1. Premisa: los mártires, testigos y maestros de la fe
2. Las Actas de los Mártires
3. La fuente principal de las Actas de los Mártires: Eusebio de Cesarea
4. ¿Cuántos fueron los mártires?
5. La memoria de los mártires, perenne testimonio del amor a Cristo y a la
Iglesia
6. Los mártires, testigos radicales
Para vivir en nuestros días hace falta mucho coraje. Hay tantos motivos
de preocupación y tantas angustias, aun cuando, después de todo, es también
lindo vivir en este tiempo tan cargado de esperanzas para un mañana más sereno y
más humano.
Muchos arriesgan incluso la vida para defender sus ideas y su libertad, y no
faltan ejemplos luminosos de heroísmo.
También el cristiano está obligado a arriesgar para permanecer tal. ¿No es
acaso verdad que en algunas partes de la humanidad hay todavía opresión y
persecución que obligan a quien quiere permanecer fiel a Cristo a vivir oculto,
como en tiempos de persecución? Y a menudo, una vez descubierto, paga cara
semejante fidelidad.
También donde no se llega a esos extremos, hay siempre una persecución
escondida: te boicotean, te obstaculizan de mil maneras, se mofan de ti, sólo
porque quieres ser cristiano en serio.
Esta persecución, sin embargo, no es una novedad. Desde que Cristo fue
colgado en la cruz, empezó una historia que dura ya dos mil años: la de los
mártires cristianos que no conocerá nunca la palabra "fin". Lo dijo él mismo:
"Me han perseguido a mí, los perseguirán también a ustedes". Es una nota
característica y perenne de la Iglesia de Cristo: es Iglesia de Mártires.
Pero hay páginas en esta historia que merecen gran atención, y son las que
se refieren a los mártires de los primeros siglos de la Iglesia cristiana,
cuando la sangre fue derramada en mayor abundancia.
Es muy útil, o más bien necesario, volver a esta historia (adviértase: es
historia verdadera, no leyenda; historia documentable, no fábulas o mitos),
porque es una historia que se vuelve escuela: en ella aprenderemos a ser
nosotros también, intrépidos en profesar la fe y valientes en superar las
pruebas de nuestro martirio, sea cual sea.
Las Actas de los Mártires son los documentos oficiales y más antiguos
de la Iglesia de las persecuciones, porque son relaciones contemporáneas de
los sucesos narrados. Son las actas de los procesos contra los cristianos,
llamadas "Actas proconsulares", porque el magistrado era de ordinario un
procónsul; son las narraciones de los testigos oculares; son las "pasiones
epistolares", es decir, las cartas circulares sobre los mártires enviadas por
una Iglesia a las otras comunidades cristianas, y las "pasiones narrativas"
dictadas en parte por los mismos mártires.
Las Actas de los Mártires han sido referidas en máxima parte por Eusebio de
Cesarea (siglos III-IV) en su "Historia Eclesiástica" y en la obra "Los Mártires
de Palestina"; por Lactancio (s. III-IV) en "De mortibus persecutorum"; en las
Cartas y en el tratado "De Lapsis" de san Cipriano (s. III); en las Apologías de
los escritores griegos y latinos y en los Panegíricos pronunciados por los
grandes oradores cristianos, como Ambrosio, Agustín, Máximo de Turín, Pedro
Crisólogo en Occidente, y Basilio, Gregorio de Nisa y Juan Crisólogo en Oriente.
Las Actas de los Mártires eran leídas en el día de su fiesta, durante la
celebración eucarística. En efecto, la memoria o recuerdo del mártir se funda en
el memorial de Cristo, porque la pasión del mártir renueva la única pasión del
Señor, su muerte y resurrección.
Nacido en Cesarea de Palestina alrededor del año 265 y educado en la
escuela del docto Pánfilo, recibió una sólida formación intelectual, sobre todo
histórica. Fue elegido obispo de su ciudad y llegó a ser el hombre más erudito
de su tiempo. Escribió muchas obras de teología, de exégesis, de apologética,
pero su obra más importante fue la "Historia Eclesiástica", en 10 libros,
que son el fruto de 25 años de continua y apasionada investigación histórica.
En los primeros 7 libros narra la historia de la Iglesia de los orígenes
hasta el año 303. Los libros 8° y 9° se refieren a la persecución iniciada por
Diocleciano en el 303 y terminada en Occidente en el 306 y continuada en Oriente
por Galerio hasta el Edicto de tolerancia del 311 y la muerte de Maximino (313).
El libro 10° describe la recuperación de la Iglesia hasta la victoria de
Constantino sobre Licinio y la unificación del imperio (323).
Antes todavía de esta obra, Eusebio había recogido y transcrito una vasta
documentación (actas de los procesos de los mártires, "pasiones", apologías,
testigos de particulares y de las comunidades) también respecto de los mártires
anteriores a la persecución de Diocleciano, en la obra "Colección de los
antiguos Mártires", que se perdió, pero que él había en parte incorporado en
su "Historia eclesiástica".
Salido indemne de la persecución de Diocleciano (303-311), Eusebio fue de la
misma un testigo de excepcional importancia, porque asistió personalmente a
destrucción de iglesias, quema de libros sagrados y escenas salvajes de martirio
en Palestina, en Fenicia y hasta en la lejana Tebaida en Egipto y de eso dejó
una conmovedora memoria de gran valor histórico.
A pesar de lagunas y errores, la "Historia eclesiástica" sigue siendo "la
obra histórica más conocida y digna de fe y a menudo la única fuente de
información que nos queda" (Angelo Penna, en la "Enciclopedia Cattolica", Città
del Vaticano, 1950, vol. V, p. 842-854).
Presentamos aquí, en fiel traducción, una pequeña antología de los
autores nombrados acerca de los antiguos mártires. Conoceremos así cómo
nuestros primeros hermanos en la fe sabían sufrir y afrontar por Cristo la
tortura y la muerte.
El martirio es una constante en la Iglesia de los orígenes.
Los mártires recordados en esta breve reseña, pertenecen a siglos
diversos, a diferentes categorías de personas, extracción social y nacionalidad;
representan a toda la Iglesia. Son hombres y mujeres; ricos y pobres; ancianos
(Simeón tiene 120 años) y jóvenes (los 7 "hijos" de Sinforosa); eclesiásticos
(Simeón, Policarpo, Acacio, Carpo, Sagaris, obispos; Pionio, sacerdote; Euplio y
Papilo, diáconos) y laicos: Apolonio, senador; Máximo, comerciante; Conón,
jardinero; los cuarenta mártires de Sebaste, legionarios; Marino, centurión;
Sinforosa y Agatonice, madres de familia; nobles (como Apolonio) y gente común
del pueblo (como Conón y a veces cristianos desconocidos).
Todos han testimoniado con el sacrificio cruento de la vida su fidelidad a
Cristo.
Las Actas de los Mártires narran la historia más verdadera de la Iglesia de
los orígenes.
" de una carta de Filea a los habitantes de Tmuis"
Filea, obispo de la Iglesia de Tmuis, ciudad al este de Alejandría,
era famoso por los cargos civiles desempeñados en patria, por los servicios
prestados y además por la cultura filosófica. Joven, noble, riquísimo; tenía
mujer e hijos, quienes parece cierto que eran paganos. Desde la cárcel escribió
una carta en la que describe los estragos de cristianos a los que había asistido
personalmente, y ensalza el valor y la fe de los mártires. Sufrió el martirio
por decapitación en el 306.
"Fieles a todos estos ejemplos, sentencias y enseñanzas que Dios nos dirige en
las divinas y sagradas Escrituras, los bienaventurados mártires que vivieron con
nosotros, sin sombra de incertidumbre fijaron la mirada del alma en el Dios del
universo con pureza de corazón y, aceptando en el espíritu la muerte por la fe,
respondieron firmemente a la llamada divina, encontrando a nuestro Señor
Jesucristo, que se hizo hombre por amor nuestro, a fin de cortar el pecado en
las raíces y proveernos el viático para el viaje hacia la vida eterna. El Hijo
de Dios, en efecto, si bien poseía naturaleza divina, no pensó en valerse de su
igualdad con Dios, sino que prefirió aniquilarse a sí mismo, tomando la
naturaleza de esclavo, hecho semejante a los hombres, y como hombre se humilló
hasta la muerte y muerte de cruz (Flp 2, 6-8).
Por lo tanto, los mártires portadores de Cristo, aspirando a los más grandes
carismas, afrontaron todo sufrimiento y todo género de torturas concebidas
contra ellos, y no una sola vez, sino también una segunda vez; y ante las
amenazas que los soldados a porfía arrojaban contra ellos con las palabras y con
los hechos, no revocaron su convicción, porque 'el amor perfecto elimina el
temor' (1 Jn 4, 18). ¿Qué discurso alcanzaría a narrar su virtud y su coraje
ante cada prueba?
Entre los paganos, cualquiera que lo quisiese podía insultar a los mártires y
entonces algunos los golpeaban con bastones de madera, otros con varas, otros
con látigos, otros con correas de cuero, otros más con sogas. El espectáculo de
los tormentos era sumamente variado y en extremo cruel.
Algunos con las manos atadas, eran colgados de una viga, mientras aparatos
mecánicos tironeaban en todos los sentidos sus miembros; entonces los verdugos,
tras orden del juez aplicaban sobre el cuerpo los instrumentos de tortura; y no
solo sobre el costado, como se acostumbraba con los asesinos, sino también sobre
el vientre, sobre las piernas, sobre las mejillas. Otros, colgados fuera del
pórtico desde una sola mano, por la tensión de las articulaciones y de los
miembros sufrían el más atroz de los dolores.
Otros eran atados a las columnas con el rostro dirigido el uno hacia el otro,
sin que los pies tocaran el suelo, pero, por el peso del cuerpo las junturas
forzosamente se estiraban en la tracción.
Soportaban todo esto, no solo mientras el gobernador se entretenía hablando con
ellos en el interrogatorio, sino casi durante toda la jornada. Cuando, en
efecto, el gobernador pasaba a examinar a otros, ordenaba a sus dependientes que
espiaran atentamente por si acaso alguno, vencido por los tormentos, aludía a
ceder; e imponía hostigarlos inexorablemente también con cadenas y cuando,
después de esto, estuvieran muertos, tirarlos abajo y arrastrarlos por el suelo.
Esta, en efecto, fue la segunda tortura, concebida contra nosotros por los
adversarios: no tener ni siquiera una sombra de consideración hacia nosotros,
sino pensar y obrar como si nosotros ya no existiéramos. Hubo también quienes,
después de sufrir otras violencias, fueron colocados sobre el cepo con los pies
abiertos hasta el cuarto agujero, de manera que necesariamente quedaban supinos
sobre el cepo, porque no podían estar erguidos a causa de las profundas heridas
recibidas en todo el cuerpo con los golpes.
Otros más, tirados al suelo, yacían vencidos por el peso de las torturas,
ofreciendo a los espectadores de manera mucho más cruel la vista de la violencia
ejercida contra ellos, porque mostraban en todo el cuerpo las señales de las
torturas.
En esta situación, algunos morían entre los tormentos, cubriendo de vergüenza al
adversario con su constancia; otros, medio muertos, eran encerrados en la cárcel
donde expiraban pocos días después sucumbiendo a los dolores; los restantes,
finalmente, recuperada la salud gracias a los cuidados médicos, con el tiempo y
el contacto con los compañeros de prisión cobraban un coraje renovado.
Así pues, cuando el edicto imperial había concedido la facultad de elegir: o
acercarse a los impíos sacrificios y no ser molestados, obteniendo de las
autoridades del mundo una libertad perversa, o no sacrificar y aceptar la pena
capital, sin alguna vacilación los cristianos corrían alegres hacia la muerte.
