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Verdad y
libertad
Su conexión en la acción
humana
Por Ana Marta González
Que la libertad es susceptible de verdad y
falsedad, en un sentido análogo a como decimos, por ejemplo, que el lenguaje es
naturalmente susceptible de verdad o falsedad, no es una opinión muy corriente,
tal vez porque estamos acostumbrados a considerar la libertad en un sentido
excesivamente formal, prescindiendo de su posible contenido. Ahora bien, está
claro, que, así considerado, tampoco el lenguaje sería susceptible de verdad y
falsedad, pues estas propiedades sólo tienen lugar cuando consideramos el
lenguaje desde el punto de vista de los contenidos (e. d. semántico), y no
exclusivamente desde el punto de vista formal-sintáctico.
Asimismo, cabría decir que la libertad, formalmente considerada, no es
susceptible de verdad o falsedad, pero sí lo es la libertad dotada de
contenido, es decir, la libertad que usamos ordinariamente siempre que elegimos
actuar de una manera o de otra: ni más ni menos que el lenguaje ordinario, en
el que las dimensiones sintáctica y semántica van unidas de modo natural. Así
considerada, también la libertad puede ser verdadera o falsa, aunque, como
veremos más adelante, en un sentido ligeramente distinto a como son verdaderas
o falsas las frases que usamos.
Sin embargo, antes de examinar en qué sentido pueden ser verdaderas o falsas
nuestras elecciones, no está de más reparar en la misma extrañeza que este
modo de hablar suscita en nosotros. Y es que la idea de libertad con la que
estamos familiarizados, la idea de libertad que impregna nuestra cultura, no
acepta con facilidad esa relación que aquí damos por sentada cuando hablamos
de libertad verdadera o falsa. Más cercanos a Ockham que a Aristóteles, nos
parece que la libertad es asunto exclusivo de la voluntad, y que es ajena por
principio y por completo al conocimiento, y por tanto a la verdad.
Esta opinión general llega hasta el extremo de pensar, de un modo más o menos
consciente, que el conocimiento puede estorbar a nuestra libertad. Por lo menos
determinado tipo de conocimiento, pues hay otro que sin duda constituye una
ayuda considerable para realizar nuestros proyectos libres. Este modo de pensar
se encuentra reflejado de la manera más radical en las palabras con las que
Calicles contesta a Sócrates en el Gorgias de Platón:
«(…) ¿Cómo podría ser feliz un hombre si es esclavo de algo? Al contrario,
lo bello y lo justo por naturaleza es lo que yo te voy a decir con sinceridad, a
saber: el que quiera vivir rectamente debe dejar que sus deseos se hagan tan
grandes como sea posible, y no reprimirlos, sino que, siendo lo mayores que sea
posible, debe ser capaz de satisfacerlos con decisión e inteligencia y
saciarlos con lo que en cada ocasión sea objeto de deseo. Pero creo yo que esto
no es posible para la multitud; de ahí que, por vergüenza, censuren a tales
hombres, ocultando de este modo su propia impotencia; afirman que la
intemperancia es deshonrosa, como yo dije antes, y esclavizan a los hombres más
capaces por naturaleza y, como ellos mismos no pueden procurarse la plena
satisfacción de sus deseos, alaban la moderación y la justicia a causa de su
propia debilidad. Porque para cuantos desde el nacimiento son hijos de reyes o
para los que, por su propia naturaleza, son capaces de adquirir un poder, tiranía
o principado, ¿qué habría, en verdad, más vergonzoso y perjudicial que la
moderación y la justicia, si pudiendo disfrutar de sus bienes, sin que nadie se
lo impida, llamaran para que fueran sus dueños a la ley, los discursos y las
censuras de la multitud? ¿cómo no se habrían hecho desgraciados por la bella
apariencia de la justicia y de la moderación, al no dar más a sus amigos que a
sus enemigos, a pesar de gobernar en la propia ciudad? Pero, Sócrates, esta
verdad que tú dices buscar es así: la molicie, la intemperancia y el
libertinaje, cuando se les alimenta, constituyen la virtud y la felicidad; todas
esas otras fantasías y convenciones de los hombres contrarias a la naturaleza
son necedades y cosas sin valor». (Platón, Gorgias, 491 d 8 - 492 d).
Como se ve, también Calicles considera que para ser feliz es necesaria una
cierta inteligencia, pero una inteligencia medial, puramente técnica, que se
pone al servicio de unos deseos que él llama naturales. A esos deseos naturales
nos remite Calicles cuando se trata de descubrir la verdad de la vida: unos
deseos naturales por completo ajenos a la ley moral, que él considera fruto de
la pura convención, y causante de la esclavitud y la infelicidad de los
hombres. La moral como límite, la moral como dominación externa, que viene a
contrariar y a esclavizar nuestra naturaleza. Esta es la idea de Calicles, una
idea con la que muchos contemporáneos nuestros se sentirían identificados.
