40. El mal deseo, adulterio del corazón (17-IX-80/21-IX-80)
1. Durante la última reflexión nos
preguntamos qué es el «deseo», del que hablaba Cristo en el sermón de la
montaña (Mt 5, 27-28). Recordemos que hablaba de él refiriéndose al
mandamiento: «No cometerás adulterio». El mismo «desear» (precisamente «mirar
para desear») es definido un «adulterio cometido en el corazón». Esto hace
pensar mucho. En las reflexiones precedentes hemos dicho que Cristo, al
expresarse de este modo quería indicar a sus oyentes el alejamiento del
significado esponsalicio del cuerpo, que experimenta el hombre (en este caso, el
varón) cuando secunda a la concupiscencia de la carne con el acto interior del
«deseo». El alejamiento del significado esponsalicio del cuerpo comporta, al
mismo tiempo, un conflicto con su dignidad de persona: un auténtico conflicto
de conciencia.
Aparece así que el significado bíblico (por
lo tanto, también teológico) del «deseo» es diverso del puramente psicológico.
El psicólogo describirá el «deseo» como una orientación intensa hacia el
objeto, a causa de su valor peculiar: en el caso aquí considerado, por su valor
«sexual». Según parece, encontraremos esta definición en la mayor parte de
las obras dedicadas a temas similares. Sin embargo, la descripción bíblica,
aun sin infravalorar el aspecto psicológico, pone de relieve sobre todo el ético,
dado que es un valor que queda lesionado. El «deseo», diría, es el engaño
del corazón humano en relación a la perenne llamada del hombre y de la mujer
-una llamada que fue revelada en el misterio mismo de la creación- a la comunión
a través de un don recíproco. Así, pues, cuando Cristo en el sermón de la
montaña (Mt 5, 27-28) hace referencia al «corazón» o al hombre
interior, sus palabras no dejan de estar cargadas de esa verdad acerca del «principio»,
con las que, respondiendo a los fariseos (cf. Mt 19, 8) había vuelto a
plantear todo el problema del hombre, de la mujer y del matrimonio.
2. La llamada perenne, de la que hemos tratado
de hacer el análisis siguiendo el libro del Génesis (sobre todo Gén 2,
23-25) y, en cierto sentido, la perenne atracción recíproca por parte del
hombre hacia la feminidad y por parte de la mujer hacia la masculinidad, es una
invitación por medio del cuerpo, pero no es el deseo en el sentido de
las palabras de Mateo 5, 27-28. El «deseo», como actuación de la
concupiscencia de la carne (también y sobre todo en el acto puramente
interior), empequeñece el significado de lo que eran -y que sustancialmente no
dejan de ser- esa invitación y esa recíproca atracción. El eterno «femenino»
(«das ewig weibliche»), así como por lo demás, el eterno «masculino»,
incluso en el plano de la historicidad tiende a liberarse de la mera
concupiscencia, y busca un puesto de afirmación en el nivel propio del mundo de
las personas. De ello da testimonio aquella vergüenza originaria, de la que
habla el Génesis 3. La dimensión de la intencionalidad de los pensamientos y
de los corazones constituye uno de los filones principales de la cultura humana
universal. Las palabras de Cristo en el sermón de la montaña confirman
precisamente esta dimensión.
3. No obstante, estas palabras expresan
claramente que el «deseo» forma parte de la realidad del corazón humano.
Cuando afirmamos que el «deseo», con relación a la originaria atracción
recíproca de la masculinidad y de la feminidad, representa una «reducción»,
pensamos en una «reducción intencional», como en una restricción que
cierra el horizonte de la mente y del corazón. En efecto, una cosa es tener
conciencia de que el valor del sexo forma parte de toda la riqueza de valores,
con los que el ser femenino se presenta al varón, y otra cosa es «reducir»
toda la riqueza personal de la feminidad a ese único valor, es decir, al sexo,
como objeto idóneo para la satisfacción de la propia sexualidad. El mismo
razonamiento se puede hacer con relación a lo que es la masculinidad para la
mujer, aunque las palabras de Mateo 5, 27-28 se refieran directamente sólo a la
otra relación. La «reducción» intencional, como se ve, es de naturaleza
sobre todo axiológica. Por una parte, la eterna atracción del hombre hacia la
feminidad (cf. Gén 2, 23) libera en él -o quizá debería liberar- una
gama de deseos espirituales carnales de naturaleza sobre todo personal y «de
comunión» (cf. el análisis del «principio»), a los que corresponde una
proporcional jerarquía de valores. Por otra parte, el «deseo» limita esta
gama, ofuscando la jerarquía de los valores que marca la atracción perenne de
la masculinidad y de la feminidad.
4. El deseo ciertamente hace que en el
interior, esto es, en el «corazón», en el horizonte interior del hombre y de
la mujer, se ofusque el significado dcl cuerpo, propio de la persona. La
feminidad deja de ser así para la masculinidad sobre todo sujeto; deja de ser
un lenguaje específico del espíritu; pierde el carácter de signo. Deja, diría,
de llevar en sí el estupendo significado esponsalicio del cuerpo. Deja de estar
situado en el contexto de la conciencia y de la experiencia de este significado.
El «deseo» que nace de la misma concupiscencia de la carne, desde el primer
momento de la existencia en el interior del hombre -de la existencia en su «corazón»-
pasa en cierto sentido junto a este contexto (se podría decir, con una imagen,
que pasa sobre las ruinas del significado esponsalicio del cuerpo y de todos sus
componentes subjetivos), y en virtud de la propia intencionalidad axiológica
tiende directamente a un fin exclusivo: a satisfacer solamente la necesidad
sexual del cuerpo, como objeto propio.
5. Esta reducción intencional y axiológica
puede verificarse, según las palabras de Cristo (cf. Mt 5, 27-28), ya en
el ámbito de la «mirada» (del «mirar») o más bien, en el ámbito de un
acto puramente interior expresado por la mirada. La mirada (o mas bien, el «mirar»),
en sí misma, es un acto cognoscitivo. Cuando en la estructura interior entra la
concupiscencia, la mirada asume un carácter de «conocimiento deseoso». La
expresión bíblica «mira para desear» puede indicar tanto un acto
cognoscitivo, del que «se sirve» el hombre deseando (es decir, confiriéndole
el carácter propio del deseo que tiende hacia un objeto), como un acto
cognoscitivo que suscita el deseo en el otro sujeto y sobre todo en su voluntad
y en su «corazón». Como se ve, es posible atribuir una interpretación
intencional a un acto interior, teniendo presente el uno y el otro polo de la
psicología del hombre; el conocimiento o el deseo entendido como appetitus. (El
appetitus es algo más amplio que el «deseo», porque indica todo lo que
se manifiesta en el sujeto como «aspiración», y como tal, se orienta siempre
hacia un fin, esto es, hacia un objeto conocido bajo el aspecto del valor). Sin
embargo, una interpretación adecuada de las palabras de Mateo 5, 27-28 exige
que -a través de la intencionalidad propia del conocimiento o del «appetitus»
percibamos algo más, es decir, la intencionalidad de la existencia
misma del hombre en relación con el otro hombre; en nuestro caso:
del hombre en relación con la mujer y de la mujer en relación con el hombre.
Nos convendrá volver sobre este tema. Al
finalizar la reflexión de hoy, es necesario añadir aún que en ese «deseo»,
en el «mirar para desear», del que trata el sermón de la montaña, la mujer,
para el hombre que «mira» así, deja de existir como sujeto de la eterna
atracción y comienza a ser solamente objeto de concupiscencia carnal. A esto va
unido el profundo alejamiento interno del significado esponsalicio del cuerpo,
del que hemos hablado ya en la reflexión precedente.
41. La concupiscencia rompe la comunión entre hombre y mujer (24-IX-80/28-IX-80)
1. En el sermón de la montaña Cristo dice:
«Habéis oído que fue dicho: No adulterarás. Pero yo os digo que todo el que
mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en su corazón» (Mt
5, 27-28).
Desde hace algún tiempo tratamos de penetrar
en el significado de esta enunciación, analizando cada uno de sus componentes
para comprender mejor el conjunto del texto.
Cuando Cristo habla del hombre que «mira para
desear», no indica sólo la dimensión de la intencionalidad de «mirar», por
lo tanto del conocimiento concupiscente, la dimensión «psicológica», sino
que indica también la dimensión de la intencionalidad de la existencia misma
del hombre. Es decir, demuestra quién «es», o mas bien, en qué «se
convierte», para el hombre, la mujer a la que él «mira con concupiscencia».
En este caso la intencionalidad del conocimiento determina y define la
intencionalidad misma de la existencia. En la situación descrita por Cristo esa
dimensión pasa unilateralmente del hombre, que es sujeto, hacia la mujer, que
se convierte en objeto (pero esto no quiere decir que esta dimensión sea
solamente unilateral); por ahora no invertimos la situación analizada, ni la
extendemos a ambas partes, a los dos sujetos. Detengámonos en la situación
trazada por Cristo, subrayando que se trata de un acto «puramente interior»,
escondido en el corazón y fijo en los umbrales de la mirada.
Basta constatar que en este caso la mujer -la
cual, a causa de la subjetividad personal existe perennemente «para el hombre»
esperando que también él, por el mismo motivo, exista «para ella» queda
privada del significado de su atracción en cuanto persona, la cual, aun siendo
propia del «eterno femenino», se convierte, al mismo tiempo, para el hombre
solamente en objeto: esto es, comienza a existir intencionalmente como objeto
dc potencial satisfacción de la necesidad sexual inherente a su
masculinidad. Aunque el acto sea totalmente interior, escondido en el corazón y
expresado sólo por la «mirada», en él se realiza ya un cambio
(subjetivamente unilateral) de la intencionalidad misma de la existencia. Si no
fuese así, si no se tratase de un cambio tan profundo, no tendrían sentido las
palabras siguientes de la misma frase «Ya adulteró con ella en su corazón» (Mt
5, 28).
