creyó oportuna esa circunstancia para hablarles de la
continencia voluntaria por el reino de los cielos. Al decir esto, no toma posición
directamente respecto al enunciado de los discípulos, ni permanece en la línea
de su razonamiento (1). Por tanto, no responde: «conviene casarse» o «no
conviene casarse». La cuestión de la continencia por el reino de los cielos no
se contrapone al matrimonio, ni se basa sobre un juicio negativo con relación a
su importancia. Por lo demás, Cristo, al hablar precedentemente de la
indisolubilidad del matrimonio, se había referido al «principio», esto es, al
misterio de la creación, indicando así la primera y fundamental fuente de su
valor. En consecuencia, para responder a la pregunta de los discípulos, o
mejor, para esclarecer el problema planteado por ellos. Cristo recurre a otro
principio. Los que hacen en la vida esta opción «por el reino de los
cielos», no observan la continencia por el hecho de que «no conviene casarse»,
o sea, no por el motivo de un supuesto valor negativo del matrimonio, sino en
vista del valor particular que está vinculado con esta opción y que hay que
descubrir y aceptar personalmente como vocación propia. Y por esto, Cristo
dice: «El que pueda entender, que entienda» (Mt 19, 12). En cambio,
inmediatamente antes dice: «No todos entienden esto, sino aquellos a quienes ha
sido dado» (Mt 19, 11).
4. Como se ve, Cristo en su respuesta al
problema que le planteaban los discípulos, precisa claramente una regla para
comprender sus palabras. En la doctrina de la Iglesia está vigente la
convicción de que estas palabras no expresan un mandamiento que obliga a
todos, sino un consejo que se refiere sólo a algunas personas (2):
precisamente a las que están en condiciones «de entenderlo». Y están en
condiciones «de entenderlo» aquellos «a quienes ha sido dado». Las palabras
citadas indican claramente el momento de la oración personal y, a la vez, el
momento de la gracia particular, esto es, del don que el hombre recibe para
hacer tal opción. Se puede decir que la opción de la continencia por el reino
de los cielos es una orientación carismática hacia aquel estado escatológico,
en que los hombres «no tomarán mujer ni marido»; sin embargo, entre ese
estado del hombre en la resurrección de los cuerpos y la opción voluntaria de
la continencia por el reino de los cielos y como fruto de una en la vida terrena
y en el estado histórico del hombre caído y redimido, hay una diferencia
esencial. El «no casarse» escatológico será un «estado», es
decir, el modo propio y fundamental de la existencia de los seres humanos,
hombres y mujeres, en sus cuerpos glorificados. La continencia por el
reino de los cielos, como fruto de una opción carismática, es una
excepción respecto al otro estado, esto es, al estado del que el hombre desde
«el principio» vino a ser y es partícipe, durante toda la existencia terrena.
5. Es muy significativo que Cristo no vincula
directamente sus palabras sobre la continencia por el reino de los cielos con el
anuncio del «otro mundo», donde «no tomarán mujer ni marido» (Mc 12,
25). En cambio, sus palabras se encuentran -como ya hemos dicho- en la
prolongación del coloquio con los fariseos, en el que Jesús se remitió «al
principio», indicando la institución del matrimonio por parte del Creador y
recordando el carácter indisoluble que, en el designio de Dios, corresponde a
la unidad conyugal del hombre y de la mujer.
El consejo y, por lo tanto, la opción carismática
de la continencia por el reino de los cielos están unidos, en las palabras de
Cristo, con el reconocimiento máximo del orden «histórico» de la existencia
humana, relativo al alma y al cuerpo. Basándonos en el contexto inmediato de
las palabras sobre la continencia por el reino de los cielos en la vida terrena
del hombre, es preciso ver en la vocación a esta continencia un tipo de
excepción de lo que es más bien una regla común de esta vida. Esto es lo
que Cristo pone de relieve, sobre todo. Que luego, esta excepción incluya en sí
el anticipo de la vida escatológica, en la que no se da matrimonio, y propia
del «otro mundo» (esto es, del estadio final del «reino de los cielos»),
esto es algo de lo que Cristo no habla aquí directamente. De hecho, se trata,
no de la continencia en el reino de los cielos, sino de la continencia «por
el reino de los cielos». La idea de la virginidad o del celibato, como anticipo
y signo escatológico (3), se deriva de la asociación de las palabras
pronunciadas aquí con las que Jesús dijo en otra oportunidad, a saber, en la
conversación con los saduceos, cuando proclamó la futura resurrección de los
cuerpos.
Volveremos sobre este tema durante las próximas
reflexiones.
(1) Sobre los problemas más detallados de la
exégesis de este pasaje, cf., por ejemplo, L. Sabourin, II Evangelio di
Matteo. Teologia e esegesi, vol. II, Roma, 1977, Ediciones Paulinas, págs.
834-836;
The Positive Values of Consecrated Celibacy, en «The Way», Suplement
10, summer 1970, pág. 51; J. Blinzler, Eisin eunuchoi. Zur Auslegunng von Mt
19, 12, «Zeitschrift für die Neutestamentiliche Wissenschaft», 48, 1977,
pág. 268 ss.
(2) «La unidad de la Iglesia también se
fomenta de una manera especial con los múltiples consejos que el Señor propone
en el Evangelio para que los observen sus discípulos. Entre ellos destaca el
precioso don de la divina gracia, concedido a algunos por el Padre (cf. Mt
19, 11; 1Cor 7, 7), para que se consagren a sólo Dios con un corazón
que en la virginidad o en el celibato se mantien más fácilmente indiviso» (Lumen
gentium, 42).
(3) Cf., por ejemplo, Lumen gentium, 44;
Perfectæ caritatis, 12.
74. Virginidad o celibato «por el reino de los cielos» (17-III-82/21-III-82)
1. Continuamos la reflexión sobre la
virginidad o celibato por el reino de los cielos: tema importante incluso para
una completa teología del cuerpo.
En el contexto inmediato de las palabras sobre
la continencia por el reino de los cielos, Cristo hace un paralelo muy
significativo; y esto nos confirma aún mejor en la convicción de que El quiere
arraigar profundamente la vocación a esta continencia en la realidad de la vida
terrena, abriéndose así camino en la mentalidad de sus oyentes. Efectivamente,
enumera tres clases de eunucos.
Este término se refiere a los defectos físicos
que hacen imposible la procreación del matrimonio. Precisamente estos defectos
explican las dos primeras clases, cuando Jesús habla tanto de los defectos congénitos:
«eunucos que nacieron así del vientre de su madre» (Mt 19, 12), como
de los defectos adquiridos, causados por intervención humana: «hay eunucos que
fueron hechos por los hombres» (Mt 19, 12). En ambos casos se trata,
pues, de un estado de coacción, por lo tanto, no voluntario. Si Cristo,
en su paralelo, habla después de aquellos «que a sí mismos se han hecho tales
por amor al reino de los cielos» (Mt 19, 12), como de una tercera clase,
ciertamente hace esta distinción para poner de relieve aún más su
carácter voluntario y sobrenatural. Voluntario, porque los que pertenecen a
esta clase «se han hecho a sí mismos eunucos»; sobrenatural, en
cambio, porque lo han hecho «por el reino de los cielos».
2. La distinción es muy clara y muy fuerte.
No obstante, es fuerte y elocuente también el paralelo. Cristo habla a hombres
a quienes la tradición de la Antigua Alianza no había transmitido el ideal del
celibato o de la virginidad. El matrimonio era tan común, que sólo una
impotencia física podía ser una excepción para el mismo. La respuesta dada a
los discípulos en Mateo (19, 10-12) es a la vez una revolución, en cierto
sentido, de toda la tradición del Antiguo Testamento. Lo confirma un solo
ejemplo, tomado del Libro de los Jueces, al que nos referimos aquí no tanto por
motivo del desarrollo del hecho, cuanto por las palabras significativas que le
acompañan, «Déjame que... vaya... llorando mi virginidad» (Jue 11,
37), dice la hija de Jefté a su padre, después de haber sabido por él que
estaba destinada a la inmolación a causa de un voto hecho al Señor. (En el
texto bíblico encontramos la explicación de cómo se llegó a tanto). «Ve,
-leemos luego- y ella se fue por los montes con sus compañeras y lloró por dos
meses sus virginidad. Pasados los dos meses volvió a su casa y él cumplió en
ella el voto que había hecho. No había conocido varón» (Jue 11,
38-39).
3. En la tradición del Antiguo Testamento,
por lo que se deduce, no hay lugar para este significado del cuerpo, que ahora
Cristo, al hablar de la continencia por el reino de Dios, quiere presentar y
poner de relieve a los propios discípulos. Entre los personajes que conocemos
como guías espirituales del pueblo de la Antigua Alianza, no hay ni uno que
haya proclamado esta continencia con las palabras o con la conducta (1).
Entonces el matrimonio no era sólo un estado común, sino, además, en aquella
tradición había adquirido un significado consagrado por la promesa que el
Señor había hecho a Abraham: «He aquí mi pacto contigo: serás padre de
una muchedumbre de pueblos... Te acrecentaré muy mucho, y te daré pueblos, y
saldrán de ti reyes; yo establezco contigo, y con tu descendencia después de
ti por sus generaciones, mi pacto eterno de ser tu Dios y el de tu descendencia
después de ti» (Gén 17, 4. 6-7). Por esto, en la tradición del
Antiguo Testamento el matrimonio, como fuente de fecundidad y de procreación
con relación a la descendencia, era un estado religiosamente privilegiado:
y privilegiado por la misma revelación. En el fondo de esta tradición, según
la cual el Mesías debía ser «hijo de David» (Mt 20, 30), era difícil
entender la idea de la continencia. Todo hablaba en favor del matrimonio: no sólo
las razones de naturaleza humana, sino también las del reino de Dios (2).
4. Las palabras de Cristo señalan en este ámbito
un cambio decisivo. Cuando habla a sus discípulos, por primera vez, sobre la
continencia por el reino de los cielos, se da cuenta claramente de que ellos,
como hijos de la tradición de la Ley antigua, deben asociar el celibato y la
virginidad a la situación de los individuos, especialmente del sexo masculino,
que a causa de los defectos de naturaleza física no pueden casarse («los
eunucos»), y por esto, se refiere a ellos directamente. Esta referencia tiene
un fondo múltiple: tanto histórico como psicológico, tanto ético como
religioso. Con esta referencia Jesús toca -en cierto sentido- todos estos
fondos, como si quisiera hacer notar: Sé que todo lo que os voy a decir
ahora, suscitará gran dificultad en vuestra conciencia, en vuestro modo de
entender el significado del cuerpo; de hecho, os voy a hablar de la continencia,
y esto, sin duda, se asociará a vosotros al estado de deficiencia física,
tanto innata como adquirida por causa humana. Yo, en cambio, quiero deciros que
la continencia también puede ser voluntaria, y el hombre puede elegirla «por
el reino de los cielos».
5. Mateo en el cap. 19 no anota ninguna reacción
inmediata de los discípulos a estas palabras. Sólo la encontramos más tarde
en los escritos de los Apóstoles, sobre todo en Pablo (3). Esto confirma que
tales palabras se habían grabado en la conciencia de la primera generación de
los discípulos de Cristo, y fructificaron luego repetidamente y de múltiples
modos en las generaciones de sus confesores en la Iglesia (y quizá también
fuera de ella). Desde el punto de vista, pues, de la teología -esto es, de la
revelación del significado del cuerpo, totalmente nuevo respecto a la tradición
del Antiguo Testamento, estas son palabras de cambio. Su análisis
demuestra cuán precisas y sustanciales son, a pesar de su concisión. (Lo
constataremos todavía mejor cuando hagamos el análisis del texto paulino de la
primera Carta a los Corintios, capítulo 7. Cristo habla de la continencia «por»
el reino de los cielos. De este modo quiere subrayar que este estado, elegido
conscientemente por el hombre en la vida temporal, donde de ordinario los
hombres «toman mujer o marido», tiene una singular finalidad sobrenatural. La
continencia, aun cuando elegida conscientemente y decidida personalmente, pero
sin esa finalidad, no entra en el contenido de este enunciado de Cristo. Al
hablar de los que han elegido conscientemente el celibato o la virginidad por el
reino de los cielos (esto es, «se han hecho a sí mismos eunucos»), Cristo
pone de relieve -al menos de modo indirecto- que esta opción, en la vida
terrena, va unida a la renuncia y también a un determinado esfuerzo
espiritual.
6. La misma finalidad sobrenatural -«por
el reino de los cielos»- admite una serie de interpretaciones más
detalladas, que Cristo no enumera en este pasaje. Pero se puede afirmar que, a
través de la fórmula lapidaria de la que se sirve, indica indirectamente todo
lo que se ha dicho sobre ese tema en la Revelación, en la Biblia y en la
Tradición; todo lo que ha venido a ser riqueza espiritual de la experiencia de
la Iglesia, donde el celibato y la virginidad por el reino de los cielos ha
fructificado de muchos modos en las diversas generaciones de los discípulos y
seguidores del Señor.
(1) Es verdad que Jeremías debía observar el
celibato por orden expresa del Señor (cf. Jer 16, 1-2); pero esto fue un
«signo profético», que simbolizaba el futuro abandono y la destrucción del
país y del pueblo.
(2) Es verdad, como sabemos por las fuentes
extra bíblicas, que en el período intertestamentario el celibato se mantenía
en el ámbito del judaísmo por algunos miembros de la secta de los esenios (cf.
Flavio Josefo, Bell. Jud., II 8-2: 120-121; Filón Al. Hypothet.,
11, 14); por esto se realizaba al margen del judaísmo oficial y probablemente
no persistió más allá de comienzos del siglo II. En la comunidad de Qumran el
celibato no obligaba a todos, pero algunos miembros lo mantenían hasta la
muerte, poniendo en práctica sobre el terreno de la convivencia pacífica la
prescripción de Deuteronomio (23, 10-14) sobre la pureza ritual que obligaba
durante la guerra santa. Según las creencias de los qumranianos, esta guerra
duraba siempre «entre los hijos de la luz y los hijos de las tinieblas»; el
celibato, pues, para ellos fue la expresión de estar dispuestos a la batalla (cf.
1 Qm 7, 5-7).
(3) Cf. 1Cor 7, 25-40; cf. también Apoc
14, 4.
