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 Antoni Carol i Hostench  08/11/2001

Hay quien dice que «a una persona se la conoce por su muerte». Si es verdad - tal como lo afirma el Concilio Vaticano II - que la muerte es la cumbre del enigma de la vida humana, vivir la vida sin considerar el horizonte de la muerte y del más allá, está claro, que es manifestación de una mirada corta y de una mentalidad superficial. No serían pocos los llamamientos del Cristo con vistas a perseverar en una actitud de alerta. Más todavía: es ejercicio de cada uno intentar reproducir en su imaginación la escena del momento de la muerte del propio Cristo. El hecho, sin embargo, es que quienes lo vieron no quedaron indiferentes: «Al ver el centurión lo que había pasado, glorificaba Dios diciendo: Verdaderamente este hombre era justo'. Y toda la gente que había asistido a ese espectáculo, al ver lo que había pasado, se volvían dándose golpes en el pecho‘ » (Lc 23, 47-48).

Por su muerte a una persona se le conoce el resto de la vida vivida. Hay quien pone su vida terrenal en función de la futura y definitiva vida eterna, y eso se nota en el momento de la muerte. Éste sería, quizás, el factor que marca más profundamente y modela más bellamente nuestra vida. No hay duda de que la actitud ante el matrimonio, la familia, la natalidad, la sexualidad, etc. está decisivamente condicionada por las cuestiones que comentamos. Con palabras del Catecismo de la Iglesia Católica, «las dos preguntas, la del origen y la del fin son inseparables. Son también decisivas por el sentido y la orientación de nuestra vida y del nuestro obrar» (n. 282).

En este sentido es muy bella la visión de la vida presente como uno noviazgo: un tiempo - lleno de ilusión - de preparación para la vida del más allá. Otro autor espiritual afirmaba que, «para nosotros [los cristianos], morir, es ir a las bodas». Por contra, uno deduce que la vida presente tiene, en un cierto sentido, un carácter nupcial. El hombre histórico no puede quedar indiferente ante esta perspectiva.

Aun haciendo derivar esta cuestión hacia el terreno del amor matrimonial, podríamos decir que el amor de los esposos ciertamente no se acaba en esta vida, sino que tiene un destino también eterno. Es precisamente en la eternidad donde podremos amarnos sin los tropiezos y sin las amenazas de esta vida (libertad defectible, entornos con un ambiente poco adecuado para el amor, etc.). Con la muerte se rompe el vínculo jurídico del matrimonio (ya no es necesario), sin embargo el amor tiene que seguir vigente.

Adoptar una perspectiva nupcial de la vida significa que uno vive más de proyectos que de recuerdos. El espíritu enamorado, el espíritu que sigue joven, no olvida los recuerdos, sin embargo vive fundamentalmente de proyectos, vive la alegría propia de quien trabaja en el presente para alcanzar las ilusiones del futuro. El noviazgo se nos aparece como un tiempo de proyectos y de ilusiones, un tiempo de jubilosa preparación por aquello que tiene que convertirse en la plenitud (las bodas). No es el noviazgo un tiempo de entretenimiento (no sirve para eso o una simple situación provisional, llamada a desaparecer sin más, sino que es un tiempo de preparación y preparación ya es donación) destinada a tener una continuidad dentro de la plenitud. Por el hecho real de que podemos amar, y de que el amor reclama eternidad, al hombre le conviene enfocar la vida misma con esta estimulante orientación de futuro, propia de la etapa nupcial que precede a la boda.

Y de la misma manera que el noviazgo no es mera situación provisional, destinada a diluirse, tampoco lo es la vida en el tiempo. Si el noviazgo es preparación para la boda, el tiempo de esta vida puede convertirse en preparación de la eternidad. De ahí la propuesta del Papa de santificar el tiempo: «En el cristianismo el tiempo tiene una importancia fundamental» (Tertio Millennio Adveniente n. 10). Hay, que, por lo tanto, otorgar a cada segundo de nuestro tiempo un sentido de eternidad, ya que tal como vivamos este tiempo, así resultará ser nuestra eternidad. Entre el tiempo y la eternidad (cómo también pasa con el noviazgo y las bodas), si bien hay una discontinuidad, también hay una fundamental continuidad.