2. Ese cambio de la intencionalidad de la
existencia, mediante el cual una determinada mujer comienza a existir para un
determinado hombre no como sujeto de llamada y atracción personal o sujeto de
«comunión», sino exclusivamente como objeto de potencial satisfacción de la
necesidad sexual, se realiza en el «corazón» en cuanto que se ha realizado
en la voluntad. La misma intencionalidad cognoscitiva no quiere decir todavía
esclavitud del «corazón». Sólo cuando la reducción intencional, que hemos
ilustrado antes, arrastra a la voluntad a su estrecho horizonte, cuando suscita
su decisión de una relación con otro ser humano (en nuestro caso: con la
mujer) según la escala de valores propia de la «concupiscencia», sólo
entonces se puede decir que el «deseo» se ha enseñoreado también del «corazón».
Sólo cuando la «concupiscencia» se ha adueñado de la voluntad, es posible
decir que domina en la subjetividad de la persona y que está en la base de la
voluntad y de la posibilidad de elegir o decidir, a través de la cual -en
virtud de la autodecisión o autodeterminación- se establece el modo mismo de
existir con relación a otra persona. La intencionalidad de semejante existencia
adquiere entonces una plena dimensión subjetiva.
3. Sólo entonces -esto es, desde ese momento
subjetivo y en su prolongación subjetiva- es posible confirmar lo que leimos,
por ejemplo, en el Sirácida (23, 17-22) acerca del hombre dominado por la
concupiscencia, y que leemos con descripciones todavía más elocuentes en la
literatura mundial. Entonces podemos hablar también de esa «constricción»
más o menos completa, que por otra parte se llama «constricción del
cuerpo» y que lleva consigo la pérdida de la «libertad del don», connatural
a la conciencia profunda del significado esponsalicio del cuerpo, del que hemos
hablado también en los análisis precedentes.
4. Cuando hablamos del «deseo» como
transformación de la intencionalidad de una existencia concreta, por ejemplo,
del hombre, para el cual según Mt 5, 27-28) una mujer se
convierte sólo en objeto de potencial satisfacción de la «necesidad sexual»
inherente a su masculinidad, no se trata en modo alguno de poner en cuestión
esa necesidad, como dimensión objetiva de la naturaleza humana con la finalidad
procreadora que le es propia. Las palabras de Cristo en el sermón de la montaña
(en todo su amplio contexto) están lejos del maniqueísmo, como también lo está
la auténtica tradición cristiana. En este caso, no pueden surgir, pues,
objeciones sobre el particular. Se trata, en cambio, del modo de existir del
hombre y de la mujer como personas, o sea, de ese existir en un recíproco «para»,
el cual -incluso basándose en lo que, según la objetiva dimensión de
la naturaleza humana, puede definirse como «necesidad sexual» puede y
debe servir para la construcción de la unidad de «comunión» en sus
relaciones recíprocas. En efecto, éste es el significado fundamental propio de
la perenne y recíproca atracción de la masculinidad y de la feminidad,
contenida en la realidad misma de la constitución del hombre como persona,
cuerpo y sexo al mismo tiempo.
5. A la unión o «comunión» personal, a la
que están llamados «desde el principio» el hombre y la mujer recíprocamente,
no corresponde, sino más bien esta en oposición la circunstancia eventual de
que una de las dos personas exista sólo como sujeto de satisfacción de la
necesidad sexual, y la otra se convierta exclusivamente en objeto de esta
satisfacción. Además, no corresponde a esta unidad de «comunión» -más aún,
se opone a ella- el caso de que ambos, el hombre y la mujer, existan mutuamente
como objeto de la satisfacción de la necesidad sexual, y cada uno, por su
parte, sea solamente sujeto de esa satisfacción. Esta «reducción» de un
contenido tan rico de la recíproca y perenne atracción de las personas
humanas, en su masculinidad o feminidad, no corresponde precisamente a la «naturaleza»
de la atracción en cuestión. Esta «reducción», en efecto, extingue el
significado personal y «de comunión», propio del hombre y de la mujer, a través
del cual, según el Génesis 2, 24, «el hombre... se unirá a su mujer y vendrán
a ser los dos una sola carne». La «concupiscencia» aleja la dimensión
intencional de la existencia recíproca del hombre y de la mujer de las
perspectivas personales y «de comunión», propias de su perenne y recíproca
atracción, reduciéndola y, por decirlo así, empujándola hacia dimensiones
utilitarias, en cuyo ámbito el ser humano «se sirve» del otro ser humano, «usándolo»
solamente para satisfacer las propias «necesidades».
6. Parece que se puede encontrar precisamente
este contenido, cargado de experiencia interior humana, propia de épocas y
ambientes diversos, en la concisa afirmación de Cristo en el sermón de la
montaña. Al mismo tiempo, en algún caso no se puede perder de vista el
significado que esta afirmación atribuye a la «anterioridad» del hombre, a la
dimensión integral del «corazón» como dimensión del hombre interior. Aquí
está el núcleo mismo de la transformación del ethos, hacia el que tienden las
palabras de Cristo según Mateo 5, 27-28, expresadas con potente fuerza y a la
vez con maravillosa sencillez.
42. Relación ética entre lo interior y lo exterior (1-X-80/5-X-80)
1. Llegamos en nuestro análisis a la tercera
parte del enunciado de Cristo en el sermón de la montaña (Mt 5, 27-28).
La primera parte era: «Habéis oído que fue dicho: No adulterarás». La
segunda: «pero yo os digo que todo el que mira a una mujer deseándola», está
gramaticalmente unida a la tercera: «ya adulteró con ella en su corazón».
El método aplicado, que es el de dividir,
«romper» el enunciado de Cristo en tres partes que se suceden, puede
parecer artificioso. Sin embargo, cuando buscamos el sentido ético de todo el
enunciado en su totalidad, puede ser útil precisamente la división del
texto empleada por nosotros, con tal de que no se aplique sólo de manera
disyuntiva, sino conjuntiva. Y es lo que intentamos hacer. Cada una de las
distintas partes tiene un contenido propio y connotaciones que le son específicas,
y es precisamente lo que queremos poner de relieve mediante la división del
texto; pero al mismo tiempo se advierte que cada una de las partes se explica en
relación directa con las otras. Esto se refiere, en primer lugar, a los
principales elementos semánticos, mediante los cuales el enunciado constituye
un conjunto. He aquí estos elementos: cometer adulterio, desear, cometer
adulterio en el cuerpo, cometer adulterio en el corazón. Resultaría
especialmente difícil establecer el sentido ético del «desear» sin el
elemento indicado aquí últimamente, esto es, el «adulterio en el corazón».
El análisis precedente ya tuvo en consideración, de cierta manera, este
elemento; sin embargo, una comprensión más plena del miembro «cometer
adulterio en el corazón», sólo es posible después de un adecuado análisis.
2. Como ya hemos aludido al comienzo, aquí se
trata de establecer el sentido ético. El enunciado de Cristo, en Mt.
5, 27-28, toma origen del mandamiento «no adulterarás», para mostrar cómo es
preciso entenderlo y ponerlo en práctica, a fin de que abunde en el la «justicia»
que Dios Yahvé ha querido como Legislador: a fin de que abunde en mayor medida
de la que resultaba de la interpretación y de la casuística de los doctores
del Antiguo Testamento. Si las palabras de Cristo en este sentido, tienden a
construir el nuevo ethos (y basándose en el mismo mandamiento), el
camino para esto pasa a través del descubrimiento de los valores que
se habían perdido en la comprensión general veterotestamentaria y en la
aplicación de este mandamiento.
3. Desde este punto de vista es significativa
también la formulación del texto de Mateo 5, 27-28. El mandamiento «no
adulterarás» esta formulado como una prohibición que excluye de modo categórico
un determinado mal moral. Es sabido que la misma ley (decálogo), además de la
prohibición «no adulterarás», comprende también la prohibición «no desearás
la mujer de tu prójimo» (Ex 20, 14. 17; Dt 5, 18. 21). Cristo no
hace vana una prohibición respecto a la otra. Aún cuando hable del «deseo»,
tiende a una clarificación más profunda del «adulterio». Es significativo
que, después de haber citado la prohibición «no adulterarás» como conocida
a los oyentes, a continuación, en el curso de su enunciado cambie su estilo y
la estructura lógica de regulativa en narrativo-afirmativa. Cuando dice «Todo
el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en su corazón»,
describe un hecho interior, cuya realidad pueden comprender fácilmente los
oyentes. Al mismo tiempo, a través del hecho así descrito y calificado, indica
cómo es preciso entender y poner en práctica el mandamiento «no adulterarás»,
para que lleve a la «justicia» querida por el Legislador.
4. De este modo hemos llegado a la expresión
«adulteró en el corazón», expresión-clave, como parece, para
entender su justo sentido ético. Esta expresión es, al mismo tiempo, la
fuente principal para revelar los valores esenciales del nuevo ethos: el
ethos del sermón de la montaña. Como sucede frecuentemente en el
Evangelio, también aquí volvemos a encontrar una cierta paradoja. En efecto,
¿cómo puede darse el «adulterio» sin «cometer adulterio», es decir, sin el
acto exterior que permite individuar el acto prohibido por la ley? Hemos visto
cuánto se interesaba la casuística de los «doctores de la ley» para precisar
este problema. Pero, aún independientemente de la casuística, parece evidente
que el adulterio sólo puede ser individuado «en la carne», esto es, cuando
los dos: el hombre y la mujer que se unen entre sí de modo que se convierten en
una sola carne (cfr. Gén. 2, 24) no son cónyuges legales: esposo
y esposa. Por lo tanto, ¿qué significado puede tener el «adulterio cometido
en el corazón»? ¿Acaso no se trata de una expresión sólo metafórica,
empleada por el Maestro para realizar el estado pecaminoso de la concupiscencia?