Sabían, en efecto, lo que nos ha sido predestinado y anunciado por las sagradas
Escrituras: 'Quien sacrifica -dice el Señor- a los dioses extranjeros será
exterminado' (Ex 22, 19) y 'No tendrás a otro Dios fuera de mí' (Ex 20, 3) ".
Concluye san Eusebio: "Tales son las palabras que el mártir,
verdaderamente sabio y amigo de Dios, escribía desde la cárcel a los fieles de
su Iglesia antes de la sentencia capital, describiendo la situación en que se
hallaba y exhortándolos a permanecer firmes en la fe en Cristo también después
de su muerte, que era próxima" (Historia Eclesiástica, VIII, 10).
"No hay palabras que alcancen a decir las
torturas y los dolores que sufrieron los mártires de la Tebaida, lacerados en
todo el cuerpo con cascos en vez de garfios, hasta que expiraban, y las mujeres
que, atadas en alto por un pie y tironeadas hacia abajo por la cabeza mediante
poleas, con el cuerpo enteramente desnudo, ofrecían a las miradas de todos el
más humillante, cruel, deshumano de los espectáculos.
Otros morían encadenados a los troncos de los árboles. Per medio de aparatos, en
efecto, los verdugos doblaban, reuniéndolas, las más duras ramas y ataban a cada
una de ellas las piernas de los mártires: dejaban luego que las ramas volvieran
a su posición natural, produciendo por lo tanto un total descuartizamiento de
los hombres contra quienes concebían tales suplicios.
Todas estas cosas no ocurrieron durante unos pocos días o por breve tiempo, sino
que duraron por un largo período de años; cada día eran muertas alguna vez más
de diez personas, otra vez más de veinte, otras veces no menos de treinta, o
hasta alrededor de sesenta. En un solo día fueron hechos morir cien hombres,
seguramente con sus hijitos y esposas, ajusticiados a través de una secuencia de
refinadas torturas.
Nosotros mismos, presentes en el lugar de la ejecución, constatamos que en un
solo día eran muertos en masa grupos de sujetos, en parte decapitados, en parte
quemados vivos, tan numerosos que hacían perder vigor a la hoja del hierro que
los mataba e incluso la rompían, mientras los verdugos mismos, cansados, se
veían obligados a turnarse.
Contemplamos entonces el brío maravilloso, la fuerza verdaderamente divina y el
celo de los creyentes en Cristo, Hijo de Dios. Apenas, en efecto, era
pronunciada la sentencia contra los primeros condenados, otros desde varios
lugares acudían corriendo al tribunal del juez declarándose cristianos, prontos
a someterse sin sombra de vacilación a las penas terribles y a los múltiples
géneros de tortura que se preparaban contra ellos.
Valientes e intrépidos en defender la religión del Dios del universo, recibían
la sentencia de muerte con actitud de alegría y risa de júbilo, hasta el punto
que entonaban himnos y cantos y dirigían expresiones de agradecimiento al Dios
del universo, hasta el momento en que exhalaban el último aliento.
Maravillosos, en verdad, estos cristianos, pero aun más maravillosos aquellos
que, gozando en el siglo de una brillante posición, por la riqueza, la nobleza,
los cargos públicos, la elocuencia, la cultura filosófica, pospusieron todo esto
a la verdadera religión y a la fe en el Salvador y Señor nuestro, Cristo Jesús"
(Eusebio, Historia Eclesiástica,VII, 9).
"Admirables fueron también aquellos que
testimoniaron su fe en su propia tierra, donde por millares, hombres, mujeres y
niños, despreciando la vida presente, afrontaron varios géneros de muerte por la
enseñanza de nuestro Salvador.
Algunos fueron quemados vivos, después de haber sido sometidos a raspaduras,
garfios, latigazos y miles de otras refinadas torturas, terribles ya solo al
escucharlas.
Otros fueron arrojados al mar, otros ofrecieron valientemente la cabeza a los
verdugos, otros murieron entre las mismas torturas o extenuados por el hambre.
Otros más fueron crucificados: algunos en la forma que se acostumbraba en caso
de ladrones, otros de un modo aun más cruel, es decir, clavados con la cabeza
hacia abajo y vigilados hasta tanto vivieran, es decir, hasta que murieran de
hambre en los mismos patíbulos" (Eusebio: Historia Eclesiástica,VIII, 8)
"En las ciudades del Ponto los mártires sufrieron padecimientos terribles: a
algunos con cañas puntiagudas les fueron traspasados los dedos desde la
extremidad de las uñas; para otros se hacía licuar el plomo y, cuando la materia
ardía y hervía, era derramada sobre las espaldas de la víctima, y las partes
vitales del cuerpo eran quemadas.
Otros más, en sus miembros más íntimos y en las entrañas sufrieron torturas
repugnantes, crueles, intolerables aun solo al escucharlas, que los ilustres
jueces, custodios de la ley, concebían llenos de celo, desenfundando toda su
perversidad, como si hubiera sido una sabiduría especial, y rivalizando el uno
con el otro para superarse en inventos crueles, como quien se disputa los
premios de una competición.
El colmo de las calamidades se abatió sobre los cristianos cuando las
autoridades paganas, cansadas del exceso de los estragos y muertes, hartas de la
sangre derramada, asumieron una actitud que, según ellos, era de mansedumbre y
benignidad, de suerte que parecía que no habrían concebido ningún otro castigo
terrible contra nosotros.
En efecto, no era justo -decían- manchar con la sangre de los ciudadanos enteras
ciudades, ni obrar de manera que se culpara de crueldad a la suprema autoridad
de los soberanos, benévola y suave con todos; por el contrario, había que
extender a todos el beneficio del humano poder imperial, no condenando más a
nadie a la pena capital: por la indulgencia de los emperadores, en efecto, fue
abolida esta pena con respecto a nosotros.
Se ordenó entonces arrancarles los ojos a nuestros hermanos y estropearles una
pierna, porque esto, según los paganos, era un acto de humanidad y la más leve
de las penas que podían sernos infligidas.
A consecuencia de tal 'generosidad' de los impíos soberanos, no era posible
enumerar la multitud de personas a las que con la espada les habían cortado y
luego cauterizado el ojo derecho. A otros con hierros candentes les estropeaban
el pie izquierdo justamente bajo la articulación y después los asignaban a las
minas de cobre de cada provincia, no tanto para que pudieran producir una
utilidad, sino para aumentar la miseria y desventura de su situación. Además de
los martirizados de esta manera, había otros sometidos a otras pruebas que ni
siquiera es posible nombrar, porque las 'proezas' cumplidas contra nosotros
superan toda descripción.
Habiéndose distinguido en estas pruebas en toda la tierra, los nobles mártires
de Cristo impresionaron vivamente a todos aquellos que fueron testigos de su
valor, y a través de su conducta ofrecieron pruebas evidentes de la secreta y
verdaderamente divina fuerza de nuestro Salvador. Sería demasiado largo, por no
decir imposible, recordar el nombre de cada uno" (Eusebio, Historia
Eclesiástica,VIII, 12)
La construcción de la villa Adriana en Tívoli estaba terminada alrededor del
año 135 y por lo tanto a ese tiempo puede remontarse el martirio de santa
Sinforosa, inmolada como víctima propiciatoria en los "acostumbrados infames
ritos paganos" de la consagración de la morada imperial.
El trozo que habla de su martirio muestra a un emperador Adriano mal dispuesto
hacia el cristianismo (habían pasado los tiempos de las mansas instrucciones al
procónsul Minucio Fundano) y propenso a creer en las calumnias de los sacerdotes
paganos.
El mismo emperador, no un funcionario suyo, llama a la mujer, trata de inducirla
a renegar de su fe y hace otro tanto con los hijos.
"El emperador Adriano se había hecho fabricar un palacio y quería consagrarlo
con los acostumbrados nefandos ritos paganos. Empezó pidiendo con sacrificios
oráculos a los ídolos y demonios que habitan en ellos y esta fue la respuesta:
'La viuda Sinforosa, con sus siete hijos, nos lastima todos los días invocando a
su Dios. Por lo tanto, si ella, con sus siete hijos, va a sacrificar según
nuestro rito, les prometemos a ustedes concederles todo lo que pidan'.
Adriano entonces la hizo encarcelar con los hijos y de una manera insinuante
trataba de exhortarlos a sacrificar a los dioses. Pero Sinforosa le dijo: 'Mi
esposo Getulio y su hermano Amacio, mientras militaban en tu ejército como
tribunos, afrontaron tantos géneros de torturas por no avenirse a sacrificar a
los ídolos y, semejantes a atletas valientes, con su muerte vencieron a los
demonios. Prefirieron, en efecto, hacerse decapitar antes que dejarse vencer,
sufriendo la muerte que, aceptada por el nombre de Cristo, les causó ignominia
en el mundo de los hombres apegados a los intereses terrenales, pero en la
asamblea de los ángeles les dio honor y gloria eterna. Se pasean ahora entre los
ángeles y, levantando los trofeos de su pasión, gozan en el cielo de la vida
eterna con el eterno rey'.
Así le respondió el emperador a santa Sinforosa: 'O sacrificas con tus hijos a
los dioses omnipotentes, o te hará inmolar a ti misma con tus hijos'.
Replicó santa Sinforosa: '¿De dónde me viene semejante gracia: merecer ser
ofrecida como víctima a Dios juntamente con mis hijos?' Repuso el emperador: 'Yo
te haré sacrificar a mis dioses'.
La bienaventurada Sinforosa respondió: 'Tus dioses no pueden aceptarme en
sacrificio, pero si voy a ser inmolada en nombre de Cristo mi Dios, tendré el
poder de incinerar a tus demonios'.
Dijo entonces el emperador: 'Elige una de estas dos propuestas: o sacrificas a
mis dioses, o vas a morir de muerte trágica'.
Le respondió Sinforosa: 'Tú crees que mi propósito puede cambiar por algún
temor, mientras que mi más vivo deseo es reposar en paz junto a mi esposo
Getulio, a quien tú hiciste morir por el nombre de Cristo'.
El emperador Adriano la hizo entonces conducir al templo de Hércules y ahí
primero la hizo abofetear, y después colgar de los cabellos. Viendo, sin
embargo, que de ninguna manera y con ningua amenaza lograba hacerla desviar de
su propósito , le hizo atar una piedra al cuello y la hizo ahogar en el río.
El hermano Eugenio, quien desempeñaba un cargo en la curia de Tívoli, recogió su
cuerpo y lo hizo sepultar en la periferia de esa ciudad.
El día después, el emperador Adriano hizo llamar a su presencia,
contemporáneamente, a todos los siete hijos de ella. Cuando vio que de ninguna
manera, ni con halagos ni con amenazas, lograba inducirlos a sacrificar a los
dioses, hizo plantar siete palos alrededor del templo de Hércules y, con la
ayuda de máquinas, hizo fijar ahí a los jóvenes. Después los hizo matar:
Creciente, traspasado en la garganta; Juliano en el pecho, Nemesio en el
corazón; Primitivo en el ombligo; Justino en las espaldas; Estracteo en el
costado; Eugenio desgarrado de pies a cabeza.
El emperador Adriano, habiendo ido el día siguiente al templo de Hércules, hizo
sacar de ahí sus cuerpos y los hizo sepultar en una profunda fosa, en una
localidad que los pontífices llamaron 'A los siete ajusticiados'.
Después de esto hubo en la persecución una tregua de un año y seis meses: en ese
tiempo se dio honrada sepultura a los cuerpos de los mártires y se levantaron
tumbas para aquellos cuyos nombres están escritos en el libro de la vida.
