Gentileza
de http://www.hernandarias.edu.ar/ceiboysur/
para la BIBLIOTECA CATÓLICA DIGITAL
Ramón
Trevijano E.
Orígenes
del cristianismo.
El
trasfondo judío del cristianismo primitivo
Univ.
Pontif. de Salamanca - 1996
Sumarios
de cada capítulo
Cap.-
1 Los orígenes del judaísmo (pp. 56-58)
Tras la catástrofe del 587 el núcleo de la población de Judá es
deportado a Babilonia, aunque hubo quienes quedaron en el país y otros que se
exilaron en Egipto.
Es en la deportación donde fragua
el judaísmo. Tras la crisis los «judeos» mantienen su identidad religiosa y
nacional recordando las tradiciones sacras de su fe monoteísta, centrándose
en la fidelidad a la Ley y en particular en las prescripciones más
distintivas, que podían observar aún en la deportación y el exilio:
circuncisión, sábado y reglas alimenticias. Cuentan con el aliento de
profetas que siguen interpretando los sucesos presentes y el por venir a la
luz de la fe en las intervenciones de Dios en el pasado.
La sustitución del dominio babilónico
por el del Imperio Persa dio la oportunidad para un retorno, que no respondía
a las expectativas ilusionadas de una grandiosa restauración. Pese a la
modesta reconstrucción del Templo, el desánimo dio paso a la laxitud
religiosa y moral. De los quedados en Babilonia vino de nuevo, con Nehemias y
sobre todo con Esdras, el impulso para la reforma y la consolidación del judaísmo
como comunidad religiosa, aglutinada en torno a su Torá divina, con su propia
identidad cultural, social y, limitadamente, política.
La fe monoteísta quedó protegida
de contaminaciones sincretistas. Las tradiciones sagradas fraguaron en una Torá
escrita. El puesto fundamental concedido a Moisés por la tradición llevó a
distinguir primero entre la Ley y los Profetas y luego entre la Ley, los
Profetas y los demás escritos. Esta triple división, ya atestiguada el 135
a.C. pudo originarse en la recolección de los libros sagrados (h. 164 a.C.)
tras su intento de destrucción por el poder pagano. Los textos sagrados, al
ser reconocidos como tales, eran guardados en el Templo. Esta recepción, lo
mismo que las citas de la literatura judía contemporánea, son testimonio de
la canonicidad reconocida al A.T. antes de la destrucción del Segundo Templo.
La Torá escrita, como conjunto de
las instrucciones divinas, era interpretada y explicada, no sólo en nuevas
composiciones escritas, que, algunas anteriores al s. I a.C., pudieron quedar
integradas en el canon (la mayoría quedaron fuera), sino mediante una tradición
oral (Torá oral), que admitía gran diversidad y flexibilidad en el encuadre
de lo comúnmente aceptado. El afán por mantener esta enseñanza oralmente se
explica tanto por la fidelidad a los textos canónicos, como por asegurar la
vitalidad creativa de la vida religiosa (el caso de las oraciones y las
traducciones bíblicas) y para garantizar la flexibilidad de adaptación a
cambio y desarrollo.
Las sinagogas, sobre todo después
de la destrucción del Templo, llegaron a ser el hogar de un culto comunitario
de confesión y alabanzas de Dios y también de lectura y predicación a
partir de las Escrituras. Pudieron dar una primera oportunidad al anuncio del
Evangelio; pero las comunidades cristianas configuraron sus propias asambleas.
La distinción entre synagôgê y ekklesía se hizo cada vez más
explícita, con un contraste más o menos tajante según diversas situaciones.
Subyace la contraposición de toracentrismo y cristocentrismo, exclusivismo y
universalismo.
Fueron los escribas (soferim)
eruditos de la Ley, quienes formados en una relación maestro‑discípulos,
estudiaron religiosamente la Torá, como un acto de culto, y la enseñaron al
pueblo. Pudieron ser sacerdotes como Ben Sira; pero llegaron a ser
predominantemente laicos. Los sabios (hakamim) que, prosiguiendo la
tradición sapiencial, conectaron la revelación divina con las circunstancias
cambiantes de la vida, se propusieron transmitir oralmente sus instrucciones.
Las enseñanzas de estos transmisores (tanaítas) de los ss. I y II
d.C. fueron recopiladas en la Misná a comienzos del s. III. Las de sus
comentaristas (amoraitas) fueron recogidas en los Talmud de Palestina
(s. IV) y Babilonia (s. V).
El pluralismo del judaísmo
anterior al 70 d.C. se bifurcó entre los ss. I y II. Por un lado culmina un
proceso de formación del judaísmo, aglutinado en torno a la tradición rabínica,
heredera de los fariseos, que fragua en el adoctrinamiento misnáico y talmúdico.
Por otro, creyentes en Jesucristo, al comienzo todos judíos, ganan
crecientemente a paganos a su fe y se multiplican las comunidades cristianas.
Judaísmo y cristianismo se remiten a las Escrituras. Tienen en común la
Biblia hebrea, el A.T. para los cristianos. La diferencia esencial reside en
que el judaísmo interpreta esta Biblia desde la tradición talmúdica y el
cristianismo desde el N.T.
El acontecimiento de Cristo,
entendido como cumplimiento y culminación de la Escritura, se sitúa en el
arranque de la tradición cristiana que fragua en el N.T. Los cristianos
tienen como foco al Mesías, confesado en Jesucristo, entendido como la
prometida y definitiva actuación del Dios salvador. Se entiende que no es la
obediencia a la Torá, sino el reconocimiento de la actuación de Dios en
Jesucristo lo que da acceso a la salvación. Para los judíos su centro sigue
siendo la Ley, escrita y oral, como condensación de la fidelidad a las
actuaciones decisivas de Dios en el pasado. La visión del Apóstol se
extiende a todos los pueblos. La del rabino se queda en Israel. Pablo no
entiende su conversión como una apostasía del judaísmo, sino como
reconocimiento de la actuación del Dios que había prometido la salvación
también para los paganos y ha mostrado su voluntad de salvar no por las obras
de la Ley sino por la fe en Cristo. Judeocristianos de las primeras
generaciones se sintieron justificados para reclamar en exclusiva el nombre
judío. Sin embargo, el desarrollo histórico llevó a que fuese la «Iglesia
de los gentiles» la heredera de la reclamación de ser «el verdadero Israel».
Cap.-
2 Judaísmo y helenismo (pp. 88-90)
El impacto de la cultura helenística en la cuenca oriental del
Mediterráneo, se intensificó tras las conquistas de Alejandro Magno y perduró
muchos siglos. También entre la aristocracia judía se hizo notar pronto el
interés por la educación y modo de vida griego. La influencia helenística
sobre sabios yavistas se percibe en la vigorización de un pensamiento
racional, esfuerzos de sistematización y una mayor atención a lo cosmológíco
y antropológico. Se entremezclan corrientes ideológicas un tanto diversas: búsqueda
de la fusión de una sabiduría supranacional y de la piedad tradicional,
tendencias universalistas críticas y un esfuerzo de fidelidad a la herencia
profética. A la par, se va incrementando la creencia popular en una vida
futura bienaventurada.
Ben Sira representa el fin de la
época de encuentro predominantemente positivo del judaísmo con el helenismo
y el comienzo de una defensa crítica. Una generación después, al estallar
conflictos entre los partidarios de una asimilación
total a la cultura helenística y los más fieles a la religión
tradicional, Antioco IV Epífanes intervino a favor de los primeros (a. 167).
Trató de imponer la política de asimilación con fuertes medidas represivas
contra el triple bastión de la religión judía. Contra la fe monoteísta en
Yavé, la identificación sincretista con el Zeus Olímpico y Hospitalario, a
quien fueron dedicados el templo judío de Jerusalén y el santuario
samaritano del Garizim. Contra las tradiciones sacras, la destrucción de los
libros de la Ley. Prohibición también bajo la máxima pena de las prácticas
específicas, como la circuncisión, la guarda del sábado y la abstención de
ciertos alimentos. La persecución provocó apostasías, fugas, martirios y el
estallido de la rebelión liderada por los Macabeos.
