Acerca de la Iglesia

Walter Kasper
 (Stuttgart) [1]

Entre los teólogos católicos "la relación entre la Iglesia universal y las Iglesias particulares es hoy una cuestión candente, motivo de intensos debates. En 1999 publiqué mi opinión en un ensayo "Sobre la misión del obispo". En 2000 el cardenal Joseph Ratzinger respondió en una conferencia "Sobre la eclesiología del Concilio Vaticano II" y asumió una perspectiva fuertemente crítica de mi posición. Dado que la resolución de la cuestión tiene consecuencias de magnitud, el debate debe proseguir.

Problemas pastorales acuciantes

Para elaborar mi posición no partí de un razonamiento abstracto sino de la experiencia pastoral Como obispo de una vasta diócesis, he podido observar cómo fue surgiendo una brecha, que progresivamente se fue patentizando, entre las normas promulgadas en Roma por la Iglesia universal y las necesidades y prácticas de nuestra Iglesia particular. Gran parte de nuestro pueblo, incluso sacerdotes, no podía comprender la razón que estaba detrás de las reglamentaciones provenientes del centro; y tendía por ello  ignorarlas. Esto sucedió en lo referido a cuestiones éticas, disciplina sacramental y prácticas ecuménicas. El obstinado rechazo a administrar la comunión a todos los divorciados vueltos a casar y las normas altamente restrictivas de hospitalidad eucarística son buenos ejemplos.

Ningún obispo debería callar o permanecer impasible ante semejante situación. Sin embargo, enfrenta un dilema difícil. Si bien su misión es ser vínculo de unión entre la Santa Sede y su pueblo, se encuentra impelido en dos direcciones. Por un lado, es miembro del colegio episcopal universal en solidaridad con el Papa y sus obispos hermanos; por lo tanto debe velar por la unidad de la Iglesia católica. Por otro, es pastor de una Iglesia particular; por lo tanto debe cuidar a su pueblo, tener en cuenta sus expectativas y responder a sus preguntas. ¿Acaso no ordenó el Concilio Vaticano II que cada obispo atendiera a los fieles, en especial al clero?

Pero ¿cómo puede un obispo reunir a ambas partes y ayudarlas a que se comprendan mutuamente cuando sus mentalidades están tan distantes una de otra, incluso hasta el punto de sostener posiciones recíprocamente excluyentes, como a menudo sucede en nuestros días? Si el obispo intenta imponer las normas generales inflexiblemente -como esperan a veces sus superiores en Roma- es probable que su esfuerzo sea inútil e incluso contraproducente. Si permanece pasivo, pronto se lo juzgará desobediente. Parece estar atrapado en un atolladero. Sin embargo existe una salida: dar al obispo el necesario espacio para tomar decisiones responsables en lo que hace a la implementación de leyes universales.

Conceder esa libertad responsable no significa franquear la puerta a acuerdos indignos. No permite a un obispo local hacer concesiones en materia de fe. Su deber es dar testimonio de la verdad, sea oportuna o no; siempre debe respetar la integridad de la tradición. Sin embargo, más allá de los inmutables artículos de fe y moral, se extiende el amplio campo disciplinar de la Iglesia, que es esencialmente variable aun cuando las normas hayan sido creadas para sostener, con rigor o laxitud, una posición doctrinal. Nuestro pueblo conoce bien la flexibilidad de las leyes y reglamentaciones. La ha experimentado en las décadas pasadas a través de cambios que nadie vislumbró o ni siquiera imaginó posibles.