El dies natalis (= día del nacimiento al cielo) de los santos mártires
cristianos Sinforosa y sus siete hijos se celebra quince días antes de las
calendas de agosto (= 17 de julio). Sus cuerpos reposan sobre la vía Tiburtina,
a unas ocho millas de Roma, bajo el reinado de nuestro Señor Jesucristo, a quien
se debe honor y gloria en los siglos de los siglos. Amén" (F. Cardulo, Acta
Symphorosae et sociorum, Roma, 1588).
El trozo siguiente está sacado de la segunda Apología de Justino que
le fue inspirada por el proceso contra tres cristianos que tuvo lugar en Roma en
el 162 o 163, siendo prefecto Urbino. Poco posterior al episodio, la narración
procede apretada, sin divagaciones o adornos retóricos, pero de la trama
descarnada de los hechos emerge una calurosa defensa del cristianismo.
¿Por qué condenar a personas cuya fe se traduce en una austera regla de vida
y en el rechazo de toda culpa contra la naturaleza? Este es el sentido de las
palabras del mártir Lucio, y este el espíritu de Justino, quien pocos años
después confirmaría él también su fe con la sangre.
"Vivía una mujer, esposa de un hombre licencioso, licenciosa primeramente
también ella. Pero, cuando llegó a conocer las enseñanzas de Cristo, no solo
empezó a llevar una vida más pura, sino que intentó también convencer al marido
a que se convirtiera, hablándole de la nueva doctrina y anunciándole el castigo
del fuego eterno para todos aquellos que llevan una vida impura y sin rectos
principios.
El marido, en cambio, persistiendo en su desenfreno, se enajenó con su mala
conducta el ánimo de la mujer, de manera que ella, considerando inmoral vivir el
resto de sus días al lado de un hombre que trataba de sacar placer de las
relaciones conyugales contra las leyes de la naturaleza y contra la justicia,
decidió separarse de él.
La disuadieron sus parientes, quienes le aconsejaban tener paciencia todavía, en
la esperanza de que el marido cambiara de vida: ella, por lo tanto, se dio ánimo
y quedó a su lado.
Posteriormente se le refirió que el marido, quien había viajado a Alejandría,
cometía culpas aun más graves que en el pasado; la mujer entonces no quiso
volverse cómplice de sus desvergüenzas e impiedades quedando a su lado como
esposa y compartiendo con él el lecho y la mesa: le dio, pues, lo que ustedes
llaman 'el libelo de repudio' y se divorció.
Esa flor de marido, en lugar de alegrarse del hecho de que la mujer, que antes
en las orgías de la borrachera se entregaba a los criados y mercenarios, había
dejado estas culpables costumbres e incluso quería inducirlo a él a que hiciera
otro tanto, despechado por el divorcio que ella había obtenido sin su
consentimiento, la denunció ante el tribunal como cristiana.
La mujer entonces te presentó a ti, señor, un memorial, en el que pedía ante
todo que le fuera concedido administrar sus propios bienes y, sucesivamente,
defenderse de la acusación, después de arreglar sabiamente sus cosas, y tú se lo
concediste.
El marido, no pudiendo más obrar contra la mujer, dirigió su acusación contra
cierto Tolomeo, maestro de ella en la doctrina cristiana. Esta fue su táctica:
persuadió a un centurión amigo suyo, quien había metido en la cárcel a Tolomeo,
a que lo tomara de sorpresa y le dirigiera esta simple pregunta: '¿Eres tú
cristiano?'
Tolomeo, sincero y ajeno a todo subterfugio, admitió serlo y en consecuencia el
centurión lo hizo encadenar y torturar en la cárcel por largo tiempo.
Finalmente, cuando el hombre fue conducido ante Urbico, se le dirigió la misma
pregunta, es decir, si era cristiano: nuevamente Tolomeo, consciente del bien
que le provenía a él de la enseñanza de Cristo, confesó ser maestro de la divina
virtud.
En efecto, quien niega cualquier verdad, o la niega porque la desprecia o rehúsa
reconocerla porque se considera indigno y lejos de los deberes que ella implica,
pero ninguna de estas dos actitudes condice con un cristiano sincero.
Cuando Urbico ordenó que Tolomeo fuera conducido al suplicio, cierto Lucio,
cristiano él también, viendo la locura de un proceso realizado de esa manera, le
gritó a Urbico: '¿Por qué motivo has condenado a muerte a este hombre, no
culpable de adulterio, ni de fornicación, ni de asesinato, ni de robo, ni de
rapiña, ni de cualquier otro crimen, sino tan solo de haberse confesado
cristiano? Tu modo de juzgar, Urbico, ¡es indigno del emperador Antonino Pío,
indigno del hijo de César, que es amigo de la sabiduría, indigno, en fin, del
santo senado!'
Sin pronunciar respuesta, Urbico dijo a Lucio: 'Me parece que tú también eres
cristiano'. Porque Lucio asintió calurosamente, Urbico lo hizo conducir al
suplicio. El mártir declaró que era una gracia para él, porque sabía que dejaba
el mundo de los malvados por la morada del Padre celestial.
Y un tercero que llegó de improviso a declararse cristiano fue igualmente
condenado a muerte" (San Justino, Apología de la religión cristiana, I, 2).
Máximo era un cristiano de Asia Menor. Lo conocemos tan solo por el documento
de su martirio. El se había voluntariamente denunciado como cristiano, con una
actitud que la Iglesia no aprobaba del todo, pero fue valiente y superó la
prueba.
"El emperador Decio, queriendo expulsar y abatir la ley de los cristianos, emanó
edictos en todo el orbe, en los que intimaba a todos los cristianos abandonar al
Dio vivo y verdadero y sacrificar a los demonios; quien no hubiera querido
obedecer, debía someterse a los suplicios.
En ese tiempo Máximo, varón santo y fiel al Señor, espontáneamente se declaró
cristiano: era un plebeyo y ejercía el comercio. Arrestado, fue conducido ante
el procónsul Optimo, en Asia.
El procónsul le preguntó: '¿Cómo te llamas?'
El respondió: 'Me llamo Máximo'.
Preguntó el procónsul: '¿Cuál es tu condición?'
Respondió Máximo: 'Soy plebeyo y vivo de mi comercio'.
Dijo el procónsul: '¿Eres cristiano?'
Respondió Máximo: 'Por más que sea pecador, soy cristiano'.
Dijo el procónsul: '¿No conoces los decretos de los muy insignes soberanos que
han sido promulgados recientemente?'
Preguntó Máximo: '¿Qué decretos?'
Explicó el procónsul: 'Los que ordenan que todos los cristianos, abandonada su
vana superstición, reconozcan al verdadero soberano al que todo está sometido, y
adoren a sus dioses'.
Repuso Máximo: 'He llegado a conocer el inicuo decreto emanado por el soberano
de este mundo y justamente por esto me he declarado públicamente cristiano'.
Le ordenó el procónsul: 'Sacrifica a los dioses'.
Replicó Máximo: 'Yo no sacrifico sino al solo Dios a quien me glorío de haber
sacrificado ya desde mi niñez'.
Insistió el procónsul: 'Sacrifica, para que estés salvo. Si te rehúsas, te hago
morir entre torturas de todo género'.
Repuso Máximo: 'Es precisamente lo que siempre he deseado: justamente por esto,
en efecto, me he declarado cristiano, para obtener la vida eterna, una vez
liberado de esta infeliz existencia temporal'.
Entonces el procónsul lo hizo golpear con varas y, mientras era golpeado, le
decía: 'Sacrifica, Máximo, para librarte de estos tormentos'.
Replicó Máximo: 'No son tormentos, sino unciones, estos que me son inferidos por
el amor a nuestro Señor Jesucristo. Si, en efecto, me alejara de los preceptos
de mi Señor, en los cuales he sido instruido por medio de su evangelio, me
aguardarían los verdaderos y perpetuos tormentos de la eternidad'.
El procónsul entonces lo hizo poner sobre el caballete y, mientras era
torturado, le decía insistentemente: '¡Enmiéndate de tu necedad, miserable, y
sacrifica, para salvar tu vida!'
Máximo respondió: 'Tan solo si no sacrifico, salvo mi vida; si sacrifico, en
cambio, seguramente la pierdo. Ni las varas, ni los garfios, ni el fuego me
procurarán dolor, porque vive en mí la gracia de Dios, que me salvará para
siempre con las oraciones de todos los santos quienes, luchando en este género
de combate, han superado la locura de ustedes y nos han dejado nobles ejemplos
de valor'.
Después de estas altivas palabras, el procónsul pronunció la sentencia contra
él, diciendo: 'La divina clemencia ha dado la orden de que, para infundir temor
a los otros cristianos, sea apedreado el hombre que no ha querido dar su
asentimiento a las sagradas leyes, que le imponían sacrificar a la gran diosa
Diana'.
Así el atleta de Cristo fue arrastrado afuera por los ministros del diablo,
mientras daba gracias a Dios Padre por Jesucristo Hijo suyo, que lo había
juzgado digno de superar al demonio en la lucha.
Sacado fuera de las murallas, aplastado por las piedras, exhaló su espíritu.
El siervo de Dios Máximo padeció el martirio en la provincia de Asia dos días
antes de los idus de mayo, durante el imperio de Decio y el proconsulado de
Optimo, reinando nuestro Señor Jesucristo, a quien se le tributa gloria en los
siglos de los siglos. Amén" (de la Passio del mártir, en BHL -Bibliotheca
Hagiographica Latina- , II, p. 852)
El proceso contra los cristianos de Escilio tuvo lugar en el verano del 180
d. de J. C., cuando desde hacía pocos meses era emperador Cómodo, y se puede
considerar una secuela de las persecuciones estalladas bajo el predecesor Marco
Aurelio. La fe cristiana probablemente se había difundido ya desde hacía unos
cincuenta años en el Africa proconsular y había llegado incluso a los pequeños
centros: Escilio era justamente una aldea de Numidia.
El texto latino del que se reproduce aquí la traducción es contemporáneo de los
hechos; quizás es el acta misma del proceso, a la que el transcriptor añadió tan
solo la última parte. Es el primer testimonio sobre el tributo de sangre que los
cristianos de Africa entregaron a la Iglesia y es el documento más antiguo que
se conozca en la literatura cristiana latina.
"Siendo cónsules Presente, por segunda vez, y Claudiano, dieciséis días
antes de las calendas de agosto (= el 17 de julio), fueron convocados a la
presencia de la autoridad judiciaria Esperato, Nartzalo, Citino, Donata, Segunda
y Vestia.
El procónsul Saturnino les dijo: 'Pueden merecer la indulgencia de nuestro
soberano, si vuelven a pensamientos de rectitud'.
Esperato respondió: 'No hemos hecho nada malo, no hemos cometido ninguna
iniquidad, ni hablado mal de nadie, por el contrario hemos siempre devuelto bien
por mal; obedecemos, pues, a nuestro emperador'.
Dijo todavía el procónsul Saturnino: 'También nosotros somos religiosos y
sencilla es nuestra religión. Juramos por el genio de nuestro soberano y
dirigimos a los dioses súplicas por la salvación de él , cosa que también
ustedes han de hacer'.
Respondió Esperato: 'Si me prestas atención con calma, te explicaré el misterio
de la sencillez'.
Replicó Saturnino: 'No te voy a escuchar en esta iniciación en la que ofendes
nuestros ritos; juren más bien por el genio de nuestro soberano'.
