III PARTE
La resurrección de la carne
«En la resurrección, ni ellos formarán
mujer ni ellas marido, sino que serán como ángeles del cielo»
(Mt
22,30; Mc 12,25)
64. La teología del cuerpo (11-XI-81/15-XI-81)
1. Reanudamos hoy, las meditaciones que veníamos
haciendo desde hace tiempo sobre la teología del cuerpo.
Al continuar, conviene ahora que volvamos de
nuevo a las palabras del Evangelio, en las que Cristo hace referencia a la
resurrección: palabras que tienen una importancia fundamental para entender el
matrimonio en el sentido cristiano y también «la renuncia» a la vida conyugal
«por el reino de los cielos».
La compleja casuística del Antiguo Testamento
en el campo matrimonial no sólo impulsó a los fariseos a ir a Cristo para
plantearle el problema de la indisolubilidad del matrimonio (cf. Mt 19,
3-9, Mc 10, 2-12), sino también a los saduceos en otra ocasión para
preguntarle por la ley del llamado levirato (1). Los sinópticos relatan
concordemente esta conversación (cf. Mt 22, 24-30; Mc 12, 18-27; Lc
20, 27-40). Aunque las tres redacciones sean casi idénticas, sin embargo, se
notan entre ellas algunas diferencias leves, pero, al mismo tiempo,
significativas. Puesto que la conversación está en tres versiones, la de
Mateo, Marcos y Lucas, se requiere un análisis más profundo, en cuanto que la
conversación comprende contenidos que tienen un significado esencial para la
teología del cuerpo.
Junto a los otros dos importantes coloquios,
esto es: aquel en el que Cristo hace referencia al «principio» (cf. Mt 19,
3-9, Mc 10, 2-12) y el otro en el que apela a la intimidad del hombre (al
«corazón»), señalando al deseo y a la concupiscencia de la carne como fuente
del pecado (cf. Mt 5, 27-32), el coloquio que ahora nos proponemos
someter a análisis, constituye, diría, el tercer miembro del tríptico
de las enunciaciones de Cristo mismo: tríptico de palabras esenciales y
constitutivas para la teología del cuerpo. En este coloquio Jesús alude a la
resurrección, descubriendo así una dimensión completamente nueva del misterio
del hombre.
2. La revelación de esta dimensión del
cuerpo, estupenda en su contenido -y vinculada también con el Evangelio releído
en su conjunto y hasta el fondo-, emerge en el coloquio con los saduceos, «que
niegan la resurrección» (Mt 22, 23); vinieron a Cristo para exponerle
un tema que -a su juicio- convalida el carácter razonable de su posición. Este
tema debía contradecir «las hipótesis de la resurrección» (2). El
razonamiento de los saduceos es el siguiente: «Maestro, Moisés nos ha
prescrito que, si el hermano de uno viniere a morir y dejare la mujer sin hijos,
tome el hermano esa mujer y de sucesión a su hermano» (Mc 12, 19). Los
saduceos se refieren a la llamada ley del levirato (cf. Dt 25, 5-10), y
basándose en la prescripción de esa antigua ley, presentan el siguiente «caso»:
«Eran siete hermanos. El primero tomó mujer, pero al morir no dejó
descendencia. La tomó el segundo, y murió sin dejar sucesión, e igual el
tercero, y de los siete ninguno dejó sucesión. Después de todos murió la
mujer. Cuando en la resurrección resuciten, ¿de quién será la mujer? Porque
los siete la tuvieron por mujer» (Mc 12, 20-23) (3).
3. La respuesta de Cristo es una de las
respuestas-clave del Evangelio, en la que se revela -precisamente a partir de
los razonamientos puramente humanos y en contraste con ellos- otra dimensión de
la cuestión, es decir, la que corresponde a la sabiduría y a la potencia de
Dios mismo. Análogamente, por ejemplo, se había presentado el caso de la
moneda del tributo con la imagen de César, y de la relación correcta entre lo
que en el ámbito de la potestad es divino y lo que es humano («de César») (cf.
Mt 22, 15-22). Esta vez Jesús responde así: «¿No está bien
claro que erráis y que desconocéis las Escrituras y el poder de Dios? Cuando
en la resurrección resuciten de entre los muertos, ni se casarán ni serán
dadas en matrimonio, sino que serán como ángeles en los cielos» (Mc
12, 24-25). Esta es la respuesta basilar del «caso», es decir, del problema
que en ella se encierra. Cristo, conociendo las concepciones de los saduceos, e
intuyendo sus auténticas intenciones, toma de nuevo inmediatamente el
problema de la posibilidad de la resurrección, negada por los saduceos
mismos: «Por lo que toca a la resurrección de los muertos, ¿no habéis leído
en el libro de Moisés, en lo de la zarza, cómo habló Dios diciendo: Yo soy el
Dios de Abraham, y el Dios de Isaac, y el Dios de Jacob? No es Dios de muertos,
sino de vivos» (Mc 12, 26-27). Como se ve, Cristo cita al mismo Moisés
al cual han hecho referencia los saduceos, y termina afirmando: «Muy errados
andáis» (Mc 12, 27).
4. Cristo repite por segunda vez esta afirmación
conclusiva. Efectivamente, la primera vez la pronunció al comienzo de su
exposición. Entonces dijo: .«Estáis en un error y ni conocéis las Escrituras
ni el poder de Dios», así leemos en Mateo (22,29). Y en Marcos: «¿No está
bien claro que erráis y que desconocéis las Escrituras y el poder de Dios?» (Mc.
12 24). En cambio, la misma respuesta de Cristo, en la versión de Lucas
(20, 27-36), carece de acento polémico, de ese «estáis en gran error». Por
otra parte, él proclama lo mismo en cuanto que introduce en la respuesta
algunos elementos que no se hallan ni en Mateo ni en Marcos. He aquí el texto:
«Díjoles Jesús: Los hijos de este siglo toman mujeres y maridos. Pero los
juzgados dignos de tener parte en aquel siglo y en la resurrección de los
muertos, ni tomarán mujeres ni maridos, porque ya no pueden morir y son
semejantes a los ángeles e hijos de Dios, siendo hijos de la resurrección» (Lc
20, 34-36). Por lo que respecta a la posibilidad misma de la resurrección,
Lucas -como los otros dos sinópticos- hace referencia a Moisés, o sea, al
pasaje del libro del Exodo 3, 2-6, en el que efectivamente, se narra que el
gran legislador de la Antigua Alianza había oído desde la zarza que «ardía y
no se consumía», las siguientes palabras: «Yo soy el Dios de tus padres, el
Dios de Abraham, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob» (Ex 3, 6). En
el mismo lugar, cuando Moisés preguntó el nombre de Dios, había escuchado la
respuesta: «Yo soy el que soy» (Ex 3, 14).
Así, pues, al hablar de la futura resurrección
de los cuerpos, Cristo hace referencia al poder mismo de Dios viviente.
Consideraremos de modo más detallado este tema.
(1) Esta ley, contenida en el Deuteronomio 25,
7-10, se refiere a los hermanos que habitan bajo el mismo techo. Si uno de ellos
moría sin dejar hijos, el hermano del difunto debía tomar por mujer a la viuda
del hermano muerto. El niño nacido de este matrimonio era reconocido hijo del
difunto, a fin de que no se extinguiese su estirpe y se conservase en la familia
la heredad (cf. 3, 9-4, 12).
(2) En el tiempo de Cristo los saduceos
formaban, en el ámbito del judaísmo, una secta ligada al círculo de la
aristocracia sacerdotal. Contraponían a la tradición oral y a la teología
elaboradas por los fariseos, la interpretación literal del Pentateuco, al que
consideraban fuente principal de la religión yahvista. Dado que en los libros bíblicos
más antiguos no se hacía mención de la vida de ultratumba, los saduceos
rechazaban la escatología proclamada por los fariseos, afirmando que «las
almas mueren juntamente con el cuerpo» (cf. Joseph., Antiquitates Judaicae,
XVII 1 4. 16).
Sin embargo, no conocemos directamente las
concepciones de los saduceos ya que todos sus escritos se perdieron después de
la destrucción de Jerusalén en el año 70, cuando desapareció la misma secta.
Son escasas las informaciones referentes a los saduceos las tomamos de los
escritos de sus adversarios ideológicos.
(3) Los saduceos, al dirigirse a
Jesús para un
«caso» puramente teórico, atacan, al mismo tiempo, la primitiva concepción
de los fariseos sobre la vida después de la resurrección de los cuerpos;
efectivamente, insinúan que la fe en la resurrección de los cuerpos lleva a
admitir la poliandria, que está en contraste con la ley de Dios.
65. La resurrección de los cuerpos según las palabras de Jesús a los saduceos (18-XI-81/22-XI-81)
1. «Estáis en un error y ni conocéis las
Escrituras ni el poder de Dios (Mt 22, 29), así dijo Cristo a los
saduceos, los cuales -al rechazar la fe en la resurrección futura de los
cuerpos- le habían expuesto el siguiente caso: «Había entre nosotros siete
hermanos; y casado el primero, murió sin descendencia y dejó la mujer a su
hermano (según la ley mosaica del ‘levirato’); igualmente el segundo y el
tercero, hasta los siete. Después de todos murió la mujer. Pues en la
resurrección, ¿de cuál de los siete será la mujer? (Mt 22, 25-28).
Cristo replica a los saduceos afirmando, al
comienzo y al final de su respuesta, que están en un gran error, no conociendo
ni las Escrituras ni el poder de Dios (cf. Mc 12, 24; Mt 22, 29).
Puesto que la conversación con los saduceos la refieren los tres Evangelios sinópticos,
confrontemos brevemente los relativos textos.
2. La versión de Mateo (22, 24-30), aunque no
haga referencia a la zarza, concuerda casi totalmente con la de Marcos (12,
18-25). Las dos versiones contienen dos elementos esenciales: 1) la enunciación
sobre la resurrección futura de los cuerpos; 2) la enunciación sobre el estado
de los cuerpos de los hombres resucitados (1). Estos dos elementos se encuentran
también en Lucas (20, 27-36) (2). El primer elemento, concerniente a la
resurrección futura de los cuerpos, está unido, especialmente en Mateo y en
Marcos, con las palabras dirigidas a los saduceos, según las cuales, ellos no
conocían «ni las Escrituras ni el poder de Dios». Esta afirmación merece una
atención particular, porque precisamente en ella Cristo puntualiza las bases
mismas de la fe en la resurrección, a la que había hecho referencia al
responder a la cuestión planteada por los saduceos con el ejemplo concreto de
la ley mosaica del levirato.