5. Si admitiésemos esta lectura semántica
del enunciado de Cristo (cfr. Mt. 5, 27-28) sería necesario
reflexionar profundamente sobre las consecuencias éticas que se
derivarían de ella, es decir, sobre las conclusiones acerca de la regularidad
ética del comportamiento. El adulterio tiene lugar cuando el hombre y la mujer
que se unen entre sí de modo que se convierten en una sola carne (cfr. Gén.
2, 24), esto es, de la manera propia de los cónyuges, no son cónyuges
legales. La individuación del adulterio como pecado cometido «en el cuerpo»
está unida estrecha y exclusivamente al acto «exterior», a la convivencia
conyugal que se refiere también al estado, reconocido por la sociedad, de las
personas que actúan así. En el caso en cuestión, este estado es impropio y no
autoriza a tal acto (de aquí, precisamente, la denominación: «adulterio»).
6. Pasando a la segunda parte del enunciado de
Cristo (esto es, a aquella en la que comienza a configurarse el nuevo ethos) sería
necesario entender la expresión «todo el que mira a una mujer deseándola»,
en relación exclusiva a las personas según su estado civil, es decir,
reconocido por la sociedad, sean, o no cónyuges. Aquí comienzan a
multiplicarse los interrogantes. Puesto que no puede crear dudas el hecho de que
Cristo indique el estado pecaminoso del acto interior de la concupiscencia
manifestada a través de la mirada dirigida a toda mujer que no sea la esposa de
aquel que la mira de ese modo, por tanto, podemos e incluso debemos preguntarnos
si con la misma expresión Cristo admite y comprueba esta mirada, este acto
interior de la concupiscencia, dirigido a la mujer que es esposa del hombre que
la mira así. A favor de la respuesta afirmativa a esta pregunta parece estar la
siguiente premisa lógica: (en el caso en cuestión) puede cometer el «adulterio
en el corazón» solamente el hombre que es sujeto potencial del «adulterio en
la carne». Dado que este sujeto no puede ser el hombre-esposo con relación a
la propia legítima esposa el «adulterio en el corazón» pues, no puede
referirse a él, pero puede culparse a todo otro hombre. Si es el esposo, él no
puede cometerlo con relación a su propia esposa. Sólo el tiene el derecho
exclusivo de «desear» de «mirar con concupiscencia» a la mujer que es su
esposa, y jamás se podrá decir que por motivo de ese acto interior merezca ser
acusado del «adulterio cometido en el corazón». Si en virtud del matrimonio
tiene el derecho de «unirse con su esposa», de modo que «los dos serán una
sola carne» este acto nunca puede ser llamado «adulterio» análogamente no
puede ser definido «adulterio cometido en él corazón» el acto interior del
«deseo» del que trata el sermón de la montaña.
7. Esta interpretación de las palabras de
Cristo en Mt 5 27-28, parece corresponder a la lógica del decálogo, en
el cual además del mandamiento «no adulterarás» (VI), está también el
mandamiento «no desearás la mujer de tu prójimo» (IX). Además, el
razonamiento que se ha hecho en su apoyo tiene todas las características de la
corrección objetiva y de la exactitud. No obstante, queda fundadamente la duda
de si este razonamiento tiene en cuenta todos los aspectos de la revelación,
además de la teología del cuerpo, que deben ser considerados, sobre todo
cuando queremos comprender las palabras de Cristo. Hemos visto ya anteriormente
cuál es el «peso específico» de esta locución cuán ricas son las
implicaciones antropológicas y teológicas de la única frase en la que Cristo
se refiere «al origen» (cfr. Mt. 19, 8). Las implicaciones antropológicas
y teológicas del enunciado del sermón de la montaña, en el que Cristo se
remite al corazón humano, confieren al enunciado mismo también un «peso específico»
propio, y a la vez determinan su coherencia con el conjunto de la enseñanza
evangélica. Y por esto, debemos admitir que la interpretación presentada
arriba, con toda su objetividad concreta y precisión lógica, requiere cierta
ampliación y, sobre todo, una profundización. Debemos recordar que la apelación
al corazón humano, expresada quizá de modo paradójico (cfr. Mt. 5,
27-28), proviene de Aquel que «conocía lo que en el hombre había» (Jn. 2,
25). Y si sus palabras confirman los mandamientos del decálogo (no sólo el
sexto, sino también el noveno), al mismo tiempo expresan ese conocimiento sobre
el hombre, que -como hemos puesto de relieve en otra parte- , nos permite unir
la conciencia del estado pecaminoso humano con la perspectiva de la «redención
del cuerpo» (cfr. Rom 8, 23). Precisamente este «conocimiento»
está en las bases del nuevo ethos que emerge de las palabras del sermón de
la montaña.
Teniendo en consideración todo esto,
concluimos que, como al entender el «adulterio en la carne», Cristo somete a
crítica la interpretación errónea y unilateral del adulterio que deriva de la
falta de observar la monogamia (esto es, del matrimonio entendido como la
alianza indefectible de las personas), así también, al entender el «adulterio
en el corazón», Cristo toma en consideración no sólo el estado real jurídico
del hombre y de la mujer en cuestión. Cristo hace depender la valoración moral
del deseo, sobre todo de la misma dignidad personal del hombre y de la mujer;
y esto tiene su importancia, tanto cuando se trata de personas no casadas, como
-y quizá todavía más- cuando son cónyuges, esposo y esposa. Desde este punto
de vista nos convendrá completar el análisis de las palabras del sermón de la
montaña, y lo haremos en el próximo capítulo.
43. El adulterio y la concupiscencia de la mirada (8-X-80/12-X-80)
1. Quiero concluir hoy el análisis de las
palabras que pronunció Cristo, en el sermón de la montaña, sobre el «adulterio»
y sobre la «concupiscencia», y en particular del último miembro del
enunciado, en el que se define específicamente a la «concupiscencia de la
mirada», como «adulterio cometido en el corazón».
Ya hemos constatado anteriormente que dichas
palabras se entienden ordinariamente como deseo de la mujer del otro (es decir,
según el espíritu del noveno mandamiento del decálogo). Pero parece que esta
interpretación -más restrictiva- puede y debe ser ampliada a la luz del
contexto global. Parece que la valoración moral de la concupiscencia (del «mirar
para desear») a la que Cristo llama «adulterio cometido en el corazón»,
depende, sobre todo, de la misma dignidad personal del hombre y de la mujer; lo
que vale tanto para aquellos que no están unidos en matrimonio, como -y quizá
más aún- para los que son marido y mujer.
2. El análisis, que hasta ahora hemos hecho
del enunciado de Mt 5, 27-28 «Habéis oído que fue dicho. No adulterarás.
Pero yo os digo que todo el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con
ella en su corazón», indica la necesidad de ampliar y, sobre todo, de
profundizar la interpretación presentada anteriormente, respecto al sentido ético
que contiene este enunciado. Nos detenemos en la situación descrita por el
Maestro, situación en la que aquel que «comete adulterio en el corazón»,
mediante un acto interior de concupiscencia (expresado por la mirada), es el
hombre. Resulta significativo que Cristo, al hablar del objeto de este acto, no
subraya que es «la mujer del otro», o la mujer que no es la propia esposa,
sino que dice genéricamente: la mujer. El adulterio cometido «en el corazón
no se circunscribe a los límites de la relación interpersonal, que permiten
individuar el adulterio cometido «en el cuerpo». No son estos límites los que
deciden exclusiva y esencialmente el adulterio cometido «en el corazón», sino
la naturaleza misma de la concupiscencia, expresada en este caso a través de la
mirada, esto es, por el hecho de que el hombre -del que, a modo de ejemplo,
habla Cristo- «mira para desear». El adulterio «en el corazón» se comete no
solo porque el hombre «mira» de ese modo a la mujer que no es su esposa, sino precisamente
porque mira así a una mujer. Incluso si mirase de este modo a la mujer que
es su esposa, cometería el mismo adulterio «en el corazón».
3. Esta interpretación parece considerar, de
modo más amplio, lo que en el conjunto de los presentes análisis se ha dicho
sobre la concupiscencia, y en primer lugar sobre la concupiscencia de la carne,
como elemento permanente del estado pecaminoso del hombre (status naturæ
lapsæ). La concupiscencia que, como acto interior, nace de esta base (como
hemos tratado de indicar en el análisis precedente), cambia la intencionalidad
misma del existir de la mujer «para» el hombre, reduciendo la riqueza de la
perenne llamada a la comunión de las personas, la riqueza del profundo
atractivo de la masculinidad y de la feminidad, a la mera satisfacción de la «necesidad»
sexual del cuerpo (a la que parece unirse más de cerca el concepto de «instinto»).
Una reducción tal hace, sí, que la persona (en este caso, la mujer) se
convierta para la otra persona (para el hombre) sobre todo en objeto de la
satisfacción potencial de la propia «necesidad» sexual. Así se deforma
ese recíproco «para», que pierde su carácter de comunión de las personas en
favor de la función utilitaria. El hombre que «mira» de este modo, como
escribe Mt 5, 27-28, «se sirve» de la mujer, de su feminidad, para
saciar el propio «instinto». Aunque no lo haga con un acto exterior, ya en su
interior ha asumido esta actitud, decidiendo así interiormente respecto a una
determinada mujer. En esto precisamente consiste el adulterio «cometido en el
corazón». Este adulterio «en el corazón» puede cometerlo también el hombre
con relación a su propia mujer, si la trata solamente como objeto de satisfacción
del instinto.
4. No es posible llegar a la segunda
interpretación de las palabras de Mt 5, 27-28, si nos limitamos a la
interpretación puramente psicológica de la concupiscencia, sin tener en cuenta
lo que constituye su específico carácter teológico, es decir, la relación
orgánica entre la concupiscencia (como acto) y la concupiscencia de la carne,
como, por decirlo así, disposición permanente que deriva del estado pecaminoso
del hombre. Parece que la interpretación puramente psicológica (o sea, «sexológica»)
de la «concupiscencia», no constituye una base suficiente para comprender el
relativo texto del sermón de la montaña. En cambio, si nos referimos a la
interpretación teológica -sin infravalorar lo que en la primera
interpretación (la psicológica) permanece inmutable- ella, esto es,
la segunda interpretación (la teológica) se nos presenta como más completa.