Respondió Esperato: 'Yo no conozco el poder del siglo, sino que estoy sujeto a
ese Dios al que ningún hombre vio jamás ni puede ver con sus ojos. No cometí
nunca un robo, sino que cada vez que concluyo un negocio pago siempre el
tributo, porque obedezco a mi soberano y emperador de los reyes de todos los
siglos'.
El procónsul Saturnino dijo a los otros: 'Desistan de tal convicción'.
Repuso Esperato: 'Es un mal sistema amenazar con matar si no se jura en falso'.
Dijo también el procónsul Saturnino: 'No adhieran a esta locura'.
Dijo Citino: 'No hemos de temer a nadie sino a nuestro Señor que está en los
cielos'.
Añadió Donata: 'Honor a César como soberano, pero temor, a Dios solamente'.
Prosiguió Vestia: 'Soy cristiana'.
Dijo Segunda: 'Lo que soy, yo quiero ser'.
El procónsul Saturnino le preguntó a Esperato: '¿Persistes en declararte
cristiano?'
Respondió Esperato: 'Soy cristiano' y todos asintieron a sus palabras.
Preguntó también el procónsul Saturnino: '¿Quieren un poco de tiempo para
decidir?'
Respondió Esperato: 'En una cuestión tan claramente justa, la decisión ya está
tomada'.
Preguntó después el procónsul Saturnino: '¿Qué tienen en esa cajita?'
Respondió Esperato: 'Libros y las cartas de san Pablo, varón justo'.
Dijo el procónsul: 'Tienen una prórroga de treinta días para reflexionar'.
Esperato repitió: 'Soy cristiano', y todos estuvieron de acuerdo con él.
El procónsul Saturnino leyó el decreto de lo actuado: 'Se decreta que sean
decapitados Esperato, Nartzalo, Citino, Donata, Vestia, Segunda y todos los
demás que han declarado vivir según la religión cristiana, porque, a pesar de
serles dada facultad de tornar a las tradiciones romanas, lo han rehusado
obstinadamente'.
Esperato dijo: 'Demos gracias a Dios'. Nartzalo añadió: 'Hoy seremos mártires en
el cielo. ¡Sean dadas las gracias al Señor!'
El procónsul Saturnino hizo proclamar la sentencia por el pregonero: 'Esperato,
Nartzalo, Citino, Veturio, Félix, Aquilino, Letancio, Genara, Generosa, Vestia,
Donata, Segunda han sido condenados a la pena capital'.
Dijeron todos: '¡Sean dadas las gracias a Dios!' y en seguida fueron degollados
por el nombre de Cristo" (de las Actas de los mártires escilitanos,
publicadas por primera vez por C. Baronio en los Annales Ecclesiastici,
1588-1607).
(Carta de san Dionisio a Fabio, obispo de Antioquía)
"Entre nosotros la persecución no tuvo comienzo con el edicto imperial, sino
que, por el contrario, fue retardada de un año entero, hasta cuando llegó a esta
ciudad cierto adivino y tejedor de embustes, que agitó y excitó contra nosotros
a la multitud de los gentiles, atizando su superstición congénita.
Excitados por él e impulsados a sacar de su desenfrenado libertinaje todo género
de impiedad, consideraban único acto de devoción y culto hacia sus dioses el
asesinarnos a nosotros.
La primera víctima fue un anciano, de nombre Metra, al que apresaron y trataron
de obligar a blasfemar; puesto que no se rindió a sus imposiciones, lo golpearon
y le traspasaron el rostro y los ojos con cañas puntiagudas, después lo
condujeron a un suburbio de la ciudad y lo lapidaron.
Una mujer, llamada Quinta, fue conducida ante el altar de los ídolos, donde los
paganos intentaron obligarla a un acto de adoración, pero apenas ella apartó la
cabeza con una profunda sensación de disgusto, la ataron y la arrastraron por
los pies a través de la entera ciudad, tirándola contra las gruesas piedras del
duro adoquinado. Y después de conducirla a la misma localidad suburbana, la
lapidaron.
Después de esto, los paganos se lanzaron todos juntos a las casas de los
cristianos e irrumpiendo en las moradas que cada uno sabía que pertenecían a los
propios vecinos, cumplieron toda clase de latrocinios y saqueos. Apartaban con
cuidado los objetos más preciosos, mientras echaban de la ventana y quemaban por
las calles los más toscos y los fabricados con madera.
El espectáculo que daban parecía el de una ciudad tomada por los enemigos. Los
hermanos trataban de huir y esconderse y acogieron con alegría también el saqueo
de sus bienes, semejantes a aquellos de quienes dio testimonio el apóstol Pablo
(Heb 10, 34).
No sé si en esa circunstancia hubo alguien, a no ser que se tratara de una
persona caída entre las garras de los adversarios, que renegara de Cristo.
Otra nobilísima víctima fue la anciana virgen Apolonia. Los paganos la
arrestaron, le hicieron caer todos los dientes dándole puñetazos en las
mejillas, y después, encendido un fuego delante de la ciudad, amenazaron con
quemarla viva si no pronunciaba con ellos las impías palabras, que eran el
mensaje de la blasfemia pagana.
La mujer, en cambio, después de pedir vivamente que le dejaran disponer de un
breve tiempo, apenas se vio libre saltó inmediatamente sobre el fuego y quedó
abrasada.
Serapión fue arrestado en su casa; lo sometieron a duros tormentos, le quebraron
los huesos y finalmente lo arrojaron con la cabeza hacia abajo desde el piso
superior.
No podían recorrer ninguna calle, ni ancha ni angosta, ni de noche ni de día,
sin oír siempre y en todas partes los gritos de la multitud que, si alguien no
entonaba en coro con ellos palabras impías, lo arrastraban y luego lo quemaban
vivo.
Por mucho tiempo la persecución se mantuvo con este tono de violencia, hasta que
la sedición y la guerra civil, que remplazaron a las anteriores desventuras,
indujeron a los paganos a dirigir el uno contra el otro la crueldad que antes
habían descargado sobre nosotros. Vivimos tranquilos por algún tiempo, mientras
los paganos habían puesto una tregua al odio contra nosotros, pero muy pronto
nos fue anunciada la noticia del cambio del poder imperial, antes tan benévolo,
y se encendió nuevamente con la máxima intensidad el terror de una nueva amenaza
contra nuestra comunidad.
Fue promulgado el edicto, que fue casi el más terrible entre todos aquellos que
predijera nuestro Señor, y tal como para hacer sufrir escándalo, de ser posible,
también a los elegidos. Por cierto, todos quedaron profundamente turbados. Entre
las personas más conocidas en la ciudad, algunas adhirieron a las órdenes del
edicto por miedo, otras, que ocupan cargos públicos, fueron empujadas a obedecer
al edicto por su misma posición, otras más fueron impulsadas por sus familiares.
Llamados por su nombre, algunos se acercaban pálidos y temblorosos a los
sacrificios impíos y sacrílegos, como si no fueran a sacrificar, sino que ellos
mismos fueran las víctimas destinadas a los ídolos; entre tanto el gentío que
merodeaba alrededor de los altares paganos se burlaba de ellos, porque mostraban
claramente tener miedo, tanto de la muerte como del sacrificio.
Otros, en cambio, corrían con desenfado a los altares, declarando descaradamente
que no eran cristianos y no lo habían sido tampoco en el pasado. Para ellos se
cumplirá la predicción del Señor, que difícilmente se salvarán.
De los restantes, quien se agregó al primero y quien al segundo grupo y otros
huyeron. Entre los que fueron arrestados, una parte resistieron a la cárcel y a
las cadenas, en que fueron tenidos muchos días, pero después, antes de
presentarse al tribunal, abjuraron; otra parte soportaron por cierto tiempo
también los tormentos, pero al final abjuraron también ellos.
En cambio, otros cristianos, firmes y venturosas columnas del Señor,
fortificados por su gracia, sacaron constancia y energías de la fe que los
inspiraba y se volvieron maravillosos testigos de su reino" (Eusebio,
Historia Eclesiástica, VI, 40, 1 -. 42, 6).
Puede parecer extraño oír hablar de un mártir bajo el emperador Galieno
(260-268) que no persiguió a los cristianos, antes bien los favoreció revocando
los edictos y restituyendo los bienes confiscados, como dice Eusebio en un punto
del libro VII de la Historia Eclesiástica.
Marino, en efecto, no fue víctima de una persecución organizada , sino de la
rivalidad de un competidor en la carrera militar.
Noble, rico, llegado a un alto grado de la jerarquía, tiene quizás un instante
de vacilación ante la intimación del juez, pues emplea el tiempo que se le
concediera para reflexionar, a diferencia de muchos otros que, en semejantes
circunstancias, habían tomado en seguida la resolución de afrontar el martirio,
pero, oportunamente orientado por las palabras de su obispo, no tiene más
incertidumbre.
El hecho es muy importante, porque hace comprender que, aun cuando no se
estuviera llevando a cabo una persecución, quedaban siempre latentes las razones
de discrepancia entre la estructura político-moral-religiosa del imperio romano
y los principios del cristianismo.
"Durante este tiempo en que la paz reinaba dondequiera en las Iglesias
cristianas, en Cesarea de Palestina es decapitado por confesar su fe en Cristo,
Marino, quien pertenecía a los altos grados de la jerarquía militar y era
ilustre por nobleza y riqueza.
La causa de la condena fue la siguiente: entre los romanos hay una insignia
formada por un sarmiento de vid; quien la merece pasa a ser centurión.
Puesto que había un cargo vacante, la promoción por derecho le correspondía a
Marino, pero cuando ya estaba por conseguir semejante honor, se presentó ante el
tribunal otro, diciendo que, según las antiguas leyes, a aquel no le estaba
permitido recibir ninguna condecoración de los romanos, porque era cristiano y
no sacrificaba a los dioses; el individuo sostuvo, por lo tanto, que a él, no a
Marino, le tocaba ese cargo.
Impresionado por esto, el juez, cuyo nombre era Aqueo, primeramente le preguntó
a Marino qué religión seguía y cuando le oyó confesarse constantemente
cristiano, le concedió tres horas de tiempo para reflexionar.
Cuando Marino salió del tribunal, llamó a Teotecno, obispo de Cesarea, el cual,
una vez entrado en conversación con él, lo tomó de la mano y lo condujo a la
iglesia.
Apenas estuvieron en el lugar sagrado, el obispo acompañó a Marino hasta el
altar, le levantó un poco la clámide e indicándole la espada que tenía colgada ,
puso al lado de la misma el libro del Evangelio, imponiéndole elegir entre las
dos cosas según su conciencia.
Sin sombra de incertidumbre, Marino extendió la derecha y tomó la divina
Escritura.
'Estáte siempre junto al Señor -le dijo Teotecno- y obtendrás aquello que has
elegido. Fortificado por su gracia, vete en paz'.
Mientras Marino salía de la iglesia, el pregonero lo llamaba a voz en cuello
delante del tribunal, porque se había acabado el tiempo concedido para la
decisión.
Delante del juez, Marino mostró mayor fervor en confesar su propia fe y,
conducido al suplicio así como estaba, consumó el martirio.
En la misma circunstancia se recuerdan también la franqueza y el fervor
religioso de Astirio, quien pertenecía al orden senatorial, estaba en relaciones
de cordial amistad con los soberanos y era conocido de todos por la nobleza y
por sus bienes.
Encontrándose presente en el martirio de Marino, apenas fue llevado a cabo,
levantó el cadáver, se lo cargó sobre los hombros, sobre su ropa cándida y
preciosa, y se lo llevó para hacerle dar una honrosa sepultura, digna de su
condición" (Eusebio, Historia Eclesiástica, VII,15 ss.).