3. Sin duda, los saduceos tratan la cuestión
de la resurrección como un tipo de teoría o de hipótesis, susceptible de
superación (3). Jesús les demuestra primero un error de método: no conocen
las Escrituras; y luego, un error de fondo: no aceptan lo que está revelado
en las Escrituras -no conocen el poder de Dios-, no creen en Aquel que se
reveló a Moisés en la zarza ardiente. Se trata de una respuesta muy
significativa y muy precisa. Cristo se encuentra aquí con hombres que se
consideran expertos y competentes intérpretes de las Escrituras. A estos
hombres -esto es, a los saduceos- les responde Jesús que el sólo conocimiento
literal de la Escritura no basta. Efectivamente, la Escritura es, sobre todo, un
medio para conocer el poder de Dios vivo, que se revela en ella a Sí mismo,
igual que se reveló a Moisés en la zarza. En esta revelación El se ha llamado
a Sí mismo «el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y de Jacob» (4), de
aquellos, pues, que habían sido los padres de Moisés en la fe, que brota de la
revelación del Dios viviente. Todos ellos han muerto ya hace mucho tiempo; sin
embargo, Cristo completa la referencia a ellos con la afirmación de que Dios «no
es Dios de muertos, sino de vivos». Esta afirmación-clave, en la que Cristo
interpreta las palabras dirigidas a Moisés desde la zarza ardiente, sólo
pueden ser comprendidas si se admite la realidad de una vida, a la que la
muerte no pone fin. Los padres de Moisés en la fe, Abraham,, Isaac y Jacob,
para Dios son personas vivientes (cf. Lc 20, 38: «porque para El todos
viven»), aunque, según los criterios humanos, haya que contarlos entre los
muertos. Interpretar correctamente la Escritura, y en particular estas palabras
de Dios, quiere decir conocer y acoger con la fe el poder del Dador de la vida,
el cual no está atado por la ley de la muerte, dominadora en la historia
terrena del hombre.
4. Parece que de este modo hay que interpretar
la respuesta de Cristo sobre la posibilidad de la resurrección (5), dada a los
saduceos, según la versión de los tres sinópticos. Llegará el momento en que
Cristo dé la respuesta, sobre esta materia, con la propia resurrección; sin
embargo, por ahora se remite al testimonio del Antiguo Testamento, demostrando cómo
se descubre allí la verdad sobre la inmortalidad y sobre la resurrección. Es
preciso hacerlo no deteniéndose solamente en el sonido de las palabras, sino
remontándose también al poder de Dios, que se revela en esas palabras. La
alusión a Abraham, Isaac y Jacob en aquella teofanía concedida a Moisés, que
leemos en el libro de Exodo (3, 26), constituye un testimonio que Dios vivo da
de aquellos que viven «para El»; de aquellos que gracias a su poder tienen
vida, aun cuando, quedándose en las dimensiones de la historia, sería preciso
contarlos, desde hace mucho tiempo, entre los muertos.
5. El significado pleno de este testimonio, al
que Jesús se refiere en su conversación con los saduceos, se podría entender
(siempre sólo a la luz del Antiguo Testamento) del modo siguiente: Aquel que es
-Aquel que vive y que es la Vida- constituye la fuente inagotable de la
existencia y de la vida, tal como se reveló al «principio», en el Génesis (cf.
Gén 1-3). Aunque, a causa del pecado, la muerte corporal se haya
convertido en la suerte del hombre (cf. Gén 3, 19 (6), y
aunque le haya sido prohibido el acceso al árbol de la vida (gran símbolo del
libro del Génesis (cf. Gén 3, 22), sin embrago, el Dios viviente,
estrechando su Alianza con los homores (Abraham, Patriarcas, Moisés,
Israel), renueva continuamente, en esta Alianza, la realidad misma de
la Vida, desvela de nuevo su perspectiva y, en cierto sentido, abre
nuevamente el acceso al árbol de la vida. Juntamente con la Alianza,
esta vida, cuya fuente es Dios mismo, se da en participación a
los mismos hombres que, a consecuencia de la ruptura de la primera Alianza, habían
perdido el acceso al árbol de la vida, y en las dimensiones de su historia
terrena habían sido sometidos a la muerte.
6. Cristo es la última palabra de Dios sobre
este tema: efectivamente, la Alianza, que con El y por El se establece entre
Dios y la humanidad, abre una perspectiva infinita de Vida: y el acceso al árbol
de la vida -según el plan originario del Dios de la Alianza- se revela a cada
uno de los hombres en su plenitud definitiva. Este será el significado de la
muerte y de la resurrección de Cristo, éste será el testimonio del misterio
pascual. Sin embargo, la conversación con los saduceos se desarrolla en la
fase pre-pascual de la misión mesiánica de Cristo. El curso de la
conversación según Mateo (22, 24-30), Marcos (12, 18-27) y Lucas (20,
27-36), manifiesta que Cristo «que otras veces, particularmente en las
conversaciones con sus discípulos, había hablado de la futura resurrección
del Hijo del hombre (cf. por ejemplo Mt 17, 9,23; 20, 19 y paral.)- en la
conversación con los saduceos, en cambio, no se remite a este argumento. Las
razones son obvias y claras. La conversación tiene lugar con los saduceos, «los
cuales afirman que no hay resurrección» (como subraya el Evangelista), es
decir, ponen en duda su misma posibilidad, y a la vez se consideran expertos de
la Escritura del Antiguo Testamento y sus intérpretes calificados. Y por esto,
Jesús se refiere al Antiguo Testamento, y basándose en él, les demuestra que
«no conocen el poder de Dios» (Mt 22,29).
7. Respecto a la posibilidad de la resurrección,
Cristo se remite precisamente a ese poder, que va unido con el testimonio del
Dios vivo, que es el Dios de Abraham, de Isaac, de Jacob, y el Dios de Moisés.
El Dios, a quien los saduceos «privan» de este poder, no es el verdadero Dios
de sus Padres, sino el Dios de sus hipótesis e interpretaciones. Cristo en
cambio, ha venido para dar testimonio del Dios de la Vida en toda la verdad de
su poder que se despliega en la vida del hombre.
(1) Aunque el Nuevo Testamento no conoce la
expresión «la resurrección de los cuerpos» (que aparecerá por vez primera
en San Clemente; 2 Clem 9, 1 y en Justino: Dial 80, 5) y utilice
la expresión «resurrección de los muertos», entendiendo con ella al hombre
en su integridad, sin embargo, es posible hallar en muchos textos del Nuevo
Testamento la fe en la imnortalidad del alma y su existencia «incluso fuera del
cuerpo (cf. por ejemplo: Lc 23, 43; Flp 1, 23-24; 2 Cor 5,
6-8).
(2) El texto de Lucas contiene algunos
elementos nuevos en torno a los cuales se desarrolla la discusión de los exégetas.
(3) Como es sabido, en el judaísmo de aquel
período no se formuló claramente una doctrina acerca de la resurrección;
existían sólo las diversas teorías lanzadas por cada una de las escuelas.
Los fariseos,
que cultivaban la especulación teológica, desarrollaron fuertemente la
doctrina sobre la resurrección, viendo alusiones a ella en todos los libros del
Antiguo Testamento. Sin embargo, entendían la futura resurrección de modo
terrestre y primitivo, preanunciando por ejemplo un enorme aumento de la
recolección y de la fertilidad en la vida después de la resurrección.
Los saduceos,
en cambio, polemizaban contra esta concepción, partiendo de la premisa que el
Pentateuco no habla de la escatología. Es necesario también tener presente que
en el siglo I el canon de los libros del Antiguo Testamento no estaba aún
establecido.
El caso presentado por los saduceos ataca
directamente a la concepción farisaica de la resurrección. En efecto, los
saduceos pensaban que Cristo era seguidor de ellos.
La respuesta de Cristo corrige igualmente tanto
la concepción de los fariseos, como la de los saduceos.
(4) Esta expresión no significa: «Dios que era
honrado por Abraham, Isaac y Jacob», sino: «Dios que tenía cuidado
de los Patriarcas y los libraba».
Esta fórmula se vuelve a encontrar en el libro
del Exodo: 3, 6; 3, 15. 16; 4, 5, siempre en el contexto de la promesa de
liberación de Israel: el nombre del Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob es
prenda y garantía de esta liberación.
«Dieu de X est synonyme de secours, de soutien
et d’abri pour Israel». Un sentido semejante se encuentra en el Génesis 49,
24; «Por el poderío del fuerte de Jacob, por el nombre del Pastor de Israel.
En el Dios de tu padre hallarás tu socorro» (cf. Gén 49, 24-25; cf.
también: Gén 24, 27; 26, 24; 28, 13; 32, 10; 46, 3).
Cf. F. Dreyfus, o.p., L’argument
scripturaire de Jesús en faveur de la résurrection des morts (Mc
XII, 26-27). Revue Biblique 66, 1959, 218.
La fórmula: «Dios de Abraham, Isaac y Jacob»,
en la que se citan los tres nombres de los Patriarcas, indicaba en la exégesis
judaica, contemporánea de Jesús, la relación de Dios, con el Pueblo de la
Alianza como comunidad.
Cf. E.
Ellis, Jesús, The Sadducees and Qumram, New Testament Studies 40,
1963-64, 275.
(5) Según nuestro modo actual de comprender
este texto evangélico, el razonamiento de Jesus sólo mira a la inmortalidad;
en efecto, si los Patriarcas viven después de su muerte ya ahora antes de la
resurrección escatológica del cuerpo, entonces la constatación de Jesus mira
a la inmortalidad del alma y no habla de la resurrección del cuerpo.
Pero el razonamiento de Jesús fue dirigido a
los saduceos que no conocian el dualismo del cuerpo y del alma, aceptando sólo
la bíblica unidad sico-física del hombre que es «el cuerpo y el aliento de
vida» Por esto, según ellos, el alma muere juntamente con el cuerpo. La
afirmación de Jesús, según la cual los Patriarcas viven, para los saduceos sólo
podía significar la resurrección con el cuerpo.
