LA UNICIDAD Y UNIVERSALIDAD SALVÍFICA DE CRISTO Y DE LA IGLESIA

Juan Pablo II, a los participantes de la Plenaria de la Congregación para la Doctrina de la Fe, Enero, 2000

 

El Papa enseña la necesidad de Cristo y de su Iglesia ante el relativismo actual.

Señores Cardenales, Venerables hermanos en el episcopado y el sacerdocio,

... sobre las temáticas de la unicidad de Cristo y la universalidad salvífica de Cristo y de la Iglesia. La reafirmación de la doctrina del Magisterio en lo que respecto a estos temas ha sido propuesta con el fin de hacer ver al mundo «el esplendor del glorioso Evangelio de Cristo» (2Cor 4,4), y de refutar errores y graves ambigüedades que han sido formuladas y se están difundiendo en diversos ambientes.

En estos últimos años, en efecto, en ambientes teológicos y eclesiásticos ha aparecido una mentalidad tendiente a relativizar la revelación de Cristo y su única y universal mediación en orden a la salvación, así como a reevaluar la necesidad de la Iglesia de Cristo como sacramento universal de la salvación.

Para poner remedio a esta mentalidad relativista es necesario, ante todo, afirmar el carácter definitivo y completo de la revelación de Cristo. Fiel a la Palabra de Dios, el Concilio Vaticano II enseña que «por medio de esta revelación, la verdad profunda sobre Dios y sobre la salvación del hombre, resplandece para nosotros en Cristo, el cual es a la vez el mediador y la plenitud de toda la revelación» (Dei Verbum, 2).

Por ello, en la Carta Encíclica Redemptoris missio he propuesto nuevamente a la Iglesia la tarea de proclamar el Evangelio, como plenitud de la verdad: 
«En esta Palabra definitiva de su revelación, Dios se ha dado a conocer del modo más completo; ha dicho a la humanidad quién es. Esta autorrevelación definitiva de Dios es el motivo fundamental por el que la Iglesia es misionera por naturaleza. Ella no puede dejar de proclamar el Evangelio, es decir, la plenitud de la verdad que Dios nos ha dado a conocer sobre sí mismo» (Redemptoris missio, 5c).

Es, por tanto, contraria a la fe de la Iglesia la tesis que afirma el carácter limitado de la revelación de Cristo, la cual encontraría su complemento en las otras religiones. La razón de fondo de dicha afirmación pretende fundarse en el hecho de que la verdad sobre Dios no puede ser conocida y manifestada en su globalidad y totalidad por ninguna religión histórica, por tanto ni siquiera por el cristianismo ni por Jesucristo. Esta posición, sin embargo, contradice las afirmaciones de fe según las cuales en Jesucristo se da la plena y completa revelación del misterio salvífico de Dios, mientras que la comprensión del misterio infinito es siempre discernida y profundizada a la luz del Espíritu de la verdad, que nos guía en el tiempo de la Iglesia «a la verdad completa» (Jn 16,13).

Las palabras, las obras y todo el acontecimiento histórico de Jesús, siendo limitado en cuanto realidad humana, tienen sin embargo como fuente a la Persona divina del Verbo Encarnado y por ello portan en sí la definitiva y completa revelación de sus caminos salvíficos y del mismo misterio divino. La verdad sobre Dios no es abolida o reducida por el hecho de haber sido expresada en lenguaje humano. Por el contrario, permanece única, plena y completa, porque el que habla y obra es el Hijo de Dios encarnado.

En conexión con la unicidad de la mediación salvífica de Cristo se encuentra la unicidad de la Iglesia por Él fundada. En efecto, el Señor Jesús constituyó su Iglesia como realidad salvífica: como su Cuerpo, mediante el cual Él mismo obra en la historia de la salvación. Así como existe un solo Cristo, existe un solo Cuerpo: «una sola Iglesia católica y apostólica» (cf. Símbolo de la fe, DS 48). El Concilio Vaticano II dice al respecto: «El santo Concilio. enseña, apoyándose en la Sagrada Escritura y la Tradición, que esta Iglesia peregrina es necesaria para la salvación» (Lumen gentium, 14).

Es, por tanto, errado considerar a la Iglesia como un camino de salvación junto a aquellos propuestos por otras religiones, los cuales serían complementarios a la Iglesia, bien que convergentes con ella hacia el Reino escatológico de Dios. Se debe, pues, excluir una cierta mentalidad indiferentista «marcada por un relativismo religioso que termina por pensar que "una religión vale la otra"» (Redemptoris missio, 36).

Es verdad que los no cristianos -lo ha recordado el Concilio Vaticano II- pueden «conseguir» la vida eterna «bajo el influjo de la gracia», si «buscan a Dios con corazón sincero» (Lumen gentium, 16). Pero en su búsqueda sincera de la verdad de Dios, ellos de hecho están «ordenados» a Cristo y a su Cuerpo, la Iglesia (ver allí mismo). Se encuentran, por tanto, en una situación deficitaria, si se compara con la de aquellos que, en la Iglesia, tienen la plenitud de los medios salvíficos. Así se entiende que, siguiendo el mandato del Señor (ver Mt 28,19-20) y como exigencia del amor a todos los hombres, la Iglesia «anuncia, y tiene la obligación de anunciar incesantemente a Cristo que es "el Camino, la Verdad y la Vida" (Jn 14,6), en quien los hombres encuentran la plenitud de la vida religiosa y en quien Dios reconcilió consigo todas las cosas» (Nostra aetate, 2). 

En la Encíclica Ut unum sint he confirmado solemnemente el propósito de la Iglesia Católica por el «restablecimiento de la unidad», en la línea de la gran causa del ecumenismo que el Concilio Vaticano II tuvo tan presente. Ustedes han contribuido, junto con el Pontificio Consejo para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, a hacer posible el acuerdo sobre verdades fundamentales de la doctrina sobre la justificación, firmado el 31 de octubre del año pasado en Augsburg. Con confianza en el auxilio de la gracia divina vamos adelante en este camino, aun si no faltan las dificultades.  Nuestro ardiente deseo de llegar un día a la plena comunión con las otras iglesias y comunidades eclesiales no debe, sin embargo, oscurecer la verdad de que la Iglesia de Cristo no es una utopía, que se debe recomponer, con nuestras fuerzas humanas, a base de fragmentos actualmente existentes. El decreto Unitatis redintegratio ha hablado explícitamente de la unidad «que creemos subsiste, indefectiblemente, en la Iglesia Católica y que esperamos que crecerá cada día más hasta el fin de los tiempos» (n. 4)

Queridísimos hermanos, en el servicio que vuestra Congregación ofrece al Sucesor de Pedro y al Magisterio de la Iglesia, contribuyen a hacer que la revelación de Cristo continúe siendo en la historia «la verdadera estrella de orientación» de toda la humanidad (cf. Fides et ratio, 15).

Al tiempo de felicitarlos por este importante y precioso ministerio, los aliento a continuar con renovado impulso en el servicio a la verdad salvífica: Christus heri, hodie et semper!

Con estos sentimientos les imparto de corazón, como signo de afecto y
gratitud, una especial Bendición Apostólica.