El martirio de Euplio, diácono en Catania, ocurrió en el 304, como se puede
inferir de la indicación del consulado de Diocleciano y Maximiano y del hecho de
que aquel había sido invitado a sacrificar a los dioses, según la orden del IV
edicto imperial, emanado justamente ese año.
Naturalmente estaba todavía en vigor el edicto contra la guarda de los libros
sagrados, porque el principal hecho imputable contra Euplio se refiere al
evangelio, que el diácono había conservado y mostraba con altivez.
Las Actas nos han llegado en un breve texto latino que une la relación del
arresto y de la primera confesión de Euplio y la del interrogatorio padecido
entre las torturas.
Una frase del I capítulo "… estando fuera de la tienda del despacho del
gobernador el diácono Euplio gritó: Soy cristiano y deseo morir por el nombre de
Cristo", hace pensar que él no había sido arrestado, sino que se había
denunciado espontáneamente, tal vez durante el interrogatorio de otros fieles;
la hipótesis es confirmada también por las palabras del juez que lo entrega a
los esbirros: "Puesto que su confesión es evidente…" (c. I), y parece inducido a
proceder por la actitud del cristiano más que por una personal voluntad
inquisitoria.
"Durante el noveno consulado de Diocleciano y el octavo de Maximiano, la vigilia
de los idus de agosto, en la ciudad de Catania, estando fuera de la tienda del
despacho del gobernador, el diácono Euplio gritó: 'Soy cristiano y deseo morir
por el nombre de Cristo'.
Al oír esto, Calvisiano, procurador, dijo: 'Que entre la persona que ha
gritado'.
No bien Euplio entró en el despacho del juez, llevando los evangelios, uno de
los amigos de Calvisiano, cuyo nombre era Máximo, dijo: 'No está permitido
guardar tales libros contra la orden imperial'.
Calvisiano preguntó a Euplio: '¿De dónde vienen estos libros? ¿Han salido de tu
casa?'
Euplio respondió: 'No tengo casa. Lo sabe también mi Señor, Jesucristo'.
El procurador Calvisiano repuso: '¿Tú los has traído acá?'
Euplio respondió: 'Los he traído yo, como lo ves tú mismo. Me han encontrado con
ellos'.
Calvisiano ordenó: 'Léelos'.
Abriendo el evangelio, Euplio leyó: 'Bienaventurados los que sufren
persecuciones por la justicia, pues de ellos es el reino de los cielos' y, en
otro pasaje: 'Quien quiere venir en pos de mí, tome su cruz y sígame'.
Mientras leía estos y otros trozos, Calvisiano preguntó: '¿Qué es todo esto?'
Euplio respondió: 'Es la ley de mi Señor, que me ha sido confiada'.
Calvisiano insistió: '¿Por quién?'
Euplio respondió: 'Por Jesucristo, Hijo del Dios viviente'.
Calvisiano intervino nuevamente diciendo: 'Puesto que tu confesión es evidente,
sea entregado a los ministros de la tortura y sea interrogado entre los
tormentos'.
Cuando fue entregado a aquellos, comenzó el segundo interrogatorio en medio de
las torturas.
Durante el noveno consulado de Diocleciano y el octavo de Maximiano, la vigilia
de los idus de agosto, el procurador Calvisiano le dijo a Euplio, que estaba
siendo atormentado: '¿Qué repites ahora de lo que declaraste en tu confesión?'
Trazándose sobre la frente la señal de la cruz con la mano libre, el mártir
respondió: 'Lo que he dicho antes lo confirmo ahora: yo soy cristiano y leo las
divinas Escrituras'.
Calvisiano rebatió: '¿Por qué no has entregado estos libros, que los emperadores
han prohibido leer, sino que los has tenido contigo?'
Euplio dijo: 'Porque soy cristiano y no me estaba permitido entregarlos. Para un
cristiano es mejor morir que entregarlos; en ellos está la vida eterna. Quien
los entrega pierde la vida eterna y yo, para no perderla, ofrezco la mía'.
Calvisiano repuso diciendo: 'Euplio que, desacatando el edicto de los príncipes,
no ha entregado las Escrituras, sino que las lee al pueblo, sea torturado'.
Entre los tormentos Euplio dijo: 'Te doy gracias, Cristo. ¡Protégeme, porque
sufro todo esto por ti!'
Calvisiano lo exhortó con estas palabras: 'Desiste de esta locura, Euplio. Adora
a los dioses y serás liberado'.
Euplio respondió: 'Adoro a Cristo, detesto a los demonios. Haz de mí lo que
quieras; soy cristiano. Por largo tiempo he deseado esto. Haz lo que quieras.
Aumenta mis tormentos. Soy cristiano'.
Hacía rato que duraba la tortura cuando Calvisiano ordenó a los verdugos que la
suspendieran y dijo al mártir: '¡Infeliz, adora a los dioses! ¡Venera a Marte,
Apolo y Esculapio!'
Respondió Euplio: 'Yo adoro al Padre, al Hijo y al Espíritu santo. Adoro a la
santísima Trinidad, más allá de la cual no existe ningún Dios. Perezcan los
dioses que no han creado el cielo, la tierra y todo lo que en ellos se contiene.
Yo soy cristiano'.
El prefecto Calvisiano insistió: '¡Sacrifica a los dioses y serás liberado!'
Euplio respondió: 'Precisamente ahora me ofrezco a mí mismo en sacrificio a
Cristo Dios. No existe ningún otro sacrificio que yo deba cumplir. En vano
intentas hacerme renegar de la fe. Yo soy cristiano'.
Calvisiano ordenó que fuera torturado más todavía y más violentamente. Mientras
era torturado Euplio dijo: 'Te doy gracias, oh Cristo, socórreme. ¡Cristo, sufro
por ti esto, por ti, Cristo!'
Repitió varias veces estas invocaciones y, cuando las fuerzas le iban faltando y
estaba ya sin voz, decía tan solo con los labios estas y otras plegarias.
Entrado al interior de la oficina, Calvisiano dictó la sentencia y, salido, leyó
el acta que había llevado consigo: 'Ordeno que Euplio, cristiano, que desprecia
los edictos de los príncipes, blasfema contra los dioses y no se arrepiente de
todo esto, sea ejecutado. Condúzcanlo al suplicio'.
Al cuello del mártir le fue colgado el evangelio con el cual había sido
encontrado en el momento del arresto y el pregonero iba diciendo: 'Euplio,
enemigo de los dioses y de los soberanos'.
Alegre, Euplio repetía constantemente: '¡Gracias a Cristo Dios!'
Llegado al lugar de la ejecución, se arrodilló y oró largo rato. Dando después
nuevamente gracias al Señor, ofreció su cuello y fue decapitado por el verdugo.
Su cuerpo fue recogido luego por los cristianos, embalsamado con aromas y
sepultad (de las Actas del martirio de Euplio, en BHG -Bibliotheca
Hagiographica Graeca-, I, p. 192-193).
Sobre ellos tenemos discursos de los capadocios Basilio y Gregorio de Nisa y
otros de Efrén sirio, todos particularmente autorizados por la cercanía entre
las regiones de estos informadores y aquella en que ocurrió el martirio. Goza,
sin embargo, de escasa confiabilidad el relato de este , mientras que, en
cambio, ha de considerarse auténtico el "testamento" colectivo que los mismos
mártires redactaron poco antes de morir. El martirio tuvo lugar en el 320,
durante la persecución de Licinio.
"Estaban enrolados en una legión de guardia de frontera. Parece cierto que fuera
la legión XII 'Fulminada', la cual había participado en la expugnación de
Jerusalén en el año 70, y posteriormente había sido trasladada al Oriente con
asiento en Melitene (Armenia Menor).
Existía una especie de tradición cristiana en el seno de la legión, porque ella
había tenido cristianos entre sus filas ya en el siglo III, y quizás antes;
otros vínculos con cristianos, mediante amistades y parentescos, debían de haber
surgido durante la estancia en Armenia, donde los cristianos eran muchos. El
martirio ocurrió bastante más al norte de Melitene, en la ciudad llamada
Sebastia (más exactamente que Sebaste), donde tal vez la legión mantenía un
fuerte destacamento.
Los cuarenta eran muy jóvenes, de unos veinte años; en su 'testamento', donde
envían el último saludo a sus seres queridos, uno solo saluda a la mujer con el
hijito, otro a la novia, mientras los demás saludan a los padres vivientes.
Luego, en general, debían de estar todavía en la primera juventud.
Cuando llegó al campamento la orden de Licinio que los soldados participaran en
los sacrificios idolátricos, ellos se rehusaron resueltamente; arrestados en
seguida, fueron atados a una sola cadena, muy larga, y después encerrados en la
cárcel.
La prisión se prolongó mucho tiempo, probablemente porque se aguardabam órdenes
de comandantes superiores o incluso -dada la gravedad del caso- del mismo
Licinio. En esta espera los presos, previendo su fin, escribieron su
'testamento' colectivo por mano de uno de ellos, cierto Melecio.
En este insigne documento, profundamente cristiano, los que iban a morir
exhortan a parientes y amigos a desatender los bienes caducos de la tierra para
preferir los bienes ultraterrenos; saludan después a las personas que les son
más queridas; finalmente, previendo que por la posesión de sus restos mortales
se producirían disputas entre los cristianos -como ya había sucedido en el
pasado con respecto a las reliquias de otros mártires- disponen que sus despojos
sean sepultados todos juntos en la aldea de Sarein, cerca de la ciudad de Zela.
El documento trae, como de costumbre, los nombres de todos los cuarenta
mártires, y de ahí los nombres fueron copiados después en otros documentos, con
pequeñas divergencias de grafía.
Llegada la sentencia de condenación, los cuarenta fueron destinados a morir de
aterimiento: debían estar expuestos desnudos por la noche, en pleno invierno,
sobre un estanque helado y ahí aguardar su fin. El lugar elegido para la
ejecución parece que fue un amplio patio delante de las termas de Sebastia,
donde los condenados serían sustraídos a la curiosidad y a la simpatía del
público y a la vez vigilados por los empleados de las termas.
En el patio existía una amplia reserva de aqua, una especie de estanque, que
estaba en comunicación con las termas. Basilio dice que el lugar estaba en el
medio de la ciudad, y que la ciudad estaba adyacente al estanque: quizás la
reserva de agua, para uso de las termas, no era sino una derivación del
verdadero estanque externo.
Más tarde sobre el lugar del martirio se construyó una iglesia, y justamente en
esta iglesia parece que Gregorio de Nisa pronunció sus discursos en honor de los
mártires.
Sobre esa explanada helada, a una temperatura bajísima, los tormentos de esos
cuerpos desnudos debieron de ser espantosos. Para aumentar el tormento de las
víctimas, había sido dejado abierto de intento el ingreso de las termas, del
cual salían juntamente con la luz los chorros de vapor del calidarium: para los
martirizados era una visión potentísima, puesto que bastaban pocos pasos para
salir de las angustias y recuperar esa vida que se estaba yendo de sus cuerpos
minuto a minuto. Pero estaba de por medio una barrera infranqueable: el
invisible Cristo, del que ellos hubieran tenido que renegar.
Las horas pasaban terriblemente monótonas: ninguno de los condenados se alejaba
de la explanada helada. El vigilante de las termas asistía como estupefacto a la
escena. De repente uno de los condenados, extenuado por los espasmos, se
arrastró hacia la puerta iluminada; pero ahí, por un hecho fisiológico regular,
no bien fue envuelto por los vapores calientes falleció. Al ver esto, el
vigilante, en un arranque de entusiasmo, decidió remplazar él mismo al cobarde
completando nuevamente el número de cuarenta. Después de quitarse los vestidos,
se proclamó cristiano y se tendió sobre el hielo entre los otros condenados.