75. Continencia evangélica y fecundidad sobrenatural en el Espíritu Santo (24-III-82/28-III-82)
1. Continuamos nuestras reflexiones sobre el
celibato y la virginidad «por el reino de los cielos».
La continencia por el reino de los cielos se
relaciona ciertamente con la revelación del hecho de que en el reino de los
cielos «no se toma ni mujer ni marido» (Mt 22, 30). Se trata de un
signo carismático. El ser humano viviente, varón y mujer, que en la situación
terrena, donde de ordinario «tomas mujer y marido» (Lc 20, 34), elige
con libre voluntad la continencia «por el reino de los cielos», indica que en
ese reino, que es el «otro mundo» de la resurrección, «no tomarán mujer ni
marido» (Mc 12, 25), porque Dios será «todo en todos» (1Cor
15, 28). Este ser humano, varón y mujer, manifiesta, pues, la «virginidad»
escatológica del hombre resucitado, en el que se revelará, diría, el absoluto
y eterno significado esponsalicio del cuerpo glorificado en la unión con Dios
mismo, mediante una perfecta intersubjetividad, que unirá a todos los «partícipes
del otro mundo», hombres y mujeres, en el misterio de la comunión de los
santos. La continencia terrena «por el reino de los cielos» es, sin duda, un
signo que indica esta verdad y esta realidad. Es signo de que el cuerpo, cuyo
fin no es la muerte, tiende a la glorificación y, por esto mismo, es ya, diría,
entre los hombres un testimonio que anticipa la resurrección futura. Sin
embargo, este signo carismático del «otro mundo» expresa la fuerza y la dinámica
más auténtica del misterio de la «redención del cuerpo»: un misterio que ha
sido grabado por Cristo en la historia terrena del hombre y arraigado por El
profundamente en esta historia. Así, pues, la continencia «por el reino de los
cielos» lleva sobre todo la impronta de la semejanza con Cristo, que, en la
obra de la redención, hizo El mismo esta opción «por el reino de los cielos».
2. Más aún, toda la vida de Cristo, desde el
comienzo, fue una discreta, pero clara separación de lo que en el Antiguo
Testamento determinó tan profundamente el significado del cuerpo. Cristo -casi
contra las expectativas de toda la tradición veterotestamentaria- nació de María,
que en el momento de la Anunciación dice claramente de Sí misma: «¿Cómo
podrá ser esto, pues yo no conozco varón?» (Lc 1, 34), esto es,
profesa su virginidad. Y aunque El nazca de Ella como cada hombre, como un hijo
de su madre, aunque esta venida suya al mundo esté acompañada también por la
presencia de un hombre que es esposo de María y, ante la ley y los hombres, su
marido, sin embargo, la maternidad de María es virginal: y a esta maternidad
virginal de María corresponde el misterio virginal de José, que, siguiendo la
voz de lo alto, no duda en «recibir a María..., pues lo concebido en Ella es
obra del Espíritu Santo» (Mt 1, 20). Por lo tanto, aunque la concepción
virginal y el nacimiento en el mundo de Jesucristo estuviesen ocultos a los
hombres, aunque ante los ojos de sus coterráneos de Nazaret El fuese
considerado «hijo del carpintero» (Mt 13, 55) (ut putabatur filius
Joseph: Lc 3, 23), sin embargo, la misma realidad y verdad esencial de su
concepción y del nacimiento se aparta en sí misma de lo que en la tradición
del Antiguo Testamento estuvo exclusivamente en favor del matrimonio, y que
juzgaba a la continencia incomprensible y socialmente desfavorecida. Por esto,
¿cómo podía comprenderse «la continencia por el reino de los cielos», si el
Mesías mismo debía ser «descendiente de David», esto es, como se pensaba,
debía ser hijo de la estirpe real «según la carne»? Sólo María y José,
que vivieron el misterio de su concepción y de su nacimiento, se convirtieron
en los primeros testigos de una fecundidad diversa de la carnal, esto es, de la
fecundidad del Espíritu: «Lo concebido en Ella es obra del Espíritu Santo» (Mt
1, 20).
3. La historia del nacimiento de Jesús
ciertamente está en línea con la revelación de esa «continencia por el reino
de los cielos», de la que hablará Cristo, un día, a sus discípulos. Pero
este acontecimiento permanece oculto a los hombre de entonces, e incluso a los
discípulos. Solo se desvelará gradualmente ante los ojos de la Iglesia, basándose
en los testimonios y en los textos de los Evangelios de Mateo y Lucas. El
matrimonio de María con José (en el que la Iglesia honra a José como esposo
de María y a María como de él), encierra en sí, al mismo tiempo, el misterio
de la perfecta comunión de las personas, del hombre y de la mujer en el pacto
conyugal, y a la vez el misterio de esa singular «continencia por el reino de
los cielos»: continencia que servía, en la historia de la salvación, a la
perfecta «fecundidad del Espíritu Santo». Más aún, en cierto sentido, era
la absoluta plenitud de esa fecundidad espiritual, ya que precisamente en las
condiciones nazarenas del pacto de María y José en el matrimonio y en la
continencia «en el cuerpo»: precisamente la continencia «por el reino de los
cielos».
4. Esta imagen debía desvelarse gradualmente
ante la conciencia de la Iglesia en las generaciones siempre nuevas de los
confesores de Cristo, cuando -justamente con el Evangelio de la infancia- se
consolidaba en ellos la certeza acerca de la maternidad divina de la Virgen, la
cual había concebido por obra del Espíritu Santo. Aunque de modo sólo
indirecto -sin embargo, de modo esencial y fundamental- esta certeza debía ayudar
a comprender, por una parte, la santidad del matrimonio y, por otra, el
desinterés con miras al «reino de los cielos», del que Cristo había hablado
a sus discípulos. No obstante, cuando El le habló por primera vez (como
atestigua el Evangelista Mateo en el capítulo 19, 10-12), ese gran misterio de
su concepción y de su nacimiento, le era complentamente desconocido, les estaba
oculto, lo mismo que lo estaba a todos los oyentes e interlocutores de Jesús de
Nazaret. Cuando Cristo hablaba de los que «se han hecho eunucos a sí mismos
por amor del reino de los cielos» (Mt 19, 12), los discípulos sólo
eran capaces de entenderlo, basándose en su ejemplo personal. Una continencia
así debió grabarse en su conciencia como un rasgo particular de semejanza con
Cristo, que permaneció El mismo célibe «por el reino de los cielos». El
apartarse de la tradición de la Antigua Alianza, donde el matrimonio y la
fecundidad procreadora «en el cuerpo» habían sido una condición
religiosamente privilegiada, debía realizarse, sobre todo, basándose en el
ejemplo de Cristo mismo. Solo, poco a poco, pudo arraigarse la conciencia de que
por «el reino de los cielos» tiene un significado particular: esa fecundidad
espiritual y sobrenatural del hombre, que proviene del Espíritu Santo (Espíritu
de Dios), y a la cual, en sentido específico y en casos determinados, sirve
precisamente la continencia, y ésta es, en concreto, la continencia «por el
reino de los cielos».
Más o menos, todos estos elementos de la
conciencia evangélica (esto es, conciencia propia de la Nueva Alianza en
Cristo) referentes a la continencia, los encontramos en Pablo. Trataremos de
demostrarlo oportunamente.
Resumiendo, podemos decir que el tema
principal de la reflexión de hoy ha sido la relación entre la continencia «por
el reino de los cielos», proclamada por Cristo, y la fecundidad sobrenatural
del Espíritu Santo.
76. Iluminación mutua entre virginidad y matrimonio (31-III-82/4-IV-82)
1. Continuamos reflexionando sobre el tema del
celibato y de la virginidad por el reino de los cielos, basándonos en el texto
del Evangelio según Mateo (Mt 19, 10-20).
Al hablar de la continencia por el
reino de los cielos y al fundarla sobre el ejemplo de su propia vida, Cristo
deseaba, sin duda, que sus discípulos la entendiesen sobre todo con relación
al «reino», que El había venido a anunciar y para el que indicaba los caminos
justos. La continencia, de la que hablaba, es precisamente uno de estos caminos,
y como se deduce ya del contexto del Evangelio de Mateo, es un camino
particularmente válido y privilegiado. En efecto, la preferencia dada al
celibato y a la virginidad «por el reino» era una novedad
absoluta frente a la tradición de la Antigua Alianza, y tenía un
significado determinante, tanto para el ethos como para la teología del cuerpo.
2. Cristo, en su enunciado, pone de relieve
sobre todo su finalidad. Dice que el camino de la continencia, del que El mismo
da testimonio con la propia vida, no sólo existe y no sólo es posible, sino
que es particularmente válido e importante «por el reino de los cielos». Y así
debe ser, puesto que el mismo Cristo lo eligió para Sí. Y sí este camino es
tan válido e importante, a la continencia por el reino de los cielos debe
corresponder un valor particular. Como ya hemos insinuado anteriormente,
Cristo no afrontaba el problema al mismo nivel y en la misma línea de
razonamiento, en que lo planteaban los discípulos, cuando decían: «Si tal es
la condición... preferible es no casarse» (Mt 19, 10). Estas palabras
ocultaban en el fondo un cierto utilitarismo. En cambio, Cristo indica
indirectamente en su respuesta que, si el matrimonio, fiel a la institución
originaria del Creador (recordemos que el Maestro precisamente en este punto se
refería al «principio»), posee una plena congruencia y valor por el reino de
los cielos, valor fundamental, universal y ordinario; la continencia,
por su parte, posee un valor particular y «excepcional» por este
reino. Es obvio que se trata de la continencia elegida conscientemente por
motivos sobrenaturales.
3. Si Cristo en su enunciado pone de relieve,
ante todo, la finalidad sobrenatural de esa continencia, lo hace en sentido no sólo
objetivo, sino también explícitamente subjetivo, esto es, señala la
necesidad de una motivación tal que corresponda de modo adecuado y pleno a
la finalidad objetiva que se manifiesta en la expresión «por el reino de los
cielos», para realizar el fin de que se trata -esto es, para descubrir en la
continencia esa particular fecundidad espiritual que proviene del Espíritu
Santo- es necesario quererla y elegirla en virtud de una fe profunda, que no nos
muestra sólo el reino de Dios en su cumplimiento futuro, sino que nos permite y
hace posible de modo especial identificarnos con la verdad y la realidad de
ese reino, tal como lo revela Cristo en su mensaje evangélico y, sobre
todo, con el ejemplo personal de su vida y de su comportamiento. Por esto, se ha
dicho antes que la continencia «por el reino de los cielos» -en cuanto signo
indudable del «otro mundo»- lleva en sí, sobre todo, el dinamismo interior
del misterio de la redención del cuerpo (cf. Lc 20, 35), y en este
sentido posee también la característica de una semejanza particular con
Cristo. El que elige conscientemente de esta continencia, elige, en cierto modo,
una participación especial en el misterio de la redención (del
cuerpo): quiere completarla de modo particular, por así decirlo, en la
propia carne (cf. Col 1, 24), encontrando en esto también la impronta de
una semejanza con Cristo.
4. Todo esto se refiere a las motivaciones de
la opción (o sea, a su finalidad en sentido subjetivo): al elegir la
continencia por el reino de los cielos, el hombre «debe» dejarse guiar
precisamente por esta motivación. Cristo, en el caso considerado, no dice que
el hombre esté obligado a ello (en todo caso, no se trata ciertamente del deber
que brota de un mandamiento); sin embargo, no cabe duda de que sus concisas palabras
sobre la continencia «por el reino de los cielos» ponen fuertemente de
relieve precisamente su motivación. Y la ponen de relieve (es decir,
indican la finalidad de la que el sujeto es consciente), tanto en la primera
parte de todo el enunciado, como también de la segunda, indicando que aquí se
trata de una opción particular, esto es, propia de una vocación más bien
excepcional, no universal y ordinaria. Al comienzo, en la primera parte de su
enunciado. Cristo habla de un entendimiento («no todos entienden esto, sino
aquellos a quienes ha sido dado»: Mt 19, 11); y se trata no de un «entendimiento»
en abstracto, sino capaz de influir en la decisión, en la opción personal, en
la cual el «don», esto es, la gracia, debe hallar una resonancia adecuada en
la voluntad humana. Este «entendimiento» incluye, pues, la motivación.
Luego, la motivación influye en la elección de la continencia, aceptada después
de haber comprendido su significado «por el reino de los cielos». Cristo, en
la segunda parte de su enunciado, declara, pues, que el hombre «se hace»
eunuco cuando elige la continencia por el reino de los cielos y hace de ella la
situación fundamental, o sea, el estado de toda la propia vida terrena. En
una decisión tan consolidada subsiste la motivación sobrenatural, por la
que fue originada la decisión misma. Subsiste, diría renovándose
continuamente.
5. Ya nos hemos fijado anteriormente en el
significado particular de la última afirmación. Si Cristo, en el caso citado,
habla de «hacerse» eunuco, pone de relieve el peso específico de esta decisión,
que se explica por la motivación nacida de una fe profunda, pero al mismo
tiempo no oculta el gravamen que esta decisión y sus consecuencias
persistentes pueden traer al hombre, a las normales (y por otra parte nobles)
inclinaciones de su naturaleza.
La apelación «al principio» en el problema
del matrimonio nos ha permitido descubrir toda la belleza originaria de esa
vocación del hombre, varón y mujer: vocación que proviene de Dios y
corresponde a la constitución doble del hombre, así como a la llamada a la «comunión
de las personas». Al predicar la continencia por el reino de los cielos, Cristo
no sólo se pronuncia contra toda la tradición de la Antigua Alianza, según la
cual, el matrimonio y la procreación estaban, como hemos dicho, religiosamente
privilegiados, sino que se pronuncia también, de algún modo, en contraste con
ese «principio» al que El mismo apeló y quizá, también por esto, matiza las
propias palabras con esa particular «regla de entendimiento», a la que hemos
aludido antes. El análisis del «principio» (especialmente basándonos en el
texto yahvista) había demostrado, efectivamente, que, aunque sea posible
concebir al hombre como solitario frente a Dios, sin embargo. Dios mismo lo sacó
de esa «soledad» cuando dijo: «No es bueno que el hombre esté solo, voy a
hacerle una ayuda semejante a él» (Gén 2, 18).