(6) No nos detenemos aquí sobre la concepción
de la muerte en el sentido puramente veterotestamentario, sino que tomamos en
consideración la antropología teológica en su conjunto.
66. La resurrección de los cuerpos y la antropología teológica (2-XII-81/6-XII-81)
1. «Porque cuando resuciten de entre los
muertos, ni se casarán ni serán dadas en matrimonio» (Mc 12, 25).
Cristo pronuncia estas palabras, que tienen un significado clave para
la teología del cuerpo, después de haber afirmado, en la conversación con
los saduceos, que la resurrección corresponde a la potencia del Dios viviente.
Los tres Evangelios sinópticos refieren el mismo enunciado, sólo que la versión
de Lucas se diferencia en algunos detalles de la de Mateo y Marcos. Para los
tres es esencial la constatación de que en la futura resurrección los hombres,
después de haber vuelto a adquirir sus cuerpos en la plenitud de la perfección
propia de la imagen y semejanza de Dios -después de haberlos vuelto a adquirir
en su masculinidad y feminidad-, «ni se casarán ni serán dados en matrimonio».
Lucas en el capítulo 20, 34-35 expresa la misma idea con las palabras
siguientes: «Los hijos de este siglo toman mujeres y maridos. Pero los juzgados
dignos de tener parte en aquel siglo y en la resurrección de los muertos, ni
tomarán mujeres ni maridos».
2. Como se deduce de estas palabras, el
matrimonio, esa unión en la que, según dice el libro del Génesis, «el
hombre... se unirá a su mujer y vendrán a ser los dos una sola carne» (2, 24)
-unión propia del hombre desde el «principio»- pertenece exclusivamente a
«este siglo». El matrimonio y la procreación, en cambio, no constituyen
el futuro escatológico del hombre. En la resurrección pierden, por decirlo así,
su razón de ser. Ese «otro siglo», del que habla Lucas (20, 35), significa la
realización definitiva del género humano, la clausura cuantitativa del círculo
de seres que fueron creados a imagen y semejanza de Dios, a fin de que multiplicándose
a través de la conyugal «unidad en el cuerpo» de hombres y mujeres,
sometiesen la tierra. Ese «otro siglo» no es el mundo de la tierra, sino el
mundo de Dios, el cual, como sabemos por la primera Carta de Pablo a los
Corintios, lo llenará totalmente, viniendo a ser «todo en todos» (1 Cor
15, 28).
3. Al mismo tiempo, ese «otro siglo», que
según la Revelación es «el reino de Dios», es también la definitiva y
eterna «patria» del hombre (cf. Flp 3, 20) es la «casa del Padre» (Jn
14, 2). Ese «otro siglo», como nueva patria del hombre, emerge
definitivamente del mundo actual, que es temporal -sometido a la muerte, o sea,
a la destrucción del cuerpo (cf. Gén 3, 19: «al polvo volverás»)- a
través de la resurrección. La resurrección, según las palabras de Cristo
referidas por los sinópticos, significa no sólo la recuperación de la
corporeidad y el establecimiento de la vida humana en su integridad, mediante la
unión del cuerpo con el alma, sino también un estado totalmente nuevo de la
misma vida humana. Hallamos la confirmación de este nuevo estado del cuerpo en
la resurrección de Cristo (cf. Rom 6, 5-11). Las palabras que refieren
los sinópticos (Mt 22, 30; Mc 12, 25; Lc 20, 34-35) volverán
a sonar entonces (esto es, después de la resurrección de Cristo) para aquellos
que las habían oído, diría que casi con una nueva fuerza probativa y, al
mismo tiempo, adquirirán el carácter de una promesa convincente. Sin embargo,
por ahora nos detenemos sobre estas palabras en su fase «pre-pascual», basándonos
solamente en la situación en la que fueron pronunciadas. No cabe duda de que ya
en la respuesta dada a los saduceos, Cristo descubre la nueva condición del
cuerpo humano en la resurrección, y lo hace precisamente mediante una
referencia y un parangón con la condición de la que el hombre había sido
hecho partícipe desde el «principio».
4. Las palabras: «Ni se casarán ni serán
dadas en matrimonio parecen afirmar, a la vez, que los cuerpos humanos,
recuperados y al mismo tiempo renovados en la resurrección, mantendrán su
peculiaridad masculina o femenina y que el sentido de ser varón o mujer en
el cuerpo en el «otro siglo» se constituirá y entenderá de modo
diverso del que fue desde «el principio» y, luego, en toda la dimensión
de la existencia terrena. Las palabras del Génesis, «dejará el hombre a su
padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y vendrán a ser los dos una sola
carne» (2, 24), han constituido desde el principio esa condición y relación
de masculinidad y feminidad que se extiende también al cuerpo, y a la que
justamente es necesario definir «conyugal» y al mismo tiempo «procreadora» y
«generadora»; efectivamente, está unida con la bendición de la fecundidad,
pronunciada por Dios (Elohim) en la creación del hombre «varón
y mujer» (Gén 1, 27). Las palabras pronunciadas por Cristo sobre la
resurrección nos permiten deducir que la dimensión de masculinidad y feminidad
-esto es, el ser en el cuerpo varón y mujer- quedara nuevamente constituida
juntamente con la resurrección del cuerpo en el «otro siglo».
5. ¿Se puede decir algo aún más detallado
sobre este tema? Sin duda, las palabras de Cristo referidas por los sinópticos
(especialmente en la versión de Lc 20, 27-40) nos autorizan a esto.
Efectivamente, allí leemos que (los juzgados dignos de tener parte en aquel
siglo y en la resurrección de los muertos... ya no pueden morir y son
semejantes a los ángeles e hijos de Dios, siendo hijos de la resurrección»
(Mateo y Marcos dicen sólo que «serán como ángeles en los cielos»). Este
enunciado permite sobre todo deducir una espiritualización del hombre según
una dimensión diversa de la de la vida terrena (e incluso diversa de la del
mismo «principio»). Es obvio que aquí no se trata de transformación de la
naturaleza del hombre en la angélica, esto es, puramente espiritual. El
contexto indica claramente que el hombre conservará en el «otro siglo» la
propia naturaleza humana, psicosomática. Si fuese de otra manera, carecería de
sentido hablar de resurrección.
Resurrección significa restitución a la
verdadera vida de la corporeidad humana, que fue sometida a la muerte en su fase
temporal. En la expresión de Lucas (20, 36) citada hace un momento (y en la de
Mateo 22, 30, y Marcos 12, 25) se trata ciertamente de la naturaleza humana, es
decir, psicosomática. La comparación con los seres celestes, utilizada en el
contexto, no constituye novedad alguna en la Biblia. Entre otros, ya el Salmo,
exaltando al hombre como obra del Creador, dice: «Lo hiciste poco inferior a
los ángeles» (Sal 8, 6). Es necesario suponer que en la resurrección
esta semejanza se hará mayor: no a través de una desencarnación del hombre,
sino mediante otro modo (incluso, se podría decir: otro grado) de
espiritualización de su naturaleza somática, esto es, mediante otro «sistema
de fuerzas» dentro del hombre. La resurrección significa una nueva sumisión
del cuerpo al espíritu.
6. Antes de disponernos a desarrollar este
tema, conviene recordar que la verdad sobre la resurrección tuvo un significado-clave
para la formación de toda la antropología teológica, que
podría ser considerada sencillamente como «antropología de la resurrección».
La reflexión sobre la resurrección hizo que Santo Tomás de Aquino
omitiera en su antropología metafísica (y a la vez teológica) la concepción
filosófica de Platón sobre la relación entre el alma y el cuerpo y se
acercara a la concepción de Aristóteles. En efecto, la resurrección da
testimonio, al menos indirectamente, de que el cuerpo, en el conjunto del
compuesto humano, no está sólo temporalmente unido con el alma (como su «prisión»
terrena, cual juzgaba Platón), sino que juntamente con el alma constituye la
unidad e integridad del ser humano. Precisamente esto enseñaba Aristóteles, de
manera distinta que Platón. Si Santo Tomás aceptó en su antropología la
concepción de Aristóteles, lo hizo teniendo a la vista la verdad de la
resurrección. Efectivamente, la verdad sobre la resurrección afirma con
claridad que la perfección escatológica y la felicidad del hombre no pueden
ser entendidas como un estado del alma sola, separada (según Platón: liberada)
del cuerpo, sino que es preciso entenderla como el estado del hombre
definitiva y perfectamente «integrado», a través de una unión
tal del alma con el cuerpo, que califica y asegura definitivamente esta
integridad perfecta.
Aquí interrumpimos nuestra reflexión sobre
las palabras pronunciadas por Cristo acerca de la resurrección. La gran riqueza
de los contenidos encerrados en estas palabras nos llevará a volver sobre ellas
en las ulteriores consideraciones.
67. Espiritualización y divinización del hombre en la resurrección de los cuerpos (9-XII-81/13-XII-81)
1. «En la resurrección... ni se casarán ni
se darán en casamiento, sino que serán como ángeles en el cielo» (Mt 22,
30, análogamente Mc 12, 25). «Son semejantes a los ángeles e hijos de
Dios, siendo hijos de la resurrección» (Lc 20, 36).
Tratemos de comprender estas palabras de
Cristo referentes a la resurrección futura, para sacar de ellas una conclusión
sobre la espiritualización del hombre, diferente de la vida
terrena. Se podría hablar aquí incluso de un sistema perfecto de fuerzas en
las relaciones recíprocas entre lo que en el hombre es espiritual y lo que es
corpóreo. El hombre «histórico», como consecuencia del pecado original,
experimenta una imperfección múltiple de este sistema de fuerzas, que se
manifiesta en las bien conocidas palabras de San Pablo: «Siento otra ley en mis
miembros que repugna a la ley de mi mente» (Rom 7, 23).
El hombre «escatológico» estará libre de
esa «oposición». En la resurrección el cuerpo volverá a la perfecta unidad
y armonía con el espíritu: el hombre no experimentará más la oposición
entre lo que en él es espiritual y lo que es corpóreo. La «espiritualización»
significa no sólo que el espíritu dominará al cuerpo, sino, diría, que
impregnará plenamente al cuerpo, y que las fuerzas del espíritu
impregnarán las energías del cuerpo.
