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El Magnificat

 traducido y comentado por M. Lutero

(1520-1521)

 

El Magnificat constituye otra isla, una de las pocas islas, entre el mar de escritos de Lutero. No es que no se perciban tonos polémicos, pero sus invectivas, preferentemente contra las desviaciones de la piedad mariana medieval -y de paso contra el papado y sus estructuras-, no son tan violentas, están como veladas por el calor del comentario, vívido, emocionado, realista y ferviente.

En la mariología luterana, este escrito constituye el inevitable punto de referencia y en él se pulsa la devoción del primer Lutero a la madre de Dios, que aparece aquí no en su grandeza, en sus vir­tudes ni en sus privilegios, sino en el objeto de la predilección divina. Palpita el miedo de tornarla en «ídolo», aunque al final de la exposición ‑modélicamente bíblica‑ se despida el autor invocando su intercesión, invocación parecida a la que abre su comentario, al fin de la dedicatoria de que hemos prescindido aquí: «Que esta dulce madre de Dios me consiga capacidad de espíritu para co­mentar su cántico útil y profundamente».

Todo el comentario encendido tiene un acento y una estructura acusadamente antitética: fuerza, potencia, misericordia de Dios; nonada, insignificancia, abajamiento de la muchacha, de la sierva, de la criada María; inmerecimiento de ésta, y el gran prodigio que en virtud del abatimiento rea­liza Dios en ella; es la antítesis, en definitiva, Dios‑hombre, vector de la teología de Lutero, mara­villosamente acentuado en las contraposiciones del poder de Dios y el de los grandes y potentados.

La serenidad del Magnificat resulta más extraña, si atendemos a las circunstancias en que fue compuesto: de noviembre 1520 a junio del año siguiente, es decir, entre el tiempo posterior a la con­denación de su doctrina (Exsurge, Domine), de su excomunión (Decet romanum pontificemJ, los avatares de Worms y su «secuestro» fecundo en Wartburg, donde le dio los últimos toques. Tiempo el más crítico de su misión y de su existencia que apenas se puede rastrear en estas páginas. Le dedicó a Juan Federico de Sajonia, joven entonces de diecisiete años, que heredaría en 1532 el elec­torado, del que luego sería despojado por Carlos v en favor del célebre Mauricio de Sajonia. Por eso el Magnificat tiene la apariencia de uno más de los «espejos de príncipes», género prodigado.

 

EDICIONES. Nuestra traducción ‑que prescinde de la dedicatoria y de algunos pasajes que no afectan al contexto, y que van señalados entre corchetes‑ se basa en la edición de Wittenberg, Lother 1521. Hemos tenido en cuenta también las otras de Walch 2, 7, 1372‑1445; E 45, 212‑290; WA 7, 544‑604; Cl 2, 133‑187; Mü 3, 6, 186‑244; LD 5, 274‑340; Lab 3, 13‑77; LW 21, 277‑358. Integra o parcialmente ha sido editada con mucha frecuencia, por ejemplo, en ediciones de bolsillo: Calw 9; Gold 1961; LfK 266 ss. La edición más completa, por el momento, con acotaciones muy oportunas, es la de A. Brandenburg, Das Magnificat. Verdeutscht und ausgelegt durch D. Martin Luther, Freiburg B. 1964.

 

BIBLIOGRAFIA. Sobre la actitud mariana de Lutero, cf. T. Süss, La mére de Jésus‑Christ dans la pensée de Luther: Positions Luthériennes 2 (1954) 97 ss. Más objetivo, el documentado W. Tappo­let, Das Marienlob der Reformatoren, Tübingen 1962; H. Düfel, Luthers Stellung zur Marienverehrung, Góttingen 1968; B. Gherardini, La Madonna in Lutero, Roma 1967; W. Cole Martin Luther: on marian devotion‑ invocation and intercession: Universitas Dayton Review 7 (1970) 53‑84. Muy com­pleto, aunque sólo sea avance de trabajos posteriores, G. von Horw, Das Marienbild Martin Lu­thers. Eine Untersuchung über das Zeugnis der Quellen: Ephemerides Mariologicae 2 (1974) 179­209. Una recopilación de textos marianos de Lutero, ¡bid., 147‑160. En concreto sobre el Magnificat, D. Flanagan, Luther on the Magnificat: ¡bid., 161‑178.

 

 

Mi alma glorifica a Dios, el Señor,

y mi espíritu se regocija en Dios, mi salvador.

Porque se ha fijado en mí, su humilde criada;

por eso eternamente me dirán bienaventurada las generaciones.

Porque el hacedor de todo ha realizado maravillas conmigo,

y su nombre es santo.

Su misericordia se alarga de generación en generación

para todos los que le temen.

Despliega la potencia de su brazo,

y destruye a los soberbios de corazón.

Desposee a los grandes de su señorío,

y enaltece a los insignificantes, a quienes no son nada.

Sacia a los hambrientos con toda suerte de bienes,

y deja a los ricos con las manos vacías.

Acoge a su pueblo Israel, su servidor,

acordándose de su misericordia,

conforme prometió a nuestros padres,

a Abrahán y a su descendencia por siempre.

(Lc 1, 46‑55).

 

 

INTRODUCCIÓN Y ENTRADA

Para la ordenada comprensión de este sagrado cántico, es preciso tener en cuen­ta que la bienaventurada virgen María habla en fuerza de una experiencia peculiar por la que el Espíritu santo la ha iluminado y adoctrinado. Porque es imposible entender correctamente la palabra de Dios, si no es por mediación del Espíritu san­to. Ahora bien, nadie puede poseer esta gracia del Espíritu santo, si no es quien la experimenta, la prueba, la siente. Y es en esta experiencia en la que el Espíritu santo enseña, como en su escuela más adecuada; fuera de ella, nada se aprende que no sea apariencia, palabra hueca y charlatanería. Pues bien, precisamente porque la santa Virgen ha experimentado en sí misma que Dios le ha hecho maravillas, a pesar de ser ella tan poca cosa, tan insignificante, tan pobre y despreciada, ha recibido del Espíritu santo el don precioso y la sabiduría de que Dios es un señor que no hace más que ensalzar al que está abajado, abajar al encumbrado y, en pocas palabras, quebrar lo que está hecho y hacer lo que está roto.Porque lo mismo que al comienzo de la creación hizo el mundo de la nada (por eso se llama creador y omnipotente), de la misma forma seguirá actuando hasta el final de los tiempos de tal suerte, que lo inexistente, lo insignificante, los menos­preciado, lo miserable y lo que está muerto lo trueca él en algo precioso, honora­ble, dichoso y viviente. Y por el contrario, todo lo precioso, honrado, dichoso y viviente lo trasforma en nonada, pequeñez, en despreciado, miserable y perecedero. Ninguna creatura puede obrar de esta suerte, le resulta imposible crear algo de la nada. Por eso, la mirada de sus ojos se dirige sólo hacia abajo, no se eleva hacia arriba, como dice Daniel: «Estás sentado sobre los querubines, y miras hacia lo profundo del abismo»[1]; y el Salmo 137: «Dios es el más excelso, mira hacia abajo y se fija en los pequeños, a los elevados los conoce de lejos»[2]; lo mismo en el Salmo 111: « ¿Dónde hay un Dios semejante al nuestro, que se está sentado en las alturas y que, sin embargo, mira hacia abajo, sobre los humildes del cielo y de la tierra?»[3]. Y es que el Altísimo no tiene nada por encima de sí mismo: por eso no puede mirar hacia arriba; como nadie hay que sea igual a él, tampoco puede mirar en torno suyo. Por eso sólo puede dirigir sus ojos o hacia sí o hacia abajo, y cuanto más bajo se encuentre uno en relación con él, tanto mejor lo ve.

A pesar de todo, el mundo y los ojos humanos obran absurdamente; sólo miran hacia arriba, quieren subir más y más, como está escrito en los Proverbios (cap. 30): « Es éste un pueblo de ojos altivos, cuyos párpados se dirigen hacia arriba»[4]. Esto puede ser comprobado a base de la experiencia de todos los días: cómo lucha to­do el mundo por ascender, por el honor, por el poder, la riqueza, el arte, el bienvi­vir y por cuanto hay de grande y elevado. Todo el mundo se empeña en estar pen­diente de las personas de este estilo, se las busca, se las sirve con gusto, porque todos quieren participar de su rango; no en vano la sagrada Escritura reserva el título de piadosos a tan escasos reyes y príncipes. Por el contrario, nadie quiere mirar hacia abajo, todos apartan los ojos de donde hay pobreza, oprobio, indi­gencia, miseria y angustia; se evita a las gentes así, se las huye, se escapa uno de ellas, y a nadie se le ocurre ayudarlas, asistirlas, echarles una mano para que se tornen en algo: así se ven obligadas a seguir abajo, entre los pequeños y menos­preciados. Entre los humanos no hay ningún creador que esté dispuesto a hacer algo de la nada, a pesar de que san Pablo (Rom 12) escriba y enseñe: «Queridos her­manos, no hagáis caso de las cosas elevadas sino de las humildes»[5].

Dios es el único en mirar hacia lo de abajo, hacia lo menesteroso y mísero, y está cerca de los que se encuentran en lo profundo, como dice Pedro: «Resiste a los altivos y se muestra gracioso con los humildes»[6]. De aquí es de donde surge el amor y la alabanza de Dios. Nadie podría alabar a Dios si antes no le hubiere amado, ni nadie le puede amar si no le conoce de la forma mejor y más suave; la única forma de conocerle así es a través de las obras que manifiesta en nosotros y que sentimos y experimentamos. Donde se ha llegado a experimentar cómo hay un Dios que dirige su mirada hacia abajo y que ayuda sólo a los pobres, a los des­preciados, a los miserables, a los desventurados, a los abandonados y a los que no son nada, allí es donde se le ama de corazón, donde el corazón sobreabunda de gozo, exulta y salta en vista de la complacencia con que Dios le ha regalado, y donde el Espíritu santo en un instante y por experiencia ha enseñado esta ciencia, este deleite sobreabundante.

Por eso nos ha sometido Dios a todos a la muerte y ha regalado a sus amadí­simos hijos y cristianos la cruz de Cristo, juntamente con innumerables sufrimien­tos y necesidades; permite a veces hasta que se caiga en el pecado para tener que mirar él con frecuencia a los abismos, para ayudar a muchos, para obrar incon­tables cosas, para manifestarse como creador verdadero; para que se le pueda cono­cer, amar y alabar precisamente en lo que el mundo, por desgracia y por su altanera mirada, le resiste sin cesar, estorbando su visión, su obrar, su ayuda, reconocimien­to, amor y alabanza. A1 arrebatar a Dios honor tal, se está robando uno a sí mis­mo la alegría, el gozo y la felicidad que acarrea.

Este es el motivo por el que ha arrojado incluso a su único, queridísimo hijo, Cristo, a las simas de la miseria y por el que muestra en él maravillosamente su mirar, su hacer, su ayuda, su forma de ser, su consejo, su voluntad, así como la fi­nalidad que todo esto entraña. Por eso la vida de Cristo es una eterna pletórica experiencia de esta confesión, de este amor y de esta alabanza de Dios, como dice el Salmo 15: «Le has colmado de alegría delante de tu rostro»[7]; es decir, que él te ve y te conoce. Sobre lo mismo dice también el Salmo 44 que lo único que tie­nen que hacer todos los santos en el cielo es alabar a Dios, porque se ha fijado en su bajeza y así se ha tornado visible, amable y loable para todos[8].

Bien, pues esto mismo es lo que hace la dulce madre de Dios: por el ejemplo de su experiencia y por medio de su palabra nos dice la forma en que se tiene que reconocer, amar y alabar a Dios. El hecho de que aquí se gloríe con alegre y exul­tante espíritu de gozo y alabe a Dios por haberse dignado mirarla, a pesar de su insignificancia y de su nada, nos obliga a creer que sus padres fueron pobres, me­nospreciados, de baja condición. Tratemos de imaginarnos esto en gracia a los sencillos: es indudable que tanto en Jerusalén, como en otras muchas ciudades, los sacerdotes encumbrados y los consejeros tenían hijas ricas, encantadoras, jó­venes, instruidas, honorables y consideradas por todo el país (como sucede en nuestros días con las hijas de los reyes, de los príncipes y de la gente acaudalada). Incluso en Nazaret, su ciudad, no era ella la hija de los dirigentes superiores, sino la de un ciudadano corriente y pobre, en la que nadie se había fijado y que no lla­maba la atención. Entre sus vecinos y los jóvenes se la veía sólo como una simple muchacha encargada del ganado y de la casa, indudablemente igual a una criada doméstica de ahora que hace las tareas que se le ordena.