La guerra de liberación religiosa
tuvo éxito gracias a la debilidad del Imperio seléucida y la determinación
y acierto de los combatientes judíos. Esta lucha por la Ley contribuye a
explicarnos la peculiar vinculación con la Torá que marca la evolución
posterior del judaísmo. La religión judía acentuó sus rasgos de religión
nacional.
Conseguido su primer objetivo, la
lucha prosiguió como guerra de liberación política. El cambio de sentido de
la lucha se acentuó con los sucesores de Judas Macabeo. Sus hermanos Jonatán
y Simón, lograda una cierta independencia, completaron su autoridad militar y
política con el sumo sacerdocio. Lo que fue considerado una usurpación por
algunos sectores del judaísmo. El victorioso hijo de Simón, Juan Hircano I,
pudo llegar a creerse un nuevo David. Un hijo suyo, Aristóbulo I toma ya el título
de rey. Otro, Alejandro Janneo, se mantuvo en el poder pese a la oposición de
su propio pueblo, gracias al apoyo seléucida y con un régimen de terror. La
dinastía hasmonea se hundió al coincidir las rivalidades entre sus hijos
Hircano II y Aristóbulo II con la conquista de los Estados helenísticos
vecinos por el poder romano.
Las guerras civiles entre los príncipes
hasmoneos, y los avatares de la política internacional, facilitaron la
entronización del idumeo Herodes. Roma alternó la política de situar en
Palestina reyes clientes (Herodes y sus sucesores) y de administrar
directamente el territorio por medio de procuradores, dependientes del
gobernador de Siria. La falta de tacto o el despotismo y corrupción de los
gobernantes romanos, combinados con la exacerbación de las pasiones
nacionalistas y el fanatismo religioso de los judíos, ocasionó muchos
motines y dos grandes sublevaciones. Las dos grandes guerras que acarrearon
sucesivas catástrofes para la nación judía. La primera (66‑73) llevó
a la ruina de Jerusalén y, con la destrucción del Templo (a. 70), al fin de
las instituciones sacerdotales. La segunda (132‑135), ocasionó la
exclusión de los judíos de Jerusalén y su pérdida del solar patrio.
Tras las catástrofes, los
fariseos lograron aglutinar a los judíos en torno a la ley y sus propias
tradiciones. Los rabinos de Jamnia después
del 70, y los de Galilea tras el 135, llegaron a ser el foco espiritual del
judaísmo.
Como otros judíos desligados del
movimiento zelote (Johanan Ben Zakkai), los cristianos de Jerusalén habían
abandonado la ciudad antes de su ruina. También del lado cristiano se pudo
interpretar la tragedia como un juicio divino y algunos, pronto corregidos, la
pudieron sentir como una obertura de la Parusía.
La escisión de judíos y
cristianos quedó consumada después del 135. Comprensible, vista en línea
con el rechazo a Jesús, la persecución de los judeocristianos por los judíos,
desde los comienzos y particularmente durante la segunda guerra, fue una causa
de la ruptura y un resultado del reconocimiento de lo distintivo del
cristianismo. En la medida en que se separaban de los judíos, los cristianos
quedaron a su vez expuestos a la persecución por parte de las autoridades
romanas.
Cap.-
3 Dispersión judía y expansión cristiana (pp. 119-121)
La primera gran dispersión tuvo lugar a la caída del reino de Judá.
El crecimiento demográfico impulsó luego la movilidad de individuos y
grupos, favorecida por los movimientos de población que siguieron a la
conquista del Próximo Oriente por el Helenismo. En el ámbito grecorromano,
Egipto y Asia Menor, y fuera Babilonia, fueron donde se dio una mayor
implantación judía.
Algunas colonias Judías contaron
con una organización jurídica peculiar como políteuma, sin integración
en la pólis griega. Es el caso de Alejandría, el foco más activo de
la diáspora judía. No faltaron tensiones, que se acentuaron con violencia en
el s. I, entre la población judía y la de origen o cultura griega, como las
que tuvieron lugar bajo el gobernador Flaco, en tiempos de Calígula, y a raíz
de la primera guerra judía. El políteuma judío alejandrino quedó
aniquilado por su sublevación en tiempos de Trajano. También tuvo
importancia numérica, social e intelectual el políteuma judío de
Cirenaica (donde al concluir la primera guerra judía hubo un intento de
sublevación zelota), que participó en la gran rebelión bajo Trajano.
En Roma mismo la colonia judía
había engrosado repetidas veces por la llegada de cautivos judíos. Aunque
contó con el apoyo de César, reiteradas turbulencias le acarrearon medidas
represivas. Entre otras la de Claudio para acabar con los tumultos impulsore
Chresto (¿a.49?). Cuando san Pablo escribe Rom (¿a58?) ya había en la
ciudad un comunidad cristiana notable,
En ciudades de Grecia había también
asentamientos judíos, que sirvieron de anclaje a la misión paulina. Corinto
fue la primera de sus bases misioneras. Pablo era un judío de Tarso de
Cilicia. En su viaje con Bernabé, ya predicó a judíos en diversas regiones
de Asia Menor. Hizo de Éfeso su base en su segundo viaje como líder de la
misión.
Los judíos de Siria se mantenían
en contacto con los de Palestina y Babilonia, Antioquía y Damasco fueron
importantes centros judíos, que tuvieron que sufrir también las
repercusiones de la primera guerra judía. Antioquía fue, después de Jerusalén,
el primer gran foco de expansión cristiana. Palestina era el solar de Israel,
pero tenía población griega insertada y el judaísmo de parte de sus
habitantes (Galilea, Idumea) carecía de solera para uno de Judea.
La tolerancia grecorromana del
judaísmo como religio licita motivó los privilegios y exenciones de
la comunidad (exención de servicio militar y actos del culto oficial, cierto
grado de jurisdicción civil y penal, y la colecta para Jerusalén; luego
trasformada en el represivo fiscus iudaicus). Conjunto de
peculiaridades y prácticas chocantes (como la circuncisión y el reposo sabático)
que dieron ocasión a su vez a violentas quiebras de tal tolerancia. El
estatuto jurídico de los judíos de la Diáspora se mantuvo en principio
independiente de los avatares y ruina del Estado judío.
La organización interna de las
comunidades Judías siguió el doble modelo del consejo de ancianos (presbyteroi)
palestino y de la gerousía helenística, en los casos en que pudieron
constituir un políteuma en la pólis helenística. Las simples
congregaciones (synagôgai) tenían un modelo más asequible, para la
administración de la comunidad, en los collegia paganos. Celebraban
sus reuniones religiosas en la proseukhê, bajo la dirección específica
de un archisinagogo y su ayudante. Lo más distintivo de las
congregaciones judías eran los ritos religioso‑nacionales que
delimitaban a sus miembros.
Esos mismos ritos, sobre todo la
circuncisión, fueron un freno a la misión judía universal, demasiado ligada
al nacionalismo. La literatura apologética del judaísmo helenístico
atestigua indirectamente el objetivo misionero. La exigencia de plena
integración resultó en que, junto a los conversos que la aceptaron (prosélitos),
se constituyese una clase intermedia de semiconversos («adoradores» y «temerosos
de Dios»), que resultaron particularmente receptivos para la misión
cristiana.
Jesús limitó su misión terrena
a Israel; pero con acogidas y previsiones que llevaron a sus discípulos,
después de Pascua, a reflexionar sobre el curso de la misión cristiana,
ilustrados por las Escrituras, y entender que Cristo estaba destinado a ser la
luz de las gentes. Los mandatos evangélicos de misión universal (Mt
28,18‑20; Lc 24,45-48) son expresión de esta toma de conciencia.
Los cristianos helenistas de
Jerusalén fueron los que, forzados a la dispersión, se dedicaron a la misión
de amplitud geográfica y, en un segundo estadio, comenzaron la de los paganos
(Hch 11,20‑21). Un tercer estadio lo marca la misión de Bernabé y
Pablo (Hch 13‑14) y la proseguida luego por Bernabé.
Resuelto en principio el problema
de la libertad respecto a la Ley judía, Pablo es el líder de una misión a
los paganos, a través de Asia Menor y Grecia, con una doble estrategia de
roturar terreno y alejarse del ya misionado, que le lleva a planear ir a España.
