PENSAMIENTO Y ACCIÓN
Descubrir el valor de cada cosa para dar valor a aquello que lo tiene
 Emili Boronat, profesor del Centro Universitario Abat Oliba CEU24/01/2002

Es corriente en los ambientes educativos oír hablar con preocupación de la falta de valores entre las nuevas generaciones, de la necesidad de transmitir valores a los jóvenes, de impartir una educación en los valores. Padres, maestros, teóricos de la educación y políticos, católicos o no, nos urgen en tal sentido.

Vistas las cosas desde una cierta perspectiva se puede tener la sensación de que algo parecido a lo que sigue debe estar sucediendo: que una generación adulta percibe en las filas de la generación que le sigue que las cosas normalmente no van bien. Que los criterios por los que los jóvenes se mueven crean condiciones que van a hacer la vida más difícil en un futuro próximo: egoísmo, individualismo, competencia desleal, marginación, falta de solidaridad, desgana vital, soledad, abandono de ancianos, ruptura de la vida familiar... Habría que impedirlo. Al mismo tiempo, también da la impresión que en un mundo tan cambiante, tan rápido en transformaciones que alteran nuestra vida, conviene fijar aquel código de conducta que pueda ser aceptado por la mayoría y que sirva para la mayor parte de nuevas situaciones posibles, aún imprevistas. En definitiva: algo habrá que transmitir a las nuevas generaciones que la experiencia nos haya mostrado como válido; pero también tendremos que convenir algo nuevo y adaptado a las nuevas exigencias, para poder progresar sin renunciar a lo verdaderamente útil y necesario de las normas que garantizan el buen funcionamiento de la sociedad.

Pocas cosas más allá de lo que acabamos de citar sucintamente aflora de los análisis que en boca de la mayoría se puede escuchar. Mantener lo bueno, adaptarlo a lo nuevo. Parece que de ese modo el antiguo aforismo de progresar conservando y conservar progresando, cobra sentido y validez social.

Pero a nuestro entender las actitudes personales y sociales que subyacen a esta postura son muchas veces manifestación del miedo: miedo a perder un conjunto de normas, valores, criterios, códigos, que han sido garantía, con todos sus defectos, de un cierto orden general de la vida, favorable aún, sobre todo si lo comparamos con lo que nos viene o presentimos lo que nos amenaza. Miedo, por otra parte, a que todo ese mundo nuevo, global, multiétnico, multicultural (¿o unicultural?), virtual, nos pille desprevenidos, sin nada que decir ante una realidad que nos desborda. Nos deje, por así decirlo, débiles, de ideas, sistemas y posiciones. Miedo, en fin, a perder lo poco bueno de nuestro pasado y de nuestro presente ante un futuro que nos desarma.

La posición común: ''hay que recuperar valores, hay que rearmarse moralmente''. Esta es la expresión oída varias veces en boca de algún político, sobre todo de las filas de la derecha, la de toda la vida, ¿cómo no? También lo afirma algún que otro advenedizo, tránsfuga ideológico de la izquierda tras el descalabro social causado precisamente por el progresismo cultural. ''Hay que transmitir los valores básicos''. O mejor, como propone el progresismo ¿por qué no crear nuevos valores y partir de éstos como nuevo sistema de principios básicos? Y ¿cuáles son los básicos? En época de escepticismo y relativismo, consensuemos. Y a la hora de transmitirlos, formulémoslos de modo tal que ninguna sensibilidad, religión, condición, opción o credo, se sienta discriminada. Resultado: una solución sin lógica interna, una amalgama sin alma, una propuesta sin atractivo. Eso sí, valores.

Creo que esa idea de determinar y consensuar valores responde a un espíritu conservacionista y falsamente progresista. Su causa, el miedo a perder sin ver qué se gana; el desconcierto ante la realidad en este futuro ya presente. Su consecuencia: ni se conserva ni se progresa. Y eso a pesar de dos fenómenos que parecen contradictorios con lo que acabamos de decir: el giro conservador de la sociedad, con la recuperación del valor de la familia, de ciertos códigos morales, de un retorno a lo religioso, y al mismo tiempo una fe firme en las ventajas que el progreso nos depara en el futuro.