Pero existe otro modo de pensar que, en este caso, viene representado por la
figura de Sócrates. A diferencia de Calicles, Sócrates considera que nuestros
deseos naturales más profundos no son ajenos a la moral y por eso poco antes,
en el curso del mismo diálogo, había podido lanzar aquella afirmación
escandalosa: «más vale padecer la injusticia que cometerla». Lo presupuesto
en esas palabras, en efecto, es un deseo natural mucho más hondo que el deseo
de placer y el deseo de prevalencia. Mejor dicho: lo presupuesto en esas
palabras es que no deseamos el placer y el poder a cualquier precio. Hay
determinados precios que ningún hombre puede pagar sin traicionar una voluntad
más radical, que, al decir de Platón, es voluntad de justicia.
El enfrentamiento entre Calicles y Sócrates pone al descubierto, en todo caso,
la existencia de lo que podríamos llamar «niveles de deseo» : hay deseos más
superficiales y deseos más profundos. En este sentido, lo que se muestra en ese
diálogo es la importancia de una distinción que ha ocupado siempre de un modo
u otro a los filósofos: la distinción entre apariencia y realidad. La
importancia de esta distinción trasciende el ámbito de la filosofía moral. En
rigor, su lugar propio sería la teoría del conocimiento. Sin embargo, la
necesidad de distinguir entre apariencia y realidad es una de las primeras cosas
que nos enseña la vida de diferentes maneras y, en este sentido, resulta una
distinción de importancia existencial: las cosas no son siempre lo que parecen;
lo que deseas en un primer momento no siempre resulta ser lo que quieres.
El hombre no puede vivir permanentemente ignorando este desajuste. Llega un
momento en que hacerlo equivale a vivir engañado y este engaño –el autoengaño,
sobre todo– sí puede ser fatal. Sin embargo es cierto que, por lo general, el
descubrimiento del desajuste es doloroso. Descubrir que la realidad no responde
a mis expectativas iniciales conlleva dolor. Para quien considere que la última
palabra sobre el hombre es el deseo de placer, comprobar que la realidad
requiere que modere mis expectativas puede resultar frustrante. Es el caso de
Freud, quien al distinguir entre principio de placer y principio de realidad
aceptaba la diferencia aludida, que, no obstante, interpretaba de modo negativo:
precisamente porque su interpretación descansa en el supuesto de que “lo que
de verdad y en el fondo queremos” es placer[1].
Ahora bien, conviene notar que esta premisa, afirmada absolutamente, es
gratuita. Es cierto que deseamos placer, pero, como ya se ha dicho, no es cierto
que deseemos sólo placer, o que lo deseemos a cualquier precio. En verdad,
advertir que la realidad no se ajusta a mis deseos puede ser doloroso en un
primer momento, pero esa contrariedad inicial puede ser –lo es muy a menudo–
la puerta que permite descubrir en nosotros una dimensión más profunda en la
que realmente voluntad y realidad se reconcilian. En el planteamiento de Sócrates,
el deseo más profundo –más natural– del hombre apunta a esta reconciliación,
y el empeño moral, lejos de consistir en la sublimación de una libido
irracional, es la expresión de este deseo más profundo, en modo alguno ajeno
al intelecto.
Para Sócrates, por tanto, la moral no viene a contrariar nuestra naturaleza. En
esto se distingue de Calicles. Y en más cosas. Por ejemplo, es de notar el carácter
secundario que, en su exposición –al menos en este diálogo– tiene la
cuestión del origen del conocimiento moral. Sócrates no entra expresamente a
discutir si la moral se origina en una convención de los hombres, o, si tiene
su origen en la naturaleza. El punto decisivo, en el que centra su atención, es
que tal conocimiento es imprescindible para lograr aquella reconciliación con
la realidad, y en esta medida tal conocimiento es requerido por nuestra
naturaleza. Esto es lo importante: venga de donde venga, el conocimiento moral
nos resulta imprescindible para distinguir el bien real y el bien aparente, y de
esta manera nos muestra el camino de reconciliación con la realidad.
Hay una verdad profunda en el pensamiento de que el movimiento libre de un ser
es el conforme a su naturaleza[2]. En esa profunda verdad coinciden Calicles y Sócrates.
Sin embargo, Calicles interpreta la naturaleza en clave naturalista, y, en
consecuencia, considera que para ser libre un hombre debe desembarazarse de la
moral, o, lo que es lo mismo, debe operar una «inversión de valores». En
cambio, Sócrates considera que la naturaleza humana no es ajena por principio
al deseo de verdad y que, por tanto, para actuar libremente, conforme a su
naturaleza, un hombre debe buscar la verdad en la práctica, esforzándose en
distinguir el bien real y el bien aparente.