Con los ganados mediante una primera predicación sinagogal, crea una red de
iglesias ciudadanas (trenzadas por iglesias domésticas), focos a su vez de
irradiación misionera. Truncado su plan por larga prisión, murió mártir en
Roma.
Pedro preside primero la iglesia
madre de Jerusalén. Pudo ser el pionero de la misión gentil (Hch 10); pero
se hace cargo de la misión a los judíos, de primaria importancia teológica
(cf. Rom 1,16). Si bien su éxito en la misión judeocristiana debió ser muy
relativo, tras morir mártir en Roma, esta iglesia irá asumiendo
conscientemente en su nombre el liderazgo de la misión universal y de la
comunión católica.
En Asia Menor se entrecruzaron
diversas líneas misionales, expresión del pluralismo que se habría de
integrar en la Gran Iglesia. Fue campo de la misión de Bernabé, de Pablo, de
un cristianismo petrino (antioqueno y romano) y de círculos joánicos: una
corriente peculiar, muy profética, de elevada cristología, en fuerte ruptura
con el judaísmo y abierta a conversos paganos. Tras una grave crisis,
confluye de lleno con la tradición católica o deriva en el gnosticismo.
Santiago el hermano del Señor
quedó al frente de la iglesia de Jerusalén. Pronto le hicieron bandera de un
judeocristianismo estricto. Tras su muerte y las dos guerras judías, muchos
de estos judeocristianos, dispersos, acabaron separados tanto del judaísmo
como de la Gran Iglesia. Eran judíos que reconocían la mesianidad de Jesús,
aunque no todos la divinidad de Cristo, y que continuaban observando la Torá.
Los Nazarenos reconocían ambas y fueron sus prácticas las que les separaron
de la Iglesia católica. Los Ebionitas, además, no admitían la divinidad de
Cristo.
Hubo un cristianismo siríaco, que
se retrotraía a un tal Addai y luego al apóstol Tomás, y que, al menos en
parte, quedó muy influido por el gnosticismo. Así se completó una tradición
judeocristiana de dichos del Señor con dichos gnósticos (EvTom). Esta
impronta gnóstica, cargada de encratismo, fue borrándose a medida que se
acentuaba el encratismo como característica del cristianismo siríaco.
Cap.-
4 Literatura del judaísmo helenístico (pp. 151-152)
La traducción de la Biblia al griego se hizo necesaria para la vida
religiosa de la comunidad en el judaísmo de la diáspora. La Biblia de los
LXX, documento fundamental de judaísmo helenístico, es también expresión
del encuentro de ambas culturas e, indirectamente, vehículo de proselitismo
judío en el mundo pagano. La Carta de Aristeas es el primero de los intentos
de conferir un carácter sagrado a la versión. La traducción de los LXX, de
diversos traductores y períodos, subraya la fe monoteísta y la trascendencia
divina; pero también un concepto de la religión como observancia legal. El
judaísmo posterior se distanció de esta traducción porque 1) no encajaba
con el estrechamiento de sus criterios bíblicos y 2) por el uso que hacían
de ella los cristianos.
Judíos de lengua y cultura griega
trataron de utilizar propagandísticamente las formas literarias griegas para
temas de su fe religiosa. En muchos casos sólo nos han llegado fragmentos de
estos autores. Es lo ocurrido con varios historiadores (Demetrio, Artapano,
Eupolemo), aunque algunas de sus obras pudieron servir de fuente a otras
conocidas, como los libros de Jasón de Cirene para 2 Mac. Hubo también épicos,
dramaturgos (Ezequiel), novelistas (José y Aseneth) y filósofos: como Aristóbulo
y los autores de 4 Mac y Sab.
Filón de Alejandría, devoto judío
y filósofo helenista, encuentra en la verdad revelada la verdad de la filosofía
entendida como conversión a la vida del espíritu. Afirma la existencia de un
doble contenido en la Escritura. Lo captado por el sentido literal y lo
descubierto por la alegoría. El mundo bíblico se comunica en dos niveles: el
del mundo material y el del espiritual. En su exégesis y mediante la alegoría
se mueve en el ámbito del eclecticismo propio del Platonismo Medio, de
orientación religiosa mística y con ética estoica. Escribe muchos tratados
centrados en secciones de Gen 1‑17. Hace de los personajes bíblicos
modelos de virtudes en el proceso de apartamiento de lo sensorial que culmina
en la unión con Dios. Ha sido precedente y maestro de un sector destacado de
la tradición alegórica cristiana, que, sin embargo, le sobrepasa al tener
como clave de interpretación el acontecimiento de Cristo. Esto es
particularmente claro en la explicación tipológica que relaciona el A.T. y
el N.T. como prefiguración y cumplimiento.
Flavio Josefo, sacerdote aristócrata;
luego fariseo, actor y testigo de la guerra judía, defendió en sus obras
históricas la nación judía a la par que promovía la colaboración con
Roma. Se pone al servicio de la propaganda de los Flavios en el De Bello
Iudaico, en que culpa de la catástrofe a los zelotes. Destaca más su
defensa del judaísmo en Antiquitates Iudaicae, descripción de la
historia israelita y judía con ampliaciones sobre el A.T. Su Vita es
una apología personal y el Contra Apionem un salir al paso del
antijudaísmo de intelectuales paganos. Fue silenciado por el judaísmo rabínico,
pero muy estimado por la posteridad cristiana. Pese a sus fallos como
historiador, por acomodaciones propagandísticas y tendenciosidad, es nuestra
fuente principal y, a veces, única para algunos períodos del judaísmo
antiguo. Es la primera fuente no cristiana sobre el Bautista, Santiago de
Jerusalén y Jesús; si bien esta última y breve reseña (testimonium
flavianum) nos ha llegado interpolada.
Cap.-
5 La interpretación de la Escritura en el judaísmo (pp. 179-180)
Targum (/im) es la traducción de la Biblia hebrea al arameo,
que desborda la versión literal mediante retoques y paráfrasis
complementarias, en que aparecen, como en una predicación actualizante,
cuestiones de doctrina, moral, espiritualidad y pastoral, específicas de la
mentalidad religiosa del judaísmo antiguo. Suelen ser relecturas de la Biblia
con interpolaciones, que reflejan intereses del judaísmo de la época. En el
culto sinagogal la lectura sistemática de secciones de la Torá (seder)
iba seguida de porciones muy limitadas de los profetas (haftarot). Los
targumes conservados del Pentateuco derivan de la lectura sinagogal y los de
los Profetas parecen tener un origen más académico.
Midrash (/im) es la
explicación de la Escritura. La vida religiosa del judío quedaba centrada en
la Torá, recopilación de las antiguas tradiciones sacras, que precisaba de
interpretaciones y complementos en la nueva situación del judaísmo. La
literatura midrásica se inicia ya en libros tardíos del A.T. (Eclo, Sab).
Factores que influyen son la fijación del texto bíblico, el recurso al
Pentateuco como programa de restauración y reforma, y el estudio intenso de
la palabra de Dios. Lo que escribían nuevos autores se ponía de varios modos
en relación con el canon bíblico recibido (pseudepígrafos, imitaciones,
apocalipsis, trenzados de textos escriturísticos). La exégesis derásica
trataba de lograr la actualización de la Escritura, mediante la halakhah,
la haggadah o el pesher.
Halakkah (halakhot) es la
interpretación y aplicación de la Ley para precisar las normas de vida. Se
realiza no sólo mediante exégesis derásica de los textos de la Torá y el
recurso a los ejemplos bíblicos, sino también por la autoridad de la tradición,
costumbres aceptadas, precedentes reconocidos o discusión de los maestros.
Hicieron halaká todas las sectas judías y de modo intensivo los sectarios de
Qumrán y los fariseos.
