La
crisis de la modernidad
Los primeros
años del siglo XX, hasta el comienzo de la primera guerra mundial, se recordarán
siempre como un período brillante y feliz de la historia europea, que vino a
truncar el estallido de la más inútil y absurda de las contiendas bélicas.
Pero aquel período, contemplado desde el punto de vista de la vida cristiana,
no fue una época fácil y sin problemas causados por la hostilidad de los
adversarios de fuera, u originados desde dentro de la propia Iglesia, una
Iglesia regida durante este tiempo por el último de los papas que ha merecido
el honor de los altares: San Pío X (1903-1914).
Durante aquellos años, la dinámica anticlerical se dejó sentir con particular
intensidad en los países latinos del sur de Europa: aquellos, precisamente, que
contaban con poblaciones de mayoritaria tradición católica. Portugal, tras la
proclamación de la República (1910), expulsó a los religiosos del país,
separó la Iglesia del Estado y confiscó los bienes eclesiásticos. En España
resurgió el anticlericalismo. Pero fue Francia el escenario de la más violenta
ofensiva contra la Iglesia.
Los gobiernos franceses de signo radical demostraron un laicismo militante, que
provocó el enfrentamiento con la firme entereza de Pío X. Francia rompió las
relaciones con la Santa Sede, se abrogó el Concordato (1905), los religiosos
perdieron el derecho a enseñar y muchos fueron expulsados del país. Los bienes
eclesiásticos fueron también confiscados, lo que significaba que la Iglesia
francesa, por segunda vez en poco más de un siglo, era despojada de su
patrimonio y privada a la vez de la ayuda estatal.
Sin embargo, los peligros más graves fueron de índole doctrinal y procedían
del interior de la propia Iglesia, especialmente del llamado movimiento
modernista.
El modernismo pudo estar animado en sus orígenes por la inquietud apologética
de ciertos católicos, ansiosos de remediar el retraso que, a su juicio, llevaba
la Iglesia en el campo de la historia, la filosofía y la exégesis bíblica. El
Modernismo que sufrió de modo sensible el influjo del protestantismo liberal
alemán trataba de «racionalizar» la fe cristiana, con el fin de hacerla
aceptable a la mentalidad «moderna», vaciándola de la carga de los dogmas y
de todo contenido sobrenatural. Los modernistas no trataban de abandonar la
Iglesia, pretendían «reformarla» desde dentro, y sus posturas tenían un
deliberado acento de ambigüedad.
Las doctrinas modernistas nunca se expusieron de modo orgánico, sino en forma
de retazos parciales. Para abarcarlas en todos sus aspectos, fue preciso que la
encíclica Pascendi que definió el Modernismo como «encrucijada de todas las
herejías» ofreciera una exposición sistematizada. El modernismo se extendió
por Francia, Italia e Inglaterra. Pío X cerró resueltamente el paso al
modernismo. El decreto Lamentabili y la encíclica Pascendi (1907) denunciaron y
condenaron estas doctrinas. La exigencia del «juramento antimodernista» a los
profesores eclesiásticos y a otros muchos clérigos fue una medida disciplinar
de indudable eficacia. La crisis modernista quedó así cortada por la decidida
intervención pontificia. No puede decirse, sin embargo, que quedara resuelta,
como pondría luego de manifiesto el rebrote modernista que habría de aparecer
con sorprendente fuerza a mediados del siglo XX.