El
Concilio de Trento y sus frutos para la Iglesia
El
acontecimiento central de la Reforma católica fue el concilio de Trento, y su
reunión marca la hora en que el Papado tomó por fin la dirección de la
empresa renovadora de la Iglesia. No fue fácil llegar a su apertura; quince
largos años constituyen un período preconciliar salpicado de vacilaciones,
esperanzas y recelos. Las primeras voces pidiendo un concilio sonaron en
Alemania. Un «concilio general, libre, cristiano, en tierra alemana» era el
clamor proveniente tanto de católicos como de protestantes. Carlos V deseaba
ardientemente la reunión del concilio, con la esperanza de que sirviera para
rehacer la unidad religiosa del Imperio. Pero esta perspectiva y el
fortalecimiento del poder de Carlos que ello supondría bastaba para que el otro
gran monarca católico de Europa, Francisco I de Francia, en guerra casi
continua con el emperador, no sintiera el menor entusiasmo por la convocatoria
conciliar.
El papa Paulo III (1534-1549) comprendió que un concilio ecuménico constituía
el único camino para llevar adelante la reforma de la Iglesia. Y paso a paso
fueron superándose no pocos obstáculos que se oponían a su celebración. La
elección de Trento para sede del concilio fue una de las soluciones de
compromiso a que se llegó en las negociaciones previas: Trento estaba en la
Italia del norte; pero era ciudad imperial y cabía esperar que a ella
consintieran en acudir los protestantes, que jamás participarían en un
concilio celebrado en suelo papal. El propio orden a seguir en los trabajos
suscitaba opiniones encontradas: el papa deseaba que se tratasen ante todo los
temas doctrinales, para fijar con precisión el dogma católico en las
cuestiones discutidas por los protestantes; el emperador deseaba, en cambio, que
se diera preferencia a las cuestiones disciplinares de reforma eclesiástica,
esperando satisfacer así a sus súbditos luteranos y facilitar la restauración
de la unidad cristiana. El compromiso a que también se llegó fue el
tratamiento simultáneo de las dos materias, alternando los decretos dogmáticos
y los de reforma.
La inauguración tuvo lugar el 19 de diciembre de 1545, muy tarde, sin duda,
para tener serias probabilidades de ser un concilio que lograra la unión con
los protestantes. El 11 de marzo de 1547, los legados papales, alegando una
epidemia, decidieron el traslado del concilio a Bolonia. Finalmente, en enero de
1548, Carlos V presentó una solemne protesta formal que provocó la inmediata
interrupción de las sesiones conciliares en Bolonia y por fin la suspensión
del concilio en el mes de septiembre de 1549.
El concilio abrió su segunda etapa en Trento el 1 de mayo de 1551, bajo el
nuevo pontífice Julio III (1550-1555). El emperador consiguió ahora que
acudieran a Trento cierto número de delegaciones de príncipes y ciudades
protestantes. La presencia de los reformados puso de manifiesto cuán difícil
era la restauración de la unidad cristiana, después de más de treinta años
de escisión religiosa. En todo caso, la traición al emperador del elector
Mauricio de Sajonia obligó a suspender nuevamente el concilio (28-IV-1552). Fue
una interrupción que duró diez años, entre los que se cuentan todos los del
pontificado de Paulo IV (1555-1559), celoso reformador, pero por otras vías
distintas de la conciliar. Hubo que esperar al papa Pío IV (1559-1565) para que
el concilio reanudara sus trabajos el 18 de enero de 1562. La tercera etapa
tridentina duró dos años escasos y sirvió para llevar a feliz término la
gran empresa reformadora: el 4 de diciembre de 1563 fue clausurado el concilio
de Trento y el papa confirmó todos sus decretos por la bula Benedictus Deus, el
26 de enero de 1564.
Trento no pudo ser un concilio para unir católicos y protestantes; pero fue el
gran concilio de la Reforma católica. Su obra fue extraordinaria tanto en el
campo doctrinal como en el disciplinar. Dentro del primero, se declaró ante
todo que la Revelación divina se ha transmitido por la Sagrada Escritura
interpretada por el Magisterio de la Iglesia y la Tradición apostólica. El
concilio abordó el tema clave de la justificación y, frente a las teologías
luterana y calvinista, declaró que la gracia divina y la cooperación libre y
meritoria de la voluntad humana obran en concurrencia la justificación del
hombre. El otro tema dogmático tratado por el concilio fue el sacramental,
donde tanta confusión habían sembrado los protestantes: se definió la
doctrina de los siete Sacramentos y las notas propias de cada uno de ellos.