6. Así, pues, la duplicidad varón-mujer
propia de la constitución misma de la humanidad y la unidad de los dos que se
basa en ella, permanecen «desde el principio», esto es, desde su misma
profundidad ontológica, obra de Dios. Y Cristo, al hablar de la continencia «por
el reino de lo cielos», tiene presente esta realidad. No sin razón habla de
ella (según Mateo) en el contexto más inmediato, en el que hace referencia
precisamente «al principio», es decir, al principio divino del matrimonio en
la constitución misma del hombre.
Sobre el fondo de las palabras de Cristo se
puede afirmar que no sólo el matrimonio nos ayuda a entender la continencia por
el reino de los cielos, sino también que la misma continencia arroja una luz
particular sobre el matrimonio visto en el misterio de la creación y de la
redención.
77. Superioridad de la virginidad por el reino de los cielos (7-IV-82/11-IV-82)
1. Con la mirada fija en Cristo redentor,
continuamos ahora nuestras reflexiones sobre el celibato y la virginidad «por
el reino de los cielos». Cristo acepta plenamente todo lo que desde el
principio fue hecho he instituido por el Creador. Consiguientemente, por una
parte, la continencia debe demostrar que el hombre, en su constitución más
profunda, no sólo es «doble», sino que (en esta duplicidad) esta «solo»
delante de Dios con Dios. Pero, por otra parte, lo que, en la llamada a la
continencia por el reino de los cielos, es una invitación a la soledad por
Dios, respeta, al mismo tiempo, tanto la «duplicidad de la humanidad»
(esto es, su masculinidad y feminidad), como también la dimensión de la
comunión de la existencia que es propia de la persona. El que, según
las palabras de Cristo, «comprende» de modo adecuado la llamada a la
continencia por el reino de los cielos, la sigue, y conserva así la verdad
integral de la propia humanidad, sin perder, al caminar, ninguno de los
elementos esenciales de la vocación de la persona creada «a imagen y semejanza
de Dios». Esto es importante para la idea misma, o mejor, para la idea de la
continencia, esto es, para su contenido objetivo, que aparece en la enseñanza
de Cristo como una novedad radical. Es igualmente importante para la realización
de ese ideal, es decir, para que la decisión concreta, tomada por el hombre, de
vivir en el celibato o en la virginidad por el reino de los cielos (el que «se
hace» eunuco, para usar las palabras de Cristo) sea plenamente auténtica en su
motivación.
2. Del contexto del Evangelio de Mateo (Mt
19, 10-12) se deduce de manera suficientemente clara que aquí no se trata de
disminuir el valor del matrimonio en beneficio de la continencia, ni siquiera de
ofuscar un valor con otro. En cambio, se trata de «salir» con plena conciencia
de lo que en el hombre, por voluntad del mismo Creador, lleva al matrimonio,
y de ir hacia la continencia, que se manifiesta ante el hombre concreto, varón
o mujer, como llamada y don de elocuencia especial y de especial significado «por
el reino de los cielos». Las palabras de Cristo (Mt 19, 11-12) parten de
todo el realismo de la situación del hombre y lo llevan con el mismo
realismo fuera, hacia la llamada en la que, aun permaneciendo, por su
naturaleza, ser «doble» (esto es, inclinado como hombre hacia su mujer, y como
mujer hacia el hombre), es capaz de descubrir en esta soledad suya, que no deja
de ser una dimensión personal de la duplicidad de cada uno, una nueva e incluso
aún más plena forma de comunión intersubjetiva con los otros. Esta
orientación de la llamada explica de modo explícito la expresión: «por el
reino de los cielos»: efectivamente, la realización de este reino debe
encontrarse en la línea del auténtico desarrollo de la imagen y semejanza de
Dios, en su significado trinitario, esto es, propio «de comunión». Al elegir
la continencia por el reino de los cielos, el hombre tiene conciencia de poder
realizarse de este modo a sí mismo «diversamente» y, en cierto sentido, «más»
que en el matrimonio, convirtiéndose en «don sincero para los demás» (Gaudium
et spes, 24).
3. Mediante las palabras referidas en Mateo
(19, 11-12). Cristo hace comprender claramente que el «ir» hacia la
continencia por el reino de los cielos está unido a una renuncia voluntaria al
matrimonio, esto es, al estado en el que el hombre y la mujer (según el
significado que el Creador dio «al principio» a su unidad) se convierten en
don recíproco a través de su masculinidad y feminidad, también mediante la
unión corporal. La continencia significa una renuncia consciente y
voluntaria a esta unión y a todo lo que esté unido a ella en la amplia
dimensión de la vida y de la convivencia humana. El hombre que renuncia al
matrimonio, renuncia también a la generación, como fundamento de la comunidad
familiar compuesta por los padres y los hijos. Las palabras de Cristo, a las que
nos referimos, indican sin duda, toda esa esfera de renuncia y que la comprende
no sólo respecto a las opiniones vigentes sobre este tema en la sociedad judía
de entonces. Comprende la importancia de esta renuncia también con relación
al bien que constituyen el matrimonio y la familia en sí mismos, en virtud
de la institución divina. Por esto, mediante el modo de pronunciar las
respectivas palabras, hace comprender que esa salida del círculo del bien, a la
que El mismo llama «por el reino de los cielos», está vinculada con cierto
sacrificio de sí mismos. Esa salida se convierte también en el comienzo de
renuncias sucesivas y de sacrificios voluntarios de sí, que son indispensables,
si la primera y fundamental opción ha de ser coherente a lo largo de toda la
vida terrena y sólo gracias a esta coherencia, la opción es interiormente
razonable y no contradictoria.
4. De este modo, en la llamada a la
continencia, tal como ha sido pronunciada por Cristo -concisamente y a la
vez con gran precisión- se delinean el perfil y al mismo tiempo el dinamismo
del misterio de la redención, como hemos dicho anteriormente. Es el mismo
perfil bajo el que Jesús, en el sermón de la montaña, pronunció las palabras
acerca de la necesidad de vigilar sobre la concupiscencia del cuerpo, sobre el
deseo que comienza por el «mirar» y se convierte ya, entonces en «adulterio
de corazón». Tras las palabras de Mateo, tanto en el capítulo 19 (vv. 11-12),
como en el capítulo 5 (vv. 27-28), se encuentra la misma antropología y el
mismo ethos. En la invitación a la continencia voluntaria por el reino de
los cielos, las perspectivas de este ethos se amplían: en el horizonte de las
palabras del sermón de la montaña se halla la antropología del hombre «histórico»:
en el horizonte de las palabras sobre la continencia voluntaria, permanece
esencialmente la misma antropología, pero iluminada por la perspectiva del «reino
de los cielos», o sea, iluminada también por la futura antropología de la
resurrección. No obstante, en los caminos de esta continencia voluntaria
durante la vida terrena, la antropología de la resurrección no sustituye a la
antropología del hombre «histórico». Y es precisamente este hombre, en todo
caso este hombre «histórico», en el que permanece a la vez la heredad de la
triple concupiscencia, la heredad del pecado y al mismo tiempo la heredad de la
redención, el que toma la decisión acerca de la continencia «por el reino de
los cielos»: debe realizar esta decisión, sometiendo el estado
pecaminoso de la propia humanidad a las fuerzas que brotan del misterio de la
redención del cuerpo. Debe hacerlo como todo otro hombre, que no tome esta
decisión y su camino sea el matrimonio. Sólo es diverso el género de
responsabilidad por el bien elegido, como es diverso el género miso del bien
elegido.
5. ¿Pon acaso de relieve Cristo, en su
enunciado, la superioridad de la continencia por el reino de los cielos sobre el
matrimonio? Ciertamente dice que ésta es una vocación «excepcional», no «ordinaria».
Además, afirma que es muy importante y necesaria para el reino de los cielos.
Si entendemos la superioridad sobre el matrimonio en este sentido, debemos
admitir que Cristo la señala implícitamente; sin embargo, no la expresa de
modo directo. Sólo Pablo dirá de los que eligen el matrimonio que hacen «bien»,
y, de todos los que están dispuestos a vivir la continencia voluntaria, dirá
que hacen «mejor» (cf. 1Cor 7, 38).
6. Esta es también la opinión de toda la
Tradición, tanto doctrinal, como pastoral. Esa «superioridad» de la
continencia sobre el matrimonio no significa nunca en la auténtica
Tradición de la Iglesia, una infravaloración del matrimonio o un menoscabo
de su valor esencial. Tampoco significa una inclinación, aunque sea implícita,
hacia las posiciones maniqueas, o a un apoyo a modos de valorar o de obrar que
se fundan en la concepción maniquea del cuerpo y del sexo, del matrimonio y de
la generación. La superioridad evangélica y auténticamente cristiana de la
virginidad, de la continencia, está dictada consiguientemente por el reino de
los cielos. En las palabras de Cristo referidas a Mateo (19, 11-12), encontramos
una sólida base para admitir solamente esta superioridad: en cambio, no
encontramos base alguna para cualquier desprecio del matrimonio, que podría
haber estado presente en el reconocimiento de esa superioridad.
Sobre este problema volveremos en nuestra próxima
reflexión.
78. Complementariedad entre virginidad y matrimonio (14-IV-82/18-IV-82)
1. Ahora continuamos las reflexiones de los
capítulos precedentes sobre las palabras acerca de la continencia «por el
reino de los cielos», que, según el Evangelio de Mateo (19, 10-12), Cristo
dirigió a sus discípulos.
Digamos una vez más que estas palabras, en
toda su concisión, son maravillosamente ricas y precisas; son ricas por un
conjunto de implicaciones, tanto de naturaleza doctrinal, como pastoral; pero,
al mismo tiempo, indican un justo límite en la materia. Así, pues, cualquier interpretación
maniquea queda decididamente fuera de ese límite, como también
queda fuera de él, según lo que Cristo dijo en el sermón de la montaña, el
deseo concupiscente «en el corazón» (cf. Mt 5, 27-28).
En las palabras de Cristo sobre la continencia
«por el reino de los cielos», no hay alusión alguna referente a la «inferioridad»
del matrimonio respecto al «cuerpo», o sea, respecto a la esencia del
matrimonio, que consiste en el hecho de que el hombre y la mujer se unen en él
de tal modo que se hacen una «sola carne» (cf. Gén 2, 24; «los dos
serán una sola carne»). Las palabras de Cristo referidas en Mateo 19, 11-12
(igual que las palabras de Pablo en la primera Carta a los Corintios, cap. 7) no
dan fundamento ni para sostener la «inferioridad» del matrimonio, ni la «superioridad»
de la virginidad o del celibato, en cuanto éstos, por su naturaleza, consisten
en abstenerse de la «unión conyugal» «en el cuerpo». Sobre este punto
resultan decididamente límpidas las palabras de Cristo. El propone a sus discípulos
el ideal de la continencia y la llamada a ella, no a causa de la inferioridad
o con perjuicio de la «unión» conyugal «en el
cuerpo», sino sólo por el «reino de los cielos».
2. A esta luz resulta particularmente útil
una aclaración más profunda de la expresión misma «por el reino de los
cielos»; y es lo que trataremos de hace a continuación, al menos de modo
sumario. Pero, por lo que respecta a la justa comprensión de la relación entre
le matrimonio y la continencia de la que habla Cristo, y de la comprensión de
esta relación como la ha entendido toda la tradición, merece la pena añadir
que esa «superioridad» e «inferioridad» están contenidas en los límites
de la misma complementaridad del matrimonio y de la continencia por el reino
de Dios. El matrimonio y la continencia ni se contraponen el uno a la otra, ni
dividen, de por sí, la comunidad humana (y cristiana) en dos campos (diríamos:
los «perfectos» a causa de la continencia, y los «imperfectos» o menos
perfectos a causa de la realidad de la vida conyugal). Pero estas dos
situaciones fundamentales, o bien, como solía decirse, estos dos «estados»,
en cierto sentido se explican y completan mutuamente, con relación a la
existencia y a la vida (cristiana) de esta comunidad, que en su conjunto y en
todos sus miembros se realiza en la dimensión del reino de Dios y tiene una
orientación escatológica, que es propia de ese reino. Ahora bien, respecto a
esta dimensión y a esta orientación -en la que debe participar por la fe toda
la comunidad, esto es, todos los que pertenecen a ella-, la continencia «por el
reino de los cielos» tiene una importancia particular y una particular
elocuencia para los que viven la vida conyugal. Por otra parte, es sabido que
estos últimos forman la mayoría.
3. Parece, pues, que una complementaridad
así entendida tiene su fundamento en las palabras de Cristo según Mateo 19,
11-12 (y también en la primera Carta a los Corintios, cap. 7). En cambio, no
hay base alguna para una supuesta contraposición, según la cual los célibes
(o las solteras), sólo a causa de la continencia constituirían la clase de los
«perfectos» y, por el contrario, las personas casadas formarías la clase de
los «no perfectos» (o de los «menos perfectos»). Si, de acuerdo con una
cierta tradición teológica, se habla del estado de perfección (status
perfectionis), se hace no a causa de la continencia misma, sino con relación
al conjunto de la vida fundada sobre los consejos evangélicos (pobreza,
castidad y obediencia), ya que esta vida corresponde a la llamada de Cristo a la
perfección («Si quieres ser perfecto...» Mt 19, 21). La perfección
de la vida cristiana se mide, por lo demás, con el metro de la caridad.
De donde se sigue que una persona que no viva en el «estado de perfección»
(esto es, en una institución que establezcan su plan de vida sobre los votos de
pobreza, castidad y obediencia), o sea, que no viva en un instituto religioso,
sino en el «mundo», puede alcanzar de hecho un grado superior de
perfección -cuya medida es la caridad- respecto a la persona que viva en el «estado
de perfección» con un grado menor de caridad. Sin embargo, los consejos evangélicos
ayudan indudablemente a conseguir una caridad más plena. Por tanto, el que la
alcanza, aun cuando no viva en un «estado de perfección» institucionalizado,
llega a esa perfección que brota de la caridad, mediante la fidelidad al espíritu
de esos consejos. Esta perfección es posible y accesible a cada uno de los
hombres, tanto en un «instituto religioso» como en el «mundo».
