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José María Iraburu

Elogio del pudor

Indice

Introducción. -La extraña doctrina del pudor. -Castidad y pudor.

1. El antiguo impudor. -El mundo judío. -El mundo pagano. -Las termas.

2. Victoria histórica del pudor cristiano. -Sentido cristiano del vestido,. -Revestidos con el hábito de la gracia. -La Buena Noticia del pudor. -Evangelio y martirio. -La victoria del Evangelio sobre las termas. -La doctrina y la acción de los Padres. -Leyes de la Iglesia y del Estado. -Época medieval y moderna. -Siglo XX. -Doctrina hoy vigente. -Cambian tiempos y circunstancias. -Las ocasiones próximas de pecado. -Por sus frutos los conoceréis. -Pornografía. -Vestidos. -Espectáculos.

3. Pudor ejemplar de los religiosos. -Modestia y pudor en los religiosos. -Hoy escandaliza la ascesis tradicional de los religiosos. -Los religiosos, ejemplo en todo para los laicos. -¿Tristes, los religiosos?.-¿Anacrónicos, los religiosos?.

4. Descristianización e impudor. -Apostasía e impudor. -Pelagianismo. -Naturalismo. -Hedonismo. -Modernismo progresista. -Efectos providenciales del impudor.

5. La predicación del pudor. -El Apóstol, contra la lujuria, predica la castidad. -¿Por qué hoy apenas se predica el pudor y la castidad?. -Porque se estima que es o era una doctrina falsa. -Por temor a la cruz. -Por miedo a desprestigiar a la Iglesia. -Por otras varias razones falsas. -Pecados materiales y pecados formales. -El Evangelio del pudor.

6. ¿Qué he de hacer, Señor? -Arrepentíos y creed en el Evangelio. -Criterios operativos de discernimiento. -Final.

Bibliografía citada.

Introducción

La extraña doctrina del pudor

Hace poco tiempo, en un retiro que yo daba a un grupo de jóvenes seglares sobre la santificación de los laicos en el mundo, señalé la profunda mundanización que hoy padecen muchos bautizados, incluídos también a veces los más fieles, y cómo en buena parte la sufren sin advertirlo. Y para que se dieran buena cuenta de esa realidad, quise ilustrar el tema con varios ejemplos. Uno de ellos se refería al impudor, hoy tan generalizado entre los cristianos:

«No es decente que hombres y mujeres se queden semidesnudos en playas y piscinas, o dicho de otro modo, es indecente. Esa costumbre está hoy moralmente aceptada por la inmensa mayoría, también de los cristianos: pero es mundana, no es cristiana. Jesús, María y José no aceptarían tal uso, por muy generalizado que estuviera en su tierra. Y tampoco los santos.

«La Biblia, en efecto, presenta la vergüenza de la propia desnudez como un sentimiento originario de Adán y Eva, como una actitud cuya bondad viene confirmada por Dios, que “les hizo vestidos, y les vistió” (Gén 3,7.21). Quedarse, pues, casi desvestidos es contrario a la voluntad de Dios. Ciertas modas, ciertas playas y piscinas mixtas -en las que casi se elimina ese velamiento del cuerpo humano querido por Dios- no son sino una costumbre mundana, ciertamente contraria a la antigua enseñanza de los Padres y a la tradición cristiana, que venció el impudor de los paganos. La desnudez total o parcial -relativamente normales en el mundo grecoromano, en termas, gimnasios, juegos atléticos y orgías-, fue y ha sido rechazada por la Iglesia siempre y en todo lugar. Volver a ella no indica ningún progreso -recuperar la naturalidad del desnudo, quitarle así su malicia, generalizándolo, etc.-, sino una degradación.

«Al menos a cierta edad y condición, es poco probable que una persona asuma ese alto grado de desnudez inusual sin pecado de vanidad positiva: orgullo de la belleza propia, o negativa: pena por la propia fealdad -lo que viene a ser lo mismo-; y sin peligro próximo, propio o ajeno, de pecado de impureza (“todo el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en su corazón”, Mt 5,28).

«Y aunque esa persona se viera exenta de las tentaciones aludidas, cosa difícil de creer, hace un mal en todo caso al apoyar activamente con su conducta una costumbre mala, que a otros ocasiona muchas tentaciones, y que, desacralizando la intimidad personal, devalúa el cuerpo -y consiguientemente la persona misma-, ofreciendo su vista a cualquiera.

«Por lo demás, los religiosos fieles a su vocación no frecuentan playas ni piscinas, y los laicos que busquen la santidad tampoco deben hacerlo, como no sea en condiciones de lugar, hora y compañía sumamente restrictivas».

Así quedó escrito en los resúmenes que acostumbro dar en los retiros. Pues bien, en los días siguientes me fueron llegando las reacciones de aquellos jóvenes. Fueron muy variadas, desde la aceptación al rechazo. Pero en casi todas ellas había un fondo común de perplejidad: «nunca se nos había dicho esto».

Eso me hizo pensar que, aunque sea en forma parcial y poco ordenada, merece la pena ampliar un tanto el tratamiento de la cuestión, pues todo parece indicar que no hay en nuestro tiempo, ni siquiera en el pueblo cristiano más cultivado, suficientes noticias del pudor.

Castidad y pudor

La castidad es una virtud que, bajo la moción de la caridad, orienta al bien el impulso genésico humano, tanto en sus aspectos físicos como afectivos. Implica, pues, en el hombre libertad, dominio y respeto de sí mismo, así como caridad y respeto hacia los otros, que no son vistos como objetos, sino como personas. Como es una virtud, la castidad es en la persona una fuerza espiritual, una inclinación buena, una facilidad para el bien propio de su honestidad, y consiguientemente una repugnancia hacia la lujuria  que le es contraria.

Y un aspecto de la castidad es el pudor. Mientras la castidad modera el mismo impulso genésico, el pudor ordena más bien las miradas, los gestos, los vestidos, las conversaciones, es decir, todo un conjunto de circunstancias que están más o menos en relación con aquel impulso sexual.

Por eso dice Santo Tomás que «el pudor se ordena a la castidad, pero no como una virtud distinta de ella, sino como una circunstancia especial. De hecho, en el lenguaje ordinario, se toma indistintamente una por otra»  (Summa Thlg. II-II, 151,4).

Pío XII enseña que el sentido del pudor consiste «en la innata y más o menos consciente tendencia de cada uno a defender de la indiscriminada concupiscencia de los demás un bien físico propio, a fin de reservarlo, con prudente selección de circunstancias, a los sabios fines del Creador, por Él mismo puestos bajo el escudo de la castidad y de la modestia» (Disc. 8-XI-1957: AAS 49, 1957, 1013).

En otro escrito (El matrimonio en Cristo, 33-38) he estudiado la psicología del pudor, la naturalidad del pudor en la condición humana pecadora, la conexión del pudor con otra virtudes, etc. Ahora, dentro de los múltiples aspectos del pudor, trataré principalmente del vestido, de las miradas, de la desnudez.

¿Y por qué trato del pudor, más bien que de la misma castidad? Por una razón muy sencilla. La mayoría de los lectores previsibles de este escrito tienen la conciencia bastante clara acerca de la castidad. Pero muchos de ellos -recuérdese el caso concreto del que he partido- no acaban de tener su conciencia plenamente evangelizada respecto del pudor. Por el contrario, siendo así que están viviendo en Babilonia, o si se prefiere, en Corinto, no acaban de darse cuenta a veces de las dosis de impudor que han ido asumiendo sin mayores problemas de conciencia. Y esto, lo sepan o no, lo crean o no, lo quieran o no, trae para ellos y para otros malas consecuencias.

1. El antiguo impudor

El mundo judío

Yavé en el Antiguo Testamento da a su pueblo revelaciones preciosas acerca del matrimonio monógamo (Gén 1,27-28; 2,24). Y condena claramente el adulterio (Éx 20,14; Lev 20,10; Dt 5,18), aunque esta prohibición parece resguardar especialmente las «propiedades» del prójimo, que ni siquiera deben ser «deseadas» (Dt 5,21).

También inculca Dios el espíritu del pudor a los judíos desde las más antiguas revelaciones. Adán y Eva, en el principio, «estaban ambos desnudos, sin avergonzarse de ello» (Gén 2,25), pues creados como «imágenes de Dios» (1,27), y ajenos a toda maldad, vivían una total armonía entre alma y cuerpo, y su naturaleza era pura y perfecta.

Sin embargo, una vez que, desobedeciendo a Dios, se hicieron pecadores, de tal modo entra el mal en sus corazones, de tal modo se encrespa en ellos el desorden de la concupiscencia incontrolada, que «se les abrieron los ojos, y viendo que estaban desnudos, cosieron unas hojas de higuera y se hicieron unos ceñidores» (3,7).

El Señor se dirige entonces a ellos con reproche: «¿y quién te ha hecho saber que estabas desnudo? ¿Es que has comido del árbol del que te prohibí comer?» (3,11)... Partiendo de la vergüenza que ellos mismos sienten, les hace ver que, efectivamente, son ahora pecadores, es decir, que han perdido su primera armonía entre alma y cuerpo, entre voluntad libre y ávidas pasiones.

Y aprobando este nuevo, recién nacido, sentimiento de pudor, «les hizo el Señor Dios al hombre y a su mujer túnicas de pieles, y los vistió» (3,21). Seguidamente, los arrojó fuera del Paraíso (3,23-24).

La Biblia inculca también el pudor en otras modalidades, concretamente en lo que se refiere a las miradas: «no pasees tus ojos por las calles de la ciudad, ni andes rondando por lugares solitarios. No fijes demasiado tu atención en doncella, y no te entramparás por su causa”» (Eclo 9,7-8; cf. Job 31,1).

En todo caso, la vida de la castidad en Israel tuvo un desarrollo bastante precario. Los antiguos patriarcas guardaron una monogamia muy relativa. La sagrada Escritura habla de las concubinas de Abraham (Gén 25,6). Jacob toma por esposas a dos hermanas, Lía y Raquel, y cada una de ellas le da su esclava (Gén 29,15-30; 30,1-9). Esaú tiene tres mujeres, y las tres con el mismo rango (26,34; 28,9; 36,1-5), dos de ellas extranjeras, hititas (Gén 26,34). Hasta puede decirse que «las costumbres del período patriarcal aparecen menos severas que las de Mesopotamia en la misma época» (De Vaux 56).

Más aún, bajo los jueces y la monarquía, se pierden algunas antiguas restricciones sobre la monogamia. Gedeón tiene «muchas mujeres» y, por lo menos, una concubina (Jue 8,30-31). La ley reconoce la legalidad de la bigamia (Dt 21,15-17). Y los reyes poseen un harén, a veces muy numeroso, en el que se incluyen con frecuencia mujeres no israelitas. David cuenta entre sus mujeres una calebita y una aramea (2Sam 3,3), y el gran harén de Salomón incluye «además de la hija del faraón, moabitas, amonitas, edomitas, sidonias e hititas» (1Re 11,1; +14,21).

Con estos modelos y antecedentes, fácilmente se comprende el escaso nivel de la castidad y del pudor en Israel, y más aún si tenemos en cuenta que la sociedad judía incluía esclavas y cautivas de guerra.

No olvidemos, por otra parte, que el divorcio podía romper fácilmente la santidad de la unión conyugal. La ley judía no exigía graves condiciones para el derecho del marido a repudiar a su mujer; bastaba con que hallara en ella «alguna tara que imputarle» (Dt 24,1). Estas taras podían ser muy leves (Eclo 25,26), y escuelas rabínicas como las de Hilel redujeron los motivos del repudio a causas vergonzosamente mínimas.

No conocemos bien, en todo caso, si los maridos israelitas hicieron uso frecuente de este derecho, que parece haber sido bastante amplio (De Vaux 68). No pocos indicios hacen pensar, sin embargo, que «la monogamia era el estado más frecuente en la familia israelita» (id. 57).

En todo caso, el repudio nunca es considerado como algo positivo. La Biblia, por el contrario, hace el elogio de la fidelidad conyugal (Prov 5,15-19; Ecl 9,9): «¿no los hizo Él para ser uno solo?... No seas infiel a la esposa de tu juventud. Odio el repudio, dice Yavé, Dios de Israel» (Mal 2,14-16).

En suma; Israel recibe de Dios una cierta revelación acerca de la castidad y del pudor. Pero será preciso llegar a Jesucristo para que esos valores espirituales sean revelados y vividos plenamente en el Nuevo Israel, en la Iglesia, y alcancen así su plena firmeza y hermosura.

El mundo pagano

La castidad y el pudor, e incluso la virginidad, fueron valores en alguna medida conocidos por el mundo pagano antiguo. Esta moderación honesta, obligada no pocas veces por la necesidad, fue vivida sobre todo entre los pobres. Pero entre los ricos, y también entre los pobres, aunque en otra medida, reinaron ampliamente la lujuria y el impudor, de tal modo que sobre estos pecados había una conciencia moral sumamente oscurecida. Más aún, en no pocas ocasiones había que decir, como dice San Pablo, que sobre estas cuestiones apenas había conciencia de pecado.

En la enseñanza del Apóstol, efectivamente, esta ceguera moral de la lujuria y el impudor afectaba a los paganos precisamente porque «alardeando de sabios, se hicieron necios, y trocaron la gloria del Dios incorruptible por la semejanza de la imagen del hombre corruptible». Por eso precisamente se vieron hundidos en las miserias de la fornicación y de la impudicia, «porque adoraron y dieron culto a la criatura en lugar del Creador, que es bendito por los siglos» (+Rm 1, 22-25):

«Por eso Dios los entregó a los deseos de su corazón, a la impureza, con que deshonran sus propios cuerpos... Por eso los entregó Dios a las pasiones vergonzosas, pues las mujeres mudaron el uso natural en uso contra naturaleza; e igualmente los varones, dejando el uso natural de la mujer, se abrasaron en la concupiscencia de unos por otros, los varones de los varones, cometiendo torpezas y recibiendo en sí mismos el pago debido a su extravío. Y por eso, porque no procuraron conocer a Dios, Dios los entregó a su perverso sentir, que los lleva a cometer torpezas, y a llenarse de toda injusticia, malicia, avaricia, maldad [etc.]. Todos éstos, conociendo la sentencia de Dios, que quienes tales cosas hacen son dignos de muerte, no sólo las hacen, sino que aplauden a quienes las hacen» (Rm 1,24-32).

Muestra, pues, el Apóstol en ese escrito el nexo profundo que existe entre la irreligiosidad y la lujuria, que es una forma de idolatría.

La plena revelación de la castidad no se da sino en Jesucristo, en quien se produce la plena revelación de Dios. Es comprensible, pues, que los paganos, desconociendo a Dios, vivan en la idolatría, y den así culto a la criatura humana, que es «la imagen de Dios», idolatrando concretamente la belleza corporal y la actividad sexual.

Todo esto significa que los cristianos, también en estas cuestiones referidas al impudor y la lujuria, deben morir completamente a la mentalidad y a las costumbres del hombre pagano, carnal, viejo, cegado por su estupidez espiritual, y deben renacer al espíritu nuevo y santo que trae Cristo, el nuevo Adán, origen de una nueva humanidad:

«Haced morir en vuestros miembros todo lo que es terrenal, la lujuria, la impureza, la pasión desordenada, los malos deseos y también la avaricia, que es una especie de idolatría. Estas cosas provocan la ira de Dios, y en ellas también vosotros andabais antes, cuando vivíais en ellas» (Col 3,5-7).

El cristianismo, es evidente, en los primeros siglos de su vida, tuvo que afirmar la perfecta castidad y el perfecto pudor en un mundo judío y en un mundo grecoromano que en gran medida ignoraban y rechazaban ese espíritu nuevo. Me referiré ahora concretamente a la situación del mundo romano decadente de aquella época (+Carcopino).

El adulterio era entre los ciudadanos romanos muy frecuente y estaba completamente trivializado. Y no sólo los hombres se concedían la triste libertad de adulterar, sino también las mujeres, como aquella que le decía a su esposo: «tú haz lo que quieras, pero déjame también a mí que haga lo que yo quiera. Ya puedes protestar y clamar al cielo y a la tierra, que nada vas a conseguir. Yo también soy un ser humano (homo sum!)» (Juvenal VI,282-284).

Las infidelidades conyugales -al menos en las clases ricas y medias altas- eran tan numerosas que apenas ocasionaban escándalo. La existencias de numerosos esclavos y esclavas, libertos y libertas, la facilidad para el concubinato voluntario o impuesto, colaboraban sin duda a esta situación perversa.

El libertinaje era especialmente frecuente en las libertas, antiguas esclavas, que en su nueva situación estaban ávidas de riqueza y de elevación social. Adiestradas a veces por sociedades mercantiles, conseguían grandes ganancias con sus encantos. Y las esposas tenían que llegar a un buen entendimiento con estas corruptoras de sus maridos y de sus hijos, tomándolas con frecuencia más como colaboradoras y modelos, que como rivales.