En el plano disciplinar la obra de Trento fue también trascendental. Se procuró
con empeño la supresión de los abusos existentes en la vida eclesiástica, con
el fin de asegurando una eficiente acción de los sacerdotes. Un episcopado
plenamente dedicado a su ministerio, un clero bien formado y de elevada
moralidad fueron metas de la legislación tridentina. Se exigió la residencia a
obispos y párrocos, se prohibió la acumulación de beneficios, se dispuso la
periódica reunión de concilios provinciales y sínodos diocesanos, se urgió
la visita pastoral. La formación del clero tanto intelectual como espiritual se
haría en el seminario que había de existir en cada diócesis; y los sacerdotes
en sus respectivas parroquias tenían que impartir la catequesis a los niños y
la instrucción religiosa de los fieles.
Tal fue, a grandes rasgos, la obra reformadora del concilio de Trento, una obra
que suscita todavía admiración al cabo del tiempo; pero quizá lo más
admirable sea comprobar que este gran programa de renovación cristiana no quedó
en letra muerta, sino que se hizo realidad viva en la época que siguió a la
clausura del concilio.
El período que siguió a la celebración del concilio de Trento estuvo marcado
por la impronta de la gran renovación de la vida católica que allí se había
operado. La reforma fundada en las constituciones y decretos tridentinos se llevó
adelante, firmemente impulsada por los papas que se sucedieron en el solio
pontificio. Un Catecismo romano, un Misal y un Breviario fueron editados por
orden del papa San Pío V (1566-1572). Gregorio XIII (1572-1585) confió a los
nuncios el encargo de velar por la ejecución de las normas del concilio, y en
Roma, su sucesor, Sixto V (1585-1590), llevó a cabo una completa reorganización
de los dicasterios de la Curia encargados del gobierno central de la Iglesia.
El espíritu tridentino dio lugar a la aparición de obispos ejemplares que se
esforzaron en la aplicación de los decretos conciliares sobre disciplina del
clero y de los fieles: San Carlos Borromeo, San Francisco de Sales, San Felipe
Neri, San José de Calasanz.
La Cristiandad había dilatado enormemente sus horizontes ultramarinos, a partir
de los descubrimientos geográficos de los siglos xv y XVI. San Francisco Javier
había llevado el Evangelio hasta el lejano Japón, y China abrió también sus
puertas a los misioneros. Pero fueron las posesiones portuguesas de Asia y
Africa los principales espacios para la acción evangelizadora en estos dos
continentes, donde el patronato real fue pieza clave de la organización eclesiástica;
igual ocurrió en el Brasil, la gran colonia portuguesa en la otra orilla del
Atlántico. El inmenso Imperio español de América y Extremo Oriente era campo
privilegiado para el desarrollo de una formidable expansión cristiana. Este
campo se hallaba maduro para nuevos avances en la época postridentina, cuando
la Monarquía española adquirió además conciencia de ser esencialmente un «Estado
misional». La Corona ejercía allí el patronato regio, concedido por Julio II
en 1508, y designaba a los titulares de los obispados y otros altos cargos
eclesiásticos. La obra de promoción cultural avanzó a la par que la
evangelizadora. Bastará recordar que mientras se celebraba el concilio de
Trento, tres universidades impartían enseñanza superior en las Indias
occidentales: la de Santo Domingo, fundada en 1538, y las de Lima y México,
creadas en 1551 y 1553, respectivamente. El balance de la obra civilizadora de
España y Portugal, por grandes que fueran las deficiencias y abusos que
pudieron darse, presenta un saldo abiertamente positivo: la población indígena
fue respetada y sobrevivió en libertad, recibió la fe y la cultura cristianas.
El dinamismo tridentino impulsó también otras acciones, como la constitución
por iniciativa del papa San Pío V de la Liga Santa, que llevó a cabo una auténtica
expedición de Cruzada contra los turcos y los venció en la batalla de Lepanto.
Las misiones de San Francisco de Sales en el Chablais lograron el retorno a la
Iglesia de gran parte de la Suiza francesa. El Catolicismo logró éxitos
destinados a perdurar en los países germánicos meridionales, en Austria,
Baviera y también en Polonia y Bohemia. El propio final de las guerras de
religión en Francia significó que esta nación seguiría siendo católica,
pese a la existencia de una minoría protestante. En el este de Europa, la Unión
de Brest (1596) supuso la adhesión al Catolicismo de una parte importante de la
jerarquía ortodoxa y fue el origen de la Iglesia «uniata» rutena o ucraniana.