Gentileza
de http://www.hernandarias.edu.ar/ceiboysur/
para la BIBLIOTECA CATÓLICA DIGITAL
El
amor mayor, testimonio de la vida plena
“Nada
ni nadie me impedirá servir a Cristo y a su Iglesia luchando junto a los
pobres por su liberación. Si el Señor me concede el privilegio, que no
merezco, de perder la vida en esta empresa, estoy a su disposición”.
Al
P. Carlos Mugica, en los 25 años de su martirio (11 de mayo 1974)
Una reflexión sobre los mártires y el martirio no es una bandera que
se levanta para llevar a la victoria la causa de un fracasado. Menos aún una
suerte de resentimiento o dolor por el triunfo de los matadores y la derrota
de aquellos con quienes compartimos una causa común. Reflexionar la realidad
del martirio es simple y sencillamente ahondar la reflexión en un “lugar
teológico”.
Lugar
teológico
Cristo es, evidentemente, el referente principal de la vida y muerte de
los cristianos. Se dicen en función de él. Si cristiano es quien sigue las
huellas del Nazareno crucificado y resucitado, la identificación con Él será
el principal criterio de reflexión. Es por esto que la tradición y la
liturgia de la Iglesia da un lugar tan importante a la celebración de los mártires.
La muerte de Jesús, coronación de su vida proclamando a los pobres la
Buena Noticia del Reino, es el punto de partida en toda reflexión sobre el
martirio; éste es, por sobre todas las cosas, un acontecimiento cristológico.
La teología de la liberación ha profundizado abundantemente sobre la
muerte de Jesús y sus causas (J.
Sobrino, I. Ellacuría). Un elemento central en la reflexión es tener claro
que una es la causa en la mente de Pilatos, Herodes y el Sanedrín, y otra
muy distinta en la mente de Jesús. Entre una y otra hay la misma distancia
que entre el amor y el odio. Otro elemento a tener en cuenta es la lectura que
las primeras comunidades cristianas hacen del acontecimiento-escándalo de la
cruz.
Sería muy extenso, y escaparía a nuestro objetivo, profundizar todo
esto. Señalemos, de todos modos, algunos aspectos fundamentales. No es
posible desligar la muerte de Jesús de su predicación; Él fue asesinado por
causa de su palabra y sus obras: su martirio es consecuencia de la predicación
del Reinado de Dios. La metáfora del “Reino” abarca la totalidad de un
sistema de fraternidad universal en el cual sólo uno, Dios, es el padre. El
Reino de Dios es inseparable del Dios del Reino. Llamar a los hombres
“hermanos” y “hermanas” es algo intolerable para los violentos,
injustos, corruptos, “dueños” de la vida y la muerte; sencillamente
porque deberían dejar de serlo. Llamar sólo a Dios “Padre” es algo
intolerable para los que se creen, y actúan como “dueños de las llaves”,
los que pretenden controlar (¡manipular!) a Dios, o los que prefieren poner
su corazón, (¡confiar!) en Mammon, o en el poder... Jesús muere
porque no puede negar ese Dios que ha predicado, Jesús es matado
porque no quiere abjurar de Él. Uno en nombre del Dios del Reino, los
otros contra él, confluyen en un mismo acontecimiento: la cruz.
Será la comunidad primitiva, que en los relatos del Siervo Sufriente
encuentra sustento Escriturístico al fracaso del Nazareno, la que dará nuevo
sentido al comprender su muerte como una “muerte por...” El amor de
Jesús, al Padre, a los hermanos, lo llevó a la muerte, y las comunidades
supieron ver que ese acto supremo de amor rompía desde la raíz el círculo
vicioso de la violencia y del odio, que lo llevaba a proponer una caricatura
de Dios, ¡un ídolo!