Haggadah (/haggadot) es
toda explicación de la Escritura que no sea haláquica. Abarca todos los demás
ámbitos de lo doctrinal, moral, espiritual y pastoral. Va desde las simples
glosas a los desarrollos que se siguen de acoplar textos de la Ley y de los
profetas. Se realiza también mediante la relectura de libros bíblicos en
nuevos escritos, como es el caso del Libro de los Jubileos, el Génesis
Apocryphon de Qumrán y el Libro de las Antigüedades Bíblicas del
Pseudo‑Filón. No es extraño que floreciese en nuevas obras, que se
componen haciendo ampliaciones fantásticas de pequeños episodios (Literatura
de Henoc) o siguiendo modelos de la Escritura, como los diversos Testamentos.
Ha sido recientemente discutida la relevancia de la sección de las Parábolas
del 1 Hen para la cristología del N.T. Los Test y otras
composiciones pueden corresponder a la vez a la leyenda hagádica, la
exhortación moral y la apocalíptica.
Esta literatura pseudepígrafa,
muchas veces recopilaciones de tradiciones en curso y con interpolaciones de
otros escritos, es pues una literatura midrásica, sobre todo hagádica, en
que los protagonistas o presuntos autores son personajes de la historia
salvifica ya pasada o aún remota. En su nombre se actualiza un mensaje, que
se estima válido y aún urgente para el pueblo de Dios o un grupo de
escogidos. Son producto de grupos muy divergentes dentro del primitivo judaísmo
y testigos de la importancia de la Torá en la vida cotidiana del judío
religioso antes del 70. Aunque esta literatura cayó en descrédito en el ámbito
del judaísmo rabínico, se ha conservado parte por una selección espontánea
de los textos que resultaron más atractivos para lectores cristianos, con un
desplazamiento centrífugo del interés por ellos.
Pesher (/Pesharim) es la
interpretación del acontecer histórico (pasado, presente y próximo futuro)
como realización de la voluntad de Dios en la historia inmediata a la luz del
anuncio de los profetas. Se considera una lectura inspirada del pleno sentido
de las profecías.
El judaísmo rabínico desarrolló
una técnica exegética conforme a reglas bien definidas (middôt). Los
midrases rabínicos tratan de forjar un vínculo entre la Torá escrita y la
oral, apoyando su exégesis en la autoridad de los maestros tanaítas o amoraítas.
La exposición puede ser frase por frase (Sifré Nm y Sifré Dt),
entremezclada con unidades discursivas (GnR, LvR) o con exposición de
base temática en los midrases a los «Escritos».
Cap.-
6 El recurso a la Escritura en el cristianismo (pp. 208-210)
Tras la crisis del 70 el judaísmo rabínico fijó el canon de la
Biblia hebrea que rejudaizó al reinterpretarla desde sus tradiciones orales.
Cuando estas comenzaron a fijarse por escrito, el sistema de la Torá dual
derivó, de algún modo,en un doble canon. El cristianismo primitivo mantuvo
un canon bíblico amplio, que reinterpretó tomando como clave hermenéutica
el acontecimiento de Cristo. Al fijarse por escrito las tradiciones de y sobre
Jesucristo fraguó el canon dual del AT y del NT.
Los autores del N.T. utilizan su
Biblia con procedimientos actualizantes, targúmicos. La reproducción exacta
de las frases del texto queda subordinada, en las nuevas composiciones, a los
objetivos doctrinales o pastorales. Mc narra la historia evangélica como una
historia bíblica con pocas citas escriturísticas, más bien interpretativas.
Mt (que maneja las diversas tradiciones textuales del AT) apuntala
acontecimientos de Jesús con citas del A.T., dentro del esquema «predicción-cumplimiento».
Lucas es quien más llamativamente
contiene material tipo pesher destinado a la teología de la Iglesia.
Lc 4 presenta a Jesús como iniciador del pesher cristiano, base del discurso
misionero de apóstoles y evangelistas. Es el acontecimiento cristiano el que
interpreta los textos. Lc 24 traza un programa del método de demostración
cristiana a partir de las Escrituras, del que el mismo Lucas da abundantes
muestras en Hch. Jn insiste también en esta comprensión cristiana posterior.
En sus citas, adaptadas al nuevo contexto, trata de mostrar que el ministerio
de Jesús corresponde a las Escrituras y que la pasión del Señor tiene el
objetivo de cumplirlas.
Hay secciones haláquicas en los
evangelios (también en las cartas apostólicas) que reflejan la situación de
Jesús (cf. Mc 2,23‑28), su doctrina como maestro y profeta y sus
controversias con determinadas interpretaciones de la voluntad divina, así
como situaciones de controversia y catequesis en las comunidades cristianas
primitivas (cf. Mt 5,17‑20). Mt, el más judeocristiano de los
evangelistas, enseña la justicia superior que trae Jesús, desplazando el
toracentrismo por el cristocentrismo.
El cristianismo fue el heredero de
la literatura pseudepígrafa desechada por el judaísmo rabínico. Algunos
autores cristianos interpolaron o compusieron nuevos desarrollos hagádicos
con atribución a personajes del A.T. Se discute la amplitud de la redacción
cristiana en obras como Test12P o AscIs.
Hay que dejar claro que los
evangelios no son composiciones midrásicas hagádicas, con unos pocos pasajes
haláquicos. Sin embargo, podemos sospechar que hay composición hagádica en
los mismos relatos evangélicos cuando la divergencia entre los relatos
evidencia que la tradición más primitiva había conservado un dato
importante sin su encuadre histórico concreto o cuando hay huellas de que el
vigor del dato suscitó de modos diversos una dramatización más detallada.
Los midrashim homiléticos judíos
tipo yelammedenu se reflejan en algunos pasajes haláquicos del N.T.
Los de tipo «texto proemio» (con su seder, haftarah y haruzim),
pueden haber sido el modelo de algunos discursos de evangelios y Hch y de
algunos desarrollos doctrinales de las cartas apostólicas.
San Pablo no sólo parte del
principio hermenéutico de que la Escritura remite a Cristo, sino que descubre
su actuación ya en la historia narrada por el A.T. En 1 Cor 10,1‑12,
usa una exégesis tipológica moralizante para describir la generación del Éxodo
como el modelo a evitar, narrado para amonestación de los cristianos: que
también podrían perecer, si prevaricaran como aquellos israelitas pese a
haber sido agraciados con bienes espirituales. En 2 Cor 2,14‑4,6 el Apóstol
sostiene su idoneidad para el ministerio por serlo de la nueva alianza. Se
muestra familiarizado con las reglas exegéticas rabínicas al aproximar
textos bíblicos por asociación de términos y por el recurso al argumento a
fortiori. Con retoques de tipo targúmico a Ex 34 explica el velo con que Moisés
cubría su rostro, tras su encuentro con el Señor, como recurso prudencial
para encubrir lo transitorio de la antigua alianza, en contraste con la
franqueza con que, llegado el tiempo final, el Apóstol lo predica
abiertamente. Ese velo se quita con Cristo. El mismo velo le sirve, pues, de símbolo
de lo que aún deja opaco el conocimiento de Moisés para los judíos y les
impide descubrir, en su lectura de la Escritura, todo lo que con Cristo ha
llegado a término. Hace también de Moisés, quitándose el velo al entrar
ante Dios, tipo del desvelamiento que implica el convertirse a Dios en su
actuación escatológica como Espíritu Santo, que realiza la adhesión a
Cristo.
El cristianismo primitivo expresa
su convicción de que lo referente a Jesús recibe su sentido teológico del
plan de Dios mostrado por las Escrituras ya en la confesión de fe prepaulina
(1 Cor 15,3‑5). El misterio pascual y esta hermenéutica son el sustrato
de la teología del N.T. En 1 Cor 10, 11 y 1 Pe 1,9‑12 encontramos
expresiones muy claras de la convicción de que las Escrituras apuntan a la
realización cristiana. La idea apocalíptica de cumplimiento y actualización
de profecía constituye el vínculo entre los pesharim de Qumrán y el N.T.
Cap.-
7 El apocalipticismo judío (pp. 234-235)
Cuando Israel se vio sometido a poderes extranjeros, confrontado con el
sufrimiento del justo y el triunfo del impío, resultaba apremiante entender
la relación entre las promesas divinas y las realidades históricas. La
literatura apocalíptica responde a la inquietud del piadoso judío por una
respuesta divina a sus preocupaciones.