El alba del día siguiente iluminó un tendal de cadáveres. Uno solo quedaba
todavía con vida: era el más joven, un adolescente al que algún documento llama
Melitón. Esta tenacidad de vida asustó a su madre, cristiana de fe altamente
maravillosa, la cual estaba presente cuando los cadáveres eran cargados sobre el
carro para llevarlos a quemar.
Viendo a su hijo dejado de lado porque todavía viviente, ella lo tomó entre los
brazos y lo llevó ella misma sobre el carro, a fin de que su creatura no quedara
privada de la corona común. Esos brazos que algunos años antes lo habían
sostenido como niño de pecho, ahora lo sostenían como atleta triunfador. En ese
abrazo materno el adolescente expiró.
El vigilante convertido es llamado Aglaios en algunos documentos.
Observaciones hechas confrontando los varios testimonios indujeron a sospechar
que el sujeto pusilánime que abandonó el combate y murió en el umbral de las
termas, fue justamente Melecio, el escritor del 'testamento'; pero no es más que
una conjetura.
La narración deja paso a dudas sobre ciertos detalles; pero en su conjunto se la
puede aceptar con seguridad.
La veneración hacia los Cuarenta Mártires fue muy popular en Oriente. Pero
también en Occidente, a fines del mismo siglo, habla de ellos Gaudencio de
Brescia, que estaba particularmente informado acerca de Oriente. Además, en Roma
escenas de su martirio se conservan todavía en un fresco del siglo VII-VIII, que
se halla en un oratorio contiguo a la iglesia de Santa María Antigua en el Foro
Romano" (Giuseppe Ricciotti, "L' Era dei Martiri", p. 268-270).
No ya a la aplicación de las disposiciones del emperador Trajano ("rescripto" de
Trajano a Plinio), sino a la persecución judaica se debe el martirio en
Palestina del obispo de Jerusalén san Simeón. El historiador Egesipo, testigo
bien informado sobre las cosas de Palestina, nos informa que, alrededor del 127
d. de J. C., el santo obispo fue acusado como perteneciente a la estirpe de
David y como cristiano, por la inquina de herejes judíos. Estos aprovecharon un
momento crítico del imperio en lucha contra los partos, explotando el estado de
ánimo del emperador contrariado por las veleidades insurreccionales judaicas.
Según el testimonio de Eusebio, la persecución, causada sobre todo por tumultos
populares, se abatió sobre Simeón, hijo de Cleofás, cuando tenía ya 120 años. El
pariente del Señor -escribe Eusebio- "fue atormentado por muchos días con
tormentos sumamente crueles, pero confesó siempre con firmeza la fe de Cristo.
Lo hizo con tal fuerza que el mismo procónsul Atico y todos los presentes
quedaron admirados al ver cómo un anciano de 120 años podía resistir a tantos
tormentos; por sentencia del juez fue finalmente crucificado" (Eusebio,
Historia Eclesiástica, III, 32, 1-6).
El martirio de san Policarpo es una de las más antiguas "pasiones
epistolares".
Discípulo del apóstol Juan, Policarpo llegó a ser obispo de Esmirna, una de las
más importantes comunidades cristianas.
"En Esmirna (Asia Menor), en el 155, esta intolerancia se manifestó con el
martirio del obispo Policarpo, provocado por la multitud enfurecida. El
magistrado Herodes procedió al arresto del obispo, que entre tanto se había
alejado de la ciudad. Lo hizo conducir después al estadio donde trató de
convencerlo para que renegara de la fe:
- Piensa en tu edad y jura por el genio de César, convéncete de una vez que has
de gritar muerte a los ateos.
- ¡Sí, que mueran los ateos!
- Jura y te pongo en libertad; maldice a Cristo.
- Hace ya 86 años que lo sirvo, y nunca me hizo agravio alguno. ¿Cómo puedo
blasfemar contra mi Rey y Salvador?
- Tengo listas las fieras. Si no cambias de idea, te arrojaré a ellas.
- ¡Llámalas! Nosotros los cristianos no admitimos cambiar pasando del bien al
mal; creemos, en cambio, que hemos de convertirnos del pecado a la justicia.
- Si no te importan las fieras y sigues teniendo la misma idea, te haré consumir
por el fuego.
- Tú me amenazas con un fuego que quema por un poco de tiempo y luego se apaga;
se ve que no conoces el del juicio futuro, de la pena eterna reservada a los
impíos. ¿Por qué te detienes? Haz lo que quieras.
Decía esto con coraje y serenidad, irradiando tal gracia de su rostro, que
parecía no fuera él quien era procesado, sino el procónsul. Cuando fue preparado
para la hoguera, se lo ató con las manos detrás de la espalda como un carnero
elegido de una gran grey para el sacrificio, holocausto acepto a Dios. Con los
ojos levantados hacia el cielo oró:
-Te bendigo, Señor Dios omnipotente, porque me has hecho digno de este día y de
esta hora, de ser contado entre los mártires, de compartir el cáliz de tu
Cristo, para resucitar a la vida eterna del alma y del cuerpo en la
incorruptibilidad del Espíritu Santo.
Una vez que terminó la oración, fue encendida la hoguera; pero la llama,
doblándose en forma de bóveda como una vela hinchada por el viento, circundó el
cuerpo del mártir como un muro. Estaba en el medio no como cuerpo que arde, sino
como pan que se dora al ser cocinado o como oro y plata que son refinados en el
crisol; se sintió un perfume como de incienso u otro precioso aroma. Al final un
verdugo lo ultimó con la espada" (del Martyrium Polycarpi -la más antigua de
las Acta Martyrum-, 9, 3-21).
En la ciudad de Pérgamo (Asia Menor) fueron en ese tiempo martirizados el
obispo Carpo, el diácono Papilo y la fiel Agatonice, madre de familia, temerosa
de Dios. En el proceso Carpo declaró:
"Soy cristiano, no puedo adherir a las prácticas de ustedes".
El procónsul dijo: "Sacrifica a los dioses o ¿qué dices?"
Carpo respondió: "Es imposible que yo sacrifique; nunca, en efecto, he
sacrificado a los ídolos".
Inmediatamente el procónsul lo hizo colgar de un palo y desollar. El mártir
gritó: "¡Soy cristiano!" Despellejado durante mucho tiempo, quedó sin fuerzas y
no pudo hablar más.
Entonces el procónsul pasó al otro. Ante la invitación de sacrificar, Papilo
dijo con dignidad:
"Yo siempre serví a Dios desde mi juventud; nunca sacrifiqué a los ídolos porque
soy cristiano; no hay para mí cosa más grande y más bella que ofrecerme víctima
al Dios vivo y verdadero".
Los verdugos se turnaban en aplicar los tormentos, pero él no profirió lamento:
"No siento las torturas -dijo-; para mí no existen porque hay alguien que sufre
en mí; tú no lo puedes ver".
Finalmente, tanto el obispo como el diácono fueron condenados a ser quemados
vivos. Los siervos del mal despojaron primero a Papilo de sus vestiduras y lo
crucificaron ; después enderezaron el palo. La llama comenzó a subir, y el
mártir rezando serenamente entregó el alma a Dios. Pasaron luego a Carpo, y los
presentes viéndolo sonreír le preguntaron:
- ¿Por qué sonríes?
- He visto la gloria del Señor y estoy lleno de alegría. Bendito seas tú, Señor
Jesucristo , Hijo de Dios, porque a mí pecador me has hecho digno de tu suerte.
Entre los espectadores había una mujer de nombre Agatonice, que viendo a Carpo
en contemplación de la gloria del Señor, comprendió que era una llamada del
cielo y dijo en alta voz:
- Este banquete está preparado también para mí, debo participar también yo,
quiero saborear esta comida de gloria.
Se le gritó de todas partes que tuviera piedad del hijo, pero la santa
respondió:
- El tiene a Dios que cuidará de él.
Despojándose luego del manto, a cuantos la miraban les impactó su belleza. Se
tendió jubilosa sobre el palo. Los presentes no podían retener las lágrimas y
decían: "¡Qué terrible juicio y qué injustos decretos!"
Agatonice, lamida por las llamas, por tres veces gritó:
"¡Señor, Señor, Señor, ven en mi ayuda; en ti me he refugiado!"
Después entregó su alma a Dios y consumó el martirio entre los santos. Los
cristianos recogieron a escondidas sus restos y los custodiaron para gloria de
Cristo y alabanza de los mártires.
En Asia fue también martirizado entonces Sagaris, obispo de Laodicea (Eusebio,
Historia Eclesiástica, IV, 26, 3.5).
Apolonio, senador romano, era conocido entre los cristianos de la Urbe por su
elevada condición social y profunda cultura. Denunciado probablemente por un
esclavo suyo, el juez invitó a Apolonio a sincerarse frente al senado. El
presentó -escribe Eusebio de Cesarea- una elocuentísima defensa de la propia fe,
pero igualmente fue condenado a muerte.
El procónsul Perenio, en atención a la nobleza y fama de Apolonio deseaba
sinceramente salvarlo, pero se vio obligado a pronunciar la condena por el
decreto del emperador Cómodo (alrededor del año 185).
Reproducimos aquí algunos pasajes del proceso, en que el mártir afirma su
amor por la vida, recuerda las normas morales de los cristianos recibidas del
Señor Jesús, y proclama la esperanza en una vida futura.
Apolonio: Los decretos de los hombres no pueden suprimir el decreto de Dios; más
creyentes ustedes maten, y más se multiplicará su número por obra de Dios.
Nosotros no encontramos duro el morir por el verdadero Dios, porque por medio de
él somos lo que somos; por no morir de una mala muerte, lo soportamos todo con
constancia; ya vivos, ya muertos, somos del Señor.
Perenio: ¡Con estas ideas, Apolonio, tú sientes gusto en morir!
Apolonio:Yo experimento gusto en la vida, pero es por amor a la vida que no temo
en absoluto la muerte; indudablemente, no hay cosa más preciosa que la vida,
pero que la vida eterna, que es inmortalidad del alma que ha vivido bien en esta
vida terrena. El Logos (= Palabra) de Dios, nuestro Salvador Jesucristo "nos
enseñó a frenar la ira, a moderar el deseo, a mortificar la concupiscencia, a
superar los dolores, a estar abiertos y sociables, a incrementar la amistad, a
destruir la vanagloria, a no tratar de vengarnos contra aquellos que nos hacen
mal, a despreciar la muerte por la ley de Dios, a no devolver ofensa por ofensa,
sino a soportarla, a creer en la ley que él nos ha dado, a honrar al soberano, a
venerar solamente a Dios inmortal, a creer en el alma inmortal, en el juicio que
vendrá después de la muerte, a esperar en el premio de los sacrificios hechos
por virtud, que el Señor concederá a quienes hayan vivido santamente.
Cuando el juez pronunció la sentencia de muerte, Apolonio dijo: "Doy gracias a
mi Dios, procónsul Perenio, juntamente con todos aquellos que reconocen como
Dios al omnipotente y unigénito Hijo suyo Jesucristo y al Espíritu santo,
también por esta sentencia tuya que para mí es fuente de salvación".
Apolonio murió decapitado en Roma el domingo 21 de abril del año 183. Eusebio
comenta así la muerte de Apolonio: "El mártir, muy amado por Dios, fue un
santísimo luchador de Cristo, que fue al encuentro del martirio con alma pura y
corazón fervoroso. Siguiendo su fúlgido ejemplo, vivifiquemos nuestra alma con
la fe".