4. Parece, pues, que a las palabras de Cristo,
referidas por Mateo (19, 11-12) corresponde adecuadamente la complementaridad
del matrimonio y de la conciencia «por el reino de los cielos» en su
significado y en su múltiple alcance. En la vida de una comunidad auténticamente
cristiana, las actitudes y los valores propios de uno a otro estado - esto es,
de una u otra opción esencial y consciente como vocación para toda la vida
terrena y en la perspectiva de la «Iglesia celeste»-, se completan y, en
cierto sentido, se compenetran mutuamente. El perfecto amor conyugal debe
estar marcado por esa fidelidad y esa donación al único Esposo (y también por
la fidelidad y donación del Esposo a la única Esposa) sobre las cuales se
fundan la profesión religiosa y el celibato sacerdotal. En definitiva, la
naturaleza de uno y otro amor es «esponsalicia», es decir, expresada a través
del don total de sí. Uno y otro amor tienden a expresar el significado
esponsalicio del cuerpo, que «desde el principio» está grabado en la misma
estructura personal del hombre y de la mujer.
Reanudaremos más adelante este tema.
5. Por otra parte, el amor esponsalicio que
encuentra su expresión en la continencia «por el reino de los cielos», debe
llevar en su desarrollo normal a «la paternidad» o «maternidad» en sentido
espiritual (o sea, precisamente a esa «fecundidad del Espíritu Santo», de la
que ya hemos hablado), de manera análoga al amor conyugal que madura en la
paternidad y maternidad física y en ellas se confirma precisamente como
amor esponsalicio. Por su parte, incluso la generación física sólo responde
plenamente a su significado si se completa con la paternidad y maternidad en
el espíritu, cuya expresión y cuyo fruto es toda la obra educadora de los
padres respecto a los hijos, nacidos de su unión conyugal corpórea.
Como se ve, son numerosos los aspectos y las
esferas de la complementariedad entre la vocación, en sentido evangélico, de
los que «toman mujer y marido» (Lc 20, 34) y de los que consciente y
voluntariamente eligen la continencia «por el reino de los cielos» (Mt
19, 12).
San Pablo, en su primera Carta a los Corintios
(que analizaremos en nuestras posteriores consideraciones), escribirá sobre
este tema: «Cada uno tiene de Dios su propia gracia; éste, una; aquél, otra»
(1Cor 7, 7).
79. El celibato es una renuncia hecha por amor (21-IV-82/25-IV-82)
1. Continuamos las reflexiones sobre las
palabras de Cristo, referentes a la continencia «por el reino de los cielos».
No es posible entender plenamente el
significado y el carácter de la continencia, si en la última frase del
enunciado de Cristo, «por el reino de los cielos» (Mt 19, 12), no se
aprecia su contenido adecuado, concreto y objetivo. Hemos dicho anteriormente
que esta frase expresa el motivo, o sea, pone de relieve, en cierto sentido, la
finalidad subjetiva de la llamada de Cristo a la continencia. Sin embargo, la
expresión en sí misma tiene carácter objetivo, indica, de hecho, una realidad
objetiva, en virtud de la cual, cada una de las personas, hombre y mujeres,
pueden «hacerse» eunucos (como dice Cristo). La realidad del «reino»
en el enunciado de Cristo según Mateo (19, 11-12) se define de modo
preciso y a la vez general, es decir, de forma tal que pueda abarcar todas
las determinaciones y los significados particulares que le son propios.
2. El «reino de los cielos», significa el «reino
de Dios», que Cristo predicaba en su realización final, es decir, escatológica.
Cristo predicaba este reino en su realización o instauración temporal
y, al mismo tiempo, lo pronosticaba en su cumplimiento escatológico. La
instauración temporal del reino de Dios es, a la vez, su inauguración y su
preparación para el cumplimiento definitivo. Cristo llama a este reino y, en
cierto sentido, invita a todos a él (cf. la parábola del banquete de bodas: Mt
22, 1-14). Si llama a algunos a la continencia «por el reino de los cielos»,
se deduce del contenido de esa expresión, que los llama a participar de modo
singular en la instauración del reino de Dios sobre la tierra, gracias a la
cual se comienza y se prepara la fase definitiva del «reino de los cielos».
3. En este sentido hemos dicho que esa llamada
está marcada con el signo particular de dinamismo propio del misterio de la
redención del cuerpo. Así, pues, en la continencia por el reino de los cielos
se pone de relieve, como ya hemos mencionado, la negación de sí mismo, tomar
la propia cruz de cada día y seguir a Cristo (cf. Lc 9, 23), que puede
llegar hasta implicar la renuncia del matrimonio y aun familia propia. Todo esto
se deriva del convencimiento de que, así, es posible contribuir mucho más a la
legalización del reino de Dios en su dimensión terrena con la perspectiva del
cumplimiento escatológico. Cristo en su enunciado según Mateo (19, 11-12)
dice, de manera general, que la renuncia voluntaria al matrimonio tiene esa
finalidad, pero no especifica esta afirmación. En su primer enunciado sobre
este tema no precisa aún para qué tareas concretas es necesaria, o
bien, indispensable, esta continencia voluntaria, en orden a realizar el reino
de Dios en la tierra y preparar su futuro cumplimiento. A este propósito
podremos ver algo más en Pablo de Tarso (1Cor) y lo demás será
completado por la vida de la Iglesia en su desarrollo histórico, llevado
adelante según la corriente de la auténtica Tradición.
4. En el enunciado de Cristo sobre la
continencia «por el reino de los cielos» no hallamos indicio alguno más
detallado de cómo entender ese mismo «reino» -tanto por lo que
respecta a su realización terrena, como por lo que se refiere a su definitivo
cumplimiento- en su específica y «excepcional» relación con los que
por él «se hacen» voluntariamente «eunucos».
Tampoco se dice mediante qué aspecto
particular de la realidad que constituye el reino, se le asocian aquellos que se
han hecho libremente «eunucos». Efectivamente, es sabido que el reino de los
cielos es para todos: también están relacionados con él en la tierra (y en el
cielo) los que «toman mujer y marido». Es para todos la «viña del Señor»,
en la cual aquí, en la tierra, deben trabajar; y es, después, la «casa del
Padre», donde deben encontrarse en la eternidad. ¿Qué es pues, ese reino para
aquellos que, con miras a él, eligen la continencia voluntaria?
5. Por ahora, no encontramos respuesta alguna
a estas preguntas en el enunciado de Cristo, referido a Mateo (19, 11-12).
Parece que esto corresponde al carácter de todo el enunciado. Cristo responde a
sus discípulos sin ponerse en la línea de sus pensamientos y sus valoraciones,
en las que se oculta, al menos indirectamente, una actitud utilitarista con
relación al matrimonio («Si tal es la condición... es preferible no casarse»:
Mt 19, 10). El Maestro se separa explícitamente de este planteamiento
del problema, y por eso, al hablar de la continencia «por el reino de los
cielos», no indica por qué vale la pena, de esta manera, renunciar al
matrimonio, a fin de que ese «es preferible» no suene en los oídos de los
discípulos con algún acentro utilitarista. Sólo dice que esta continencia, a
veces, es requerida, si no indispensable, por el reino de Dios. Y con esto
indica que constituye, en el reino que Cristo predica y al que llama, un
valor particular en sí misma. Los que la eligen voluntariamente deben
elegirla mirando a ese valor, y no como consecuencia de cualquier otro cálculo.
6. Este tono esencial de la respuesta de
Cristo, que se refiere directamente a la misma continencia «por el reino de los
cielos», puede referirse, de modo indirecto, también al problema precedente
del matrimonio (cf. Mt 19, 3-11), según la intención fundamental de
Cristo, la respuesta sería la siguiente: si alguno elige el matrimonio, debe
elegirlo tal como fue instituido por el Creador «desde el principio», debe
buscar en él los valores que corresponden al designio de Dios, en cambio, si
alguno decide seguir la continencia por el reino de los cielos, debe buscar en
ella los valores propios de esta vocación. En otros términos: debe actuar
conforme a la vocación elegida.
7. El «reino de los cielos» es ciertamente
el cumplimiento definitivo de las aspiraciones de todos los hombres, a quienes
Cristo dirige su mensaje: es la plenitud del bien, que el corazón humano desea
por encima de todo lo que puede ser su herencia en la vida terrena, es la máxima
plenitud de la gratificación de Dios al hombre. En la conversación con los
saduceos (cf. Mt 22, 24-30; Mc 12, 18-27; Lc 20, 27-40),
que hemos analizado anteriormente, encontramos algunos detalles sobre ese «reino»,
o sea, sobre el «otro mundo». Hay muchos más en todo el Nuevo Testamento. Sin
embargo, parece que para esclarecer qué es el reino de los cielos para los que,
a causa de él, eligen la continencia voluntaria, tiene un significado especial la
revelación de la relación esponsalicia de Cristo con la Iglesia: entre
otros textos, pues, es decisivo el de la Carta a los Efesios, 5, 25 ss., sobre
el cual nos convendrá fundarnos especialmente cuando consideremos el problema
de la sacramentalidad del matrimonio.
Ese texto es igualmente válido, tanto para la
teología del matrimonio, como para la teología de la continencia «por el
reino», es decir, la teología de la virginidad o del celibato. Parece que
precisamente en ese texto encontramos como concretado lo que Cristo había dicho
a sus discípulos, al invitar a la continencia voluntaria «por el reino de los
cielos».
8. En este análisis se ha subrayado ya
suficientemente que las palabras de Cristo -en medio de su gran concisión- son
fundamentales, están llenas de contenido esencial y caracterizadas además por
cierta severidad. No cabe duda de que Cristo pronuncia su llamada a la
continencia en la perspectiva del «otro mundo», pero en esta llamada pone el
acento sobre todo aquello en que se manifiesta el realismo temporal de la decisión
a esta continencia, decisión vinculada con la voluntad de participar en la obra
redentora de Cristo.
Así, pues, a la luz de las respectivas
palabras de Cristo, referidas por Mateo (19, 11-12), emergen, sobre todo, la
profundidad y la seriedad de la decisión de vivir la continencia «por el reino»,
y encuentra expresión el momento de la renuncia que implica esta decisión.
Indudablemente, a través de todo esto, a través
de la seriedad y profundidad de la decisión, a través de la severidad y
responsabilidad que comporta, se transparenta y se trasluce el amor: el amor
como disponibilidad del don exclusivo de sí por el «reino de Dios».
Sin embargo, en las palabras de Cristo este amor parece estar velado por lo que,
en cambio, se pone en primer plano. Cristo no oculta a sus discípulos el hecho
de que la elección de la continencia «por el reino de los cielos» es -vista
en categorías de temporalidad- una renuncia. Ese modo de hablar a los discípulos,
que formula claramente la verdad de su enseñanza y de las exigencias que esta
enseñanza contiene, es significativo para todo el Evangelio; y es precisamente
eso lo que le confiere, entre otras cosas, una marca y una fuerza tan
convincentes.
9. Es propio del corazón humano aceptar
exigencias, incluso difíciles, en nombre del amor por un ideal y sobre todo en
nombre del amor hacia la persona (efectivamente, el amor está orientado por
esencia hacia la persona). Y por esto, en la llamada a la continencia «por el
reino de los cielos», primero los mismos discípulos y, luego, toda la Tradición
viva de la Iglesia descubrirán enseguida el amor que se refiere a Cristo
mismo como Esposo de la Iglesia, Esposo de las almas, a las que El se ha
entregado hasta el fin en el misterio de su Pascua y de la Eucaristía.
De este modo la continencia «por el reino de
los cielos», la opción de la virginidad o del celibato para toda la vida, ha
venido a ser en la experiencia de los discípulos y de los seguidores de Cristo
el acto de una respuesta particular del amor del Esposo Divino, y, por
esto, ha adquirido el significado de un acto de amor esponsalicio: esto
es, de una donación esponsalicia de sí, para corresponder de modo especial al
amor esponsalicio del Redentor; una donación de sí entendida como renuncia,
pero hecha, sobre todo, por amor.
80. El celibato por el reino y la significación esponsal del cuerpo (28-IV-82/2-V-82)
1. «Hay eunucos que a sí mismos se han hecho
tales por amor del reino de los cielos»; así se expresa Cristo según el
Evangelio de Mateo (Mt 19, 12).
Es propio del corazón humano aceptar
exigencias, incluso difíciles, en nombre del amor por un ideal y, sobre todo, en
nombre del amor hacia una persona (en efecto, el amor, por esencia, está
orientado hacia la persona). Y por esto, en la llamada a la continencia «por el
reino de los cielos», primero los mismos discípulos y luego toda la Tradición
viva descubrirán muy pronto el amor que se refiere a Cristo mismo como
Esposo de la Iglesia y Esposo de las almas, a las que El se ha entregado a Sí
mismo hasta el fin, en el misterio de su Pasión y en la Eucaristía. De este
modo, la continencia «por el reino de los cielos», la opción por la
virginidad o por el celibato para toda la vida, ha venido a ser en la
experiencia de los discípulos y de los seguidores de Cristo, un acto de respuesta
especial al amor del Esposo divino y, por esto, ha adquirido el
significado de un acto de amor esponsalicio, es decir, de una donación
esponsalicia de sí, a fin de corresponder de modo especial al amor esponsalicio
del Redentor; una donación de sí, entendida como renuncia, pero hecha
sobre todo por amor.
2. Hemos sacado así toda la riqueza del
contenido de que está cargado el enunciado, ciertamente conciso, pero a la vez
tan profundo, de Cristo sobre la continencia «por el reino de los cielos»;
pero ahora conviene prestar atención al significado que tienen estas palabras
para la teología del cuerpo, lo mismo que hemos tratado de presentar y
reconstruir sus fundamentos bíblicos «desde el principio». Precisamente el análisis
de ese «principio bíblico», al que se refirió Cristo en la conversación con
los fariseos sobre el tema del matrimonio, de su unidad e indisolubilidad (cf. Mt
19, 3-9) -poco antes de dirigir a sus discípulos las palabras sobre la
continencia «por el reino de los cielos» (ib. 19, 10-12)-, nos permite
recordar la profunda verdad sobre el significado esponsalicio del cuerpo
humano en su masculinidad y feminidad, como la hemos deducido, a su debido
tiempo, del análisis de los primeros capítulos del Génesis (y en
particular del capítulo 2, 23-25). Así precisamente era necesario formular y
precisar lo que encontramos en los antiguos textos.