Dar libertad a los obispos locales para implementar responsablemente leyes universales se encuentra dentro de nuestra tradición; no es contrario a ella. Desde sus comienzos, la Iglesia ha desarrollado un amplio espectro de principios y reglas para la adaptación responsable y flexible de las reglamentaciones universales a las situaciones particulares y concretas. La Iglesia occidental siempre mantuvo en alta estima la virtud cardinal de la prudencia. Cuando circunstancias especiales lo justificaron, permitió excepciones a las normas generales, impuso justicia templada por la caridad, dio espacio a la equidad y creó un régimen de dispensas amplio. Además la Iglesia reconoció al obispo local el derecho de "excepción" (remonstrate); es decir, la suspensión temporaria de una nueva ley si la juzgaba perjudicial en su territorio. La Iglesia oriental desarrolló la doctrina y la práctica de la oikonomia, "economía": una prudencia superior que guía a los obispos y les permite resolver problemas que no están bajo el alcance de las leyes.

Esos principios se fundan en la teología misma, en especial en la teología de la Iglesia particular y en la función del obispo. La Iglesia particular no es ni una provincia ni un departamento de la Iglesia universal; es la Iglesia en un lugar determinado. El obispo local no es el delegado del Papa sino alguien enviado por Jesucristo, quien le confió una responsabilidad personal. Mediante su consagración sacramental, recibe la plenitud del poder que necesita para gobernar su diócesis. Esta es la enseñanza del Concilio Vaticano II.

La comprensión de la misión del obispo hubiera llevado a la descentralización en el gobierno de la Iglesia. Sucedió lo contrario: después del Concilio se recuperó la tendencia a la centralización.

Sin embargo, no toda la carga de este proceso reaccionario debe recaer en la Curia Romana. Es preciso reconocer que a veces ha debido intervenir no por afán de poder sino porque algunas Iglesias particulares parecieron olvidar la necesidad de la unidad -tan fuertemente enfatizada en el Nuevo Testamento-. Permitieron que pretendidos movimientos desplegaran un pluralismo excesivo: particularismo local y nacionalismo religioso. También el proceso mundial de"globalización" planteó a la Iglesia sus propias demandas: vivimos en "una aldea” y soluciones singulares en Iglesias particulares no siempre son deseables; además, la facilidad de comunicación entre el centro y las provincias es una fuerza poderosa de "unificación". Menos deseable aún: las mismas Iglesias particulares pueden promover la centralización cuando abdican de su responsabilidad y miran hacia Roma en procura de una decisión: un ardid para evadir sus deberes y ampararse detrás de una orden superior.

Sea por lo que fuere, hasta ahora esas actividades y procesos "unitivos" han ido demasiado lejos. Se ha perdido el equilibrio adecuado entre Iglesia universal e Iglesias particulares. No se trata sólo de mi propia percepción. Es la experiencia y la queja de muchos obispos en todo el mundo. [En una nota el cardenal Kasper se refiere a una exposición dada en Oxford por John Quinn, arzobispo emérito de San Francisco [2] , y a declaraciones formuladas por el cardenal Carlo Maria Martini, arzobispo de Milán y el cardenal Franz Koenig, arzobispo emérito de Viena].

Lamentablemente, el cardenal Ratzinger ha enfocado el problema de la relación entre la Iglesia universal y las Iglesias particulares desde un punto de vista meramente abstracto y teórico, sin tener en cuenta situaciones y experiencias pastorales concretas. Cuando objeté una afirmación de la "Carta a los obispos de la Iglesia Católica acerca de algunos aspectos de la comprensión de la Iglesia como comunión” publicada en 1992 por la Congregación para la Doctrina de la Fe, salió en su defensa. La afirmación, criticada por muchos, reclama que "en su misterio esencial, la Iglesia universal es una realidad anterior ontológica y temporalmente a cada Iglesia individual". Me opuse a esta teoría.

En su respuesta, el cardenal Ratzinger me acusó de proponer una comprensión de la Iglesia carente de profundidad teológica y reductora de su esencia a comunidades separadas empíricamente desarrolladas. Esto tergiversa malamente mi posición y la caricaturiza. Afirmé lo opuesto en el artículo que él objeta y en muchas otras publicaciones. A lo largo de mi ministerio como obispo, luché coherentemente contra las tendencias sociológicas que pretendían reducir la Iglesia a asambleas inconexas. Precisamente por defender la unidad de la Iglesia he tenido muchos problemas.