Sabemos también por el mismo Eusebio que el acusador de Apolonio - como
también más tarde el del futuro papa Calixto- fue condenado a tener las piernas
quebradas. En efecto, según una disposición imperial, que Tertuliano (Ad Scap.
IV, 3) atribuye a Marco Aurelio, los acusadores de los cristianos debían ser
condenados a muerte. Las Actas del martirio de Apolonio, descubiertos en el
siglo pasado, existen hoy en versión original armenia y griega y en varias
traducciones modernas (de las "Actas de los antiguos mártires",
incorporadas en Eusebio,"Historia Eclesiástica", V, 21).
"En Esmirna (Asia Menor) Pionio fue arrestado mientras celebraba el aniversario
de Policarpo, con Sabina, Asclepíades, Macedonia y Lino. Estaban terminando las
oraciones y acababan de tomar el pan consagrado, cuando se presentó Polemón, el
custodio del templo, con los esbirros encargados de arrestar a los cristianos y
de conducirlos a sacrificar a los ídolos y a comer carnes inmoladas.
- Conocen sin duda -así los apostrofó Polemón- el decreto del emperador que les
ordena sacrificar a los dioses.
Pionio respondió:
- Nosotros conocemos el mandamiento de Dios que nos ordena adorarlo a él solo.
Hombres de Esmirna, que orgullosos de su ciudad se glorían de contar entre sus
conciudadanos a Homero, ustedes se ríen de los Apóstoles y escarnecen a los que
espontáneamente van a sacrificar o no rehúsan hacerlo porque obligados; deberían
, en cambio, seguir el consejo de su Homero que dice ser cosa impía burlarse de
quien está por morir. Vivir es dulce, pero nosotros estamos buscando una vida
mejor. La luz es bella, pero nosotros deseamos la verdadera luz. Yo sé que la
tierra es bella, pero ella es obra de Dios. Nosotros no renunciamos a ella por
disgusto o desprecio, sino porque preferimos bienes mejores.
Sabina sonreía, y a la pregunta de Polemón y de su séquito si estaba contenta
respondió:
- Sí, por gracia de Dios, somos cristianos; los que creen en Cristo están
seguros de ir hacia la eterna felicidad.
Y aquellos: - Las mujeres que rehúsan sacrificar deben esperar para sí el
prostíbulo; ¿acaso no te desagrada?
- El Dios de santidad velará sobre mí-, respondió Sabina.
A los que después de apostatar fueron a verlos en la cárcel, Pionio les dijo:
- Siento una pena que me parte el corazón, al ver pisoteadas por los cerdos las
perlas de la Iglesia, caídas a la tierra las estrellas del cielo, destruida por
el jabalí la viña plantada por la diestra del Señor; Satanás ha obtenido
sacudirnos como el trigo en la criba, y el Verbo de Dios tiene en su mano un
tridente ardiente para limpiar de nuevo la era, estando pronto en su
misericordia a acogerlos nuevamente a ustedes.
Fue llevada leña, y fueron amontonados los atados alrededor de los condenados.
Pionio cerró los ojos, y la multitud pensó que había expirado; en cambio, rezaba
en silencio; terminada la oración, reabrió los ojos, y la llama subía. Con
inmensa alegría en su rostro dijo:
- Amén, Señor, recibe mi alma.
Un leve estertor, y después expiró sin dolor" (Eusebio, Historia
Eclesiástica, .IV, 15).
En Asia menor, durante el mismo año 250, fue martirizado Acacio, obispo de
Antioquía de Pisidia, a quien el legado del emperador Decio intentara seducir
halagándolo:
- Tú vives bajo la ley romana; quieres por lo tanto a nuestros príncipes.
- Nadie ama al emperador más que nosotros -respondió Acacio- , pues le dirigimos
a Dios continuas plegarias para que tenga una larga vida de justo gobierno de
los pueblos en la paz; rezamos también por la salvación de los soldados y por la
prosperidad del imperio y del mundo, pero el emperador no puede exigir de
nosotros que sacrifiquemos.
Máximo, hombre del pueblo que ejercía el pequeño comercio, arrestado y conducido
ante el procónsul de Asia, soportó en el nombre del Señor las torturas,
considerándolas dulces como bálsamo en comparación con las eternas.
- Si infiel a los mandamientos de mi Señor -decía- no siguiese el Evangelio,
perdería mi vida… Yo no siento ni las varas ni las uñas de hierro ni el fuego,
porque en mí está la gracia de Cristo.
En Nicomedia (siempre en Asia menor) entre el 250 y el 251 fueron quemados vivos
san Luciano, que de "perseguidor" se había hecho "predicador", y san Marciano,
que siendo adorador de los falsos dioses se había convertido al culto del Dios
verdadero.
En Egipto, además de los nombrados en el punto 9 (p. 12-13), varios más
sufrieron el martirio en la persecución de Decio (249-251). Así, Juliano, quien
por la artritis no podía ni caminar ni estar de pie, fue llevado al juicio por
otros dos, de los cuales uno apostató en seguida y el otro, cierto Cronio, de
sobrenombre Euno, confesó al Señor como lo hiciera el santo anciano Juliano. Un
libio por nombre Félix (= feliz), fue hecho feliz también de hecho … ¡por la
suerte de ser quemado vivo! Epímaco y Alejandro sufrieron la cárcel, la tortura
de las uñas de hierro, los latigazos y mil otros tormentos, hasta que al fin,
arrojados a una caldera de cal viva, ahí murieron consumidos por el fuego.
Cuatro mujeres cristianas tuvieron la misma suerte.
Fue luego el turno de Erón, Acto e Isidoro, los tres egipcios, y de un joven
quinceañero que se llamaba Dióscoro. El juez empezó por este muchacho creyendo
que, dada su joven edad, lo vencería pronto con la tortura, pero él se mostró
invencible frente a promesas y tormentos. Entonces empezó a flagelar a los dos
más ancianos, y después de infligirles toda clase de suplicios, los hizo morir
quemándolos. De Dióscoro quedó tan admirado por la sabiduría de sus respuestas y
por el vigor de su ánimo, que le devolvió la libertad para darle tiempo -así
decía- de recapacitar y recobrar el juicio.
Dionisio, obispo de Alejandría, imitando el ejemplo de Cipriano de Cartago,
primeramente se escondió, después fue arrestado, pero liberado a pesar suyo;
finalmente regresó a su sede, donde pudo narrar las gestas de los mártires
egipcios que hemos referido.
Bajo Decio, fue sometido a tortura y encarcelado también el gran Orígenes,
sustraído finalmente a la palma del martirio.
El primer gran intento de destruir a la nueva sociedad cristiana fracasó, no
obstante el extraordinario número de quienes cayeron en la apostasía (C.
Riggi, Il messaggio dei primi martiri, p. 19-20).
En Panfilia (Asia menor), durante la misma persecución de Decio fue
martirizado el anciano Conón, "siervo de Cristo sin malicia, alma sencilla".
Oriundo de Nazaret, en Galilea, se había trasladado a una localidad de Panfilia
cercana a Magidos, donde llevaba una vida muy retirada. Cultivaba una huerta y
se alimentaba de las legumbres que allí crecían.
Conón: - Soy de Nazaret de Galilea, pero no tengo parentesco con Cristo, al
que nosotros reconocemos como Dios del universo y al que servimos de generación
en generación.
El tirano: - Si reconoces a Cristo, ¿por qué no reconoces a nuestros dioses?
Conón: - ¡Que desvergüenza blasfemar así contra el Dios del universo!
El tirano ordenó entonces hacerlo correr con los pies fijados a su carro, y dos
soldados lo golpeaban con el látigo; pero él no oponía resistencia, sino que
cantaba las palabras del salmo:
- He puesto toda mi esperanza en el Señor que se inclina hacia mí y escucha mi
oración.
Una vez perdidas las fuerzas, cayó levantando los ojos hacia el Maestro,
mientras rezaba así:
- Señor Jesucristo, recibe mi alma …
Luego se hizo la señal de la cruz y en seguida entregó su alma (de Synaxarium
Ecclesiae Constantinopolitanae, coll. 495, 509).
Diocleciano en los primeros diecinueve años de gobierno no turbó la paz de la
Iglesia; pero finalmente por instigación de Galerio decretó depurar al ejército
de los cristianos (297), destruir y quemar las iglesias y las Escrituras,
eliminar de las públicas dignidades a los nobles cristianos y privar de la
libertad a los cristianos plebeyos (303).
Pero hubo mártires ya desde el año 289. Los dos mártires Samonas y Gurias habían
debido sincerarse en Edesa (Asia menor). Gurias era un asceta que vivía en lugar
próximo a Edesa y Samonas era un cristiano laico. Durante la persecución de
Galerio y Maximiano, fueron arrestados y conducidos ante el prefecto Misiano. En
el proceso declararon:
"- Nosotros obedeceremos al Rey de reyes que está en los cielos y a su
Cristo, y no queremos pecar; no moriremos sino que viviremos, si hacemos la
voluntad de Aquel que nos ha creado; si, en cambio, obedeciéramos a tus
príncipes precipitaríamos en la muerte …
Pocos días después, en Antioquía, el gobernador Misiano de Urhai transmitió
órdenes precisas:
- Nuestros príncipes les ordenan sacrificar a los dioses, quemar incienso y
derramar vino delante de Zeus: no se opongan a su voluntad, porque no tendrían
la fuerza de resistir a las torturas que les aguardarían.
Pero porque ellos eran tan irreductibles, ordenó a Leoncio que los colgara de
los brazos y los estirara cruelmente, dejándolos allí de las nueve a las dos de
la tarde.
Su resistencia era sorprendente. Ya que al final los mismos verdugos se
cansaron, el gobernador les ordenó que dejaran de vejarlos y los llevaran de
nuevo a la cárcel, una cárcel llamada "agujero obscuro", donde permanecieron
desde agosto hasta mediados de noviembre. Entonces el gobernador los hizo
comparecer a su presencia, pero aquellos insistían:
- Ya hemos confesado nuestra fe, nosotros somos indoblegables y tú haz
tranquilamente cuanto te ha sido ordenado; pero tienes poder sobre nuestros
cuerpos, no sobre nuestras almas.
Visto que el gobernador estaba ya dispuesto a condenarlos a muerte, fueron
invadidos por la alegría y dijeron:
- Alabado sea Aquel que nos ha juzgado dignos de soportar cada tormento por el
nombre de Jesucristo.
Llegados a una colina, el verdugo los hizo bajar del carro. Estaban llenos de
alegría al ver finalmente llegado el día de la corona. Pidieron un poco de
tiempo para orar, y el verdugo se lo concedió diciendo:
- Recen también por mí, por el mal que hago delante de Dios.
Ambos rezaron, y detrás de ellos imploraban la misericordia del Señor el verdugo
y los soldados" (de las Actas de los mártires de Edesa, en BHG -Bibliotheca
Hagiographica Graeca-, I, 241).
¿Cuál es el número de los mártires? No es posible precisarlo. Tantos hubo
antes como después de Constantino, para que la palabra de Cristo estuviera a
salvo o no resultara vana. Estaban por lo demás a las puertas las persecuciones
persas, que desde el 309 al 438 causaron tantos mártires más, bajo Sapor II y
Bahram V.
A los mártires ya nombrados de los primeros tres siglos podríamos añadir los
que en Occidente y en Oriente marcaron de manera particular la historia de la
cruz de Cristo, y podrían ser propuestos como modelo de victoria sobre el mundo
pagano o inclinado al paganismo: las siete vírgenes de Galacia; Judith, viuda de
Capadocia; Zenobio, médico y sacerdote; Pánfilo, docto y santo; Casiano, humilde
maestro de escuela; el hombre del pueblo Taraco y el noble Probo; la cortesana
convertida Afra y el pobre mesonero Teodoto de Ancira, etc.
