Reino de Dios y economía en la Biblia

 

Norbert Lohfink

Conferencia pronunciada en Roma el 30 de octubre de 1985
 en un encuentro de teólogos y economistas

 

            La cuestión que pretendemos abordar es la siguiente: ¿qué relación tiene ese campo amplio y central de la actividad humana que hoy llamamos «economía» con la salvación que Dios ofrece al hombre y que en la Biblia se expresa con el concepto de «reino de Dios» ? Se trata, pues, de una pregunta fundamental. Así por ejemplo, la valoración de la llamada «Teología de la liberación» depende en parte de la respuesta que se dé a esta pregunta.

            La respuesta, al menos en nuestro ámbito centroeuropeo, presenta una doble forma: la de los teólogos católicos y la de aquellos conciudadanos que no tienen que ver mucho con la Iglesia.

            La concepción católica tradicional anterior a la Teología de la liberación parece suponer que la finalidad de la acción eclesial es la salvación sobrenatural, futura e individual del hombre. Esta salvación afecta al hombre ya ahora en el presente en la medida en que Dios transforma el interior del individuo en virtud de los méritos de Cristo. La misión de la Iglesia consiste en ayudar en este sentido. Como persona transformada, el hombre puede actuar con nueva vitalidad en los otros ámbitos del mundo. Estos, y por tanto también toda la actividad económica, son medios de los que el hombre se sirve para merecer su salvación eterna. La economía tiene su propia y natural finalidad. En la medida en que el hombre respeta sus propias leyes y actúa de manera éticamente correcta, se está ganando la salvación eterna. Evidentemente, de esta forma se produce una clara separación entre la acción eclesial y el mundo de la economía, por más que la economía sea el ámbito en el que el hombre haya de ganar o perder la eternidad.

            El ciudadano medio de nuestra sociedad, aunque no tenga fe, ve las cosas más o menos de la misma manera. Vivimos en una sociedad «compleja» (en una sociedad con «espacios diferenciados» como la define el sociólogo de Bielefeld  Franz Xaver Kaufmann) El «sistema total» no es sino una sutil combinación de distintos «subsistemas». Cada uno de éstos tiene sus metas, tareas, valores, mecanismos, lengua jes y símbolos propios. Eso es por ejemplo el subsistema político, el estado, el subsistema del tiempo libre, al que pertenecen entre otras cosas el deporte, la cultura y el turismo, el sistema de la comunicación (el mundo de los medios de comunicación), el sistema intimo de la familia, el sistema educativo y, sobre todo, la economía. Esta última desempeña incluso desde hace algún tiempo el papel de guía en la combinación de los distintos sistemas. A escala internacional, por ejemplo, aventaja claramente al sistema político. En la actualidad, sin embargo, el sistema de la comunicación se muestra cada vez más poderoso e influyente. Decisivos para el funcionamiento de nuestra sociedad son los muros insonorizados entre los distintos espacios o compartimientos. También la religión tiene su propio espacio. Se trata de un subsistema del sistema cultural que, en momentos especialmente críticos, como el nacimiento, el matrimonio, la muerte o el dolor, pretende dar sentido a la vida del hombre mediante determinados ritos y creencias. Contra la gris cotidianidad de la semana, santifica el domingo y las fiestas con un cierto ambiente celebrativo. Mediante la enseñanza moral se prepara a los hombres para la vida en los otros subsistemas. Todo esto lo logra la religión en la medida en que muestra tener relación con una recompensa sita en el más allá. En virtud de estos servicios, la religión resulta indispensable para nuestra sociedad. Pero su necesidad no implica en absoluto que los otros subsistemas, en lo referente a su finalidad y lógica interna, dependan de ella.

            El teólogo católico normal y el representante normal de nuestra sociedad tienen, por tanto, una visión bastante pareja de lo que debe ser la relación entre Iglesia y economía. La diferencia estriba únicamente en la cuestión de si los administradores del sistema religioso tienen derecho a ejercer algo así como un último control sobre los valores que guían otros sistemas. La Iglesia reclama este derecho, la sociedad actual se lo niega, como se muestra regularmente en determinadas cuestiones controvertidas. Así por ejemplo, el subsistema de la familia ya no considera a la Iglesia competente en cuestiones como el control de la natalidad y el aborto. El estado ya no admite consejos en cuestiones relativas a la paz y al desarme, y pastorales, como las de los obispos americanos, se consideran como una intromisión improcedente. También la economía parece reaccionar con enorme sensibilidad cuando los obispos se permiten opinar sobre el cierre de algunas empresas. Se dice simplemente que los obispos carecen de la experiencia y de la competencia necesarias para opinar sobre semejantes temas.