Ahora, con el propósito de evitar mayores equívocos, ofrezco una cuidadosa explicación de mi posición. Tanto más cuanto que considero que la solución del problema de la relación entre la Iglesia universal y las Iglesias particulares tiene amplias consecuencias pastorales y ecuménicas.

Dimensiones históricas

La relación entre la Iglesia universal y las Iglesias particulares no puede explicarse en abstracto por la vía de deducciones teóricas, porque la Iglesia es una realidad histórica concreta. Bajo la guía del Espíritu se despliega en la historia; por la misma teología debemos remitirnos, pues, a la historia.

1 Las principales tendencias en desarrollo pueden discernirse entre los complejos datos históricos.

El punto de partida deben ser las Escrituras. En las cartas de Pablo la Iglesia local está en el centro de modo claro y terminante. Cuando Pablo en sus principales cartas utiliza la palabra "iglesia" (ecclesia) en singular, se refiere a una Iglesia particular o a una comunidad determinada. Cuando habla de “iglesias" en plural, se refiere a varias asambleas locales. Para Pablo la única Iglesia de Dios cobra vida en cada Iglesia particular (por ejemplo, la Iglesia de Dios en Corinto). La Iglesia de Dios está presente en cada una de ellas. En las cartas desde el cautiverio (que en opinión de muchos investigadores no pertenecen a Pablo) este significado de eccelesia se retrotrae a los antecedentes y la Iglesia universal como conjunto aparece en el centro.

En el evangelio de Lucas, la palabra ecclesia puede significar tanto comunidad local como doméstica. Lucas ya tiene una concepción teológica de la Iglesia universal.

La Iglesia primitiva se desarrolló a partir de comunidades locales. Cada una presidida por un obispo; la única Iglesia de Dios estaba presente en cada una de ellas. Porque la única Iglesia estaba presente en todas y cada una, estaban en comunión. De esta comunión se derivan prácticas: al menos se necesitan tres obispos para ordenar a un obispo local; también desde el siglo III los obispos vecinos se reúnen y deliberan en sínodos. En 325 el Concilio de Nicea concedió a las muchas Iglesias una estructura unificadora: reunió a las Iglesias particulares en provincias y a éstas en unidades mayores, más tarde llamadas patriarcados. En 343 el Concilio de Sardica continuó el trabajo de organización; incluso creó un sistema administrativo sobre la base de lo que hoy llamaríamos principio de subsidiariedad. Cada Iglesia particular mantuvo su importancia, pero ninguna obtuvo autonomía. Existían dentro de un sistema de comunión de iglesias metropolitanas y patriarcales, todas ellas juntas constituían la Iglesia universal.

Desde los tiempos primitivos y dentro del sistema de comunión, la Sede romana asumió cierta responsabilidad y autoridad. Al comienzo del siglo II, Ignacio de Antioquia se refería a la Iglesia romana como "la que preside en la caridad". Esta referencia no constituía una declaración de la jurisdicción universal en materia doctrinal y disciplinar; significaba que la Iglesia romana era la autoridad conductora y orientadora cuando se trataba de determinar qué era la esencia del cristianismo. Si bien Roma fue la primera de las sedes episcopales, su poder estaba circunscrito. Los decretos del Concilio de Constantinopla en 381 (canon 3) y del Concilio de Calcedonia en 451 (canon 28) muestran claramente que la autoridad del obispo de Roma poseía carácter de liderazgo moral. Para la Iglesia oriental esta autoridad no conllevaba poder jurisdiccional, pero era más que un mero primado honorífico. En suma, la eclesiología del primer milenio excluía la parcialidad tanto en favor de las Iglesias particulares como de la Iglesia universal.

