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El amor mayor, testimonio de la vida plena


“Nada ni nadie me impedirá servir a Cristo y a su Iglesia luchando junto a los pobres por su liberación. Si el Señor me concede el privilegio, que no merezco, de perder la vida en esta empresa, estoy a su disposición”.

Al P. Carlos Mugica, en los 25 años de su martirio (11 de mayo 1974)


                Una reflexión sobre los mártires y el martirio no es una bandera que se levanta para llevar a la victoria la causa de un fracasado. Menos aún una suerte de resentimiento o dolor por el triunfo de los matadores y la derrota de aquellos con quienes compartimos una causa común. Reflexionar la realidad del martirio es simple y sencillamente ahondar la reflexión en un “lugar teológico”.

 

Lugar teológico

                Cristo es, evidentemente, el referente principal de la vida y muerte de los cristianos. Se dicen en función de él. Si cristiano es quien sigue las huellas del Nazareno crucificado y resucitado, la identificación con Él será el principal criterio de reflexión. Es por esto que la tradición y la liturgia de la Iglesia da un lugar tan importante a la celebración de los mártires.

                La muerte de Jesús, coronación de su vida proclamando a los pobres la Buena Noticia del Reino, es el punto de partida en toda reflexión sobre el martirio; éste es, por sobre todas las cosas, un acontecimiento cristológico.

                La teología de la liberación ha profundizado abundantemente sobre la muerte de Jesús y sus causas  (J. Sobrino, I. Ellacuría). Un elemento central en la reflexión es tener claro que una es la causa en la mente de Pilatos, Herodes y el Sanedrín, y otra muy distinta en la mente de Jesús. Entre una y otra hay la misma distancia que entre el amor y el odio. Otro elemento a tener en cuenta es la lectura que las primeras comunidades cristianas hacen del acontecimiento-escándalo de la cruz.

                Sería muy extenso, y escaparía a nuestro objetivo, profundizar todo esto. Señalemos, de todos modos, algunos aspectos fundamentales. No es posible desligar la muerte de Jesús de su predicación; Él fue asesinado por causa de su palabra y sus obras: su martirio es consecuencia de la predicación del Reinado de Dios. La metáfora del “Reino” abarca la totalidad de un sistema de fraternidad universal en el cual sólo uno, Dios, es el padre. El Reino de Dios es inseparable del Dios del Reino. Llamar a los hombres “hermanos” y “hermanas” es algo intolerable para los violentos, injustos, corruptos, “dueños” de la vida y la muerte; sencillamente porque deberían dejar de serlo. Llamar sólo a Dios “Padre” es algo intolerable para los que se creen, y actúan como “dueños de las llaves”, los que pretenden controlar (¡manipular!) a Dios, o los que prefieren poner su corazón, (¡confiar!) en Mammon, o en el poder... Jesús muere porque no puede negar ese Dios que ha predicado, Jesús es matado porque no quiere abjurar de Él. Uno en nombre del Dios del Reino, los otros contra él, confluyen en un mismo acontecimiento: la cruz.

                Será la comunidad primitiva, que en los relatos del Siervo Sufriente encuentra sustento Escriturístico al fracaso del Nazareno, la que dará nuevo sentido al comprender su muerte como una “muerte por...” El amor de Jesús, al Padre, a los hermanos, lo llevó a la muerte, y las comunidades supieron ver que ese acto supremo de amor rompía desde la raíz el círculo vicioso de la violencia y del odio, que lo llevaba a proponer una caricatura de Dios, ¡un ídolo!

                Los primeros teólogos neotestamentarios profundizarán esta realidad de cruz uniéndola al sufrimiento de los cristianos, por la predicación del Evangelio, la persecución o el martirio. Así se ve la importancia de la teología de la cruz en el Evangelio de Marcos, la unión entre Cristo y la comunidad eclesial en Mateo, la identificación entre el profeta de Nazareth, crucificado en Jerusalén, y la pasión de Esteban o Pablo en Lucas; la lectura en dos niveles históricos, de Jesús y la comunidad joánica, en Juan. Algo semejante puede decirse de las deuteropaulinas, la Primera Carta de Pedro, la “carta” a los Hebreos o el Apocalipsis. Una buena teología del Nuevo Testamento debe mostrar cómo esta identidad, especialmente fuerte en el sufrimiento y la cruz, permite presentar a los seguidores de Jesús en un mismo plano martirial.