3. La mentalidad contemporánea está
habituada a pensar y hablar, sobre todo, del instinto sexual, transfiriendo al
terreno de la realidad humana lo que es propio del mundo de los seres vivientes,
los animalia. Ahora bien, una reflexión profunda sobre el conciso texto
del capítulo primero y segundo del Génesis nos permite establecer, con certeza
y convicción, que desde «el principio» se delinea en la Biblia un límite muy
claro y unívoco entre el mundo de los animales (animalia) y el hombre
creado a imagen y semejanza de Dios. En ese texto, aun cuando relativamente muy
breve, hay, sin embargo, suficiente espacio para demostrar que el hombre tiene
una conciencia clara de lo que le distingue de modo esencial de todos los seres
vivientes (animalia).
4. Por lo tanto, la aplicación al hombre de
esta categoría, sustancialmente naturalística, que se encierra
en el concepto y en la expresión de «instinto sexual», no es del
todo apropiada y adecuada. Es obvio que esta aplicación puede tener lugar,
basándose en cierta analogía; efectivamente, la particularidad del hombre en
relación con todo el mundo de los seres vivientes (animalia) no es tal,
que el hombre, entendido desde el punto de vista de la especie, no pueda ser
calificado fundamentalmente también como animal, pero animal racional.
Por ello, a pesar de esta analogía, la aplicación del concepto de «instinto
sexual» al hombre -dada la dualidad en la que existe como varón o mujer-
limita, sin embargo, grandemente y, en cierto sentido «empequeñece» lo que es
la misma masculinidad-feminidad en la dimensión personal de la subjetividad
humana. Limita y «empequeñece» también aquello, en virtud de lo cual, los
dos, el hombre y la mujer, se unen de manera que llegan a ser una sola carne (cf.
Gén 2, 24). Para expresar esto de modo apropiado y adecuado, hay que
servirse también de un análisis diverso de ese naturalístico. Y
precisamente el estudio del «principio» bíblico nos obliga a hacer esto de
manera convincente. La verdad sobre el significado esponsalicio del cuerpo
humano en su masculinidad y feminidad, deducida de los primeros capítulos del Génesis
(y en particular del capítulo 2, 23-25), o sea, el descubrimiento a la vez
del significado esponsalicio del cuerpo en la estructura personal de la
subjetividad del hombre y de la mujer, parece ser en este ámbito un
concepto-clave y, al mismo tiempo, el único apropiado y adecuado.
5. Ahora bien, precisamente en relación con
este concepto, con esta verdad sobre el significado esponsalicio del cuerpo
humano, hay que leer de nuevo y entender las palabras de Cristo acerca de la
continencia «por el reino de los cielos», pronunciadas en el contexto
inmediato de esa referencia al «principio», sobre el cual Cristo ha fundado su
doctrina acerca de la unidad e indisolubilidad del matrimonio. En la base de la
llamada de Cristo a la continencia está no sólo el «instinto sexual», como
categoría de una necesidad, diría, naturalística, sino también la
conciencia de la libertad del don, que está orgánicamente vinculada con la
profunda y madura conciencia del significado esponsalicio del cuerpo, en
la estructura total de la subjetividad personal del hombre y de la mujer. Sólo
en relación a este significado de la masculinidad y feminidad de la persona
humana, encuentra plena garantía y motivación la llamada a la continencia
voluntaria «por el reino de los cielos». Sólo y exclusivamente en esta
perspectiva dice Cristo: «El que pueda entender, que entienda» (Mt 19,
12): con esto indica que tal continencia -aunque, en todo caso, sea sobre todo
un «don»-, también puede ser «entendida», esto es, sacada y deducida del
concepto que el hombre tiene del propio «yo» sicosomático en su totalidad, y
en particular de la masculinidad y feminidad de este «yo» en la relación recíproca,
que está inscrita como «por naturaleza» en toda subjetividad humana.
6. Como recordamos por los análisis
precedentes, desarrollados sobre la base del libro del Génesis (Gén 2,
23-25), esa relación recíproca de la masculinidad y feminidad, ese recíproco
«para» del hombre y de la mujer, sólo puede ser entendido de modo
apropiado y adecuado en el conjunto dinámico del sujeto personal. ¡Las
palabras de Cristo en Mateo (19, 11-12) muestran después que ese «para»,
presente «desde el principio» en la base del matrimonio, puede estar también
en base de la continencia «por» el reino de los cielos! Apoyándose en la
misma disposición del sujeto personal gracias a la cual el hombre se vuelve a
encontrar plenamente a sí mismo a través de un don sincero de sí (cf. Gaudium
et spes, 24), el hombre (varón o mujer) es capaz de elegir la donación
personal de sí mismo, hecha a otra persona en el pacto conyugal, donde se
convierten en «una sola carne», y también es capaz de renunciar libremente
a esta donación de sí a otra persona, de manera que, al elegir la
continencia «por el reino de los cielos», pueda donarse a sí mismo totalmente
a Cristo. Basándose en la misma disposición del sujeto personal y basándose
en el mismo significado esponsalicio de ser, en cuanto cuerpo, varón o mujer,
puede plasmarse el amor que compromete al hombre, en el matrimonio, para toda la
vida (cf. Mt 19, 3-10), pero puede plasmarse también el amor que
compromete al hombre para toda la vida en la continencia «por el reino de los
cielos» (cf. Mt 19, 11-12). Cristo habla precisamente de esto en el
conjunto de su enunciado, dirigiéndose a los fariseos (cf. Mt 19, 3-10)
y luego a los discípulos (cf. Mt 19, 11-12).
7. Es evidente que la opción del matrimonio,
tal como fue instituido por el Creador «desde el principio», supone la toma de
conciencia y la aceptación interior del significado esponsalicio del cuerpo,
vinculado con la masculinidad y feminidad de la persona humana. En efecto, esto
es lo que se expresa de modo lapidario en los versículos del libro del Génesis.
Al escuchar las palabras de Cristo, dirigidas a los discípulos, sobre la
continencia «por el reino de los cielos» (cf. Mt 19, 11-12), no podemos
pensar que el segundo género de opción puede hacerse de modo consciente y
libre sin una referencia a la propia masculinidad o feminidad y al significado
esponsalicio, que el propio del hombre precisamente en la masculinidad o
feminidad de su ser sujeto personal. Más aún, a la luz de las palabras de
Cristo, debemos admitir que ese segundo género de opción, es decir,
la continencia por le reino de Dios, se realiza también en relación con la
masculinidad o feminidad propia de la persona que hace tal opción: se realiza basándose
en la plena conciencia de ese significado esponsalicio, que contienen
en sí la masculinidad y la feminidad. Si esta opción se realizase por vía de
algún artificioso «prescindir» de esta riqueza real de todo sujeto humano, no
respondería de modo apropiado y adecuado al contenido de las palabras de Cristo
en Mateo 19, 11-12.
Cristo exige aquí explícitamente una
comprensión plena, cuando dice: «El que pueda entender, que entienda» (Mt
19, 12).
81. El celibato, don de Dios (5-V-82/9-V-82)
1. Al responder a las preguntas de los
fariseos sobre el matrimonio y su indisolubilidad, Cristo se refirió al «principio»,
es decir a su institución originaria por parte del Creador. Puesto que sus
interlocutores se remitieron a la ley de Moisés, que preveía la posibilidad
del llamado «libero de repudio», El contestó: «Por la dureza de vuestro
corazón os permitió Moisés repudiar a vuestras mujeres, pero al principio no
fue así» (Mt 19, 8).
Después de la conversación con los fariseos,
los discípulos de Cristo se dirigieron a El con las siguientes palabras: «Si
tal es la condición del hombre con la mujer, preferible es no casarse. El les
contestó: No todos entienden esto, sino aquellos a quienes ha sido dado. Porque
hay eunucos que nacieron así del vientre de su madre, y hay eunucos que fueron
hechos por los hombres, y hay eunucos que a sí mismo se han hecho tales por
amor del reino de los cielos. El que pueda entender, que entienda» (Mt
19, 10-12).
2. Las palabras de Cristo aluden, sin duda, a
una consciente y voluntaria renuncia al matrimonio. Esta renuncia sólo es
posible si supone una conciencia auténtica del valor que constituye la
disposición nupcial de la masculinidad y feminidad del matrimonio. Para que el
hombre pueda ser plenamente consciente de lo que elige (la continencia
por el reino), debe ser también plenamente consciente de aquello a lo que
renuncia (aquí se trata precisamente de la conciencia del valor en sentido
«ideal»; no obstante, esta conciencia es totalmente «realística»). Cristo,
de este modo, exige ciertamente una opción madura. Lo comprueba, sin duda
alguna, la forma en que se expresa la llamada a la continencia por el reino de
los cielos.
3. Pero no basta una renuncia plenamente
consciente a dicho valor. A la luz de las palabras de Cristo, como también a la
luz de toda la auténtica tradición cristiana, es posible deducir que esta renuncia
es a la vez una particular forma de afirmación de ese valor en virtud del
cual la persona no casada se abstiene coherentemente, siguiendo el consejo evangélico.
Esto puede parecer una paradoja. Sin embargo, es sabido que la paradoja acompaña
a numerosos enunciados del Evangelio, y frecuentemente a los más elocuentes y
profundos. Al aceptar este significado de la llamada a la continencia «por el
reino de los cielos», sacamos una conclusión correcta, sosteniendo que la
realización de esta llamada sirve también -y de modo particular- para la
confirmación del significado nupcial del cuerpo humano en su masculinidad y
feminidad. La renuncia al matrimonio por el reino de Dios pone de relieve,
al mismo tiempo, ese significado en toda su verdad interior y en toda su belleza
personal. Se puede decir que esta renuncia, por parte de cada una de las
personas, hombres y mujeres, es, en cierto sentido, indispensable, a fin de que
el mismo significado nupcial del cuerpo sea más fácilmente reconocido en todo
el ethos de la vida humana y sobre todo el ethos de la vida conyugal y familiar.
4. Así, pues, aunque la continencia «por el
reino de los cielos» (la virginidad, el celibato) oriente la vida de las
personas que la eligen libremente al margen del camino común de la vida
conyugal y familiar, sin embargo, no queda sin significado para esta
vida: por su estilo, su valor y su autenticidad evangélica. No
olvidemos que la única clave para comprender la sacramentalidad del matrimonio
es el amor nupcial de Cristo hacia la Iglesia (cfr. Ef 5, 22-23): de
Cristo, Hijo de la Virgen, el cual era El mismo virgen, eso es «eunuco por el
reino de los cielos», en el sentido más perfecto del término. Nos convendrá
volver sobre este tema más tarde.
5. Al final de estas reflexiones queda todavía
un problema concreto: ¿De qué modo en el hombre, a quien «le ha sido dada»
la llamada a la continencia por el reino, se forma esta llamada basándose e la
conciencia del significado nupcial del cuerpo en su masculinidad y feminidad, y
más aún, como fruto de esta conciencia? ¿De qué modo se forma o, mejor,
se «transforma»? Esta pregunta es igualmente importante, tanto
desde el punto de vista de la teología del cuerpo, como desde el punto de vista
del desarrollo de la personalidad humana, que es de carácter personalístico y
carismático a la vez. Si quisiéramos responder a esta pregunta de modo
exhaustivo -en la dimensión de todos los aspectos y de todos los problemas
concretos que encierra- habría que hacer un estudio expreso sobre la relación
entre el matrimonio y la virginidad y entre el matrimonio y el celibato. Pero
esto excedería los límites de las presentes consideraciones.
6. Permaneciendo en el ámbito de las palabras
de Cristo según Mateo (19, 11-12), es preciso concluir nuestras reflexiones,
afirmando lo siguiente. Primero: Si la continencia «por el reino de los
cielos» significa indudablemente una renuncia, esta renuncia es al mismo
tiempo una afirmación: la que se deriva del descubrimiento del «don»,
esto es, el descubrimiento, a la vez, de una perspectiva de la realización
personal de sí mismo «a través de un don sincero de sí» (Gaudium et spes,
24); este descubrimiento está, pues, en una profunda armonía interior con el
sentido del significado nupcial del cuerpo, vinculado «desde el principio» a
la masculinidad o feminidad del hombre como sujeto personal. Segundo:
Aunque la continencia «por el reino de los cielos» se identifique con la
renuncia al matrimonio -el cual en la vida de un hombre y de una mujer da origen
a la familia-, no se puede en modo alguno ver en ella una negación del valor
esencial del matrimonio; más bien, por el contrario, la continencia sirve
directamente a poner de relieve lo que en la vocación conyugal es
perenne y más profundamente personal, lo que en las dimensiones de la
temporalidad (y a la vez en la perspectiva del «otro mundo») corresponde a
la dignidad del don personal, vinculado con el significado nupcial del
cuerpo en su masculinidad y feminidad.
7. De este modo, la llamada de Cristo a la
continencia «por el reino de los cielos», justamente asociada a la evocación
de la resurrección futura (cfr. Mt 21, 24-30; Mc 12, 18-27; Lc
20, 27-40), tiene un significado capital no sólo para el ethos y la
espiritualidad cristiana, sino también para la antropología y para toda la
teología del cuerpo, que descubrimos en sus bases. Recordemos que Cristo, al
refirirse a la resurrección del cuerpo en el «otro mundo», dijo, según la
versión de los tres Evangélicos sinópticos. «Cuando resuciten de entre los
muertos, ni se casarán ni serán dadas en matrimonio...» (Mc 12, 25).
Estas palabras, que ya hemos analizado antes, forman parte del conjunto de
nuestras consideraciones sobre la teología del cuerpo y contribuyen a su
elaboración.
82. Doctrina paulina sobre virginidad y matrimonio (23-VI-82/27-VI-82)
1. Después de haber analizado las palabras de
Cristo, referidas en el Evangelio según Mateo (Mt 19, 11-12), conviene
pasar a la interpretación paulina del tema: virginidad y matrimonio.