2. En la vida terrena, el dominio del espíritu
sobre el cuerpo -y la simultánea subordinación del cuerpo al espíritu-, como
fruto de un trabajo perseverante sobre sí mismo, puede expresar una
personalidad espiritualmente madura; sin embargo, el hecho de que las energías
del espíritu logren dominar las fuerzas del cuerpo, no quita la
posibilidad misma de su recíproca oposición. La «espiritualización», a la
que aluden los Evangelios sinópticos (Mt 22, 30; Mc 12, 25; Lc
20, 34-35) en los textos aquí analizados, está ya fuera de esta posibilidad.
Se trata, pues, de una espiritualización perfecta, en la que queda
completamente eliminada la posibilidad de que «otra ley luche
contra la ley de la... mente» (cf. Rom 7, 23). Este estado que
-como es claro- se diferencia esencialmente (y no sólo en grado) de lo que
experimentamos en la vida terrena, no significa, sin embargo, «desencarnación»
alguna del cuerpo ni, consiguientemente, una «deshumanización» del hombre. Más
aún, significa, por el contrario, su «realización» perfecta. Efectivamente,
en el ser compuesto, sicosomático, que es el hombre, la perfección no puede
consistir en una oposición recíproca del espíritu y del cuerpo, sino en una
profunda armonía entre ellos, salvaguardando el primado del espíritu. En
el «otro mundo», este primado se realizará y manifestará en una
espontaneidad perfecta, carente de oposición alguna por parte del cuerpo. Sin
embargo, esto no hay que entenderlo como una «victoria» definitiva del espíritu
sobre el cuerpo. La resurrección consistirá en la perfecta participación por
parte de todo lo corpóreo del hombre en lo que en él es espiritual. Al mismo
tiempo consistirá en la realización perfecta de lo que en el hombre es
personal.
3. Las palabras de los sinópticos atestiguan
que el estado del hombre en el «otro mundo» será no sólo un estado de
perfecta espiritualización, sino también de fundamental «divinización» de
su humanidad. Los «hijos de la resurrección» -como leemos en Lucas 20, 36- no
sólo «son semejantes a los ángeles», sino que también «son hijos de Dios».
De aquí se puede sacar la conclusión de que el grado de la espiritualización,
propia del hombre «escatológico», tendrá su fuente en el grado de su «divinización»,
incomparablemente superior a la que se puede conseguir en la vida terrena. Es
necesario añadir que aquí se trata no sólo de un grado diverso, sino en
cierto sentido de otro género de «divinización». La participación en la
naturaleza divina, la participación en la vida íntima de Dios mismo, penetración
e impregnación de lo que es esencialmente humano por parte de lo que es
esencialmente divino, alcanzará entonces su vértice, por lo cual la vida del
espíritu humano llegará a una plenitud tal, que antes le era absolutamente
inaccesible. Esta nueva espiritualización será, pues, fruto de la gracia, esto
es, de la comunicación de Dios, en su misma divinidad, no sólo al alma,
sino a toda la subjetividad psicosomática del hombre. Hablamos aquí de
la «subjetividad» (y no sólo de la «naturaleza»), porque esa divinización
se entiende no sólo como un «estado interior» del hombre (esto es, del
sujeto), capaz de ver a Dios «cara a cara», sino también como una nueva
formación de toda la subjetividad personal del hombre a medida de la unión con
Dios en su misterio trinitario y de la intimidad con El en perfecta comunión de
las personas. Esta intimidad -con toda su intensidad subjetiva- no absorberá la
subjetividad personal del hombre, sino, al contrario, la hará resaltar en
medida incomparablemente mayor y más plena.
4. La «divinización» en el «otro mundo»,
indicada por las palabras de Cristo, aportará al espíritu humano una tal «gama
de experiencias» de la verdad y del amor, que el hombre nunca habría podido
alcanzar en la vida terrena. Cuando Cristo habla de la resurrección, demuestra
al mismo tiempo que en esta experiencia escatológica de la verdad y del amor,
unida a la visión de Dios «cara a cara», participará también, a su modo; el
cuerpo humano. Cuando Cristo dice que los que participen en la resurrección
futura «ni se casarán ni serán dadas en matrimonio» (Mc 12, 25), sus
palabras -como ya hemos observado antes- afirman no sólo el final de la
historia terrena, vinculada al matrimonio y a la procreación, sino también
parecen descubrir el nuevo significado del cuerpo. En este caso ¿es quizá
posible pensar -a nivel de escatología bíblica- en el descubrimiento
del significado «esponsalicio» del cuerpo, sobre todo como
significado «virginal» de ser, en cuanto al cuerpo, varón y mujer?
Para responder a esta pregunta, que surge, de las palabras referidas por los sinópticos,
conviene penetrar más a fondo en la esencia misma de lo que será la visión
beatífica del Ser Divino, visión de Dios «cara a cara» en la vida futura. Es
preciso también dejarse guiar por esa «gama de experiencias» de la verdad y
del amor, que sobrepasa los límites de las posibilidades cognoscitivas y
espirituales del hombre en la temporalidad, y de la que será participe en el «otro
mundo».
5. Esta «experiencia escatológica» del Dios
viviente concentrará en sí no sólo todas las energías espirituales del
hombre, sino que, al mismo tiempo, le descubrirá, de modo vivo y experimental,
la «comunicación» de Dios a toda la creación y, en particular, al
hombre; lo cual es el «don» más personal de Dios, en su misma divinidad, al
hombre: a ese ser, que desde el principio lleva en sí la
imagen y semejanza de El. Así, pues, en el «otro mundo» el objeto de la «visión»
será ese misterio escondido desde la eternidad en el Padre, misterio que en el
tiempo ha sido revelado en Cristo, para realizarse incesantemente por obra del
Espíritu Santo; ese misterio se convertirá, si nos podemos expresar así,
en el contenido de la experiencia escatológica y en la «forma de toda la
existencia humana en las dimensiones del «otro mundo». La vida eterna hay que
entenderla en sentido escatológico, esto es, como plena y perfecta experiencia
de esa gracia (= charis) de Dios, de la que el hombre se hace partícipe
mediante la fe, durante la vida terrena, y que, en cambio, no sólo deberá
revelarse a los que participarán del «otro mundo» en toda su penetrante
profundidad, sino ser también experimentada en su realidad beatificante.
Suspendemos aquí nuestra reflexión centrada
en las palabras de Cristo, relativas a la futura resurrección de los cuerpos.
En esta «espiritualización» y «divinización», de las que el hombre
participará en la resurrección, descubrimos -en una dimensión escatológica-
las mismas características que calificaban el significado «esponsalicio» del
cuerpo; las descubrimos en el encuentro con el misterio del Dios viviente, que
se revela mediante la visión de El «cara a cara».
68. La comunión escatológica del hombre con Dios (16-XII-81/20-XII-81)
1. «En la resurrección... ni se casarán ni
se darán en casamiento, sino que serán como ángeles en el cielo» (Mt
22, 30, análogamente Mc 12, 25). «...son semejantes a los ángeles e
hijos de Dios, siendo hijos de la resurrección» (Lc 20, 36).
La comunión (communio) escatológica
del hombre con Dios, constituida gracias al amor de una perfecta unión, estará
alimentada por la visión «cara a cara»: la contemplación de esa
comunión más perfecta, puramente divina, que es la comunión trinitaria de
las Personas divinas en la unidad de la misma divinidad.
2. Las palabras de Cristo, referidas por los
Evangelios sinópticos, nos permiten deducir que los que participen del «otro
mundo» conservarán -en esta unión con el Dios vivo, que brota de la visión
beatífica de su unidad y comunión trinitaria- no sólo su auténtica
subjetividad, sino que la adquirirán en medida mucho más perfecta que en la
vida terrena. Así quedará confirmada, además, la ley del orden integral de la
persona, según el cual la perfección de la comunión no sólo está
condicionada por la perfección o madurez espiritual del sujeto, sino también,
a su vez, la determina. Los que participarán en el «mundo futuro», esto es,
en la perfecta comunión con el Dios vivo, gozarán de una subjetividad
perfectamente madura. Si en esta perfecta subjetividad, aun conservando en su
cuerpo resucitado, es decir, glorioso, la masculinidad y la feminidad, «no
tomarán mujer ni marido», esto se explica no sólo porque ha terminado
la historia, sino también -y sobre todo- por la «autenticidad escatológica»
de la respuesta a esa «comunicación» del Sujeto Divino, que constituirá
la experiencia beatificante del don de sí mismo por parte de Dios,
absolutamente superior a toda experiencia propia de la vida terrena.
3. El recíproco don de sí mismo a Dios -don
en el que el hombre concentrará y expresará todas las energías de la propia
subjetividad personal y, a la vez psicosomática- será la respuesta al don de sí
mismo por parte de Dios al hombre (1). En este recíproco don de sí mismo por
parte del hombre, don que se convertirá, hasta el fondo y definitivamente, en
beatificante, como respuesta digna de un sujeto personal al don de sí por parte
de Dios, la «virginidad», o mejor, el estado virginal del cuerpo se manifestará
plenamente como cumplimiento escatológico del significado «esponsalicio» del
cuerpo, como el signo específico y la expresión auténtica de toda la
subjetividad personal. Así, pues, esa situación escatológica, en la que «no
tomarán mujer ni marido», tiene su fundamento sólido en el estado futuro del
sujeto personal, cuando, después de la visión de Dios «cara a cara», nacerá
en él un amor de tal profundidad y fuerza de concentración en Dios mismo,
que absorberá completamente toda su subjetividad psicosomática.
4. Esta concentración del conocimiento («visión»)
y del amor en Dios mismo -concentración que no puede ser sino la plena
participación en la vida íntima de Dios, esto es, en la misma realidad
Trinitaria- será, al mismo tiempo, el descubrimiento, en Dios, de todo el «mundo»
de las relaciones, constitutivas de su orden perenne («cosmos»). Esta
concentración será, sobre todo, el descubrimiento de sí por parte del hombre,
no sólo en la profundidad de la propia persona, sino también en la unión que
es propia del mundo de las personas en su constitución psicosomática.