Isaías (cap. 11) profetizó: «Brotará una rama del tronco de Jesé y nacerá de su raíz una flor sobre la que se posará el Espíritu santo»[9]. Este tronco y esta raíz son la familia de Jesé o de David, en concreto la virgen María, y la rama y la flor es Cristo. Ahora bien, así como no es probable, incluso ni creíble, que de un tron­co y una raíz secos y podridos broten ramas y flores hermosas, tampoco se puede concebir que María, la virgen, se tornase en la madre de un hijo así. Porque ya creo que no se la denomina tronco y raíz únicamente por haber sido una madre que de forma sobrenatural concibió virginalmente (como resulta sobrenatural que una ra­ma brote de una cepa muerta), sino también porque la rama y la familia de David, en sus tiempos y en los de Salomón, verdearon y florecieron en honor grande, en potencia, riqueza y prosperidad, y fueron tenidas en gran estima ante los ojos del mundo incluso. Pero al final, cuando Cristo tenía que llegar, los sacerdotes se ha­bían apropiado tal honor, eran los únicos que gobernaban, y la casa real de Da­vid se había visto reducida a la pobreza y al desprecio. Justamente como una cepa muerta, que no dejaba sospechar ni esperar que de ella pudiera brotar un nuevo rey de tan elevado rango. Y precisamente entonces, cuando esta falta de vistosidad había tocado su punto máximo, llega Cristo para nacer de esta menospreciada es­tirpe, de esta insignificante y pobre mozuela; el renuevo y la flor brotan de una per­sona a la que las hijas de los señores Anás y Caifás no hubieran creído digna de ser su más humilde criada. De esta suerte las obras y mirada de Dios tienden hacia la bajura, las de los hombres sólo hacia las alturas.

Y éste es el motivo de su cántico de alabanza que ahora vamos a escuchar pa­labra por palabra.

 

MI ALMA GLORIFICA A DIOS, MI SEÑOR

Estas palabras brotan de un ardor inflamado y de un gozo desbordante, en el que bullen todas sus facultades, toda su vida, y que exulta en su espíritu. Por eso no dice « yo ensalzo a Dios», sino « mi alma»; como si quisiera expresar: « mi vida, todos mis sentidos, se ciernen en el amor, alabanza y gozo divinos con tal intensi­dad, que me siento arrastrada a alabar a Dios con fuerza superior a las mías». Es­to es lo que exactamente sucede con quienes han gustado la dulzura y el espíritu de Dios: sienten más de lo que les es posible expresar, puesto que el alabar gozosa­mente a Dios no es obra humana, sino una pasión alegre, una operación divina inefable, sólo cognoscible desde la experiencia personal, como dice David en el Salmo 33: «Gustad y ved qué bueno es el Señor; dichoso el hombre que a él se con­fía»[10]. En primer lugar se habla de gustar, y después viene el ver, por la sencilla razón de que no es posible llegar a este conocimiento sin la experiencia y la sen­sación peculiares que sólo puede alcanzar quien, en lo profundo de su indigencia, confía en Dios de todo corazón. Por este motivo se añade enseguida: «Dichoso el hombre que confía en Dios», porque entonces este hombre experimentará dentro dé sí la obra de Dios y de esta forma llegará a esa dulzura sensible y, a través de ella, a la comprensión e inteligencia completas.

Vamos a verlo palabra tras palabra. La primera: « Mi alma». La Escritura di­vide al hombre en tres partes. Esta es la razón de que san Pablo diga (1 Tes): «Que él, el Dios de la paz, os santifique plenamente, y que todo vuestro espíritu, alma y cuerpo se conserven sin mancha hasta la parusía de nuestro señor Jesucristo»[11] [...]. Pablo pide a Dios, un Dios de paz, que nos santifique, pero no sólo en una parte, sino en la totalidad: que se santifiquen espíritu, alma y cuerpo. Habría que hablar mucho sobre el por qué de esta petición. Digamos, en una palabra, que si el espí­ritu no está santificado, no habrá nada que sea santo.

En la actualidad asistimos a una lucha encarnizada, a un enorme peligro que acecha a esta santidad del espíritu, consistente sólo en la fe pura y sencilla, ya que el espíritu no se relaciona con las realidades tangibles. Sin embargo, llegan falsos maestros que se empeñan en seducirle con el atractivo de lo exterior: unos le pre­sentan las obras, otros determinados sistemas de piedad. Si el espíritu no está prevenido y adiestrado, entonces fallará, se adherirá a estas obras externas, a estos métodos con los que se cree acceder a la santidad: es la forma de perder enseguida la fe, y el espíritu está muerto a los ojos de Dios. Aparecen sectas y órdenes reli­giosas de los más variados colores: unos se hacen cartujos, otros descalzos; éste quiere lograr la salvación a base de ayunos, el de más allá con una obra, aquél con otra. Por doquier se encuentra con determinadas obras y órdenes que no proceden de Dios, sino que han sido arbitradas sólo por hombres, y que, por otra parte, no conceden la más mínima atención a la fe; no se cansan de enseñar que hay que edi­ficar sobre obras, hasta que se hunden tan profundamente, que han hecho saltar por ese motivo fuentes de discordia. Todos pretenden ser los mejores y desprecian a los demás, como sucede ahora con nuestros «observantes», que no hacen más que pavonearse y fanfarronear[12].

Contra esta clase de santos de obras y aparentemente piadosos doctores es con­tra quienes ruega Pablo en este pasaje, al decir que Dios es un Dios de paz y de unidad; un Dios al que esos santos divididos e inquietos no podrán poseer ni con­servar, a no ser que cedan en su empeño y se den cuenta de una vez que lo único que acarrean las obras son disensiones, pecados, inquietudes, y de que sólo la fe proporciona la salvación y la paz. Es lo que quiere decir el Salmo 66: «Dios hace que vivamos unidos en casa», y el 133: «¡Qué bueno, qué gozoso, cuando los her­manos viven como si fueran uno Solo!»[13].

La única fuente de paz consiste en enseñar que ninguna obra, ninguna obser­vancia exterior, sino sólo la fe, es decir, la firme esperanza en la invisible gracia que Dios nos ha prometido, acarrea la piedad, la justificación y la santidad. Sobre el particular he tratado con amplitud en mi Sobre la buenas obras[14]. Donde falta la fe, ya podemos acumular obras, que sólo se hará presente allí la discordia, la des­unión, sin que quepa lugar para Dios. Que por eso san Pablo no se contenta con decir «que vuestro espíritu, vuestra alma, etc.», sino que dice «todo vuestro espí­ritu», en el que está todo incluido. Echa mano aquí el apóstol de una estupenda expresión griega: tó jolókleron pneúma jymón, que significa: «vuestro espíritu, due­ño de toda la herencia»; como si quisiera expresar: « No os dejéis seducir por nin­guna doctrina de obras; sólo el espíritu que cree es dueño de todo, puesto que to­do depende únicamente de la fe del espíritu. Ruego a Dios se digne protegeros de los falsos maestros, empeñados en alcanzar la confianza de Dios a través de las obras; están equivocados, al no respaldar tal confianza exclusivamente en la gra­cia de Dios» [...1.

Por ahora baste con lo dicho para esclarecer las dos palabras de «alma y es­píritu», tan habituales en la Escritura. Inmediatamente después nos encontramos con el vocablo magnlficat, que significa «engrandecer», «ensalzar», «apreciar sobre­manera» a quien quiere, sabe y puede hacer muchas grandes y buenas cosas. Es lo que se sigue en este canto de alabanza, porque la palabra magnificat es como el título de un libro, indicador de lo que en él se contiene escrito. También María, con esta palabra, expresa el contenido de su cantar, es decir, las grandes acciones y obras divinas, realizadas para afianzar nuestra fe, para consolar a los humildes y para amedrentar a todos los encumbrados de este mundo. Hemos de reconocer que el cántico entraña esta triple finalidad y utilidad, ya que María no lo entonó para ella sola, sino para que todos nosotros lo cantemos a su imitación.

Ahora bien, para que uno se estremezca o se consuele en virtud de tales actua­ciones grandiosas de Dios, no hay que creer sólo que él puede y sabe realizar es­tas maravillas; se precisa también la convicción de que Dios quiere hacerlas y en ello se complace. No, no basta con que creas que Dios ha obrado grandes cosas con otros, pero no contigo, pues con ello te verás privado de esta divina acción. Así obran los que, en su poderío, no temen a Dios y los que, en su debilidad, se dejan dominar por el descorazonamiento. La de esta estirpe es una fe inexisten­te, muerta, como ilusión nacida de fábula. Por el contrario, tienes que estar conven­cido, sin duda ni vacilación posible, de la [buena] voluntad de Dios para contigo, y creer con firmeza que también contigo quiere realizar cosas grandes.

Esta es la fe viva y actuante: la que penetra en el hombre entero y le trasfigura; la que te fuerza a tener miedo si estás elevado y la que te consuela si te encuentras abatido. Cuanto más encumbrado te encuentres, tanto más has de temer; cuanto más profundamente oprimido te sientas, con mayor fuerza tienes que consolarte. Esto no lo consigue la otra fe. ¿Cómo tienes que consolarte ante la angustia de la muerte? En esa circunstancia debes creer no sólo que Dios puede y sabe ayudarte, sino también que quiere prestarte su ayuda. Tendrá lugar entonces la maravilla inefable de verte libre de la muerte eterna, de llegar a la bienaventuranza sin fin y de tornarte en heredero de Dios. Esta fe, como dice Cristo, es capaz de todo[15]. Esta es la única fe que justifica, la única que aboca a la experiencia de las obras divinas y, a través de ello, la que impulsa al amor de Dios, a alabarle, a cantar que el hombre le engrandece y le magnifica con razón.

En efecto, no podemos exaltar a Dios en su naturaleza, que es inmutable, sino en lo que conocemos y experimentamos, es decir, cuando le estimamos excelso, cuando le juzgamos grande antes que nada por su gracia y por su bondad. Por eso la santa madre no dice « mi voz» o « mi boca» o « mi mano», ni tampoco « mi pensa­miento, mi razón o mi voluntad» glorifican al Señor (ya que hay muchos de esos que alaban a Dios en voz alta, que predican con palabras exquisitas, que lanzan discursos, disputan, escriben sobre él, que le pintan; muchos que discurren y que, apoyados en la razón, tratan y especulan sobre él; muchos que le ensalzan con de­voción y voluntad falseadas); sino que canta « mi alma le glorifica». Lo que equiva­le a decir: mi vida entera, todos mis movimientos, sentidos, potencias le ensalzan sobremanera. De suerte que María, extasiada en él, se siente asumida en su gracio­sa y buena voluntad, como lo demuestra el versículo siguiente. Es lo mismo que nos sucede a nosotros cuando alguien nos ha hecho algún beneficio extraordinario; toda nuestra vida se siente impulsada hacia él y decimos: « ¡Oh, le estimo tanto!», que es igual que decir «mi alma le glorifica». Pues mucho mayor será este sentimien­to cuando experimentemos la bondad divina, tan inconmesurable en sus obras, que nos parece que todas las palabras, los pensamientos todos, resultan poca cosa. La vida, el alma enteras se sienten arrastradas como si todo lo que alienta en no­sotros quisiera cantar y decir con gozo estas cosas.

Pero hay dos clases de espíritus que son incapaces de entonar adecuadamente el Magnificat. Primero, los que no alaban a Dios hasta que no han recibido sus beneficios. Como dice David: « Te alaban porque les has tratado bien»[16]. Da la impresión de que alaban a Dios con entusiasmo; pero al no estar dispuestos nunca a sufrir el abatimiento y la humillación, jamás podrán experimentar las verdaderas obras divinas ni, por consiguiente, estarán capacitados para amarle y loarle como es debido. Así, hoy en día el mundo entero rebosa en oficios divinos y alabanzas que se acompañan con cánticos, sermones, órganos y pífanos. El Magnificat se entona con toda la solemnidad, pero es una lástima que cántico tan precioso como éste se utilice con tanto desmayo por parte nuestra, si no le entonamos mientras no nos vayan bien las cosas. Si salen mal, se deja de cantar, se deja de estimar a Dios, se piensa que no puede, que no quiere hacer nada por nosotros y se prescin­de del Magnificat.

Más peligrosos son aún, en segundo lugar, los que hacen precisamente lo con­trario: los que se glorían de las bondades divinas, pero sin atribuirlas precisamente a Dios. Quieren tener su parte en ellas, apoyarse en ellas para que los demás les honren y sobreestimen. Admiran los dones excelsos que Dios les ha regalado, se abalanzan sobre ellos, los arrebatan como si de algo propio se tratara, y creyén­dose algo extraordinario por esto, se aprovechan para pavonearse ante quienes no los poseen. He ahí una situación resbaladiza y arriesgada. Los beneficios divinos en su natural efecto hacen que los corazones se tornen orgullosos y auto suficientes. Por eso, es preciso poner atención en la última palabra: «Dios». No dice María « mi alma se glorifica a sí misma», ni « mi alma se complace en mí» (ella preferiría que no se le hiciese gran caso), sino que se limita a exaltar a Dios, sólo a él le atri­buye todo; se despoja de todo para dárselo a Dios, de quien lo ha recibido. Es cier­to que fue agraciada por la acción sobreabundante de Dios, pero no está dispuesta a considerarse por encima del más humilde de la tierra; y si lo hubiera hecho, ha­bría sido arrojada a lo más profundo del infierno con Lucifer. Sólo pensaba en que si otra muchacha cualquiera hubiera sido colmada por Dios con tales benefi­cios, la habría proporcionado la misma alegría, no hubiera sentido celos, como si fuese ella la única indigna de honor tal y todos los demás dignos de haberlo reci­bido. Su gozo hubiera sido el mismo, si Dios, ante sus propios ojos, le hubiera pri­vado de este bien para otorgárselo a otro. No se ha apropiado en manera alguna estos bienes y ha dejado a Dios muy dueño y señor de ellos. No ha sido más que un gozoso albergue, una servicial hospedera de tamaña categoría, y por eso ha con­servado todo eternamente.