En efecto, gracias a ella, resulta mas claro también el significado ético de
enunciado-clave del sermón de la montaña, el que nos da la adecuada dimensión
del ethos del Evangelio.
5. Al delinear esta dimensión, Cristo
permanece fiel a la ley: «No penséis que he venido a abrogar la ley y los
profetas no he venido a abrogarla, sino a consumarla» (Mt 5, 17) En
consecuencia, demuestra cuanta necesidad tenemos de descender en profundidad, cuánto
necesitamos descubrir a fondo las interioridades del corazón humano, a fin de
que este corazón pueda llegar a ser un lugar de «cumplimiento» de la ley. El
enunciado de Mt 5, 27-28, que hace manifiesta la perspectiva interior del
adulterio cometido «en el corazón» -y en esta perspectiva señala los caminos
justos para cumplir el mandamiento: «no adulterarás»-, es un argumento
singular de ello. Este enunciado (Mt 5, 27-28), efectivamente, se refiere
a la esfera en la que se trata de modo particular de la «pureza del corazón»
(cf. Mt 5, 8) (expresión que en la Biblia -como es sabido- tiene un
significado amplio). También en otro lugar tendremos ocasión de considerar cómo
el mandamiento «no adulterarás» -el cual, en cuanto al modo en que se expresa
y en cuanto al contenido, es una prohibición unívoca y severa (como el
mandamiento «no desearás la mujer de tu prójimo» Ex 20, 17)- se
cumple precisamente mediante la «pureza de corazón». Dan testimonio
indirectamente de la severidad y fuerza de la prohibición las palabras
siguientes del texto del sermón de la montaña, en las que Cristo habla
figurativamente de «sacar el ojo» y de «cortar la mano», cuando estos
miembros fuesen causa de pecado (cf. Mt 5, 29-30). Hemos constatado
anteriormente que la legislación del Antiguo Testamento, aun cuando abundaba en
castigos marcados por la severidad, sin embargo, no contribuía «a dar
cumplimiento a la ley», porque su casuística estaba contramarcada por múltiples
compromisos con la concupiscencia de la carne. En cambio, Cristo enseña que el
mandamiento se cumple a través de la «pureza de corazón», de la
cual no participa el hombre sino a precio de firmeza en relación con todo
lo que tiene su origen en la concupiscencia de la carne. Adquiere
la «pureza de corazón» quien sabe elegir coherentemente a su «corazón»: a
su «corazón» y a su «cuerpo».
6. El mandamiento no adulterarás» encuentra
su justa motivación en la indisolubilidad del matrimonio, en el que el hombre y
la mujer, en virtud del originario designio del Creador, se unen de modo que «los
dos se convierten en una sola carne» (cf. Gén 2, 24) El adulterio
contrasta, por su esencia, con esta unidad, en el sentido de que esta unidad
corresponde a la dignidad de las personas. Cristo no solo confirma este
significado esencial ético del mandamiento, sino que tiende a consolidarlo en
la misma profundidad de la persona humana. La nueva dimensión del ethos está
unida siempre con la revelación de esa profundidad, que se llama «corazón» y
con su liberación de la «concupiscencia», de modo que en ese corazón
pueda resplandecer más plenamente el hombre: varón y mujer, en toda
la verdad del recíproco «para». Liberado de la constricción y de la
disminución del espíritu que lleva consigo la concupiscencia de la carne, el
ser humano: varón y mujer, se encuentra recíprocamente en la libertad del don
que es la condición de toda convivencia en la verdad, y, en particular, en la
libertad del recíproco donarse, puesto que ambos, marido y mujer, deben formar
la unidad sacramental querida por el mismo Creador, como dice el Génesis 2,
24.
7. Como es evidente, la exigencia, que en el
sermón de la montaña propone Cristo a todos sus oyentes actuales y
potenciales, pertenece al espacio interior en que el hombre -precisamente
el que le escucha- debe descubrir de nuevo la plenitud perdida de su
humanidad y quererla recuperar. Esa plenitud en la relación recíproca de
las personas: del hombre y de la mujer, el Maestro la reivindica en Mt 5,
27-28, pensando sobre todo en la indisolubilidad del matrimonio, pero también
en toda otra forma de convivencia de los hombres y de las mujeres, de esa
convivencia que constituye la pura y sencilla trama de la existencia. La vida
humana, por su naturaleza, es «coeducativa», y su dignidad, su equilibrio
dependen, en cada momento de la historia y en cada punto de longitud y latitud
geográfica, de «quién» será ella para el, y él para ella.
Las palabras que Cristo pronunció es el sermón
de la montaña tienen indudablemente este alcance universal y a la vez profundo.
Sólo así pueden ser entendidas en la boca de Aquel, que hasta el fondo «conocía
lo que en el hombre había» (Jn 2, 25), y que, al mismo tiempo, llevaba
en sí el misterio de la «redención del cuerpo», como dirá San Pablo. ¿Debemos
temer la severidad de estas palabras, o más bien, tener confianza en su
contenido salvífico, en su potencia?
En todo caso, el análisis realizado de las
palabras pronunciadas por Cristo en el sermón de la montaña abre el camino a
ulteriores reflexiones indispensables para tener plena conciencia del hombre «histórico»,
y sobre todo del hombre contemporáneo: de su conciencia y de su «corazón».
44. Valores evangélicos y deberes del corazón (15-X-80/19-X-80)
1. En todos los capítulos precedentes de esta
segunda parte hemos hecho un análisis detallado de las palabras del sermón de
la montaña, en las que Cristo hace referencia al «corazón» humano. Como ya
sabemos, sus palabras son exigentes. Cristo dice: «Habéis oído que fue dicho:
No adulterarás. Pero yo os digo que todo el que mira a una mujer deseándola,
ya adulteró con ella en su corazón» (Mt 5, 27-28). Esta llamada al
corazón pone en claro la dimensión de la interioridad humana, la dimensión
del hombre interior, propia de la ética, y más aún, de la teología del
cuerpo. El deseo, que surge en el ámbito de la concupiscencia de la carne, es
al mismo tiempo una realidad interior y teológica, que, en cierto modo,
experimenta todo hombre «histórico». Y precisamente este hombre -aun cuando
no conozca las Palabras de Cristo- debe plantearse continuamente la pregunta
acerca del propio «corazón». Las Palabras de Cristo hace particularmente explícita
esta pregunta: ¿Se acusa al corazón, o se le llama al bien? Y ahora intentamos
considerar esta pregunta, al final de nuestras reflexiones y análisis, unidos
con la frase tan concisa y a la vez categoríca del Evangelio, tan cargada de
contenido teológico, antropológico y ético.
Al mismo tiempo se presenta una segunda
pregunta, más «práctica»: ¿cómo «puede» y «debe» actuar el hombre que
acoge las Palabras de Cristo en el sermón de la montaña, el hombre que acepta
el ethos del Evangelio, y, en particular, lo acepta en este campo?
2. Este hombre encuentra en las
consideraciones hechas hasta ahora la respuesta, al menos indirecta, a las dos
preguntas: ¿cómo puede actuar, eso es, con qué puede contar en su «intimidad»,
en la fuente de sus actos «interiores» o «exteriores»? Y además: ¿cómo «debería»
actuar, es decir, de qué modo los valores conocidos según la «escala»
revelada en el sermón de la montaña constituyen un deber de su voluntad y de
su «corazón», de sus deseos y de sus opciones? ¿De qué modo le «obligan»
en la acción, en el comportamiento, si, acogidas mediante el conocimiento, le
«comprometen» ya en el pensar y, de alguna manera, en el «sentir»? Estas
preguntas son significativas para la «praxis», humana, e indican un vínculo
orgánico de la «praxis misma con el ethos. La moral viva es siempre ethos de
la praxis humana.
3. Se puede responder de diverso modo a dichas
preguntas. Efectivamente, tanto en el pasado, como hoy se dan diversas
respuestas. Esto lo confirma una literatura amplia. Más allá.. de las
respuestas que en ella encontramos, es necesario tener en consideración el número
infinito de respuestas que el hombre concreto da a estas preguntas por sí
mismo, las que, en la vida de cada uno, da repetidamente su conciencia,
su conocimiento y sensibilidad moral. Precisamente en este ámbito se realiza
continuamente una compenetración del ethos y de la praxis. Aquí
viven la propia vida (no exclusivamente «teórica») cada uno de los
principios, es decir, las normas de la moral con sus motivaciones elaboradas y
divulgadas por moralistas, pero también las que elaboran -ciertamente no sin
una conexión con el trabajo de los moralistas y de los científicos- cada uno
de los hombres, como autores y sujetos directos de la moral real, como co-autores
de su historia, de los cuales depende también el nivel de la moral misma, su
progreso o su decadencia. En todo esto se confirma de nuevo en todas partes y
siempre, ese «hombre histórico», al que habló una vez Cristo, anunciando la
«Buena Nueva evangélica con el sermón de la montaña, donde entre otras cosas
dijo la frase que leemos en Mateo 5, 27-28: «Habéis oído que fue dicho: No
adulterarás. Pero yo os digo que todo el que mira a una mujer deseándola, ya
adulteró con ella en su corazón».
4. El enunciado de Mateo se presenta
estupendamente conciso con relación a todo lo que sobre este tema se ha escrito
en la literatura mundial. Y quizá precisamente en esto consiste su fuerza en la
historia del ethos. Es preciso, al mismo tiempo, darse cuenta del hecho de que
la historia del ethos discurre por un cauce multiforme, en el que cada tema de
las corrientes se acercan o se alejan mutuamente. El hombre «histórico»
valora siempre, a su modo, el propio «corazón», lo mismo que juzga también
el propio «cuerpo»: y así pasa del polo del pesimismo al polo del optimismo,
de la severidad puritana al permisivismo contemporáneo. Es necesario darse
cuenta de ello, para que el ethos del sermón de la montaña pueda tener siempre
una debida transparencia en relación a las acciones y a los comportamientos del
hombre. Con este fin es necesario hacer todavía algunos análisis.