En este sentido, la libertad que prescinde del conocimiento del bien real y del
bien aparente es ella misma una libertad aparente, que por vivir de espaldas a
la complejidad del querer humano, corre el riesgo de traicionar nuestra voluntad
más radical. Pongamos un ejemplo trivial, pero gráfico, que he tomado de
Spaemann[3]:
Un hombre tiene mucha sed. Sobre la mesa se encuentra un vaso con una limonada.
La toma y bebe. El hombre ignoraba que la limonada estaba envenenada. Preguntémonos
ahora: ¿hizo lo que quería? La respuesta tiene que ser matizada. De entrada
nada nos hace suponer que quería envenenarse. En este sentido no hizo lo que
quería. Pensémoslo ahora de otra manera. El hombre tiene mucha sed. La
limonada se halla sobre la mesa. Él sabe que la limonada se encuentra
envenenada. Sin embargo, tiene tanta sed que, a pesar de ello, la toma y bebe.
¿Hizo lo que quería? Desde luego obró voluntariamente (con conocimiento y sin
violencia). De modo inmediato satisfizo su sed. Sin embargo, el sentido objetivo
de la sed es la preservación de la vida. Por esta razón, eso que hizo
voluntariamente es en sí mismo algo absurdo, porque contradice una voluntad más
radical, la voluntad de vivir, al servicio de la cual la satisfacción de la sed
adquiere su sentido.
Los hombres podemos separar racionalmente el sentido objetivo de una tendencia
de su resonancia subjetiva. A veces esta separación puede ser útil. Así
ocurre con los inapetentes: no sienten necesidad de comer pero con su razón
pueden discernir el apetito subjetivo de la necesidad objetiva, y gracias a eso
están en condiciones de mantenerse con vida: comen a pesar de no encontrar
satisfacción alguna en ello. De todas formas, la separación sistemática de
una y otra dimensión es detectada por todos como una enfermedad: cuando uno está
inapetente va al médico. Por eso prescindir voluntariamente de la vinculación
natural entre un aspecto y otro, puede ser muy comprensible –la sed era
terrible– pero no por ello deja de ser, en sí misma considerada, una actuación
absurda.
No cabe duda de que los seres humanos podemos actuar de manera absurda. Hablando
absolutamente, lo hacemos siempre que confundimos bien real y bien aparente, es
decir, siempre que obramos moralmente mal. Para obrar moralmente mal no es
preciso, de entrada, poseer mala voluntad. Basta poseer una voluntad débil, una
voluntad poco fortalecida por la virtud. La mala voluntad, la voluntad viciosa,
no es simple debilidad, pues supone la perseverancia consciente en un modo de
actuar que al principio se sabe malo, y que al final ya no lo parece. Por esto
dice Aristóteles que el vicio corrompe el principio[4]. Y es que la capacidad
de distinguir el bien y el mal depende en gran medida del compromiso práctico
con el bien. El conocimiento moral no es un conocimiento puramente teórico. Es
un conocimiento muy ligado a la vida, que se perfecciona y se estropea con el
hombre mismo. Es un conocimiento práctico. Y práctica es también la verdad de
la libertad, la verdad de nuestras elecciones.
Es el momento de retomar la cuestión que apuntábamos al principio, cuando
comparábamos la verdad de nuestras elecciones y la verdad de una frase. En los
dos casos hablamos de verdad, pero se trata de una verdad ligeramente distinta.
Mientras que la verdad de una frase es una verdad especulativa, la verdad de una
elección es una verdad práctica. Los calificativos pueden ayudarnos a matizar
la diferencia: hay verdad especulativa en los juicios de nuestro entendimiento
cuando éste refleja –«especula», «espejea»– el orden real, es decir:
cuando pone junto lo que en la realidad está junto, y separa lo que en la
realidad está separado. En cambio, la verdad práctica no es de ninguna manera
un simple «reflejo». El calificativo «práctica» caracteriza muy bien este
tipo de verdad: es una verdad que se pone por obra, es una verdad de la acción,
hasta el extremo de que si en su propia naturaleza no va implícita esa
orientación a la acción, no podrá hablarse propiamente de una verdad práctica.
Precisamente esta orientación a la acción, tan propia de la verdad práctica,
nos habla de que ella no es resultado exclusivo del conocimiento. La verdad práctica
supone una cierta voluntad: la voluntad de realizar el bien que se ha visto. No
es que la verdad práctica sea cuestión de la voluntad. La verdad, práctica o
teórica, es asunto siempre del entendimiento. Sin embargo, sin la voluntad del
bien informando la razón, no hay tampoco verdad práctica. Y, en este sentido,
cabe decir con Inciarte que la verdad práctica consiste más en la verdad de
una acción que en la verdad de un juicio[5].