No faltan maridos que comercian con la belleza de sus esposas, y vienen a ser tantos que la ley Julia ha de dedicar al sórdido asunto un apartado titulado De lenocinio maritii.

En Roma, en los tiempos heroicos de la República, el marido no podía exigir el divorcio sin un motivo válido, reconocido en consejo familiar. Pero con la degradación moral siempre creciente, ya para el siglo II «es cosa corriente el divorcio por el consentimiento mutuo de los cónyuges o por la voluntad de uno solo de ellos» (Carcopino 119). Hay una verdadera epidemia de separaciones conyugales, que se extiende a todo el Imperio, y que llega a poner en grave peligro la natalidad. La lex de ordinibus maritandis dictada por Augusto consigue evitar que en el matrimonio, tanto el marido como la mujer, estén siempre abiertos a nuevos enlaces.

Los maridos pudientes fácilmente cambian su esposa vieja por una joven. «Basta que aparezcan tres arrugas en el rostro de Bibula para que Sertorius, su marido, se vaya a la búsqueda de otros amores, y para que un liberto de la casa le diga: “recoja sus cosas y lárguese”» (Juvenal VI, 142ss).

Pero las esposas tampoco se quedan atrás en esto: «se divorcian para casarse y se casan para divorciarse (exeunt matrimonii causa, nubunt repudii)» (Séneca, De benef. III,16,2). Éstas, que se casan y divorcian tantas veces, en realidad viven en un continuo adulterio legal (quæ nubit totiens, non nubit: adultera lege est) (Marcial, VI, 7,5).

El teatro clásico romano quedó ya muy atrás, y ahora las comedias de violencia y sexo, estimulando las más bajas pasiones del público, consiguen los mayores éxitos. Los mimus es un género teatral en el que los mimos representan en toda su crudeza los aspectos más groseros de la vida real. No representan la realidad normal de la vida social, sino que eligen lo más atroz e impúdico (a diurna imitatione vilium rerum et levium personarum) (Evanthius, +Carcopino 265). Puede verse en escena cómo se mata realmente al malo de la comedia, y para ello se toma a un condenado a muerte. En escena se representan en vivo toda clase de obscenidades, y con frecuencia las actrices aparecen desnudas, sea porque representan historias mitológicas o sea porque actúan en comedias cuyo guión así lo exige (ut mimæ nudarentur) (Valerio Máximo II, 10,8).

Violencia y sexo invaden el teatro y la literatura. «Por sorprendente que parezca la coincidencia, son éstos los mismos ingredientes que hace dieciocho siglos componían los mimos romanos» (Carcopino 266). En realidad se da la coincidencia, pero no la sorpresa, pues es lógico que el mundo que da la espalda a Dios y a su Cristo recaiga en los vicios paganos, y en éstos mismos vicios caiga aún más bajo.

A todas estas malas costumbres de Roma han de añadirse todavía la afición creciente a los gimnasios, tal como éstos venían de Grecia (gymnásion, derivado de gymnós, desnudo); la brutalidad del anfiteatro y del circo; las cenas inacabables, con intermedios de cantos y danzas lascivas, que fácilmente terminan en groseras orgías... Y las termas, de las que trataré en seguida más detenidamente.

Por otra parte, conviene recordar que «los días de fiesta obligatoria en la Roma imperial sumaban más de la mitad del año. La cifra de 182 días, que hemos contado, es solo un mínimo muchas veces sobrepasado» (Carcopino 237).

Las termas

Los baños cotidianos en las termas eran una parte tan importante en la vida social grecoromana, que aún hoy, con tantas playas y piscinas, nos resulta difícil reconstruir mentalmente un uso social tan arraigado y difundido.

«El uso diario de los baños estaba universalmente extendido en el imperio romano en la época en que el cristianismo comienza a propagarse. Roma estaba llena de termas públicas» (Dumaine 72). En tiempos de Agripa (33 a.de Cto.) había en Roma ciento setenta termas, y poco más tarde eran ya un millar. Algunas eran establecidas por empresarios, otras por benefactores, y otras, normalmente las más grandiosas, por los mismos gobernantes. Son famosas las termas de Nerón y de Tito (s.I), las de Trajano (II), las de Caracalla (III), las de Diocleciano y Constantino (IV)  (Carcopino 294-296). Y a imitación de Roma, las termas se multiplican en esos siglos por todas las ciudades del imperio.

Las termas venían a ser como un centro social, en el que, además de las piscinas, que formaban el establecimiento principal, había gimnasio, biblioteca, salas de masaje, y salas de estar tan decoradas y adornadas, que a veces venían a ser verdaderos museos públicos. Se abrían las termas a hora temprana, eran cerradas a la puesta del sol, y «el pueblo romano había contraído la costumbre, como si fuera algo necesario, de asistir a ellas todos los días, llenando así sus horas de ocio», algunos hasta la hora de cierre (Carcopino 298).

De este modo, «las termas eran generalmente un lugar de pasatiempo y de placer, en el que la licencia de costumbres se desarrollaba fácilmente» (Dumaine 73). «Ellas absorbían diariamente a la mayoría de la población libre, invitándola a los refinamientos de un placer radiante de lujo y sensualidad» (Vizmanos 297). Todo el espíritu pagano de pereza, refinamiento blando y sensualidad ilimitada encontraba en las termas un marco verdaderamente ideal. Y téngase en cuenta que todavía bajo el emperador Trajano (+117) estaba permitido que hombres y mujeres se bañaran juntos.

Los mismos paganos, sin embargo, son conscientes, al menos algunos, del influjo degradante de las termas, según aquel dicho: balnea, vina, Venus corrumpunt corpora nostra, sed vitam faciunt -baños, vinos y Venus corrompen nuestros cuerpos, ¡pero nos dan la vida!-.

Y justamente en los años primeros del cristianismo, la situación en este asunto llega a un punto tal de inmoralidad, que el emperador Adriano se ve obligado a decretar, en 117 y 138, que hombres y mujeres se bañen por separado. En adelante las termas tienen horas reservadas para unos y para otras, o locales distintos. También se ocuparon de esta cuestión Marco Aurelio y Alejandro Severo.

La eficacia, sin embargo, de estas normas -a juzgar por las exhortaciones de los Padres- fue muy dudosa, sobre todo en las termas no estatales. Está claro que si no cambia y mejora el espíritu de un pueblo, poco pueden hacer las leyes para mejorar sus costumbres.

Hasta aquí he evocado brevemente las graves deficiencias de la castidad y del pudor, tanto en el mundo judío como en el pagano, concretamente en el mundo pagano. Veamos, pues, ahora con qué atrevimiento y eficacia el Espíritu de Jesús y los Apóstoles plantaron en este barro social las flores cristianas de la castidad y del pudor.  

2. Victoria histórica del pudor cristiano

Sentido cristiano del vestido

En el relato bíblico ya citado, Adán y Eva, antes de ser pecadores, estaban ambos desnudos, «sin avergonzarse de ello», pues en alma y cuerpo eran santas imágenes de Dios. Pero una vez degradados por el pecado, sus sentidos se rebelan contra el dominio de la libre voluntad, experimentan -como dice San Juan en el Apocalipsis- «la vergüenza de la desnudez» (3,18), tratan ellos mismos de taparse de algún modo, y el Señor Dios, acudiendo en su ayuda, vistió al hombre y a su mujer, y los arrojó fuera del Paraíso.

En esta maravillosa catequesis del Génesis, los Padres de la Iglesia entienden unánimemente una revelación divina: por el pecado, Adán y Eva incurrieron en la necesidad del vestido, sancionada por el mismo Dios, pues al rebelarse los hombres contra Dios, «se vieron despojados del hábito de la gracia sobrenatural» que hasta entonces les vestía; es decir, quedaron desnudos (S. Juan Crisóstomo, Hom. in Gen. 16,5: MG 53,131).

De este modo, «la pérdida del vestido de la gloria divina pone de manifiesto no ya una naturaleza humana desvestida, sino una naturaleza humana despojada, cuya desnudez se hace visible en la vergüenza» (Erik Peterson, 224). El vestido, pues, ese velamiento habitual del cuerpo, que Dios impone al hombre y que incluso éste se impone a sí mismo, viene a ser para el ser humano un recordatorio permanente de su propia indignidad, es decir, de su propia condición de pecador. Y al mismo tiempo -adviértase bien-, el vestido es para el hombre una añoranza de la primera dignidad perdida, un intento permanente de recuperar aquella nobleza primitiva, siquiera en la apariencia.

La tradición unánime cristiana -tradición en la que coinciden el antiguo Israel, el Islam y muchas otras religiones y culturas- exige, pues, el velamiento habitual del cuerpo humano, al mismo tiempo que reprueba su desnudez como algo malo y vergonzoso.

Re-vestidos con el hábito de la gracia

El hombre adámico, por lo que al vestido material se refiere, peca con frecuencia de vanidad y de lujo, y también de indecencia y desnudez. Pero por otra parte, y ahora ya en el sentido de un vestido espiritual, se ve ignominiosamente vestido con los malos «hábitos» de sus pecados.

Por eso ahora, si quiere recobrar su dignidad primera, debe desvestirse de esas «sucias vestiduras» (S. Justino, Trifón 116), y revestirse con el hábito glorioso de las virtudes cristianas, hábitos santos y bellísimos, que nacen de la gracia divina. En efecto, «cuantos en Cristo habéis sido bautizados, os habéis revestido de Cristo» (Gál 3,27; +Rm 13,14; Ef 4,22-24; Col 3,9-10).

El rito sacramental del bautismo recuerda este sentido espiritual del vestido, cuando el sacerdote impone una vestidura blanca al recién bautizado:

«N., eres ya nueva criatura, y has sido revestido de Cristo. Esta vestidura blanca sea signo de tu dignidad de cristiano. Ayudado por la palabra y el ejemplo de los tuyos, consérvala sin mancha hasta la vida eterna».

Está claro que es la fe lo que reveló a los cristianos la dignidad de su propio cuerpo y la belleza del pudor y de la castidad. Lo que hizo conocer a los neo-cristianos la dignidad sagrada de sus cuerpos fue, sin duda, la conciencia de ser miembros de Cristo, y por eso mismo templos de la santísima Trinidad. Esta dignidad, por otra parte, se les hizo también patente gracias a la fe en la resurrección de los cuerpos, destinados éstos a una glorificación celestial en la otra vida.

Ésta es la fe que sacó a los cristianos del engaño de considerar el cuerpo como algo perecedero y trivial, es decir, como algo indigno de los esplendores del pudor y de la castidad.   

La Buena Noticia del pudor

Hace veinte siglos, en los comienzos del Evangelio en el mundo, sobre todo en el ámbito del mundo griego y romano, el pudor cristiano hubo de afirmarse con sumo esfuerzo en medio de un impudor generalizado. Fue ésta, pues, sin duda una de las buenas noticias que el hombre nuevo de Cristo llevó a los hombres viejos del paganismo.

Y es de notar que en el primer encuentro -o mejor encontronazo- del Evangelio con el mundo, la Iglesia puso un gran empeño en afirmar y difundir el pudor y la castidad. Es un hecho hasta cierto punto desconcertante, pero muy cierto, que los Padres, obispos y teólogos, estando enfrentados con gravísimos problemas filosóficos, dogmáticos y disciplinares; más aún, viendo cada día al pueblo cristiano amenazado en su misma supervivencia a causa de persecuciones muy violentas, se ocuparon, sin embargo, una y otra vez en sus escritos -también los que eran maestros de la más alta especulación teórica y mística- de cuestiones bien concretas referentes al pudor, la castidad conyugal y vidual, la virginidad, los espectáculos, etc.

Ése es un hecho histórico cierto, que debe ser conocido y recordado. En efecto, en la historia de la Iglesia naciente, el desarrollo social del pudor y de la castidad, así como de la virginidad y del sagrado matrimonio monógamo, constituye uno de los capítulos más impresionantes. En esa historia se comprueba que, realmente, el Espíritu Santo tiene poder para «renovar la faz de la tierra». El Evangelio, en efecto, teniéndolo todo en contra, vence al mundo y crea en todos esos valores una nueva civilización.

De hecho hoy, por ejemplo, en los foros internacionales, hasta los mismos representantes de pueblos desnudos y polígamos se avergüenzan de su desnudez y de sus rebaños de esposas, y se presentan vestidos y con una sola mujer. Se ha impuesto, pues, en el mundo, aunque sea muy precariamente, el pudor y la monogamia, es decir, el verdadero «modelo» originario, reinventado por el Hombre nuevo, Jesucristo.            

Evangelio y martirio

Una virtud sólo puede ser vivida sin especiales esfuerzos cuando ha sido ya socialmente asimilada, al menos como ideal. Por el contrario, mientras predominen unas estructuras de pecado -unas formas mentales o conductuales- fuertemente adversas, esa virtud no podrá ser afirmada sino a costa de grandes marginaciones y sufrimientos, incluso con peligro de la vida (desarrollo este tema en De Cristo o del mundo, 202-214).

Nada tiene, por tanto, de extraño que en los primeros siglos de la Iglesia la afirmación del pudor y de la castidad sea una de las causas más frecuentes de martirio, junto con la cuestión del culto al emperador (Paul Allard 185-191).         

Hoy nos sigue sorprendiendo y admirando que los primeros cristianos -concretamente aquellos que procedían de culturas casi ajenas al pudor y la castidad, y que habían crecido en la impudicia-, asimilaran tan precoz y tan profundamente estas virtudes cristianas, hasta el punto de que estuvieran dispuestos a perder la vida por afirmarlas. Es un enigma histórico. O mejor, es un milagro formidable del Espíritu Santo.

Recordemos un solo ejemplo de este pudor sorprendente, afirmado ya en el año 203. Las santas mártires Perpetua y Felicidad fueron expuestas en el anfiteatro de Cartago a la furia de una vaca muy brava. «La primera en ser lanzada en alto fue Perpetua [de 22 años, madre reciente], y cayó de espaldas; pero apenas se incorporó sentada, recogiendo la túnica desgarrada, se cubrió la pierna, acordándose antes del pudor que del dolor» (Actas 20).

Gestos como éste dejaban asombrados a los paganos. En la literatura de los Padres quedan huellas frecuentes de este asombro que en los paganos causaba el pudor de las mujeres cristianas, y la admiración que en muchos casos suscitaba la belleza de la castidad. No parece excesivo afirmar que el testimonio cristiano de la castidad y del pudor fue una de las causas más eficaces de la evangelización del mundo grecoromano, que en gran medida ignoraba esas virtudes.

La victoria del Evangelio sobre las termas

El pudor, como es obvio, afecta a muchos aspectos del ser humano. Pero como no es posible en un breve escrito estudiar el pudor en todos ellos, aquí voy a analizar con alguna atención únicamente la cuestión de la desnudez y de los baños mixtos, para poder considerar así de modo más concreto y detenido al menos un aspecto del pudor.

Volvamos, pues, al problema de las termas. Y veamos cómo el Espíritu de Cristo, en su primera proyección al mundo romano, lejos de considerar las termas «una realidad mundana inevitable», libra de ellas a los cristianos desde el principio, y acaba con ellas en unos pocos siglos, pues introduce en el mundo pagano un espíritu muy diverso al que las inspiraba.

La Iglesia que, enseñada por Cristo, aborrece la pereza, la pérdida del tiempo, el culto al cuerpo, el impudor y la sensualidad, la vanidad y el lujo, así como, en general, la búsqueda del placer por el placer -un placer que no va unido a la necesidad o la utilidad-, no puede menos de rechazar el mundo de las termas, y reacciona contra esa costumbre mundana tan arraigada. Lo hace, como veremos ahora, de muchas maneras y con no pocos matices.

En efecto, no era tan fácil realizar discernimientos morales y asumir medidas pastorales unívocas sobre cuestión tan compleja. Y por otra parte, retirar absolutamente a los cristianos de los baños públicos equivalía a separarlos tajantemente de la vida social.

Según Vizmanos, «fácil eran de ver las quiebras a que estaba sujeto el pudor en semejantes ocasiones, pero no era menos fácil de entender el sacrificio que suponía el renunciar a una costumbre que, en nombre de la higiene, la salud y el necesario esparcimiento, consagraba una tradición repetidas veces secular» (298).

Así ve también Dumain la compleja cuestión: «Abstenerse de esas promiscuidades era, es cierto, una cuestión de moral elemental, que cualquier conciencia podía discernir. Sin embargo, no debe extrañarnos demasiado que se produjeran en esto ciertos excesos en los medios cristianos del Imperio, si tenemos en cuenta un pasado de libertad generalizada en las costumbres, y en concreto, la disminución notable que había sufrido el sentimiento del pudor. Era todo un pasado de aberraciones morales lo que se hacía necesario olvidar, y eso no podía conseguirse en un día. La Iglesia, en este sentido, encontrará un terreno mucho mejor preparado en el mundo judeo-cristiano, palestino o helenista, todavía penetrado por la huella de las prescripciones legales relativas a la pureza del cuerpo» (74).