El enunciado de Cristo sobre la continencia
por el reino de los cielos es conciso y fundamental. En la enseñanza de Pablo,
como nos convenceremos dentro de poco, podemos individuar un relato paralelo de
las palabras del Maestro; sin embargo, el significado de su enunciación (1Cor
7) en su con junto debe ser valorado de modo diverso. La grandeza de la enseñanza
de Pablo consiste en el hecho de que él, al presentar la verdad proclamada por
Cristo en toda su autenticidad e identidad, le da un timbre propio, en cierto
sentido su propia interpretación «personal» pero que brota sobre todo de las
experiencias de su actividad apostólico-misionera, y tal vez incluso de la
necesidad de responder a las preguntas concretas de los hombres, a los cuales
iba dirigida dicha actividad. Y así encontramos en Pablo la cuestión de la
relación recíproca entre el matrimonio y el celibato o la virginidad, como tema
que atormentaba los espíritus de la primera generación de los confesores de
Cristo, la generación de los discípulos de los Apóstoles, de las
primeras comunidades cristianas. Esto ocurría en los convertidos del helenismo,
por lo tanto del paganismo, más que en los convertidos del judaísmo; y esto
puede explicar el hecho de que el tema se halle precisamente en una carta
dirigida a la comunidad de Corinto, en la primera.
2. El tono de todo el enunciado es sin duda
magisterial; sin embargo, tanto el tono como el lenguaje es también pastoral.
Pablo enseña la doctrina transmitida por el Maestro a los Apóstoles y, al
mismo tiempo, entabla como un continuo coloquio con los destinatarios de su
Carta sobre este tema. Habla como un clásico maestro de moral, afrontando y
resolviendo problemas de conciencia; por eso, a los moralistas les gusta
dirigirse con preferencia a las aclaraciones y a las deliberaciones de esta
primera Carta a los Corintios (capítulo 7) Hay que recordar, no obstante, que
la base última de tales deliberaciones debe buscarse en la vida y en la enseñanza
de Cristo mismo.
3. El Apóstol subraya, con gran claridad, que
la virginidad, o sea, la continencia voluntaria, deriva exclusivamente de un
consejo y no de un mandamiento: «Acerca de las vírgenes no tengo
precepto del Señor; pero puedo daros consejo» Pablo da este consejo «como
quien ha obtenido del Señor la gracia de ser fiel» (1Cor 7, 25). Como
se ve por las palabras citadas, el Apóstol distingue, lo mismo que el Evangelio
(cf. Mt 19, 11-12), entre consejo y mandamiento. El, sobre la base de la
regla «doctrinal» de la comprensión de la enseñanza proclamada, quiere
aconsejar, desea dar consejos personales a los hombres que se dirigen a él. Así,
pues, en la primera Carta a los Corintios (cap. 7), el «consejo» tiene
claramente dos significados diversos. El autor afirma que la virginidad
es un consejo y no un mandamiento, y da consejos al mismo tiempo tanto a las
personas casadas como a quienes han de tomar una decisión al respecto y, en
fin, a los que se hallan en estado de viudez. La problemática es
sustancialmente igual a la que encontramos en el enunciado de Cristo transmitido
por San Mateo (19. 2-12), primero sobre el matrimonio y su indisolubilidad, y
luego sobre la continencia voluntaria por el reino de los cielos. Sin embargo,
el estilo de esta problemática es completamente suyo, es de Pablo.
4. «Si alguno estima indecoroso para su hija
doncella dejar pasar la flor de la edad y que debe casarla, haga lo que quiera;
no peca, que la case. Pero el que, firme en su corazón, no necesitado sino
libre y de voluntad, determina guardar virgen a su hija, hace mejor. Quien,
pues, casa a su hija doncella hace bien, y quien no la casa hace mejor» (1Cor
7, 36-38).
5. La persona que le había pedido consejo
pudo ser un joven que se encontraba ante la decisión de casarse, o quizá un
recién casado que, ante corrientes ascéticas existentes en Corinto,
reflexionaba sobre la línea a seguir en su matrimonio; pudo ser también un
padre o el tutor de una muchacha que le había planteado el problema del
matrimonio de ésta. En este caso, se trataría directamente de la decisión que
deriva de sus derechos tutelares. Pues Pablo escribe en unos tiempos en que
decisiones de esta índole pertenecían más a los padres o tutores que a los
mismos jóvenes. Por tanto, al responder a la pregunta planteada de este modo,
Pablo trata de explicar con suma precisión que la decisión
sobre la continencia o sea, sobre la vida en virginidad, debe ser
voluntaria y que sólo una continencia así es mejor que el
matrimonio. Las expresiones «hace bien» y «hace mejor» son
completamente unívocas en este contexto.
6. Ahora bien, el Apóstol enseña que la
virginidad, es decir, la continencia voluntaria, el que una joven se abstenga
del matrimonio, deriva exclusivamente de un consejo y es «mejor» que el
matrimonio si se dan las oportunas condiciones. En cambio, con ello no tiene que
ver en modo alguno la cuestión del pecado: «¿Estás ligado a mujer? No
busques la separación. ¿Estás libre de mujer? No busques mujer. Si te
casares, no pecas; y si la doncella se casa, no peca» (1Cor 7, 27-28). A
base sólo de estas palabras, no podemos ciertamente formular juicio alguno
sobre lo que pensaba y enseñaba el Apóstol acerca del matrimonio. Este tema
quedará explicado en parte en el contexto de la Carta a los Corintios (cap. 7)
y con más plenitud en la Carta a los Efesios (5, 21-33). En nuestro caso, se
trata probablemente de la respuesta a la pregunta sobre si el matrimonio es
pecado; y podría pensarse incluso que esta pregunta refleje el influjo de
corrientes dualistas pregnósticas que se transformaron más tarde en encratismo
y maniqueísmo. Pablo responde que de ninguna manera entra en juego aquí la
cuestión del pecado. No se trata del discesnimiento entre «bien»-
y «mal», sino solamente entre «bien» y «mejor». A continuación
pasa a motivar por qué quien elige el matrimonio «hace bien» y quien elige la
virginidad, o sea, la continencia voluntaria, «hace mejor».
De la argumentación paulina nos ocuparemos en
nuestra próxima reflexión.
83. Enseñanza paulina sobre la excelencia de la virginidad (30-VI-82/4-VII-82)
1. San Pablo, explicando en el capítulo VII
de su primera Carta a los Corintios la cuestión del matrimonio y la virginidad
(es decir, la continencia por el reino de Dios), trata de motivar la
causa por la que quien elige el matrimonio hace «bien» y quien decide, en
cambio una vida de continencia, o sea la virginidad, hace «mejor». Así
escribe: «Dígoos, pues, hermanos que el tiempo es corto. Sólo queda que los
que tienen mujer vivan como si no la tuvieran...»; y también «los que
compran, como si no poseyesen, y los que disfrutan del mundo, como si no
disfrutasen, porque pasa la apariencia de este mundo. Yo os querría
libres de cuidados...» (1Cor 7, 29. 30-32).
2. La últimas palabras del texto citado
demuestran que en la argumentación Pablo se refiere a su propia experiencia,
y de este modo la argumentación se hace más personal. No sólo formula el
principio y trata de motivarlo en cuanto tal, sino que lo enlaza con reflexiones
y convicciones personales nacidas de la práctica del consejo evangélico del
celibato. Cada una de las expresiones y alocuciones son prueba de su fuerza de
persuasión. El Apóstol no sólo escribe a sus Corintios: «Quisiera que todos
los hombres fuesen como yo» (1Cor 7, 28). Por lo demás, esta convicción
personal la había expresado ya en las primeras palabras del capítulo VII de
dicha Carta, refiriendo, si bien para modificarla, esta opinión de los
Corintios: «Comenzando a tratar de lo que me habéis escrito, bueno es al
hombre no tocar mujer...» (1Cor 7, 1).
3. Nos podemos preguntar: ¿Qué «tribulaciones
de la carne» tenía Pablo en el pensamiento? Cristo hablaba sólo de los
sufrimientos (o «aflicciones») que padece la mujer cuando ha de dar «a luz al
hijo», subrayando a la vez la alegría (cf. Jn 16, 21) con que se
regocija en compensación de estos sufrimientos, después del nacimiento del
hijo: la alegría de la maternidad. En cambio, Pablo escribe sobre las «tribulaciones
del cuerpo» que esperan a los casados. ¿Acaso será ésta la expresión de una
aversión personal del Apóstol hacia el matrimonio? En esta observación
realista hay que ver una advertencia justificada a quienes -como a veces los jóvenes-
piensan que la unión y convivencia conyugal han de proporcionarles sólo
felicidad y gozo. La experiencia de la vida demuestra que no rara vez los cónyuges
quedan desilusionados respecto de lo que principalmente se esperaban. El gozo de
la unión lleva consigo también las «tribulaciones de la carne», sobre las
que escribe el Apóstol en la Carta a los Corintios. Con frecuencia son «tribulaciones»
de naturaleza moral. Si él quiere decir con esto que el verdadero amor conyugal
-aquel precisamente por el que «el hombre... se adherirá a su mujer y vendrán
a ser los dos una sola carne» (Gén 2, 24)- es al mismo tiempo un
amor difícil, ciertamente se mantiene dentro del terreno de la verdad evangélica
y no hay razón alguna para descubrir que caracterizaría más tarde al maniqueísmo.
4. Cristo en sus palabras sobre la continencia
por el reino de Dios, de ningún modo se propone encauzar a los oyentes hacia el
celibato o la virginidad cuando les señala las «tribulaciones» del
matrimonio. Más bien se advierte que procura poner de relieve algunos aspectos
humanamente penosos de la opción por la continencia: tanto razones sociales
como razones de naturaleza subjetiva inducen a Cristo a decir que se hace «eunuco»
el hombre que toma tal decisión, es decir, el hombre que abraza voluntariamente
la continencia. Pero precisamente gracias a esto resalta con suma claridad todo
el significado subjetivo, la grandeza y exepcionalidad de una tal decisión:
el significado de una respuesta madura a un don especial del Espíritu.
5. No entiende de otro modo el consejo de la
continencia San Pablo en la Carta a los Corintios, pero lo expresa de modo
diferente. Escribe así: «Dígoos, pues, hermanos, que el tiempo es corto...»
(1Cor 7, 29), y un poco más adelante: «Pasa la apariencia de este
mundo...» (7, 31). Esta constatación sobre la caducidad de la existencia
humana y el carácter accidental de cuanto ha sido creado, deben llevar a que «los
que tienen mujer vivan como si no la tuvieren» (1Cor 7, 29; cf. 7, 31),
y a preparar el terreno al mismo tiempo a la enseñanza sobre la continencia.
Pues en el centro de su razonamiento pone Pablo la frase-clave que puede
relacionarse con lo enunciado por Cristo, que es único en su género, sobre el
tema de la continencia por el reino de Dios (cf. Mt 19, 12).
6. Mientras Cristo pone de relieve la magnitud
de la renuncia inseparable de tal decisión, Pablo muestra sobre todo cómo hay
que entender el «reino de Dios» en la vida de un hombre que ha renunciado al
matrimonio por el reino. Y mientras el triple paralelismo de lo enunciado por
Cristo alcanza su punto culminante en el verbo que indica la grandeza de la
renuncia asumida voluntariamente («hay eunucos que a sí mismos se han hecho
tales por amor del reino de los cielos», Mt 19, 12), Pablo define la
situación con una sola palabra: «no casado» (ágamos); en cambio, más
adelante incluye «reino de los cielos» en una síntesis espléndida cuando
dice: «El célibe se cuida de las cosas del Señor, de cómo agradar al Señor»
(1Cor 7, 32).
Cada palabra de este párrafo merece un análisis
especial.
7. En el Evangelio de Lucas, discípulo de
Pablo, el contexto del verbo «preocuparse de» o «buscar» indica que de
verdad es menester buscar sólo el reino de Dios (cf. Lc 10, 41). Y el
mismo Pablo habla directamente de su «preocupación por todas las Iglesias» (2Cor
11, 28), de la búsqueda de Cristo mediante la solicitud por los problemas de
los hermanos, por los miembros del Cuerpo de Cristo (cf. Flp 2, 20-21; 1Cor
12, 25). De este contexto emerge todo el amplio campo de la «preocupación»
a la que el hombre no casado puede dedicar enteramente su pensamiento, fatigas y
corazón. Ya que el hombre puede «preocuparse» sólo de aquello que lleva en
el corazón.
8. En la enunciación de Pablo, quien no está
casado se preocupa de las cosas del Señor (ta tou kyriou). Con esta
expresión concisa Pablo abarca la realidad objetiva completa del reino de
Dios. «Del Señor es la tierra y cuanto la llena», dirá él mismo un poco
más adelante en esta Carta (1Cor 10, 26; cf. Sal 23 [24], 1).
¡El objeto del interés del cristiano es el
mundo entero! Pero Pablo con el nombre «Señor» califica en primer lugar a
Jesucristo (cf., por ejemplo, Flp 2, 11) y, por tanto, «cosas del Señor»
quiere decir ante todo el reino de Cristo, su Cuerpo que es la Iglesia (cf. Col
1, 18) y cuanto contribuye al crecimiento de ésta. De todo ello se preocupa el
hombre no casado y, por ello, siendo Pablo «Apóstol de Jesucristo» (1Cor
1, 1) y ministro del Evangelio (cf. Col 1, 23), escribe a los Corintios:
«Quisiera yo que todos los hombres fueran como yo» (1Cor 7, 7).
9. Sin embargo, el celo apostólico y la
actividad más eficaz, tampoco agotan el contenido de la motivación paulina de
la continencia. Incluso podría decirse que su raíz y fuente se encuentran en
la segunda parte del párrafo que muestra la realidad subjetiva del reino de
Dios. «El que no está casado se preocupa... de agradar al Señor». Esta
constatación abarca todo el campo de la relación personal del hombre con Dios.
«Agradar a Dios» -esta expresión se encuentra en libros antiguos de la Biblia
(cf., por ejemplo, Dt 13, 19)- es sinónimo de vida en gracia de Dios, o
sea, de quien se comporta según su voluntad para serle agradable. En uno de los
últimos libros de la Sagrada Escritura, esta expresión llega a ser una síntesis
teológica de la santidad. San Juan sólo una vez la aplica a Cristo: «Yo hago
siempre lo que es de su agrado [del Padre]» (Jn 8, 29). San Pablo hace
notar en la Carta a los Romanos que Cristo «no buscó agradarse a Sí mismo» (Rom
15, 3).
En estas dos constataciones está encerrado
todo el contenido de «agradar a Dios», entendido en el Nuevo Testamento como
seguir las huellas de Cristo.