Ahora bien, ¿cómo se llega a una acción verdadera? La respuesta obvia a esta
pregunta es: con una elección verdadera: sencillamente porque toda acción se
origina en una elección. Esta respuesta, sin embargo, todavía es poco precisa.
Nos deja como estábamos. Por eso preguntamos de nuevo: ¿cómo se llega a una
elección verdadera? Así planteada, la cuestión se deja contestar un poco
mejor: basta con que recordemos el modo en que Aristóteles describe la elección:
como un deseo deliberado. En esas dos palabras tenemos, en efecto, las claves
para determinar los elementos de la verdad práctica. A saber: la verdad de la
deliberación y la rectitud del deseo.
No obstante, la perplejidad vuelve a hacer su aparición en cuanto nos
preguntamos por la verdad de la deliberación. Pues, según Aristóteles, esta
verdad depende ella misma de la rectitud del deseo: «el bien de la parte
intelectual pero práctica es la verdad que está de acuerdo con el deseo recto»
(EN, VI, 2, 1139 a 30). Con otras palabras: quien no desea rectamente, no está
en condiciones de deliberar, no ya con corrección, sino con verdad. (Me parece
que la corrección o incorrección podría tener otras causas). De esta forma,
uno de los dos elementos de la verdad práctica –la verdad de la deliberación–
se nos muestra dependiente del otro: la rectitud del deseo. Con lo que nuestra
pregunta por la verdad práctica experimenta un nuevo desplazamiento. Nos
preguntamos ahora: ¿cómo determinar la rectitud del deseo?
Si en este punto contestamos que la rectitud del deseo depende de la verdad de
la deliberación, entramos en una circularidad evidente, de la que no resulta fácil
salir. Sin embargo, el planteamiento aristotélico no llega mucho más lejos.
Aristóteles, en efecto, considera que la rectitud del deseo es la obra característica
de la virtud moral. Sin embargo, como él mismo observa en varias ocasiones, no
hay virtud moral sin prudencia, de la cual depende, a su vez, la verdad del
juicio práctico. No cabe duda: la verdad práctica da lugar a la virtud, y la
virtud supone la verdad práctica. Pero qué hacer cuando uno no posee la virtud
moral, ¿cómo trascender la circularidad característica de la verdad práctica?
Antes de contestar a esta pregunta, no quisiera dejar de llamar la atención
sobre la diferencia existente entre la verdad teórica y la verdad práctica
que, entre tanto, ha salido a la luz. Considero que puede resultar interesante
ahora que se habla tanto del sentido narrativo de la vida, pues lo que distingue
ambos tipos de verdad es, en última instancia, lo que distingue la verdad de un
argumento y la verdad de la vida.
En principio, cabe establecer una analogía entre ellas. Según esta analogía,
cabría decir que nuestras acciones y nuestra vida se comportan entre sí de una
manera semejante a como se comportan entre sí las proposiciones que componen un
argumento y el argumento mismo. Sin embargo, esto no se puede sostener desde
todos los puntos de vista. La analogía tiene sus límites. Pues mientras que la
verdad final del argumento supone la verdad de cada una de las proposiciones que
lo componen, con la verdad de la vida no sucede la mismo. La verdad de la vida
no es un simple resultado de la verdad de las acciones individuales, ya que la
misma verdad de las acciones depende de la rectitud general de la vida. Con
otras palabras: mientras que la verdad de un argumento es función total de la
verdad de sus partes, esto no ocurre con la verdad de la vida. Desde este punto
de vista, habría que decir que la verdad de la vida se parece más a la verdad
de un mito. La verdad de un mito, en efecto, es mucho más que la verdad de las
partes. Sin embargo, tampoco en este caso la analogía es perfecta. Porque la
verdad del mito es, hasta cierto punto, independiente de la verdad de las frases
que lo componen. Y esto no ocurre con la verdad de la vida. La verdad de la vida
necesita también de la verdad de las acciones. En suma: la diferencia entre
verdad teórica y verdad práctica se puede resumir diciendo que la verdad teórica
es unidireccional; la verdad práctica, en cambio, implica una cierta
circularidad.