En realidad, todos los esfuerzos que se puedan hacer en orden a lo que comúnmente se llama transmisión de valores, van a dar en nada si los presupuestos que impregnan la mentalidad educativa son el escepticismo, el relativismo y sus frutos de consumo en su versión actual: multiculturalismo, tolerancia, globalización, solidaridad, etc. Muchos educadores constatan el gran esfuerzo que realizan en la llamada educación en valores en comparación con los escasos frutos obtenidos: tutorías grupales, créditos de síntesis, temas transversales que van desde la educación viaria, la prevención de enfermedades de trasmisión sexual, el uso responsable de la capacidad reproductora, la antixenofobia, el machismo en educación, la educación para la salud y un largo etcétera de temas y créditos ensayados de mil maneras, con los métodos pedagógicos más avanzados, sobretodo si se trata de autonomías donde la innovación pedagógica y la experimentación de nuevos procedimientos han llegado a convertirse en bandera de identidad de su capacidad de gestión y de su indiscutible modernidad. A la vez, los tristes resultados estadísticamente descritos y silenciados por políticos y responsables culturales: aumento de los accidentes de tráfico entre los jóvenes, de embarazos no deseados entre adolescentes con sus consiguientes abortos, las manifestaciones violentas gratuitas contra inmigrantes, el deterioro de la salud por mala alimentación, abuso de tabaco, alcohol, drogas nuevas y dietas sin control. Y un síntoma aun peor: todo eso se produce sin pasión, sin ardor, sin resquemor ni espíritu rebelde, sin rechazo ni aprecio fervoroso por algo... sin ira, como dice la canción, eso sí, con libertad. Algo ha pasado para que un número creciente y ya alarmante de jóvenes crezcan sin ser ''ni fríos ni calientes, sino tibios'', sin odio para pecar rebelándose contra no se sabe qué Dios y qué mandamiento. Sin amor, en fin, para llegar hasta el final, sino con solo deseo hasta alcanzar el linde de su satisfacción pequeña e inmediata.

Nunca ''los valores'' han estado tan presentes en los medios, en los programas educativos, con textos y manuales, en los discursos de educadores, ... nunca tan ausentes en la vida. ¿Qué sucede? ¿En qué se ha fallado? ¿Qué se ha hecho mal?

Dos causas explican tal fenómeno: el relativismo y el voluntarismo. La educación no puede darse jamás en una atmósfera espiritual, moral, cultural, de relativismo o de escepticismo generalizado, a no ser que entendamos por educar domar ciudadanos para crear condiciones de orden, de modo que se pueda satisfacer determinadas expectativas políticas o económicas de poder. Por esa doma adquirimos hábitos de obediencia, orden y consumo; un determinado comportamiento social, moral, político y económico. Puro conductismo. Es lo propio del puritanismo y del utilitarismo. Busca conservar el orden para la satisfacción creciente de los intereses. En el fondo, una regulación represión-concesión de los deseos hedonistas siempre insaciables.

En una percepción relativista de la vida, lo que hay que hacer, lo que hay que transmitir, es tal o cual cosa, en el fondo, por su utilidad o beneficio. Hay que conseguir que se haga, que tal acción, tal posición, tal criterio, valga, sea valorada, sea valor: ante la diferencia, de raza o de opción sexual, integración; ante el desconcierto vital; tolerancia. He aquí, pues, la segunda raíz del mal: esos valores, que no justificamos racionalmente como verdad, pues nada es en definitiva verdad, no convencen, pero la voluntad afirma, la del poder que los crea, la de la mayoría que los refrenda y la personal, por la que el entendimiento y el sentido común se sobreponen a su natural desconfianza y al deseo natural de entender, de explicarse, de someter a crítica, de llevar a examen.