Si bien este resumen histórico es breve contiene datos de importancia fundamental para la reflexión teológica ulterior, precisamente porque provee información acerca de convicciones y prácticas que en el primer milenio eran comunes a las Iglesias orientales y occidentales. Lo que ha sido nuestro patrimonio común en el pasado puede ser nuestra guía común en el presente.

En 1976 en una conferencia pronunciada en Graz, Austria, el cardenal Ratzinger afirmó: "Lo que fue posible en la Iglesia durante 1000 años no puede ser imposible hoy. En otras palabras, Roma no puede demandar a Oriente más reconocimiento de la doctrina del primado que el conocido y practicado en el primer milenio". La así llamada "proposición Ratzinger" fue bien recibida, tuvo amplio eco y llegó a ser el tema principal de varios diálogos ecuménicos.

La proposición adquiere mayor significación aún después de la separación del Este. Es decir, desde el comienzo del segundo milenio, Occidente desarrolló una nueva concepción de la Iglesia que puso énfasis en la universalidad. Esta tendencia culminó atribuyendo toda la autoridad al Papa. No obstante Tomás de Aquino se mantuvo indiferente respecto de esa doctrina; y se opuso a Buenaventura, quien la apoyaba.

La doctrina de la autoridad papal absoluta y exclusiva desempeñó un papel importante en la lucha contra el conciliarismo, la reforma protestante, el absolutismo de Estado, el galicanismo y el josefinismo. El Concilio Vaticano I la reforzó con su enseñanza sobre el primado de la jurisdicción papal. Finalmente el Código de Derecho Canónico de 1917 selló este desarrollo.

El Concilio Vaticano II buscó revivir las creencias y actitudes de la Iglesia primitiva tratando de armonizarlas con las del Vaticano I. Lo hizo exitosamente a través de sus disposiciones referidas a la Iglesia local, al carácter sacramental de la ordenación episcopal y la colegialidad episcopal. Después del Concilio hubo un esfuerzo por iluminar el significado pleno de sus enseñanzas a través de una "eclesiología de comunión". En 1985 el Sínodo extraordinario de Obispos estableció que comunión era la idea central y fundacional del Concilio Vaticano II. Este enfoque ha ido ganando reconocimiento: la idea de "communio" ha ocupado el lugar central como meta común del movimiento ecuménico.

En 1992 la Congregación para la doctrina de la Fe en su "Carta a los Obispos sobre algunos aspectos de la Iglesia comprendida como comunión” enfocó la cuestión de modo fundamentalmente positivo. Objetó correctamente una eclesiología parcial que otorgaba peso excesivo a las Iglesias particulares y consideraba a la Iglesia universal como el resultado final de la suma de Iglesias particulares. Ciertamente, según la enseñanza del Vaticano II, las Iglesias particulares y la Iglesia universal existen cada una en las otras. La Congregación, sin embargo, excedió los límites de la doctrina conciliar donde la Iglesia universal existe "en y a partir de" las Iglesias particulares. La Congregación afirmó que las Iglesias particulares existen "en y a partir de" la Iglesia universal. Y con el propósito de impugnar la tesis del primado de la Iglesia local propuesta por algunos teólogos, expuso la tesis de la "prelación ontológica e histórica de la Iglesia universal".

Sobre la base de los datos históricos examinados, surgen muchos interrogantes respecto de la posición de la Congregación. Por cierto, provocó profusas críticas que llevaron a una clarificación cuasi‑oficial un año después de la publicación del documento.