Ahora bien: si esta es la naturaleza de la verdad práctica, el problema
relativo al primer acto de virtud sigue abierto, pues el conocimiento práctico
que necesitamos para actuar virtuosamente –la prudencia– está, según Aristóteles,
en función de la virtud misma. Es verdad que un conocimiento germinal del bien
moral[6] lo adquirimos durante la infancia de manera natural con sólo una
experiencia elemental: esa experiencia que precede a lo que se suele llamar «uso
de razón». Ese conocimiento es práctico: nos pide que actuemos bien; sin
embargo es todavía germinal, imperfecto: hace posible, pero no garantiza por sí
solo la práctica de la virtud porque, por sí solo no perfecciona todavía
nuestra voluntad. Por eso el problema sigue abierto: ¿cómo vamos a ejercer la
virtud antes de ser virtuosos? ¿acaso la virtud no presupone ya la rectitud del
apetito? ¿y no decimos por otra parte que la rectitud del apetito es obra de la
virtud?[7]
El círculo vicioso que se plantea aquí a propósito de la generación de la
virtud, encerraría al hombre irremediablemente en las estrechas fronteras de su
psicología, si no supusiéramos en éste la capacidad, venida de fuera, de
trascenderse a sí mismo, de trascender la necesidad a la que es tan proclive la
naturaleza irracional. Esa capacidad no es sólo el nous del que habla Aristóteles
en el De Anima –de él dice, en efecto, que viene de fuera–; aunque lo
supone. No es sólo el nous, sobre todo si éste se entiende única y
exclusivamente como intelecto. Se parece más a lo que la Sagrada Escritura
llama «corazón», para referirse a la instancia donde nacen las decisiones,
aparentemente, sin ningún motivo, es decir: sin ningún motivo natural.
Según desarrolla Spaemann en su último libro[8], en la idea de «corazón» se
encuentra el núcleo de la idea cristiana de persona: no como una realidad
enfrentada a la naturaleza, sino como el ser mismo de la naturaleza racional,
que, precisamente por ser, y por ser de esa manera, puede trascender la
circularidad característica de los demás procesos naturales. Más allá de
toda circularidad, los recursos de la persona son en principio infinitos, porque
infinito es el panorama que nos presenta, el panorama del espíritu. Y si esos
recursos impredecibles tienen finalmente la virtualidad de movilizar nuestra
naturaleza, esto es sólo porque la nuestra no es una naturaleza
irremediablemente irracional, sino una naturaleza pensada para la
autotrascendencia. En este sentido cabe repetir con Pascal, «el hombre supera
infinitamente al hombre».
Desde esa instancia que he llamado corazón, a través de la cual un hombre se
abre al abismo del espíritu, es posible trascender esa circularidad natural, y
rectificar de fondo la propia voluntad, es decir, dirigirla por encima de uno
mismo a algo distinto de los deseos naturales más aparentes, más inmediatos.
De este modo la voluntad supera la curvatura natural y se hace recta; y desde
esa rectitud ya no es imposible poner en la existencia, como venido de otro
mundo, un acto virtuoso, y después de éste otro.
Sin duda la voluntad ha adquirido mientras tanto un estatuto que no tenía en
Aristóteles; un estatuto que la constituye no ya en una instancia discernible
de la inteligencia sino, ante todo, en una instancia que faculta al hombre para
ejercer su dominio sobre el devenir ordinario de la vida. En esta misma línea
se debe interpretar el protagonismo que la intención, como acto independiente
de la voluntad, adquiere en la filosofía moral posterior al cristianismo. Aristóteles
no había hablado de la intención en este sentido, porque tampoco había
hablado de la voluntad como facultad independiente del entendimiento[9]. La idea
de intención como alma de nuestras elecciones concretas, es una aportación
específica de la moral cristiana[10], como lo es también una mayor
profundización en la idea de libertad.
A esa profundización se debe la posibilidad de afirmar que el hombre es
radicalmente libre, lo cual es tanto como decir: en sus manos está la decisión
sobre el destino de su existencia. Sobre esta base es claro que asentar el
conocimiento moral germinal, perfeccionarlo o estropearlo es responsabilidad de
cada uno, del personal empeño moral. En parte, esto último ya lo había
vislumbrado Aristóteles. Lo que Aristóteles no había visto es que la
posibilidad misma del empeño moral –tanto si se advierte como si no– es
manifestación de una libertad que, si se toma en serio, cuestiona por su base
el núcleo de la tragedia griega. Si el hombre es libre, ya no es una marioneta
en manos del azar, ni debe al capricho del destino la palabra final sobre su
vida. Incluso si la fortuna no le ha dotado de una naturaleza especialmente bien
dotada, incluso si le ha dotado de una naturaleza enferma, el logro o el fracaso
de su vida se encuentra en otra parte y depende de otra cosa: de que abra o
cierre la puerta del espíritu a la trascendencia sobre la curvatura natural.
Si la abre, el hombre toma las riendas de su vida en unos términos favorables a
la verdad práctica, pues, como hemos visto, la verdad práctica supone la
rectitud de la vida, y ésta reclama la autotrascendencia. Pero, de igual forma,
el hombre puede cerrar la puerta del espíritu, puede no hacer uso de esa
capacidad de autotrascenderse, y participar entonces de la inercia de los
procesos naturales. No obstante, viviendo una vida inercial, el hombre no está
a la altura de sus posibilidades. Más aún, sin llegar jamás al extremo de
anular la capacidad de autotrascendencia, la inercia de una vida sólo natural
puede ocultar en buena parte la auténtica realidad del hombre, y así
dificultar el discernimiento del bien y del mal.