Algunos testimonios, que recordaremos ahora, nos ayudarán a hacernos una idea de la actitud cristiana antigua no sólo ante los baños públicos mixtos, sino también ante la sobriedad conveniente en los mismos baños privados.

Nunca, por supuesto, los testimonios del pasado, como los que vamos a recordar inmediatamente, podrán darnos normas concretas de conducta para hoy, pues las circunstancias actuales son muy diversas, y solo pueden ser tratadas adecuadamente mediante discernimientos nuevos. Pero sí hemos de captar en todos los testimonios pasados, antiguos o recientes, un espíritu, el de la mejor tradición cristiana, el mismo Espíritu de Jesús, que hoy quiere seguir viviendo en nosotros, aunque se manifiesta actualmente en modos diversos a los de épocas anteriores.

La doctrina y la acción de los Padres

Veamos con algunos ejemplos la reacción de los Padres de la Iglesia ante el hecho social, absolutamente generalizado, de los baños públicos.

-Clemente de Alejandría (+215?). Pagano converso, hombre que domina tanto la cultura pagana como la cristiana, describe en El Pedagogo el ideal de una vida evangélica. Propone este ideal a cristianos seglares, pues aún no había nacido el monacato. Concretamente en el libro tercero enseña Cómo comportarse en los baños (V) y cuáles son las Razones para admitir el baño (IX).

En primer lugar, describe Clemente el lujo y la sensualidad de los baños alejandrinos de su época, y refiere que «los baños están abiertos al mismo tiempo para hombres y mujeres juntos, y así es como se desnudan con intenciones licenciosas, como si en el baño el agua los despojara del pudor» (V,32). «Estas mujeres, al despojarse a la vez de su vestido y de su pudor, quieren mostrar su belleza, pero de hecho, sin quererlo, muestran su fealdad, ya que, realmente, es principalmente en su propio cuerpo donde se manifiesta la sordidez de la lujuria»...

«Es necesario, pues, que los hombres, dando a las mujeres un noble ejemplo de respeto a la Verdad, tengan el pudor de no desvestirse con ellas, y de evitar las miradas peligrosas, pues “aquel que ha mirado con mal deseo, dice la Escritura, ya ha pecado” [Mt 5,28]. Hace falta, por tanto, que en la casa se respete a los parientes y domésticos, en la calle a quienes se encuentre, y lo mismo las mujeres en los baños, como también es preciso en la soledad respetarse a uno mismo, y en todo lugar respetar al Logos [Cristo], que está en todas partes» (V,33).   

Por otra parte, de los cuatro motivos que suelen aducirse para los baños frecuentes -la limpieza, la salud, la defensa contra el frío y el mero placer-, Clemente sólo estima lícitos los dos primeros, juzga innecesario el tercero, y considera el cuarto indigno de la conciencia cristiana.

A su juicio, en la frecuencia de los baños debe haber, como en todo, la moderación propia de la virtud de la templanza, evitando tanto una frecuentación excesiva de los mismos, como otra insuficiente. Y es, en definitiva, un espíritu nuevo el que ha de afirmarse en todo esto, pasando del culto pagano al cuerpo al cultivo cristiano del alma.

«Lo que hace falta sobre todo es bañar el alma en el Logos purificador; y el cuerpo, de vez en cuando, a causa de la suciedad que se le adhiere, como también en otros casos para relajarlo de la fatiga». Dicho lo cual, y apreciando además que muchas veces la refinada limpieza del cuerpo coincide con una gran suciedad del alma, aplica Clemente al tema, con original atrevimiento, aquellos reproches que hace Jesús en otro contexto: «“Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, dice el Señor, porque parecéis sepulcros blanqueados, con una apariencia exterior muy limpia, y un interior lleno de huesos muertos y de toda clase de porquería” [Mt 23,27]. Y dice Él también a los mismos: “Ay de vosotros, porque purificáis el exterior de la copa y del plato, dejando el interior lleno de suciedad. Purifica primero el interior de tu copa, y que también el exterior esté limpio” [23,25]» (IX,47-48). 

-San Cipriano (+258). En el breve tratado que este santo obispo mártir de Cartago dedica al porte exterior de las vírgenes (De habitu virginum), hace algunas valiosas referencias al tema de los baños comunes.

«¿Y qué decir de las que acuden a los baños en promiscuidad, y prostituyen ante las miradas curiosas y lascivas la castidad? Cuando allí ven desnudos a los hombres y son vistas por ellos con desvergüenza ¿acaso no fomentan y provocan la pasión de los presentes para su propia ignominia y afrenta? Pero, dirás, “allá se las haya quien lleve tales intenciones; yo no tengo otro interés que reparar y lavar mi cuerpo”.

«No te excusa este pretexto, ni te libras del pecado de lascivia e inmodestia. Ese baño más bien te ensucia que te lava, y no limpia tus miembros, sino que los mancilla. Podrás tú no mirar a nadie con ojos deshonestos, pero otros te mirarán a ti. No afeas tus ojos con vergonzoso deleite, pero causando placer a otros tú misma te afeas. Haces del baño un espectáculo, y más vergonzoso que el teatro mismo, a donde acudes. Allí queda excluído todo recato; allí se despoja el cuerpo a un tiempo del vestido y de su dignidad y pudor, poniendo al descubierto unos miembros virginales para ser objeto de miradas y curiosidad. Considera, pues, ahora si van a creer casta los hombres, cuando estás vestida, a aquella misma que ha tenido la audacia de desnudarse sin pudor» (19). «Váyase a los baños, pero con las de vuestro sexo, para que vuestro lavado resulte decente mutuamente» (21).

-San Atanasio (+373). Este gran obispo, patriarca de Alejandría y muy amigo de los primeros monjes egipcios, muestra, como muchos otros ascetas de la antigüedad, una fuerte reticencia hacia los baños en común, a causa del pudor y de la castidad. Pero también desaconseja el mismo hecho de bañarse con frecuencia: aconseja lo contrario por mortificación, para no dar al cuerpo un placer no estrictamente necesario -según en aquel tiempo se juzgaba-. Y así exhorta a las vírgenes consagradas a Cristo:

«Desde el momento en que determinaste consagrarte al Señor por la castidad, tu cuerpo quedó santificado y convertido en templo de Dios. No debe, pues, el templo de Dios desceñirse sus vestiduras bajo ningún pretexto. Estando, pues, sana [otra cosa será si hay necesidad por la salud], no irás a los baños, a no ser impelida por extrema necesidad; ni sumergirás todo el cuerpo en el agua, ya que está consagrado al Señor tu Dios [sancta es Domino Deo]. No contamines tu carne con ninguna costumbre mundana, sino conténtate con lavar tu rostro, tus manos y tus pies» (De virginitate 9).

No hace falta que multiplique estas referencias patrísticas. Enseñanzas como éstas, citadas de Clemente, Cipriano o Atanasio, se repiten con unos u otros matices en muchos otros Padres. Pero al paso de los siglos, como los baños mixtos van desapareciendo bajo el influjo social del cristianismo, es éste un tema que desaparece también de la predicación de los Padres.

Leyes de la Iglesia y del Estado

También las leyes eclesiásticas y civiles del mundo cristiano antiguo enfrentan la cuestión de los baños públicos.

-El concilio de Laodicea (320) prohibe los baños con mujeres tanto a los clérigos y a los ascetas, como a todos los cristianos, también a los laicos (c.30: Mansi II,569).

-La Didascalia, documento del s. IV, y también las Constituciones de los Apóstoles, que son una adaptación de aquélla, dan algunos consejos interesantes, más matizados, acerca del uso honesto de los baños.

Concretamente, la Didascalia recomienda al cristiano varón que, después del trabajo y de la lectura de libros santos, «vaya a la plaza pública, y se bañe en un baño de hombres, y no en uno de mujeres, teniendo así cuidado de que, después de haberse desvestido y mostrado la desnudez vergonzosa de tu cuerpo, no seas tú cautivado, y no seas ocasión de pecado para quien pueda ser cautivado por ti».

Y a la mujer cristiana le manda: «evita bañarte en un mismo baño con los hombres. Si hay en donde vives un baño de mujeres, no vayas al de hombres. Pero si no hay baño de mujeres y tienes necesidad de bañarte en el baño común a hombres y mujeres -lo que no conviene a la pureza-, báñate con pudor, con modestia y con mesura, no a cualquier hora ni todos los días, ni al medio del día, sino elige bien la hora en que te bañas, [que será] a las diez horas [cuando hay menos afluencia de gente], pues es necesario que tú, mujer cristiana, huyas en absoluto ese vano espectáculo de los ojos que se da en los baños».

-El emperador Justiniano (528), en su legislación civil, llega a declarar causa legítima de separación matrimonial la indecencia de la mujer que frecuentara por liviandad los baños comunes. Y dispone la pena de muerte para el varón que fuerza a una mujer a frecuentar los baños públicos (Codex Iustin. V, 17,11).

-El IV concilio de Constantinopla, conocido como Trullano (692) reproduce para todo el pueblo cristiano la prohibición de los baños mixtos dada por el de Laodicea (320), y para los que desobedezcan esta norma conciliar dispone con severidad: «si sit quidem clericus, deponatur; si autem laicus, segregetur». Suspensión a divinis para los clérigos, y excomunión para los laicos.

Epoca medieval y moderna

Las termas paganas van a ser completamente vencidas e incluso olvidadas en la Edad Media. En efecto, la Cristiandad medieval cristaliza socialmente las normas morales patrísticas procedentes del Evangelio. Por eso entonces, al menos como costumbre social, desaparece el problema moral de los baños mixtos, como tantos otros males del mundo pagano -la esclavitud, el concubinato, el divorcio-. Y por eso, de hecho, la cuestión de los baños mixtos apenas es tratado por los autores espirituales o por los cánones de los concilios. Es una cuestión totalmente superada. Y superada quedará hasta que rebrote el paganismo con fuerza en la segunda mitad del siglo XX.

En todos estos siglos no hay propiamente piscinas públicas. Hay casas de baños; pero éstas disponen de espacios separados para hombres y mujeres (Ariès-Duby IV: 60-62, 217,290-297). En esos tiempos los baños se dan en privado. Y por otra parte, no son muy frecuentes, entre otras causas porque darse un baño en condiciones favorables es entonces un lujo que no suele estar al alcance del pueblo.

Las playas, por lo demás, permanecen desiertas durante esos siglos. Incluso hoy es normal ver siempre vacías las playas de aquellos países del Africa poco occidentalizados, que apenas son frecuentadas por los nativos, y que sólo son visitadas por blancos.

Siglo XX

A lo largo del siglo XX se va generalizando en Occidente el uso popular mixto de playas y piscinas. Ya a fines del XIX la gente de clase alta comienza tímidamente a asomarse a las playas. Pero es en la segunda mitad del siglo XX cuando la costumbre social de playas y piscinas llega a ser practicada en todos los estratos sociales. Recuérdese, por otra parte, que cuando en estos decenios las piscinas populares se van generalizando, en las regiones católicas todavía se disponen piscinas separadas para hombres y mujeres, o se asignan horas distintas a unos y otros. Esta práctica perdura en no pocas regiones católicas hasta pasada ya la primera mitad del siglo XX.

Es, pues, normal, que en esos años las personas totalmente dóciles al Espíritu Santo mostraran una reticencia más o menos tajante frente a los baños mixtos. Del tiempo en que la Venerable niña Mari Carmen González-Valerio (1930-39), poco antes de morir,  estaba en San Sebastián, su prima María del Carmen Sáenz de Heredia, que era de su edad, cuenta esta anécdota:

«Recuerdo que, cuando iba a la playa, no quería bajo ningún concepto ir sin que le pusieran sobre el traje de baño una faldita. Y aún quiero recordar que ni en esta forma le gustaba mucho ir y que, cuando la llevaban, sobre todo, si no era el traje todo lo modesto que ella quería, protestaba con vehemencia y organizaba fuertes rabietas» (Proceso 70). La abuela de Mari Carmen confirma lo mismo, y dice que un día la doncella que había acompañado a la niña a la playa le dijo al volver: «“no la obliguen a la niña a ir a la playa, porque se ha pasado toda la mañana llorando detrás del palo de un toldo”. Y por eso, cuando iban sus hermanos, ella se quedaba jugando en el jardín» (Proceso 140; en J. Mª Granero, Víctima 79-80).

Estas actitudes de extremado pudor no le vienen a Mari Carmen de la sociedad, ni tampoco de su familia, que se extraña de ellas, sino directamente del Espíritu Santo, el mismo que ha inspirado a la mártir Perpetua y a todos los cristianos fieles de la historia cristiana.

Doctrina hoy vigente

Con un poco de mala voluntad, es desde luego posible rechazar todos los argumentos y testimonios hasta aquí aducidos en favor del pudor en lo relativo a la desnudez, alegando simplemente que «ésas son cosas de gente antigua, que hoy ya no valen». Pero eso no es verdad, pues los santos y los autores católicos de nuestro tiempo han enseñado la misma doctrina sobre el pudor y la modestia, como podemos comprobar con algunos ejemplos. 

-Adolphe Tanquerey (1854-1932). Es éste uno de los maestros espirituales católicos más leídos en el siglo XX, tanto por sacerdotes y religiosos como por seglares. Su Compendio de Teología ascética y mística sigue hoy teniendo nuevas ediciones, también en castellano. Pues bien, transcribo alguna de sus enseñanzas sobre el pudor.

«Modestia del cuerpo. Para tener a raya a nuestro cuerpo hemos de comenzar por guardar bien las reglas de la modestia y de los buenos modales: hay aquí abundante materia de mortificación. El principio que ha de servirnos de regla es aquel de San Pablo: “¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo? ¿No sabéis, acaso, que vuestros cuerpos son templos del Espíritu Santo, que habita en vosotros?” (1Cor 6,15-19). Hemos de respetar nuestro cuerpo como un templo santo, como un miembro de Cristo. Nada, pues, de vestirle con vestidos poco decentes y que no se idearon sino para incitar la curiosidad y el regalo» (772; cf. 773-774).

«Modestia de los ojos. Hay miradas gravemente pecaminosas, que hieren no solamente el pudor, sino también la castidad (Mt 5,28), y de las que ciertamente hemos de abstenernos. Otras hay que son peligrosas, cuando, sin razón para ello, fijamos la vista en personas u objetos que de suyo pueden mover a tentación. Por eso nos advierte la Sagrada Escritura que no debemos parar los ojos en ninguna doncella, para que su belleza no sea para nosotros motivo de escándalo: “no fijes demasiado tu atención en doncella, y no te entramparás por su causa” (Eclo 9,5). Y ahora, cuando la licencia en las exhibiciones, la inmodestia en el vestir, la procacidad de las representaciones teatrales, y de algunos salones, nos cercan por todas partes de peligros, ¿qué recogimiento no habremos de tener para no caer en pecado?

«Por eso el cristiano de verdad, que quiere salvar su alma cueste lo que costare, va mucho más allá, y para estar seguro de no rendirse al deleite sensual, mortifica la curiosidad de sus ojos» (776).

-P. Antonio Royo Marín. Este dominico eminente es uno de los autores espirituales más leídos en la segunda mitad del siglo XX, particularmente por su Teología de la perfección cristiana, obra que lleva ya siete ediciones. En ella, al tratar de la purificación activa de los sentidos externos, distingue igualmente entre las miradas gravemente pecaminosas, las peligrosas y las de mera curiosidad. Y acerca de las segundas, enseña:

«El alma que aspire seriamente a santificarse huirá como de la peste de toda [innecesaria] ocasión peligrosa. Y por sensible y doloroso que le resulte, renunciará sin vacilar a espectáculos, revistas, playas, amistades o trato con personas frívolas y mundanas, que puedan serle ocasión de pecado. Por la calle, sobre todo en las ciudades populosas modernas, extremará la modestia de sus ojos para no tropezar con la procacidad de los escaparates, la inmodestia descarada en el vestir, la licencia desenfrenada de las costumbres. Y sin llegar a extremos ridículos o situaciones violentas (como sería, v. gr., andar contando los adoquines o dejar de saludar a una persona conocida), andará vigilante y alerta para no dejarse sorprender» (n.238).

Si las obras citadas de Tanquerey y de Royo Marín han sido editadas tantas veces en los últimos decenios, es porque el pueblo cristiano ha reconocido en ellas una representación genuina de la mejor tradición espiritual católica.

-Juan Pablo II, en muchas ocasiones, pero concretamente en varias de las catequesis sobre El amor humano en el plan divino, reitera la enseñanza bíblica y tradicional de la Iglesia sobre la pérdida de la inocencia original, la concupiscencia que procede del pecado y a él inclina, la necesidad del pudor, el necesario recogimiento de los sentidos, concretamente de la vista, etc.

Recuérdense los profundos análisis psicológicos, morales y teológicos que hace el Papa acerca de la naturalidad del pudor en la actual condición humana pecadora (catequesis 19-XII-1979; +14-V-1980; cf. El amor humano en el plan divino).