            En estos puntos críticos, se ve claramente que la visión teológica y la visión predominante en nuestra sociedad difieren en parte. Por mucho que se aproximen, está claro que proceden de principios fundamentalmente distintos; pero para nosotros esta diferencia no deja de ser accidental: lo que nosotros pretendemos es dilucidar la relación entre reino de Dios y economía  en la Biblia. Ambas visiones no son sino dos versiones de una misma concepción fundamental: la común en nuestra sociedad y su variante teológica. Me atrevería a designar a ambas como una reducción o circunscripción del reino de Dios mediante una particularización funcional. La Biblia, por el contrario, parte del carácter universal del reino de Dios, y esto ya ahora, en este mundo. Para la economía humana esto significaría que debería formar  del reino de Dios y no sólo estar referida a él de forma más o menos remota.

            Reino de Dios significa en la Biblia la transformación de este mundo también en su dimensión económica. Esto no quiere decir, digámoslo ya ahora, que se prescinda del individuo y del más allá, sino simplemente que Dios, con una pasión verdaderamente divina, quiere imponer su soberanía en esta época y en esta sociedad. Eso es precisamente lo que quiero probar ahora partiendo del testimonio bíblico. El material es ilimitado, tengo que elegir. Propongo tres vías de acceso tres de las muchas posibles.

            Comenzaré con una reflexión sobre los orígenes de Israel como pueblo: los aspectos económicos del nacimiento de Israel. Tocaré después un tema del Antiguo Testamento como ejemplo de la fuerza permanente del principio: las implicaciones económicas del ano jubilar.

            Desde los comienzos de la época moderna ha venido desarrollándose una especie de estrategia de inmunización contra la innegable doctrina veterotestamentaria del carácter temporal del reino de Dios. Todo comenzó con los primeros filósofos de la sociedad que argumentaban todavía en clave bíblica, como Thomas Hobbes. Pero más tarde también los teólogos, e incluso los exégetas, asumieron esta tradición inmunizadora, según la cual el Nuevo Testamento se diferencia del Antiguo en que suprime el carácter secular de éste y entiende el reino de Dios como una realidad nueva que afecta sólo al alma individual y que ha de esperarse únicamente tras la segunda y definitiva venida de Cristo. Las enseñanzas veterotestamentarias sobre las implicaciones económicas del reino de Dios, aun siendo válidas para el período anterior a Cristo, a nosotros no nos afectaban: pues nosotros ya no vivimos en el Antiguo Testamento. Por todo ello, resulta imprescindible preguntarse en tercer lugar si la diferencia entre el Antiguo y el Nuevo Testamento consiste verdaderamente en la supresión del contenido temporal del reino de Dios.

                                  1. El origen de  Israel y la economía

            La liberación de Egipto constituye el auténtico acontecimiento fundacional de Israel. El «Exodo» se convierte en el contenido de su credo (Dt. 26, 5-9). Esta confesión de fe termina diciendo que Dios condujo a su pueblo al bienestar, formulado bíblicamente: a una tierra que mana leche y miel.

            a descripción épica de estas cosas se encuentra en el libro del Exodo. El libro comienza con un análisis económico: el estado egipcio dispersa a los israelitas, que varias generaciones antes se habían instalado en el delta del Nilo donde vivían dedicados al pastoreo, y les obliga a realizar prestaciones personales de trabajo para co construir dos ciudades de depósito y mantener las plantaciones del delta. El libro termina también con la descripción de un acontecimiento económico: los israelitas construyen en el desierto un nuevo santuario. Conscientemente se describe aqui un nuevo tipo de trabajo en claro contraste con la experiencia egipcia. Se pone de relieve la voluntariedad del trabajo, la utilización del individuo según su capacidad o talento y la alegría que proporciona la colaboración. Entre estos dos tipos opuestos de relaciones laborales, entre estas dos formas de concebir el trabajo humano y, por ende, la actividad económica se sitúa el Exodo: el abandono de un sistema del despotismo oriental y la iniciación de un nuevo orden social de libre fraternidad en el Sinaí.

            Estos acontecimientos, fundamentales para comprender la mentalidad y la historia del Israel veterotestamentario, serien inimaginables sin sus ingredientes económicos. Lo que Israel llamó «redención» fue concretamente y sobre todo un cambio del sistema económico propiciado por su Dios.