Un apocalipsis es una obra
literaria, que narra revelaciones celestes a través de símbolos que suele
interpretar un ser sobrehumano. Puede tratar tanto de un proceso histórico
que apunta a una pronta salvación escatológica (tras una última etapa de
intensas tribulaciones), como de las realidades celestes en referencia a
nuestro mundo. Hay que distinguir, pues, apocalíptica y escatología. La
literatura apocalíptica es propia de disconformes con la situación dominante
en su tiempo. El apocalipticismo es mentalidad de oprimidos esperanzados en
una próxima intervención de Dios a su favor.
El apocalipticismo judío es una
nueva visión de la historia mundana concebida como proceso cerrado frente al
Reino de Dios venidero. Aunque hay quienes han destacado su raigambre
sapiencial, es más bien una prosecución de la profecía clásica: algunos de
sus temas distintivos están ya en Is, y Ez le proporciona su repertorio
expresivo de visiones y símbolos. Los apocalípticos toman de la profecía su
aspecto de predicción del futuro y, más aún, su función de amonestación a
la perseverancia en medio de una crisis, con el consuelo de una mirada de
esperanza más allá de la historia. Trasmiten su mensaje en un cuadro
narrativo de tipo hagádico combinando diversas formas literarias. Los autores
apocalípticos, serían de los doctos del pueblo (maskilim), también
herederos de tradiciones sapienciales con intereses especulativos y místicos,
dentro del sector, amplio y heterogéneo de los piadosos (hasidim).
Buscan inspirar confianza y, por ello, suelen dar cauce a su carisma con el
recurso a la pseudonimia.
Rasgos del género literario
apocalíptico (y su llamativa mezcla de formas literarias) son la pseudonimia
(recurso literario muy difundido y que expresaba un sentido genuino de la
tradición), el lenguaje simbólico (necesario para describir realidades
trascendentes, un presente comprometedor y un futuro elusivo), un gran
desarrollo de la narración de visiones (que tiene precedentes bíblicos y
depende mucho de Ez l), que a veces implican ascensiones celestes. Uno de los
rasgos más significativos es la mirada sobre la historia en forma futura (el
autor real narra la historia pasada como predicción del remoto autor pseudónimo).
Características de la mentalidad
apocalíptica son el dualismo (que no es teológico ni metafísico, sino moral
e histórico, y, en definitiva, escatológico). El rechazo radical del mundo
presente se expresa en el pesimismo apocalíptico, que culmina en la
representación de la soberanía de Satán sobre un mundo moralmente
degenerado y físicamente envejecido, hasta que una catástrofe cósmica dé
paso al mundo futuro. Aunque también aparece la idea de un preludio del
futuro trascendente en el mundo presente trasformado (milenarismo). Trazo
vinculante de estas ideas es un providencialismo extremado: un determinismo
(que salvaguarda la inalterable soberanía de Dios, cuya presciencia
fundamenta el conocimiento apocalíptico). La mirada a la creación y a la
historia conducen a un universalismo. La apelación a la propia
responsabilidad acentúa un individualismo.
Cap.-
8 Apocalipticismo y cristianismo (pp. 262-264)
Se ha discutido si el apocalipticismo es la matriz del cristianismo, o
bien lo que hay de apocalíptico en el N.T. son resabios judíos ajenos al
Evangelio. Lo característico de la escatología cristiana es la tensión
entre el presente ya salvífico y la culminación futura.
El cristianismo participa del
mundo de representaciones de la mentalidad apocalíptica (dualismo escatológico
y moral, algo de pesimismo, tiempo final, juicio); pero con un cambio radical
de perspectiva debido a la fe en Jesucristo. El contraste queda claro en la
cristología, que hace mirar en el pasado el acontecimiento decisivo de la
salvación. Ello permite recobrar la visión de la historia y el mundo como el
campo de la continua donación de Dios. También la tradición literaria
apocalíptica es relativamente escasa en el N.T.
La tradición sinóptica trasluce
que Juan Bautista fue profeta mesiánico en el encuadre de una predicación
apocalíptica de juicio inminente (Mt 3,7‑12/ Lc 3,7‑9.15-17). Es
prototípico de cómo el acontecimiento de Cristo desborda las expectativas
apocalípticas (Mt 11,2‑6/Lc 7,18‑23).
En la misma tradición hay relatos
de exorcismo (Mc 1,23‑28; 5,1‑20 y par) por los que se advierte
que el ministerio de Jesús y la predicación de la Iglesia contradicen
algunos de los presupuestos apocalípticos: como el que este mundo, dejado de
la mano de Dios, ha quedado bajo el poder de Satán. Si los posesos eran
vistos como señal evidente de tal dominio, al liberarlos Jesús reclama para
Dios lo que es suyo. Satán está ya derrotado, aunque la lucha prosiga en el
tiempo intermedio hasta la victoria final.
El discurso escatológico de Mc
13, apocalíptico en forma y contenidos, tiene mucho de correctivo de los cálculos
apocalípticos. No hay que confundir con su final las crisis en el curso de la
historia (13,5‑23). Su interés primordial parenético es llenar de
sentido el tiempo presente, el de la misión universal entre persecuciones y
contradicciones (13,9‑13), el del seguimiento del camino de cruz de
Cristo (cf. Mc 8,34-38). Da la alerta ante los riesgos de engaños
(13,5b‑6.21‑22) e insiste en la perseverancia vigilante hasta el
fin (13,13.33. 35.37) que trasciende nuestra historia (13,24‑26).
San Pablo utiliza el lenguaje del
dualismo apocalíptico, moral y escatológico. Recoge también la consideración
pesimista del mundo presente en cuanto caído en el pecado y sometido a Satanás
y, por tanto, objeto de la cólera divina; pero ya en contraste con la
comunidad cristiana y su sobrepujante dinamismo de santificación. Es el
acontecimiento de Cristo el que, al ofrecernos la reconciliación con Dios,
nos ha librado del juicio de condena. Por eso su muerte, que ha tenido esa
eficacia soteriológica, ha sido el acontecimiento decisivo en nuestra
historia y nos hace creaturas nuevas por el bautismo. Si la predicación de la
fe y la operación del Espíritu nos trasmite el mensaje de salvación, el
discurso de sabiduría puede introducirnos, también mediante el Espíritu, a
una comprensión mayor de lo revelado sobre el plan realizado por Dios en
Cristo. Su resurrección nos da la prenda de esa salvación definitiva, que
implica la trasfiguración gloriosa de nuestra corporeidad y que se manifestará
de lleno en la venida gloriosa del Señor. El Apóstol mantiene la tensión
entre el «ya, pero todavía no» de la salvación; pero se detiene más a
ponderar los dones de gracia y las exigencias éticas de la vida cristiana que
en otear esa culminación en Dios que es, sin embargo, su horizonte
permanente.
El vidente del Ap actúa como un
profeta neotestamentario en la tradición literaria de los últimos profetas
de Israel. Es el profeta del tiempo de cumplimiento de lo ya atisbado por aquéllos.
Enfrenta como a «falso profeta» a la alternativa religiosa que ofrece el
mundo pagano. Denuncias y promesas atañen tanto la situación presente como
el desenlace definitivo, con un paso flexible de la una al otro. Mira el
presente y el futuro desde el pasado de la victoria redentora del Cristo
pascual. Su centro de interés no son los cálculos apocalípticos sino la
Iglesia, triunfante con el Cordero victorioso, pero aún combatida por el Dragón
derrocado. La contempla en su realidad gloriosa definitiva y en su irradiación
actual en la historia de la humanidad.