En efecto, «el nacimiento del pudor en el corazón humano va junto con el comienzo de la concupiscencia -de la triple concupiscencia, según la teología de Juan (cf. 1Jn 2,16)-, y en particular de la concupiscencia del cuerpo. El hombre tiene pudor del cuerpo a causa de la concupiscencia. Más aún, tiene pudor no tanto del cuerpo, cuanto precisamente de la concupiscencia» (cateq. 28-V-1980, 5; +4-VI-1980).

Recuérdese también la doctrina del Papa sobre las palabras de Cristo: «todo el que mira a una mujer deseándola [el que la mira con concupiscencia] ya adulteró con ella en su corazón» (Mt 5,28) (cateq. 10-IX-1980, 5). «La mujer, para el hombre que mira así, deja de existir como sujeto de la eterna atracción, y comienza a ser solamente objeto de concupiscencia carnal. A esto se une el profundo alejamiento interno del significado esponsalicio del cuerpo» (cateq. 17-IX-1980,5; +24-IX, 1-X, 8-X, 15-X, 22-X, 29-X, 5-XI y 12-XI de1980).

-El Catecismo de la Iglesia Católica (1992) también enseña, como no podía ser de otro modo, la doctrina católica tradicional sobre estas materias:

La modestia es uno de los frutos del Espíritu Santo, como se enseña en Gálatas 5,22-23 (1832). Y «la pureza exige el pudor, que es parte integrante de la templanza. El pudor preserva la intimidad de la persona. Designa el rechazo a mostrar lo que debe permanecer velado. Está ordenado a la castidad, cuya delicadeza proclama. Ordena las miradas y los gestos en conformidad con la dignidad de las personas y con la relación que existe entre ellas» (2521).

Por eso mismo, «inspira la elección de la vestimenta» (2522). «Este pudor rechaza los exhibicionismos del cuerpo humano... Inspira una manera de vivir que permite resistir a las solicitaciones de la moda» (2523). «Las formas que reviste el pudor varían de una cultura a otra. Sin embargo, en todas partes constituye la intuición de una dignidad espiritual propia del hombre. Nace con el despertar de la conciencia personal. Educar en el pudor a niños y adolescentes es despertar en ellos el respeto de la persona humana» (2524).

Fácil sería acumular citas de varias docenas de moralistas católicos modernos que dan esa misma doctrina sobre el pudor. Aunque, lamentablemente, también podrían citarse no pocos autores que se desvían de ella. Ahora bien, la enseñanza de éstos no vale nada, debe ser ignorada, pues no es católica, ya que contraría la doctrina de la Biblia y de la Tradición. Y «ambas -Biblia y Tradición, como dice el Vaticano II- se han de recibir y respetar con el mismo espíritu de devoción» (DV 9).  

Cambian tiempos y circunstancias

Los modos y maneras del pudor, evidentemente, «varían de una cultura a otra», también dentro de la vida de un mismo pueblo cristiano. Pero el espíritu y la doctrina tradicional católica sobre el pudor, como hemos podido comprobar, guardan una homogeneidad continua, siempre fiel a un mismo espíritu, que es el Espíritu de Jesús. Eso mismo nos hace ver que, en realidad, esa línea doctrinal y conductual «se quiebra» en muchos cristianos sólamente al llegar a la segunda mitad del siglo XX.

No es fácil, lógicamente, reconocer esa quiebra cuando se ignora o se rechaza la anterior tradición espiritual. En todo caso, debe quedar claro que la «excepción» en la historia cristiana es el grave impudor actual, siempre creciente desde hace un siglo al menos. Y que éste no es, en modo alguno, un progreso de la conciencia cristiana, una más pura asunción de la condición corporal humana. No. Es una actitud errónea, pues se avergüenza de una tradición cristiana siempre fiel a sí misma, o a veces simplemente la ignora.

Las ocasiones próximas de pecado

A lo dicho hasta aquí acerca del pudor convendrá añadir, aunque sea brevemente, la doctrina católica sobre la obligación moral de evitar a uno mismo y a los otros las innecesarias ocasiones próximas de pecado.

Es una doctrina que viene directamente de Cristo. No ha de atribuirse, pues, a una época o una escuela de espiritualidad. El Maestro enseña como un principio de validez general: «si tu ojo te escandaliza, sácatelo y arrójalo de ti, porque mejor te es que perezca uno de tus miembros, que no que todo tu cuerpo sea arrojado a la gehenna» (Mt 5,28-29). Y lo mismo dice de la mano y del pie (5,30; 18,8-9).

Enseña, pues, Cristo que la vista, el alma y todos sus sentidos deben ser guardados de la tentación o bien por el recogimiento de la modestia o bien, simplemente, por la evitación de estímulos negativos innecesarios.

Inocencio XI (1679) considera las siguientes proposiciones «condenadas y prohibidas todas, por lo menos como escandalosas y perniciosas en la práctica»: «-Puede alguna vez absolverse a quien se halla en ocasión próxima de pecar, que puede y no quiere evitar, es más, que directamente y de propósito la busca y se mete en ella. -No hay que huir la ocasión próxima de pecar, cuando ocurre alguna causa útil u honesta de no huirla. -Es lícito buscar directamente la ocasión próxima de pecar por el bien espiritual o temporal nuestro o del prójimo» (1679: Denz 1211-1213/2161-2163).

Todo cristiano debe evitar tajantemente las ocasiones próximas e innecesarias de pecar, y debe sentir al mismo tiempo un verdadero horror a escandalizar, es decir, a ser para otros ocasión próxima de pecado. En esta cuestión del escándalo la palabra de Cristo es terrible: «al que escandalizare a uno de estos pequeños que creen en mí más le valiera que le colgasen al cuello una piedra de molino de asno y le arrojaran al fondo del mar. ¡Ay del mundo por los escándalos! Porque no puede menos de haber escándalos; pero ¡ay de aquel por quien viniere el escándalo!» (Mt 18,6-7).

Aplicando esto al tema del pudor que nos ocupa, la ocasión próxima de impureza en muchas modas, playas y piscinas no parece dudosa, como tampoco la del pecado de vanidad, sea ésta positiva o negativa.

La vanidad, no solo la lujuria, va directamente relacionada con el impudor. De hecho, en los últimos decenios, los ayunos cuaresmales, destinados a preparar los espíritus para participar en la pasión y resurrección del Señor en la Pascua, han casi desaparecido; pero van siendo sustituídos por los ayunos primaverales, ordenados a que los cuerpos luzcan mejor en las playas y piscinas durante el verano. Es un síntoma más de la paganización creciente del cristianismo en algunas Iglesias locales.

Por sus frutos los conoceréis

También se ve la inconveniencia de las playas y piscinas mixtas por sus consecuencias negativas en el conjunto de la vida moral: «por sus frutos los conoceréis» (Mt 7,15). La persona que durante horas y días acepta en público un estado de semi-desnudez, ciertamente contrario a la voluntad de Dios, tiende a disminuir o a perder el sentido del pudor. Es perfectamente comprensible. En este sentido, playas y piscinas son, en muchos casos, verdaderas escuelas de impudor, en las que tantos cristianos son «educados» desde niños.

Y la disminución o pérdida del pudor trae consigo normalmente una debilitación de la castidad en el uso de la televisión y de los espectáculos, en las modas y costumbres, así como en la conducta de niños y muchachos, jóvenes y adultos. Ahora bien, esos mismos pecados contra el pudor -mayores o menores, pero reiterados, habituales y bien consentidos, es decir, no combatidos-, hacen muy difícil la oración y la relación cordial con Dios; acrecientan la vanidad, la soberbia y el egoísmo; reducen, por la pereza y el culto al placer, el amor a la Cruz, la abnegación propia y la caridad hacia el prójimo. En una palabra, causan muy grandes males en la vida del cristiano.

De hecho, el impudor en las modas y costumbres, en playas y espectáculos, al menos como un fenómeno social generalizado, ha ido siempre unido a otros fenómenos sociales negativos; ha coincidido con un aumento de la masturbación, del divorcio y del adulterio, de embarazos de adolescentes, de las prácticas homosexuales y de la lujuria en todas sus modalidades. Son causas que se causan mutuamente.

Que históricamente todos estos crecimientos malignos han ido juntos es, en buena medida, un hecho fácilmente comprobable en los estudios de estos temas realizados por sociólogos e historiadores. Unos y otros fenómenos negativos, en efecto, se han condicionado entre sí para adentrar más y más al pueblo en la descristianización y en el pecado.

Pornografía

Todas las consideraciones históricas y doctrinales hasta aquí hechas sobre el pudor y la castidad, con especial referencia a la desnudez y las miradas, deben extenderse a otros muchos temas semejantes; y concretamente, por ejemplo, al uso que los cristianos han de hacer del cine, de la televisión y de las revistas. Apuntaré aquí sólamente algunas observaciones.

Hoy puede comprobarse que en los cristianos fieles se mantiene un rechazo de la pornografía dura -películas eróticas, revistas o programas de televisión refinadamente obscenos, etc.-. Estos cristianos conservan al menos una conciencia moral de la perversidad de estas maldades, y guardan así la mente en la verdad de Cristo.

Por el contrario, incluso entre cristianos practicantes y religiosos, se va generalizando una aceptación de la pornografía blanda -semanarios, programas de televisión, etc.-, al principio con alguna resistencia, después ya sin mayores problemas de conciencia.

Suplementos semanales de ciertos diarios, por ejemplo, o muchos programas de televisión, que hubieran sido considerados -con toda razón- claramente pornográficos hace unos decenios, hoy se reciben pacíficamente en los hogares cristianos y no pocas veces en los mismos conventos.

Con alguna reticencia mínima, todas esas manifestaciones pornográficas se consideran con frecuencia como normales, aceptables, tolerables. O si se prefiere, inevitables; al menos para los cristianos seculares, y en cierta medida incluso para los religiosos que han de vivir en el siglo.

Y eso no puede suceder sino en un pueblo cristiano que, rechazando una tradición católica de veinte siglos, e incluso a veces avergonzándose de ella, apenas tiene ya conciencia del pudor.

Vestidos

En los pueblos primitivos, e incluso en la Edad Media y hasta hace no muchos decenios, se imponían en una sociedad determinada ciertas modas homogéneas, de las que no era del todo fácil alejarse sin que se produjera la penosa tensión propia del contraste separador. En cambio, la sociedad actual, en esta cuestión, ofrece al mismo tiempo, paradójicamente, dos dimensiones contrapuestas.

Por una parte, impone una homogeneidad universal de formas, acaba con aquellos vestidos, danzas, músicas, costumbres, que antes tenían configuraciones muy locales, regionales, nacionales, e impone formas globalizadas a todas las naciones, bailes y música rítmica de rock, pantalones vaqueros, camisetas simples de algodón, zapatillas deportivas, etc., de modo que en la fisonomía exterior y en ciertas costumbres, al menos en algunas cuestiones, apenas hay diferencias en los modos de las diversas naciones y aún continentes.

Pero al mismo tiempo, y en forma contraria, una de las características de la sociedad actual es la infinita heterogeneidad de sus formas. En no pocas cuestiones, no hay patrones sociales unitarios. En un mismo barrio, sobre todo en las grandes ciudades, podemos encontrar cristianos, budistas, vegetarianos, blancos, negros, agnósticos, ecologistas, nacionales, extranjeros, etc. Hace no mucho la sociedad era mucho más homogénea.

Y en la misma moda femenina, muy al contrario de otros tiempos, una mujer queda perfectamente libre para elegir sus maneras de vestir: puede llevar pantalones largos o cortos, ceñidos o muy amplios, o puede optar por las faldas, y entre éstas le es dado elegir cualquier color y forma, y optar porque sean largas, cortas o muy cortas, estrechas o de gran vuelo... En una palabra, no está obligada por la moda, sino que, al menos en principio, es perfectamente libre para vestirse como prefiera.

Pues bien, esto ofrece a la mujer cristiana de hoy una facilidad históricamente nueva para vestirse con gran libertad respecto del mundo, en perfecta docilidad al Espíritu Santo. Si viste, pues, con indecencia, no tendrá excusa, ya que perfectamente podría vestir decentemente.

Y para vestir así, cristianamente, convendrá que recuerde las exhortaciones antiguas de Pedro y Pablo, los apóstoles de Jesús:

«Vuestro adorno no ha de ser el exterior, de peinados complicados, aderezos de oro o el de la variedad de los vestidos, sino el oculto del corazón, que consiste en la incorrupción de un espíritu apacible y sereno; ésa es la hermosura en la presencia de Dios. Así es como en otro tiempo se adornaban las santas mujeres que esperaban en Dios» (1Pe 3,3-5). «En cuanto a las mujeres, que vayan decentemente arregladas, con pudor y modestia, que no lleven cabellos rizados, ni oro, ni perlas, ni vestidos costosos, sino que se adornen con buenas obras, como conviene a mujeres que hacen profesión de religiosidad» (1Tim 2,9).

Estas mismas normas apostólicas fueron inculcadas por los Padres de la Iglesia, que trataron del tema con relativa frecuencia (como puede verse en mi libro Evangelio y utopía 106-107):

San Juan Crisóstomo (+407), en sus Catequesis bautismales, hacia el 390, comenta largamente las normas apostólicas ya citadas: «arráncate todo adorno, y deposítalo en las manos de Cristo por medio de los pobres» (I,4). Y a la mujer inmodesta le dice: «vas acrecentando enormemente el fuego contra ti misma, pues excitas las miradas de los jóvenes, te llevas los ojos de los licenciosos y creas perfectos adúlteros, con lo que te haces responsables de la ruina de todos ellos» (V,37; +34-38).   

Las religiosas -hablamos, claro, de las que son fieles a su tradición espiritual y a su Regla-, son dóciles al Espíritu de Jesús en todos los aspectos de su arreglo personal, al que no dedican más atención que la estrictamente necesaria. Sus hábitos, sus vestidos, reúnen las tres cualidades del vestir cristiano: expresan el pudor absoluto, el espíritu de la pobreza conveniente y la dignidad propia de los miembros de Cristo. Son, pues, plenamente gratos a Cristo Esposo.

Pues bien, esas mismas cualidades, aunque en modalidades diferentes, han de darse en el vestido de las cristianas laicas, que también están desposadas con Cristo desde su bautismo, y que también por tanto han de tratar de agradar al Señor en todo, también en su apariencia. Ellas han de vestir con dignidad, modestia y espíritu de pobreza, como corresponde a quienes son miembros consagrados del mismo Cristo.

Con frecuencia, sin embargo, las seglares cristianas, no se preocupan demasiado por ninguno de los tres valores: gastan en vestidos demasiado dinero y demasiado tiempo; aceptan modas muy triviales, que ocultan la dignidad del ser humano; y no pocas veces, hasta las mejores, se autorizan a seguir, aunque un pasito detrás,  las modas mundanas, también aquéllas que no guardan el pudor, alegando: «somos seglares, no religiosas».

Al vestir con menos indecencia que la usual en las mujeres mundanas, ya piensan que visten con decencia. Llevarán, por ejemplo, traje completo de baño cuando la mayoría de las mujeres vista bikini; y si un día la mayoría femenina fuera en top-less, ellas llevarían bikini, etc.

De esta triste manera, siguiendo la moda mundana, que acrecienta cada año más y más el impudor, aunque siguiéndola algo detrás, se quedan tranquilas porque «no escandalizan»; como si esto fuera siempre del todo cierto, y como si el ideal de los laicos en este mundo consistiera en «no escandalizar». Por lo demás, no les hace problema de conciencia asistir asiduamente con su decente atuendo a playas y piscinas que no son decentes.

 Y éstas son las que, fieles a su vocación laical, manteniendo por lo que se ve celosamente su secularidad e insertándose valientemente en las realidades seculares, van a ir transformando esas realidades según el plan de Dios... Ideologías, vanas palabras, ilusiones falsas. Mentira.

¡Qué gran pena! Ni los buenos cristianos laicos conocen con frecuencia la santidad, la perfección evangélica, la novedad interior y exterior a que Dios les llama con tanto amor: «vino nuevo en odres nuevos» (Mt 9,17). El Señor quiere hacer en ellos maravillas, pero ellos no se lo creen. ¡Claro que el camino laical es un camino de perfección cristiana! Pero lo es cuando se avanza en este mundo con toda libertad por el camino del Evangelio. No lo es, en cambio, si en tantas cosas se anda por el camino del mundo, aunque un pasito detrás en lo malo.

Si recordamos la historia, por lo demás, comprobaremos que el vestir de las religiosas y el de las cristianas seglares, con las diferencias convenientes, ha guardado homogeneidad durante muchos siglos. Por eso, cuando ahora los modos de vestir se hacen clamorosamente heterogéneos entre unas y otras, eso indica que en gran medida se ha mundanizado y descristianizado el arreglo personal de las mujeres laicas.