Los primeros teólogos neotestamentarios profundizarán esta realidad
de cruz uniéndola al sufrimiento de los cristianos, por la predicación del
Evangelio, la persecución o el martirio. Así se ve la importancia de la teología
de la cruz en el Evangelio de Marcos, la unión entre Cristo y la
comunidad eclesial en Mateo, la identificación entre el profeta de Nazareth,
crucificado en Jerusalén, y la pasión de Esteban o Pablo en Lucas; la
lectura en dos niveles históricos, de Jesús y la comunidad joánica, en
Juan. Algo semejante puede decirse de las deuteropaulinas, la Primera Carta de
Pedro, la “carta” a los Hebreos o el Apocalipsis. Una buena teología del
Nuevo Testamento debe mostrar cómo esta identidad, especialmente fuerte en el
sufrimiento y la cruz, permite presentar a los seguidores de Jesús en un
mismo plano martirial.
Esta identidad se ve, asimismo, en
la teología paulina en la que el cristiano desde el bautismo vive una vida syn
Christou con quien entra en estrecha comunión hasta el punto de
participar de su resurrección.
No es ajeno a esta identificación histórico-escatológica el dicho de
mons. Romero al recibir el doctorado Honoris Causa en Lovaina:
“pecado es lo que da muerte al Hijo de Dios y da muerte a los hijos de
Dios”.
Cruz
de la fe y de la historia
Sin embargo, la unión en el mismo acontecimiento (la cruz) de la
intención de los asesinos y del asesinado Jesús, dificultó leer con
claridad este momento. La historia está llena de lecturas deformadas de la
muerte del Señor. La más terrible, por sus connotaciones existenciales
presentes, entiende que lo que nos ha salvado es el sufrimiento, y que el
dolor es redentor de la humanidad. Esta lectura, muy oportuna para los
opresores y sus cómplices, descuida que lo que provoca el don de la vida que
Dios regala, no es la saña de Pilatos, sino el amor de Jesús. Sólo el amor
extremo es dador de vida plena.
Es por esto que nos parece posible, tomando prestada la imagen de la
cristología, hablar de una cruz de la historia y una Cruz de la fe.
Una mirada a la cruz como pecado, injusticia, violencia de los hombres contra
el desarmado profeta de Galilea, derrota del proyecto de Dios, y otra dimensión
de la misma cruz, dadora de vida, última palabra de Dios, triunfo del amor
contra el odio.
Del mismo modo que a la hora de una lectura histórica muchas miradas
se confunden al no distinguir la vida de Jesús, del Cristo predicado como
Buena Noticia; igualmente, muchos no distinguen con suficiente claridad la
actitud pacífica de Jesús (y su identificación con los cristianos) al
dirigirse hacia una muerte segura, con la actitud violenta de los asesinos.
Sin duda que el centro del mensaje de la cruz debe encontrarse en el amor, y
no puede descuidarse en esa misma cruz una dimensión de pecado. El testimonio
del amor “hasta la muerte, y muerte de cruz” dado por Jesús, por
fidelidad a Dios y su proyecto, no
puede confundirnos. Su Padre Dios, el Señor de la vida, quiere que su Hijo
permanezca fiel hasta el extremo de la muerte en cruz, pero no quiere la
injusticia y el pecado, no quiere la muerte sino la vida.
¿Por
qué me has abandonado?
Precisamente la lectura de la Pasión de Jesús en “clave” Siervo
Sufriente de Yahweh lleva a los autores a citar los Salmos del Justo
sufriente. Esta dimensión permite acentuar el escándalo de la cruz sin
perder su dimensión de vida y gracia. La cruz injusta, causada por
victimarios y asesinos, provoca en el creyente la pregunta por la presencia de
Dios. El abandono de Dios al justo que sufre en manos de quien aparece como
bendecido por el mismo Dios, provoca
crisis y “noche oscura”. “¿Por qué me has abandonado?”
es la pregunta del salmista frente a los enemigos. Es la misma pregunta que se
hacen los primeros cristianos frente a la persecución: ¿Dónde está ese
Dios que puede ayudar a los que resucitan y no puede socorrer a los que viven?”.
Es la pregunta de los indígenas frente al “cristiano” en tiempos de la
“Conquista” de América: “Dios mio, ¿dónde estás? No me oyes para
remedio de tus pobres”. Es la pregunta de los judíos en Auschwitz, y
del común de la gente ante el hambre, la injusticia y la explotación.