Fundamentos eclesiológicos comunes

Antes de explicar mi posición, quiero dejar establecidos los puntos doctrinales en los que el cardenal Ratzinger y yo estamos de acuerdo. En la medida de lo posible quiero evitar toda tergiversación. La doctrina común que los teólogos católicos deben aceptar puede resumirse en tres puntos:

1. Jesucristo quería sólo una única Iglesia. Por esta razón profesamos en el Credo que "creemos en la Iglesia una, santa, católica y apostólica". Así como creemos en un solo Dios, en un Jesucristo redentor, un Espíritu, un bautismo, creemos, por lo tanto, en una Iglesia. Esta "unidad" no está en un futuro ideal que nos esforzamos por alcanzar a través del movimiento ecuménico: la Iglesia una existe en el presente. Sin embargo, no es una "suma de fragmentos de la única Iglesia" (como si hoy cada Iglesia fuera un mero fragmento de la única Iglesia). La única Iglesia de Cristo "subsiste" en la Iglesia católica romana; está presente concretamente en ella misma, a pesar de todas sus debilidades, por la fidelidad de Dios a lo largo de la historia.

2. La única Iglesia de Jesucristo existe "en y a partir de" las Iglesias particulares. Existe, por lo tanto, en cada Iglesia local; está presente allí especialmente en la celebración de la Eucaristía. Es por ello que no puede haber Iglesia particular aislada sino sólo en comunión con todas las demás Iglesias particulares. Así como la Iglesia universal se forma "en y a partir de" las Iglesias particulares, cada Iglesia local existe "en y a partir de" la única Iglesia de Cristo. La unidad de la Iglesia universal es unidad en comunión. Excluye todo egocentrismo e independencia nacional en las Iglesias particulares. Las Iglesias particulares y la Iglesia universal se incluyen mutuamente cada una en las otras.

3. Así como las Iglesias particulares no son meras extensiones o provincias de la Iglesia universal, la Iglesia universal no es la mera suma de Iglesias particulares. Las iglesias particulares y la Iglesia universal están íntimamente unidas. Comparten la misma existencia; viven unas en la otra. La Iglesia no se asemeja a una federación de varios Estados ni tampoco a un Estado gobernado centralmente. Su estructura constitucional es única; ninguna ciencia social puede explicarla. Su unidad es finalmente un misterio. Se constituye según la imagen de la Trinidad: un Dios en tres personas. La unidad de la Iglesia no es uniformidad, incluye diversidad.

Al afirmar estos tres puntos, pienso que estoy en sustancial acuerdo con Henri de Lubac, quien expresó esos condiciones básicas en una fórmula concisa: "Siempre que haya presencia e inclusión mutuas habrá perfecta relación". La Congregación para la Doctrina de la Fe rebasó esas condiciones cuando utilizó la "doctrina de la mutua inclusión" para afirmar el primado de la Iglesia universal. Para validar esta afirmación se requerirían pruebas válidas.

Controversia: puntos de desacuerdo

El cardenal Ratzinger defiende la tesis del primado histórico y ontológico de la Iglesia universal sobre las Iglesias particulares con argumentos provenientes de fuentes históricas y estudios sistemáticos.

Plantea que la doctrina del primado de la Iglesia universal surge de la historia del acontecimiento de Pentecostés narrado por Lucas en los Hechos de los Apóstoles. "A través del tiempo, la Iglesia nace el día de Pentecostés. Es la comunidad de los cientoveinte con María y los doce Apóstoles. Los Apóstoles representan allí la única Iglesia; más tarde serán los fundadores de las Iglesias particulares. Ellos son los portadores de un mensaje enviado al mundo entero. La Iglesia ya habla todas las lenguas".

Esta argumentación es altamente cuestionable. Muchos exégetas sostienen que el "acontecimiento de Pentecostés" en los Hechos de los Apóstoles es una construcción de Lucas. También ocurrieron similares "acontecimientos de Pentecostés” probablemente desde el comienzo, en las comunidades de Galilea. Por su parte, Michael Theobald [profesor de Teología en el Centro Sévres, París] señala correctamente que la narración del "acontecimiento de Pentecostés" no se refiere a la Iglesia universal como tal, sino a la reunión de la diáspora judía que en el transcurso del tiempo, con la guía del Espíritu Santo, se expandirá en una Iglesia de todas las naciones. Esto es lo que Lucas procuraba mostrar la historia correcta de los comienzos de la Iglesia se encuentra ampliamente en los relatos de su expansión inicial y no en pasajes aislados de Lucas acerca de Pentecostés.