Del relativismo, entre muchas otras cosas, surge también el voluntarismo. Y la voluntad, crea valores y los transmite. Vence, somete, pero no convence. Mueve a hacer pero no satisface. Nuestros jóvenes -se dice- no creen en nada y, encima, no obedecen (de hecho ya no se les manda, para evitarnos el disgusto o constatar que ni en lo mínimo deseable, obedecen).

He aquí la clave para explicar tres fenómenos concatenados: el fracaso manifiesto de las nuevas formas de la educación cívico-social; el consiguiente aumento -mentes bienpensantes arcaizantes dicen- de los problemas de ''orden público''; finalmente, la tristeza, la desesperanza, la abulia espiritual, la acedia, el tedio, el vacío en el alma de los jóvenes, y, a caballo, también en la de muchos adultos embobados por la idea de que los jóvenes, por llegar después, en ese futuro mejor, son lo deseable para todos, el modelo a imitar.


Los valores, tal como se entienden, son un producto de la voluntad que transforma y adapta, que afirma y crea, que hace ser, pero no dice porqué.

Queremos insistir, bien que el voluntarismo nace del relativismo, en ese defecto por exceso de la voluntad y que supone un abandono de la razón. De hecho de este abandono nace el relativismo mismo. Pero vayamos a hablar de ese voluntarismo como defecto de la educación.

De hecho el voluntarismo nace como reacción a un defecto también grave, el intelectualismo. Este consiste en la consideración de la vida intelectual, del acto del conocimiento y de la vida moral, como separada de la realidad concreta y de la experiencia natural práctica del hombre. Es como si las ideas, los conceptos, la norma se generaran como algo propio y diferente de las cosas. El tipo de educación que deriva de ahí promueve la habilidad por el uso y manipulación de las ideas, las palabras y los objetos. Abusa de la memoria, pero no como preparación al entendimiento, sino como disposición a lo útil y lo práctico. Por eso el intelectualismo acaba manifestándose en la pedantería del uso de la realidad a través del lenguaje y de la imagen, creando situaciones narrativas figurativas, estéticas, absurdas, o sea, ''sordas'' a la realidad, a la naturaleza de las cosas. Generan mundos virtuales y alejan a los jóvenes de la realidad, de la comprensión del mundo y de su propia realidad personal. La deformación intelectualista se esconde lamentablemente bajo la apariencia deslumbrante de ''creatividad'', tan cacareada en la moderna pedagogía. Y ésta no es sino, por negar la realidad y pretender suplantarla en su condición dada por nuevas ideas, por un orden racional, original, mera imaginación. El intelectualismo acaba degenerándose en fascinación de lo imaginario, ensoñación de la razón.

La segunda forma moderna del intelectualismo es la especialización técnica y el culto tecnicista: manipulación de objetos para fines útiles, pero separadores o indiferentes al fin general y más elevado de la vida humana. El resultado: si en el primer caso es la creación de una realidad nueva en la que toda ley es posible y todo es igualmente verdadero; en el segundo es la realización práctica de tales proyectos de la mente, es decir, una ciencia sin límite y una técnica sin ética. En definitiva, un mundo de virtualidades posibles y de posibilidades sin más límite que la voluntad del poder.

Ante el sentimiento de pánico suscitado por un mundo espiritual y material tan amenazador, surge la reacción voluntarista. Aparentemente bien encaminada. Pretende, mediante el desarrollo del carácter, de la voluntad, en definitiva, mantener a raya las tentaciones de una inteligencia sin freno. Es hoy un tema de moda pedagógico. Digo de moda porque toda moda pretende sustituir lo anterior por considerarlo caduco y poco adecuado a las nuevas situaciones. Pero en realidad es un grave error juzgar de tendencia antigua en pedagogía el intelectualismo y de innovación moderna la reacción voluntarista bajo el epígrafe de educación en valores. Creo haber mostrado como muy actuales ciertas formas que sobredimensionan la inteligencia (la creatividad virtual y la especialización técnicas). De hecho el intelectualismo es un mal tan moderno como su antítesis voluntarista. Son el signo de identidad de la modernidad histórica, cultural, religiosa, etc., etc.