En dos sentidos, pues, cabe decir que la verdad del hombre depende del empeño
en rectificar la propia voluntad. En un sentido gnoseológico, porque tal verdad
sólo comienza a desvelarse al que se interesa prácticamente por ella, desvelándose
totalmente al comprometido activamente con el bien. Y en otro sentido, ontológico,
porque la verdad del hombre sólo se manifiesta íntegramente en el hombre que
construye su vida sobre acciones (elecciones) verdaderas. Éste es el sentido de
la misteriosa definición del hombre que nos ofrece Aristóteles en la Ética a
Nicómaco, cuando, inmediatamente después de referirse a la elección, describiéndola
como «inteligencia deseosa o deseo inteligente» añade: «y esta clase de
principio es el hombre» (EN, VI, 2, 1139 b 6).
La relevancia de esta frase tan breve es mucha. Y es que definir al hombre en
función de la elección es tanto como decir que el hombre se define por sus
elecciones. Lo cual se debe interpretar en términos cualitativos. En efecto:
afirmar que el hombre posee la capacidad de definirse equivale a decir que el
hombre posee la capacidad de definir su carácter. Cuando elige actuar de
determinada manera, hace todo lo que en ese momento está en su mano para
adquirir un determinado carácter[11]: generoso o mezquino, valiente o cobarde,
justo o injusto, etc.
La razón es que nuestros actos no se limitan a tener –a veces no lo tienen–
un efecto exterior, técnico, en virtud del cual transformamos el mundo que nos
rodea, ni tampoco tienen sólo un efecto psicológico, digamos, sentimental;
sobre todo tienen un efecto interior, estrictamente moral, por el que se moldean
nuestros apetitos y se fijan nuestras tendencias, cooperando a la unidad de la
vida, o distrayendo de ella. En esto precisamente consiste el empeño moral[12]:
en procurar, mediante la razón, el crecimiento integrado de nuestras tendencias
y apetitos. Y el fruto característico de este empeño es la virtud moral, de la
que depende la perfección misma de nuestra naturaleza.
A este propósito no hay que olvidar que la palabra areté, que nosotros
traducimos por virtud, significaba en el uso habitual del lenguaje, tanto como
«excelencia». Por esta razón dice Aristóteles que lo propio de la virtud es
perfeccionar la condición de aquello de lo cual es virtud, y hacer que ejecute
bien su operación. Y en este sentido escribe: «la excelencia del ojo hace
bueno al ojo y su función (pues vemos bien por la excelencia del ojo); asimismo
la excelencia del caballo hace bueno al caballo y lo capacita para correr, para
llevar al jinete y afrontar a los enemigos. Si esto es así en todos los casos,
la virtud del hombre será también el hábito por el cual el hombre se hace
bueno y por el cual ejecuta bien su función propia» (EN, II, 6, 1106 a 15-24).
Las palabras anteriores sirven para subrayar una idea importante, que conviene
tener presente por si llega el momento de hablar con Calicles. Y es que, en el
contexto de la ética de la virtud, la moral es todo lo contrario al límite y
la negación de la vida, pues precisamente la virtud es lo que promueve el
crecimiento del hombre desde dentro, lo que le perfecciona, lo que saca de él
lo mejor de sí mismo. En sintonía con esto se puede decir que la verdad práctica,
la verdad de la elección, redunda en la verdad misma del hombre. Esto es: lo
que hace de un hombre un buen hombre.
Bien porque la verdad práctica supone la rectitud de la voluntad y por ello la
trascendencia de la naturaleza, bien porque de ella depende realizar la
excelencia humana consistente en la virtud, la verdad práctica se nos desvela
como la pieza clave de una ética filosófica abierta por naturaleza a la
trascendencia.
Fuera del campo estricto de la ética, no perder de vista la verdad práctica
resulta también imprescindible en antropología. Y es que la verdad del hombre
no es simplemente una verdad teórica. Más aún: elaborar una teoría sensata
sobre el hombre depende, si no totalmente, sí al menos en buena parte, de que
tropecemos con hombres que «andan en verdad», es decir, hombres que actúan
habitualmente conforme a la verdad, pues es en ellos donde se muestra íntegramente
lo más específicamente humano.
