El
cisma de Oriente
En el siglo VII, como consecuencia de la expansión musulmana, tres de los
cuatro Patriarcados orientales cayeron en poder del Islam: Alejandría, Antioquía
y Jerusalén. Por eso, el Oriente cristiano se identificó desde entonces con la
Iglesia griega o bizantina, es decir, el Patriarcado de Constantinopla y las
iglesias nacidas como fruto de su acción misionera, que le reconocían una
primacía de jurisdicción o al menos de honor. Estas cristiandades que giraban
en la órbita de Constantinopla integraban la Iglesia greco-oriental.
El Cristianismo sufrió la impronta de la contraposición entre Oriente y
Occidente, cultura griega y latina. Constantinopla se convirtió en el principal
Patriarcado del Oriente cristiano, émulo del Pontificado romano, estrechamente
vinculado al Imperio de Bizancio, mientras Roma se alejaba cada vez más de este
y buscaba su protección en los emperadores francos o germánicos. En este
contexto de creciente frialdad entre las dos Iglesias, las fricciones y
enfrentamientos jalonaron un largo proceso de debilitamiento de la comunión
eclesiástica.
Las relaciones entre Roma y Constantinopla experimentaron ya una primera ruptura
en el siglo V: el cisma de Acacio, que estuvo motivado por las proclividades
monofisitas de este patriarca (482) y que se prolongó durante treinta años. Más
prolongadas fueron las repercusiones del problema de la inconoclastía. Como es
sabido, León III Isáurico un gran emperador que salvó a Bizancio de la
amenaza árabe dio origen a una grave crisis religiosa, que alteró durante más
de un siglo la vida del Oriente cristiano: en 726 prohibió la veneración de
las imágenes sagradas y poco después ordenó su destrucción. León III
pretendió que el Papa sancionase sus edictos iconoclastas y ante la rotunda
negativa tomó represalias contra la Iglesia romana. En todo caso, las luchas de
las imágenes no resultaron desfavorables para las relaciones entre los
cristianos orientales y Roma: los defensores de las imágenes entre los que se
contaban los monjes y la gran masa del pueblo dirigieron sus miradas hacia el
Papado en busca de apoyo.
El patriarca Focio, a pesar de que sabía que abriría un abismo entre griegos y
latinos, convirtió en problema la cuestión de la procedencia de la segunda
persona de la Santísima Trinidad. De este modo, las diferencias entre griegos y
latinos no serían, en adelante, solamente disciplinares y litúrgicas, sino
también dogmáticas, con lo que la unidad de la Iglesia quedaba
irremediablemente comprometida. Puede afirmarse, en suma, que Focio, un sabio
eminente que personificó el genuino espíritu eclesiástico de Constantinopla,
contribuyó como nadie a preparar los ánimos para el futuro cisma oriental.
El cisma llegó, sin excesivo dramatismo, en los comienzos de la época
gregoriana. Los violentos sentimientos antilatinos del patriarca de
Constantinopla Miguel Cerulario y la incomprensión de la mentalidad bizantina
por parte de los legados papales Humberto de Silva Candida y Federico de Lorena,
enviados para negociar una paz eclesiástica, fueron los factores inmediatos de
la ruptura. Humberto depositó una bula de excomunión, el 16 de Julio de 1054,
sobre el altar de la catedral de Santa Sofía; Cerulario y su sínodo patriarcal
respondieron el 24 del mismo mes excomulgando a los legados y a quienes les habían
enviado. El Cisma quedaba así formalmente abierto, aunque cabe pensar que
muchos contemporáneos y quizá los propios protagonistas del episodio pudieron
creer que se trataba de un incidente más de los muchos registrados hasta
entonces en las difíciles relaciones entre Roma y Constantinopla. Lo que parece
indudable es que, para la masa del pueblo cristiano griego y latino, el comienzo
del cisma de Oriente pasó del todo inadvertido.
El correr del tiempo descubrió a los cristianos la existencia de un auténtico
cisma, que había interrumpido la comunión eclesiástica de la Iglesia griega
con el Pontificado romano y la Iglesia latina. La vuelta a la unión constituyó
desde entonces un objetivo permanente de la Cristiandad. La promovieron Pontífices,
la desearon en Constantinopla emperadores y hombres de Iglesia, se celebraron
concilios unionistas y hubo momentos como en el concilio II de Lyon (1274) y el
de Florencia (1439) en que pareció que se había logrado. No era realmente así,
pero tan sólo la caída de Constantinopla en poder de los turcos y la
desaparición del Imperio bizantino (1453) pusieron fin a los deseos y a las
esperanzas de poner término al cisma de Oriente y reconstruir la unidad
cristiana.