Indudablemente, el cardenal Ratzinger es consciente de la debilidad de sus argumentos históricos porque admite la dificultad de una prueba histórica; por lo tanto la cuestión debe decidirse, en definitiva, sobre la base de la conexión intrínseca entre la Iglesia universal y las Iglesias particulares. La fortaleza de la prueba del primado ontológico (distinto del histórico) resulta así la cuestión más importante.

Pero, ¿en qué consiste esta prueba? Sorprendentemente, el cardenal Ratzinger funda su teoría del primado ontológico en una tesis acerca de la preexistencia de la Iglesia. Encuentra la justificación para esa tesis en las palabras del apóstol Pablo, quien habla de la Jerusalén celestial como nuestra madre, como la ciudad del Dios vivo, la asamblea ‑ecclesia‑ de los primogénitos cuyos nombres están escritos en el cielo (ver Heb 12,22ss). Clemente, Orígenes y Agustín, padres de la Iglesia, comentaron ampliamente este texto. Asimismo, la idea de “preexistencia" tenía su paralelo en el judaísmo primitivo: era una opinión difundida que la Torah constituía una realidad celestial antes de la creación del mundo. Concepciones similares eran corrientes en otras religiones y en las escuelas de filosofía platónica.

Sobre la base de esta doctrina de la preexistencia de la Iglesia, san Pablo sostiene que la Iglesia no es producto de circunstancias, desarrollos y decisiones históricas accidentales sino que está fundada en la voluntad de Dios de salvación eterna. Sus orígenes yacen en el misterio eterno del Dios salvador. Esto es precisamente lo que Pablo está enfatizando cuando en sus cartas habla del misterio de la salvación eterna, oculto en los primeros tiempos pero que se manifiesta ahora en la Iglesia y a través de ella (Ef 1, 3‑14; 3, 3‑12; Col 1,26 ss).

Esa preexistencia de la Iglesia no puede ser discutida; es indispensable para la correcta comprensión teológica de la Iglesia. Pero no es un argumento a favordel primado ontológico de la Iglesia universal. ¿Quién puede afirmar que cuando Pablo habla de la preexistencia de la Iglesia en la voluntad salvífica de Dios, se refiere sólo a la Iglesia universal y no a la Iglesia histórica concreta que existe "en y a partir de" las Iglesias particulares? ¿Quién diría que la única Iglesia histórica que existe "en y a partir de" las Iglesias particulares no preexiste en plenitud en el misterio de Dios?

Los textos paulinos acerca de la preexistencia de la Iglesia no resisten la tesis acerca de la preexistencia de la Iglesia universal. Sin embargo, sí soportan la doctrina que defiendo, junto con otros, de la preexistencia simultánea de la Iglesia universal y las Iglesias particulares.

Las reflexiones del cardenal Ratzinger fracasan al probar el primado de la Iglesia universal, así como fracasaron los argumentos históricos. La preexistencia de la Iglesia debe ser comprendida como la Iglesia concreta que es "en y a partir de" las Iglesias particulares. Un teólogo como Henri de Lubac afirmó: "Una Iglesia universal que tuviera una existencia separada o que alguien pudiera imaginar como existente fuera de las Iglesias particulares es una mera abstracción". Explicó además: "Dios no ama abstracciones vacías. Ama a seres humanos concretos de carne y hueso. La voluntad salvífica eterna de Dios quiere la encarnación del Logos en vista de la Iglesia concreta compuesta por gente de carne y hueso".