5. Nuestras reflexiones sobre el significado
de las Palabras de Cristo segun Mateo 5, 27-28 no quedarían completas si no nos
detuviéramos -al menos brevemente- sobre lo que se puede llamar el eco de estas
palabras en la historia del pensamiento humano y de la valoración del ethos. El
eco es siempre una transformación de la voz y de las palabras que la voz
expresa. Sabemos por experiencia que esta transformación a veces esta llena de
misteriosa fascinación. En el caso en cuestión, ha ocurrido mas bien lo
contrario. Efectivamente, a las Palabras de Cristo se les ha quitado más bien
su sencillez y profundidad y se les ha conferido un significado lejano del que
en ellas se expresa, en fin de cuentas, un significado incluso que contrasta con
ellas. Pensamos ahora en todo lo que apareció, al margen del cristianismo, bajo
el nombre de maniqueísmo (1), y que ha intentado también entrar en el
terreno del cristianismo por lo que respecta precisamente a la teología y el ethos
del cuerpo. Es sabido que, en su forma originaria, el maniqueísmo, surgido en
Oriente fuera del ambiente bíblico y originado por el dualismo mazdeísta,
individuaba la fuente del mal en la materia, en el cuerpo, y proclamaba,
por lo tanto, la condena de todo lo que en el hombre es corpóreo. Y puesto que
en el hombre la corporeidad se manifiesta sobre todo a través del sexo,
entonces se extendía la condena al matrimonio y a la convivencia conyugal, además
de a las esferas del ser y del actuar, en las que se expresa la corporeidad.
6. A un oído no habituado, la evidente
severidad de ese sistema podía parecerle en sintonía con las severas palabras
de Mateo 5, 29-30, en las que Cristo habla de «sacar el ojo» o de «cortar la
mano», si estos miembros fuesen la causa del escándalo. A través de la
interpretación puramente «material» de estas locuciones, era posible también
obtener una óptica maniquea del enunciado de Cristo, en el que se habla del
hombre que ha cometido adulterio en el corazón..., mirando a una mujer para
desearla». También en este caso, la interpretación maniquea tiende a la
condena del cuerpo, como fuente real del mal, dado que en él, según el maniqueísmo,
se oculta y al mismo tiempo se manifiesta el principio «ontológico» del mal.
Se trataba, pues, de entrever y a veces se percibía esta condena en el
Evangelio, encontrándola donde, en cambio, se ha expresado exclusivamente una
exigencia particular dirigida al espíritu humano.
Nótese que la condena podía -y puede ser
siempre- una escapatoria para sustraerse a las exigencias propuestas en el
Evangelio por Aquel que «conocía lo que en el hombre había» (Jn 2,
25). No faltan pruebas de ello en la historia. Hemos tenido ya la ocasión en
parte (y ciertamente la tendremos todavía) de demostrar en qué medida esta
exigencia puede surgir únicamente de una afirmación -y no de una negación o
de una condena- si debe llevar a una afirmación aún más madura y profunda,
objetiva y subjetivamente. Y a esta afirmación de la feminidad y masculinidad
del ser humano, como dimensión personal del «ser cuerpo», deben conducir las
palabras de Cristo según Mateo 5, 27-28. Este es el justo significado ético de
estas palabras. Ellas imprimen en las páginas del Evangelio una dimensión
peculiar del ethos para imprimirla después en la vida humana.
Trataremos de reanudar este tema en nuestras
reflexiones sucesivas.
(1) El maniqueísmo contiene y lleva a maduración
los elementos característicos de toda «gnosis», esto es, el dualismo de dos
principios coeternos y radicalmente opuestos, y el concepto de una salvación
que se realiza sólo a través del conocimiento (gnosis) o la
autocomprensión de sí mismos. En todo el mito maniqueo hay un solo héroe y
una sola situación que se repite siempre: el alma caída está aprisionada en
la materia y es liberada por el conocimiento.
La actual situación histórica es negativa
para el hombre, porque es una mezcla provisoria y anormal de espíritu y de
materia, de bien y de mal, que supone un estado antecedente, original, en el
cual las dos sustancias estaban separadas e independientes. Por esto, hay tres
«tiempos: el «initium», o sea, la separación primordial; el «medium», es
decir, la mezcla actual; y el «finis» que consiste en el retorno a la división
original, en la salvación, que implica una ruptura total entre espíritu, y
materia».
La materia es, en el fondo, concupiscencia,
apetito perverso del placer, instinto de muerte, comparable, si no idéntico, al
deseo sexual, a la «libido». Es una fuerza que trata de asaltar a la luz; es
movimiento desordenado, deseo bestial, brutal, semi-inconsciente.
Adán y Eva fueron engendrados por dos
demonios; nuestra especie nació de una sucesión de actos repugnantes de
canibalismo y de sexualidad y conserva los signos de este origen diabólico, que
son el cuerpo, el cual es la forma animal de los «Arcontes del infierno», y la
«libido», que impulsa al hombre a unirse y a reproducirse, esto es, a mantener
el alma luminosa siempre en prisión.
El hombre, si quiere ser salvado debe tratar de
liberar su «yo viviente» (noùs) de la carne y del cuerpo. Puesto que
la materia tiene en la concupiscencia su expresión suprema, el pecado capital
esta en la unión sexual (fornicación) que es brutalidad y bestialidad y que
hace de los hombres los instrumentos y los cómplices del mal por la procreación.
Los elegidos constituyen el grupo de los
perfectos, cuya virtud tiene una característica ascética, realizando la
abstinencia mandada por los tres «sellos» el «sello de la boca» prohibe toda
blasfemia y manda la abstención de la carne, de la sangre del vino, de toda
bebida alcohólica, y también el ayuno; el «sello de las manos» manda el
respeto de la vida (de la «luz») encerrada en los cuerpos, en las semillas, en
los árboles y prohibe recoger los frutos, arrancar las plantas, quitar la vida
a los hombres y a los animales; el «sello del seno» prescribe una continencia
total (cf. H. Ch. Puech: Le Manichéisme; son fondateurs, sa doctrine,
París, 1949 -Musée Guimet, tomo LVI-, págs. 73-88; H. P. Puech, Le Manichéisme
en «Histoire des Religions» Encyclopédie de la Pleiade, II. Gallimard, 1972,
págs. 522-645, J. Ries, Manichéisme en «Cathólicisme hier, aujourd’hui,
demain, 34, Lila, 1977, Letouzey-Ané, págs. 314-320).
45. Dignidad del cuerpo y del sexo según el Evangelio (22-X-80/26-X-80)
1. En los capítulos de esta segunda parte
ocupa el centro de nuestras reflexiones el siguiente enunciado de Cristo en el
sermón de la montaña: «Habéis oído que fue dicho: No adulterarás. Pero yo
os digo que todo el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella (con
respecto a ella) en su corazón» (Mt 5, 27-28). Estas palabras tienen un
significado esencial para toda la teología del cuerpo, contenida en la enseñanza
de Cristo. Por tanto, justamente atribuimos gran importancia a su correcta
comprensión e interpretación. Ya constatamos en nuestra reflexión precedente
que la doctrina maniquea, en sus expresiones, tanto primitivas como posteriores,
está en contraste con estas palabras.
Efectivamente, no es posible encontrar en la
frase del sermón de la montaña, que hemos analizado, una «condena» o una
acusación contra el cuerpo. Si acaso, se podría entrever allí una condena del
corazón humano. Sin embargo, nuestras reflexiones hechas hasta ahora
manifiestan que, si las palabras de Mateo 5, 27-28 contienen una acusación, el
objeto de ésta es sobre todo el hombre de la concupiscencia. Con estas palabras
no se acusa al corazón, sino que se le somete a un juicio, o mejor, se le llama
a un examen crítico, más aún, autocrítico: ceda o no a la concupiscencia de
la carne. Penetrando en el significado profundo de la enunciación de Mateo 5,
27-28, debemos constatar, sin embargo, que el juicio que allí se encierra
acerca del «deseo», como acto de concupiscencia de la carne, contiene en sí
no la negación, sino más bien la afirmación del cuerpo, como elemento que
juntamente con el espíritu determina la subjetividad ontológica del hombre y
participa en su dignidad de persona. Así, pues, el juicio sobre la
concupiscencia de la carne tiene un significado esencialmente diverso del que
puede presuponer la ontología maniquea del cuerpo, y que necesariamente
brota de ella.
2. El cuerpo, en su masculinidad y feminidad,
está llamado «desde el principio» a convertirse en la manifestación del espíritu.
Se convierte también en esa manifestación mediante la unión conyugal del
hombre y de la mujer, cuando se unen de manera que forman «una sola carne». En
otro lugar (cf. Mt 19, 5-6) Cristo defiende los derechos inolvidables de
esta unidad, mediante la cual el cuerpo, en su masculinidad y feminidad, asume
el valor de signo, signo en algún sentido, sacramental; y además, poniendo en
guardia contra la concupiscencia de la carne, expresa la misma verdad acerca de
la dimensión ontológica del cuerpo y confirma su significado ético, coherente
con el conjunto de su enseñanza. Este significado ético nada tiene en común
con la condena maniquea, y, en cambio, está profundamente compenetrado del
misterio de la «redención del cuerpo», de que esbribirá San Pablo en la
Carta a los Romanos (cf. Rom 8, 23). La «redención del cuerpo» no
indica, sin embargo, el mal ontológico como atributo constitutivo del cuerpo
humano, sino que señala solamente el estado pecaminoso del hombre, por
el que, entre otras cosas, éste ha perdido el sentido límpido del
significado esponsalicio del cuerpo, en el cual se expresa el dominio
interior y la libertad del espíritu. Se trata aquí -como ya hemos puesto de
relieve anteriormente- de una pérdida «parcial», potencial, donde el sentido
del significado esponsalicio del cuerpo se confunde, en cierto modo, con la
concupiscencia y permite fácilmente ser absorbido por ella.