Haciendo una apretada simplificación el voluntarismo se expresa hoy de este modo: bien por la ciencia y los desarrollos técnicos, bien por los frutos de la creatividad literaria, artística, cinematográfica, televisiva, bien, cómo no, por la libertad de expresión, de opinión, ... pero con un cierto arbitraje ético, moral, deontológico o como se quiera llamar. Todo ese progreso, será bueno porque va por sí mismo y es imparable, pero pongamos límites a su expansión peligrosa a sus posibles efectos contrarios a ciertos intereses generales. Y como esos intereses varían y se consensúan, ¿dónde está el límite? Por esta vía como vemos, se llega a considerar todo límite como relativo, arbitrario o, como se solía decir, represor. ¿Qué va después? Eliminémoslo en nombre de la libertad o aceptémoslo por una cuestión de interés o de orden público. Muy mezquino, muy poco motivador un valor cuyo fin no sirve para nada más. El voluntarismo colectivo creador de valores y transmisor a través de determinada educación adoctrinadora, me parece conservador por timorato; contrario a la libertad que pretende garantizar, pues todo valor colectivo no deja de ser una alternativa coactiva a mi libertad personal. ¿Por qué no generar yo mis propios valores?

Pero la educación voluntarista tiene otra consecuencia práctica: el debilitamiento del entendimiento, por el hecho de exagerar el dominio de la voluntad sobre él, de tal manera que todo acaba por depender de la voluntad de creer. Creer en la tolerancia, creer en el antirracismo, creer en la juventud, como creer en la familia, los matrimonios homosexuales, o creer en lo religioso. Creer en las bondades de esos valores, o en otros ¿por qué no? Ese es el fin de la nueva educación voluntarista, sea la laica, con sus valores de igualdad, libertad, fraternidad y progreso, o sea la religiosa moderna, con sus mandamientos y leyes morales bien codificadas. Ambas, en el fondo, hijas de la misma modernidad, aunque una expulse al pasado a la otra. Ambas fracasan. Se vio en ciertas deformaciones en la educación religiosa impartida en determinados ambientes no hace muchos años, como se está viendo en la educación laica actual, más renovada y planetaria. Porque lo que ha sucedido y sucederá es que, debilitado el entendimiento, se debilita también la voluntad, pues la verdadera voluntad pierde vigor al no ver alimentada su disposición por un anhelo de Bien, suscitado por el entendimiento. Resultado: el hombre se desencanta, los jóvenes no se sienten motivados, impelidos a algo desde el fondo más vital de sí mismos. Con el voluntarismo, nacido como reacción ante los frutos del escepticismo y del relativismo, se acaba provocando el escepticismo y el relativismo mismos, pero aun más radicales si cabe, pues ahora son fruto de la decepción y de la derrota. Va apareciendo entonces un tipo de hombre debilitado y manipulable, pues, por las ideologías y por el Estado.

El voluntarismo, entonces, nace del relativismo: no hay algo más verdadero, no existe entonces bien y bien mayor. Pactemos valores; tomemos como valores lo que sugiere la circunstancia. Resignémonos a ellos por su utilidad circunstancial. A pesar de ello, y por eso mismo, desengañados, alimentamos el relativismo.

Es natural que, no entendiendo lo que pasa, culpemos a los jóvenes de no tener fuerza de voluntad. Apliquemos métodos de motivación. Esto no sale bien: los profesores están cansados, los jóvenes más desmotivados, los padres desconcertados, los poderes marean la perdiz e inventan nuevos ajustes. La vida se neurotiza y todo cae ya bajo un sospechoso dominio de la Psicología. O ¿no será que falla el planteamiento mismo de la educación en los valores?