Ciertamente ésta es una unión de comunión. La concentración del conocimiento
y del amor sobre Dios mismo en la comunión trinitaria de las Personas puede
encontrar una respuesta beatifica en los que llegarán a ser partícipes del «otro
mundo», únicamente a través de la realización de la comunión recíproca
proporcionada a personas creadas. Y por esto profesamos la fe en la «comunión
de los Santos» (communio sanctorum) y la profesamos en conexión orgánica
con la fe en la «resurrección de los muertos». Las palabras con las que
Cristo afirma que en el «otro mundo... no tomarán mujer ni marido»,
constituyen la base de estos contenidos de nuestra fe y, al mismo tiempo,
requieren una adecuada interpretación precisamente a la luz de la fe. Debemos
pensar en la realidad del «otro mundo» con las categorías del descubrimiento
de una nueva, perfecta subjetividad de cada uno y, a la vez, del descubrimiento
de una nueva, perfecta intersubjetividad de todos. Así, esta realidad significa
el verdadero y definitivo cumplimiento de la subjetividad humana y sobre esta
base la definitiva realización del significado «esponsalicio» del cuerpo. La
total concentración de la subjetividad creada, redimida y glorificada, en Dios
mismo no apartará al hombre de esta realización, sino que, por el contrario,
lo introducirá y lo consolidará en ella. Finalmente, se puede decir que así
la realidad escatológica se convertirá en fuente de la perfecta realización
del «orden trinitario» en el mundo creado de las personas.
5. Las palabras con las que Cristo se remite a
la resurrección futura -palabras confirmadas de modo singular por su resurrección-
completan lo que en las reflexiones precedentes solíamos llamar «revelación
del cuerpo».
Esta revelación penetra de algún modo en el
corazón mismo de la realidad que experimentamos, y esta realidad es, sobre
todo, el hombre, su cuerpo, el cuerpo del hombre «histórico». A la vez, esta
revelación nos permite sobrepasar la esfera de esta experiencia en dos
direcciones. Ante todo, en la dirección de ese «principio», al que Cristo
hace referencia en su conversación con los fariseos respecto a la
indisolubilidad del matrimonio (cf. Mt 19, 3-9); en segundo lugar, en la
dirección del «otro mundo», sobre el que el Maestro llama la atención de sus
oyentes en presencia de los saduceos, que «niegan la resurrección» (Mt 22,
23) Estas dos «aplicaciones de la esfera» de la experiencia del cuerpo (así
se puede decir) no son completamente accesibles a nuestra comprensión
(obviamente teológica) del cuerpo. Lo que es el cuerpo humano en el ámbito
de la experiencia histórica del hombre, no queda totalmente anulado por esas
dos dimensiones de su existencia, reveladas mediante la palabra de Cristo.
6. Es claro que aquí se trata no tanto del «cuerpo»
en abstracto, sino del hombre que es a la vez espiritual y corpóreo.
Prosiguiendo en las dos direcciones indicadas por la palabra de Cristo, y
volviendo a la consideración de la experiencia del cuerpo en la dimensión de
nuestra existencia terrena (por lo tanto, en la dimensión histórica), podemos
hacer una cierta reconstrucción teológica de lo que habría podido ser la
experiencia del cuerpo según el «principio» revelado del hombre, y también
de lo que el será en la dimensión del «otro mundo». La posibilidad de esta
reconstrucción, que amplía nuestra experiencia del hombre-cuerpo, indica, al
menos indirectamente, la coherencia de la imagen teológica del hombre en
estas tres dimensiones, que concurren juntamente a la constitución de la
teología del cuerpo.
(1) «En la concepción bíblica se trata de
una inmortalidad ‘dialogística’ (resurrección), es decir, la inmortalidad
no resulta simplemente del no poder morir de lo indivisible, sino de la acción
salvadora del amante que tiene poder para hacer inmortal. El hombre no puede,
por tanto, perecer totalmente, porque es conocido y amado por Dios. Si todo amor
quiere eternidad, el amor de Dios no sólo quiere, sino que opera y es
inmortalidad... Puesto que la inmortalidad en el pensamiento bíblico no procede
del propio poder de lo indestructible en sí mismo, sino del hecho de haber
entrado en diálogo con el Creador, debe llamarse resurrección (en sentido
pasivo)...» (J. Ratzinger. «Resurrección de la carne - aspecto teológico, en
Sacramentum Mundi, vol. VI. Barcelona, 1976, edit. Herder, págs.
74-75).
69. Los hijos de la resurrección (13-I-82/17-I-82)
1. «Cuando resuciten... ni se casará ni serán
dadas en matrimonio, sino que serán como ángeles en los cielos» (Mc
12, 25, análogamente Mt 22, 30). «...Son semejantes a los ángeles e
hijos de Dios, siendo hijos de la resurrección» (Lc 20, 36).
Las palabras con las que Cristo se refiere a
la futura resurrección -palabras confirmadas de modo singular con su propia
resurrección-, completan lo que en las presentes reflexiones hemos venido
llamando «revelación del cuerpo». Esta revelación penetra, por así decirlo,
en el corazón mismo de la realidad que experimentamos, y esta realidad es,
sobre todo, el hombre, su cuerpo: el cuerpo del hombre «histórico». A la vez,
dicha revelación nos permite superar la esfera de esta experiencia en dos
direcciones. Primero, en la dirección del «principio» al que Cristo se
refiere en su conversación con los fariseos respecto a la indisolubilidad del
matrimonio (cf. Mt 19, 3-8): luego, en la dirección del «mundo futuro»,
al que el Maestro orienta los espíritus de sus oyentes en presencia de los
saduceos, que «niegan la resurrección» (Mt 22, 23).
2. El hombre no puede alcanzar, con los solos
métodos empíricos y racionales, ni la verdad sobre ese «principio» del que
habla Cristo, ni la verdad escatológica. Sin embargo, ¿acaso no se puede
afirmar que el hombre lleva, en cierto sentido, estas dos dimensiones en lo
profundo de la experiencia del propio ser, o mejor que de algún modo está
encaminado hacia ellas como hacia dimensiones que justifican plenamente el
significado mismo de su ser cuerpo, esto es, de su ser hombre «carnal»? Por lo
que se refiere a la dimensión escatológica, ¿acaso no es verdad que la muerte
misma y la destrucción del cuerpo pueden conferir al hombre un significado
elocuente sobre la experiencia en la que se realiza el sentido personal de la
existencia? Cuando Cristo habla de la resurrección futura, sus palabras no caen
en el vacío. La experiencia de la humanidad, y especialmente la experiencia del
cuerpo, permiten al oyente unir a esas palabras la imagen de su nueva existencia
en el «mundo futuro», a la que la experiencia terrena suministra el substrato
y la base. Es posible una reconstrucción teológica correlativa.
3. Para la construcción de esta imagen -que,
en cuanto al contenido, corresponde al artículo de nuestra profesión de fe: «creo
en la resurrección de los muertos»- contribuye en gran manera la conciencia de
que hay una conexión entre la experiencia terrena y toda la dimensión del «principio»
bíblico del hombre en el mundo. Si en el principio Dios «los creó varón y
mujer» (Gén 1, 27), si en esta dualidad relativa al cuerpo previó
también una unidad tal, por la que «serán una sola carne» (Gén 2,
24), si vinculó esta unidad a la bendición de la fecundidad, o sea, de la
procreación (cf. Gén 1, 29), y si ahora, al hablar ante los saduceos de
la futura resurrección, Cristo explica que en el «otro mundo» «no tomarán
mujer ni marido», entonces está claro que se trata aquí de un desarrollo de
la verdad sobre el hombre mismo. Cristo señala su identidad, aunque esta
identidad se realice en la experiencia escatológica de modo diverso respecto
a la experiencia del «principio» mismo y de toda la historia. Y sin
embargo, el hombre será siempre el mismo, tal como salió de las manos de su
Creador y Padre. Cristo dice: «No tomarán mujer ni marido», pero no afirma
que este hombre del «mundo futuro» no será ya varón ni mujer, como lo fue «desde
el principio». Es evidente, pues, que el significado de ser, en cuanto al
cuerpo, varón o mujer en el «mundo futuro», hay que buscarlo fuera del
matrimonio y de la procreación, pero no hay razón alguna para buscarlo fuera
de lo que (independientemente de la bendición de la procreación) se deriva del
misterio mismo de la creación y que luego forma también la más profunda
estructura de la historia del hombre en la tierra, ya que esta historia ha
quedado profundamente penetrada por el misterio de la redención.
4. En su situación originaria, el hombre,
pues, está solo y, a la vez, se convierte en varón y mujer:
unidad de los dos. En su soledad «se revela» a sí como persona para revelar
simultáneamente, en la unidad de los dos, la comunión de las personas. En uno
o en otro estado, el ser humano se constituye como imagen y semejanza de Dios.
Desde el principio el hombre es también cuerpo entre los cuerpos, y en la
unidad de los dos se convierte en varón y mujer, descubriendo el
significado «esponsalicio» de su cuerpo a medida de sujeto personal. Luego el
sentido de ser cuerpo y, en particular, de ser en el cuerpo varón y mujer, se
vincula con el matrimonio y la procreación (es decir, con la paternidad y la
maternidad). Sin embargo, el significado originario y fundamental de
ser cuerpo, como también de ser, en cuanto cuerpo, varón y mujer -es
decir, precisamente el significado «esponsalicio»- está unido con el hecho
de que el hombre es creado como persona y llamado a la vida «in
communione personarum». El matrimonio y la procreación en sí misma no
determinan definitivamente el significado originario y fundamental del ser
cuerpo ni del ser, en cuanto cuerpo, varón y mujer. El matrimonio y la
procreación solamente dan realidad concreta a ese significado en las
dimensiones de la historia. La resurrección indica el final de la dimensión
histórica. Y he aquí que las palabras «cuando resuciten de entre los
muertos... ni se casarán ni serán dadas en matrimonio» (Mc 12, 25)
expresan unívocamente no sólo qué significado no tendrá el cuerpo humano en
el «mundo futuro», sino que nos permiten también deducir que ese significado
«esponsalicio» del cuerpo en la resurrección en la vida futura corresponderá
de modo perfecto tanto al hecho de que el hombre, como varón-mujer, es persona
creada a «imagen y semejanza de Dios», como al hecho de que esta imagen se
realiza en la comunión de las personas. El significado «esponsalicio» de ser
cuerpo se realizará, pues, como significado perfectamente personal y
comunitario a la vez.