Cuando las seglares cristianas, según sus modos propios, imitan la modestia de las religiosas, unas y otras evangelizan el mundo. Es un proceso ascendente. En cambio, cuando las religiosas imitan en el vestir a las seglares, y éstas a las mujeres mundanas, crece la vanidad y el impudor. Es un proceso descendente.

Espectáculos

Más arriba he recordado la degradación de los espectáculos del mundo romano, que rodeaba a los primeros cristianos. Pues bien, ellos, alertados y sostenidos por sus pastores, viéndose obligados a vivir en un mundo corrompido, de ningún modo aceptaban sumergirse en aquellas ciénagas de impudor. Fieles a las instrucciones de los Apóstoles, tenían buen cuidado en «abstenerse hasta de la apariencia del mal» (1Tes 5,22). Lo recordaba yo en Evangelio y utopía (107-108):      «Huye, hijo mío, de todo mal, y hasta de lo que tenga apariencia de mal» (Dídaque 3,1). Gustave Bardy, buen conocedor del cristianismo primero, escribe: «los paganos no se llaman a engaño: la primera señal por la que reconocen a un nuevo cristiano es que ya no asiste a los espectáculos; si vuelve a ellos, es un desertor» (La conversión al cristianismo durante los primeros siglos 279).

En las antiguas fórmulas litúrgicas de la renuncia bautismal el nuevo cristiano profesa su intención de apartarse del demonio, de sus obras, «de toda su vanidad y de todo extravío secular» (Teodoro de Mopsuestia +428: Homilías catequéticas XIII). Esa renuncia «al mundo, a sus obras y a las seducciones de Satanás (pompa diaboli)» implica, pues, el apartamiento de aquellas diversiones normales del mundo, que eran deshonestas y escandalosas.

San Juan Crisóstomo (+407) exhorta a los catecúmenos ya próximos al bautismo: «no hagas caso alguno ya de las carreras de caballos, ni del inicuo espectáculo del teatro, pues también eso enardece la lascivia [...] Os lo suplico: ¡no seáis tan despreocupados al decidir sobre vuestra propia salvación! Piensa en tu dignidad, y siente respeto [...] Mira que no es una sola dignidad, sino dos: dentro de muy poco vas a revestirte de Cristo, y conviene que obres y decidas en todo pensando que Él está contigo en todas partes» (Catequesis bautismales V,43-44; +X,1.14-16).

Cuando los Padres de la Iglesia enseñan así a los catecúmenos, ya por entonces existen los monjes. Pero ellos no reducen a los monjes esas exigencias evangélicas de renuncia a los males del mundo, sino que las proponen como necesarias a cualquier discípulo de Cristo. Basta con ser cristiano para que, aún sin salirse del mundo, sea necesario mantenerse alejado de toda corrupción  mundana, por generalizada que esté.

Y si los Padres antiguos dan a los fieles estas instrucciones tan exigentes porque el mundo pagano, ignorando todavía a Cristo, está muy corrompido, tengamos hoy clara conciencia de que el mundo apóstata actual, rechazando a Cristo, está igual o peor.

Los laicos de todo tiempo, por muy seculares que quieran ser y conservarse, «no son de este mundo», como Cristo no es de este mundo (Jn 15,19; 17,14.16). Son «personas consagradas» por el bautismo, por la confirmación, por la eucaristía, por el sacramento del matrimonio, por la inhabitación de la Santísima Trinidad, por la comunión de gracia con los santos y los ángeles. ¿Cómo deberán usar ellos, estando en el mundo, de las modas y costumbres, de los espectáculos y medios de comunicación mundanos, si de verdad quieren ser santos?

En estas cuestiones y en todo, deberán aplicar criterios verdaderamente evangélicos: habrán de «sacarse el ojo» si les escandaliza (Mt 5,29), «vender todo» lo que sea preciso para adquirir el tesoro escondido (13,44), «negarse a sí mismos» y «perder la propia vida» en cuanto esto sea necesario para salvarla (Lc 9,23-24) y para ayudar en la salvación de los hermanos.             

En esta plena libertad del mundo, bajo la gracia de Cristo, está la verdadera alegría evangélica. Y es en esta actitud en la que los cristianos, por obra del Espíritu Santo, tienen fuerza sobrenatural para transformar el mundo, es decir, las maneras vigentes y las modas, las leyes y costumbres, la cultura, el arte, los espectáculos, las escuelas y universidades, y todo cuanto da forma al siglo presente.

Pero si están mundanizados, son «sal desvirtuada», sin fuerza alguna para preservar al mundo de la corrupción, y carece de toda fuerza para transformarlo. Ésa es ya una sal que «no vale para nada, sino para tirarla y que la pisen los hombres» (Mt 5,13).

3. Pudor ejemplar de los religiosos

Modestia y pudor en los religiosos

Antes hemos evocado brevemente la historia del pudor en la doctrina y la vida de la Iglesia. Ahora, como complemento a aquello, quiero recordar que los religiosos han dado siempre al pueblo cristiano un notable ejemplo de modestia y pudor. Y es indudable que la historia de los monjes primeros y la de los religiosos posteriores sigue siempre, con diversas modalidades, según épocas y carismas, una misma tradición ascética.

El pudor tiene en la clausura monástica unas expresiones máximas. Pero cuando a comienzos del siglo XIII, sobre todo, los nuevos religiosos apostólicos abandonan la clausura, ya que viven entre los hombres, sigue viva en ellos esa clausura, esa renuncia al mundo, de un modo interior y espiritual, principalmente a través de una gran pobreza y especialmente por el acentuado recogimiento de los sentidos. Veamos algunos ejemplos.

San Francisco de Asís (+1226) no miraba a la cara a las mujeres, y según él mismo confesaba, solamente conocía la fisonomía de dos, que quizá serían su madre y Santa Clara (2 Celano 112). Y en esto se ponía de ejemplo a sus hermanos religiosos (205).

Siglos depués, San Pedro de Alcántara (+1562), el reformador franciscano,  procedía en este punto como su fundador, y acostumbraba llevar siempre los ojos bajos.

Por el mismo camino va también Santo Domingo de Guzmán (+1221), que considera culpa grave la costumbre de «fijar la mirada donde hay mujeres» (Libro de costumbres 21; +Constituciones de las monjas 11). Y por ese camino han andado tantos y tantos otros maestros espirituales hasta nuestro tiempo.

San Antonio Mª Claret (+1870), por ejemplo, gran predicador popular, fundador de los Misioneros del Corazón de María, Arzobispo, confiesa:

«nunca jamás miro la cara de mujer alguna ... Naturalmente y casi sin saber cómo, observo aquel documento tan repetido por los Santos Padres que dice: “con la mujer se ha de tener conversación seria y breve” [S. Agustín], “y ten bajos los ojos” [S. Isidoro de Pelusio, citado por S. Alfonso María de Logorio]» (Autobiografía n.394, cf. 395-397).

Hoy escandaliza la ascesis tradicional de los religiosos

Cristianos buenos y bienintencionados me aconsejan: «no cites esos ejemplos de santos religiosos, por favor; son contraproducentes para la enseñanza que quieres dar en favor del pudor, pues muestran unos testimonios de la tradición que son ridículos, tristes, morbosos, completamente anacrónicos. Cristo y los apóstoles, además, no practicaban esas ascesis».

Cuando cristianos buenos y bien intencionados hacen una interpretación tan falsa de los ejemplos de los santos, eso me confirma en la necesidad de recordar esa tradición santa; pero también en la necesidad de explicar su sentido espiritual.

Un principio previo de aplicación general: cuando nuestra mente choca en algo contra una tradición espiritual mantenida durante muchos siglos por muchos santos y santas, antes de que nos atrevamos a rechazar esa tradición concreta, avergonzándonos de ella, conviene que nos aseguremos de que la entendemos bien, y al mismo tiempo es muy oportuno que nos atrevamos a poner en duda nuestros pensamientos y apreciaciones, aunque no necesariamente hayamos de modificar en eso nuestras conductas.

Cristo ayunó rigurosamente durante cuarenta días en el desierto. Pero es cierto, sí, que sus discípulos, mientras estaban con Él, no se ejercitaban en ciertas prácticas ascéticas de ayunos, es decir, de privaciones. Sin embargo, hemos de recordar en esto la explicación y la profecía de Jesús: «mientras tienen consigo al esposo no pueden ayunar. Ya vendrá el tiempo en que les sea arrebatado el esposo, y entonces ayunarán» (Mc 2,19-20). Ayunarán en el alimento, las posesiones, la autonomía personal, las miradas y en tantas otras cosas más. «Entonces ayunarán».

Y este ayuno será diverso en los laicos y en los religiosos. En efecto, mientras que Dios encamina a los laicos por la vía de la posesión y del tener -tienen mujer, hijos, casas, barcas, redes, tierras, autonomía personal-, Él mismo orienta a los religiosos por la vía del ayuno, es decir, del no-tener. Los religiosos «renuncian al mundo y viven únicamente para Dios» (Vat. II, PC 5a), y así no-tienen, ayunan, carecen, pues, de bienes propios, de cónyuge y familia, así como también de autonomía personal, y se despojan de todo profesando los votos de pobreza, celibato y obediencia.

Pero si los religiosos no-tienen no es porque estimen que tener bienes de este mundo sea malo; o menos aún porque estimen que sean malos los bienes de este mundo: cónyuge, casa, tierras, trabajo. Ellos saben bien que «todo es puro para los puros» (Tit 1,15).

Ellos, sencillamente, por vocación de Dios, ayunan de bienes de este mundo y no los tienen 1º-para mortificar sus propias tendencias inmoderadas hacia la posesión, dejando así sus corazones más libres bajo la acción del Espíritu Santo; 2º-para ayudar a los laicos a la sobriedad, de modo que éstos, que por vocación tienen, puedan «tener como si no tuvieran» (1Cor 7,29-31); 3º-para expiar por los excesos y pecados  cometidos por ellos mismos y por los seglares en la posesión de los bienes mundanos; y 4º-para conseguir de Dios la conversión de los pecadores, mediante el ejemplo, la oración y las privaciones penitenciales.

Los religiosos, en efecto, por la feliz profesión de los votos evangélicos, ayunan de dinero -no pocos son mendicantes y viven de la Providencia-; ayunan de vestidos mundanos, vistiendo un hábito digno y pobre, siempre igual; ayunan por la obediencia de la autonomía personal; ayunan de comidas costosas -muchos monjes y monjas son vegetarianos y ayunan con frecuencia-; ayunan de viajes, de espectáculos, de noticias y de tantas otras cosas; y ayunando así del mundo, al que han renunciado, llevan una forma de vida penitente «con sus privaciones voluntarias» (Pref. III cuaresma).

Pues bien, ese gran recogimiento de la vista, que durante tantos siglos han practicado tantos religiosos santos, es tan válido y santificante como pueda serlo el ayuno de comida o de otros bienes mundanos. Que hoy puedan resultar más admisibles y más viables los ayunos en los alimentos o en las miradas, en tal cosa o en la otra, eso ya depende sólamente de condicionantes sociales e incluso de las modas ideológicas de la época.

Pero entiéndase bien que toda clase de ayunos, sea cual sea su objeto -dinero, matrimonio, autonomía, alimentos, espectáculos, miradas, etc.-, todos tienen la misma lógica espiritual y los mismos motivos y fines; y que tan genuinamente evangélico es ayunar de una cosa como ayunar de otra.

Una cuestión diversa, que pertenece a la virtud de la prudencia y al don de consejo, será ver en cada tiempo y circunstancia qué clase de ayunos es más conveniente. Pero sin avergonzarse de ningún tipo de ayuno practicado por muchos santos en muchos siglos, y valorándolos y admirándolos todos.  

San Juan de la Cruz muestra muy bien cómo todas esas «nadas», esas privaciones voluntarias, llevan a gozar del «Todo», conducen a la paz, a la alegría, a la santidad, a la perfecta libertad del mundo, de la carne y del demonio. Ahora bien, que hoy estas privaciones o algunas de ellas  puedan parecer ascéticas negativas y morbosas, solo indica que muchos laicos, e incluso no pocos religiosos, ignoran en nuestro tiempo los valores evangélicos del ayuno, de la pobreza, de la mortificación, de la abnegación personal, de la expiación por los pecados propios y ajenos, en fin, de la Cruz.

Y esa ignorancia espiritual explica también, de paso, que actualmente sean tan escasas las vocaciones religiosas, y que éstas, con relativa frecuencia, deriven hacia versiones secularizadas, en las que el rechazo de «la renuncia al mundo» se estima como un progreso.

Por lo demás, como es evidente, los ejemplos y consejos de los religiosos antiguos en modo alguno pueden ser aplicados exactamente en nuestro tiempo. Es obvio. Cada tiempo y circunstancia exige, bajo la acción del Espíritu Santo, el ejercicio del discernimiento y de la prudencia. Y es evidente que los dictámenes de la prudencia son diversos según circunstancias y épocas diversas.

Ciertos modos de ayuno -ayunos de miradas o de lo que sea- que pudieron ser oportunos durante muchos siglos, hoy pueden resultar inconvenientes, al menos para ciertas vocaciones determinadas. Pero no debemos avergonzarnos del espíritu que informaba esas privaciones, ni tampoco de aquellas prácticas concretas, pues nos avergonzaríamos del Espíritu Santo que las inspiró. Por el contrario, debemos entender y amar ese espíritu, que es continuo en la ascesis de la tradición cristiana, y darle, eso sí, los modos concretos que sean más convenientes en nuestro tiempo y en nuestra vocación específica dentro de la Iglesia.

Volviendo a nuestro tema. Muchos hoy no admiten que los laicos tengan en los religiosos un ejemplo estimulante de vida evangélica, ni en el tema del pudor ni en ningún otro tema. Examinemos, pues, cómo suelen plantear la cuestión.

Los religiosos, ejemplos en todo para los laicos

Si estudiamos la historia de la Iglesia, comprobaremos que los religiosos han tenido siempre clara conciencia de su ejemplaridad para todo el pueblo cristiano. También, por supuesto, en el pudor. Ellos entienden que ésa es precisamente una de las misiones principales de la vocación religiosa (+De Cristo o del mundo 190, y Evangelio y utopía cpt. 6).

Santa Clara de Asís (+1253), por ejemplo, sabe bien que los religiosos están obligados a dar un ejemplo estimulante al pueblo seglar cristiano, y escribe en su Testamento: «el mismo Señor nos ha puesto como modelo para los demás..., como un ejemplo y espejo para quienes viven en el mundo» (3).

Muchos, sin embargo, niegan hoy esa ejemplaridad de los religiosos respecto de los laicos, y afirman para éstos una espiritualidad autónoma, netamente secular y diferenciada, y hasta poco menos que contrapuesta; pero están equivocados.

Unos y otros, religiosos y laicos, han de vivir de un mismo Espíritu, aunque en modos diferentes. Y aquéllos son modelos para éstos. Siempre lo han sido, y así lo ha entendido sin dudarlo el pueblo cristiano y fiel. Y que esta ejemplaridad de los religiosos esté viva y sea recibida por los laicos es algo de suma importancia para la santificación del pueblo cristiano.

En efecto, la pobreza que los religiosos viven, tan extrema, guarda a los laicos en la sobriedad. Las penitencias de los religiosos estimulan a los laicos a la austeridad, tan difícil a veces en un mundo consumista. La perfecta castidad de la virginidad y del celibato es una formidable ayuda para la castidad de los laicos, sean niños o jóvenes, casados o viudos.

Pues bien, de modo semejante, viniendo al tema presente, el pudor y el recogimiento de los sentidos, tan propio de los religiosos, han de ser también imitados -en sus modos propios, por supuesto- por quienes viven en el mundo secular, es decir, por quienes viven en Babilonia a veces o en Corinto, sometidos a unas tentaciones tan continuas, tan fuertes y tan insidiosas.

De hecho, los religiosos siempre han exhortado a los fieles a vivir el recogimiento de los sentidos y el pudor. Ellos ya entienden, como es obvio, que los laicos, si han de ser fieles a su vocación secular, vivirán ese mismo espíritu de otras maneras. Pero los religiosos les exhortan a vivir la modestia en los modos que les son propios.

Recordaré como ejemplo solamente las cartas de dirección espiritual que San Pablo de la Cruz (+1775) dirige a seglares. Él exhorta con frecuencia a los seglares a vivir el más estricto pudor y a guardar una modestia total, una modestia totalmente grata a Dios y a la Virgen María, que sea tan perfecta que no deje ni un mínimo resquicio a la liviandad, al lujo, a la vanidad o al impudor. Todo esto, insisto, con otras tantas cosas semejantes, lo exhorta San Pablo de la Cruz a laicos, a seglares.

Por ejemplo, a la joven Teresa Palozzi, de 23 años, le escribe: «guarde sus sentidos todos, en especial los ojos, y también su corazón. Sea modestísima y guarde la mayor compostura de noche y de día en todos sus gestos. Esta virtud de la modestia debe amarla y guardarla con el máximo celo; no se fíe de nadie y, sobre todo, desconfíe de sí misma» (9-III-1760).