                Esta identidad se ve, asimismo, en la teología paulina en la que el cristiano desde el bautismo vive una vida syn Christou con quien entra en estrecha comunión hasta el punto de participar de su resurrección.

                No es ajeno a esta identificación histórico-escatológica el dicho de mons. Romero al recibir el doctorado Honoris Causa en Lovaina: “pecado es lo que da muerte al Hijo de Dios y da muerte a los hijos de Dios”.

 

Cruz de la fe y de la historia

                Sin embargo, la unión en el mismo acontecimiento (la cruz) de la intención de los asesinos y del asesinado Jesús, dificultó leer con claridad este momento. La historia está llena de lecturas deformadas de la muerte del Señor. La más terrible, por sus connotaciones existenciales presentes, entiende que lo que nos ha salvado es el sufrimiento, y que el dolor es redentor de la humanidad. Esta lectura, muy oportuna para los opresores y sus cómplices, descuida que lo que provoca el don de la vida que Dios regala, no es la saña de Pilatos, sino el amor de Jesús. Sólo el amor extremo es dador de vida plena.

                Es por esto que nos parece posible, tomando prestada la imagen de la cristología, hablar de una cruz de la historia y una Cruz de la fe. Una mirada a la cruz como pecado, injusticia, violencia de los hombres contra el desarmado profeta de Galilea, derrota del proyecto de Dios, y otra dimensión de la misma cruz, dadora de vida, última palabra de Dios, triunfo del amor contra el odio.

                Del mismo modo que a la hora de una lectura histórica muchas miradas se confunden al no distinguir la vida de Jesús, del Cristo predicado como Buena Noticia; igualmente, muchos no distinguen con suficiente claridad la actitud pacífica de Jesús (y su identificación con los cristianos) al dirigirse hacia una muerte segura, con la actitud violenta de los asesinos. Sin duda que el centro del mensaje de la cruz debe encontrarse en el amor, y no puede descuidarse en esa misma cruz una dimensión de pecado. El testimonio del amor “hasta la muerte, y muerte de cruz” dado por Jesús, por fidelidad a Dios y su proyecto,  no puede confundirnos. Su Padre Dios, el Señor de la vida, quiere que su Hijo permanezca fiel hasta el extremo de la muerte en cruz, pero no quiere la injusticia y el pecado, no quiere la muerte sino la vida.

 

¿Por qué me has abandonado?

                Precisamente la lectura de la Pasión de Jesús en “clave” Siervo Sufriente de Yahweh lleva a los autores a citar los Salmos del Justo sufriente. Esta dimensión permite acentuar el escándalo de la cruz sin perder su dimensión de vida y gracia. La cruz injusta, causada por victimarios y asesinos, provoca en el creyente la pregunta por la presencia de Dios. El abandono de Dios al justo que sufre en manos de quien aparece como bendecido por el mismo Dios,  provoca crisis y “noche oscura”. “¿Por qué me has abandonado?” es la pregunta del salmista frente a los enemigos. Es la misma pregunta que se hacen los primeros cristianos frente a la persecución: ¿Dónde está ese Dios que puede ayudar a los que resucitan y no puede socorrer a los que viven?”. Es la pregunta de los indígenas frente al “cristiano” en tiempos de la “Conquista” de América: “Dios mio, ¿dónde estás? No me oyes para remedio de tus pobres”. Es la pregunta de los judíos en Auschwitz, y del común de la gente ante el hambre, la injusticia y la explotación.