He aquí lo que se dice glorificar, magnificar sólo a Dios y no apropiarnos nada nosotros. También se puede ver en esto los motivos crecidos que María tuvo para caer y pecar, puesto que no es de menos entidad el milagro de haber rechazado la soberbia y la arrogancia, que el de haber sido depositaria de estas grandezas. ¿No te parace maravilloso el corazón de María? Se sabe madre de Dios, ensalzada por todos los humanos, y a pesar de ello permanece tan tranquilamente sencilla, que no hubiera menospreciado a la más humilde criada. ¡Pobres de nosotros! Basta con que poseamos algún bien insignificante, algún poder u honor, o, sencillamente, con que seamos un poco más agraciados que los demás, para que creamos que no es digno de compararse con nosotros cualquiera menos favorecido y para que nues­tro orgullo rompa todas las barreras. ¿Qué haríamos si fuésemos dueños de ta­les y tan excelsos bienes?

Esta es la razón por la que Dios nos abandona a nuestra pobreza y a nuestra miseria: porque a la fuerza ensuciaríamos sus bienes deliciosos. El aprecio propio no se mantendría como antes, y nuestro ánimo se levantaría o caería a medida que estos bienes se nos concediesen o se nos retirasen. Este corazón de María, en cam­bio, permanece fuerte y ecuánime en todas las circunstancias, deja que Dios actúe en ella según su voluntad, sin tomarse más que el buen consuelo y el gozo de la confianza en Dios. ¡Qué hermoso Magnificat entonaríamos nosotros si siguiésemos su ejemplo!

 

Y MI ESPÍRITU SE REGOCIJA EN DIOS, MI SALVADOR

Ya hemos dicho lo que es el espíritu: es el que por la fe logra las realidades in­visibles. María denomina también a Dios su salvador o su salvación. No le veía ni le sentía, pero creía con confianza firme que él era su salvador y su felicidad. Esta fe le provenía de la obra que Dios había cumplido en ella. Procede en este particu­lar muy ordenadamente: llama primero Dios a su señor y después su salvador, y le denomina su salvador antes de comenzar la enumeración de sus obras. Nos en­seña de esta suerte la forma correcta en que nosotros tenemos que amar y alabar sólo a Dios sin buscar nuestro interés. Porque quien recta y únicamente ama y alaba a Dios, le alaba sólo porque es bueno, se fija exclusivamente en su bondad, y en ésta, no en otra cosa, encuentra su placer y su gozo. He aquí una forma subli­me, limpia y delicada de amar y de alabar, perfectamente adecuada a un espíritu sublime y delicado como el de esta virgen.

Los amantes impuros y perversos, que no son más que egoístas patentes y que se buscan a sí mismos en Dios, no aman ni alaban su pura bondad; al contrario, se preocupan sólo de sí mismos y de lo bueno que les resulta Dios, es decir, en qué medida les manifiesta su bondad sensiblemente, al hacerles tantos beneficios. Y le estiman sobremanera, están radiantes, le cantan y loan mientras perdura esta mues­tra sensible [...].

María, la madre de Dios, anegada en estos estupendos y sobreabundantes bie­nes, no se abalanza sobre ellos; no busca en ellos su propia satisfacción, sino que conserva puro su espíritu en el amor y alabanza de la sola bondad divina. Estaría dispuesta a aceptar gustosa y de buena voluntad que Dios la privase otra vez de esos bienes y la redujese a un espíritu pobre, desnudo, despojado.

Mucho más arriesgado es saber mesurarse en medio de la riqueza, del honor encumbrado, del poder, que en la pobreza, en la vergüenza y en la debilidad; porque riqueza, honor y poderío atraen con fuerza y prestan ocasión para el mal. Por este motivo es mucho más digno de alabanza el admirable, puro espíritu de María: porque viéndose honrada tan sobremanera, no cae sin embargo en la tentación. Actúa como si no viese nada; sigue inalterable por el camino recto y se ase única­mente a la divina bondad, a la que ni ve ni siente. Prescinde de los bienes que recibe, sin complacerse en ellos. No busca su satisfacción propia, de forma que con todo derecho, con toda razón, puede entonar: «mi espíritu se regocija en Dios, mi sal­vador». En verdad que es el suyo un espíritu que exulta de gozo en la fe, que se regocija no por los bienes divinos que experimentó, sino sólo por Dios, su salvador, al que no siente y al que conoce sólo por la fe. Estos son los espíritus humildes de verdad, sin trabas, hambrientos, temerosos de Dios.

 

PORQUE SE HA FIJADO EN LA BAJEZA DE SU CRIADA, POR ESO ME LLAMARÁN BIENAVENTURADA TODOS LOS HIJOS DE LOS HIJOS

Algunos han traducido aquí la palabra humilitas por humildad, como si la vir­gen María se estuviese refiriendo a su humildad, como si se gloriase de ella. De ahí proviene que determinados prelados se llaman también «humildes», siendo así que esto anda muy lejos de la verdad, porque ante los ojos de Dios nadie puede ufanarse de una buena cualidad sin que peque y se deteriore. Ante él sólo cabe gloriarse de su pura bondad y de su gracia, que se nos han manifestado a nosotros, indignos, de tal suerte, que sólo subsistan y se mantengan el amor y alabanza de Dios, no los nuestros, como enseña Salomón en los Proverbios (cap. 25): «No te dés importancia ante el rey, no te quedes en pie (es decir, no te hagas el interesante) en presencia de los grandes señores, porque es mejor que te digan "ven más arriba", que ser humillado delante del príncipe»[17]. ¿Cómo se podría atribuir a esta virgen, pura y justa, una presunción y soberbia tal, como la de gloriarse de su humildad ante Dios? Es ésta la más alta de las virtudes, y nadie, a no ser que esté desbordan­do en soberbia, puede considerarse humilde y gloriarse de ello. Sólo Dios conoce a la humildad; él sólo la rige y la revela, de forma que el hombre que de veras es humilde es el que menos sabe de humildad.

La Escritura emplea el término «humillar» (humiliare) con el significado de aba­jar y de aniquilar. Por eso en muchos pasajes de la misma se llama a los cristianos pauperes, aflicti, humiliati; pobres, sin prestancia, gente abandonada, como dice el Salmo 115: «Me he visto reducido a la nada» o «abajado»[18]. La humilitas no es otra cosa que un ser o estado despreciado, sin apariencia, bajo, exactamente igual al estado en que se encuentran los pobres, los enfermos, hambrientos, sedientos, los prisioneros y los hombres que sufren y mueren, de la misma forma que se hallaba Job en medio de sus tribulaciones, David arrojado de su reino o Cristo cargando con las miserias de todos los cristianos [...].

De esta palabra humiditas deducimos con evidencia que la virgen María fue una muchacha menospreciada, insignificante y sin apariencia, y que precisamente por eso sirvió a Dios, sin advertir que él tenía en tanto aprecio su baja condición. Esto tiene que consolarnos, puesto que, a pesar de que nos veamos rebajados y des­preciados, no debemos desalentarnos pensando que Dios está enojado con nosotros. A1 contrario: tiene que constituir un motivo aún mayor para afianzar nuestra espe­ranza en la concesión de su gracia. Tenemos que estar alerta sólo contra el peligro de no aceptar con suficiente resignación y agrado esta humillación, no vaya a ser que el «ojo malvado» se abra demasiado y nos induzca al error de la búsqueda disimulada de encumbramiento o de nuestra propia satisfacción, lo que equival­dría a desbaratar la humildad. ¿De qué sirve a los condenados que hayan sido arro­jados al más abismal abatimiento, si están allí contra su gusto y contra su voluntad? ¿Y en qué se perjudican los ángeles por haber sido encumbrados a las mayores alturas si se aferran a ello con una complacencia errada? En pocas palabras: este versículo nos enseña a conocer a Dios como es debido, al mostrarnos que él dirige su mirada hacia los humildes y despreciados. Conoce rectamente a Dios quien sabe que se fija en los humildes, como hemos dicho ya. Del conocimiento brota el amor y la confianza divinos, de forma que el hombre se entrega a él voluntariamente y le sigue.

Dice Jeremías a este propósito: «Que nadie se gloríe de su fuerza, de su riqueza ni de su sabiduría; que el que se alaba, se alabe en tener seso y conocerme»[19]. Que es lo mismo que enseña san Pablo (2 Cor 10): «El que se gloría, que se gloríe en Dios»[20].

Y así la madre de Dios, después que ha ensalzado a su Dios y salvador con es­píritu sencillo y justo, sin haberse apropiado ninguno de sus bienes, y después de haber cantado, por tanto, rectamente su bondad, procede a la alabanza ordenada de sus obras y de sus bondades. Porque, como queda dicho, no debe abalanzarse uno sobre los bienes de Dios y arrebatárselos; lo que hay que hacer es elevarse hacia él a través de ellos, estar pendientes sólo de él, estimar en mucho su bondad. Y en­tonces, alabarle en sus obras, por las que nos ha mostrado cómo amar su bondad, cómo confiar en ella y loarla, ya que las obras no son más que un estupendo moti­vo para amar y alabar su pura bondad, que es la que reina sobre nosotros.

Por lo que se refiere a María, empieza por sí misma y canta lo que Dios ha rea­lizado en ella. Dos cosas nos enseña con esto. Primero, que hay que atender a lo que Dios hace con uno antes de considerar lo que hace con los demás. La felicidad no depende de lo que Dios hace a los otros, sino de lo que realiza contigo. Por este motivo (Jn 21) Cristo respondió a Pedro: ¿ «y a ti que te importa?, tú sígueme», cuando le preguntó en relación con Juan: «Y éste ¿qué?»[21]. Como si quisiera de­cir: las obras de Juan no te van a servir para nada; debes fijarte en ti y esperar lo que a mi me plazca hacerte. A pesar de todo, domina hoy en el mundo un abomi­nable abuso en el reparto y venta de las buenas obras: algunos espíritus presun­tuosos se empeñan en ayudar a los demás, en particular a quienes viven o mueren sin un caudal personal de obras de Dios, como si a ellos les sobrasen buenas obras. San Pablo dice con toda claridad (1 Cor 3): «Cada cual recibirá el salario propor­cionado a su trabajo»[22], y no según el trabajo del vecino.

Se podría soportar esto, si rogasen por otros o presentasen a Dios sus buenas obras en calidad de plegaria; pero resulta una práctica vergonzosa acudir con ello como si de un regalo se tratara. Y lo que es todavía mucho más angustiante: ofrecen obras cuya virtualidad ante Dios son los primeros en ignorar, ya que Dios no se fija en las obras, sino en el corazón y en la fe, por medio de la que opera en nosotros y a la que éstos apenas si prestan atención. Sólo se fijan en las obras exte­riores, y así se engañan a sí mismos y seducen a los demás, llevando su osadía has­ta convencer a la gente de que se vista hábitos frailunos a la hora de la muerte, so pretexto de que quien fallezca con esa indumentaria logrará la remisión de to­dos los pecados y conseguirá la salvación. Pretenden que la gente se salve no sólo por obras de otros, sino también por el vestido ajeno. Pienso que, como no se ande con cuidado en este particular, el espíritu malo llegará tan lejos, que acabará por llevar a la gente al cielo a base de comidas, celdas o enterramientos monacales. Que Dios nos ayude. ¡Qué tinieblas me envuelven cuando veo que se quiere lograr la justificación y la salvación por un hábito monacal! ¿Para qué sirve entonces la fe? Hagámonos todos frailes o muramos con estos hábitos, y todo lo que se teje tendría que dedicarse exclusivamente a tales vestimentas. ¡Guárdate, guárdate bien de estos lobos disfrazados de ovejas, para que no te desgarren y te seduzcan!.

Reflexiona sobre lo que Dios ha realizado contigo, y deposita la confianza de tu salvación solamente en las obras que Dios te ha hecho a ti y en nada más, co­mo puedes ver que hace la virgen María en esta circunstancia. ¿Que quieres de­jarte ayudar por la plegaria de otros? Es algo justo y bueno, puesto que todos te­nemos la obligación de rezar y de obrar por los demás. Ahora bien, que nadie se abandone a las obras de otro y prescinda de las obras divinas que le son propias. Por el contrario, hay que atender con toda diligencia a sí mismo y a Dios, exacta­mente igual que si él y Dios fuesen los únicos existentes en el cielo y en la tierra, como si nadie más que uno fuese el motivo de la acción divina. Y después, sólo después, se puede atender a las obras de los demás.