Por lo demás, estos santos no recomiendan a sus dirigidos sino lo que ellos mismos practican, buscando ser plenamente gratos al Señor. Ellos quieren llegar con sus dirigidos a esa plena pureza, que hace posible la plena contemplación de Dios: «los limpios de corazón verán a Dios» (Mt 5,8). Y ellos saben, por otra parte, que sin esa alta contemplación de Dios es imposible la perfecta santidad: «contemplad al Señor y quedaréis radiantes» (Sal 33,6).

En fin, estas disquisiciones no son supérfluas. No podríamos entender siquiera el pudor que han de vivir hoy los laicos, si no tuviéramos en cuenta la gran tradición cristiana del pudor, considerada también ésta en la vida ejemplar de los religiosos. 

¿Tristes, los religiosos?...

La verdad anteriormente propuesta es hoy muy difícil de admitir para no pocos. Algunos se imaginan -ésa es la palabra justa, pues se trata de puras imaginaciones- que «los religiosos, con su vida penitente de privaciones, llevan un camino triste, que por eso mismo se queda sin seguidores, es decir, sin vocaciones. Y que en todo caso no es bueno para los laicos».

Pero están completamente equivocados. A más penitencia en la vida religiosa, más alegría. A más Cruz, más Resurrección: es una conexión necesaria. A más perfecta y evangélica «renuncia al mundo» más atractiva resulta la vida religiosa, más vocaciones atrae, y para los laicos también es más edificante y estimada. Esto es así; lo sabemos por doctrina y por experiencia histórica y presente, a priori y a posteriori. El pudor cristiano, concretamente, que hace suya la modestia de los religiosos en formas seculares, como todas las virtudes evangélicas, produce necesariamente paz y alegría. Participando de la Cruz, participa de la Resurrección. 

El que se imagina triste la vida penitente de los religiosos ¿ha conocido, por ejemplo, el ambiente espiritual de la Cartuja o del Carmelo teresiano o de las Hermanitas de los Pobres? ¿Sabe algo, quizá, de «la perfecta alegría» de San Francisco de Asís, hallada justamente en el hambre, el frío y el oprobio (Florecillas VIII)? Y siguiendo con Francisco: ¿quién ha unido mejor una vida tan extremadamente penitente y un amor tan entrañable a las criaturas? (+mi libro De Cristo o del mundo, IV p., cpt. 1-2; VII, 2-3).

De hecho, cuántas veces corresponde a los que han renunciado al mundo el hermoso ministerio de consolar a quienes lo poseen. Cuando éstos no saben tener el mundo como si no lo tuvieran, necesariamente padecen tristezas y sufren aquella «tribulación de la carne», que el Apóstol querría ahorrarles (1Cor 7,28). Cuántas veces un fraile de pobre hábito ha de confortar a seglares vestidos con elegancia y lujo. No suele suceder al revés. ¿Quiénes son los que viven la verdadera alegría?

¿Anacrónicos, los religiosos?...

Dicen otros: «se puede conceder, en el mejor de los casos, que esas penitencias y recogimientos de los sentidos que se nos han recordado pudieron tener validez santificante en otros tiempos; pero no en la época actual».

Ésta es la pobre actitud de los hodiernistas: «hoy es necesario..., hoy es imposible...» Son éstos, en expresión acertada de Maritain, «cronólatras», pobres siervos de su tiempo.

Ya hace años he tratado de este tema, primero con José Rivera (Hodiernismo, en Cuaderno de Espiritualidad 9; Espiritualidad católica, cpt. 17; Síntesis de espiritualidad católica, III p., cpt. 5), y últimamente solo (De Cristo o del mundo, VII p., cpts. 2-3; Evangelio y utopía, cpts. 3 y 5).

Pues bien, ¿qué le pasa a nuestro tiempo, que en él se le permite al Espíritu Santo hacer en los cristianos unas cosas sí y otras no?... Si una persona o comunidad capta en conciencia unas ciertas mociones del Espíritu Santo, ¿antes de seguirlas, tendrá que mirar primero el calendario y asegurarse luego de que tales prácticas son tolerables para la mentalidad del mundo en que se mueven?

¿En el siglo IV, en el XIII o en el XVI era acaso normal que unos cristianos anduvieran descalzos, vestidos de saco y con una cuerda a la cintura? Nadie iba así... ¿Y los que así obraban -monjes antiguos, franciscanos, carmelitas descalzos- eran en aquellos tiempos fuerzas retrógradas o progresivas? ¿Vivían plenamente en su siglo, siendo en buena parte sus protagonistas, o eran más bien elementos anacrónicos, imitadores repetitivos del Bautista, del profeta Elías o de algún otro personaje aún más antiguo?...

No se trata de preguntas meramente retóricas, ni tampoco nos desvían de nuestro tema. Responder bien a estas cuestiones tiene gran importancia para la valoración de la historia del pudor cristiano, considerado éste tanto en religiosos como en laicos.

Cuando Santa Teresa de Jesús, por ejemplo, pone tanto interés en que sus monjas velen sus rostros y no los manifiesten sino a los familiares, ¿se sujeta a alguna costumbre de su época, es una mujer de su tiempo, el siglo XVI, o se sitúa más bien al margen de su siglo y del brillante y paganizante espíritu renacentista? ¿Da ella con eso unas normas de vida religiosa válidas únicamente para su tiempo? ¿Muestra quizá al establecer en sus Constituciones esas normas un sentido del pudor morboso, propio de una mujer desequilibrada, excesivamente medrosa? Convendrá recordar que estamos hablando de Teresa Sánchez de Cepeda, o como ella prefería llamarse, con el apellido materno, Teresa de Ahumada...

Dispone ella, efectivamente, en las Constituciones para sus monjas: «Han de tener cortado el cabello, por no gastar tiempo en peinarle. Jamás ha de haber espejo, ni cosa curiosa, sino todo descuido de sí. A nadie se vea sin velo, si no fuere padre o madre, hermano o hermana», salvo en caso prudente, y entonces «no para recreación, y siempre con una tercera» (14-15). Al padre Jerónimo Gracián, primer provincial de los Descalzos, que en 1581 iba a revisar en el Capítulo de los carmelitas ésta y otras normas de las Constituciones teresianas, le escribe: «ponga vuestra paternidad lo del velo en todas partes, por caridad. Diga que las mismas descalzas lo han pedido» (Carta 23-II-1581). Puede, es cierto, convenir a veces dar licencia de excepción al velo, «mas yo he miedo no la dé el provincial con facilidad» (Carta 19-II-1981).

Según eso, ¿piensa Santa Teresa que una mujer peca si se mira en el espejo o si muestra su rostro a otras personas? El que hace una pregunta tan tonta ¿conoce a Santa Teresa? ¿Aprecia su audacia, su realismo, su libertad del mundo, su experiencia de la vida y de las mujeres, empezando por su propia experiencia de jovencita vanidosa (Vida 2)?

Sencillamente, Santa Teresa quiere para sus religiosas contemplativas unas normas de pudor extremadamente exigentes, 1º-para fomentar en ellas el recogimiento contemplativo, evitándoles lo más posible todo peligro de vanidad o impudor; 2º-para dar un ejemplo muy fuerte de modestia a las mujeres seglares, animándoles a ser modestas, según su modo secular propio; 3º-para expiar penitencialmente por los muchos pecados de impudor y de vanidad que se cometen, sobre todo en el mundo; y 4º-para obtener la conversión de los pecadores. ¿Puede ponerse a todo esto alguna objeción fundamentada? 

Por supuesto que otros institutos religiosos tendrán carismas fundacionales diversos. Dios los bendiga. Hay en la santa Iglesia, gracias a Dios, muchas y muy diversas vocaciones: por tanto,  «ande cada uno según el don y la vocación que el Señor le dió» (1Cor 7,17; +7, 20.24).

En todo caso, al que está afectado de cronolatría -que es, en algún sentido, una enfermedad mental- ninguna de las razones aducidas puede convencerle. Él guarda fidelidad a su propio error y sigue adicto a su norma: «hoy es necesario... hoy no es posible que...» Siendo como es un hombre mundano, un «hijo de su siglo», todavía «vive como niño, sujeto a servidumbre bajo los elementos del mundo» (Gál 4,3), y considera respetuosamente la ortodoxia social vigente de su tiempo como un dogma, que procura preservar piadosamente de toda herejía.

Por el contrario, solamente el hombre cristiano, que vive en Cristo, nuevo Adán, Señor de la historia, a quien le ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra (Mt 28,18), solo él está libre del mundo, solamente él es libre de su siglo. Y consiguientemente, solo él, por obra del Espíritu Santo, puede renovar la faz de la tierra. Puede y debe hacerlo, porque es misión suya, ya que está viviendo en Jesucristo, Señor y renovador de los tiempos:

«Cristo ayer y hoy / Principio y fin / alfa y omega / suyo es el tiempo / y la eternidad / a Él la gloria y el poder / por los siglos de los siglos» (Cirio en Vigilia Pascual).

4. Descristianización e impudor

Apostasía e impudor

La apostasía y el impudor han crecido en los últimos tiempos simultáneamente, de modo especial, en los pueblos más ricos de Occidente. La disminución o la pérdida del pudor no es, pues, en modo alguno, un fenómeno aislado y en cierto modo insignificante. La pérdida del sentido del pudor ha de diagnosticarse según la misma visión de San Pablo, ya recordada:

Los hombres paganos, alardeando de sabios se hacen necios, y dan culto a la criatura en lugar de dar culto al Creador, que es bendito por los siglos. Por eso Dios los entrega a los deseos de su corazón, y vienen a dar entonces en todo género de impureza, impudor y fornicación, hasta el punto de que, perdiendo toda vergüenza, se glorían de sus mayores miserias (+Rm 1,18-32).

Apostasía e impudor -con muchos otros males intelectuales y morales- han crecido de forma simultánea. En los mismos tiempos y en las mismas regiones del mundo cristiano, se ha desarrollado la avidez desordenada de gozar de esta vida, el rechazo de la Cruz y de la vida sobria y penitente, la aceptación de las ideologías y de las costumbres mundanas, el alejamiento de la eucaristía dominical y del sacramento de la reconciliación, la escasez o la ausencia de las vocaciones y de los hijos, la debilitación o la pérdida de la fe, así como una erotización morbosa de la sociedad, que los mismos sociólogos señalan. El impudor generalizado, no es, pues, sino uno más entre los fenómenos sociales de la descristianización. Y como tal debe ser entendido y tratado.

En todo caso, junto a esos condicionamientos generales, podemos señalar ciertas falsificaciones concretas del cristianismo que más directamente conducen al impudor, y que lo explican mejor en nuestro tiempo.

Pelagianismo

Los cristianos pelagianos no quieren ver al hombre como un ser espiritualmente enfermo, herido por un pecado original, inclinado fuertemente al mal por la concupiscencia, y que, por tanto, requiere un régimen de vida sumamente estricto, concretamente en su relación con el cuerpo y con el mundo. No. Ésas son, según ellos, visiones antiguas, oscuras, pesimistas, que devalúan la naturaleza humana, y que felizmente están superadas por el cristianismo actual, más positivo y optimista; y en definitiva, más verdadero.

Pues bien, el pelagianismo es una herejía perenne -al menos como tentación intelectual y práctica-, y hoy tiene innumerables seguidores en las Iglesias locales descristianizadas. Es una de las malas raíces que produce el impudor.

Naturalismo

En sintonía con esa visión pelagiana, y rechazando la tradición católica, se va formulando en los últimos decenios un cristianismo naturalista, en el que, negando o silenciando el pecado original, se estima posible para la humanidad una vida sana y feliz. No es, pues, necesaria la gracia, pues basta con la naturaleza. No es necesaria la Sangre de Cristo; basta con su ejemplo. Esta multiforme falsificación del cristianismo surge sobre todo en los países más cultos y ricos, hoy, en general, los más profundamente descristianizados. 

Consideremos un ejemplo situado en la Suecia de 1957. Son los años optimistas de la gran recuperación de Europa, después de la catástrofe de la II Guerra Mundial. Henri Engelmann y Gaston Philipson publican el libro Scandinavie, en el que describen, con la ayuda de magníficas fotografías en blanco y negro, el encanto fascinante de un cristianismo-pagano, con acento escandinavo, en el que, concretamente, el sentido del pudor desaparece ante una naturalidad corporal recuperada. Escriben ellos:

«En sus Enfances diplomatiques, Wladimir d’Omersson refiere que en la época en que su padre estaba destinado en Copenhague, la joven institutriz que acompañaba en verano a los niños en las playas del Báltico tenía la costumbre de echarse a las olas sin ningún velo. A una tímida observación que le hizo la Sra. d’Omersson, esta jovencita, de una virtud probada y que se disponía a entrar en las Ordenes, había dado un grito de pudor ofendido: “pero señora, yo no tengo nada que ocultar”...

«Como hemos dicho, desde que sale el sol, cada fuente de Oslo, Copenhague o Estocolmo florece de niños desnudos que se mojan y salpican. En los adultos, el régimen de las playas no difiere apenas del nuestro... Es más bien al interior del hogar donde, al azar de nuestros encuentros estivales, hemos constatado ese mismo aparente impudor, no exclusivo ahora de los niños más pequeños. En un acogedor pueblo de Jutlandia, en el que vivía un pastor amigo nuestro, las dos niñas del patriarca -de siete y ocho años- no llevaban en pleno verano otro vestido que el lazo de sus cabellos. Y sucedía a veces que otras personas adultas daban testimonio de esta misma... simplicidad, quizá menos inocente» (96).

Negar «la vergüenza de la desnudez» (Apoc 3,18) procede de la apostasía o conduce a ella. Negar la vergüenza de la desnudez y afirmar su licitud viene a decir, en un lenguaje implícito sumamente elocuente, que el pecado original es un cuento.

Pero «si dijéramos que no tenemos pecado, nos engañaríamos a nosotros mismos, y la verdad no estaría en nosotros. Si confesamos nuestros pecados, fiel y justo es Él [Jesús] para perdonarnos y purificarnos de toda iniquidad. En cambio, si decimos que no hemos pecado, le hacemos pasar [a Cristo] por mentiroso y su palabra no está en nosotros» (1Jn 1,8-10).

Hedonismo

En todo el siglo XX, pero especialmente en su segunda mitad, en los años que siguen a la II Guerra Mundial, se aviva mucho en Occidente, como reacción a los sufrimientos pasados y con el estímulo del rápido enriquecimiento económico, la avidez de gozar de este mundo presente. Y este impulso coincide, también en muchos ambientes cristianos, con el optimismo pelagiano y el naturalismo, que ignorando el pecado original y la necesidad del recogimiento y del pudor, falsifican la vida cristiana, y pretendiendo llevarla a la alegría, la llevan a la tristeza del pecado.

La vida cristiana verdadera, libre de las miserias del pecado y del mundo, ya desde el bautismo participa de Cristo, sacerdote y víctima, y por eso tiene siempre un sentido penitencial profundo, el único que guarda al hombre en la paz y la alegría. Los cristianos debemos ser conscientes de que hemos sido enviados al mundo «como corderos en medio de lobos» (Mt 10,16); más aún,  como corderos gloriosamente destinados a ser ofrecidos en sacrificio con «el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo» (Jn 1,29).

Y así como Cristo en este mundo «pasó haciendo el bien» (Hch 10,38), así también los cristianos estamos en este mundo no tanto para pasarlo bien, sino para pasar por él haciendo el bien. No tenemos, pues, como ideal supremo gozar lo más posible del mundo presente, sino que, muy distintos de aquellos que «no sirven a Cristo, nuestro Señor, sino a su vientre» (Rm 16,18), estamos «crucificados con el mundo» visible (+Gál 6,14), que atravesamos caminando como «forasteros y peregrinos» (1Pe 2,11), y en él vivimos con la esperanza gloriosa de los bienes celestiales, «pensando en las cosas de arriba, no en las de la tierra» (Col 3,2).

Por eso, es normal que la sobriedad en todo, la modestia y el pudor, caractericen siempre el estilo de la vida cristiana. Como también es normal que el impudor y  la avidez desordenada de todos los goces temporales, lícitos o no, caractericen a quienes «tienen el corazón puesto en las cosas de la tierra» (Flp 3,19). 

Con todo, a propósito de hedonismos, debe quedar muy claro que el cristiano es en este mundo mucho más feliz que el pagano. A más Cruz, más Resurrección. Si el hombre «pierde la vida» por el Reino, la gana. Si entrega algo por Dios, recibe «ciento por uno». La vida evangélica, en efecto, evita caer en muchas miserias -injusticias, enfermedades, odios, disputas, ruinas y separaciones- más o menos inevitables en una vida de pecado. Pero el Evangelio, además, haciendo participar a los cristianos en los mismos bienes de la vida del mundo -trabajo, salud y belleza, arte y cultura, amistad y acción fecunda-, hace que experimenten todo lo mundano con una alegría nueva, inefable, la alegría que procede de vivir todos esos bienes con Dios, como procedentes de Dios,  como medios que conducen a Dios, es decir, como verdaderos dones que manifiestan y comunican el amor de Dios.  