                La sensación de abandono de Dios, frente a la aparente bendición de los causantes del dolor y la miseria, son también un mismo lugar teológico: el pobre como sacramento, el mártir como testigo del amor mayor, ambos por referencia a Cristo, comprometido con los hombres en el amor total, abandonado y rechazado por los victimarios en el más absoluto desprecio.

 

Amor fidelium

                Reflexionar el martirio cristiano no es sino reflexionar y actualizar el martirio de Jesús, el testimonio de su amor.

                Algunas lecturas, al pensar el martirio, entienden importante dirigir la mirada a la actitud de los asesinos, y creen que sólo puede hablarse de mártires en caso de odium fidei. Esto es como poner la fuerza del testimonio de Jesús en la medida del odio de Pilatos. Quitar el centro y el eje del martirio del amor, de la fidelidad al Reino de Dios y al Dios del Reino, es poner el centro en el odio y la muerte, y eliminar la fuerza de testimonio que el martirio tiene. Ciertamente no es el odio a la fe lo que consagra mártir a Juan el Bautista o a los Santos Inocentes, ciertamente no es el odio a la fe lo que causa el martirio de Juana de Arco, de María Goretti o de Edith Stein, para señalar algunos ejemplos. Es el amor a la verdad, al Evangelio y sus consecuencias, al Reino, en una palabra, lo que permite reconocer en éstos y en tantos otros la dimensión del martirio.

                Es verdad que si afirmamos que los verdaderos responsables del martirio son siempre en última instancia los ídolos, evidentemente éstos rechazan absolutamente que se predique el Reino de Dios y al Dios del Reino, y en este sentido estamos ante un auténtico odium fidei. Pero, de todos modos, debemos repetirlo, no son los ídolos los responsables de que Jesús sea el mártir por excelencia. Ellos son asesinos, pero Jesús es mártir por el amor al Padre y a sus hermanos con el que se comprometió hasta el extremo. Evidentemente el ídolo del Dinero odia a los seguidores del Dios de los pobres. El ídolo del Poder odia a los que eligen servir. El ídolo del Mercado odia a los que eligen compartir, o que rechazan el lucro como motor de sus vidas. No podrían no odiarlos porque se verían destruidos. El odio existe, ciertamente: odio al Reino y sus consecuencias, pero es el amor lo que cuenta y lo que importa.

                El compromiso con los pobres, la lucha por la liberación, descubrir e invitar a los demás a que descubran en el otro un hermano, buscar servir y estar dispuestos a dar la vida por todo ello, no se mide  en función de los que eventualmente nos quitarían la vida, sino en función de aquellos por quienes se compromete y por quienes va dando la vida en el “día a día”. La realidad del martirio, en suma, no se mide en el odio sino en el amor. Magis amor fidelium quam odium fidei.

 

Ser cristiano en América Latina

                Dicho esto, que podría profundizarse aún más, debemos manifestar nuestra sorpresa cuando encontramos en documentos vaticanos -como la reciente Bula Incarnationis Mysterium, (Nº 13), donde se afirma que “este siglo que llega a su ocaso ha tenido un gran número de mártires, sobre todo a causa del nazismo, del comunismo y de las luchas raciales o tribales”- que siga ignorándose la realidad del martirio en América Latina provocada por la idolatría de la Seguridad Nacional o el “amor al dinero”. Es cierto que la “novedad” que aportan nuestros mártires es que los verdugos se llaman a sí mismos “cristianos”, y que muchos fueron bendecidos por miembros de la Jerarquía y nuncios, quienes asimismo cuestionaron abierta y no diplomáticamente a varios de los que dieron la vida. Es bastante claro que la ampliación del término “martirio” que propugnó K. Rahner, y continuaron varios como I. Pérez del Viso o E. González no es sino continuidad con lo que la misma Iglesia realizó en su praxis histórica. Como con los antiguos aborígenes, también hoy autodenominados “cristianos” son responsables de sus muertes, torturas o desapariciones. Es de soñar que no debamos esperar otros 500 años en “descubrir” la verdadera historia.

Concilium nº 283
(noviembre 1999) págs. 137 (841) - 142 (846)

 

Eduardo de la Serna
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