La solución a este problema está en la recuperación de una noción natural del hombre, de una verdadera antropología. El hombre se mueve tras lo que quiere: ''Donde tienes el tesoro, allí tendrás tu corazón.'' (Mt. 6,21). Eso es lo que hace la voluntad, moverse o enfermar. El fin de la educación es mostrar esos tesoros mejores a través del entendimiento. El entendimiento descubre la realidad atrayente de las cosas mismas. Las muestra porque las ve admirables. Así, se tornan deseables a la voluntad.

Lo verdadero, la realidad convincente, es el bien al que la voluntad se va a dirigir. Sólo hay un camino: que vean. Recuperar el uso de la inteligencia, del entendimiento, entender cuan apetecible es la verdad, cuál es el bien en ella. Sólo por medio de la inteligencia se penetran las facultades del desear, del amar, dando así dirección al crecimiento espiritual, moral e intelectual de hombre.

La buena educación lleva a descubrir el valor de cada cosa, para dar valor a lo que lo tiene, para reconocer por qué vale lo que vale.

Justo desde esta perspectiva cobra verdadero sentido la adquisición de hábitos, pues estos disponen las potencias del educando -memoria, entendimiento y voluntad-, para poder conocer la realidad de las cosas y desear el Bien.

Esta ordenación de las facultades humanas según su naturaleza tiene consecuencias tanto en el orden educativo como en el social. Educativamente libera al educando de la determinación social, cultural, o del consenso como causa de la bondad de sus juicios y de sus actos, pues es por sí mismo, inclinado por la realidad que va descubriendo, que ve la ley misma de las cosas y de nuestro buen obrar. Como la realidad es el objeto propio, diríamos el patrimonio del entendimiento, cada educando puede, a partir de su propia condición y facultades, pero con ayuda de la educación, ir aprendiendo lo mejor y lo más verdadero. En el valor hay que creer, o aceptarlo, al ver su utilidad cuando reflexionamos sobre las consecuencias. En fin, lo que Kant llamaría una perfecta heteronomía de la voluntad, con lo cual no hay ni libertad ni acto moral. Lo bueno, lo verdadero, lo justo, lo asentimos. El buen maestro no seduce, no cae en la trampa de confiar en los llamados procedimientos de motivación, pues superando la dependencia de la primacía de los medios, es capaz de crear y recrear los más adecuados a la naturaleza de los educandos y, sobre todo, al objeto al cual sirven. El buen maestro conduce nuestro entendimiento ante las cosas para suscitar ante ellos la admiración por su existencia y su orden. No arrastra, señala. Para ello debe amar la realidad porque a través de ella se desvela el misterio mismo de la vida.

Si la consecuencia educativa es, vistas así las cosas, el goce por el saber, el saber como vía hacia el bien, una verdadera libertad personal, las consecuencias sociales son en primer lugar una disposición moral como acto personal, no de aceptación voluntaria de una norma social consensuada.

Sólo así la vida política podrá descansar sobre la responsabilidad de los ciudadanos, pues, de lo contrario puede suceder que, siendo el poder el autor de los valores, peligre no sólo la libertad general, sino la integridad personal misma, la vida espiritual, la identidad de los ciudadanos. Podrá decirse que vivimos en un régimen de libertades pero aumenta el sentimiento creciente de fatalismo histórico y de ausencia verdadera de libertad personal, en todo caso sólo reducida a una condición formal de la manifestación de deseos y pasiones.

Más que hablar de valores, debemos hablar del Bien, de aquello a que nuestra naturaleza, un bien querido por Dios, como toda la realidad misma, tiende a buscar para su mayor plenitud. Sólo fundada en el bien la educación mueve el entendimiento y la voluntad y da sentido a todas las pasiones del ser humano. Esta es la máxima garantía de libertad personal y de dignidad. Un pueblo así fundado puede vivir esperanzadamente una vida social, económica y política protegida de los desvaríos totalitarios del poder y de la violencia gratuita del nihilismo.

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