Modernismo progresista

El progresismo cristiano actual, consciente de haberse liberado de muchos lastres multiseculares de la tradición católica -plagada de ignorancias, errores y falsificaciones-, está convencido de que ha llegado a descubrir el verdadero cristianismo.

Por eso, aunque en la cuestión del pudor logremos demostrar a los progresistas que la tradición católica ha afirmado siempre el pudor en formas frontalmente contrarias a las que ellos propugnan, nada conseguiremos con ello, pues, fieles a su convicción progresista, no vacilarán en concluir que, si ésa es la verdad histórica, lo único que demuestra es que, una vez más, el cristianismo tradicional estaba tradicionalmente equivocado en estos temas. Con lo cual nuestros argumentos solo conseguirán confirmarles en su error.

En efecto, el católico progresista entiende como «una conquista irrenunciable» la vuelta del pueblo cristiano al impudor nudista del paganismo. Echa a un lado despectivamente aquella tradición cristiana del pudor, que hemos visto desarrollarse en la historia siempre fiel a sí misma, y no vacila en pensar que todos aquellos antiguos cristianos -muchos de ellos grandes santos- estaban equivocados.

Sencillamente, el progresista estima que los antiguos partían de una visión errónea del cuerpo y del pudor, de una antropología pesimista, heredada de los Santos Padres, que en estas cuestiones adolecían de un dualismo platónico patente, despreciador del cuerpo. O imagina alguna otra explicación erudita semejante.

Se ve que los Padres antiguos, tan asombrosamente libres frente al mundo antiguo pagano, tanto en su pensamiento como en sus orientaciones morales, cayeron como tontos en el agujero del error platónico, sin que el Espíritu Santo hiciera nada por evitarlo.

Según esto, la historia del pudor cristiano vendría, pues, a ser la historia de un gran error de la Iglesia, del que ésta sólo ha podido librarse en la segunda mitad del siglo XX, cuando los cristianos progresistas, felizmente, se abrieron mucho más al influjo del mundo pagano. Pobres insensatos. 

Efectos providenciales del impudor

Es indudable, sin embargo, que ciertos errores o excesos del antiguo pudor cristiano se ven purificados con ocasión del impudor moderno. Por eso, en medio de tantos errores y perversiones actuales acerca del pudor, reconocemos, agradecidos al Espíritu de la verdad, que el impudor moderno ha ocasionado una purificación de aquellas ideas y prácticas acerca del pudor, que eran erróneas en algunos ambientes cristianos.

En términos generales, por ejemplo, ha de considerarse como un progreso en la historia de la espiritualidad cristiana, no como una decadencia o relajamiento, que un cristiano, sin problemas de conciencia, pueda ducharse diariamente, pueda ocasionalmente llevar en su coche a una señora casada, los dos solos, pueda dar a sus hijos una educación clara en lo referente a la sexualidad, o realice cosas semejantes, que en otros tiempos y lugares quizá no fueran moralmente viables.

Pero en esta «ayuda» del mundo a la espiritualidad cristiana es preciso distinguir bien. «Todo lo que hay en el mundo, concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y orgullo de la vida» -y ése es el espíritu del impudor- «no viene del Padre, sino que procede del mundo» (1Jn 2,16). Lo que propiamente causa el mundo en muchos cristianos es, lógicamente, el impudor, la fornicación y el pecado en tantas formas y modalidades.

Por el contrario, es el Espíritu Santo, que procede del Padre y del Hijo, el que, sirviéndose en parte del fuego impuro del mundo, y también y más de otros muchos medios positivos, purifica hoy el sentido del pudor en aquellos cristianos que viven bajo su influjo. Él es el único que «renueva la faz de la tierra». Fuera de Él todo es indeciblemente viejo, y solo es un regreso a vetustas antigüedades paganas, ya viejas en su época.

En esto, pues, como en tantas otras cuestiones, el mundo no creyente, incluso el más hostil a la Iglesia, es siempre ocasión de un perfeccionamiento cristiano, del que siempre es el Espíritu Santo la única causa. Él es, procediendo del Padre y del Hijo, «el Espíritu de verdad, que nos guía hacia la verdad completa» (+Jn 16,13).

Por lo demás, esto es algo que siempre se nos ha enseñado a los creyentes: que «todas las cosas cooperan al bien de los que aman a Dios » (Rom 8,28). «Etiam peccata», añade San Agustín: también los pecados.          

Y también el impudor actual.

5. La predicación del pudor

El Apóstol, contra la lujuria, predica la castidad

Corinto, ciudad griega próxima a Atenas, se abría al mar por dos puertos, uno al Egeo y otro al Adriático. La ciudad estaba dominada por el acrocorinto, una gran roca escarpada sobre la que se alzaba la acrópolis, y en ella el espléndido templo de Afrodita, diosa del amor -la Venus romana-, templo servido por prostitutas sagradas. Poblada la ciudad por gentes de diversas nacionalidades, era un centro de cultura y de comercio, de riqueza y de vicios, célebre entre las ciudades griegas por la degradación moral de sus costumbres.

En este ambiente moral corrompido habían nacido los cristianos corintios, recién conversos, y por lo que dice San Pablo, el fundador de aquella Iglesia local, todavía perduraban entre ellos con demasiada frecuencia los viejos vicios: «es ya público que reina entre vosotros la fornicación» (1Cor 5,1).

El Apóstol, por supuesto, no aprecia la impudicia de los corintios como un valor, ni la considera tampoco como un dato social inevitable. Por el contrario, con todo amor, firmeza y esperanza, ilumina aquella situación moral tenebrosa del único modo posible: con la luz de la Palabra divina. ¿Cómo podrán ser iluminadas las tinieblas si no se les da la luz? ¿Hay acaso algún otro medio?

San Pablo, en su primera carta a los Corintios, les llama con insistencia a la castidad, queriendo apartarlos de la fornicación generalizada y del impudor que necesariamente lleva ésta consigo. Y para ello emplea varios argumentos de gran fuerza. Les dice:

-Renováos en Cristo, el hombre nuevo. «Despojáos de la vieja levadura, para ser una masa nueva... Celebremos nuestra Pascua no con la vieja levadura de la malicia y la perversidad, sino con los panes sin levadura de la pureza y la verdad» (1Cor 6,7-8).

-Sois miembros de Cristo. «El cuerpo no es para la fornicación, sino para el Señor, y el Señor es para el cuerpo... ¿No sabéis acaso que vuestros cuerpos son miembros de Cristo? ¿Y voy a tomar yo los miembros de Cristo para hacerlos miembros de una prostituta? De ninguna manera... El que se une al Señor se hace un solo espíritu con él. Huid de la fornicación» (6.15-18).

-Sois templos del Espíritu Santo. «¿O es que no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que está en vosotros, y que habéis recibido de Dios?. No os pertenecéis, pues habéis sido comprados ¡y a qué precio! Glorificad, pues, a Dios en vuestros cuerpos» (6,19-20).

-Temed el castigo divino contra la lujuria. «No os engañéis: ni los fornicarios, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los sodomitas... poseerán el reino de Dios. Y algunos de vosotros esto érais. Pero habéis sido lavados, habéis sido santificados, habéis sido justificados en el nombre del Señor Jesucristo y por el Espíritu de nuestro Dios» (6,9-11). «¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros? Si alguno profana el templo de Dios, Dios le destruirá. Porque el templo de Dios es santo, y ese templo sois vosotros» (3,16-17).

Pues bien, hoy son muchas las Iglesias particulares de Occidente que viven en Corinto. Y en esas Iglesias son muchísimos los cristianos corintios que, con sus conciudadanos paganos, dan también culto a Venus y a las riquezas, aunque sea en una forma más atenuada. 

Pero a diferencia de los corintios de San Pablo, estos cristianos corintios de hoy, apenas tienen conciencia muchas veces de su pecado, con el que quizá desde niños están ya connaturalizados. Y por eso permanecen en él, porque casi nunca les llega sobre este tema la luz de la Palabra divina, la única que podría sacarles de sus tinieblas miserables.

¿Y cómo apreciarán el valor del pudor y de la castidad si apenas lo conocen? ¿Y cómo lo conocerán y lo vivirán si no se les predica?... «El justo vive de la fe... Y la fe es por la predicación» (+Rm 1,17; 10,14-17).

¿Por qué hoy apenas se predica el pudor y la castidad?

Se diría que cuanto más abunda en una Iglesia un mal concreto, con más insistencia ha de ofrecerse allí la medicina adecuada, que en estos casos, como en todos, es la Palabra divina. ¿Cómo es posible, entonces, que estando tantas veces hoy el pueblo cristiano enfermo de lujuria casi nunca se le predique la castidad y el pudor?

La pregunta, en cierto modo, no está bien planteada. Es al revés. La falta de predicación del Evangelio de la castidad es la causa mayor de la abundancia de la lujuria y del impudor en el pueblo cristiano y en el mundo pagano. El apagamiento de la luz evangélica del pudor y de la castidad es la causa principal de que las tinieblas de la lujuria se hayan difundido tanto en los últimos cincuenta años, apoderándose de modas y costumbres, del cine y de la televisión, de internet, de la prensa y de los espectáculos, de las costumbres de jóvenes, novios y casados, de la publicidad comercial y de todo. Cuando un lugar se queda a oscuras, atribuímos esa oscuridad total o parcial a que total o parcialmente se ha apagado la luz. ¿No es ésa la causa principal de la oscuridad?

Pero volvamos a la pregunta inicial: ¿por qué hoy apenas se predica la verdad católica sobre el pudor y la castidad? Yo creo que las razones principales son las que siguen.

Porque se estima que es o era una doctrina falsa

Está claro: no se predica aquello en lo que no se cree. No sería honrado. En ciertas Iglesias locales, en efecto, son muchos los pastores y predicadores que silencian la doctrina católica sobre la castidad y el pudor porque se avergüenzan de ella, porque creen que es o era errónea. Estiman que es en nuestro tiempo cuando hemos dado con la verdad en estos temas, mientras que nuestros hermanos cristianos antepasados -Clemente, Cipriano, Atanasio, Francisco, Pablo de la Cruz, Antonio María Claret, etc.-, no tan antiguos o incluso actuales -Tanquerey, Royo Marín, Juan Pablo II, etc.- estaban o están afectados por una visión morbosa del cuerpo, y en general de todo lo humano, mundano y terreno.

Los que así piensan andan errados.           

Por temor a la cruz

No se predica la castidad y el pudor porque se teme que tal predicación traiga persecución y cruz. En este supuesto, el predicador -crea o no crea en la verdad del pudor cristiano-, calla sobre el tema porque tiene miedo a la cruz que pueda sobrevenir a causa de su predicación.

La predicación del Evangelio del pudor hoy, estando el impudor tan arraigado en el mundo y en buena parte del pueblo cristiano, no puede hacerse sin que traiga, sin duda, no pequeñas cruces. Estas cruces caerán en primer lugar sobre el predicador; pero también, y grandes, sobre los cristianos que quieran vivir ese Evangelio fielmente. Si los cristianos reciben ese Evangelio tendrán muchas veces que entrar en confrontación con las costumbres del mundo, o habrán de marginarse de ellas en mayor o menor medida. Y todo esto puede ser a veces sumamente penoso.

Por miedo a desprestigiar a la Iglesia

La razón que acabamos de señalar, el miedo a la cruz, puede tener una versión menos tosca, pero en cierto modo aún peor. Se silencia el Evangelio del pudor, aun en el supuesto de que se crea en él, para evitar que por su causa la Iglesia sea más despreciada o perseguida por el mundo de nuestro tiempo: «no ocasionemos la aversión a la Iglesia por una causa moral que, después de todo, tiene una importancia secundaria».

Hoy son muchos los que, avergonzándose abiertamente de las enseñanzas bíblicas y tradicionales acerca del pudor -tan humildes, tan realistas, tan verdaderas-, no solamente las silencian, sino que con un celo propio de conversos, se empeñan incluso en combatirlas y hacerlas olvidar, con la «sana» intención de liberar a la Iglesia de un pasado doctrinal tan lamentable, que la desprestigia y que colabora a hacerla  increíble al hombre actual.

El planteamiento será quizá bienintencionado, pero es falso. Si Juan Bautista, si Jesucristo, si Esteban, si los Apóstoles hubieran seguido esa lógica funesta -ante todo y sobre todo, evitar a la Iglesia la persecución del mundo-, ni siquiera hubiera llegado a nacer la Iglesia.

En efecto, si se hubiera aplicado la lógica de esos pensamientos, no habría sido plantado en el mundo el árbol de la Cruz, y ciertamente no habría sido regado con la sangre de Cristo y de todos sus discípulos mártires, ni hubiera dado frutos maravillosos de salvación para todos los pueblos. Avergonzarse de la cruz de Cristo es algo diabólico. Es lo que probablemente motivó la traición de Judas.

También Simón Pedro se avergüenza en un principio de la cruz del Maestro, pero se arrepiente luego. La primera vez que Jesús anuncia a los discípulos que va a «ser reprobado» por todos y que incluso va a ser «entregado a la muerte», «Pedro, asiéndole, comenzó a increparle: “¡no quiera Dios, Señor, que esto suceda!”. Pero él, volviéndose, dijo a Pedro: “¡apártate de mí vista, Satanás! Eres para mí un obstáculo, porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres». Y seguidamente «dijo Jesús a sus discípulos: el que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Porque el que quiera salvar su vida, la perderá; y el que pierda su vida a causa de mí, la salvará» (Mt 16,21-25; +Mc 8,31-35; Lc 9,22-24; Jn 12,24-25).

Por otras varias razones falsas

Otros razonamientos y cálculos, relacionados con los ya señalados, y también falsos, explican igualmente el silenciamiento del Evangelio del pudor.

-«Estando los hombres tan alejados del Evangelio, prediquémosles las virtudes fundamentales, las más urgentes, y no estas otras, como el pudor, que son mucho menos importantes».

Es cierto que la predicación de las grandes verdades de la fe -la Trinidad, Cristo, el Cuerpo místico, la inhabitación del Espíritu Santo, el bautismo, la esperanza de la vida eterna, etc.-, han de llevar la primacía en la evangelización. Sin ella, las consecuencias morales, entre ellas el pudor, no son inteligibles ni viables. Pero estas consecuencias morales deben ser predicadas también, como lo hace el Apóstol.

Su carta a los Romanos puede servirnos de ejemplo en esto: él denuncia breve y contundentemente el mal del mundo, también y con insistencia la lujuria (1-2), y pasa a anunciar ampliamente la salvación por la gracia de Cristo (3-16).

Es cierto, sí, que, entre todas las virtudes morales, la virtud de la templanza, a la que pertenecen la castidad y el pudor, es la menos alta: es el primer peldaño en la escala de la perfección espiritual. Pero si los fieles cristianos, careciendo de la necesaria ayuda de la Palabra divina, no son capaces de superar ese primer peldaño, se ven impedidos ya desde el principio para ir más arriba en su ascensión espiritual.

Por eso mismo, pues, porque pudor y castidad están entre las virtudes más elementales, por eso es preciso predicarlas con fuerza a los cristianos, sobre todo a los principiantes, que son todavía carnales (1Cor 3,1-3). Y así lo hacía el Apóstol. Solamente así superarán con la gracia de Dios el culto al cuerpo, y quedarán abiertos y dispuestos a gracias mucho más altas.

Sin salir de Egipto, no hay modo de entrar en el desierto, y menos de llegar a la Tierra prometida. Egipto es el mundo, y «todo lo que hay en el mundo», codicia de los ojos, arrogancia orgullosa, avidez de dinero, eso no viene de Dios, sino del mundo (+1Jn 2,16). Pues bien, el impudor es ante Dios atrevimiento morboso de la carne y de los ojos, y sin matarlo, no es posible ir adelante hacia la plena unión de amor con Él.

-«Guardemos hoy silencio sobre el pudor y la castidad, pues demasiado se habló ayer de esas virtudes».

También va errado este argumento. Mal remedio ante el exceso es la carencia. Si malo es predicar con exceso acerca del pudor, peor todavía es no predicarlo a los hombres, ya que sin esa luz no pueden librarse de las tinieblas de la fornicación.

Por otra parte, no hay que conceder tan fácilmente que en la historia de la Iglesia la predicación tradicional sobre la castidad -la de San Pablo, la de los Padres, la de los predicadores modernos- fue excesiva. Lo habrá sido en ciertas personas o épocas muy determinadas, y tal exceso se habrá dado como en tantos otros temas. Pero ni esto desautoriza en su conjunto la predicación tradicional cristiana sobre la castidad y el pudor, ni menos aún justifica hoy el silenciamiento de esos valores evangélicos.

En todo caso, más fácil es admitir que en los últimos siglos la castidad y el pudor con relativa frecuencia se han predicado mal -con poca luz de fe y a veces con motivaciones precarias- que en exceso. Pues bien, el remedio está en predicar bien esos valores evangélicos, y no en silenciarlos.