Cap.-
9 Fariseos, saduceos, sicarios y zelotes (pp. 288-289)
Los fariseos, interesados por la observancia legal estricta, buscaban
sacralizar la vida cotidiana
mediante las regulaciones de pureza ritual. Suele derivarse su nombre de su afán
por separarse de toda impureza, que acarreaba una separación aún dentro del
mismo pueblo judío; pero puede que proceda de su detallismo en la observación
puntillosa de la Ley. Se retrotraen a un sector de los hasideos; pero no
entran en escena hasta el tiempo de los Hasmoneos, contra quienes mantuvieron
largos períodos de oposición. Fueron beligerantes contra Alejandro Janneo y
después contaron con el apoyo de la reina Alejandra. Llegaron a ser los líderes
espirituales más apreciados por el pueblo. Cuando se vieron envueltos por la
guerra judía, trataron de organizarla. Tras la catástrofe del 70, quedaron
como la fuerza dominante en la comunidad religiosa judía. Consideraban
vinculante tanto la Torá escrita como la oral, en cuanto interpretación
correcta y continuación legítima de la primera. Enseñaban la doctrina de la
retribución en el más allá y por ello la resurrección de los muertos. Tenían
en cuenta la omnipotencia y providencia divina; pero sin negar la libertad y
responsabilidad humana. Fueron indiferentes en política, salvo cuando
consideraron que corría peligro la libre observancia de la Torá.
Los saduceos mantenían que sólo
era vinculante la Ley escrita y no atribuían ninguna autoridad intrínseca a
su propia tradición interpretativa. No admitían las nuevas doctrinas, como
la de la retribución en la vida venidera, ni la resurrección corporal, y
afirmaban radicalmente el libre albedrío humano. Eran aristócratas,
sacerdotales y laicos, que por su riqueza y cargos mantenían una posición
influyente. Muy atentos a sus intereses políticos, ofrecían su colaboración
a la autoridad dominante. Con el hundimiento de la autonomía nacional judía
y el fin de las funciones sacerdotales, desaparecieron de la escena histórica.
Sicarios y Zelotes eran fanáticos
de la libertad política del pueblo judío a partir de la convicción de que
su Señor exclusivo era Dios. El objetivo de los sicarios, a partir del a. 6
en Galilea, fue incitar a los judíos a rebelarse contra Roma, mediante el
terrorismo político y ocasionalmente guerrillas. Lograron hacer estallar la
guerra el 66 y durante al asedio de Jerusalén se dividieron en facciones que
se enfrentaron violentamente. Los zelotes no destacan como partido compacto en
Jerusalén hasta el mismo estallido de la guerra y fueron desplazados pronto
por los sicarios. Jesús quedaba más próximo a los ideales de pureza y
santidad y a las doctrinas de los fariseos que a las de otros grupos del judaísmo
de su tiempo. Esta misma proximidad explica tanto los frecuentes contactos
como las crecientes confrontaciones sobre cuestiones haláquicas y sobre la
actitud religiosa fundamental. La controversia se agudiza en las comunidades
cristianas primitivas. Sobre todo desde que el judaísmo rabínico, heredero
del fariseísmo, pasa a ser el representante casi exclusivo de un judaísmo
que rechaza al cristianismo.
Los saduceos, como clase
dirigente, exponentes del poder religioso‑político instalado, aparecen
implícitamente como los principales adversarios de Jesús en Jerusalén y
responsables más directos de la condena que lleva a ejecución la
autoridad romana. Mientras controlan el poder en Jerusalén, lo
utilizan ocasionalmente para tratar de frenar el afianzamiento y avance de la
primera comunidad y recurren a la mayor violencia para librarse de su
presidente Santiago, el hermano del Señor.
La ideología teocrática del
movimiento zelote, que anima revueltas previas a la formación del partido ya
en plena guerra judía, pudo influir en las masas que se adhirieron a Jesús y
luego se despegaron de él al constatar que no iba a ser el redentor político
y liberador nacional. De ello se sirvieron los enemigos de Jesús para
acusarle ante la autoridad romana de mesianismo revolucionario. Los
judeocristianos, pronto sujetos a persecusiones intermitentes de sus
compaisanos, no aparecen nunca asociados a los intentos de forzar la
instauración del Reino de Dios mediante la violencia u otros recursos políticos.
Como otros judíos no violentos,
los cristianos dejaron Jerusalén a tiempo para liberarse de la catástrofe.
Cap.-
10 Los esenios y Qumrán (pp. 323-324)
Los esenios, comparables a una congregación religiosa, parece que
tuvieron un centro monástico en Qumrán y casas en otras partes. La secta
estaba estrictamente organizada, bajo un liderazgo sacerdotal, con rígidas
reglas de admisión, bienes compartidos, comidas y otros ritos comunitarios.
Les marcaba una fe absoluta en la Providencia, el concienzudo estudio de las
Escrituras, una halaká muy rigurosa y esperanzas escatológicas. Los orígenes
del movimiento esenios siguen siendo discutidos. Está claro que sus raíces
se encuentran en la tradición apocalíptica. Estaba ya en marcha cuando entra
en escena un Maestro de Justicia, en conflicto con el hasmoneo Jonatán,
cuando éste asumió el sumo sacerdocio, o con su sucesor Juan Hircano I;
conflicto prolongado con los sucesivos Hasmoneos. La razón principal de la
ruptura con el judaísmo oficial del tiempo de los Hasmoneos y luego dentro
del mismo movimiento esenio, que llevó a la instalación de un grupo sectario
en Qumrán, quedaría en la contraposición por cuestiones haláquicas,
particularmente sobre el calendario festivo y el culto. Hay quienes piensan
que esta tradición haláquica divergente provenía de judíos antes
instalados en Babilonia. Documentos como CD y 1QS reflejan fases
diferentes en la historia de la secta que conocemos por su instalación en
Qumrán.
La secta desaparece de la escena
histórica después de la destrucción de Qumrán el 68. Los Terapeutas,
descritos por Filón, pueden haber constituido otra rama, más contemplativa,
del movimiento esenio.
Los manuscritos de Qumrán, aparte
de los bíblicos que reflejan un texto corriente en el judaísmo palestino
entre los ss. III y II a.C., proceden de la tradición apocalíptica, del
movimiento esenio o de la propia comunidad. Muchos son «reescrituras» de
relatos bíblicos (1QapGen). Entre los más típicos de los sectarios están CD,
1QS, 1QH y 1QM y los comentarios bíblicos, conocidos como pesharim,
como 1QpHab. CD y 1QS contienen reglas comunitarias; la
primera corresponde acaso al movimiento esenio y la segunda a los instalados
en Qumrán. El eje de la vida de los sectarios tenía un doble polo: la
observancia estricta de la Torá según su propia halaká (CD y 11QTemplo)
y una fuerte tensión escatológica (1QM y 1QSa). Fundamentaban
ambos sobre una tradición peculiar de exégesis carismática de la Escritura,
iniciada por el Maestro de justicia. En su actualización del mensaje profético,
donde encuentran la clave de su propia situación, se mueven en el ámbito del
apocalipticismo.
Las doctrinas de los documentos
sectarios llevan la impronta de un dualismo cósmico, ético y escatológico,
fuertemente encajado en la fe monoteísta por un sistema de predestinación
estricta. La predestinación vale tanto para la historia humana en general
como para la biografía personal. Sólo un conocimiento revelado capacita la
comprensión del proceso preordenado de la historia y el descubrirse del lado
de los elegidos. Los sectarios viven tensos entre el cumplimiento estricto de
la Torá por la observancia de sus propias normas haláquicas y la espera
escatológica del fin, profetizado y destinado a realizarse en la propia
comunidad.
Entre Jesús y los cristianos y el
movimiento esenio, concretamente los sectarios de Qumrán, quedan semejanzas
debidas al mismo trasfondo de tradición bíblica y pietismo judío y al
encuadre en la corriente apocalíptica del judaísmo antiguo. Por eso las
semejanzas se encuentran sobre todo en fraseología y en el dualismo ético y
escatológico y, más bien, en una segunda o tercera generación cristiana.
Hay también profundas diferencias que se resumen en el contraste entre la
actitud conversionista y el sectarismo introversionista, entre el
universalismo de la misión cristiana y el particularismo exclusivista. La
comunidad de Qumrán se funda en la interpretación de la verdad revelada por
la Ley y los Profetas. La comunidad cristiana nace de la fe en la persona y
misión de Jesucristo, la palabra definitiva de Dios, por su encarnación, y
cumplimiento del acontecimiento salvífico profetizado, por su misión
redentora.