            Naturalmente, nosotros, hombres del siglo XX, tenemos necesidad de someter a un examen histórico‑critico, semejante confesión de fe. ¿Qué sucedió realmente? Quiero referirme de pasada a lo que la moderna investigación puede decir al respecto. Israel es el resultado de la fusión de muchos y distintos grupos. La confesión de fe de Israel resume las experiencias de todos ellos, por tanto, muchos acontecimientos y procesos, en una vivencia especialmente significativa de uno de estos grupos como en un gran símbolo: el Exodo. El símbolo es correcto, y lo es también en virtud de sus elementos económicos. Pero vayamos por partes.

            Los acontecimientos que nos ocupan tuvieron lugar en torno al año 1200 antes de Cristo: época en la que en el Próximo Oriente se produce el paso del Bronce tardío a la Edad del Hierro. En este periodo la arqueología constata una ruptura en la estructura de colonización de Palestina.

            Hasta entonces, las altiplanicies y regiones montañosas apenas estaban pobladas. En las costas y valles proliferaban las ciudades cananeas fortificadas con un pequeño territorio a su alrededor. La mayoría de estas ciudades fueron destruidas y no se reconstruyeron después. Sobre sus ruinas se alzaron a ces pequeños poblados, pero nada más. En las altiplanicies y zonas montañosas, por el contrario, se erigieron numerosos poblados de estructura aldeana (por tanto, sin murallas para su defensa). En esta época cesa la aportación de cerámica micénica realizada anteriormente por las ciudades, así como la producción autóctona de alabastro, marfil, loza y vidrio. Desaparecen las inscripciones egipcias que dan fe de la prepotencia colonial de Egipto en los siglos anteriores. En las regiones en que surgen pequeños poblados aparece la nueva forma de vivienda y un nuevo tipo de cerámica.

            Las excavaciones arqueológicas de los últimos decenios nos permiten caracterizar a esta época, negativamente, como un período de descolonización y desurbanización. Positivamente, sin embargo, se trata ‑al menos en las regiones montañosas) del nacimiento Y digo nacimiento» y no «inmigración» o «conquista». Había también grupos oriundos de Mesopotamia y del este de Jordania (de los que nos hablan las historias de los patriarcas). Estaba el grupo que tenía tras de sí el Exodo. Había también nómadas y mercenarios, «llamados hebreos», que se hicieron sedentarios. Ciertamente también se produjeron conflictos bélicos entre las ciudades, cuyo eco se percibe en el libro de Josué. Pero no siempre, contra lo que allí se dice, tuvieron relación con la inmigración. Sólo una mínima parte de los componentes de la sociedad tribal israelita que se establece ahora en las montañas eran inmigrados. Probablemente éstos fueron los principales promotores del nuevo sistema social y económico. Por eso, las informaciones de la Biblia se refieren sobre todo a ellos y aparecen como antepasados de todos. Pero la mayoría de los habitantes de los nuevos poblados eran familias que vivían en el país desde hacía mucho tiempo. Eran inmigrados de las edades o desengañados de las duras y serviles condiciones de los ambientes urbanos que habían comenzado una nueva existencia con otros grupos en las montañas. Habían sido ya antes labradores (y pastores), pero hablan vivido agobiados por los tributos, las prestaciones personales de trabajo y el miedo permanente a que sus bienes fueran confiscados por la autoridad. Ahora eran labradores libres y vivían en una sociedad igualitaria.

            Sobre este nuevo comienzo económico y social habría mucho que hablar, pero pasemos sin mas dilaciones a la revolución religiosa En los antiguos régimenes despóticos orientales y también en las ciudades estados cananeas los dioses y su culto eran los garantes y valedores principales del sistema. No era posible salir del sistema, si no se abjuraba también de sus dioses. Esto sólo podía permitírselo quien había encontrado un nuevo Dios: un Dios que opugnaba otra forma de vida. Tal es el Dios que sale al encuentro de Israel. Era El, el Dios creador, y de ahí el nombre «Israel». Pronto sería invocado por todos con el nombre de Yavé, nombre con el que le veneraba el grupo que El había sacado de Egipto. Yavé reclama para sí la exclusividad del culto y la adoración, lo que implica el rechazo de los otros dioses de las ciudades. Si se hacía esto se experimentaba una especie de milagro social y económico. Ya no se necesitaba el estado, ni la burocracia; se acababan las diferencias entre ricos y pobres: se podía vivir humanamente, aun cuando hubiera que renunciar a algunos productos típicos de la civilización que, por otra parte, antes sólo estaban al alcance de la clase alta.