Su ejemplo nos sirva de estímulo a vivir cristianamente la vida, buscando
los bienes terrenos sin perder de vista los valores celestiales, orando por los
perseguidores e irradiando la alegría del Resucitado mientras estamos todavía en
el cuerpo mortal. Todos estamos llamados a dar testimonio del Evangelio, sobre
el calvario de la enfermedad o entre las otras cruces cotidianas.
En cierto sentido, la persecución está realizándose siempre. Que siempre
esté realizándose también nuestro testimonio de fidelidad a Cristo y su Iglesia.
Por último y como comentario de la lectura de las Actas de los Mártires
vamos a reproducir algunos pensamientos del Papa Juan Pablo II sobre el
significado y el valor del martirio como "perenne testimonio del amor a Cristo y
a la Iglesia y como prueba elocuente de la verdad de la fe", y unas reflexiones
del Superior general de los Salesianos de Don Bosco, padre Juan Edmundo Vecchi,
sobre la radicalidad y actualidad del martirio en la Iglesia de los orígenes y
de nuestro tiempo.
"La Iglesia del primer milenio - escribió el papa Juan Pablo II en la 'Tertio
Millennio Adveniente' ('Mientras se acerca el tercer milenio' - carta apostólica
sobre la preparación del Jubileo, 10-11-1994) nació de la sangre de los
mártires: 'Sanguis martyrum, semen christianorum'… Al término del segundo
milenio la Iglesia se ha vuelto nuevamente Iglesia de mártires. Es un testimonio
que no ha de olvidarse" (n. 43).
En la Bula de indicción del gran Jubileo del año 2000, "Incarnationis
mysterium" ("El misterio de la Encarnación"), el Papa recuerda que "la
historia de la Iglesia es una historia de santidad y de martirio … por esto
la Iglesia en todas partes deberá quedar anclada en el testimonio de los
mártires y defender celosamente su memoria". He aquí el pasaje de la Bula que
habla del martirio en la Iglesia de los orígenes y en la de nuestro siglo.
"Un signo perenne, pero hoy particularmene elocuente, de la verdad del
amor cristiano es la memoria de los mártires. Que no se olvide su testimonio.
Ellos son aquellos que han anunciado el Evangelio dando la vida por amor. El
mártir, sobre todo en nuestros días, es signo de ese amor más grande que
compendia todo otro valor. Su existencia refleja la palabra suprema pronunciada
por Cristo en la cruz: 'Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen' (Lc 23,
34). El creyente que haya tomado en seria consideración la propia vocación
cristiana, para la cual el martirio es una posibilidad anunciada ya en la
Revelación, no puede excluir esta perspectiva del propio horizonte de vida. Los
dos mil años desde el nacimiento de Cristo están marcados por el persistente
testimonio de los mártires.
Y este siglo, próximo a su ocaso, ha conocido a numerosísimos mártires sobre
todo a causa del nazismo, del comunismo y de las luchas raciales o tribales.
Personas de toda categoría social han sufrido por su fe, pagando con la sangre
su adhesión a Cristo y a la Iglesia o afrontando con coraje interminables años
de cárcel y de privaciones de todo género por no ceder a una ideología que se
había transformado en despiadada dictadura. Desde el punto de vista psicológico,
el martirio es la prueba más elocuente de la verdad de la fe, que sabe dar un
rostro humano también a la más violenta de las muertes y manifiesta su belleza
aun en las más atroces persecuciones.
Inundados por la gracia en el próximo año jubilar, podremos con mayor fuerza
elevar el himno de agradecimiento al Padre y cantar: Te martyrum candidatus
laudat exercitus. Sí, es este el ejército de aquellos que 'han lavado sus
vestiduras y las han blanqueado en la sangre del Cordero' (Ap 7, 14). Por esto
la Iglesia en todas partes deberá quedar anclada en su testimonio y defender
celosamente su memoria. Pueda el Pueblo de Dios, corroborado en la fe por los
ejemplos de estos auténticos campeones de cada edad, lengua y nacionalidad,
traspasar con confianza el umbral del tercer milenio Que la admiración por su
martirio se conjugue, en el corazón de los fieles, con el deseo de poder, con la
gracia de Dios, seguir su ejemplo en caso de que las circunstancias lo
exigieran"
"Ser mártir es una vocación. El Espíritu Santo, no el juez o el
verdugo, hace a los mártires, es decir, a los grandes testigos. Y como toda
vocación, expresa una dimensión de la existencia cristiana que es común a
todos". Es esta la línea ideal de las reflexiones pastorales del padre Juan
Edmundo Vecchi sobre el martirio y su fuerza de atracción, sobre todo para los
jóvenes de hoy.
"El día de Pascua de 1998, en el mensaje al mundo, el Papa asoció en un
único recuerdo a los testigos evangélicos de la resurrección y a los mártires de
nuestro tiempo. Una de la iniciativas para el jubileo es el martirologio del
siglo XX, es decir, el catálogo de aquellos que desde 1900 hasta nuestros días
fueron muertos por la fe. Los Sínodos de Africa, América y Asia incluyeron el
martirio y la memoria de los mártires entre los puntos más importantes de la
vida cristiana de hoy y de la nueva evangelización. ¡De la vida y no solo de la
historia cristiana! Los mártires no son solamente 'glorias' o 'ejemplos', sino
vivaz revelación de una dimensión del ser cristiano: el testimonio de Cristo y
de la verdadera vida.
Martirio, en el significado original del término, indicaba la deposición de
un testigo, por escrito y bajo juramento, con valor de prueba: luego el máximo
de credibilidad, de garantía de la verdad, que se podía pedir.
El Evangelio aplica la palabra a Jesús que da testimonio del Padre y de la
vida verdadera con la palabra y las obras; sobre todo con su pasión y muerte. El
es el testigo, el mártir por excelencia.
La aplica después a aquellos que contaron la resurrección de Jesus o,
sucesivamente, la anunciaban. Esto implicaba exponerse al fracaso y a la
irrisión y aun al riesgo de muerte, como se verificó ya al comienzo de la
Iglesia con el martirio de san Esteban.
El mismo Jesús asocia esta confesión de sus discípulos a una asistencia del
Espíritu Santo. 'Los entregarán a los tribunales y los azotarán en las
sinagogas. A causa de mí, serán llevados ante gobernadores y reyes, para dar
testimonio delante de ellos y de los paganos. Cuando los entreguen, no se
preocupen de cómo van a hablar o qué van a decir: lo que deban decir se les dará
a conocer en ese momento, porque no serán ustedes los que hablarán, sino que el
Espíritu de su Padre hablará en ustedes' (Mt 10, 17-20).
Pronto y para siempre en la historia, martirio tomó el sentido de
ofrecimiento de la vida en una muerte cruenta dando testimonio de la fe. El
mártir no se defendía con argumentos para demostrar su inocencia frente a
aquello de que era acusado. Antes bien, aprovechaba para hablar de Jesús,
declaraba cuánto la fe en Cristo era importante para él, confesaba su
pertenencia al grupo cristiano. Hasta tenía el coraje de exhortar a jueces y
verdugos a retractarse y enmendarse.
Hoy se mata todavía por motivo de fe. Prueba de esto son los siete monjes de
Argelia y tantos otros, religiosos, religiosas y fieles laicos, caídos donde
arrecian el integralismo o formas mágicas de religiosidad. Otros murieron y
mueren en el ejercicio de la caridad o en el esfuerzo de reconciliación durante
conflictos étnicos, guerras civiles y situaciones de inseguridad general.
Pero es más frecuente una razon 'humana', ligada profundamente a la fe… Así
los regímenes ideológicos del siglo XX hicieron estragos de creyentes,
católicos, protestantes, ortodoxos bajo la acusación de oposición al bien del
pueblo, de subversión, de favorecer a los enemigos del Estado. No preguntaban
siquiera si el acusado quería renunciar a la fe. Lo eliminaban sin proceso. A
menudo lo difamaban a través de una prensa poderosa y armaban tribunales títere.
Es interesante ver cómo se cumple la palabra de Jesús: de las pomposas
armazones acusatorias nos hemos olvidado. En cambio, nos acordamos y
beneficiamos de lo que los mártires han proclamado con su sufrimiento y con su
silencio: el valor de la vida, la dignidad de la persona llamada a la comunión
con Dios y a la responsabilidad frente a él, la libertad de conciencia, la
crítica contra trágicas desviaciones como el racismo, el integralismo, el poder
absoluto del Estado, la discriminación, la explotación de los pobres.
Se dice que ninguna causa avanza sin sus mártires, es decir, sin aquellos
que creen en ella hasta dar la vida por ella. La fe implica siempre cierta
violencia. Jesús enseña que a la vida plena se llega a través de la muerte. El
llegó a la gloria a través de la pasión. Quien quiere la corona, dice san Pablo,
debe sostener la lucha y quien quiere la meta debe aguantar la carrera; y
entrenarse con sacrificio.
Hoy este pensamiento sintoniza poco con nuestra idiosincrasia. Es un don del
Espíritu Santo el que nos lo hace entender y asumir: la fortaleza. Todos tenemos
necesidad de ella. Quizás nadie quiera matarnos a causa de nuestra creencia
religiosa. Pero hay toda una concepción cristiana de la existencia que debe
sostenerse y opciones de vida que requieren lucidez y resistencia. Y hay
circunstancias personales, enfermedades, situaciones de familia y trabajo, que
exigen un firme anclaje en la esperanza.
Ser mártir es una vocación. El Espíritu, no el juez o el verdugo, hace a los
mártires, es decir, a los grandes testigos. Y como toda vocación, expresa una
dimensión de la existencia cristiana que es común a todos. En Roma el recuerdo
de los mártires es familiar. Lo tienen vivo muchas iglesias, pero sobre todo las
catacumbas que nos hacen volver a las condiciones precarias de la comunidad
cristiana en tiempos de persecución y a las vicisitudes en que se vieron
implicados cristianos por acusaciones que se referían a su religión.
Pinturas, dibujos, grabados, sarcófagos y ambientes son una verdadera
catequesis, una reflexión sobre la fe hecha en 'tiempos' de martirio: tiempos de
minoría, de significatividad provocadora, de pruebas, de adhesión y amor.
En otros contextos, es una realidad actual, pero no siempre se encuentra la
meditación intensa, rica y articulada que nos impresiona en los lugares
clásicos.
Los presupuestos, las implicaciones, lo que subyace al martirio, es parte
imprescindible de la formación en la fe. Esta es fuente de alegría y de luz,
pero no se ofrece a 'buen precio'. Las parábolas del 'tesoro escondido', por el
cual el comprador debe vender cuanto posee, nos lo recuerdan.
El martirio está enlazado con una de las notas sin las cuales el Evangelio
pierde su color, su sabor, su cohesión: la radicalidad. Es una especie de
dinamismo interno por el cual se apunta hacia el máximo posible y es típico de
la fe. No es integralismo, que es adhesión ciega a la materialidad de las
proposiciones; no es maximalismo, que es pretensión y alarde de coherencia en
las ideas y en las exigencias. Es 'gusto' y conocimiento de la verdad, adhesión
de amor a la persona de Cristo.
Juan Pablo II apoyaba su discurso sobre una constatación: nuestro tiempo
escucha más a los testigos que a los 'maestros'. En los jóvenes hay una fibra
que acoge la invitación a la radicalidad. ¡Hagámosla vibrar! " (J. E. Vecchi,
Dire Dio ai giovani, p. 84-87).
Referencias bibliográficas