3. La interpretación apropiada de las
palabras de Cristo según Mateo 5, 27-28, como también la «praxis» en la que
se realizará sucesivamente el ethos auténtico del sermón de la montaña,
deben ser absolutamente liberados de elementos maniqueos en el pensamiento y en
la actitud. Una actitud maniquea llevaría a un «aniquilamiento», si no real,
al menos intencional del cuerpo, a una negación del valor del sexo humano, de
la masculinidad y feminidad de la persona humana, o por lo menos sólo a la «tolerancia»
en los límites de la «necesidad» delimitada por la necesidad misma de la
procreación. En cambio, basándose en las palabras de Cristo en el sermón de
la montaña, el ethos cristiano se caracteriza por una transformación
de la conciencia y de las actitudes de la persona humana, tanto del hombre
como de la mujer, capaz de manifestar y realizar el valor del cuerpo y del
sexo, según el designio originario del Creador, puestos al servicio de la
comunión de las personas», «que es el sustrato más profundo de la ética y
de la cultura humana. Mientras para la mentalidad maniquea el cuerpo y la
sexualidad constituyen, por decirlo así, un «anti-valor», en cambio, para el
cristianismo son siempre un «valor no bastante apreciado», como explicaré
mejor más adelante. La segunda actitud indica cuál debe ser la forma del ethos,
en el que el misterio de la «redención del cuerpo» se arraiga, por decirlo así,
en el suelo «histórico» del estado pecaminoso del hombre. Esto se expresa por
la fórmula teológica, que define el «estado» del hombre «histórico» como status
naturæ lapsæ simul ac redemptæ.
4. Es necesario interpretar las palabras de
Cristo en el sermón de la montaña (Mt 5, 27-28) a la luz de esta
compleja verdad sobre el hombre. Si contienen cierta «acusación» al corazón
humano, mucho más le dirigen una apelación. La acusación del mal
moral, que el «deseo» nacido de la concupiscencia carnal íntemperante oculta
en sí, es, al mismo tiempo, una llamada a vencer este mal. Y si la victoria
sobre el mal debe consistir en la separación de él (de aquí las severas
palabras en el contexto de Mateo 5, 27-28), sin embargo, se trata solamente de separarse
del mal del acto (en el caso en cuestión, del acto interior de la «concupiscencia»)
y en ningún modo de transferir lo negativo de este acto a su objeto.
Semejante transferencia significaría cierta aceptación -quizá no plenamente
consciente- del «anti-valor» maniqueo. Eso no constituiría una verdadera y
profunda victoria sobre el mal del acto, que es mal por esencia moral, por lo
tanto mal de naturaleza espiritual; más aún, allí se ocultaría el gran
peligro de justificar el acto con perjuicio del objeto (en lo que consiste
propiamente el error esencial del ethos maniqueo). Es evidente que Cristo
en Mateo 5, 27-28 exige separarse del mal de la «concupiscencia» (o de la
mirada de deseo desordenado), pero su enunciado no deja suponer en modo alguno
que sea un mal el objeto de ese deseo, esto es, la mujer a la que se «mira para
desearla». (Esta precisión parece faltar a veces en algunos textos «sapienciales»).
5. Debemos precisar, pues, la diferencia entre
la «acusación» y la «apelación». Dado que la acusación dirigida al mal de
la concupiscencia es, al mismo tiempo, una apelación a vencerlo,
consiguientemente esta victoria debe unirse a un esfuerzo para descubrir el
valor auténtico del objeto, para que en el hombre, en su conciencia y en su
voluntad, no arraige el «anti-valor» maniqueo. En efecto, el mal de la «concupiscencia»,
es decir, del acto del que habla Cristo en Mateo 5, 27-28, hace, sí, que el
objeto al que se dirige, constituya para el sujeto humano un «valor no bastante
apreciado». Si en las palabras analizadas del sermón de la montaña (Mt
5, 27-28) el corazón humano es «acusado» de concupiscencia (o si es puesto en
guardia contra esa concupiscencia), a la vez, mediante las mismas palabras está
llamado a descubrir el sentido pleno de lo que en el acto de concupiscencia
constituye para él un «valor no bastante apreciado». Como sabemos, Cristo
dijo: «Todo el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en su
corazón». El «adulterio cometido en el corazón», se puede y se debe
entender como «desvalorización», o sea, empobrecimiento de un valor auténtico,
como privación intencional de esa dignidad, a la que en la persona en cuestión
responde el valor integral de su feminidad. Las palabras de Mateo 5, 27-28
contiene una llamada a descubrir este valor y esta dignidad, y a afirmarlos de
nuevo. Parece que sólo entendiendo así las citadas palabras de Mateo, se
respeta su alcance semántico.
Para concluir estas concisas consideraciones,
es necesario constatar una vez más que el modo maniqueo de entender y valorar
el cuerpo y la sexualidad del hombre es esencialmente extraño al Evangelio, no
conforme con el significado exacto de las palabras del sermón de la montaña,
pronunciadas por Cristo. La llamada a dominar la concupiscencia de la carne
brota precisamente de la afirmación de la dignidad personal del cuerpo y del
sexo, y sirve únicamente a esta dignidad. Cometería un error esencial aquel
que quisiese sacar de estas palabras una perspectiva maniquea.
46. La fuerza de la creación se hace para el hombre fuerza de redención (29-X-80/2-XI-80)
1. Desde hace ya mucho tiempo, nuestras
reflexiones se centran sobre el siguiente enunciado de Jesucristo en el sermón
de la montaña: «Habéis oído que fue dicho: No adulterarás. Pero yo os digo
que todo el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella (en relación
a ella) en su corazón» (Mt 5, 27-28). Ultimamente hemos aclarado que
dichas palabras no pueden entenderse ni interpretarse en clave maniquea. No
contienen, en modo alguno, la condenación del cuerpo y de la sexualidad.
Encierran solamente una llamada a vencer la triple concupiscencia, y en
particular, la concupiscencia de la carne: lo que brota precisamente de la
afirmación de la dignidad personal del cuerpo y de la sexualidad, y únicamente
ratifica esta afirmación.
Es importante precisar esta formulación, o
sea, determinar el significado propio de las palabras del sermón de la montaña,
en las que Cristo apela al corazón humano (cf. Mt 5, 27-28), no sólo a
causa de «hábitos inveterados» que surgen del maniqueísmo, en el modo de
pensar y valorar las cosas, sino también a causa de algunas posiciones
contemporáneas que interpretan el sentido del hombre y de la moral. Ricoeur
ha calificado a Freud, Marx y Nietzche como «maestros de la sospecha» (1) («maitres
du soupçon»), teniendo presente el conjunto de sistemas que cada uno de ellos
representa, y quizá, sobre todo, la base oculta y la orientación de cada uno
de ellos al entender e interpretar el humanum mismo. Parece necesario
aludir, al menos brevemente, a esta base y a esta orientación. Es necesario
hacerlo para descubrir, por una parte, una significativa convergencia y,
por otra, también una divergencia fundamental con la hermenéutica que
tiene su fuente en la Biblia, a la que intentamos dar expresión en nuestros análisis.
¿En qué consiste la convergencia? Consiste en el hecho de que los
intelectuales antes mencionados, los cuales han ejercido y ejercen gran influjo
en el modo de pensar y valorar de los hombres de nuestro tiempo, parece que, en
definitiva, también juzgan y acusan al «corazón» del hombre. Aún más,
parece que lo juzgan y acusan a causa de lo que en el lenguaje bíblico,
sobre todo de San Juan, se llama concupiscencia, la triple concupiscencia.
2. Se podría hacer aquí una cierta
distribución de las partes. En la hermenéutica nietzschiana el juicio y la
acusación al corazón humano corresponden, en cierto sentido, a lo que en el
lenguaje bíblico se llama «soberbia de la vida»; en la hermenéutica
marxista, a lo que se llama «concupiscencia de los ojos»; en la hermenéutica
freudiana, en cambio, a lo que se llama «concupiscencia de la carne». La
convergencia de estas concepciones con la hermenéutica del hombre fundada en la
Biblia consiste en el hecho de que, al descubrir en el corazón humano la triple
concupiscencia, hubiéramos podido también nosotros limitarnos a poner ese
corazón en estado de continua sospecha. Sin embargo, la Biblia no nos permite
detenernos aquí. Las palabras de Cristo, según Mateo 5, 27-28, son tales que,
aun manifestando toda la realidad, del deseo y de la concupiscencia, no permiten
que se haga de esta concupiscencia el criterio absoluto de la antropología y de
la ética, o sea, el núcleo miso de la hermenéutica del hombre. En la
Biblia, la triple concupiscencia no constituye el criterio fundamental y tal
vez único y absoluto de la antropología y de la ética, aunque sea
indudablemente un coeficiente importante para comprender al hombre, sus
acciones y su valor moral. También lo demuestran el análisis que hemos
hecho ahora.
3. Aun queriendo llegar a una interpretación
completa de las palabras de Cristo sobre el hombre que «mira con concupiscencia»
(cf. Mt 5, 27-28), no podemos quedar satisfechos con una concepción
cualquiera de la «concupiscencia», incluso en el caso de que se alcanzase la
plenitud de la verdad «psicológica» accesible a nosotros; en cambio, debemos
sacarla de la primera Carta de Juan 2, 15-16 y de la «teología de la
concupiscencia» que allí se encierra. El hombre que «mira para desear» es,
efectivamente, el hombre de la concupiscencia de la carne. Por esto él «puede»
mirar de este modo e incluso debe ser consciente de que, abandonando este
acto interior al dominio de las fuerzas de la naturaleza, no puede evitar el
influjo de la concupiscencia de las fuerzas de la naturaleza, no puede evitar el
influjo de la concupiscencia de la carne. En Mateo 5, 27-28, Cristo también
trata de esto y llama la atención sobre ello. Sus palabras se refieren no sólo
al acto concreto de «concupiscencia», sino, indirectamente, también al «hombre
de la concupiscencia».