Quienes hoy incurren en impudor, como ignoran el pudor, no tienen culpa. No es, por tanto, tan urgente predicarles el pudor». Respondo por dos vías.

-En primer lugar: la verdad del pudor puede ser conocida no solo por la revelación sobrenatural, sino por la misma luz natural de la conciencia humana. Y además, al menos en Occidente -no digo en una tribu salvaje- la luz cristiana del pudor, aunque muy atenuada, luce normalmente lo suficiente como para que a ella puedan acercarse los que quieren vivir en la luz de la verdad, es decir, aquellas personas que se relacionan con Dios por la oración, que están atentas a la Revelación divina, que se dejan enseñar por el ejemplo de los santos, y en fin, que no buscan hacer la voluntad propia sino la de Dios.

No olvidemos aquella enseñanza de Jesús: «todo el que obra el mal, odia la luz, y no viene a la luz, para que sus obras no se vean denunciadas. Pero el que obra la verdad, viene a la luz, para que se manifieste que sus obras están hechas en Dios» (Jn 3,20-21).

Al menos entre los cristianos, por mucho que vivan en Corinto, no es tan fácil exonerar de toda culpa el impudor, tan claramente opuesto a la Voluntad divina, y causa tan patente de otros pecados de pensamiento o de obra, palabra o deseo.

-Pero en segundo lugar, téngase en cuenta que el Maligno, en el asunto del pudor o en cualquier otro, no se apodera plenamente del hombre hasta que domina por el error su entendimiento. El Enemigo es el Padre de la Mentira (Jn 8,44), y no domina del todo sobre el hombre cuando se apodera solo de su voluntad o de sus pasiones, sino únicamente cuando se posesiona también de su entendimiento, haciéndole ver lo malo como bueno y lo bueno como malo. Entonces es cuando la persona queda plenamente sujeta al influjo del Maligno.

Por el contrario, mientras la mente guarda el conocimiento de la verdad moral, siempre es posible la conversión. La perdición total de la persona se produce cuando no solo su voluntad está adherida al mal, sino cuando su entendimiento es adicto a la mentira. En este sentido, cuando los cristianos aceptan el impudor no sólamente con su voluntad, sino incluso con su juicio moral, pues aceptan el criterio mundano, pueden tener en su responsabilidad, según los casos, un atenuante, pero también un agravante.

El Partido comunista del siglo pasado, en muchos países, piensa sinceramente que colabora al bien común de la humanidad eliminando de ella millones y millones de seres humanos que estiman nocivos. El jefe de una tribu, reuniendo para sí una o dos docenas de mujeres, puede pensar que lo que hace viene exigido por su dignidad real. Un cristiano, de modo semejante, puede pensar que el impudor nada tiene de malo, y que la desnudez es conforme a la voluntad de Dios, Creador y Salvador de los hombres.

Pues bien, comunistas, polígamos o cristianos impúdicos, todos ellos han de ser salvados urgentemente de sus errores y pecados, en primer lugar, ante todo y sobre todo, por la predicación de la verdad evangélica.

Por eso Cristo manda a «predicar el Evangelio a toda criatura» (Mc 16,15), y pide al Padre «santifícalos en la verdad» (Jn 17,17). Porque sabe bien que solamente «la verdad nos hace libres» del error, del Maligno y del pecado (8,32). Eso hace exclamar al Apóstol: «¡ay de mí si no evangelizara!» (1Cor 9,16). Y ay de nosotros si silenciáramos el Evangelio del pudor.

-«Dejémosles en su ignorancia del pudor, y no les creemos problemas de conciencia»

Es curioso. No se piensa así cuando se trata de la injusticia social y de otras muchas miserias morales. Se desea entonces sacar de ellas cuanto antes a los hombres, y en primer lugar por la evangelización, es decir, por la iluminación de sus mentes y conciencias, haciéndoles conocer que lo que están haciendo u omitiendo es un crimen. ¿Por qué, en cambio, en lo referente al pudor y a la castidad se ha de dejar a los paganos, e incluso a los mismos cristianos, en la ignorancia?

Parece olvidarse que en todo pecado hay un componente decisivo de error, de engaño, de mentira. En este sentido dice Santo Tomás: error habet rationem peccati (De malo q.3, 7c). Sin un error previo del entendimiento, que, presionado por el mal deseo, acepta ver lo malo como bueno, es psicológicamente imposible el pecado, el acto culpable de la voluntad. No es posible que el hombre peque, no es posible que su voluntad se lance a la posesión indebida de un objeto o persevere culpablemente en esa posesión, si su entendimiento no le presenta esto como un bien. 

Por otra parte -y  por cierto, la más importante- en todo pecado hay un engaño del Padre de la Mentira (Jn 8,43-47). Engaño del Maligno fue el primer pecado de los hombres (Gén 3), y ésa misma sigue siendo la causa principal de todo pecado. Luz, hace falta luz, luz clara de verdad para salir del pecado.

Pecados materiales y pecados formales

La objeción anterior, aconsejando «dejar a las personas en la ignorancia, para no gravar sus conciencias», ha de considerarse también a la luz de una distinción clásica que siempre ha hecho la moral católica, usando una u otra terminología. En efecto, la moral cristiana siempre ha distinguido entre pecados formales, que proceden de conocimiento y consentimiento plenos, y pecados solamente materiales, en los que se peca sin conocimiento o libertad suficientes. Pero siempre ha enseñado también dos cosas:

1ª, que los pecados materiales, con frecuencia,  proceden de pecados formales y a ellos suelen conducir; y

2ª, que los pecados materiales, por muy irresponsables que sean, causan terribles daños reales. A los cien millones de asesinados por el comunismo en el siglo XX les da lo mismo que el pecado de los comunistas fuera material o formal: de uno u otro modo, ellos están muertos a causa del comunismo. A los que se mueren de hambre les da también más o menos lo mismo que los responsables de su muerte hayan cometido pecados formales o solamente materiales. Igualmente, en una u otra alternativa, la poligamia degrada y envilece a las mujeres que la padecen, y a los hombres que la practican.

Pues bien, también el impudor, sea o no pecado formal, causa de hecho gravísimos males en el impúdico y en la sociedad: vanidad, dureza de corazón, egoísmo, embarazos de adolescentes, relaciones prematrimoniales, masturbaciones, adulterios, divorcios, malos deseos, dificultad apenas superable para la oración, disgusto de Dios y de las cosas de Dios, alejamiento de los sacramentos, mentiras, escasez de vocaciones sacerdotales y religiosas, etc. Sencillamente, cualquier mal que se haga crónico en la persona causa en ella grandes otros males.

El Evangelio del pudor

Sí, es preciso predicar el Evangelio de la castidad y del pudor, y educar en este espíritu a todos los fieles (+Catecismo 2524). De este modo, como en los primeros siglos de la Iglesia, la belleza martirial del pudor y de la castidad será hoy para el mundo uno de los testimonios más eficaces en favor de Cristo, el Adán nuevo, el formador poderoso de una nueva humanidad.

Sí, hoy gran parte del pueblo cristiano ha de vivir en Babilonia, la ciudad mundana llena de pecado, tal como la contempla San Juan:

«la Gran Prostituta, que está sentada al borde del océano. Los reyes de la tierra han fornicado con ella y los habitantes del mundo se han emborrachado con el vino de su fornicación... La mujer va vestida de púrpura y escarlata, y enjoyada con oro, pedrería y perlas. Tiene en la mano una copa de oro llena hasta el borde de las abominaciones y de las inmundicias de su fornicación. Y en la frente lleva escrito un nombre misterioso: “la gran Babilonia, madre de las rameras y de las fornicaciones de la tierra”. Y vi que la mujer estaba borracha de la sangre de los mártires de Jesús» (Apoc 17,1-6).

Sí, hoy gran parte del pueblo cristiano vive habitualmente en Babilonia, o si se prefiere en Corinto, ciudad presidida por el magnífico templo dedicado a Venus. Y por eso mismo, para que el pueblo fiel no se pierda, ha de ser iluminado y fortalecido constantemente por la Palabra divina, la única que transmite al Espíritu Santo, que es a un tiempo luz de conocimiento verdadero y fuego de vida y de libertad:

«Habéis de ser irreprochables y puros, hijos de Dios sin mancha, en medio de esta generación extraviada y perversa, dentro de la cual vosotros aparecéis como antorchas en el mundo, llevando en alto la Palabra de vida» (Flp 2,15-16).

6. ¿Qué he de hacer, Señor?

Arrepentíos y creed en el Evangelio

La Palabra divina, cuando es recibida sinceramente, suscita en el hombre una voluntad incondicional de vivir a su luz. Pero, a veces, esa Palabra no concreta del todo los modos y maneras para vivir así. Por eso, después de las llamadas del Bautista a la conversión, el pueblo le pregunta: «¿qué tenemos que hacer, entonces?» (Lc 3,10). O Saulo, recién converso, le dice a Jesús: «¿qué he de hacer, Señor?» (Hch 22,10).

En el tema que nos ocupa, lo primero que se ha de hacer, sin duda, es creer: creer en el Evangelio del pudor. Los judios, en una ocasión, le preguntan a Jesús: «¿qué haremos para realizar las obras de Dios?». Y el Señor les contesta que lo primero que tienen que hacer es creer: «la obra de Dios es que creáis en aquel que Él ha enviado» (Jn 6,28-29). Sí, lo primero de todo es creer. Por ahí comenzó la predicación del Bautista: «arrepentíos y creed en el Evangelio» (Mc 1,15).

Criterios operativos de discernimiento

En segundo lugar, a la luz nueva de esa fe en que se ha creído, hay que revisar en concreto los diversos aspectos de la vida personal, también, claro está, en lo referente al pudor.

Y aquí no es posible, por supuesto, desde fuera, dar fórmulas concretas que permitan lograr discernimientos precisos en cuestiones relativas al pudor, con frecuencia muy complejas, y en las que hay que tener en cuenta una gran variedad de circunstancias. Pero sí se pueden dar, y con toda seguridad, aquellos criterios bíblicos y tradicionales que, con la oración de súplica y la gracia de Dios, podrán llevar a cualquier cristiano de buena voluntad a discernimientos verdaderos, ciertamente fieles al Espíritu Santo.

A quienes pidan, pues, criterios prácticos de discernimiento en las diversas cuestiones del pudor -modas, palabras y gestos, vestidos y costumbres, playas y piscinas, espectáculos y publicaciones- conviene decirles:

-Enteráos de que sois miembros de Cristo y de que no debéis someter a Cristo a costumbres y lugares, gestos y modas, que de ninguna manera son dignos de Él. Sabed igualmente que sois templos de la santísima Trinidad, y así como dentro de una iglesia no se os ocurriría cometer ciertas ligerezas, disculpables en un ambiente más profano, vosotros, conscientes de vuestra dignidad de templos consagrados, debéis guardar vuestros cuerpos en un gran pudor, digno de Jesús, de María, de José y de todos los santos.

-Aceptad en la fe que la desnudez, y aquello que, ciñendo o descubriendo el cuerpo, se aproxima a ella, ofende a Dios, es contrario a su voluntad, es pecado; material o formal, pero pecado. Sería imposible aquí tratar de señalar qué gestos, modos y modas ofenden el pudor cristiano. Sería vano derivar el tema a una «cuestión de centímetros», ni existe un metro o peso que mida la impudicia de un lugar, de un espectáculo o de un escrito. De acuerdo. Pero reconoced la verdad de ese principio -«creed en el Evangelio»- y atenéos a él. Si no aceptárais esa verdad, si os avergonzárais de una tradición católica de veinte siglos, eso significaría que preferís los criterios del mundo. Y ciertamente entonces, con toda seguridad, erraréis en vuestros discernimientos.

-Enteráos también de que, siendo cristianos, estáis destinados a la cruz, y que si no tomáis la cruz en vuestra vida diaria, también en las cosas referentes al pudor, no podréis seguir a Cristo. No acabarías de conocer la verdad de la vida cristiana, si no llegárais a descubrir su íntima dimensión penitencial. A una vida penitente estamos llamados todos, no solo los religiosos, también los laicos. .

Y en este sentido, convencéos de que el pudor, tal como está el mundo, tal como está incluso la costumbre de muchas familias cristianas, no puede hoy vivirse perfectamente sin una cruz que a veces puede ser bastante pesada; otras no tanto. En otras palabras: el que hoy no sufre cruz alguna a causa del pudor es que en esa cuestión no sigue a Cristo. No os engañéis, pues, pensando que podéis eludir la cruz con buena conciencia. Trataréis quizá de justificaros para ello con muchas razones, pero serán todas falsas.

Decidíos, pues, a llevar la cruz del pudor, que, como toda cruz, es fuente de resurrección y de gozo. Recordad siempre que a más cruz, más resurrección. A más penitencia, más alegría. No falla.

-Acabad de enteráos de que no sois del mundo, pues tampoco Cristo es del mundo (Jn 15,19; 17,14.16), y que de ningún modo habéis de sentiros «obligados» a los usos mundanos, cuando éstos se muestren inconciliables con el Espíritu que procede del Padre y del Hijo. Por tanto, ni en asuntos de pudor ni en ninguna otra cuestión, por muy laicos y seglares (seculares) que seáis, «no os configuréis a este siglo, sino, por el contrario, transformáos por la renovación de vuestra mente [a la luz del Evangelio y de la tradición de los santos], de modo que podáis discernir cuál es la voluntad de Dios: lo que es bueno, lo que le agrada, lo perfecto» (Rm 12,2).

El concilio Vaticano II dice que los laicos cristianos han de «tener presente que en cualquier asunto temporal deben guiarse por la conciencia cristiana» (GS 8b), y no por la inclinación de la carne, ni tampoco por la costumbre del mundo.

-Leed vidas de santos, y eso os ayudará a modelar vuestras vidas con una gran libertad respecto al mundo y con una ilimitada docilidad al Espíritu Santo. No haréis en muchos asuntos «las mismas cosas concretas» que ellos hicieron, pero sí obraréis según «su mismo espíritu», es decir, según el Espíritu Santo.

-Siendo seglares, recordad en las cuestiones del pudor el ejemplo de vuestros hermanos religiosos. Ellos son gente que vive una «vida consagrada», sí, pero vosotros también estáis vivís una «vida consagrada» a la Trinidad divina desde el bautismo. Ellos pretenden alcanzar la santidad, pero vosotros también. Ellos ponen los medios adecuados para tan alto fin, pero vosotros también habéis de ponerlos: serán los vuestros «otros medios», pero han de estar igualmente ordenados a ese «mismo fin», la santidad. Por tanto, aplicando todo esto a las cuestiones concretas del pudor, sea vuestro pudor total, como el de los religiosos, y tome formas no iguales, pero sí homogéneas con las que ellos eligen para sí, contrastando con el mundo todo lo que en cada circunstancia sea preciso.

-Tened en cuenta que estáis enviados a evangelizar el mundo, y que no debéis pretender solamente «libraros del mal» mundano o «no escandalizar». Mucho más alto es el fin de vuestra vocación. Mucho más atrevido y libre ha de ser vuestro intento, partiendo siempre de la originialidad infinita del Espíritu Santo. Tenéis, pues, que ser dentro del mundo luz que ilumina situaciones tenebrosas, y sal que preserva a la masa de la corrupción (Mt 5,13-14).

-Recordad las enseñanzas de Cristo sobre el escándalo. Y no penséis que por el hecho de que a veces vuestras conductas sean menos indecentes que las de otros, siendo éstos mayoría, ya por eso son decentes. Pueden seguir siendo ocasión de escándalo, aunque sea menor, y por eso pueden seguir pesando sobre ellas las terribles palabras del Señor: «¡ay de aquel por quien viniere el escándalo!» (Mt 18,7).

Pues bien, si seguís el conjunto de estos criterios con fidelidad y valentía, ciertamente que en todas las cuestiones del pudor, por obra del Espíritu Santo, acertaréis con discernimientos verdaderos y santos. La Inmaculada, la Llena-de-gracia os ayudará.

Final

Ya terminamos. Y es momento de que os diga yo con el Apóstol: «ojalá soportéis un poco de locura por mi parte. De hecho, ya me soportáis. Es que estoy yo celoso de vosotros con el celo de Dios, porque os he unido al único Esposo, Cristo, y a él quiero presentaros como una casta virgen» (2Cor 11,1-2).

Todos, laicos, sacerdotes y religiosos, hacemos nuestra aquella oración litúrgica:

«Oh Dios, que muestras la luz de tu verdad a los que andan extraviados para que puedan volver al buen camino, concede a todos los cristianos rechazar lo que es indigno de este nombre, y cumplir cuanto en él se significa» (III lunes Pascua).

Finalmente, a todos nos dice el Señor: «el que tenga oídos, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias» (Apoc 2,29). «No todos entienden esto, sino aquellos a quienes ha sido dado... El que pueda entender, que entienda» (Mt 19,11-12).

Bibliografía citada

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