            Teológicamente podemos formular así esta singular relación: el verdadero Dios se revela precisamente cuando la sociedad adopta forma humana; la sociedad se transforma  y deviene humana en la medida en que descubre al verdadero Dios. Ambas cosas se implican mutuamente y, al menos históricamente, es imposible conceder la prioridad a una de ellas.

            La transformación económica es un elemento esencial del proceso total. La soberanía del nuevo Dios se manifiesta, no exclusivamente, pero sí de manera decisiva en una nueva forma de la economía humana.

            Estos fueron los comienzos de la realeza de Yavé, según el testimonio de la Biblia. A lo largo de su historia, Israel se saldría no pocas veces del camino inicial. Siempre tuvo la tentación de ser como los otros pueblos. Siempre Yavé, con una paciencia verdaderamente amorosa, recondujo a Israel al buen camino, al camino de la revelación definitiva del reino de Dios, sobre todo mediante los profetas Y siempre las motivaciones económicas fueron decisivas. De entre los muchos testimonios del Antiguo Testamento, quiero analizar uno a modo de ejemplo.

II. Las repercusiones económicas del año jubilar

            El texto bíblico que nos sirve de base se encuentra en el capítulo 25 del libro del Levítico, en el marco de la llamada «ley de santidad» (Lv. 17‑36). Es un texto legislativo que novela, en la época del exilio babilónico o poco después, una parte del derecho del suelo y del derecho de deudas en Israel. Se refiere sobre todo a la parte agrícola de la población. La agricultura configura todavía, más de medio siglo después del comienzo de Israel, la mayor parte del paisaje económico.

            Las disposiciones jurídicas de Lv. 25 establecen las condiciones-marco para el sector agrario de la economía y abundan en sus mecanismos. Por eso son particularmente interesantes para nuestro tema. Naturalmente, aquí no se trata de lo normal, sino de la superación de las típicas situaciones de crisis. Debido a las malas cosechas o a acontecimientos familiares de diversa índole, los agricultores pueden fácilmente contraer una elevada deuda. La consecuencia inmediata es la necesidad de vender bienes raíces, reduciéndose así la auténtica base de la producción, además -dado que existía el derecho de retención cuando se prestaba dinero- el deudor podía verse obligado a ponerse a servir para, mediante su trabajo, ir amortizando la deuda.

            Esto podía significar no sólo la liquidación de la base económica de una familia, sino también la  desaparición de la propia familia como institución dentro la comunidad civil y cultual. Evidentemente, el legislador considera esto como una pérdida para Israel y trata de evitarlo poniendo diques que frenen la crecida de la desgracia económica y regulando el desarrollo de los acontecimientos de suerte que, al final, las aguas vuelvan siempre a su cauce.

            Ahora sólo puedo referirme a los puntos más importantes del capítulo 25 del Levítico. Se trata fundamentalmente de establecer que la tierra y la vivienda en que se habita no pueden ser objeto de compraventa. Ciertamente pueden venderse. Pero la venta significa sólo la cesión del derecho al usufructo; y tiene dos limitaciones: el vendedor (en caso de que consiga dinero) o alguien de su familia tienen en todo momento el derecho de retracto. Este acontecimiento se llama «rescate» del campo (ge'ullah), el pariente que compra el campo es el «libertador» (goel). En todo caso, si no fuese posible rescatar el campo, la ley determina una fecha, que se repite cada 50 años, en la que el terreno vendido pasa de nuevo a manos de su antiguo dueño. Se trata del año del jubileo (año de la vuelta), que da nombre a la ley.

            La segunda disposición se refiere a la regulación de los préstamos: entre los israelitas no debe prestarse dinero a usura.

            La tercera contempla la eventualidad de que un israelita, por haber contraído deudas elevadas, se vea obligado a trabajar al servicio de su acreedor: no debe ser tratado como esclavo, sino como jornalero. En todo caso, cuando comienza el año jubilar, la deuda queda saldada. En este contexto, la alegación de que «Jesús nunca dijo nada contra la esclavitud» lo único que demuestra es un desconocimiento integral de la Escritura. Jesús hablaba a israelitas. Y todo buen israelita sabía que la esclavitud estaba prohibida por la Ley.

            El año jubilar es el año de la «Liberación» (deror), una palabra que Jesús pronunció, citando a Isaías 61,1, en la sinagoga de Nazaret (Lc. 4, 18): Jesús  anuncia el año escatológico definitivo, de la liberación. Mediante el año jubilar la ley de santidad restablece a Israel, en cierto modo periódicamente, en su esplendor original: en todas sus familias, y cada una de ellas con su patrimonio.