5. Al hablar del cuerpo glorificado por
medio de la resurrección en la vida futura, pensamos en el hombre, varón-mujer,
en toda la verdad de su humanidad: el hombre que, juntamente con la
experiencia escatológica del Dios vivo (en la visión «cara a cara»),
experimentará precisamente este significado del propio cuerpo. Se tratará
de una experiencia totalmente nueva y, a la vez, no será extraña, en modo
alguno, a aquello en lo que el hombre ha tenido parte «desde el principio», y
ni siquiera a aquello que, en la dimensión histórica de su existencia, ha
constituido en él la fuente de la tensión entre el espíritu y el cuerpo, y
que se refiere más que nada precisamente al significado procreador del cuerpo y
del sexo. El hombre del «mundo futuro» volverá a encontrar en esta nueva
experiencia del propio cuerpo precisamente la realización de lo que
llevaba en sí perenne e históricamente, en cierto sentido, como heredad y, aun
más, como tarea y objetivo, como contenido del ethos.
6. La glorificación del cuerpo, como
fruto escatológico de su espiritualización divinizante, revelará el valor
definitivo de lo que desde el principio debía ser un signo distintivo de la
persona creada en el mundo visible, como también un medio de la comunicación
recíproca entre las personas y una expresión auténtica de la verdad y del
amor, por los que se construye la communio personarum. Ese perenne
significado del cuerpo humano, al que la existencia de todo hombre, marcado por
la heredad de la concupiscencia, ha acarreado necesariamente una serie de
limitaciones, luchas y sufrimientos, se descubrirá entonces de nuevo, y se
descubrirá en tal sencillez y esplendor, a la vez, que cada uno de los
participantes del «otro mundo» volverá a encontrar en su cuerpo
glorificado la fuente de la libertad del don. La perfecta «libertad de los
hijos de Dios» (cf. Rom 8, 14) alimentará con ese don también cada una
de las comuniones que constituirán la gran comunidad de la comunión de los
santos.
7. Resulta demasiado evidente que -a base de
las experiencias y conocimientos del hombre en la temporalidad, esto es, en «este
mundo»- es difícil construir una imagen plenamente adecuada del «mundo
futuro». Sin embargo, al mismo tiempo, no hay duda de que, con la ayuda de las
palabras de Cristo, es posible y asequible, al menos, una cierta aproximación a
esta imagen. Nos servimos de esta aproximación teológica, profesando nuestra
fe en la «resurrección de los muertos» y en la «vida eterna», como también
la fe en la «comunión de los santos», que pertenece a la realidad del «mundo
futuro».
8. Al concluir esta parte de nuestras
reflexiones, conviene constatar una vez más que las palabras de Cristo
referidas por los Evangelios sinópticos (Mt 22, 30; Mc 12, 25; Lc
20, 34-35) tienen un significado determinante no sólo por lo que
concierne a las palabras del libro del Génesis (a las que Cristo se refiere en
otra circunstancia), sino también por lo que respecta a toda la Biblia. Estas
palabras nos permiten, en cierto sentido, revisar de nuevo -esto es, hasta el
fondo- todo el significado revelado del cuerpo, el significado de ser hombre, es
decir, persona «encarnada», de ser, en cuanto cuerpo, varón-mujer. Estas
palabras nos permiten comprender lo que puede significar, en la dimensión
escatológica del «otro mundo», esa unidad en la humanidad, que ha sido
constituida «en el principio» y que las palabras del Génesis 2, 24 («el
hombre... se unirá a su mujer y los dos serán una sola carne»), pronunciadas
en el acto de la creación del hombre como varón y mujer, parecían orientar,
si no completamente, al menos, en todo caso, de manera especial hacia «este
mundo». Dado que las palabras del libro del Génesis eran como el umbral de
toda la teología del cuerpo -umbral sobre el que se basó Cristo en su enseñanza
sobre el matrimonio y su indisolubilidad- entonces hay que admitir que sus
palabras referidas por los sinópticos son como un nuevo umbral de esta verdad
integral sobre el hombre, que volvemos a encontrar en la Palabra revelada de
Dios. Es indispensable que nos detengamos en este umbral, si queremos que
nuestra teología del cuerpo -y también nuestra «espiritualidad del cuerpo»-
puedan servirse de ellas como de una imagen completa.
70. La antropología paulina de la resurrección (27-I-82/31-I-82)
1. Durante los capítulos precedentes hemos
reflexionado sobre las palabras de Cristo acerca del «otro mundo», que emergerá
juntamente con la resurrección de los cuerpos.
Esas palabras tuvieron una resonancia
singularmente intensa en la enseñanza de San Pablo. Entre la respuesta dada a
los saduceos, transmitida por los Evangelios sinópticos (cf. Mt 22, 30; Mc
12, 25; Lc 20, 35-36), y el apostolado de Pablo tuvo lugar ante todo el
hecho de la resurrección de Cristo mismo y una serie de encuentros con el
Resucitado, entre los cuales hay que contar, como último eslabón, el evento
ocurrido en ]as cercanías de Damasco. Saulo o Pablo de Tarso que, una vez
convertido, vino a ser el «Apóstol de los Gentiles», tuvo también la
propia experiencia postpascual, análoga a la de los otros Apóstoles. En la
base de su fe en la resurrección que él expresa sobre todo en la primera Carta
a los Corintios (capítulo 15) está ciertamente ese encuentro con el
Resucitado, que se convirtió en el comienzo y fundamento de su apostolado.
2. Es difícil resumir aquí y comentar
adecuadamente la estupenda y amplia argumentación del capítulo 15 de la
primera Carta a los Corintios en todos sus pormenores. Resulta significativo
que, mientras Cristo con las palabras referidas por los Evangelios sinópticos
respondía a los saduceos, que «niegan la resurrección» (Lc 20. 27), Pablo,
por su parte, responde, o mejor, polemiza (según su temperamento) con los que
le contestan (1). Cristo, en su respuesta (pre-pascual) no hacía referencia a
la propia resurrección, sino que se remitía a la realidad fundamental de la
Alianza veterotestamentaria, a la realidad de Dios vivo, que está en la base
del convencimiento sobre la posibilidad de la resurrección: el Dios vivo «no
es Dios de muertos, sino de vivos» (Mc 12, 27). Pablo, en su argumentación
postpascual sobre la resurrección futura, se remite sobre todo a la realidad y
a la verdad de la resurrección de Cristo. Más aún, defiende esta verdad
incluso como fundamento de la fe en su integridad: «...Si Cristo no resucitó,
vana es nuestra predicación. Vana nuestra fe... Pero no; Cristo ha resucitado
de entre los muertos» (1 Cor 15, 14, 20).
3. Aquí nos encontramos en la misma línea de
la Revelación: la resurrección de Cristo es la última y más plena
palabra de la autorrevelación del Dios vivo como «Dios no de muertos,
sino de vivos» (Mc 12, 27). Es la última y más plena confirmación
de la verdad sobre Dios que desde el principio se manifiesta a través de esta
Revelación. Además, la resurrección es la respuesta del Dios de la vida a lo
inevitable histórico de la muerte, a la que el hombre está sometido desde el
momento de la ruptura de la primera Alianza y que, juntamente con el pecado,
entró en su historia. Esta respuesta acerca de la victoria lograda sobre la
muerte, está ilustrada por la primera Carta a los Corintios (capítulo 15) con
una perspicacia singular, presentando la resurrección de Cristo como el
comienzo de ese cumplimiento escatológico, en el que por El y en El todo
retornará al Padre, todo le será sometido, esto es, entregado de nuevo
definitivamente, para que «Dios sea todo en todos» (1 Cor 15, 28). Y
entonces -en esta definitiva victoria sobre el pecado, sobre lo que contraponía
la criatura al Creador- será vencida también la muerte: «El último enemigo
reducido a la nada será la muerte» (1 Cor 15, 26).
4. En este contexto se insertan las palabras
que pueden ser consideradas síntesis de la antropología paulina
concerniente a la resurrección. Y sobre estas palabras convendrá que
nos detengamos aquí más largamente. En efecto, leemos en la primera Carta a
los Corintios 15, 42-46, acerca de la resurrección de los muertos: «Se
siembra en corrupción y se resucita en corrupción. Se siembra en ignominia y
se levanta en gloria. Se siembra en flaqueza y se levanta en poder. Se siembra
cuerpo animal y se levanta cuerpo espiritual. Pues si hay un cuerpo animal,
también lo hay espiritual. Que por eso está escrito: El primer hombre, Adán,
fue hecho alma viviente; el último Adán, espíritu vivificante. Pero no es
primero lo espiritual, sino lo animal: después lo espiritual».
5. Entre esta antropología paulina de la
resurrección y la que emerge del texto de los Evangelios sinópticos (cf. Mt
22, 30; Mc 12, 25; Lc 20, 35-36), hay una coherencia esencial, sólo
que el texto de la primera Carta a los Corintios está más desarrollado. Pablo
profundiza en lo que había anunciado Cristo, penetrando, a la vez, en los
varios aspectos de esa verdad que las palabras escritas por los sinópticos
expresaban de modo conciso y sustancial. Además, es significativo en el texto
paulino que la perspectiva escatológica del hombre, basada sobre la fe
«en la resurrección de los muertos», está unida con la referencia al «principio»,
como también con la profunda conciencia de la situación «histórica»
del hombre. El hombre al que Pablo se dirige en la primera Carta a los
Corintios y que se opone (como los saduceos) a la posibilidad de la resurrección,
tiene también su experiencia («histórica») del cuerpo, y de esta experiencia
resulta con toda claridad que el cuerpo es «corruptible», «débil», «animal»,
«innoble».