10. Podría parecer que se sobreponen las dos
partes de la expresión paulina pues, en efecto, preocuparse de lo «que toca al
Señor», de las «cosas del Señor», debe «agradar al Señor». Por otra
parte, quien complace a Dios no puede encerrarse en sí mismo, sino abrirse al
mundo, a cuanto hay que llevar de nuevo a Cristo. Evidentemente éstos son dos
aspectos de la misma realidad de Dios y de su reino. Pero Pablo tenía que
distinguirlos para hacer ver más clara la naturaleza y posibilidad de la
continencia «por el reino de los cielos».
Habremos de volver de nuevo sobre el tema.
84. El cuidado de «agradar al Señor» (7-VII-82/11-VII-82)
1. En el encuentro del capítulo anterior
tratamos de ahondar en la argumentación que emplea San Pablo en la primera
Carta a los Corintios para convencer a sus destinatarios de que quien elige el
matrimonio hace «bien», y el que elige la virginidad (es decir, la continencia
según el espíritu del consejo evangélico) hace «mejor» (1Cor 7, 32).
Prosiguiendo hoy esta meditación, recordemos que según San Pablo «el
celibe se cuida... de cómo agradar al Señor» (1Cor 7, 32).
«Agradar al Señor» tiene por trasfondo el
amor. Este trasfondo se ve claro a través de una ulterior confrontación: quien
no está casado se cuida de agradar a Dios, mientras que el hombre casado debe
procurar también contentar a la mujer. En cierto sentido aparece aquí el carácter
nupcial de la «continencia por el reino de Dios». El hombre procura agradar
siempre a la persona amada El «agradar a Dios» no carece por tanto de este carácter
que distingue la relación interpersonal entre los esposos. Por una parte, es un
esfuerzo del hombre que tiende a Dios y procura complacerle, o sea, expresar prácticamente
el amor; por otra, a esta aspiración corresponde el agrado de Dios, que acoge
los esfuerzos del hombre y corona su obra dándole una gracia nueva: de hecho
desde el principio esta aspiración ha sido don de Dios. «Cuidarse de agradar a
Dios» es, pues, una aportación del hombre al diálogo continuo de salvación
entablado por Dios, evidentemente todo cristiano que vive de fe toma parte en
este diálogo.
2. Pero Pablo observa que el hombre ligado con
vínculo matrimonial «está dividido» (1Cor 7, 34) a causa de
sus deberes familiares (cf. 1Cor 7, 34). Por con siguiente, de
esta constatación parece desprenderse que la persona no casada debería
caracterizarse por una integración interior una unificación, que le
permitan dedicarse enteramente al servicio del reino de Dios en todas sus
dimensiones. Esta actitud presupone la abstención del matrimonio exclusivamente
«por el reino de Dios», y una vida dedicada sólo a este fin. Y, sin embargo,
también puede entrar furtivamente «la división» en la vida de una persona no
casada, que al verse privada de la vida matrimonial por una parte y, por otra,
de una meta clara por la que renunciar a esta, podría encontrarse ante un
cierto vacío.
5. El Apóstol parece conocer bien todo esto y
se apresura a puntualizar que no quiere «tender un lazo» a quien aconseja no
casarse, sino que lo hace para encaminarlo a lo que es digno y lo mantiene
unido al Señor sin distracciones (cf. 1Cor 7, 35). Estas palabras
traen a la memoria lo que dijo Cristo a los Apóstoles en la última Cena, según
el Evangelio de Lucas: «Vosotros sois los que habéis permanecido conmigo en
mis pruebas (literalmente «en las tentaciones»); y yo dispongo del reino en
favor vuestro, como mi Padre ha dispuesto de él en favor mío» (Lc 22,
28-29). El no casado «estando unido al Señor» puede tener certeza de que sus
dificultades serán comprendidas: «No es nuestro Pontífice tal que no pueda
compadecerse de nuestras flaquezas, antes fue tentado en todo a semejanza
nuestra, fuera del pecado» (Heb 4, 15). Esto permite a la persona no
casada englobar sus eventuales problemas personales en la gran corriente de los
sufrimientos de Cristo y de su Cuerpo, que es la Iglesia, en vez de sumergirse
exclusivamente en ellos.
4. El Apóstol enseña como se puede estar
unido al Señor: esto se llega alcanzar aspirando a permanecer con El de
continuo, a gozar de su presencia (eupáredron), sin dejarse distraer por
las cosas que no son esenciales (aperispástos) (cf. 1Cor 7, 35).
Pablo puntualiza este pensamiento con mayor
claridad todavía cuando habla de la situación de la mujer casada y de la que
ha optado por la virginidad o ya no tiene marido. Mientras la mujer casada debe
cuidarse de «cómo agradar a su marido», la que no está casada «sólo tiene
que preocuparse de las cosas del Señor, de ser santa en cuerpo y en espíritu»
(1Cor 7, 34).
5. Para captar adecuadamente toda la
profundidad del pensamiento de Pablo hay que hacer notar que la «santidad» es
un estado más bien que una acción, según la concepción bíblica; y tiene
ante todo carácter ontológico y luego también moral. Especialmente en el
Antiguo Testamento es una «separación» de lo que no está sujeto a la
influencia de Dios, lo que es «profanum» a fin de pertenecer
exclusivamente a Dios. La «santidad en el cuerpo y en el espíritu»
significa también, por tanto, la sacralidad de la virginidad o celibato
aceptados por el «reino de Dios». Y, al mismo tiempo, lo que está ofrecido a
Dios debe distinguirse por la pureza moral y, por tanto, presupone un
comportamiento «sin mancha ni arruga», «santo e inmaculado» según el modelo
virginal de la Iglesia que está ante Cristo (Ef 5, 27).
El Apóstol, en este capítulo de la
Carta a los Corintios, trata de los problemas del matrimonio y del celibato o
virginidad de modo sumamente humano y realista, teniendo en cuenta la mentalidad
de sus destinatarios. En una cierta medida la argumentación de Pablo es ad
hominem. El mundo nuevo, el nuevo orden de valores que anuncia, en el
ambiente de sus destinatarios de Corinto va a encontrarse con otro «mundo»
otra jerarquía de valores distinta de aquella a la que llegaron por primera vez
las palabras pronunciadas por Cristo.
6. Si con su doctrina sobre el matrimonio y la
continencia Pablo hace referencia también a la caducidad del mundo y de
la vida humana en el, lo hace sin duda aplicándolo a un ambiente que en
cierta manera estaba orientado de modo programático al «uso del
mundo». Bajo este punto de vista es muy significativo su llamamiento
a los que «disfrutan del mundo» para que lo hagan «como si no disfrutaran
plenamente» (1Cor 7, 3í). Del contexto inmediato se desprende que
incluso el matrimonio estaba concebido en este ambiente como una manera de «disfrutar
del mundo», al contrario de cómo había sido en toda la tradición israelita
(no obstante algunas descentralizaciones que señaló Jesús en la conversación
con los fariseos y también en el sermón de la montaña). No hay duda de que
todo explica el estilo de la respuesta de Pablo. El Apóstol se daba perfecta
cuenta de que al estimular a la abstención del matrimonio, al mismo tiempo debía
exponer un modo de entender el matrimonio que estuviera conforme con toda la
jerarquía evangélica de valores. Y había de hacerlo con realismo máximo, es
decir, teniendo ante los ojos el ambiente a que se dirigía y las ideas y modos
de valorar las cosas que dominaban en él.
7. Ante hombres que vivían en un ambiente
donde el matrimonio sobre todo era considerado uno de los modos de «usar del
mundo», Pablo se pronuncia con palabras significativas sobre la virginidad y el
celibato (como ya hemos visto) y también sobre el mismo matrimonio: «A los no
casados y a las viudas les digo que les es mejor permanecer como yo. Pero si no
pueden guardar continencia, cásense, que mejor es casarse que abrasarse» (1Cor
7, 8-8). Igual idea casi había expresado ya Pablo anteriormente: «Comenzando
a tratar de lo que me habéis escrito, bueno es al hombre no tocar mujer; mas
por evitar la fornicación, tenga cada uno su mujer, y cada una tenga su marido»
(1Cor 7, 1-2).
8. ¿Acaso en la primera Carta a los Corintios
considera el Apóstol el matrimonio exclusivamente desde el punto de vista de un
«remedium concupiscentiæ», como se solía decir en el lenguaje
teológico tradicional? Las citas hechas podrían dar la impresión de
atestiguarlo. En proximidad inmediata a las formulaciones precedentes, leamos
una frase que nos lleva a enfocar de manera diferente el conjunto de enseñanzas
de San Pablo contenidas en el capítulo 7 de la primera Carta a los Corintios:
«Quisiera yo que todos los hombres fuesen como yo (repite su argumento
preferido en favor de la abstención del matrimonio); pero cada uno tiene de
Dios su propia gracia: éste, una; aquél, otra» (1Cor 7, 7). Por lo
tanto, incluso los que optan por el matrimonio y viven en el, reciben de Dios un
«don», «su don», es decir, la gracia propia de esta opción, de este modo de
vivir, de dicho estado. El don que reciben las personas que viven en el
matrimonio es distinto del que reciben las personas que viven en virginidad y
han elegido la continencia por el reino de Dios no obstante, es verdadero «don
de Dios», don «propio», destinado a personas concretas, y «específico», o
sea, adecuado a su vocación de vida.
9. Así, pues, se puede decir que mientras en
la caracterización del matrimonio en su parte «humana» (o más aún quizá,
en la situación local que dominaba en Corinto», el Apóstol pone muy de
relieve la motivación que tenía en cuenta la concupiscencia de la
carne; y a la vez con no menor fuerza persuasiva, destaca su carácter
sacramental y «carismático». Con la misma claridad con que ve la situación
del hombre respecto de la concupiscencia de la carne, ve también la situación
de la gracia de cada hombre, en quien vive en el matrimonio e igualmente en el
que ha elegido voluntariamente la continencia, teniendo presente que «pasa la
apariencia de ese mundo».
85. La abstinencia en el matrimonio (14-VII-82/18-VII-82)
1. En mis anteriores reflexiones, analizando
el capítulo 7 de la primera Carta a los Corintios, he tratado de captar y
comprender las enseñanzas y los consejos que San Pablo da a los destinatarios
de su Carta, sobre las cuestiones referentes al matrimonio y a la continencia
voluntaria (o sea, la abstención del matrimonio ). Afirmando que quien elige el
matrimonio «hace bien», pero el que escoge la virginidad «hace mejor», el Apóstol
se refiere a la caducidad del mundo, o sea, a todo lo que es temporal.
Es fácil intuir que el motivo de la caducidad
y fugacidad de lo temporal tiene, en este caso, más fuerza que la referencia a
la realidad del «otro mundo». El Apóstol encuentra cierta dificultad para
exponer su pensamiento; sin embargo, es claro que en la base de la interpretación
paulina del tema «matrimonio-virginidad» está no sólo la metafísica misma
del ser accidental (y por consiguiente pasajero), sino sobre todo la teología
de una gran esperanza de la que Pablo fue entusiasta defensor. El destino
eterno del hombre no es el «mundo», sino el reino de Dios. El hombre no debe
apegarse demasiado a los bienes del mundo perecedero.
2. También el matrimonio está ligado a la «escena
de este mundo» que pasa; y en esto nos encontramos, en cierto sentido, muy
cerca de la perspectiva abierta por Cristo en su enunciación sobre la
resurrección futura (cf. Mt 22, 23-32; Mc 12, 18-27; Lc 20,
27-40). Por eso el cristiano, según las enseñanzas de Pablo, debe vivir el
matrimonio desde el punto de vista de su vocación definitiva. Y, mientras el
matrimonio esta ligado a la escena de este mundo que pasa y por lo tanto impone,
en un cierto sentido la necesidad de «encerrarse» en esta caducidad;
la abstención del matrimonio, en cambio, está libre -se puede decir- de
esa necesidad. Precisamente por esto el Apóstol afirma que «hace mejor» quien
elige la continencia. Y aunque su argumentación sigue por este camino, sin
embargo aparece claramente en primer plano (como hemos constatado ya) sobre todo
el problema de «agradar al Señor» y «preocuparse de las cosas del Señor».
3. Se puede admitir que las mismas razones
valen para lo que el Apóstol aconseja a las mujeres que se han quedado viudas:
«La mujer está ligada por todo el tiempo de vida a su marido; mas una vez que
se duerme el marido, queda libre para casarse con quien quiera, pero en el Señor.
Más feliz será si permanece así, conforme a mi consejo, pues también creo
tener yo el espíritu de Dios» (1Cor 7 39-40).
Así pues permanezca en la viudez en lugar
de contraer un nuevo matrimonio.
4. En lo que descubrimos con una lectura
atenta de la Carta a los Corintios (especialmente del cap. 7) aparece
todo el realismo de la teología paulina sobre el cuerpo. El Apóstol en la
Carta afirma que «vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que está en
vosotros» (1Cor 6, 19), pero al mismo tiempo es plenamente consciente de
la debilidad y de la pecabilidad a las que el hombre está sujeto, precisamente
a causa de la concupiscencia de la carne.
Sin embargo, esta conciencia no ofusca en él
de modo alguno la realidad del don de Dios, del que participan tanto los que se
abstienen del matrimonio, como los que toman mujer o marido. En el capítulo 7
de la primera Carta a los Corintios encontramos un claro estímulo a la abstención
del matrimonio, la convicción de que «hace mejor» quien opta por ella; sin
embargo, no encontramos ningún fundamento para considerar a los casados
personas «carnales» y a los que, por motivos religiosos, han elegido la
continencia «espirituales». Efectivamente, en uno y en otro modo de vida -hoy
diríamos, en una y en otra vocación-, actúa ese «don» que cada uno recibe
de Dios, es decir, la gracia la cual hace que el cuerpo se convierta en «templo
del Espíritu Santo» y que permanezca tal, así en la virginidad (en
la continencia), como también en el matrimonio, si el hombre se
mantiene fiel al propio don y, en conformidad con su estado, o sea, con la
propia vocación, no «deshonra» este «templo del Espíritu Santo», que es su
cuerpo.