            Como evidentemente existe un enorme abismo cultural entre entonces y ahora, me permitiré hacer referencia a dos mecanismos político‑económicos de entonces que aparecen en el año jubilar de alguna manera relacionados.

            Los que tengan una formación clásica conocerán sin duda la seisacteia, el decreto de Solón por el cual se abolían las deudas de todos aquellos que se habían visto obligados a hipotecar sus tierras y que consiguió en poco tiempo el relanzamiento de la estancada economía ateniense. Esta acción es sólo un eco lejano de medidas semejantes adoptadas por algunos soberanos mesopotámicos ya en el tercer milenio. Cuando la economía se estancaba a causa del endeudamiento general y la esclavitud de una gran parte de la población, se proclamaba una «liberación» (anduraru) El rey restablecía la «igualdad» (misarum) en el país. Podían darse hasta tres edictos de reforma semejantes durante el gobierno de un rey. La eficacia de tales edictos dependía de su no periodicidad y del efecto sorpresa Cambiaban sólo los síntomas, pero en realidad en nada variaban los mecanismos del propio proceso económico.

            Determinadas técnicas de sociedades llamadas segmentarias que pueden  observarse todavía hoy en algunos pueblos africanos, afectan, por el contrario, a los mecanismos del proceso económico. Su finalidad es restablecer periódicamente una cierta igualdad en la propiedad. Así por ejemplo, la casa más rica del poblado tenía la obligación de practicar la hospitalidad con los viajeros extranjeros. En las sociedades polígamas se solía simbolizar la riqueza mediante el número de mujeres que se tenía. Pero muchas mujeres significaban muchos hijos. La celebración de las bodas y las dotes suponían con frecuencia grandes dispendios, lo que acarreaba casi automáticamente la ruina del patrimonio familiar en la siguiente generación. Semejante mecanismo podía funcionar porque todos los miembros de la sociedad tenían puestas sus esperanzas en el recto proceder de los poderosos en beneficio de la colectividad y de los más débiles económicamente. Valores como el reconocimiento general y la estima dentro del poblado tenían más peso especifico que el poder que proporciona la riqueza. Algo semejante se trasluce en la institución del año jubilar, aunque los mecanismos sean completamente distintos y supongan un mayor grado de voluntariedad en la actividad económica.

            Estos dos paralelos económicos hacen históricamente comprensibles las disposiciones jurídicas del capítulo 25 del Levítico y contradicen claramente la  opinión harto frecuente entre los economistas sobre la supuesta imposibilidad de su puesta en práctica. Esta ley pretende encauzar las fuerzas incontroladas de la economía, sobre todo mediante otra concepción de la propiedad en lo referente al medio de producción más importante entonces: el suelo. Esto supone también naturalmente que la independencia económica de la familia y una cierta igualdad en la propiedad eran consideradas como grandes valores en Israel, sin que esto implique, por otra parte, el desmantelamiento de la libre actividad económica en beneficio de un sistema burocrático-estatal.

            Mediante semejante marco de la libre actividad económica Israel se distanció netamente de los pueblos circunvecinos. A un extranjero se le podía prestar dinero a usura, como era usual en todas partes. Se podía, como era también práctica generalizada, trabajar con esclavos de otros pueblos. Pero dentro de Israel todo el mundo era consciente de que Dios quería emprender algo nuevo también desde el punto de vista económico.

            El principio fundamental se encuentra en la ley de santidad, ya algunos capítulos antes (Lv. 19, 18): «Amarás a tu prójimo como a ti mismo». ¿Qué significa esto?

            El amor es la forma de relación típica dentro de la familia. «Yo mismo» es un semitismo que equivale a «mi familia». «Amar a alguien como a si mismo» significa por tanto tratarle como si fuera un miembro de la familia. Este amor debe hacerse extensivo también al «prójimo», esto es, a aquel que no pertenece a la familia. Dicho en abstracto: en la sociedad que Dios establece en Israel debe imperar una relación de tipo familiar, en lugar de la típica relación politico-jurídica. Y esto tanto en la vida como en la economía. Pero esto no es posible desde el hombre. Por eso siempre fue considerado como un milagro que el propio Dios realiza en la historia humana.

            La otra fórmula con la que la ley de santidad expresa reiteradamente todo esto reza: “Sed santos, como yo, vuestro Dios, soy santo”. 