6. A este hombre, destinatario de su escrito
tanto -en la comunidad de Corinto, como también, diría, en todos los tiempos-,
Pablo lo confronta con Cristo, resucitado, «el último Adán». Al hacerlo así,
le invita, en cierto sentido, a seguir las huellas de la propia experiencia
postpascual. A la vez le recuerda «el primer Adán», o sea, le induce a
dirigirse al «principio»« a esa primera verdad acerca del hombre y el mundo,
que está en la base de la revelación del misterio de Dios vivo. Así, pues,
Pablo reproduce en su síntesis todo lo que Cristo había anunciado, cuando
se remitió, en tres momentos diversos, al «principio» en la conversación con
los fariseos (cf. Mt 19, 3-8; Mc 10, 2-9); al «corazón» humano,
como lugar de lucha con las concupiscencias en el interior del hombre, durante
el Sermón de la montaña (cf. Mt 5, 27); y a la resurrección como
realidad del «otro mundo», en la conversación con los saduceos (cf. Mt 22,
30; Mc 12, 25; Lc 20, 35-36).
7. Al estilo de la síntesis de Pablo
pertenece, pues, el hecho de que ella hunde sus raíces en el conjunto del
misterio revelado de la creación y de la redención, en el que se desarrolla y
a cuya luz solamente se explica. La creación del hombre, según el relato bíblico,
es una vivificación de la materia mediante el espíritu, gracias al cual «el
primer Adán... fue hecho alma viviente» (1 Cor 15, 45). El texto
paulino repite aquí las palabras del libro del Génesis 2, 7, es decir, del
segundo relato de la creación del hombre (llamado: relato Yahvista). Por la
misma fuente se sabe que esta originaria «animación del cuerpo» sufrió una
corrupción a causa del pecado. Aunque en este punto de la primera Carta a los
Corintios el autor no hable directamente del pecado original, sin embargo, la
serie de definiciones que atribuye al cuerpo del hombre histórico, escribiendo
que es «corruptible.. débil... animal... innoble...», indica suficientemente
lo que, según la Revelación es consecuencia del pecado, lo que el mismo Pablo
llamará en otra parte «esclavitud de la corrupción» (Rom 8, 21). A
esta «esclavitud de la corrupción» está sometida indirectamente toda la
creación a causa del pecado del hombre, el cual fue puesto por el Creador
en medio del mundo visible para que «dominase» (cf. Gén 1, 28). De este
modo el pecado del hombre tiene una dimensión no sólo interior, sino también
cósmica. Y según esta dimensión, el cuerpo -al que Pablo (de acuerdo con su
experiencia) caracteriza como «corruptible... débil... animal... innoble»-
manifiesta en sí el estado de la creación después del pecado. Esta creación,
en efecto, «gime y siente dolores de parto» (Rom 8, 22). Sin
embargo, como los dolores del parto van unidos al deseo del nacimiento, a la
esperanza de un nuevo hombre, así también toda la creación espera «con
impaciencia la manifestación de los hijos de Dios... con la esperanza de que
también ella será libertada de la servidumbre de la corrupción para
participar en la libertad de la gloria de los hijos de Dios» (Rom 8,
19-21).
8. A través de este contexto «cósmico» de
la afirmación contenida en la Carta a los Romanos -en cierto sentido, a través
del «cuerpo de todas las criaturas», tratamos de comprender hasta el fondo la
interpretación paulina de la resurrección. Si esta imagen del cuerpo del
hombre histórico, tan profundamente realista y adecuada a la experiencia
universal de los hombres, esconde en sí, según Pablo, no sólo la «servidumbre
de la corrupción», sino también la esperanza, semejante a la que
acompaña a «los dolores del parto», esto sucede porque el Apóstol capta en
esta imagen también la presencia del misterio de la redención. La
conciencia de ese misterio brota precisamente de todas las experiencias del
hombre que no se pueden definir como «servidumbre de la corrupción»; y brota
porque la redención actúa en el alma del hombre mediante los dones del Espíritu:
«...También nosotros, que tenemos las primicias del Espíritu, gemimos dentro
de nosotros mismos suspirando por la adopción, por la redención de nuestro
cuerpo» (Rom 8, 23). La redención es el camino para la resurrección.
La resurrección constituye el cumplimiento definitivo de la redención del
cuerpo.
Reanudaremos el análisis del texto paulino de
la primera Carta a los Corintios en nuestras reflexiones ulteriores.
(1) Los Corintios probablemente estaban
afectados por corrientes de pensamiento basadas en el dualismo platónico y en
el neopitagorismo de matiz religioso, en el estoicismo y en el epicureismo; por
lo demás, todas las filosofías griegas negaban la resurrección del cuerpo.
Pablo ya había experimentado en Atenas la reacción de los griegos ante la
doctrina de la resurrección, durante su discurso en el Aréopago (cf. Act
17, 32).
71. El «hombre celestial» según San Pablo (3-II-82/7-II-82)
1. De las palabras de Cristo sobre la futura
resurrección de los muertos, referidas por los tres Evangelios sinópticos
(Mateo, Marcos y Lucas), hemos pasado a la antropología paulina sobre la
primera Carta a los Corintios, capítulo 15, versículos 42-49.
En la resurrección el cuerpo humano se
manifiesta -según las palabras del Apóstol- «incorruptible, glorioso, lleno
de poder, espiritual». La resurrección, pues, no es sólo una manifestación
de la vida que vence a la muerte -como un retorno final al árbol de la Vida,
del que el hombre fue alejado en el momento del pecado original-, sino que es
también una revelación de los últimos destinos del hombre en toda la plenitud
de su naturaleza psicosomática y de su subjetividad personal. Pablo de Tarso
-que siguiendo las huellas de los otros Apóstoles experimentó en el encuentro
con Cristo resucitado el estado de su cuerpo glorificado-, basándose en esta
experiencia, anuncia en la Carta a los Romanos «la redención del cuerpo»
(Rom 8, 23), y en la Carta a los Corintios (1 Cor 15, 42-49) el
cumplimiento de esta redención en la futura resurrección.
2. El método literario que San Pablo aplica
aquí, corresponde perfectamente a su estilo. Se sirve de antítesis, que a la
vez acercan lo que contraponen, y de este modo resultan útiles para hacernos
comprender el pensamiento paulino sobre la resurrección tanto en su dimensión
«cósmica», como en lo que se refiere a la característica de la misma
estructura interna del hombre «terrestre» y «celeste». Efectivamente, el Apóstol,
al contraponer Adán y Cristo (resucitado) -o sea, el primer Adán al último Adán-
muestra, en cierto sentido, los dos polos, entre los cuales, en el misterio de
la creación y de la redención, está situado el hombre en el cosmos:
también se podría decir que el hombre ha sido «puesto en tensión» entre
estos dos polos con la perspectiva de los destinos eternos, que se
refieren, desde el principio hasta el fin, a su misma naturaleza humana. Cuando
Pablo escribe: «El primer hombre fue de la tierra, terreno; el segundo hombre
fue del cielo» (1 Cor 15, 47), piensa tanto en Adán-hombre, como también
en Cristo en cuanto hombre. Entre estos dos polos -entre el primero y el último
Adán- se desarrolla el proceso que él expresa con las siguientes palabras: «Como
llevamos la imagen del hombre terreno, llevamos también la imagen del celestial»
(1 Cor 15, 49).
3. Este «hombre celestial» -el hombre de la
resurrección, cuyo prototipo es Cristo resucitado- no es tanto la antítesis y
negación del «hombre terreno» (cuyo prototipo es el «primer Adán»),
cuanto, sobre todo, es su cumplimiento y su confirmación. Es el cumplimiento y
la confirmación de lo que corresponde a la constitución psicosomática de la
humanidad, en el ámbito de los destinos eternos, esto es, en el pensamiento y
en los designios de Aquel que, desde el principio, creó al hombre a su imagen y
semejanza. La humanidad del «primer Adán», «hombre terreno», diría que
lleva en sí una particular potencialidad (que es capacidad y disposición)
para acoger todo lo que vino a ser el «segundo Adán», el
Hombre celestial, o sea, Cristo: lo que El vino a ser en su resurrección. Esa
humanidad de la que son partícipes todos los hombres, hijos del primer Adán, y
que, juntamente con la heredad del pecado -siendo carnal- es, al mismo tiempo,
«corruptible», y lleva en sí la potencialidad de la «incorruptibilidad».
Esa humanidad, que en toda su constitución
psicosomática se manifiesta «innoble» y, sin embargo lleva en sí el deseo
interior de la gloria, esto es, la tendencia y la capacidad de convertirse en «gloriosa»,
a imagen de Cristo resucitado. Finalmente, la misma humanidad, de la que el Apóstol
dice -conforme a la experiencia de todos los hombres- que es «débil» y tiene
«cuerpo animal», lleva en sí la aspiración a convertirse en «llena de poder»
y «espiritual».
4. Aquí hablamos de la naturaleza humana en
su integridad, es decir, de la humanidad en su constitución psicosomática. En
cambio, Pablo habla del «cuerpo». Sin embargo podemos admitir, basándonos en
el contexto inmediato y en el remoto, que para él se trata no sólo del cuerpo,
sino de todo el hombre en su corporeidad, por lo tanto, también de su
complejidad ontológica. De hecho, no hay duda alguna de que si precisamente en
todo el mundo visible (cosmos), ese único cuerpo que es el cuerpo
humano, lleva en sí la «potencialidad de la resurrección», esto es, la
aspiración y la capacidad de llegar a ser definitivamente «incorruptible,
glorioso, lleno de poder, espiritual», esto ocurre porque, permaneciendo desde
el principio en la unidad psicosomática del ser personal, puede tomar y
reproducir en esta «terrena» imagen y semejanza de Dios también la
imagen «celeste» del último Adán, Cristo. La antropología
paulina sobre la resurrección es cósmica y, a la vez, universal: cada uno de
los hombres lleva en sí la imagen de Adán y cada uno está llamado también a
llevar en sí la imagen de Cristo, la imagen del Resucitado. Esta imagen es la
realidad escatológica (San Pablo escribe: «llevaremos»); pero, al mismo
tiempo, esa imagen es ya en cierto sentido una realidad de este mundo, puesto
que se ha revelado en él mediante la resurrección de Cristo. Es una realidad
injertada en el hombre de «este mundo», realidad que en él está madurando
hacia el cumplimiento final.
