El
cristianismo en la nueva sociedad feudal
El
siglo VIII presenció un profundo giro en la historia de la
Cristiandad occidental; la razón principal estuvo en las nuevas
relaciones establecidas entre la Santa Sede y el Reino de los francos.
El Imperio oriental, que conservaba importantes dominios en Italia,
había sido durante varios siglos el brazo secular protector del
Pontificado romano y de sus dominios territoriales, siempre amenazados
por los longobardos. La protección bizantina se hizo menos eficaz a
medida que el Imperio, progresivamente «orientalizado» y agobiado
por la presión permanente del Islam, se desentendía cada vez más de
Occidente. El Papado, necesitado de hallar un nuevo «brazo secular»
volvió los ojos hacia el único Reino occidental que, tras el
hundimiento de la España visigoda, estaba en condiciones de asumir
aquella misión: el reino franco.
En 753, el papa Esteban II confirió la unción regia a Pipino y a sus
dos hijos, Carlomán y Carlos. Estos recibieron el título de «Patricio
de los romanos», que les confería el derecho de intervenir en la
administración de la Urbe y tutelar los Estados de la Iglesia, solar
del poder temporal de los papas. El proceso así iniciado culminó
durante el reinado del hijo de Pipino: Carlomagno, uno de los grandes
forjadores de la Cristiandad medieval. La propagación de la fe y de
la civilización cristiana, con la mira puesta en la instauración de
la sociedad cristiana, fueron el objetivo fundamental de la política
de Carlomagno. En la Navidad del año 800, Carlos fue coronado
emperador en San Pedro de Roma por el papa León III.
Por esa razón, a poco de morir Carlomagno se inició la decadencia
carolingia, con los «repartos» territoriales, el decaimiento de la
autoridad suprema y la crisis de la sociedad: la disgregación feudal
sucedió al orden imperial y la Iglesia pagó también las
consecuencias. Al desvanecerse la autoridad soberana, se multiplicaron
los peligros de anarquía y las amenazas de normandos, sarracenos y
magiares. Las gentes, incapaces de defenderse por sí mismas, buscaron
protección en la única fuerza que podía prestarla, la casta
nobiliaria militar, detentadora en exclusiva del poder efectivo y
real. Comienza así la sociedad feudal.
Las estructuras eclesiásticas sufrieron también el impacto del
feudalismo. Los señores pretendieron obtener provecho económico de
las «iglesias propias» erigidas por ellos en sus dominios para el
servicio religioso de la población campesina. Análogos derechos
trataron de ejercer en otras iglesias y monasterios que los tomaron
por patronos y protectores. Los grandes quisieron disponer también de
los patrimonios eclesiásticos en pro de sus guerreros, o bien
designar a familiares como titulares de obispados y abadías, cargos
estos apetecidos por la nobleza en razón de su poder social.
El exponente más representativo del impacto producido por crisis
feudal en la Iglesia y en la sociedad cristiana fue el llamado «Siglo
de Hierro» del Pontificado. Desde comienzos del siglo X hasta
mediados del XI, se prolongó este período con una transitoria mejoría
en la segunda mitad de la décima centuria. El oscurecimiento de la
autoridad imperial dejó a la Sede Apostólica sin su protección e
hizo que viniera a caer en manos de los inmediatos poderes señoriales:
las facciones feudales dominantes en Roma.
Uno de los factores de regeneración cristiana fue la erección de un
monasterio destinado a ejercer grandísima influencia sobre la vida
espiritual y social de Occidente: Cluny.
Otro proceso destinado a ejercer profunda influencia en la historia de
la Cristiandad europea se había iniciado en Alemania, también a
principios del siglo X. Extinguidas las secuelas del pasado
carolingio, los duques nacionales germánicos, en 919, restauraron la
realeza, eligiendo por rey a Enrique I, duque de Sajonia; su hijo fue
Otón I (936-973), un gran monarca que, al igual que Carlomagno siglo
y medio antes, ha de ser considerado como otro de los grandes
constructores de la Europa cristiana. Otón I llevó a cabo
victoriosas campañas militares contra eslavos y magiares, que le
rindieron vasallaje, y fortaleció su autoridad en el interno del
reino. Otón fue coronado emperador en Roma, en febrero de 962. el
Imperio germánico venía así a suceder al carolingio como Imperio
cristiano occidental. Otón I asumió la misión de proteger los
Estados Pontificios y el control de las elecciones papales, que de
este modo quedaban a salvo de las intromisiones de los señores
romanos. Esta situación se prolongo bajo los reinados de Otón II y
Otón III (980-1002).