Segunda lección de María: que cada uno ha de intentar ser el primero en la alabanza de Dios, en realizar las obras que ha realizado en él, y después de esto alabar lo que ha hecho con los restantes. Así leemos que Pablo y Bernabé pre­dicaban a los apóstoles las obras que Dios había ejecutado en ellos, y los apósto­les a su vez proclamaban las suyas[23]. Lo mismo hicieron (cap. último de Lucas) a propósito de la aparición consiguiente a la resurrección de Cristo[24]. Entonces se elevó a Dios la común alegría y alabanza; todos celebraron las gracias otorga­das a los demás después de haberlo hecho con las propias, incluso aunque éstas hubiesen sido más insignificantes que las del resto, sin codiciar ser los primeros y principales en los beneficios, sino en el amor y en la alabanza de Dios. Y es que su corazón era tan sencillo, que les bastaba con Dios y con su pura bondad, inclu­so aunque el don fuese insignificante [...].

El pájaro canta y se regocija como puede, sin quejarse por no poder hablar. El perro brinca de gozo y está contento, aunque carezca de la facultad de razonar. Todos los animales estás satisfechos y sirven a Dios con amor y alabanza, sin esa mirada pequeña e interesada de los humanos. Y es que el hombre anda insaciable; nunca podrá llenarse suficientemente a causa de su ingratitud y de su soberbia; está a la caza de los más elevados puestos y de ser el mejor. No busca la honra de Dios, sino que Dios le colme de honores.

Leemos que, por los tiempos del concilio de Constanza[25], dos cardenales que cabalgaban por el campo divisaron a un pastor que estaba en pie y deshecho en lágrimas. Uno de los cardenales, hombre bueno, no quiso pasar de largo; pre­firió consolar a aquel hombre, y, acercándose a él, le preguntó qué le sucedía. El cardenal estaba emocionado porque el pastor seguía en su llanto desolado y no contestaba a su pregunta. Por fin se decidió a hablar y, señalando a un sapo, dijo: «Lloro porque Dios me ha hecho creatura hermosa, tan diferente de ese horroroso reptil, y ésta es la hora en que no me había dado cuenta, en que todavía no se lo he agradecido ni le he alabado por ello». Tales palabras impresionaron y descon­certaron al cardenal hasta tal extremo, que cayó de la montura y fue preciso tras­portarle a una casa. Gritaba: «Ay, san Agustín, cuánta razón tenías al decir que los indoctos se elevan sobre nosotros, se adelantan a recibir el cielo antes que nosotros, que, con toda nuestra ciencia, nos dejamos guiar por la carne y por la sangre»[26]. Considero yo que aquel pastor no era rico, ni agraciado, ni poderoso; a pesar de ello, contempló y meditó los bienes divinos con profundidad tal, que encontró dentro de sí mismo mucho más de lo que podía abarcar con su mirada.

María confiesa que la primera obra que Dios ha realizado en ella ha sido la de mirarla. Es la mayor, en efecto, ya que las restantes dependen y dimanan de ella. En realidad, cuando Dios vuelve su rostro hacia alguien para mirarle, allí se está registrando gracia pura, felicidad, y de ello se siguen todos los dones y todas las obras. Así leemos en el capítulo cuarto del Génesis que Dios se fijó en Abel y en su sacrificio[27], pero que no miró a Caín ni a su ofrenda. Por eso nos explica­mos que en el salterio sea corriente la súplica de que Dios vuelva a nosotros sus ojos, que no se esconda, que se digne iluminarnos y otros ruegos similares. La mis­ma María nos atestigua que valoraba ésta como la mayor de las obras, al decir a propósito de esta mirada: «He aquí que me dirán bienaventurada las generaciones».

¡Fíjate bien en las palabras! No afirma que se dirán muchas cosas buenas de ella, que se celabrará su virtud, que ensalzarán su virginidad o su humildad, ni que se entonará alguna canción sobre sus acciones, sino sólo que Dios la ha mirado y que, por ello, la llamarán bienaventurada. Imposible honrar a Dios con mayor pureza. Por eso señala este mirar, y dice ecce enim ex hoc (he aquí que a partir de ahora me dirán bienaventurada, etc.), o sea, seré llamada dichosa desde el momento en que Dios se ha fijado en mi bajeza. Con esto, no es ella la alabada, sino la gra­cia que Dios le ha derramado. Más exactamente: es despreciada María, y se des­precia a sí misma, al decir que Dios ha mirado su nada. Este es el motivo por el que proclama su dicha antes de enumerar lo que Dios ha realizado con ella, atribuyen­do todo a la mirada divina sobre su bajeza.

De todo ello hemos de deducir la forma correcta de honrarla y de servirla. ¿Có­mo tenemos que dirigirnos a ella? Fíjate bien en las palabras; te dicen que tienes que hablarla de la siguiente manera: « ¡Oh, tú, bienaventurada virgen y madre de Dios; qué nada e insignificante eres, qué despreciada has sido, y, sin embargo, qué graciosa y abundantemente te ha mirado Dios y qué grandes cosas ha realiza­do contigo! Nada de eso has merecido, pero la rica y sobreabundante gracia que Dios ha depositado en ti es mucho más alta y más grande que todos tus méritos. ¡Dichosa de ti! Desde este momento eres eternamente bienaventurada, porque has hallado a un Dios así, etc.». No creas que ella oirá con desagrado que se la diga indigna de tal gracia. Sin duda alguna no ha mentido ella misma cuando confiesa su indignidad y su nada, sobre las que Dios ha lanzado su mirada, no en virtud de sus méritos, sino por pura gracia. A los que oye sin agrado es a los ociosos char­latanes que tanto predican y escriben sobre su mérito, para hacer ostentación de su habilidad peculiar, sin darse cuenta de que, con ello, lo que hacen es desvirtuar el Magnificat, tachar de mentirosa a la madre de Dios y empequeñecer la gracia divina; porque cuanto más se empeñen en atribuirle a ella mérito digno, tanto más se roba a la gracia de Dios y se empequeñece la verdad del Magnificat. Hasta el ángel la saluda sólo «por la gracia de Dios» y porque el Señor está con ella, ya que por ello sería bendita entre todas las mujeres. Por tal motivo, no están lejos de con­vertirla en ídolo todos los que la colman de alabanzas y honores, concediéndoselo todo a ella, como si estuviese deseosa de ser honrada, de apropiarse el bien, cuan­do en realidad lo rechaza, y lo que desea es que Dios sea alabado en ella y condu­cir a todos a la buena confianza en la gracia divina.

Así, quien la quiera honrar correctamente, tiene la precisión de no represen­társela aislada, sola, sino de colocarla en relación con Dios y muy por debajo de él, de despojarla de toda excelencia y de contemplar su nada, como ella dice. Después vendrá la admiración ante esta maravilla de la sobreabundante gracia de Dios, que tan pródiga y bondadosamente mira, abraza y bendice a un ser tan pequeño e insignificante. La contemplación de este ser te conducirá a amar y alabar a Dios en tales gracias, te llenará de entusiasmo y confianza para esperar toda suerte de bienes de este Dios que tan graciosamente se fija en los pequeños, insignificantes y despreciados sin que los desprecie. Tu corazón se reforzará en la fe, esperanza y caridad a los ojos divinos. ¿Piensas que puede haber otra cosa que le resulte más grata que este llegar tú a Dios por medio suyo, que aprender por su ejemplo a con­fiar y esperar en Dios, aunque sea a costa de ser despreciado y anonadado? De todas formas, suceda durante la vida o en la muerte, lo que desea no es que acudas a ella, sino que por su medio te dirijas a Dios.

Has de saber precaverte contra tantas formas distinguidas por las que bregan los humanos, al ver cómo Dios ni ha encontrado ni deseado encontrar en su madre consideración elevada. Pero los maestros que nos pintan y representan a la virgen bienaventurada con tales tonos que no dejan admirar en ella nada menospreciado, sino sólo aspectos grandiosos, encumbrados, no hacen otra cosa que presentarnos a la madre de Dios aislada, sin relación con Dios, que tornarnos en estúpidos aco­bardados y encubrirnos el consolador espectáculo de la gracia, justamente como se hace con los retablos durante la cuaresma[28]. No nos dejan ver ahí ejemplo algu­no que nos pudiera consolar; María es elevada por encima de todo ejemplo, cuan­do debería ‑y preferiría‑ aparecer como el mejor espejo de la gracia de Dios, que atrajese a todo el mundo a la gracia divina, a la firme confianza, al amor, a la alabanza, de tal forma, que precisamente por mediación suya, todos los corazones llegasen a adquirir una opinión de Dios tal, que pudieran decir confiadamente: «Oh, tú, bienaventurada virgen y madre de Dios, qué estupendo consuelo nos ha manifestado Dios por tu medio; porque se ha fijado tan graciosamente en tu in­dignidad, en tu bajeza, que esto mismo nos hace pensar que en adelante, y siguien­do tu ejemplo, no nos despreciará a nosotros, pobres hombres insignificantes, sino que nos mirará también graciosamente».

¿Es que te crees que la bienaventurada madre de Dios no constituirá voluntaria y graciosamente un ejemplo para todos, cuando David, san Pedro, san Pablo, san­ta María Magdalena y semejantes se presentan a todos los humanos ‑por una gracia extraordinaria, no por sus méritos‑ como espejo consolador para afirmar la confianza y la fe en Dios? Lo que pasa es que en estos tiempos que corren no se nos muestra de esta manera, a causa de tantos predicadores y de los vanos charlatanes que no se fijan en este verso y olvidan que en ella se conjuntan la so­breabundante riqueza de Dios y su honda pobreza, el honor divino y su nonada, la divina dignidad y su menospreciada condición, la divina grandeza y su pequeñez, la bondad divina y su carencia de méritos, la gracia de Dios y su indignidad. De presentarla así, fluirían el gozo y el amor confiado hacia Dios, Este es el motivo de que se escriba la biografía y los hechos de la virgen y de todos los santos. Sin embargo, algunos acuden a ella en busca de consuelo y ayuda, cual si de un dios se tratara, hasta eí extremo de que mucho me temo que reine la idolatría ahora como jamás lo ha hecho. Baste con lo dicho por el momento [...].

 

PORQUE HA REALIZADO COSAS GRANDES EN MI EL QUE ES PODEROSO, Y SANTO ES SU NOMBRE

Canta aquí la virgen el conjunto de cuantas obras le ha hecho Dios, y las canta siguiendo un orden correcto. En el verso precedente ha cantado la mirada divina, la voluntad graciosa sobre ella, que es lo más grande, como la obra maestra de to­das las gracias; aquí entona el cántico de las obras y de los dones. Y es que Dios a algunos les enriquece con dones incontables, los adorna soberanamente, como a Lucifer en el cielo, pero no se fija en ellos. Los bienes no pasan de ser regalos que duran sólo por un tiempo determinado; mas la gracia y el mirar suponen una he­rencia eterna, como dice san Pablo (Rom 6): «La gracia es la vida eterna»[29] [...].

La bienaventurada virgen no detalla ninguno de los bienes, sino que los canta todos conjuntamente al exclamar cha realizado grandes cosas en mí», es decir, es grande cuanto en mí ha hecho. Nos enseña con estas palabras que cuanto mayor sea el fervor espiritual menos palabras pronuncia. Porque, aunque lo sienta, aun­que quiera expresarlo, se da cuenta perfecta de la incapacidad de encerrarlo en pa­labras. Por ello estas palabras escasas del espíritu son tan enormes, tan profundas, que nadie puede comprenderlas, a no ser quien llegue a verse poseído por el mis­mo espíritu, al menos parcialmente. Los sin espíritu, los acostumbrados a ventilar sus asuntos a fuerza de palabrería, de gritos sonoros, encontrarán estas palabras insignificantes, vacías de savia, sin sabor. Es lo que nos enseña Cristo (Mt 6): que no tenemos que hablar demasiado cuando oremos, porque ese es el proceder de los incrédulos, convencidos de que serán escuchados por sus palabras abundantes[30]. Bien, pues esto es lo que sucede en todas las iglesias: hay mucho ruido, mucho órgano, demasiados gritos, canciones y lecturas, pero me temo que exista poca ala­banza a Dios, deseoso de que se le alabe en espíritu y en verdad, como dice Juan (cap. 4)[31].

Dice Salomón en sus Proverbios (cap. 27): «Le será reputado como maldición al que mucho madruga y alaba a su vecino a gritos»[32]; deja sospechar que anda adornando algo malo y que hace más difícil la cosa quien tanto la caldea. Por el contrario, el que a voces maldice a su vecino y madruga (o sea, que no es un pere­zoso, el que actúa con gran celo y prontitud), ha de ser considerado como una persona que en realidad alaba, ya que no hay que pensar que se trata de una per­sona que mienta, sino que actúa sólo guiado por su odio y por su maldad de cora­zón; se perjudica de esa forma él, pero beneficia al vecino. Lo mismo sucede cuando alguien se empeña en alabar a Dios a fuerza de palabras, de gritos, de sones; se actúa como si se tratara de un sordo o ignorante al que se intenta despertar e ins­truir. Opinión tal de Dios más redunda en ultraje y en deshonor que en alabanza.