La sensación de abandono de Dios, frente a la aparente bendición de
los causantes del dolor y la miseria, son también un mismo lugar teológico:
el pobre como sacramento, el mártir como testigo del amor mayor, ambos por
referencia a Cristo, comprometido con los hombres en el amor total, abandonado
y rechazado por los victimarios en el más absoluto desprecio.
Amor
fidelium
Reflexionar el martirio cristiano no es sino reflexionar y actualizar
el martirio de Jesús, el testimonio de su amor.
Algunas lecturas, al pensar el
martirio, entienden importante dirigir la mirada a la actitud de los asesinos,
y creen que sólo puede hablarse de mártires en caso de odium fidei.
Esto es como poner la fuerza del testimonio de Jesús en la medida del odio de
Pilatos. Quitar el centro y el eje del martirio del amor, de la fidelidad al
Reino de Dios y al Dios del Reino, es poner el centro en el odio y la muerte,
y eliminar la fuerza de testimonio que el martirio tiene. Ciertamente no es el
odio a la fe lo que consagra mártir a Juan el Bautista o a los Santos
Inocentes, ciertamente no es el odio a la fe lo que causa el martirio de Juana
de Arco, de María Goretti o de Edith Stein, para señalar algunos ejemplos.
Es el amor a la verdad, al Evangelio y sus consecuencias, al Reino, en una
palabra, lo que permite reconocer en éstos y en tantos otros la dimensión
del martirio.
Es verdad que si afirmamos que los verdaderos responsables del martirio
son siempre en última instancia los ídolos, evidentemente éstos
rechazan absolutamente que se predique el Reino de Dios y al Dios del Reino, y
en este sentido estamos ante un auténtico odium fidei. Pero, de todos modos,
debemos repetirlo, no son los ídolos los responsables de que Jesús sea el mártir
por excelencia. Ellos son asesinos, pero Jesús es mártir por el amor al
Padre y a sus hermanos con el que se comprometió hasta el extremo.
Evidentemente el ídolo del Dinero odia a los seguidores del Dios de
los pobres. El ídolo del Poder odia a los que eligen servir. El ídolo
del Mercado odia a los que eligen compartir, o que rechazan el lucro
como motor de sus vidas. No podrían no odiarlos porque se verían destruidos.
El odio existe, ciertamente: odio al Reino y sus consecuencias, pero es el
amor lo que cuenta y lo que importa.
El compromiso con los pobres, la lucha por la liberación, descubrir e
invitar a los demás a que descubran en el otro un hermano, buscar servir y
estar dispuestos a dar la vida por todo ello, no se mide
en función de los que eventualmente nos quitarían la vida, sino en
función de aquellos por quienes se compromete y por quienes va dando la vida
en el “día a día”. La realidad del martirio, en suma, no se mide en el
odio sino en el amor. Magis
amor fidelium quam odium fidei.
Ser
cristiano en América Latina
Dicho esto, que podría profundizarse aún más, debemos manifestar nuestra sorpresa cuando encontramos en documentos vaticanos -como la reciente Bula Incarnationis Mysterium, (Nº 13), donde se afirma que “este siglo que llega a su ocaso ha tenido un gran número de mártires, sobre todo a causa del nazismo, del comunismo y de las luchas raciales o tribales”- que siga ignorándose la realidad del martirio en América Latina provocada por la idolatría de la Seguridad Nacional o el “amor al dinero”. Es cierto que la “novedad” que aportan nuestros mártires es que los verdugos se llaman a sí mismos “cristianos”, y que muchos fueron bendecidos por miembros de la Jerarquía y nuncios, quienes asimismo cuestionaron abierta y no diplomáticamente a varios de los que dieron la vida. Es bastante claro que la ampliación del término “martirio” que propugnó K. Rahner, y continuaron varios como I. Pérez del Viso o E. González no es sino continuidad con lo que la misma Iglesia realizó en su praxis histórica. Como con los antiguos aborígenes, también hoy autodenominados “cristianos” son responsables de sus muertes, torturas o desapariciones. Es de soñar que no debamos esperar otros 500 años en “descubrir” la verdadera historia.
(noviembre 1999) págs. 137 (841) - 142 (846)
Eduardo
de la Serna
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