4. ¿Por qué estas palabras del sermón de la
montaña, a pesar de la convergencia de lo que dicen respecto al corazón humano
(2) con lo que se expresa en la hermenéutica de los «maestros de la sospecha»,
no pueden considerarse como base de dicha hermenéutica o de otra análoga? Y,
¿por qué constituyen ellas una expresión, una configuración de un ethos
totalmente diverso?, ¿diverso, no sólo del maniqueo, sino también del
freudiano? Pienso que el conjunto de los análisis y reflexiones, hechos hasta
ahora, da respuesta a este interrogante. Resumiendo, se puede decir brevemente
que las palabras de Cristo según Mateo 5, 27-28 no nos permiten detenernos en
la acusación al corazón humano y ponerlo en estado de continua sospecha, sino
que deben ser entendidas e interpretadas como una llamada dirigida al corazón. Esto
deriva de la naturaleza misma del ethos de la redención. Sobre el
fundamento de este misterio, al que San Pablo (Rom 8, 23) define «redención
del cuerpo», sobre el fundamento de la realidad llamada «redención» y, en
consecuencia, sobre el fundamento del ethos de la redención del cuerpo, no
podemos detenernos solamente en la acusación al corazón humano, basándonos en
el deseo y en la concupiscencia de la carne. El hombre no puede detenerse
poniendo al «corazón» en estado de continua e irreversible sospecha a
causa de las manifestaciones de la concupiscencia de la carne y de la libido,
que, entre otras cosas, un psicoanalista pone de relieve mediante el análisis
del subconsciente (3). La redención es una verdad, una realidad, en cuyo nombre
debe sentirse llamado el hombre, y «llamado con eficacia». Debe darse cuenta
de esta llamada también mediante las palabras de Cristo según Mateo 5, 27-28,
leídas de nuevo en el contexto pleno de la revelación del cuerpo. El hombre debe
sentirse llamado a descubrir, más aún, a realizar el significado
esponsalicio del cuerpo y a expresar de este modo la libertad interior del don,
es decir, de ese estado y de esa fuerza espirituales, que se derivan del dominio
de la concupiscencia de la carne.
5. El hombre está llamado a esto por la
palabra del Evangelio, por lo tanto, desde «el exterior», pero, al mismo
tiempo, está llamado también desde el «interior». Las palabras de Cristo, el
cual en el sermón de la montaña apela al «corazón», inducen, en cierto
sentido, al oyente a esta llamada interior. Si el oyente permite que esas
palabras actúen en él, podrá oír al mismo tiempo en su interior algo así
como el eco de ese «principio», de ese buen «principio» al que Cristo se
refirió una vez más, para recordar a sus oyentes quién es el hombre, quién
es la mujer, y quiénes son recíprocamente el uno para el otro en la obra de
creación. Las palabras que Cristo pronunció en el sermón de la montaña no
son una llamada lanzada al vacío. No van dirigidas al hombre totalmente
comprometido en la concupiscencia de la carne, incapaz de buscar otra forma de
relaciones recíprocas en el ámbito del atractivo perenne, que acompaña la
historia del hombre y de la mujer precisamente «desde el principio». Las
palabras de Cristo dan testimonio de que la fuerza originaria (por tanto,
también la gracia) del misterio de la creación se convierte para cada uno
de ellos en fuerza (esto es, gracia) del misterio de la redención.
Esto se refiere a la misma naturaleza, al mismo substrato de la humanidad de la
persona, a los impulsos más profundos del «corazón». ¿Acaso no siente el
hombre, juntamente con la concupiscencia, una necesidad profunda de conservar la
dignidad de las relaciones recíprocas, que encuentran su expresión en el
cuerpo, gracias a su masculinidad y feminidad? ¿Acaso no siente la necesidad de
impregnarlas de todo lo que es noble y bello? ¿Acaso no siente la necesidad de
conferirle el valor supremo, que es el amor?
6. Bien considerada, esta llamada que
encierran las palabras de Cristo en el sermón de la montaña no puede ser un
acto separado del contexto de la existencia concreta. Es siempre -aunque sólo
en la dimensión del acto al que se refiere- el descubrimiento del significado
de toda la existencia, del significado de la vida, en el que está comprendido
también ese significado del cuerpo, que aquí llamamos «esponsalicio». El
significado del cuerpo es, en cierto sentido, la antítesis de la libido
freudiana. El significado de la vida es la antítesis de la hermenéutica «de
la sospecha». Esta hermenéutica es muy diferente, es radicalmente
diferente de la que descubrimos en las palabras de Cristo en el sermón
de la montaña. Estas palabras revelan no sólo otro ethos, sino también otra
visión de las posibilidades del hombre. Es importante que él, precisamente en
su «corazón», no se sienta solo e irrevocablemente acusado y abandonado a la
concupiscencia de la carne, sino que en el mismo corazón se sienta llamado con
energía. Llamado precisamente a ese valor supremo, que es el amor. Llamado como
persona en la verdad de su humanidad, por lo tanto, también en la verdad de su
masculinidad y feminidad, en la verdad de su cuerpo. Llamado en esa verdad que
es patrimonio «del principio», patrimonio de su corazón, más profundo que el
estado pecaminoso heredado, más profundo que la triple concupiscencia. Las
palabras de Cristo, encuadradas en toda la realidad de la creación y de la
redención, actualizan de nuevo esa heredad más profunda y le dan una fuerza
real en la vida del hombre.
(1) «Le philosophe formé à l’école de
Descartes sait que les choses sont douteuses, qu’elles ne sont pas telles
qu’elles apparaissent; mais il ne doute pas que la conscience ne soit telle
qu’elle apparait à elle-même...; depuis Marx, Nietzsche et Freud nous en
doutons. Après le doute sur la chose, nous sommes entrés dans le doute sur la
conscience.
Mais ces
trois maitres du soupçon ne sont pas trois maitres de scepticisme; ce sont
assurément trois grands «destructeurs». /... /
A partir
d’eux, la compréhension est une herméneutique: chercher le sens, désormais,
ce n’est plus épeler la conscience du sens, mais en déchiffrer les
expresions. Ce qu’il faudrait donc confronter, c’est non seulement un triple
soupçon mais une triple ruse /... /
Du même coup se découvre une parenté plus
profonde encore entre Marx, Freud et Nietzsche. Tous trois commencent par le
soupçon concernant les illusions de la conscience et continuent par la ruse du
déchiffrage...» (Paul Ricoeur, Le conflit des interprétations, París
1969 (Seuil). págs. 149-150).
(2) Cf. también Mt 5, 19-20.
(3) Cf., por ejemplo, la característica
afirmación de la última obra de Freud:
«Den Kern
unseres Wesens bildet also das dunkle Es, das nicht direckt mit der Aussenwelt
verkehrt und auch unserer Kenntnis nur durch die Vermittlung einer anderen
Instanz zugänglich wird. In diesem Es wirken die organischen Triebe,
selbst aus Mischungen von zwei Urkräften (Eron und Destruktion) in wechselnden
Ausmassen zusammengesetzt, und durch ihre Beziehung zu Organen oder
Organsystemen voeinander differenziert.
Das
einzige Streben dieser Triebe ist nach Befriedigung, die von bestimmten Veränderungen
an den Organen mit Hilfe von Obiekten der Aussenwelt erwartet wird» (S. Freud, Abriss
der Psychoanalyse. Das Unbehagen in der Kultur. Frankfurt. M. Hamburgo
19554, (Fischer), págs. 74-75).
Entonces ese «núcleo» o «corazón» del
hombre estaría dominado por la unión entre el instinto erótico y el
destructivo, y la vida consistiría en satisfacerlos.
47. «Eros» y «ethos» en el corazón humano (5-XI-80/9-XI-80)
1. En el curso de nuestras reflexiones sobre
el enunciado de Cristo en el sermón de la montaña, en el que El refiriéndose
al mandamiento «No adulterarás», compara la «concupiscencia»; («la mirada
concupiscente») con el «adulterio cometido en el corazón», tratamos de
responder a la pregunta: ¿Estas palabras solamente acusan al «corazón»
humano, o son, ante todo, una llamada que se le dirige? Se entiende que es una
llamada de carácter ético; una llamada importante y esencial para el mismo
ethos del Evangelio. Respondemos que dichas palabras son sobre todo una llamada.
Al mismo tiempo, tratamos de acercar nuestras
reflexiones a los «itinerarios» que recorre, en su ámbito, la conciencia
de los hombres contemporáneos. Ya en el precedente ciclo de nuestras
consideraciones hemos aludido al «eros». Este término griego, que pasó de la
mitología a la filosofía, luego al lenguaje literario y finalmente a la lengua
vulgar, al contrario de la palabra «ethos», resulta extraño y desconocido
para el lenguaje bíblico. Si en los presentes análisis de los textos bíblicos
empleamos el término «ethos», familiar a los Setenta y al Nuevo Testamento,
lo hacemos con motivo del significado general que ha adquirido en la filosofía
y en la teología abrazando en su contenido las complejas esferas del bien y del
mal, que dependen de la voluntad humana y están sometidas a las leyes de la
conciencia y de la sensibilidad del «corazón» humano. El término «eros»,
además de ser nombre propio del personaje mitológico, tiene en los
escritos de Platón un significado filosófico (1), que parece ser diferente del
significado común e incluso del que ordinariamente se le atribuye en la
literatura. Obviamente, debemos tomar aquí en consideración la amplia gama de
significados, que se diferencian entre sí por ciertos matices, en lo que se
refiere, tanto al personaje mitológico, como al contenido filosófico, como
sobre todo al punto de vista «somático» o «sexual». Teniendo en cuenta una
gama tan amplia de significados, conviene valorar, de modo también
diferenciado, lo que está en relación con el «eros» (2), y se define como «erótico».