Una cuestión libremente disputada

Cuando se examina críticamente la cuestión del «primado de las Iglesias", resulta evidente que el debate no se plantea acerca de un punto cualquiera de "doctrina católica". El conflicto es entre opiniones teológicas y premisas filosóficas subyacentes. Una [Ratzingerl cultiva el método platónico; su punto de partida es el primado de una idea que es un concepto universal. La otra [Kasperl sigue el enfoque aristotélico y considera que lo universal existe en una realidad concreta. Este enfoque, por cierto, no debería ser malinterpretado como que todo conocimiento se reduce a meros datos empíricos.

La controversia medieval entre escuelas platónicas y aristotélicas era un debate dentro de los parámetros de la fe católica común. Buenaventura y Tomás de Aquino eligieron diferentes caminos en su enfoque de cuestiones teológicas, incluyendo el tema de la autoridad universal del Papa. Sin embargo, ambos son honrados como doctores de la Iglesia; ambos son venerados como santos. Si en la Edad Media se admitía semejante diversidad, ¿por qué no puede ser posible hoy?

Consecuencias para el movimiento ecuménico

La resolución de la relación entre Iglesia universal e Iglesias particulares tiene decisiva importancia para las situaciones pastorales que mencioné al principio de este artículo. Originalmente, consideré la cuestión como un tema pastoral dentro de la Iglesia. Ahora lo veo como un problema clave que afecta nuestras relaciones con otras Iglesias cristianas. La meta del movimiento ecuménico es "unidad a través de la comunión de las Iglesias” unidad en comunión.

En el vasto mundo ecuménico, no podemos defender creíblemente esa meta a menos que en nuestra Iglesia católica promovamos una sana relación entre la Iglesia universal y las Iglesias particulares; es decir, a menos que promovamos la unidad y la diversidad. Un énfasis parcial en la universalidad está destinado a despertar dolorosos recuerdos y provocar desconfianza; decepciona a los demás cristianos. En nuestros diálogos con las Iglesias protestantes y ortodoxas (comunidades eclesiales) es importante dejar claro que una Iglesia particular no puede ser plenamente una Iglesia de Jesucristo fuera de la comunidad que es universal. Esa "unidad en comunión" no limita las legítimas tradiciones de la Iglesias particulares; les brinda espacio para la libertad. Ninguna comunidad cristiana podrá encontrar otro camino hacia la plenitud de la Iglesia de Cristo.

Ese equilibrio entre la Iglesia universal y las Iglesias particulares no se opone al ministerio del Papado, sino todo lo contrario: el Papado tiene como principal misión crear ese equilibrio. La misión del Papa es “Fortalecer a sus hermanos” Por lo tanto debe fortalecerlos y mantenerlos juntos en la unidad del episcopado y las Iglesias particulares. Juan Pablo II invitó a las Iglesias a un diálogo ecuménico para considerar cómo todo esto puede llevarse a cabo en el orden concreto.

Cuando el Papa formula una invitación a un diálogo tan amistoso, no puede resultar improcedente expresar la propia opinión respecto de la relación entre la Iglesia universal y las Iglesias particulares.



[1] El autor, obispo de Rottenburg‑Stuttgart (AIemania) desde 1989 hasta 1999, fue profesor de Teología en la Universidad de Tübingen. Fue creado cardenal en febrero de este año y designado presidente del Pontificio Consejo para la Promoción de la Unidad de los Cristianos y miembro de la Congregación para la Doctrina de la Fe.

El cardenal Joseph Ratzinger es el prefecto de la Congregación para la doctrina de la Fe y reside en Roma.

El texto alemán fue publicado originalmente en el Stimmen der Seit (diciembre de 2000). La traducción inglesa fue preparada por Ladislas Orsy, sacerdote jesuita, profesor visitante en Georgetown Uníversity Law Center, Washington, y publicada por América (abril 2001).

[2] * El texto fue publicado en CRITERIO 1996, nn.2182 y 2183

DEBATE (revista Criterio Nº 2262 VI/2001 274-280)