Alaba a Dios en espíritu y en verdad quien medita bien, en el fondo de su cora­zón, las acciones divinas, quien las considera maravillado y agradecido, hasta el extremo de estallar por el fervor, de suspirar más que de hablar. Las palabras bro­tan entonces fluidas, no inventadas ni amañadas, el espíritu se hace borbotón, las expresiones cobran vida, manos y pies; y todo el cuerpo, toda la vida, todos los miembros bullen por hablar; las palabras son sólo fuego, luz y vida, como diceDavid (Salmo 118): «Señor, tus palabras fuego son; mis labios espumeen tu ala­banza»[33], como el agua que hierve, salta y espumea, que parece que no se puede contener en la marmita por el calor quemante. Así son las palabras de esta bien­aventurada virgen en el Magnificat: pocas, pero profundas y grandiosas. A estos es a quienes Pablo (Rom 12) llama «fervorosos de espíritu»: a los que hierven y borbotonean espiritualmente[34]. Y a nosotros nos dice que procedamos de esta manera.

Las «grandes cosas» no son más que el haber sido ella la madre de Dios; con ello le han sido otorgados tantos y tales bienes, que nadie es capaz de abarcarlos. De ahí provienen todo honor, toda la felicidad, el ser una persona tan excepcional entre todo el género humano, que nadie se le puede equiparar, porque, con el pa­dre celestial, ha tenido un hijo. ¡Y qué hijo! Tan enorme, que ni darle nombre pue­de por esa magnitud superexcelente, y se ve precisada a quedarse proclamando bal­buciente que es algo muy grande, que no puede expresarse ni mensurarse. Y de esta suerte ha encerrado en una palabra todo su honor, porque quien la llama ma­dre de Dios no puede decirle nada más grande, aunque contase con tantas lenguas como hojas y hierbas hay en la tierra, estrellas en el firmamento y arenas en la mar. Es preciso pensar muy de corazón en qué consiste eso de ser madre de Dios.

Ella lo atribuye a la gracia de Dios, no a mérito por su parte. Porque, aunque no haya cometido pecado, se trata de una gracia tan extraordinaria, que en ninguna manera puede haber sido digna de recibirla. ¿Qué tamaña dignidad necesitaría una criatura para ser madre de Dios? Es cierto que algunos escritores derraman pala­brería al hablar de su «dignidad» de madre de Dios; yo la creo más a ella. Y ella proclama que Dios se ha fijado en su insignificancia; no dice que la haya recompen­sado ningún servicio, sino «ha hecho cosas grandes en mí», y las ha hecho por ini­ciativa suya, sin servicio por mi parte. Nunca en su vida pensó en ser madre de Dios; mucho menos se preparó y se aprestó para ello: el anuncio la sorprenció, como di­ce Lucas[35]. Y el mérito no recibe su recompensa de improviso: se ha pensado en vistas a ella y con ella se cuenta.

Nada prueba que en el Regina Coeli laetare se cante «al que mereciste portar», «al que eras digna de portar», porque lo mismo exactamente se canta a propósito de la santa cruz, una madera que nada podía merecer. Hay que comprender que, para ser madre de Dios, debía tratarse de una mujer, que tenía que ser virgen, de la estirpe de Judá, dar fe al mensaje del ángel; estas eran las condiciones, como dice la Escritura a este propósito, lo mismo que la madera no tuvo otro mérito ni otra dignidad que su preparación para de ella salir la cruz y el haber sida ordenada por Dios para ese menester. En consecuencia, no tuvo otra dignidad para esta ma­ternidad que la aptitud y la ordenación divina. Se trata de una pura gracia de Dios, no de una recompensa: es la forma de que, si se le concede demasiado, no se quie­bre en nada la gracia, la alabanza, el honor divinos. Mejor es que disminuya la vir­gen que no la gracia de Dios. No, no equivale esto a empequeñecerla, puesto que, como todas las creaturas, ha sido hecha de la nada; pero el disminuir la gracia de Dios exageradamente es algo muy arriesgado y ningún placer se le procuraría a la virgen con hacerlo. Es preciso mesurarse y no ensalzar su nombre hasta el extremo de proclamarla «reina del cielo», como lo es en verdad. Lo que no se puede hacer es convertirla en ídolo capaz de dar y de ayudar, como lo creen algunos que la invocan y confían en ella más que en el mismo Dios. No es ella la que da; es Dios quien concede, como lo veremos a continuación.

El que es poderoso. Con estas palabras desnuda de todo poder y fuerza a las creaturas para concedérselo sólo a Dios. ¡Qué osadía, qué robo tan enorme los de esta jovenzuela! No necesita más que una palabra para convertir en enfermos a los poderosos, en débiles a los héroes, para hacer necios a los sabios, infames a los renombrados, para atribuir únicamente a Dios el todo poder, las hazañas, la sabi­duría y la gloria. El significado de la expresión « el que es poderoso» suena de la forma siguiente: No hay nadie que pueda hacer algo, sino que, como dice san Pa­blo (Ef 1), «sólo Dios hace todo en todas las cosas, obra suya son las obras de todas las creaturas»[36]; que es lo mismo que confesamos en el credo: «creo en Dios, padre todopoderoso». Y todopoderoso es, porque en todo, por todo y sobre todo, lo úni­co que hace es realizar su potencia. La madre de Samuel, Ana, canta de igual for­ma (1 Re 2): «No hay humano que pueda triunfar por su fuerza»[37], y san Pablo (2 Cor 3): «No tenemos capacidad para atribuirnos nada a nosotros mismos, nuestra capacidad proviene de Dios»[38]. He aquí un artículo eminente y con riqueza de contenido: de golpe echa por tierra todo orgullo, toda presunción, malicia, fa­ma, vana confianza, y ensalza sólo a Dios. Es más, demuestra la causa en virtud de la cual hay que ensalzar únicamente a Dios: porque hace tales cosas. Esto es fácil, pero difícil de comprender y de aplicarlo a la vida concreta. Los que lo llevan a la práctica son personas liberadas, tranquilas, sencillas; no se atribuyen nada a sí mismas, saben muy bien que no les pertenece a ellas, sino exclusivamente a Dios.

Esto es lo que piensa la santa madre de Dios al decir esas palabras: «Nada mío hay en todo esto y en tantos bienes; el único que lo realiza todo, cuya potencia actúa en exclusiva, es quien me ha hecho cosas tan grandes». La palabra potente no se refiere aquí a un poder en calma, a una potencia tranquila (como al hablar de los reyes temporales se dice que son poderosos, aunque estén sentados y no ha­gan nada), sino que se trata de una potencia actuante, de una actividad que no para, en movimiento continuo, en operación incesante. Porque Dios no descansa, opera sin cesar, como dice Cristo (Jn 5): «Mi padre trabaja siempre y yo»[39]. De la misma suerte dice san Pablo (Ef 3): «Tiene el poder también trabajo de hacer más de lo que le pidamos»[40]; es decir, siempre hace más de lo que le suplicamos, éste es su estilo y de esa forma actúa él su poder. Por eso he dicho que María no intenta con­vertirse en ídolo. No hace nada ella, es Dios quien todo lo realiza. Se la tiene que invocar, para que Dios, por su voluntad, nos conceda y haga lo que le suplicamos. Y de esta forma hay que invocar también a los santos restantes, de manera que la obra entera se atribuya sólo a Dios.

Por eso sigue María diciendo: « Y santo es su nombre». Lo que significa: lo mismo que no me apropio la obra, tampoco me atribuyo nada de su nombre y de su honor, ya que el renombre y la honra pertenecen únicamente al que ha hecho la obra, y no es justo que uno sea el que obre y otro reciba por ello la reputación y el honor. No soy más que el taller en que él trabaja, pero en nada he contribuido a la elaboración de la pieza. En consecuencia, nadie tiene que alabarme, que ren­dirme honor por haber sido la madre de Dios; lo que en mí debe ser alabado y honrado es Dios y su obra. Es más que suficiente alegrarse en mi compañía, llamarme bienaventurada porque Dios se ha servido de mí para realizar su obra en mi per­sona.

Fíjate en cómo refiere todas las cosas a Dios; ninguna acción, ningún honor, ninguna fama se atribuye a sí misma. Obra exactamente igual a como obraba antes, cuando nada poseía; no reclama más honra que antes, no se ufana, no se hincha, no va proclamado acá y allá la forma en que ha llegado a ser madre de Dios. No reclama honor alguno, se marcha y se dedica a las faenas caseras como antes, sigue ordeñando vacas, cocinando, fregando la vajilla, barriendo. Se comporta lo mismo que una criada o un ama de casa, entregada a quehaceres insignificantes y viles, como si no la hubieran afectado tantos y tan extraordinarios bienes y gracias. No es más estimada que antes entre las mujeres y vecinas, ni ella lo ambiciona; sigue siendo una pobre ciudadana entre gentes corrientes. ¡Qué corazón más sencillo y tan limpio palpita ahí! ¡Qué persona tan maravillosa! ¡Qué cosas tan enormes en­cubre su humilde figura! ¡Cuántas personas la habrán tocado, habrán hablado, comido y bebido con ella, tratándola seguramente como a una mujer corriente, pobre, simple, que se habrían estremecido ante ella de haber sabido lo grande que era! [...].

 

SU MISERICORDIA SE ALARGA DE GENERACIÓN EN GENERACIÓN PARA LOS QUE LE TEMEN

[...] Una vez que ha terminado de cantar a propósito de ella, de los bienes divi­nos recibidos, y que ha ensalzado a Dios, comienza a pasearse a través de todas las obras que éste ha realizado en todos los humanos y le canta con este motivo. Nos enseña a saber conocer, como es debido, las obras, la forma de ser, la natura­leza y la voluntad de Dios. Muchos hombres inteligentísimos, muchos filósofos han intentado también llegar al conocimiento de Dios, y, unos de una forma, otros de otra, han escrito tanto sobre el asunto. Pero han perdido la vista en el empeño, no han acertado con la visión certera. Es lo más tremendamente grande en cielos y tierra lograr el conocimiento verdadero de Dios, suponiendo que a alguien le sea posible. La madre de Dios lo enseña aquí estupendamente a todo aquel que es­té dispuesto a entenderlo, de la misma forma que en lo anterior ha brindado la en­señanza sobre ella y en ella misma. ¿Y qué manera mejor para conocer a Dios que a través de sus propias obras? Quien las conozca adecuadamente, no podrá enga­ñarse en torno a su naturaleza, a su voluntad, su corazón y sus pensamientos. Que por eso es un arte especial el conocimiento de sus obras.

Resumiendo: a lo largo de estos cuatro versículos enumera la madre de Dios seis obras divinas en seis clases de hombres, divide al mundo en dos partes, en cada una de las cuales incluye tres obras y tres clases de hombres, opuestas a su vez las partes entre sí, y muestra después lo que Dios ha realizado en ambas partes, pin­tándolo tan a la perfección, que es imposible hacerlo mejor. Esta división está per­fectamente ordenada y en consonancia con muchos pasajes de la sagrada Escri­tura [...].

 

Primera obra: la misericordia

He aquí la primera obra de Dios: es misericordioso con los que voluntariamente renuncian a la presunción, a sus derechos, a su sabiduría, a todos los bienes espi­rituales, y optan por permanecer pobres en espíritu. Temen a Dios de verdad los que no se creen dignos de nada, por insignificante que sea, los que gustosos se pre­sentan desnudos y despojados ante Dios y ante el mundo. En cuanto a lo que po­seen, lo tienen sólo por pura gracia, inmerecidamente; lo usan con alabanza, con gratitud, con temor, como si de bienes ajenos se tratara, sin buscar su voluntad, su placer, su alabanza y honor propios, sino lo de su verdadero dueño. La virgen demuestra a las claras que Dios se complace en manifestar su misericordia, obra más noble que su contraria la fuerza. Dice ella, en efecto, que esta obra de Dios se alarga sin cesar de generación en generación en los que le temen, mientras que la otra permanece por dos o cuatro generaciones, y en el versículo siguiente no se le fija tiempo ni plazo alguno.

 

La segunda obra: destrucción del orgullo espiritual

HA HECHO USO DE LA POTENCIA DE SU BRAZO Y DESPOJA A LOS SOBERBIOS DE CORAZÓN

Nadie se lleve a engaño por haber traducido antes «actúa potentemente» y aquí «ha hecho uso de la potencia». Lo he hecho deliberadamente, para que compren­damos mejor las palabras sin ligarlas a condicionantes del tiempo y para acomo­darlas mejor a la expresión de la forma de ser y de las obras de Dios. Obras que ha estado haciendo siempre, que hace en todo momento y que seguirá haciendo sin cesar. Por eso, al traducirlo al alemán, hubiera podido decir: «Dios es un señor, cuyas obras se realizan de tal forma, que dispersa con fuerza a los orgullosos y se muestra misericordioso con los que le temen».

