PENSAMIENTO Y ACCIÓN

 Antoni Carol i Hostench 19/09/2002
e-cristians.net

 

El hombre ha recibido la creación como un don procedente del Creador. Por tanto, el respeto ecológico es una cuestión, en primer lugar, de exigencia moral. Juan Pablo II ha afirmado que todo hombre es ''sacerdote de la creación'': debe acogerla con agradecimiento y tiene que devolverla como una ofrenda al Creador. Además, también se trata de un tema de sostenibilidad de la vida humana en la Tierra: ''Dios perdona siempre; el hombre, a veces; la naturaleza no perdona nunca''.

La ecología es de aquellas cosas de las que antes nadie hablaba y ahora mismo es un tema de gran actualidad. No es para menos: en ello nos va la supervivencia (o, como uno suele oír hoy en día, es una cuestión de sostenibilidad de nuestro mundo). A pesar de que todo el mundo hable de ello, hemos de comenzar afirmando que la actitud y el respeto ecologistas responden a una exigencia básicamente de orden moral y religioso: tenemos el deber moral de conservar y cultivar aquello que nos ha sido confiado desde las manos del Creador. Por lo tanto, los creyentes -particularmente los cristianos- hemos de ser los primeros ecologistas del mundo.

El propio Creador, antes de traer al hombre a la existencia, se tomó un tiempo largo para preparar en la Tierra un entorno suficientemente ecológico como para que fuera habitable por nosotros. Eso se narra en el libro del Génesis. El hombre del Génesis aparece casi al final: en el sexto día. Y es, justamente, en el relato de aquella maravillosa mañana de la creación cuando la Palabra divina experimenta un cambio en su manera de expresarse. En palabras de Juan Pablo II, ''el Creador parece detenerse antes de llamarlo [al hombre] a la existencia, como si volviese a entrar en sí mismo para tomar una decisión'' (Audiencia General 12.IX.79, 3).

Así, al crear al hombre, Dios exclamó: ''Hagamos al hombre a nuestra imagen, según nuestra semejanza'' (Gn 1, 26). Notemos un hecho relevante: cuando se trata de la llegada del hombre, Dios -¡por primera vez!- ''habla'' en primera persona y en plural. Nunca lo había hecho antes. En efecto, hasta entonces el ''lenguaje'' de Dios había usado expresiones como las siguientes: ''Haya luz'' (Gn 1, 3); ''Haya un firmamento en medio de las aguas que separe unas aguas de las otras'' (Gn 1, 6); ''Haya lumbreras en el firmamento del cielo'' (Gn 1, 14), etc. Es decir, hasta aquel momento había hablado con un tono imperativo e impersonal, como si todo aquello que estaba haciendo prácticamente no le afectara. De repente, -refiriéndose al hombre y a la mujer- habla en primera persona del plural, como para dar a entender que se ''co-implica'' personalmente en lo que está creando, lo cual es tanto como decir que Dios se ''complica'' la vida, es decir, ¡Dios se la juega!

Llegados a este punto, vale la pena referirnos a una idea que Juan Pablo II ha contribuido a difundir: ''El hombre es sacerdote de toda la Creación, habla en nombre de ella'' (Cruzando el umbral de la esperanza, Plaza & Janés, Barcelona 1994, p. 389). Realmente, a primera vista, puede resultar extraña esta afirmación; por lo menos, no nos resulta familiar, ya que con sacerdote identificamos inmediatamente la imagen del cura o del presbítero, y en este caso se aplica el término ''sacerdote'' a todo hombre. La idea, sin embargo, es bonita y fecunda.

¿Qué significa ser ''sacerdote''?; ¿quién es el sacerdote? Aquél que hace de mediador entre Dios y los hombres. Juan Pablo II nos dice que todo hombre, por la voluntad de Dios, es mediador entre Él y la creación. El hombre, cada mujer y cada varón, es constituido en administrador de la creación, de manera que -con agradecimiento- tiene que reconocer la creación como un don venido de la divinidad, lo ha de perfeccionar y finalmente, realizando el correspondiente ofrecimiento de las obras, tiene que devolverlo a Dios.

Tanto es así, que Dios espera que el hombre hable en nombre de la creación. Toda criatura, toda cosa existente, ''habla'' del Creador y da gloria al Señor, es decir, toda cosa creada -a su manera- contribuye a reflejar la perfección y la belleza divinas. Todo existente y todo viviente ''habla'' de Dios siguiendo ciegamente las inclinaciones de su naturaleza. El hombre, en cambio, está destinado no solamente a ''hablar'' de Dios de una manera más profunda y a la vez más elevada, sino que sobre todo puede y debe hablar a Dios: ''Es preciso que el hombre dé honor al Creador ofreciendo, en una acción de gracias y de alabanza, todo lo que de Él ha recibido. El hombre no puede perder el sentido de esta deuda, que solamente él, entre todas las otras realidades terrestres, puede reconocer y saldar como criatura hecha a imagen y semejanza de Dios'' (Juan Pablo II, Don y Misterio, BAC, Madrid 1996, p. 91).

El hombre sí que puede hablar de verdad: con inteligencia y voluntariedad. Sí, con libertad, que por eso se dice que es un animal débil en instintos. Aquí reside el aspecto que radicalmente diferencia al hombre del resto de los existentes: el hombre ha de ser moralmente un ecologista. Pero, a la vez, puede degenerar en el menos ecologista de los vivientes en la Tierra. De hecho, puede no querer hablarle a su propio Creador e, incluso, puede ir en contra de su propia naturaleza. Había afirmado Ortega y Gasset que, mientras el tigre no puede ''destigrarse'', el hombre sí puede deshumanizarse. Dramática posibilidad ésta, ya que, si bien es cierto que ''Dios perdona siempre y el hombre, a veces'', al mismo tiempo, la realidad muestra que ''la naturaleza no perdona nunca''. Ya lo hemos dicho: es una cuestión moral y, además, es una cuestión de sostenibilidad de la vida humana.

Esta simple observación -que el hombre puede y debe ''hablar de Dios'' de manera distinta de los otros seres y que puede y debe hablar a Dios- lo sitúa en un status muy singular, en una situación -diríamos- de privilegio. La Sagrada Escritura así lo refiere en uno de sus salmos: ''Cuando veo los cielos, obra de tus dedos, la luna y las estrellas, que Tú pusiste, me digo: ¿Qué es el hombre, para que de él te acuerdes (...)? Lo has hecho poco menor que los ángeles, le has coronado de gloria y honor. Le das el mando sobre las obras de tus manos. Todo lo has puesto bajo sus pies'' (Salmo 8, 4-7).

Y es que, digámoslo nuevamente, él ha sido creado en vista a llegar a ser hijo de Dios. Lo cual marca un estilo de amor: un amor respetuoso de la creación que le ha sido legada. En definitiva, un ''amor ecologista''.