2. Según Platón, el «eros» representa la
fuerza interior, que arrastra al hombre hacia todo lo que es bueno, verdadero y
bello. Esta «atracción» indica, en tal caso, la intensidad de un acto
subjetivo del espíritu humano. En cambio, en el significado común -como
también en la literatura-, esta «atracción» parece ser ante todo de
naturaleza sexual. Suscita la recíproca tendencia de ambos, del hombre y de
la mujer, al acercamiento, a la unión de los cuerpos, a esa unión de la que
habla el Génesis 2, 24. Se trata aquí de responder a la pregunta de si
el «eros» connote el mismo significado que tiene en la narración bíblica
(sobre todo en Gén 2, 23-25), que indudablemente atestigua la recíproca
atracción y la llamada perenne de la persona humana -a través de la
masculinidad y la feminidad -a esa «unidad en la carne» que, al mismo tiempo,
debe realizar la unión-comunión de las personas. Precisamente por esta
interpretación del «eros» (y a la vez de su relación con el
ethos) adquiere importancia fundamental también el modo en que entendamos la «concupiscencia»,
de la que se habla en el sermón de la montaña.
3. Por lo que parece, el lenguaje común toma
en consideración, sobre todo, ese significado de la «concupiscencia», que
hemos definido anteriormente como «psicológico» y que también podría ser
denominado «sexuológico»; esto es, basándose en premisas que se limitan ante
todo a la interpretación naturalista, «somática» y sexualista del erotismo
humano. (No se trata aquí, en modo alguno, de disminuir el valor de las
investigaciones científicas en este campo, sino que se quiere llamar la atención
sobre el peligro de la tendencia reductora y exclusivista). Ahora bien, en
sentido psicológico y sexuológico, la concupiscencia indica la intensidad
subjetiva de la tendencia al objeto con motivo de su carácter sexual (valor
sexual). Ese tender tiene su intensidad subjetiva a causa de la «atracción»
específica que extiende su dominio sobre la esfera emotiva del hombre e implica
su «corporeidad» (su masculinidad o feminidad somática). Cuando en
el sermón de la montaña oímos hablar de la «concupiscencia» del hombre que
«mira a la mujer para desearla», estas palabras -entendidas en sentido «psicológico»
«sexuológico» se refieren a la esfera de los fenómenos, que en el lenguaje
común se califican precisamente como «eróticos». En los límites del
enunciado de Mateo 5, 27-28 se trata solamente del acto interior, mientras que
«eróticos» se definen sobre todo esos modos de actuar y de comportamiento recíproco
del hombre y de la mujer, que son manifestación externa propia de estos actos,
interiores. No obstante, parece estar fuera de toda duda que -razonando así- se
deba poner casi el signo de igualdad entre «erótico» y lo que se «deriva del
deseo» (y sirve para saciar la «concupiscencia misma de la carne»). Entonces,
si fuese así, las palabras de Cristo según Mateo 5, 27-28 expresarían un
juicio negativo sobre lo que es «erótico» y, dirigidas al corazón humano,
constituirían, al mismo tiempo, una severa advertencia contra el «eros».
4. Sin embargo, hemos sugerido ya que el término
«eros» tiene muchos matices semánticos. Y por esto, al querer definir
la relación del enunciado del sermón de la montaña (Mt 5, 27-28) con
la amplia esfera de los fenómenos «eróticos», esto es, de esas acciones y de
esos comportamientos recíprocos mediante los cuales el hombre y la mujer se
acercan y se unen hasta formar «una sola carne» (cf. Gén 2, 24), es
necesario tener en cuenta la multiplicidad de matices semánticos del «eros».
Efectivamente, parece posible que en el ámbito del concepto de «eros»
-teniendo en cuenta su significado platónico- se encuentre el puesto para ese
ethos, para esos contenidos éticos e indirectamente también teológicos, los
cuales, en el curso de nuestros análisis, han sido puestos de relieve por la
llamada de Cristo al «corazón» humano en el sermón de la montaña. También
el conocimiento de los múltiples matices semánticos del «eros» y de lo que,
en la experiencia y descripción diferenciada del hombre, en diversas épocas y
en diversos puntos de longitud y latitud geográfica y cultural, se define
como «erótico», puede ayudar a entender la específica y compleja riqueza del
«corazón, al que Cristo se refirió en su enunciado de Mateo 5, 27-28.
5. Si admitimos que el «eros» significa la
fuerza interior que «atrae» al hombre hacia la verdad, el bien y la belleza,
entonces en el ámbito de este concepto se ve también abrirse el camino hacia
lo que Cristo quiso expresar en el sermón de la montaña. Las palabras de Mateo
5, 27-28, si son una «acusación» al corazón humano, al mismo tiempo son más
aun una llamada que se le dirige. Esta llamada es la categoría propia de ethos
de la redención. La llamada a lo que es verdadero, bueno y bello significa al
mismo tiempo, en el ethos de la redención, la necesidad de vencer lo que se
deriva de la triple concupiscencia. Significa también la posibilidad y la
necesidad de transformar aquello sobre lo cual ha pesado fuertemente la
concupiscencia de la carne. Además, si las palabras de Mateo 5, 27-28
representan esta llamada, significan, pues, que, en el ámbito erótico, el «eros
y el «ethos» no divergen entre sí, no se contraponen mutuamente, sino que están
llamados a encontrarse en el corazón humano y a fructificar en este encuentro. Muy
digno del corazón humano es que la forma de lo que es «erótico» sea, al
mismo tiempo, forma del ethos, es decir, de lo que es ético»
6. Esta afirmación es muy importante para el
ethos y al mismo tiempo para la ética. Efectivamente, con este último
concepto se vincula muy frecuentemente un significado «negativo», porque la ética
supone normas, mandamientos e incluso prohibiciones. De ordinario somos
propensos a considerar las palabras del sermón de la montaña sobre la «concupiscencia»
(sobre el «mirar para desear») exclusivamente como una prohibición -una
prohibición en la esfera del «eros» (esto es, en la esfera «erótica»). Y
muy frecuentemente nos contentamos sólo con esta comprensión, sin tratar de descubrir
los valores realmente profundos y esenciales que esta prohibición encierra,
es decir, asegura. No solamente los protege, sino que los hace también
accesibles y los libera, si aprendemos a abrir nuestro «corazón» hacia ellos.
En el sermón de la montaña Cristo nos lo
enseña y dirige el corazón del hombre hacia estos valores.
(1) Según Platón, el hombre, situado entre el
mundo de los sentidos y el mundo de las ideas, tiene el destino de pasar del
primero al segundo. Pero el mundo de las ideas no está en disposición, por sí
solo, de superar el mundo de los sentidos: sólo puede hacerlo el eros, congénito
al hombre. Cuando el hombre comienza a presentir la existencia de las ideas,
gracias a la contemplación de los objetos existentes en el mundo de los
sentidos, recibe el impulso de eros, o sea, del deseo de las ideas puras.
Efectivamente, eros es la orientación del hombre «sensual» o «sensible»
hacia lo que es trascendente: la fuerza que dirige al alma hacia el mundo de las
ideas. En «El Banquete» Platón describe las etapas de tal influjo de eros:
este eleva al espíritu del hombre de la belleza de un cuerpo singular a la de
todos los cuerpos, por lo tanto, a la belleza de la ciencia, y finalmente a la
misma idea de belleza (cr. El Banquete, 211, La República, 541).
Eros no es ni puramente humano ni divino: es
algo intermedio (daimonion) e intermediario. Su principal característica es la
aspiración y el deseo permanentes. Incluso cuando parece dar, eros persiste
como «deseo de poseer» y, sin embargo, se diferencia del amor puramente
sensual, por ser el amor que tiende a lo sublime.
Según Platón, los dioses no aman, porque no
sienten deseos, en cuanto que sus deseos están todos saciados. Por lo tanto,
pueden ser solamente objeto, pero no sujeto de amor (EI Banquete 200-201).
No tienen, pues, una relación directa, con el hombre; solo la mediación de
eros permite el lazo de una relación (El Banquete, 203). Por lo
tanto, eros es el camino que conduce al hombre hacia la divinidad, pero no
viceversa.
La aspiración a la trascendencia es, pues, un
elemento constitutivo de la concepción platónica de eros, concepción que
supera el dualismo radical del mundo de las ideas y del mundo de los sentidos.
Eros permite pasar del uno al otro. Es, pues, una forma de huida más allá del
mundo material, al que el alma tiene que renunciar, porque la belleza del sujeto
sensible tiene valor solamente en cuanto conduce mas alto.
Sin embargo, eros es siempre, para Platón, el
amor egocéntrico: tiende a conquistar y a poseer el objeto que, para el hombre,
representa un valor. Amar el bien significa desear poseerlo para siempre. El
amor es, por lo tanto, siempre un deseo de inmortalidad y también esto
demuestra el carácter egocéntrico de eros (cf. A. Nygren, Eros et
Agapé. La notion chrétienne de l’amour et ses transformations, I,
París 1962, Aubier, págs. 180-200).
Para Platon, eros es un paso de la ciencia más
elemental a la más profunda; es, al mismo tiempo, la aspiración a pasar
de «lo que no es», y se trata del mal, a lo que «existe en plenitud», que es
el bien (cf. M. Scheler, Amour et connaissance en Le sens de la souffrance,
suivi de deux autres essais, París, Aubier, s.f., página 145).
(2) Cf., por ejemplo, C. S. I. Lewis «Eros»
en The Four Loves, Nueva York. 1960 (Harcout, Brace), págs. 131-133,
152, 159-160; P. Chauchard, Vices des vertus, vertus des vices, París,
1965 (Mame), pág. 147).