Cap.-
11 Mesianismo y cristología (pp. 360-363)
Llamamos mesianismo a la esperanza de salvación escatológica, como
realización de Dios por medio de una figura salvífica. Lo distinguimos del
«mesianismo» regio: la esperanza de un futuro mejor puesta en el rey o la
dinastía, como instrumentos de Dios, para una salvación histórica próxima
o imprecisa. Si bien la transición del «mesianismo regio» al escatológico
es muy fluida mantiene la ambigüedad en los intentos históricos para forzar
su realización. Ambos derivan del ideal de realeza del antiguo Israel. El Mesías
es el rey ideal proyectado en el futuro definitivo.
Con David como prototipo, la
expectativa del rey ideal pudo renovarse en diversas entronizaciones o en
reinados como los de Ezequías y Josías. Tras el fin
del reino de Judá, el exilio y el regreso, pudo animar ilusiones de
restauración con Zorobabel; pero muchos judíos se fueron conformando con la
comunidad religiosa, nacional y teocrática, en torno al Segundo Templo y su
culto sacerdotal, acomodándose en los buenos tiempos a un régimen político
multinacional. En tiempos difíciles ello dio origen a una alternancia o
combinación de «mesianismos» davídico y sacerdotal.
La esperanza en el régimen real
de Yavé acaba por desembocar en la escatología, a medida que las ilusiones
de restauración quedan confrontadas con la dura realidad de la historia. La
masa del pueblo sigue soñando en obtener venganza de sus opresores en el ámbito
político, terreno. Otros alimentan expectativas más religiosas y de un carácter
transmundano creciente. Si el Dt‑Is mantiene todavía la conexión con
los sucesos históricos, el Trito‑Is subraya el aspecto milagroso de la
salvación definitiva. En una tercera línea, la redención final acaba por
verse como una trasfiguración celeste, una vez que el mundo presente deje
lugar al venidero.
Esta pluralidad de perspectivas
sobre la realización final del Reino de Dios puede contar o no con una figura
humana mediadora. El Mesías no es parte indispensable de la esperanza escatológica
judía. No aparece en una serie de escritos bíblicos tardíos ni en varios
pseudepígrafós. En tiempos de bonanza, hubo quienes se dieron por
satisfechos con las instituciones de la comunidad teocrática (Eclo). Otros,
en tiempos de crisis, confiaron como vindicación divina en un dominio
universal de los piadosos (Dn), esperaron la resurrección (Dn, 2 Mac) o la
inmortalidad bienaventurada (Sab). Mientras Jub centra el dominio
mundial en la posteridad de Jacob, AsMos espera la ascensión de Israel
al cielo. No hay figura mesiánica en la guerra escatológica de 1QM.
La pervivencia de la expectación
de un Mesías nacional queda asegurada por la excitación y aún
levantamientos suscitados por figuras históricas desde Zorobabel hasta Bar
Kochba. Ha dejado también testimonios literarios (LXX, Targumes, OrSyb,
PsSol, Test12P, plegarias y literatura rabínica). El mismo Josefo, que
nos da noticia de intentos anteriores a la primera guerra judía, atestigua
que el incentivo para ésta provino de un texto bíblico entendido como oráculo
mesiánico.
La tradición sacerdotal y el
comienzo de la dinastía hasmonea pudieron llevar a una conjugación del
mesianismo regio con uno sacerdotal o, en reacción contra los Hasmoneos, a
una separación y subordinación del uno al otro (Qumrán, Test12P). En
la documentación de Qumrán entran en escena el Profeta, el Mesías de Israel
y el Mesías de Aarón.
El Profeta del tiempo final (Dt
18,15), esperado por los medios populares, no acaba de encajar en la
revalorización de Moisés y la interpretación
de la Torá por los escribas; pero aún aquí deja su huella en la espera del
retorno de Elías (Mal 3,23‑24; Eclo 48,10‑11) como heraldo de los
tiempos mesiánicos. El theologoumenon de que Elías debía venir
primero, debió servir de objeción al reconocimiento de la mesianidad de Jesús
(Mc 9,11‑13). Los Sinópticos, pero no Jn, responden atribuyendo al
Bautista el papel de Elías. Aparte de esto, parece que los sectarios de Qumrán
identificaron con el Profeta a su fundador, el Maestro de Justicia. La secta
conoce también un liberador angélico, el Melquisedec celeste, análogo al
Hijo del hombre de otras tradiciones.
El Hijo del hombre, originalmente
símbolo del Pueblo de Dios (Dn 7), sufriente
y vindicado, pasa a identificarse con su figura representativa (Henoc en las Similitudines).
Como éste, es preexistente, reservado en los cielos hasta su manifestación
al fin de los días, como representante mesiánico de Israel para ejercer el
juicio divino escatológico. En 4Esd y 2Bar queda identificado
con el222 Mesías davídico.
El Siervo de Yavé del Dt‑Is,
maestro y predicador, luz de salvación para todas las gentes, que sufre en
propiciación por los pecadores, es un verdadero mediador de salvación
mediante la conversión religiosa y moral. Es una figura que recapitula el
entero movimiento profético.
Desde Judas el Galileo hace
irrupción violenta el ideal teocrático que desembocará en el movimiento
zelote, varios conatos de levantamiento y las dos grandes guerras judías, sin
duda animadas por la excitación mesiánica. Esta persistió entre ambas, como
lo muestran, entre otros datos, el intento de Jonatán en Cirenaíca y la gran
sublevación de los judíos de los antiguos dominios de los Lágidas bajo
Trajano. La corroboran literariamente 2Bar, 4Esd y OrSyb V. Tras
los repetidos fracasos, la Misná recordará al Mesías como simple elemento
tradicional de su Jerusalén imaginaria, alternativa simbólica de la histórica
desaparecida. El judaísmo talmúdico tendrá en cuenta al Mesías, con
variedad de opiniones, en sus especulaciones sobre el futuro.
En este cuadro histórico,
precediendo en tres decenios a la primera gran explosión, se sitúa la
entrada en escena de Jesús. Su conciencia de filiación divina y de ser el
mediador definitivo de salvación es el punto de partida de la cristología,
que arranca de la fe pascual y es resultado del mismo proceso interpretativo
por el que se recogieron las tradiciones de Jesús. Las apariciones del
Resucitado dan su impulso inicial a la cristología de ensalzamiento.
Jesús fue un maestro de autoridad
única y su enseñanza marca la vida cristiana y la misión de la Iglesia. Se
alinea con los profetas, pero delimita su tiempo de cumplimiento del de
preparación profética. Las gentes llegaron a reconocerle como profeta, como
antes al Bautista. El cristianismo antiguo lo presenta como nuevo Moisés que
sobrepuja al primero. Es el Profeta escatológico.
La creencia prepascual en Jesús
Mesías es el presupuesto de la cristología desarrollada desde la fe en la
resurrección. Jesús había esquivado una comprensión política de su
mesianismo; pero fue a la muerte por este reconocimiento. Ya en vida se le
aclamó como el Mesías Hijo de David. Había combinado su mensaje con las
expectativas puestas sobre el Hijo del hombre. Se había identificado con el
destino de la figura derivada de Dn 7. Ya en su vida terrena, había comenzado
a realizar la misión del Siervo de Yavé. El cristianismo primitivo recurrió,
pues, a esta figura profética para interpretar el acontecimiento de Jesús.
La primitiva confesión cristiana Kyrios
Iesus explica no sólo que el crist ianisrno primitivo vea en el
acontecimiento de Cristo la culminación y la clave hermenéutica del A.T.
sino que se le apliquen textos del A.T. originalmente reservados a Yavé.
Implica una comprensión de Jesucristo en unidad de rango divino con el Dios
del A.T. y a la par en distinción personal. Esa identidad y distinción se
expresa también con el título Hijo de Dios. Ello lleva muy pronto a añadir
la cristología de preexistencia y de función cósmica a la de soteriología
y de culminación escatológica. Para elaborar la primera se recurrió a la
tradición bíblica de la Sabiduría y de la Palabra de Dios y a la tradición
judeo‑helenista del Logos. Para la segunda prestaron su contribución
los cantos del Siervo y la figura del Hijo del hombre escatológico.