En la Escritura, el brazo de Dios quiere expresar su propia potencia, en virtud de la cual actúa sin mediación de creaturas, en silencio, secretamente: nadie lo ad­vierte hasta que no haya sucedido. Así, esta potencia, este brazo, no pueden com­prenderse ni conocerse a no ser por medio de la fe: que por eso se queja Isaías (cap. 53) de lo escasos que son los que creen en este brazo, y dice: « ¿Quién da fe a nuestra predicación y a quiénes les es conocido el brazo de Dios?». Y todo, como dice a continuación, porque «sucede en lo secreto y con una apariencia externa que no tiene paridad con esa fuerza»[41]. También Habacuc (cap. 3) dice que los cuernos que aparecen en la mano de Dios significan su gran potencia, a pesar de todo, añade « su fuerza está escondida».[42] ¿Cómo se concilia todo esto?

Sucede lo siguiente: cuando Dios actúa por medio de creaturas, se puede ver abiertamente dónde está la potencia y dónde la debilidad, que por eso dice el refrán: «Dios ayuda a los fuertes»; por ejemplo, cuando gana la guerra un príncipe por el cual ha derrotado al adversario. ¿Que devora el lobo a alguien o le perjudica? Pues ha sucedido por mediación de las creaturas: Dios hace o lastima a unas crea­turas por medio de otras. El que yace en tierra, en tierra yace; el que está en pie, en pie está. Pero cuando él actúa por su brazo, entonces las cosas suceden de otra forma: se destruye antes de que se pueda pensar en ello y se reedifica sin que nadie lo sueñe ni lo perciba. Esta manera de obrar la reserva Dios para cuando actúa con los dos sectores del mundo: los buenos y los malvados.

Cuando Dios permite que los buenos se vean impotentes hasta tal punto que todos piensen que se encuentran acabados, es cuando con mayor fuerza se hace presente en ellos, aunque tan oculto y tan escondido, que quienes sufren la opresión no se dan cuenta de ello, sólo lo creen. Toda la fuerza, el brazo entero de Dios están presentes. Cuando desaparece la opresión, irrumpe vigorosa toda la potencia que palpitaba en la debilidad. Fíjate: en esta situación de impotencia se hallaba Cristo en la cruz, y precisamente entonces actuó con más fuerza, al derrotar al pecado, a la muerte, al mundo, al infierno, al diablo, a todo mal. Ahí está la expli­cación de la fuerza y de la victoria de todos los mártires, y por eso mismo siguen todavía venciendo los sufrientes y los oprimidos. A este propósito dice Joel (cap. 3): «Que el débil diga: soy un valiente»[43], pero sólo en virtud de la fe, sin que lo perciba sensiblemente hasta que la prueba toque a su fin.

Por el contrario, Dios permite que los otros, los grandes y los fuertes, se encum­bren; les retira su fuerza divina y les deja vanagloriarse de la suya propia, porque cuando hace acto de presencia la fuerza del hombre se retira la de Dios. Cuando la burbuja está más hinchada, cuando todo el mundo se cree que están muy arriba, que han conseguido la victoria, cuando hasta ellos mismos tienen la seguridad de haber logrado lo que pretendían, entonces Dios hace un agujero en la burbuja y todo fenece. Necios, no se dan cuenta de que, mientras ellos se encumbran, se for­tifican, Dios los va abandonando y privando de la fuerza de su brazo. Dura un poco su empeño, después, cual burbuja de jabón, desaparece cual si nunca hubiera exis­tido. El Salmo 72, por este motivo, se maravilla de lo ricos, seguros y poderosos que son los malvados de este mundo[44], pero al fin confiesa: « no he podido com­prenderlo hasta el día en que penetré en el secreto de Dios y entendí lo que al final les sucedería. Vi entonces que su elevación se les permitió para construir su propio engaño, y que se vieron abajados precisamente en lo mismo en que tanto se habían encumbrado. ¡Qué pronto fueron destruidos, con qué rapidez se disiparon, como si nunca hubieran sido, a la manera en que se desvanecen los sueños al despertar!». Y el Salmo 36: « Vi al arrogante, crecido y elevado como un cedro del Líbano; poco después regresé y ya no estaba allí; pregunté por él y ya había desaparecido»[45].

Lo único que sucede es que nos falta fe; si pudiéramos esperar un poquito, veríamos con toda claridad que la misericordia está de parte de los temerosos con toda la fuerza de Dios, y que el brazo divino, con toda su gravedad y potencia, se opone a los orgullosos. Hombres sin fe, estamos empeñados en palpar la‑‑mrise­ricordia y el brazo de Dios; cuando no lo sentimos, creemos que hemos sido de­rrotados, que han vencido los enemigos, como si la gracia y la misericordia de Dios se hubiesen alejado de nosotros y su brazo se hubiera tornado en contra nuestra. Esto hace que no seamos capaces de conocer sus obras propias ni, en consecuencia, le conozcamos a él, a su misericordia, a su brazo. Lo que desea es que le conozcamos por la fe, y para ello tenemos que cerrar los sentidos y la razón, cuyo ojo nos escan­daliza; por eso tenemos que arrancarlo y arrojarlo lejos[46].

Ahí tienes dos obras divinas opuestas entre sí, que intencionadamente nos en­señan que Dios está lejos de los sabios y de los inteligentes, pero muy cerca de los ignorantes y de los forzados a no tener razón. Esto es lo que hace de Dios un ser amable y loable, es lo que consuela al alma, al cuerpo y a todas las potencias.

Fijémonos ahora en las palabras «destruye a los soberbios de corazón». Como queda dicho, esta destrucción se produce en el momento preciso en que se sienten los más inteligentes de todos y pletóricos de su propia sabiduría, pues en ese caso no cabe ya la sabiduría de Dios ahí. ¿Qué mejor sistema para destruirlos que pri­varles de la eterna sabiduría y dejarlos repletos de su sabiduría temporal, efímera y pasajera? María dice en efecto: «los hombres de corazón soberbio», o sea, los que se complacen enteramente en su opinión, en su presunción, en su inteligencia; no en la que dimana de Dios, sino en la que les nace de su corazón, como si éste fuera el más recto, el mejor, el más sabio. Se dirigen entonces contra los temerosos, ahogan sus opiniones y sus derechos, los infaman y persiguen con encarnizamiento para que sólo su causa aparezca como justa y prevalezca. Una vez conseguido esto, se ufanan y se ensalzan a más no poder, exactamente igual a como se comportaron los judíos con Cristo, sin advertir que su causa se derrumbaba y que lo que hacían era elevar a Cristo a su más alto honor.

Con ello advertimos que este versículo se refiere a bienes espirituales y cómo hay que reconocer en ellos, desde cualquiera de sus dos lados, la obra de Dios, para que aceptemos voluntariamente nuestra pobreza de espíritu, nuestra sinrazón, y permitamos a los adversarios seguir convencidos de que tienen todos los derechos, pues esto no les durará largo tiempo. La promesa es muy firme, no podrán escapar al brazo de Dios; cuanto más alto se elevaran, tanto más profunda será su caída, si es que lo creemos. Si no tenemos fe, no cumplirá Dios esta obra; dejará que las cosas sigan su curso, y obrará abiertamente por mediación de las creaturas, como hemos dicho más arriba. Pero no son estas las obras verdaderas que permiten se le conozca, ya que las fuerzas de la creatura concurren a su realización; no son obras puras de Dios, que tienen que ser realizadas sólo por él sin colaboración de nadie. Y esto sucede cuando nos vemos reducidos a la total impotencia, cuando nuestro derecho, nuestro pensar están oprimidos, cuando sufrimos en nosotros la fuerza de Dios. Estas sí que son obras nobles.

¡Con qué maestría se enfrenta la madre de Dios con los falsos hipócritas! No les mira las palmas de las manos, no les escruta la pupila de los ojos, sino lo íntimo del corazón, y dice «los soberbios de corazón». Con ello hace impacto en los ene­migos de la verdad divina, como los judíos frente a Cristo, como nuestros contem­poráneos también. Porque estos sabios y santos no son soberbios en sus vestidos, en sus gestos; rezan mucho, ayunan mucho, predican y estudian mucho; celebran misa, andan cabizbajos, no visten atuendos preciosos; son conscientes de que no hay enemigo mayor de la altanería, de la injusticia, de la hipocresía ni mayores amigos de la verdad y de Dios que ellos mismos. ¿Cómo iban a atentar contra la verdad, si no se tratase de gente tan santa, piadosa e instruida? Su forma de ser ilusiona, deslumbra y mueve al común. ¡Ah, qué buen corazón tienen! Invocan a Dios, se compadecen del pobre Jesús, que actúa injusta, orgullosamente, y que, por supuesto, no es tan piadoso como ellos. A estos se refiere Mateo (cap. 11), al decir: « La divina sabiduría es justificada por sus propios hijos»[47], o sea, son más justos y más sabios ellos que yo mismo, sabiduría divina; no está bien lo que yo hago y tengo que ser enmendado por ellos.

 

Estos son los hombres más venenosos, más nocivos que pisan la faz de la tierra. Es éste un orgullo cordial, profundo, diabólico, contra el que no cabe consejo, por la sencilla razón de que no escuchan. Nada de lo que se diga les afecta; lo apli­can a los pobres pecadores, que son los que andan necesitados de esta enseñanza; ellos no la necesitan para nada. Juan los denomina «raza de víboras»[48] y lo mismo hace Cristo[49]. Estos son los justamente culpables, los que no temen a Dios, que no están haciendo más que colaborar a que Dios les destruya, porque no hay nadie que tan descaradamente persiga a la verdad como ellos, y además, conforme queda dicho, escudándose en Dios y en su justicia. Por eso tienen títulos para ser contados entre los tres principales enemigos de Dios: los ricos, que en realidad son los ene­migos menores; los poderosos, más de temer; pero estos sabios sobrapasan a todos y seducen a los demás. Los ricos aniquilan la verdad en sí mismos; los poderosos la expulsan de los demás; los sabios la extirpan completamente y la suplen por las propias invenciones de su corazón, de manera que ya no le sea posible resucitar. La verdad en sí mismo es incomparablemente mejor que los hombres en los que mora; pues en la misma medida son peores los sabios que los poderosos y los ricos. ¡Oh, Dios los odia como se merecen!

 

La tercera obra: abaja a los encumbrados

HA ARROJADO A LOS PODEROSOS DE SUS TRONOS

Esta obra, y las que siguen, son fáciles de comprender, si se tiene en cuenta lo que acerca de las dos antecedentes queda dicho. Porque lo mismo que destruye a los sabios y a los «inteligentes» en sus propios pensamientos y criterios en los que confían, que esgrimen su orgullo contra los temerosos de Dios (quienes, por este motivo, nunca tienen razón, cuya opinión y derecho a la fuerza tiene que ser condenado, escudándose por lo general en la palabra de Dios), de la misma forma aniquila y desposee a los poderosos y a los grandes, con la potencia y autoridad que tanta confianza les merecen, los que esgrimen su arrogancia contra los súbditos piadosos y humildes, precisados a aguantar daños, tortura, muerte y toda clase de malos usos por su parte. Y al igual que consuela a los que tienen que padecer vergüenza y persecución a causa de su justicia, de su palabra y de su verdad, lo mismo consuela también a los que tienen que aguantar daños y abusos. De la mis­ma forma que a estos los reconforta, a los otros los espanta.

Todo esto, sin embargo, tiene que reconocerse y esperarse por la fe, porque no destruye a los poderosos tan rápidamente como se han merecido. Permite que las cosas sigan su curso normal durante algún tiempo, hasta que su potencia haya tocado el punto culminante. Cuando ello acontece, ni Dios está dispuesto a seguir­la manteniendo, ni ella puede sostenerse por sus propias fuerzas. Es entonces cuan­do se desvanece por sí misma, sin ruido ni alboroto, y es entonces cuando los opri­midos se levantan, sin estrépito, porque la fuerza de Dios está en ellos, y sólo puede permanecer cuando ha sido abatida la de los poderosos.

Entiéndelo bien: no dice María que él destroce los tronos, sino que arroja de ellos a los poderosos; ni tampoco que deje a los pequeños en su abatimiento, sino que los ensalza. Mientras el mundo perdure, tienen que existir la autoridad, el go­bierno, la potencia y los tronos. Lo que no sufre por largo tiempo es que usen mal y en oposición a Dios de todo esto para injuriar a los hombres píos, para abusar de ellos, que en estas cosas cifren su complacencia y su orgullo, que no las usufruc­túen en temor de Dios para alabanza suya y salvaguarda de la justicia. Toda la historia, la experiencia, nos están diciendo cómo Dios eleva un trono y abate otro; encumbra un principado y abaja al otro; acrecienta a un pueblo y destruye al otro, como hizo con Asiria, Babilonia, Persia, Grecia y Roma, cuando pensaban que iban a estar sentados en sus tronos por toda la eternidad. Igualmente: no destruye la razón, la sabiduría ni el derecho (porque, si ha de subsistir el mundo, es impres­cindible que pervivan la razón, la sabiduría y la justicia); lo que destruye es el or­gullo y a los orgullosos que se aprovechan de ello en beneficio propio, que buscan en ello su satisfacción personal, que no temen a Dios y que se sirven de estas cosas para perseguir a los buenos y a la justicia divina, abusando así de esos hermosos dones divinos y tornándolos contra Dios.