Pensemos por un momento lo que ocurriría si un observador venido de otro
planeta, por ejemplo un marciano, llegara a la Tierra para realizar un estudio
exhaustivo de las formas de vida terrestres y, tras estudiar la vida de otras
especies animales, le tocara el turno a los hombres. Es posible aventurar que,
con algunas variaciones derivadas de la geografía, el marciano se sentiría muy
atraído por esta nueva especie, a causa de la notable complejidad de vida que,
en comparación con los demás seres vivos, manifiestan los humanos. Dependiendo
de la amplitud y la profundidad de su estudio, es posible que el marciano
detectara ciertas diferencias cualitativas entre los hombres; sin embargo si
fijara su atención en alguno de los grupos humanos de la llamada «civilización
de consumo», dándose por satisfecho con un estudio macrosociológico, las
conclusiones de su estudio acerca de los hombres podrían ser muy
desalentadoras. Es más que posible que los datos obtenidos de su estudio
macrosociológico no le autorizaran a concluir otra cosa que «el hombre es un
animal singularmente complejo, pero su modo de vida se asemeja en lo esencial al
de los demás animales».
¿En qué me baso para aventurar semejante conclusión? Ni más ni menos que en
la dinámica característica de la sociedad de consumo, la cual, por su propia
naturaleza, contribuye a ocultar lo más distintivo de los hombres: su capacidad
de sustraerse al dominio de la necesidad y de lo útil, para entregarse a
actividades libres y desinteresadas. En efecto, cuando una civilización entera
se entrega obsesivamente a satisfacer necesidades más o menos sofisticadas, es
fácil perder la sensibilidad por lo que, en realidad, distingue radicalmente al
hombre de los demás animales.
Esto es lo que ocurre, me parece, cuando se pierde de vista la tríada de
conceptos que Aristóteles saca a relucir en los libros finales de su Política:
descanso, trabajo, ocio. Es significativo que en nuestro tiempo las palabras
descanso y ocio prácticamente sean vistas como sinónimos[13]. Para Aristóteles
no lo eran en modo alguno. La relación entre esas tres realidades era más bien
la que sigue: el descanso se ordena al trabajo, y el trabajo se ordena al ocio.
Bajo el término «ocio» hemos de entender ahí algo así como el cultivo del
espíritu. En esa tríada de conceptos cabe establecer una división: mientras
que descanso y trabajo se mueven en la esfera de lo necesario para la vida, el
cultivo del espíritu se mueve en la esfera de lo libre. Aquí tenemos la
diferencia entre vivir y vivir bien, o, si se quiere, entre sobrevivir y vivir.
No hay que ser especialmente observador para advertir que en nuestro mundo se
pierde cada vez más de vista esa diferencia[14]. En Estados Unidos, el país de
la libertad, se encuentra muy extendida una enfermedad de la que, curiosamente y
para nuestra desgracia, no tienen ya el monopolio: el workaholism, la adicción
al trabajo. Ahora bien, según dice Aristóteles en su Política, «El buscar en
todo la utilidad es lo que menos se adapta a las personas magnánimas y libres».
(Política, VIII, 3, 1338a 38- 1338b4). Si hemos de hacerle caso, los Estados
Unidos serían un ejemplo fabuloso de una sociedad de esclavos.
De cualquier forma, parece claro que si nuestro marciano observara una sociedad
con estas características, de entrada tendría difícil el dar con una idea
exacta de lo que es el ser humano, es decir, de lo que está llamado a ser. He
dicho «de entrada» porque una situación semejante no se puede sobrellevar sin
enorme sufrimiento. Y en el sufrimiento tenemos ya un indicio importante de que
algo falla, y de que acaso necesite rectificación. Es posible que con un
estudio más filosófico, nuestro marciano estuviera en condiciones de
advertirlo. El dolor, en efecto, es, ya en el nivel orgánico, un indicador que
no se debe pasar por alto. El sufrimiento moral, que a gran escala se puede
traducir en verdaderas patologías sociales, es también un indicador digno de
atención. Hay algo que no marcha como debiera.
Ya en el ámbito personal, ese indicador es muy relevante. Sin él no habría
posibilidad de rectificar la conducta, y por tanto, no habría lugar para la
verdad práctica, porque la verdad práctica se descubre rectificando. En este
sentido, como ha observado Inciarte, no estaba de más la invitación de los clásicos
a actuar según la recta razón. A diferencia de lo que pensarían los
representantes de la moral racionalista, hablar de «recta razón» no es
redundante[15]. Porque si la razón teórica es recta, con la razón práctica
no ocurre siempre lo mismo. La razón práctica no es recta de antemano, sino
que ha de ser rectificada, corregida sobre la marcha. Por eso la palabra «rectificación»
resume muy bien el proceso de descubrimiento de la verdad práctica.