5. Todas las antítesis que se suceden en el
texto de Pablo ayudan a construir un esbozo válido de la antropología sobre la
resurrección. Este esbozo es, a la vez, más detallado que el que emerge del
texto de los Evangelios sinópticos (Mt 22, 30; Mc 12, 25; Lc
20, 34-35), pero, por otra parte, es, en cierto sentido, más unilateral. Las
palabras de Cristo referidas por los Sinópticos, abren ante nosotros la
perspectiva de la perfección escatológica del cuerpo, sometida plenamente a la
profundidad divinizadora de la visión de Dios «cara a cara», en la que hallará
su fuente inagotable tanto la «virginidad» perenne (unida al significado
esponsalicio del cuerpo), como la «intersubjetividad» perenne de todos los
hombres, que vendrán a ser (como varones y mujeres) partícipes de la
resurrección. El esbozo paulino de la perfección escatológica del
cuerpo glorificado parece quedar más bien en el ámbito de la misma estructura
interior del hombre-persona. Su interpretación de la resurrección futura
parecería vincularse al «dualismo» cuerpo-espíritu que constituye la fuente
del «sistema de fuerzas» interior en el hombre.
6. Este «sistema de fuerzas» experimentará
un cambio radical en la resurrección. Las palabras de Pablo, que lo sugieren de
modo explícito, no pueden, sin embargo, entenderse e interpretarse según el
espíritu de la antropología dualística (1), como trataremos de demostrar en
la continuación de nuestro análisis. Efectivamente, nos convendrá dedicar
todavía una reflexión a la antropología de la resurrección a la luz de la
primera Carta a los Corintios.
(1) «Paul ne tient absolument pas compte de la
dichotomie grecque "âme et corps"... L’apôtre recourt à une sorte
de trichotomie où la totalité de l’homme est corps, âme et esprit... Tous
ces termes sont mouvants et la division elle-même n’a pas de frontière fixe.
I1 y a insistance sur le fait que le corps et l’âme sont capables d’être
"pneumatiques", spirituels» (B. Rigaux, Dieu l’a ressucité.
Exégèse
et théologie biblique, Gembloux, 1973, Duculot, pp. 406-408).
72. La espiritualización del cuerpo según San Pablo (10-II-82/14-II-82)
1. De las palabras de Cristo sobre la futura
resurrección de los cuerpos, referidas por los tres Evangelios sinópticos
(Mateo, Marcos y Lucas), hemos pasado en nuestras reflexiones a lo que sobre ese
tema refiere San Pablo en su Carta a los Corintios (cap. 15). Nuestro análisis
se centra sobre todo en lo que se podría denominar «antropología sobre la
resurrección» según San Pablo. El autor de la Carta contrapone el estado del
hombre «de tierra» (esto es, histórico) al estado del hombre resucitado,
caracterizando, de modo lapidario y, a la vez, penetrante, el interior «sistema
de fuerzas» específico de cada uno de estos estados.
2. Que este sistema interior de fuerzas deba
experimentar en la resurrección una transformación radical, parece indicado,
ante todo, por la contraposición entre cuerpo «débil» y cuerpo «lleno de
poder». Pablo escribe: «Se siembra en corrupción, y resucita en incorrupción.
Se siembra en ignominia y se levanta en gloria. Se siembra en flaqueza y se
levanta en poder» (1 Cor 15, 42-43). «Débil» es, pues, el cuerpo que
-empleando el lenguaje metafísico- surge de la tierra temporal de la humanidad.
La metáfora paulina corresponde igualmente a la terminología científica, que
define el comienzo del hombre en cuanto cuerpo con el mismo término (semen).
Si a los ojos del Apóstol, el cuerpo humano que surge de la semilla terrestre
resulta «débil», esto significa no sólo que es «corruptible», sometido a
la muerte a todo lo que a ella conduce, sino también que es «cuerpo animal»
(1). En cambio, el cuerpo «lleno de poder» que el hombre heredará del último
Adán, Cristo, en cuanto participe de la futura resurrección, será un cuerpo
«espiritual». Será incorruptible, ya no amenazado por la muerte. Así, pues,
la antinomia «débil-lleno de poder» se refiere explícitamente no tanto al
cuerpo considerado aparte, cuanto a toda la constitución del hombre considerado
en su corporeidad. Sólo en el marco de esta constitución el cuerpo puede
convertirse en «espiritual»; y esta espiritualización del cuerpo será la
fuente de su fuerza e incorruptibilidad (o inmortalidad).
3. Este tema tiene sus orígenes ya en los
primeros capítulos del libro del Génesis. Se puede decir que San Pablo ve la
realidad de la futura resurrección como una cierta restitutio in integrum,
es decir, como la reintegración y, a la vez, el logro de la plenitud de la
humanidad. No se trata sólo de una restitución, porque en este caso la
resurrección sería, en cierto sentido, retorno a aquel estado del que
participaba el alma antes del pecado, al margen del conocimiento del bien y del
mal (cf. Gén 1-2). Pero este retorno no corresponde a la lógica interna
de toda la economía salvífica, al significado más profundo del misterio de la
redención. Restitutio in integrum, vinculada con la resurrección y con
la realidad del «otro mundo», puede ser sólo introducción a una nueva
plenitud. Esta será una plenitud que presupone toda la historia del hombre,
formada por el drama del árbol de la ciencia del bien y del mal (cf. Gén
3) y, al mismo tiempo, penetrada por el misterio de la redención.
4. Según las palabras de la primera Carta a
los Corintios, el hombre en quien la concupiscencia prevalece sobre la
espiritualidad, esto es, el «cuerpo animal» (1 Cor 15, 44), está
condenado a la muerte; en cambio, debe resucitar un «cuerpo espiritual», el
hombre en quien el espíritu obtendrá una justa supremacía sobre el cuerpo, la
espiritualidad sobre la sensualidad. Es fácil entender que Pablo piensa aquí
en la sensualidad como suma de los factores que constituyen la limitación de la
espiritualidad humana, es decir, esa fuerza que «ata» al espíritu (no
necesariamente en el sentido platónico) mediante la restricción de su propia
facultad de conocer (ver) la verdad y también de la facultad de querer
libremente y de amar la verdad. En cambio, no puede tratarse aquí de esa función
fundamental de los sentidos, que sirve para liberar la espiritualidad, esto es,
de la simple facultad de conocer y querer, propia del compositum sicosomático
del sujeto humano. Puesto que se habla de la resurrección del cuerpo, es decir,
del hombre en su auténtica corporeidad, consiguientemente el «cuerpo
espiritual» debería significar precisamente la perfecta sensibilidad de los
sentidos, su perfecta armonización con la actividad del espíritu humano en
la verdad y en la libertad. El «cuerpo animal», que es la antítesis terrena
del «cuerpo espiritual», indica, en cambio, la sensualidad como fuerza que
frecuentemente perjudica al hombre, en el sentido de que él, viviendo «en el
conocimiento del bien y del mal» está solicitado y como impulsado hacia el
mal.
5. No se puede olvidar que se trata aquí no sólo
del dualismo antropológico, sino más aún de una antinomia de fondo. De ella
forma parte no sólo el cuerpo (como hyle aristotélica), sino también
el alma: o sea, el hombre como «alma viviente» (cf. Gén 2, 7). En
cambio, sus constituivos son: por un lado, todo el hombre, el conjunto de su
subjetividad psicosomática, en cuanto permanece bajo el influjo del Espíritu
vivificante de Cristo; por otro lado, el mismo hombre, en cuanto resiste y se
contrapone a este Espíritu. En el segundo caso, el hombre es «cuerpo animal»
(y sus obras son «obras de la carne»). En cambio, si permanece bajo el
influjo del Espíritu Santo, el hombre es «espiritual» (y produce el «fruto
del Espíritu»: Gál 5, 22).
6. Por lo tanto, se puede decir que no sólo
en 1 Cor 15 nos encontramos con la antropología sobre la resurrección,
sino que toda la antropología (y la ética) de San Pablo están penetradas por
el misterio de la resurrección, mediante el cual hemos recibido definitivamente
el Espíritu Santo. El capítulo 15 de la primera Carta a los Corintios
constituye la interpretación paulina del «otro mundo» y del estado del hombre
en ese mundo, en el que cada uno, juntamente con la resurrección del cuerpo,
participará plenamente del don del Espíritu vivificante, esto es, del fruto de
la resurrección de Cristo.
7. Concluyendo el análisis de la «antropología
sobre la resurrección» según la primera Carta de Pablo a los Corintios, nos
conviene una vez más dirigir la mente hacia las palabras de Cristo sobre
la resurrección y sobre el «otro mundo», palabras que refieren a los
Evangelistas Mateo, Marcos y Lucas. Recordemos que, al responder a los saduceos,
Cristo unió la fe en la resurrección con toda la revelación del Dios de
Abraham, de Isaac, de Jacob y de Moisés, que «no es Dios de muertos, sino de
vivos» (Mt 22, 32). Y, al mismo tiempo, rechazando la dificultad
presentada por los interlocutores, pronunció estas significativas palabras: «Cuando
resuciten de entre los muertos, ni se casarán ni serán dadas en matrimonio» (Mc
12, 25). Precisamente a esas palabras -en su contexto inmediato- hemos dedicado
nuestras precedentes consideraciones, pasando luego al análisis de la primera
Carta de San Pablo a los Corintios (1 Cor 15).
Estas reflexiones tienen un significado
fundamental para toda la teología del cuerpo; para comprender, tanto el
matrimonio, como el celibato «por el reino de los cielos». A este
último tema estarán dedicados nuestros ulteriores análisis.
(1) El original griego emplea aquí el término
psychikón. En San Pablo este término solo aparece en la primera Carta a
los Corintios (2, 14; 15, 44; 15, 46) y en ninguna otra parte,
probablemente a causa de las tendencias pregnósticas de los Corintios, y
tiene un significado peyorativo; respecto al contenido, corresponde al término
«carnal» (Cf. 2 Cor 1, 12-10, 4).
Sin embargo, en otras Cartas paulinas la «psiche»
y sus derivados significan la existencia terrena del hombre en sus
manifestaciones, el modo de vivir del individuo e incluso la misma persona
humana en sentido positivo (por ejemplo: para indicar el ideal de vida de la
comunidad eclesial; miâ-i psychê-i = «en un solo espíritu»: Flp 1,
27, sympsychoi = «con la unión de vuestros espíritus: Flp 2, 2;
isópsychon = «de ánimo igual»: Flp 2, 20; cf. R. Jewett,
Paul’s
Anthropological Terms.
A.
Study of Their Use in Conflict Settings,
Leiden 1971, Brill, pp. 2, 448-449).