En las cosas de Dios sucede ahora que los razonadores y los orgullosos petulan­tes se ponen de acuerdo con los poderosos y los suscitan contra la verdad, como dice el Salmo 2: «Los reyes de la tierra se levantan y los príncipes conspiran contra Dios y contra su ungido, etc.»[50], de suerte que el derecho y la verdad siempre ten­drá en contra a los sabios, a los poderosos, a los ricos; es decir, al mundo con sus mayores y más elevados poderes. Por este motivo, para que no se lleven a engaño, les consuela el Espíritu santo por boca de esta madre: «Deja a los sabios y a los poderosos, a los potentes, que lo sean; no durará eso largo tiempo. Porque si los santos y los letrados, junto con los poderosos y los señores, y en compañía de los ricos, se declarasen no en contra, sino en favor del derecho y de la verdad, ¿dónde se darían injusticias? ¿quién sufriría algún mal? No, no; que los sabios, los santos, los fuertes, los grandes, los ricos y los más preciados del mundo tienen que luchar contra Dios, contra la justicia, y aliarse con el demonio, como dice Habacuc (cap. 1): «Su comida es delicada y escogida»[51]; es decir, el espíritu malo posee boca deli­cada, devora gustoso lo mejor, lo más fino, lo más selecto, como hace el oso con la miel.

Por eso los sabios, los santos hipócritas, los grandes señores, los ricos, son las golosinas preferidas del diablo. Por el contrario, los detritus del mundo, los pobres, los pequeños, los simples, los insignificantes, los despreciados, son los predilectos de Dios, como dice san Pablo (1 Cor 1)[52]; él hace que la mitad más insignificante del mundo se vea en la precisión de sufrir a la mejor parte, para que se vea que nues­tra salvación no consiste en los poderes y en las obras de los hombres, sino, como dice san Pablo también, en los de Dios. De donde se deriva la justeza de los dichos vulgares: «Los sabios lo son al revés»; «príncipes, piezas raras en el cielo», «rico aquí, pobre allá». Porque los sabios no renuncian al orgullo de su corazón, los po­derosos no prescinden de su opresión, los ricos no se privan de sus placeres. Y así anda todo.

 

La cuarta obra: elevación de los pequeños

HA ELEVADO A LOS PEQUEÑOS

Por pequeños no hay que entender aquí a los humildes, sino a todos aquellos que son insignificantes, que no suponen nada a los ojos del mundo. Es exactamente la misma palabra que más arriba se ha aplicado a sí misma: «Se ha fijado en la nada de su sirvienta». Indudablemente son pequeños los que de corazón y volun­tariamente son bajos y nulos y no aspiran a más. El «elevar» no ha de entenderse como si él los colocase en los tronos en lugar de los desposeídos. El mostrarse mise­ricordioso para con los que le temen tampoco quiere decir que los ponga en el lugar de los sabios, o sea, de los orgullosos. Les concede algo mejor, como es la elevación en Dios y en espíritu, convirtiéndose, aquí y en el más allá, en jueces de tronos, potestades y de toda clase de conocimiento, ya que son más sabios que to­dos los sabios y potentados. No vamos a repetir aquí, por haber quedado expuesto más arriba, la forma en que esto se cumple. Quede todo ello dicho para consuelo de los sufrientes y para terror de los tiranos, si es que tenemos la fe suficiente pa­ra prestar oídos a la verdad.

 

Quinta y sexta obras:

HA SACIADO DE BIENES A LOS HAMBRIENTOS, A LOS RICOS LOS HA DEJADO VACÍOS

Hemos dicho antes que los pequeños no son precisamente los que tienen una apariencia insignificante y menospreciada, sino los que de corazón lo son o desean serlo, sobre todo si a eso les empuja la palabra de Dios o la justicia. De la misma forma, tampoco serán hambrientos quienes disponen de escasa o de ninguna comi­da, sino los que voluntariamente padecen privaciones, y de manera primordial si se ven forzados a ello por la violencia ajena y a causa de Dios y de la verdad. ¿Quién más bajo, insignificante, indigente que el demonio y los condenados, que quienes por sus maldades se ven torturados, hambrientos, degollados, y que todos los in­significantes y necesitados pero contra su voluntad? Sin embargo, esto no les sirve de nada; mejor dicho, su situación les agranda y acrece su indigencia. A estos no se refiere la madre de Dios; habla de quienes están identificados con Dios, de quie­nes en él creen y confían [...].

Antes acudirían todos los ángeles a darle alimento, que permitir Dios que muera de hambre quien en él confía. Elías fue alimentado por cuervos, y durante una lar­ga temporada comió con la viuda de Sarepta de aquel puñado de harina[53]. No pue­de abandonar a su suerte a los que confían en él, como dice David (Salmo 36): «Fui joven y envejecí, y estoy por ver aún abandonado al justo y a su linaje mendigando el pan, porque es rico quien se fía de Dios». Y el Salmo 33: «Los ricos quedan pobres y hambrientos, pero los que buscan a Dios de ningún bien se verán pri­vados»[54]. La madre de Samuel, santa Ana, dice en el primer libro de los reyes: «Los hasta ahora hartos se han tenido que contratar para ganar el pan, y los ham­brientos han salido saciados»[55].

Desafortunadamente, la falta de fe obstruye el camino, dificulta que Dios realice esta obra en nosotros, que la experimentemos y que la conozcamos. Prefe­rimos estar bien saciados, bien provistos de todo, antes que tenérnoslas que ver con el hambre y con la indigencia. Cuidamos muy bien de aprovisionaron con an­telación, precavemos el hambre y las necesidades por venir, para no tener nunca necesidad de Dios ni de sus obras. ¿Qué clase de fe es ésta, que confía en Dios cuan­do de antemano sientes y preparas la forma de precaverte? La incredulidad es la que hace que veamos cómo sucumben la palabra de Dios, la verdad, la justicia, cómo se enseñorea la injusticia, y que nos quedemos tan tranquilos, sin castigarla, sin aludir a ello, sin resistir, dejando que las cosas sigan como están. Y todo ¿por qué? Tenemos miedo de que se nos ataque, de que se nos reduzca a la pobreza, de morir de hambre, de vernos rebajados para siempre. Esto es lo mismo que esti­mar más los bienes temporales que a Dios y que erigir un ídolo que le suplante.

Con tal actitud nos estamos haciendo indignos de escuchar y de entender la con­soladora promesa divina de que ensalza a los abatidos, abate a los encumbrados, enriquece a los pobres, despoja a los ricos. De esta suerte nunca podremos llegar al conocimiento de sus obras, fuera de las cuales no hay felicidad, y seremos eter­namente condenados, como se dice en el Salmo 17: «No prestan atención a las obras de Dios, no entienden la obra de sus manos, por eso los destruirás y no los reedificarás»[56]. Y con razón, porque al no dar fe a sus promesas, le están conside­rando como un Dios frívolo y mendaz; no osan correr nigún riesgo, no se compro­meten apoyados en su palabra, no dan ningún crédito a la verdad. Y hay que atre­verse a la aventura de confiar en sus palabras, porque María no dice cha saciado a los opulentos y elevado a los encumbrados», sino «sacia a los hambrientos, eleva a los abatidos».

Es imprescindible que vivas sumergido en el hambre y en la indigencia, y que experimentes lo que es el hambre y la necesidad; es preciso que no haya previsiones ni ayudas por parte tuya o de los hombres, sino que provengan sólo de Dios, para que algo que es imposible a los humanos, tenga a Dios por su único autor. Por eso, no tienes que andar pensando en el abatimiento ni hablar de él; tienes que me­terte en él, sumergirte en él, sentirte privado de todos los socorros, para que nadie que no sea Dios actúe. A1 menos, si ello no te resulta posible de hecho, debes anhe­larlo y no temerlo. Porque somos cristianos, poseemos el evangelio, ese evangelio que ni el demonio ni los hombres pueden sufrir, para por su medio llegar a la indi­gencia, al abatimiento, y para que Dios pueda realizar en nosotros sus obras. Pién­salo por ti mismo: si Dios tuviera que saciarte antes de verte hambriento, si tuviera que encumbrarte antes de haber sido abatido, se reduciría el suyo al papel del char­latán, no podría llevar a cabo sus planes, sus obras no serían más que una burla, contra lo escrito: «Sus obras son verdaderas y sinceras»[57]. Si tuviera que acudir en cuanto comienza tu indigencia y tu abatimiento, si se apresurase a socorrerte a la primera necesidad que te aflija o ante una humillación de poca monta, entonces sus obras resultarían desproporcionadamente pequeñas en relación con la potencia y la majestad divinas, de las que dice el Salmo 110: «Grandes son las obras de Dios, muy buscadas por todos los que en ellas se complacen»[58].

Consideremos ahora el caso contrario. Si se viese precisado a destruir a los encumbrados y a los ricos antes de haber alcanzado ellos su encumbramiento y su riqueza, ¿cómo se comportaría? Primero tienen que ascender, alcanzar tal opulen­cia, que se crean ellos mismos y den a todos los demás la impresión ‑impresión por otra parte bien fundada‑ de que nadie hay que sea capaz de provocar su caída, de que nadie puede resistirlos. Tienen que estar seguros en sus asuntos para que se les pueda aplicar lo que Isaías dice de ellos y de Babilonia: «Escucha tú, la vo­luptuosa, tú, que te sientas tan sobre seguro y dices en tu corazón: "aquí estoy yo y nadie más, no me veré viuda ni sin hijos" (o sea, sin fuerza ni asistencia); pues estas dos desgracias te sobrevendrán en un solo día, etc.»[59]. Entonces es cuando Dios puede cumplir en ellos su obra. De esta suerte permitió al Faraón alzarse so­bre los hijos de Israel y oprimirlos, como el mismo Dios dice a este propósito (Ex 9): «Te he elevado a fin de que en ti se manifieste mi actuación y se pregone así mi ala­banza de un extremo al otro de la tierra»[60]. Repleta está de ejemplos la Biblia, que lo único que enseña es la obra y la palabra de Dios y rechaza la obra y la pala­bra de los humanos.

Contempla ahora el poderoso consuelo: no es un hombre, es el propio Dios quien da a los hambrientos no una cosa cualquiera, sino que los satura y los sacia. Por eso añade María «con bienes», o sea, que esta abundancia es inocua, útil, ven­turosa y benéfica para el cuerpo, para el alma y para todas las potencias. Pero de­muestra asimismo que antes han de verse privados de todo bien y repletos de toda carencia. Porque, como queda dicho, la riqueza tiene que entenderse aquí como una riqueza de toda suerte de bienes temporales que satisfagan al cuerpo y concu­rran también al deleite del alma. Y, al contrario, el hambre no significa sólo priva­ción de alimento, sino que se refiere a la falta total de bienes terrenos. El hombre, en efecto, y llegada la ocasión, puede verse privado de todo menos del alimento, hasta el extremo de que casi todos los bienes se orientan al sustento; nadie puede vivir sin comida, aunque pueda subsistir sin vestido, sin casa, sin dinero, sin pro­piedades, sin gentes a su servicio. Por este motivo la Escritura toma por bienes terrenos los que resultan imprescindibles por su utilidad o por el uso, y cuya pri­vación sería insoportable, de forma que a los avaros y a los ávidos de estos bienes temporales los denomina también «servidores del vientre», y Pablo dice que su Dios el vientre es[61].

¿Quién sería capaz, hoy día, de excitar con más fuerza y consuelo al hambre y a la pobreza voluntariamente aceptadas, que las palabras estupendas de esta madre de Dios, a tenor de las cuales Dios está anheloso de colmar de bienes a todos los hambrientos? Quien no se sienta entusiasmado por palabras tales, por esa exal­tación y loa de la pobreza, es que tiene que ser un pagano sin fe ni confianza. Y vi­ceversa, ¿cómo se podría maldecir más solemnemente a la riqueza, aterrorizar más a los ricos, que con esta amenaza divina de dejarlos vacíos? ¡Qué dos cosas tan gran ~ diosas e insondables: Dios colma, Dios abandona! En ambos casos la creatura es absolutamente incapaz de prestar ayuda y socorro. Se estremece un hombre en cuan­to percibe que su padre reniega de él o de que su señor le retira su gracia. Y noso­tros, encumbrados y ricos, no nos llenamos de pánico cuando escuchamos que Dios nos rechaza; no solamente que nos rechaza, sino que está blandiendo la amenaza de destruirnos, de abatirnos, de vaciarnos. Por el contrario, todo es gozo cuando el padre es bueno y el señor se muestra gracioso, y algunos lo aprecian tanto, que estarían dispuestos a sacrificar por ello el cuerpo y la hacienda. Pues ahí tenemosesa magnífica promesa de Dios, un consuelo tan poderoso, y no somos capaces de usarlo, de disfrutarlo, de agradecerlo y de regocijarnos por ello. ¡Oh, tú, desgra­ciada incredulidad! Es preciso que seas seca como un palo, dura como una piedra, para permanecer insensible ante estas grandiosas realidades.