            Por eso la moderna ciencia bíblica designa al código de prescripciones rituales del Levítico con el nombre de ley de santidad. «Santidad» no significa aquí grandeza moral, sino alternativa social frente a otras sociedades del mundo. En cuanto santo, Dios es el «totalmente otro». Y por eso el pueblo de Israel, que está bajo la soberanía de Yavé, debe ser el «totalmente otro» en contraste con otras sociedades del mundo. Como esto debe hacerse realidad en todas las dimensiones de la vida, está claro que la ley de santidad implica  también una alternativa económica.

            El concepto de «pueblo de Dios» no queda esclarecido del todo mientras no se explicite la exigencia de universalidad que comporta. En su pueblo santo comienza Dios a transformar el mundo. Cuando el monte Sión se alce sobre todos los montes y colinas del mundo, las naciones del mundo se asombrarán,  se pondrán en camino hacia él y allí aprenderán cómo se puede vivir humanamente. En esto consistirá precisamente «la peregrinación de las naciones», el gran acontecimiento del final de la historia (cfr. Is. 2,1-5, 60-63): entonces el reino de Dios adquirirá aqui en este mundo dimensiones cósmicas.

            Este es el contexto social, cultural y religioso en el que surgieron los conceptos económico-jurídicos del año del jubileo. Evidentemente, no se trata de tomar como modelo para nosotros los mecanismos del año jubilar. Se refieren a una economía predominantemente agraria que ciertamente está muy lejos de ser la nuestra y, por tanto, no podemos imitarlos. Además, fueron concebidos ya en el principio como mecanismos económicos para el pueblo santo, y no para nuestro mundo económico, que evidentemente dista mucho de entenderse a sí mismo como realización del reino de Dios. La idea de una alternativa económica de los cristianos en nuestro mundo, por más que se inspire en la Biblia, nos suena a todos, incluidos los representantes de la doctrina social de la Iglesia, a despropósito o simplemente a cuento de hadas. Demostrar que esta alternativa está en la Biblia, ha sido mi única intención. Su eventual realización actual es ya otra cuestión, cuestión que tampoco va a tener respuesta en la tercera parte de mi disertación: en ella intentaré demostrar que el Nuevo Testamento no suprime la temporalidad (ni la dimensión económica) del reino de Dios

 

III. El Nuevo Testamento y la economía

            A menudo se argumenta como si la resurrección de los muertos y la esperanza en el más allá hubieran aparecido por primera vez en el horizonte de la fe con el Nuevo Testamento. Esto es sencillamente falso. Aparte de que la fe en la vida de ultratumba es patrimonio común de la mayoría de las religiones y no lejos de Israel está representada masivamente, por ejemplo, en Egipto, la esperanza en la resurrección de los muertos se encuentra ya en los últimos libros del Antiguo Testamento. Si la resurrección de los muertos fuera realmente lo que marca la diferencia entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, éste tendría que comenzar con el libro de Daniel, el de Isaías, los Salmos y los libros de los Macabeos.

            Más chocante resulta aún la afirmación según la cual el Antiguo Testamento se habría interesado sólo por la fe colectiva, mientras que la novedad del Nuevo habría consistido precisamente en introducir al ndividuo  como auténtico sujeto de la salvación. Evidentemente, quien dice algo semejante es porque no ha leído ni una sola linea de los libros proféticos o de los Salmos.

            Hilando más fino, suele decirse también que el Nuevo Testamento desborda el marco nacional del reino de Dios típico del Antiguo Testamento, y por eso a partir de ahora el mensaje universal debe dirigirse necesariamente al individuo, sin limitarse a una determinada sociedad o resto de la humanidad.

            Con esto último ciertamente nos estamos acercando al núcleo del problema. Pero tampoco aqui la formulación es totalmente correcta. La universalidad de la soberanía de Dios aparece ya en el Antiguo Testamento, si bien sólo como visión de futuro para el final de los tiempos. El cómo de la universalización del reino de Dios estaba ya prefigurado en el Antiguo Testamento.

            Podemos reformar aquí lo ya dicho a propósito de la «ley de santidad». Dios quiere transformar todas las sociedades del mundo ofreciéndoles una alternativa social en el pueblo de Israel. La universalización acontece como peregrinación de las naciones. Ciertamente se necesita la mediación de una sociedad concreta ya transformada, pero la transformación social que Dios pretende supera ampliamente las fronteras de Israel: no se puede hablar, por tanto, de una necesaria superación de la dimensión social del reino de Dios para facilitar la universalización de su mensaje.