5. En las enseñanzas de Pablo, contenidas
sobre todo en el capítulo 7 de la primera Carta a los Corintios, no encontramos
ninguna premisa para lo que más tarde se llamará «maniqueísmo». El Apóstol
es plenamente consciente de que -aunque la continencia por el reino de los
cielos sea siempre digna de recomendación- la gracia, es decir, «el don propio
de Dios» ayuda también a los esposos en esa convivencia, en la cual (según
las palabras del Gén 2, 24) ellos se unen tan estrechamente que forman
«una sola carne». Así, pues, esta convivencia carnal está sometida a
la potencia del «don propio de Dios» que cada uno recibe. El Apóstol
escribe sobre esto con el mismo realismo que caracteriza toda su argumentación
en el capítulo 7 de esta Carta: «El marido otorgue lo que es debido a la
mujer, e igualmente la mujer al marido. La mujer no es dueña de su propio
cuerpo, es el marido, e igualmente el marido no es dueño de su propio cuerpo:
es la mujer»
6. Se puede decir que estas enunciaciones son
un comentario claro, por parte del Nuevo Testamento, a las palabras del libro
del Génesis (Gén 2, 24) que acabo de recordar. Sin embargo, los términos
usados aquí, en particular las expresiones «lo que es debido»
y «no es dueña (dueño)» no se pueden
explicar prescindiendo de la justa dimensión de la alianza matrimonial, como
traté de aclarar cuando analice los textos del libro del Génesis;
procuraré hacerlo más ampliamente aún cuando hable de la sacramentalidad del
matrimonio según la Carta a los Efesios (cf. Ef 5, 22-23). En su
momento, será necesario volver sobre estas expresiones significativas que del
vocabulario de San Pablo han pasado a toda la teología del matrimonio.
7. Por ahora, sigamos fijando la atención en
las otras frases del mismo párrafo del capítulo 7 de la primera Carta a los
Corintios, en el que el Apóstol dirige a los esposos las siguientes palabras:
«No os defraudéis uno al otro, a no ser de común acuerdo por algún tiempo,
para daros a la oración, y de nuevo volved a lo mismo a fin de que no os tiene
Satanás de incontinencia. Esto os lo digo condescendiendo, no mandando» (1Cor
7, 5-6). Es un texto muy significativo, al que habrá que referirse de
nuevo en el contexto de las meditaciones sobre otros temas.
En toda su argumentación sobre el matrimonio
y la continencia, el Apóstol hace, como Cristo, una clara distinción entre el
mandamiento y el consejo evangélico: por eso, es muy significativo el hecho de
que siente la necesidad de referirse también a la «condescendencia» como a
una regla suplementaria, y esto precisamente sobre todo con
referencia a los esposos y a su recíproca convivencia. San Pablo
dice claramente que tanto la convivencia conyugal como la voluntaria y periódica
abstención de los esposos, debe ser fruto de ese «don de Dios» que es «propio»
de ellos, y que, cooperando conscientemente con él, los mismos cónyuges pueden
mantener y reforzar ese recíproco vínculo personal y al mismo tiempo esa
dignidad que el hecho de ser «templo del Espíritu Santo, que está en vosotros»
(cf. 1Cor 6, 19), confiere a su cuerpo.
8. Parece que la regla paulina de «condescendencia»
indica la necesidad de tomar en consideración todo lo que, de alguna manera,
corresponde al carácter subjetivo tan diferenciado del hombre y de la mujer.
Todo lo que en este aspecto subjetivo es de naturaleza no sólo espiritual sino
también sico-somatica, toda la riqueza subjetiva del hombre -la cual entre su
naturaleza corporal, se expresa en la sensibilidad específica tanto del hombre
como de la mujer-, todo esto debe permanecer bajo la influencia del don que
cada uno recibe de Dios don que es propio de cada uno.
Como se ve, en el capítulo 7 de la primera
Carta a los Corintios, San Pablo interpreta las enseñanzas de Cristo sobre la
continencia por el reino de los cielos en esa forma, tan pastoral, que le es
característica, acentos naturalmente muy personales. El interpreta las enseñanzas
sobre la continencia, sobre la virginidad, en línea paralela a la doctrina
sobre el matrimonio, conservando el realismo propio de un pastor y, al mismo
tiempo, los parámetros que encontramos en el Evangelio, en las palabras del
mismo Cristo.
9. En la enunciación paulina se encuentra esa
fundamental estructura-cuadro de la doctrina revelada sobre el hombre que esta
destinado, también con su cuerpo, a la «vida futura». Esta estructura-cuadro
constituye la base de todas las enseñanzas evangélicas sobre la continencia
por el reino de Dios (cf. Mt 19, 12); pero al mismo tiempo en ella se
basa también el cumplimiento definitivo (escatológico) de la doctrina evangélica
sobre el matrimonio (cf. Mt 22, 30; Mc 12, 25; Lc 20, 36).
Estas dos dimensiones, de la vocación humana no se oponen entre sí, sino que
se complementan. Ambas dan respuesta plena a uno de los interrogantes
fundamentales del hombre: el interrogante sobre el significado del «ser cuerpo»,
es decir, sobre el significado de la masculinidad y feminidad, de ser «en el
cuerpo» un hombre o una mujer.
10. Lo que generalmente llamamos teología del
cuerpo aparece como algo verdaderamente fundamental y constitutivo para toda
la hermenáutica antropológica y al mismo tiempo igualmente para
la ética y para la teología del ethos humano. En cada uno de
estos sectores, hay que tener muy presentes las palabras de Cristo, en las que
El se remite al «principio» (cf. Mt 19, 4) o al «corazón» como lugar
interior y contemporáneamente «histórico» cf. Mt 5, 28) del
encuentro con la concupiscencia de la carne; pero hay que tener también bien
presentes las palabras con las que Cristo se ha referido a la resurrección,
para injertar en el mismo inquieto corazón del hombre las primeras semillas de
la respuesta al interrogante sobre el significado de ser carne en la perspectiva
del «otro mundo».
86. La redención del cuerpo, objeto de esperanza (21-VII-82/25-VII-82)
1. «También nosotros, que tenemos las
primicias del Espíritu, gemimos dentro de nosotros mismos suspirando... la
redención de nuestro cuerpo» (Rom 8, 23). San Pablo, en la Carta
a los Romanos, ve esta «redención del cuerpo» en una dimensión antropológica
y al mismo tiempo cósmica... La creación «está sujeta a la vanidad»
(Rom 8, 20). Toda la creación visible, todo el cosmos sufre los efectos
del pecado del hombre. «La creación entera hasta ahora gime dolores de parto»
(Rom 8, 22). Y, al mismo tiempo, toda «la creación... está esperando
ansiosa la manifestación de los hijos de Dios», «con la esperanza de que
también ella será libertada de la servidumbre de la corrupción para
participar en la libertad de la gloria de los hijos de Dios» (Rom 8, 19,
20-21).
2. La redención del cuerpo es, según San
Pablo, objeto de esperanza. Una esperanza que ha arraigado en el corazón del
hombre, en cierto sentido, inmediatamente después del primer pecado. Basta
recordar las palabras del libro del Génesis a las que tradicionalmente se llama
«proto-Evangelio» (cf. Gén 3, 15) y que por consiguiente son, podríamos
decir, algo así como el comienzo de la Buena Nueva, el primer anuncio de la
salvación. Según el texto de la Carta a los Romanos, la redención del cuerpo
va unida precisamente a esta esperanza, en la que -como leemos- «hemos sido
salvados» (Rom 8, 24). Mediante la esperanza, que se
remonta a los mismos comienzos del hombre, la redención del cuerpo tiene su
dimensión antropológica: es la redención del hombre. Y ésta se irradia, al
mismo tiempo, en cierto sentido, sobre toda la creación, la cual desde el
principio ha sido vinculada de modo especial al hombre y subordinada a él (cf. Gén
1, 28-30). La redención del cuerpo es, pues la redención del mundo, tiene
una dimensión cósmica.
3. Al presentar en la Carta a los Romanos la
imagen «cósmica» de la redención, Pablo de Tarso pone al hombre en el centro
de la misma, igual que ya «en el principio» el hombre había sido colocado en
el centro mismo de la imagen de la creación. Es precisamente el hombre, son los
hombres, quienes gimen interiormente, esperando la redención de su cuerpo (cf. Rom
8, 23). Cristo ha venido para revelar plenamente el hombre al hombre, dándole a
conocer su altísima vocación (cf. Gaudium et spes, 22), habla en
el Evangelio de la misma profundidad Divina del misterio de la redención,
que precisamente en el hombre tiene su específico sujeto «histórico». Así,
pues, Cristo habla en nombre de esa esperanza, que fue insertada en el corazón
del hombre ya en el «proto-Evangelio»: Cristo da cumplimiento a esa esperanza,
no sólo con las palabras contenidas en sus enseñanzas, sino sobre todo con el
testimonio de su muerte y resurrección. Por lo mismo, la salvación del cuerpo
se ha realizado ya en Cristo. En El ha quedado confirmada esa esperanza, con
la cual nosotros «hemos sido salvados». Y, al mismo tiempo, esa esperanza
ha sido proyectada de nuevo hacia su definitivo cumplimiento escatológico.
«La revelación de los hijos de Dios» en Cristo ha sido definitivamente
orientada hacia esa «libertad y gloria» de las que deben participar
definitivamente los «hijos de Dios».
4. Para comprender todo lo que comporta «la
redención del cuerpo», según la Carta de Pablo a los Romanos, es necesaria
una auténtica teología del cuerpo. He tratado de construirla tomando como base
ante todo las palabras de Cristo. Los elementos constitutivos de la
teología del cuerpo se encuentran en lo que Cristo dice, remitiéndose al «principio»,
en la respuesta a la pregunta sobre la indisolubilidad del matrimonio (cf. Mt
19, 8); en lo que dice sobre la concupiscencia, refiriéndose al
corazón humano, en el sermón de la montaña (cf. Mt 5, 28); y también
en lo que dice sobre la resurrección (cf. Mt 22, 30). Cada uno de
estos enunciados encierra en sí un rico contenido de naturaleza tanto antropológica,
como ética. Cristo habla al hombre, y habla del hombre: del hombre que es «cuerpo»,
y que ha sido creado varón y mujer a imagen y semejanza de Dios; habla del
hombre, cuyo corazón está sometido a la concupiscencia; y finalmente habla del
hombre, ante el cual se abre la perspectiva escatológica de la resurrección
del cuerpo.
El «cuerpo» significa (según
el libro del Génesis) el aspecto visible del hombre y su pertenencia al mundo
visible. Para San Pablo no sólo significa esta pertenencia, sino a veces también
la alienación del hombre del influjo del Espíritu de Dios. Uno y otro
significado están relacionados con la «redención del cuerpo».
5. Puesto que, en los textos anteriormente
analizados, Cristo habla de la profundidad divina del misterio de la redención,
sus palabras están en relación precisamente con esa esperanza de
la que se habla en la Carta a los Romanos. «La redención del cuerpo», según
el Apóstol es en definitiva, lo que nosotros «esperamos». Así,
esperamos precisamente la victoria es antológica sobre la muerte de
la que Cristo dio testimonio principalmente con su resurrección. A la luz del
misterio pascual, las palabras del Señor sobre la resurrección de los cuerpos
y sobre la realidad del «otro mundo», registradas en los Sinópticos, han
adquirido su plena elocuencia. Tanto Cristo, como luego Pablo de Tarso, han
proclamado la llamada a la abstención del matrimonio «por él reino de los
cielos» precisamente en nombre de esta realidad escatológica.
6. Sin embargo, la «redención del cuerpo»
se expresa no sólo a través de la resurrección en cuanto victoria sobre la
muerte. Está también presente en las palabras de Cristo, dirigidas al hombre
«histórico», lo mismo cuando confirman el principio de la indisolubilidad del
matrimonio, cual principio proveniente del Creador mismo, como cuando -en el
sermón de la montaña- el Señor invita a superar la concupiscencia, y ello
incluso en los movimientos sólo interiores del corazón humano. Es necesario
decir que ambos enunciados-clave se refieren a la moralidad humana, tienen
un sentido ético. Aquí se trata no de la esperanza escatologica de la
resurrección, sino de la esperanza de la victoria sobre el pecado a la
que podemos llamar esperanza de cada día.
7. En la vida cotidiana el hombre debe sacar
del misterio de la redención del cuerpo la inspiración y la fuerza para
superar el mal que está adormecido en él bajo la forma de la triple
concupiscencia. El hombre y la mujer, unidos en matrimonio, han de iniciar cada
día la aventura de la indisoluble unión de esa alianza que han establecido
entre ellos. Pero también el hombre y la mujer, que han escogido
voluntariamente la continencia por el reino de los cielos, deben dar diariamente
testimonio vivo de la fidelidad a esa opción, acogiendo las orientaciones de
Cristo en el Evangelio, y las del Apóstol Pablo en la primera Carta a los
Corintios. En todo caso se trata de la esperanza de cada día que, en
consonancia con los deberes comunes y las dificultades de la vida humana, ayuda
a vencer «al mal con el bien» (Rom 12, 21). Efectivamente, «en
la esperanza hemos sido salvados»; la esperanza de cada día expresa su fuerza
en las obras humanas e incluso en los movimientos mismos del corazón humano
abriendo camino en cierto sentido, a la gran esperanza escatológica ligada a la
redención del cuerpo.
8. Penetrando en la vida diaria con la dimensión
de la moral humana, la redención del cuerpo ayuda, en primer lugar, a
descubrir todo ese bien con el que el hombre logra la victoria sobre el pecado y
sobre la concupiscencia. Las palabras de Cristo, que traen su origen de la
profundidad divina del misterio de la redención, permiten descubrir y reforzar
esa vinculación que existe entre la dignidad del ser humano (del hombre y de la
mujer) y el significado nupcial de su cuerpo. Permiten comprender y realizar en
la práctica, según ese significado, la libertad plena del don, que de una
forma se expresa a través del matrimonio indisoluble, y de otra forma se
expresa mediante la abstención del matrimonio por el reino de los cielos. A
través de estos caminos diversos Cristo revela plenamente el hombre al hombre,
dándole a conocer «su altísima vocación». Esta vocación se halla inscrita
en el hombre según todo su compositum sico-físico, precisamente
mediante el misterio de la redención del cuerpo.
Todo lo que he querido decir en el curso de
nuestras meditaciones, para comprender las palabras de Cristo, tiene su
fundamento definitivo en el misterio de la redención del cuerpo.