Baste con lo dicho acerca de las seis obras divinas.

 

HA ACOGIDO A ISRAEL, SU SIERVO, ACORDÁNDOSE DE SU MISERICORDIA

Después de haber cantado las obras realizadas por Dios en ella y en todos los hombres, retorna María al principio, y concluye el Magnificat con la obra maestra por excelencia: la encarnación del hijo de Dios. Confiesa aquí, y bien alto, que es la criada, la sirvienta del mundo entero, y pregona que esta obra cumplida en ella no se ha realizado sólo en su beneficio, sino para provecho de todo Israel [...].

Es cierto, no obstante, que con la palabra Israel se está refiriendo a los judíos, y no a nosotros, los paganos. A pesar de todo, y de que aquellos no le quisieran re­cibir, eligió a algunos de entre ellos, en atención al nombre de Israel, y fundó un Israel espiritual que le continuase. Esto se comprobó cuando el santo patriarca Jacob luchó con el ángel y le lastimó el fémur[62]; como si quisiera mostrar que, en adelante, sus descendientes no podrían gloriarse de su nacimiento carnal como hacen los judíos. Por este motivo recibió el nombre de Israel, nombre que debería llevar a partir de entonces, en calidad de patriarca, pero que no sería sólo Jacob, pa­dre de descendencia carnal, sino también Israel, padre de hijos espirituales.

A esto se acomoda la palabra «Israel», que quiere decir un «señor de Dios». Nombre elevado, santo, que entraña en sí mismo el milagro grandioso de que un hombre, por hablar así y por gracia divina, se iguale a Dios en potencia, de forma que Dios haga lo que el hombre quiera. Del mismo modo, podemos contemplar a la cristiandad unida a Dios por Cristo, como la esposa con el esposo, con todos los poderes y derechos que la esposa tiene sobre el cuerpo y cuanto el esposo posee. Todo esto se realiza por medio de la fe. El hombre, entonces, hace lo que Dios quie­re, y Dios lo que el hombre desea. Israel, así, se ha convertido en un hombre dei­forme, con poder divino; en Dios, con Dios y por Dios, es un señor capaz de hacer de todo, de poder todo.

Y este es el significado de Israel. Saar, en efecto, quiere decir señor, príncipe; el significa Dios. Reunidas ambas partículas, como se hace en hebreo, nace la ex­presión Israel. Este es el Israel que a Dios le complace. Y este fue el motivo por el que, tras haber luchado Jacob con el ángel y haber logrado la victoria, se le dijo: «Te llamarás Israel», porque si tal poder tienes con Dios, también serás poderoso con los hombres. Habría mucho que decir, porque Israel es un misterio raro y pro­fundo.

 

COMO PROMETIÓ A NUESTROS PADRES, A ABRAHÁN Y SU DESCENDENCIA POR LA ETERNIDAD

Todo mérito, toda presunción se ven aquí tirados por tierra, mientras que se ensalza la pura gracia y la misericordia de Dios. Porque Dios no acogió a Israel por méritos de éste, sino en virtud de su propia promesa. Por pura gracia lo prometió, por pura gracia lo ha cumplido. Así se explica que san Pablo diga (Gál 3) que Dios se comprometió con Abrahán cuatrocientos años antes de entregar la ley a Moisés[63], para que nadie pudiera gloriarse y decir que había merecido y consegui­do tal gracia y promesa por la ley o por las obras de la ley. La madre de Dios alaba y ensalza en este pasaje primordialmente esta promesa, y atribuye la obra de la en­carnación de Dios sólo a la promesa divina, graciosa, gratuita hecha a Abrahán.

La promesa de Dios a Abrahán, que se encuentra concretada en Gén 12 y 22, y a la que se refieren otros muchos lugares, dice textualmente: «He jurado por mí mismo: en tu posteridad serán benditas todas las generaciones o pueblos de la tie­rra»[64]. San Pablo, y todos los profetas, exaltan estas palabras tan soberanamente como es debido. Y es que en ellas está comprendido Abrahán con todos sus descen­dientes; en ellas se han salvado, y por ellas nos salvaremos también todos nosotros, porque Cristo, el salvador del mundo entero, está en ellas incluido. Ese es el seno de Abrahán, en el cual están acogidos todos los que se salvaron antes de nacer Cristo, y sin estas palabras no se puede salvar nadie, aunque haya practicado todas las obras. Es lo que intentaremos ver a continuación.

Lo primero que se desprende de estas palabras de Dios es que, fuera de Cristo, el mundo entero, con todas sus obras y con toda su sabiduría, se encuentra sumer­gido en los pecados, abocado a la condenación, maldito. Se dice en efecto que no sólo algunos, sino todos los pueblos, serán benditos en la descendencia de Abrahán, y que fuera de esta posteridad no habrá bendición posible para ningún pueblo. ¿Por qué habría prometido Dios con tanta seriedad y con juramento tan solemne, si esta bendición, y no sólo la maldición, hubiese existido ya de antemano? Mu­chas conclusiones han deducido de esta sentencia los profetas. Por ejemplo: que todos los hombres son malos, soberbios, mentirosos, falsos, ciegos; en una palabra, que son «ateos». Y que no supone honor extraordinario que en la Escritura a alguien se le llame hombre, porque este sustantivo no implica predilección especial, ya que es lo mismo que cuando el mundo califica a alguno de mentiroso y felón. Hasta tal punto malició la caída de Adán al hombre, que la maldición es algo innato, viene a ser como su naturaleza y su ser.

Se concluye, en segundo lugar, que esta descendencia de Abrahán no nacería, a la manera natural, de un hombre y de una mujer. Este nacimiento está maldito y no proporciona sino frutos de maldición, como acabamos de decir. Si el mundo entero se hubiera librado de esta maldición en la descendencia de Abrahán y hubie­ra sido bendecido, conforme reza la palabra y el juramento de Dios, entonces la posteridad debería estar bendecida con antelación, no se vería afectada ni mancha­da por esta maldición, sino que debería ser pura bendición, pletórica de gracia y de verdad. Mas, por el contrario, si Dios, que no puede mentir, jura y promete que tiene que tratarse de la descendencia natural de Abrahán, es decir, de un hijo natural y verdadero, nacido de carne y sangre, entonces esta posteridad tiene que ser un hombre natural de la carne y de la sangre de Abrahán. He ahí dos cosas opuestas entre sí: ser carne y sangre naturales de Abrahán, y no haber nacido se­gún las leyes naturales de hombre y mujer. Porque se emplea la palabra «tu des­cendencia», y no « tu hijo», para que quede bien claro que tendría que ser su carne y su sangre natural, como lo es la descendencia. Como se sabe, un hijo no es preciso que sea natural. ¿Quién podrá dar con un término medio que concilie nociones tan contradictorias y la palabra y juramento de Dios resulten verdaderos?

Dios mismo ha dado con la solución: él, que puede cumplir lo que promete, a pesar de que nadie lo comprenda hasta que sucede; por eso, su palabra y su obra no están encadenadas a la razón y exigen una fe libre y pura. Ahí tienes la manera en que ha conciliado estas dos cosas: ha dado a Abrahán su descendencia, un hijo natural, de una virgen pura, María, por medio del Espíritu santo, sin obra de hombre. No ha sido un nacimiento natural ni se ha concebido bajo maldición que pudiera haber afectado a esta descendencia. Y, sin embargo, se trata de una descendencia de Abrahán tan verdadera como la de los restantes hijos de Abrahán. Fíjate bien: ahí tienes la descendencia bendecida de Abrahán, en la que el mundo entero se ha liberado de su maldición, porque a quien cree en esta descendencia, la invoca, la confiesa, está pendiente de ella, se le perdona toda maldición y se le imparte toda bendición, en conformidad con las palabras del juramento divino: «En tu posteridad serán benditos todos los pueblos de la tierra»; que quiere decir: todo lo que será bendito, debe serlo, tiene que serlo por medio de esta descendencia y sólo por ella. Observa que se trata de la descendencia de Abrahán que no nace de ninguno de sus hijos, contra lo que tenían previsto y esperaban sin cesar los judíos, sino de una sola de sus hijas [...].

Cuando dice ella «su descendencia para la eternidad», la eternidad tiene que ser entendida en el sentido de que esta gracia se perpetúa en la familia de Abrahán (o sea, en los judíos) desde entonces y por siempre hasta el día final. Porque, aunque la gran mayoría esté endurecida, siempre hay quienes (por pocos que sean) se con­vierten a Cristo y creen en él. No puede ser falaz esta promesa de Dios, según la cual Abrahán y su descendencia la han recibido no por un año, ni por mil, sino in sae­cula, es decir, de una generación a otra sin interrupción.

Por eso, no deberíamos portarnos con los judíos tan hostilmente, ya que entre ellos hay cristianos futuros y a diario se registran conversiones. Son ellos, y no no­sotros, los paganos, los receptores de la promesa en virtud de la cual siempre habrá cristianos en la posteridad de Abrahán que reconocerán a esta bendita descenden­cia. Nuestra causa reposa sólo sobre la gracia, no en promesa alguna. ¿Quién sabe cómo y cuándo? La forma ideal de actuar estribaría en que viviéramos nosotros como cristianos y los arrastráramos hacia Cristo. ¿Quién estará dispuesto a conver­tirse al cristianismo, si ve que los cristianos se comportan tan poco cristianamente con los demás? No, queridos cristianos, no es esta la forma de actuar. Dígaseles la verdad con buenos modales; si no quieren aceptarla, que se les deje tranquilos. Cuántos cristianos hay que no aprecian a Cristo, que no escuchan sus palabras, que son peores que los paganos y los judíos, y los dejamos en paz; más aún, caemos rendidos a sus pies y los adoramos casi como a ídolos.

      Dejemos esto aquí por el momento, y pidamos a Dios que no se contenta con iluminar y hablar, sino que inflame y viva en el cuerpo y en el alma. Que Cristo nos lo conceda por la intercesión y la voluntad de su querida madre María. Amén.

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[1] Dan 3, 55.

[2] Sal 138, 6.

[3] Sal 113, 5‑6.

[4] Prov 30, 13.

[5] Rom 12, 16.

[6] 1 Pe 5, 3.

[7] Sal 21, 7.

[8] Sal 45, 18.

[9] Is 11, 1.

[10] Sal 34, 9.

[11] 1 Tes 5, 23

[12] Ataca Lutero a los enrolados en la corriente reformadora de los agustinos, movimiento general en la mayoría de las órdenes religiosas en el tiempo anterior a Trento. Recordemos que el conflicto suscitado por Staupitz por este motivo fue la ocasión del viaje a Roma (1510): cl`. R. Gar­cía Villoslada, Lutero I, 148 ss.

[13] Sal 68, 7; 133, 1.

 

[14] Von den guten Werken (1520): WA 6, 202‑276.

[15] Mc 9, 23

[16] Sal 49, 91

[17] Prov 25, 6‑7.

[18] Sal 116, 10.

[19] Jer 9, 22‑23.

[20] 2 Cor 10, 17.

[21] Jn 21, 21

[22] 1 Cor 3, 8.

[23] Hech 15,12

[24] Le 24, 34 ss.

[25] Cf. el episodio en W. Kühler, Luther und die Kirchengeschichte, Erlangen 1900, 184.

[26] Confessiones VIII, 8, 19.

[27] Gén 4, 5.

[28] Alude al uso de cubrir los altares e imágenes durante los días precedentes a la pascua, en señal de duelo.

 

[29] Rom 6, 23.

[30] Mt 6, 7.

[31] Jn 4, 24.

[32] Prov 27, 14.

[33] Sal 119, 171.

[34] Rom 12, 11.

[35] Lc 1, 29.

[36] Ef 1, 11.

[37] 1 Sam 2, 9.

[38] 2 Cor 3, 5.

[39] Jn 5, 17.

[40] Ef 3, 20.

[41] Is 53, 1

[42] Hab 3, 4.

[43] J 3, 10.

[44] Sal 73, 12‑20.

[45] Sal 37, 35‑36.

 

[46] Mc 9, 47.

[47] No es éste el sentido del texto citado (Mt 11, 19) por Lutero en este párrafo rebosante de ironía.

 

[48] Le 3, 7.

[49] Mi 12, 34; 23, 33

[50] Sal 2, 2.

[51] Hab 1, 16.

[52] 1 Cor 1, 28.

[53] 1 Re 17, 6. 15.

[54] Sal 34, 11.

[55] 1 Sam 2, 5.

[56] Sal 28, 5.

[57] Sal 111, 7.

[58] Sal 111, 2.

[59] Is 47, 8‑9.

[60] Ex 9, 16.

[61] Rom 16, 18; Flp 3, 19.

[62] Gén 32, 25.

[63] Gál 3, 17.

[64] Gén 12, 3 ; 22, 18.