Si se pierde de vista la necesidad de corregir la razón, la acción humana no
abandona la mera naturaleza, lo cual es tanto como decir: permanece en el ámbito
de la necesidad. La razón incorrecta no permite trascender el ámbito de la
mera vida y pasar al de la vida buena. Sin duda, no es fácil sustraerse a la
tiranía de la necesidad: lo muestra el que una civilización entera merezca el
nombre de sociedad de consumo. Es mucha la gente que vive, mejor, sobrevive, en
un mundo de necesidades creadas, sin avistar por un momento el mundo del espíritu,
precisamente porque la entrada en este mundo es libre.
Por suerte, el conocimiento filosófico acerca de la naturaleza humana no se
detiene una vez que se ha tomado nota de los grandes movimientos sociales. Por
suerte también, la misma pluralidad humana asegura la presencia, más o menos
intensa, más o menos armónica, de todos los rasgos característicos de la
humanidad. Unos rasgos, sin embargo, que sólo se encuentran de una manera
integrada y perfecta en el hombre que vive conforme a la verdad, es decir, en el
hombre que vive en libertad.
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* Texto de la conferencia pronunciada en la Universidad de Navarra en el curso
de los Encuentros sobre la Filosofía y su enseñanza, en agosto de 1998.
[1] Cf. Spaemann, R., Etica: cuestiones fundamentales, Eunsa, Pamplona, 1987.
[2] Cf. Spaemann, R., «La naturaleza como instancia de apelación moral», en
El Hombre: Inmanencia y Trascendencia, vol. I, XXV, Reuniones Filosóficas, ed.
Rafael Alvira, Pamplona, 1992.
[3] Cf. ibidem.
[4] Cf. Aristóteles, Etica a Nicómaco, VI, 5, 1140 b 20.
[5] Cf. Inciarte, F., «Practical Truth», en Persona, Verità e Morale. Atti
del Congresso Internazionale di Teologia Moral, Città Nuova Editrice, ed. Roma,
1986, pp. 201-215. Cf. también “Theoretische und praktische Wahrheit”, en
Rehabilitierung der pratischen Philosophie, vol. 2, ed. Riedel, M., Freiburg,
1974, pp. 155-170.
[6] Lo que los medievales, siguiendo el comentario San Jerónimo a Ezequiel,
llamarán sindéresis. Cf. Santo Tomás, De Veritate, q. XVI.
[7] El problema, clásico en la ética filosófica, lo plantea expresamente
Dietrich von Hildebrand en Sittlichkeit und ethische Werterkenntnis. Eine
Untersuchung über ethische Strukturprobleme, Patris Verlag, Vallender Schönstatt,
1982, 3ª ed., pp. 40 y ss.
[8] Cf. Spaemann, R., Personen: Versuche über den Unterschied zwischen jemand
und etwas, Klett-Cotta, Stuttgart, 1996.
[9] Cf. Rhonheimer, M., Praktische Vernunft und die Vernünftigkeit der Praxis,
Akademie Verlag, Berlin, 1994.
[10] Cf. Pinckaers, S., Las fuentes de la moral cristiana. Su método, su
contenido, su historia, Eunsa, Pamplona, 1988.
[11] Cf. Martin, C., «Virtues, motivation and the end of Life», en Moral Truth
and Moral Tradition. Essays in honour of Peter Geach and Elizabeth Anscombe, ed.
Gormally, L., Redwood Books, Trowbridge,Wiltshire, 1994.
[12] Tomo la expresión «empeño moral» de Inciarte. Cf. El reto del
positivismo lógico, Rialp, Madrid, 1973.
[13] «La pura pausa laboral, dure una hora, una semaana o incluso más,
pertenece todavía por entero al ámbito de la vida ordinaria de trabajo. Se
encuentra inserta en el discurrir temporal de la jornada de trabajo, como una
parte suya. La pausa se encuentra en función del trabajo. Debe proporcionar
nuevas fuerzas para el nuevo trabajo, como ya va implícito en el propio
concepto de descanso: se descansa del trabajo y se descansa para el trabajo.
(…) En cambio, la Musa (el ocio) no está ahí en función del trabajo, por
mucho que el trabajador activo recobre fuerzas a partir de ella; la Musa no
obtiene su sentido como puro descanso corporal o del alma a fin de volver
nuevamente al trabajo, aunque lo haga». Cf. Pieper, J., Musse und Kult, Kösel
Verlag, München, 1949, pp. 56-57. La traducción del alemán es mía.
[14] «Sin duda este concepto originario de Musa (ocio) se ha vuelto por
completo desconocido dentro de la pérdida programática del ocio característica
del totalitario mundo del trabajo; y a fin de liberar la mirada para la esencia
de la musa, es necesario sobreponerse a la resistencia, a nuestra propia
resistencia, que procede de la sobrevaloración del mundo del trabajo». Cf.
Pieper, J., Musse und Kult, p. 14. La traducción del alemán es mía.
[15] Cf. El reto del positivismo lógico, Rialp, Madrid, 1973.