            Lo nuevo del Nuevo Testamento puede resumirse asi: ahora termina el  tiempo de la espera, precisamente ahora comienza lo que hasta ahora era esperado al final de los tiempos; el fin de los tiempos ya está aqui, ya ha comenzado.

            Jesús lo formula asi: «El reino de Dios está cerca». Lo que Jesús anunciaba era el  «cuándo» del advenimiento del reino de Dios, no necesitaba decir nada sobre el «cómo»:  pues esto lo conocían ya todos sus oyentes por la Biblia y no era preciso añadir nada.

            Lo que si hace Jesús es aclarar algunos malentendidos: al equívoco apocalíptico de un derrumbamiento exterior del edificio del mundo y de una espectacular destrucción de todo lo que es contrario a Dios, Jesús opone sus parábolas del crecimiento del reino y la parábola de la cizaña. La parábola de la cizaña conduce directamente a los anuncios de la pasión que Jesús hace ya siendo plenamente consciente de que es el «Hijo del hombre»: el gran símbolo del reino de Dios que viene de arriba (Dn. 7). Los sistemas del mundo se defenderán contra lo que con una novedad irresistible surge en medio de ellos. Intentarán aniquilarlo y en un principio saldrán siempre vencedores. Pero Dios apuesta por su Siervo muerto lo resucita y envía al Espíritu que continuará con una nueva fuerza su obra en la historia.

            Aquí está la novedad del Nuevo Testamento: en la buena noticia de que ahora comienza lo que hasta ahora era sólo esperado. Se añadirán a lo sumo aclaraciones de algunos equívocos. Pero quien sabía leer no necesitaba tales explicaciones pues podía aclararlo todo a partir del Antiguo Testamento. En todo caso estas aclaraciones nunca tienden a una individualización o espiritualización ultraterrena del reino de Dios. La auténtica meta del  Jesús histórico consiste más bien en llevar a Israel a su forma definitiva: para que pueda efectivamente llegar a ser para todos los pueblos la ciudad «edificada sobre el monte» como el propio Jesús lo formulará en el Sermón de la montaña (Mt. 5 14).

            Así lo entendieron también tras la muerte de Jesús sus discípulos y las primeras comunidades cristianas. La declaración fundamental que Lucas hace en los Hechos de los Apóstoles sobre la primitiva comunidad cristiana de Jerusalén es que entre ellos no había ningún necesitado (Act. 4, 34). El texto alude a las utopías sociales de algunos filósofos griegos y a la ley deuteronómica en la que se dice ya al Israel veterotestamentario que no deben existir pobres en el seno de la comunidad (Dt. 15,4). Ciertamente como a menudo se dice el texto de Lucas no parece suponer una comunidad de bienes. Evidentemente no se suprime la propiedad privada. Pero estos discípulos se comportan de una forma radicalmente nueva: lo nuevo es la comprensión de la comunidad como nueva sociedad de Dios y signo de nuevas posibilidades sociales propiciadas por Dios.

            El Nuevo Testamento no explícita como influyó esta nueva mentalidad en las relaciones económicas concretas. De pasada encontramos a un matrimonio de empresarios Priscila y Aquila que en el contexto de las persecuciones y de su integración en el proceso de expansión de las comunidades cristianas dejan su negocio de fabricación de tiendas en manos de un administrador fundan una nueva comunidad en Corinto y pocos años después para intentar crear en cierto modo las condiciones económicas necesarias para la predicación de Pablo se trasladan a Efeso en Asia Menor y allí fundan una nueva empresa.

            Pero no se trata sólo de la integración de los ricos con sus mayores o menores posibilidades económicas en las nuevas comunidades y en la nueva rea edad vital que éstas representan. Según parece, surge también un nuevo estilo de vida en relación con el trabajo y el dinero. Desde el momento en que alguien se hacia cristiane decidía también ponerse a trabajar. En la Antigüedad trabajaban únicamente las mujeres y los esclavos eventualmente también los mercaderes pobres y los labradores. Cambió la relación entre amos y esclavos: se trataban como hermanos y hermanas y comían juntos. Todo esto tuvo que suponer una profunda transformación de la actividad económica desde dentro. También las relaciones comerciales tomaron nueva forma pues  se basaban en la confianza mutua. Con todo esto surgió también en la cada vez más insegura economía de la Antigüedad tardía algo así como una isla de seguridad financiera. Y esto hasta tal punto que paradójicamente ésta fue una de las causas de la decadencia en los siglos III y IV de la pureza y espontaneidad típica de los primeros momentos del cristianismo. Incluso si una persona acaudalada entregaba una gran parte de su fortuna al bautizarse la solidaridad intracristiana se premiaba entonces de tal modo que a la larga y desde el punto de vista financiero resultaba más rentable ser cristiano que no serlo. Asi llegó un momento en que muchos hombres se integraron en la Iglesia sin una auténtica fe y una verdadera conversión con lo que se iniciaba lo que hoy se denomina como “giro constantiniano”.