Cap.-
12 Katholiké ekklesía (pp. 400-402)
Los Doce y un círculo primitivo de apóstoles fueron los primeros
testigos cualificados del Resucitado. Pronto el círculo se amplió con otros
comisionados para la obra misionera. Pablo primero y Lucas después
desarrollan una teología propia del apostolado. Sin embargo, se reconoció
también como apóstoles a itinerantes carismáticos. Tras las primeras
generaciones el apostolado es ya visto como una institución del pasado. Se
aprecia a los Doce como misioneros del mundo y se los valora como el eslabón
entre Jesucristo y la Iglesia posterior.
Núcleo del kerygma primitivo fue
el acontecimiento de Jesucristo como clave para un pesher cristiano de
las Escrituras. Esta predicación trasmite a la par las tradiciones de y sobre
Jesús, que se desarrollan en las diversas formas de catequesis. El Evangelio
empieza a fraguar por escrito sin que cese por ello la vitalidad de su tradición
oral. Esta situación se mantiene hasta bien entrado el s. II, cuando se hace
cada vez más explícita la referencia a documentos evangélicos y otros
escritos «apostólicos», de cuya común recepción se hacen conscientes las
comunidades más conectadas entre sí.
Las confesiones de fe se
desarrollaron en formulaciones más amplias. La confesión trinitaria
bautismal favoreció las de estructura ternaria. Unas sirvieron para presentar
la regla de fe de la predicación apostólica frente a las tergiversaciones
heréticas. Otras se formularon como credos declaratorios para la catequesis y
el rito bautismal.
La tradición de fe se trasmite
por la autoridad del Señor y la acción del Espíritu. La trasmisión se hace
con atención al doble polo de la fidelidad y la actualización. Se buscan
criterios para discernir la derivación auténtica. El de la simple genealogía
de trasmisores (Papías) es pronto abandonado por el abuso que comienzan a
hacer de él los gnósticos. Los católicos la localizaron en la regla de fe
de la predicación apostólica y los escritos integrados en lo que se
delimitará como canon del N.T., que completa el del A.T. Los obispos como
sucesores de los apóstoles son los garantes de la continuidad en la tradición.
Los cristianos habían heredado
del judaísmo helenístico el canon de la Biblia griega. Sin embargo hubo
cristianos helenistas que chocaron con esta herencia judía. Se trató de
superar las dificultades mediante el recurso a la interpretación alegórica.
Marción y los suyos prefirieron rechazar el A.T. y con él al Dios de los judíos.
En general los gnósticos optaron más que por el rechazo frontal por diversos
modos de devaluación del uno y el otro. Entre tanto la Iglesia, que mantenía
su fidelidad al A.T., había delimitado el canon de su propia tradición
fijada en documentos cada vez más comúnmente aceptados. No debió resultarle
difícil deslindarlos, como canon del N.T., de la exuberante literatura apócrifa.
Lo que quedaba de válido en ella se reconocía ya integrado en el N.T. Fuera
de éste quedaba demasiado contaminado por composiciones heréticas o se
trataba de composiciones demasiado recientes, que no podían reclamar la
apostolicidad. La antigüedad de la recepción, la coincidencia con otras
comunidades y la coherencia con la regla de fe fueron los criterios decisivos
de la recepción. La consiguiente devaluación de la literatura apócrifa
acarreó la pérdida de muchos de estos escritos. Un número suficientemente
significativo se mantuvo hasta nuestros días, en que descubrimientos
ocasionales de algunos de ellos ha impulsado a algunos estudiosos a una
revalorización histórica de esa literatura, desde el presupuesto de un
pluralismo radical del cristianismo primitivo. Hay gente que intenta dar un
vuelco a la selección hecha por las primeras generaciones cristianas.
La continuidad en la tradición ha
sido tarea de responsables eclesiásticos. Comenzaron los testigos oculares
convertidos en predicadores, aunque no parece que los Doce actuaran como una
academia rabínica. En el proceso de actualización del mensaje intervinieron
la libertad profética y los precedentes hagádicos, como también pesaron las
situaciones concretas que vivían las comunidades. Los cristianos eclesiásticos
fueron incrementando su interés por el Jesús terreno, en un proceso inverso
al que siguieron los gnósticos. Los textos reconocidos como inspirados
integran los diversos estadios de trasmisión del mensaje en la época
fundante, la del canon neotestamentario.
San Pablo no hace distinción neta
entre los carismas del Espíritu para edificación de la Iglesia: los dones
ocasionales y las funciones permanentes. La tríada primordial fueron los apóstoles,
profetas y maestros. Todos los que intervienen en la fundación o crecimiento
de las comunidades no son sino ministros de la fe. El tránsito entre las
funciones carismáticas debió ser muy flexible. La función específica de
los apóstoles fue cayendo en desuso, aunque se mantuvo algún tiempo más la
de los carismáticos itinerantes en algunas comunidades (Did), que
actuaban más bien como los primitivos profetas cristianos. El profetismo
específico fue perdiendo relevancia por el riesgo de contaminación con el de
tipo pagano y acabó desprestigiado por la pretensión de profetismo por parte
de gnósticos y sobre todo de montanistas.
A diferencia de los profetas, y
pese a los denunciados como maestros de error, los maestros siguieron desempeñando
sus funciones y otras que ya no desempeñaban apóstoles y profetas. Los
maestros gnósticos contribuyen también al descrédito de la función; sin
embargo, ésta se mantiene. Más que como una función específica, como la
común a pastores, catequistas y teólogos. La misión encuentra un nuevo
cauce en la labor académica de filósofos cristianos.
Los que presiden la comunidad
empiezan a recibir nombres específicos: epíscopos y diáconos
en comunidades paulinas y presbíteros en las judeocristianas y de la
misión de Bernabé. Esta jerarquía local se fue afianzando, en tanto que se
desvanecían los ministerios itinerantes de apóstoles y profetas. Pronto se
combina la terminología ministerial de presbíteros con la de epíscopos y diáconos.
El término de esta combinación, reflejado en las Pastorales, es la distinción
entre obispos, presbíteros y diáconos. La emergencia del episcopado monárquico,
que se remonta a los orígenes de algunas comunidades, está ya afianzada en
otras en tiempos de Ignacio; aunque en Alejandría se retrase a fines del s.
II. Se veía como ideal que las funciones ministeriales integrasen dotes
carismáticas.
La confesión de fe tuvo que ser
pronto precisada contra tergiversaciones heréticas con formulaciones que hacían
la función de reglas de fe. Su contenido queda delimitado por las doctrinas
de fe en que coinciden las iglesias de tradición apostólica. Garante de esta
tradición es la cadena de obispos sucesores de los apóstoles (Hegesipo,
Ireneo). La regla de fe pasa a ser un sumario explícito de la doctrina
tradicional que se contrapone a los sistemas gnósticos, como única clave auténtica
para la interpretación de la Escritura (Ireneo, Tertuliano). Los pastores
cerraron filas contra las amenazas a la identidad cristiana.
La confesión de fe trinitaria,
que había dado oportunidad al sincretismo gnóstico, se prestaba a
acentuaciones teológicas contradictorias. La tendencia monarquiana cuajó ya
en el giro de los ss. II al III en herejías adopcionistas (Teodoto de
Bizancio) o modalistas (Sabelio). La tendencia subordinacionista desembocó en
el s. IV en el arrianismo y sus secuelas. Los concilios de Nicea y
Constantinopla les salieron al paso con expresiones que precisaban la regla de
fe en un credo bautismal.
La Iglesia en el N.T. no es sólo un conjunto de comunidades sino una (cf. Mt 16, 18), como lo expresan también diversas imágenes (Templo de Dios, Cuerpo de Cristo, Esposa), que más allá de la realidad empírica remiten al misterio. El mismo pan eucarístico es símbolo de su unidad. Ignacio la denomina katholikê ekklesía. Lo es también la comunidad local ortodoxa en contraste con el conventículo sectario. Eclesiología y pneumatología van a una. Las comunidades dispersas realizan ampliamente la conciencia de su koinônía católica, mediante encuentros, correspondencia y sínodos. Escritura, Regla de Fe y Tradición fueron sus señas de identidad garantizadas por instancias sucesivas (obispo, sínodo local, concilio ecuménico) hasta acabar más tarde por descubrir todas las implicaciones del primado romano.