            Una reciente monografía de carácter histórico designa al cristianismo de los primeros siglos en el aspecto económico y jurídico como un «estado  dentro del estado». Esto es falso en el sentido de que los cristianos no pretendían una economía de tipo estatal ni siquiera una economía bajo los mecanismos impuestos y garantizados por el estado. Pero es también exacto por cuanto que en medida de la sociedad de entonces surgió y floreció una forma de sociedad y en su marco también una economía en claro contraste con la realidad circundante.

            Volvamos ahora retrospectivamente a los Evangelios. Convendría aclarar sobre todo cómo desde esta perspectiva el prominente tema de la absoluta pobreza de aquellos que Jesús envía a predicar el Evangelio tiene su lógica interna. Nosotros apenas podemos comprender (porque carecemos de experiencias en este sentido) que alguien que por el Evangelio «haya dejado casa, hermanos, hermanas, madre, padre, hijos o haciende reciba ahora en este tiempo el ciento por uno: casas, hermanos, hermanas, madres, hijos y hacienda si bien con persecuciones y además la vida eterna en el tiempo venidero» (Mc. 10,29s ). Esta frase implica otro modelo de economía como momento integrador del reino de Dios.

            ¿Qué se sigue de todo esto? Terminaré con unas breves conclusiones.

Conclusiones

1. La promesa bíblica del reino de Dios como sociedad que empieza a tomar cuerpo hic et nunc implica algo así como una economía diferenciada de los cristianos. Las posibilidades de que semejante concepción se haga realidad en el marco de la compleja sociedad actual son a todas luces nulas. La sociedad actual es un sistema global que está inmunizado en su raíz contra la soberanía de Dios. Los principios cristianos sólo son pensables en ella porque en algunas partes del mundo todavía no se ha impuesto hasta sus últimas consecuencias.

2. Nuestra sociedad presume de pluralismo. El reconocimiento del pluralismo es también una de las grandes aportaciones de la Iglesia en nuestro siglo, sobre todo en el concilio Vaticano II. Pero pluralismo no significa necesariamente la forma de la compleja sociedad funcional. Partiendo del ethos liberal moderno, son también pensables otras formas de sociedad en las que no existan diferencias funcionales, sino una pluralidad de sistemas sociales globales relacionados entre sí. En la Antigüedad, bajo sus condiciones económicas y políticas, se desarrolló un sistema pluralista semejante. Y por eso pudo el cristianismo integrarse e imponerse tan rápidamente en el mundo de entonces. En todo caso, la convicción de la mayoría de los teóricos de la sociedad, según la cual nuestro actual sistema representa el último estadio de la evolución y el desarrollo sólo es pensable por la vía de una mayor diferenciación funcional, no puede ser asumida por un cristiano que quiera ser fiel al testimonio bíblico. Por lo demás, semejante convicción es sólo un postulado, no una demostración científica.

3. Dentro de los sistemas actuales, hay que esforzarse por trabajar de la forma más racional, ética y responsable posible. Pues es extraordinariamente importante para nuestro mundo que esto suceda Pero esto no debe designarse como «actividad cristiana». Un cristiano puede tener aquí su tarea, como José en el sistema burocrático, estatal y dictatorial de Egipto tuvo una tarea querida por Dios que salvó a muchos hombres de morir de hambre. Pero la Biblia no considera la acción de José en Egipto como parte de la historia de la salvación: sus efectos contribuyeron sólo accidentalmente al desarrollo de la historia salvífica del pueblo de Dios.

4. También la «doctrina social católica» ha de ordenarse a la economía de nuestro actual sistema global, y de ahí su extraordinaria importancia. Pero debería estar secundada por una doctrina social «cristiana». Evidentemente ningún teólogo u obispo se ha planteado tan siquiera la posibilidad de tal empresa. De hecho, la falta de experiencias en este sentido dificulta también no poco semejante proyecto.

Publicada en Communio, (Año 8; marzo/abril II/1986) 112-124