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AEDIFICANDI
JUAN PABLO II, en forma de "Motu proprio", Para la proclamación de
santa Brígida de Suecia, santa Catalina de Siena y santa Teresa Benedicta de la
Cruz, como copatronas de Europa (1/10/1999)
PARA
PERPETUA MEMORIA
1. La esperanza de construir un mundo más justo y más digno del hombre,
avivada por la espera del tercer milenio ya a las puertas, no puede ignorar que
los esfuerzos humanos de nada sirven si no están acompañados por la gracia
divina: «Si el Señor no construye la casa, en vano se afanan los constructores»
(Sal 127, 1). Esto han de tenerlo en cuenta también todos aquellos que, en los
últimos años, se plantean el problema de remodelar Europa, con el fin de
ayudar al viejo continente a aprovechar la riqueza de su historia, alejarse de
las tristes herencias del pasado y así, con una originalidad radicada en sus
mejores tradiciones, responder a las exigencias del mundo que cambia.
No cabe duda de que, en la compleja historia de Europa, el cristianismo
representa un elemento central y determinante, que se ha consolidado sobre la
base firme de la herencia clásica y de las numerosas aportaciones que han dado
los diversos flujos étnicos y culturales que se han sucedido a lo largo de los
siglos. La fe cristiana ha plasmado la cultura del continente y se ha
entrelazado indisolublemente con su historia, hasta el punto de que ésta no se
podría entender sin hacer referencia a las vicisitudes que han caracterizado,
primero, el largo período de la evangelización y, después, tantos siglos en
los que el cristianismo, a pesar de la dolorosa división entre Oriente y
Occidente, se ha afirmado como la religión de los europeos. También en el período
moderno y contemporáneo, cuando se ha ido fragmentando progresivamente la
unidad religiosa, bien por las posteriores divisiones entre los cristianos, bien
por los procesos que han alejado la cultura del horizonte de la fe, el papel de
ésta ha seguido teniendo una importancia notable.
El camino hacia el futuro no puede relegar este dato, y los cristianos están
llamados a tomar una renovada conciencia de todo ello para mostrar sus
capacidades permanentes. Tienen el deber de dar una contribución específica a
la construcción de Europa, que será tanto más válida y eficaz cuanto más
capaces sean de renovarse a la luz del Evangelio. De este modo se harán
continuadores de esa larga historia de santidad que ha impregnado las diversas
regiones de Europa en el curso de estos dos milenios, en los cuales los santos
oficialmente reconocidos son, en realidad, los casos más destacados, propuestos
como modelos para todos. En efecto, son innumerables los cristianos que con su
vida recta y honrada, animada por el amor a Dios y al prójimo, han alcanzado en
las más variadas vocaciones, consagradas o laicas, una verdadera santidad,
propagada por doquier, aunque de manera oculta.
2. La Iglesia no duda de que precisamente este tesoro de santidad es el secreto
de su pasado y la esperanza de su futuro. En él es donde mejor se expresa el
don de la Redención, gracias al cual el hombre es rescatado del pecado y recibe
la posibilidad de la vida nueva en Cristo. También en él, el pueblo de Dios,
peregrino en la historia, encuentra un apoyo incomparable, sintiéndose
profundamente unido a la Iglesia gloriosa, que en el cielo canta las alabanzas
del Cordero (cf. Ap 7, 9-10) mientras intercede por la comunidad que aún camina
en la tierra. Por ello, ya desde los tiempos más antiguos, los santos han sido
considerados por el pueblo de Dios como protectores y, siguiendo una praxis
peculiar que ciertamente no es extraña al influjo del Espíritu Santo, las
Iglesias particulares, las regiones e incluso los continentes se han confiado al
particular patronazgo de algunos santos, a veces a petición de los fieles,
acogida por los pastores o, en otros casos, por iniciativa de los pastores
mismos.
En esta perspectiva, al celebrarse la segunda Asamblea especial para Europa del
Sínodo de los obispos, en la inminencia del gran jubileo del año 2000, he
pensado que los cristianos europeos, que viven con todos sus conciudadanos un
cambio de época rico de esperanza pero, a la vez, no exento de preocupaciones,
pueden encontrar una ayuda espiritual en la contemplación y la invocación de
algunos santos que, en cierto modo, son representativos de su historia. Por eso,
tras las oportunas consultas, y completando lo que hice el 31 de diciembre de
1980 al proclamar copatronos de Europa , junto a san Benito, a dos santos del
primer milenio, los hermanos Cirilo y Metodio, pioneros de la evangelización de
Oriente, he decidido integrar en el grupo de los santos patronos tres figuras
igualmente emblemáticas de momentos cruciales de este segundo milenio que está
por concluir: santa Brígida de Suecia, santa Catalina de Siena y santa Teresa
Benedicta de la Cruz. Tres grandes santas, tres mujeres que, en diversas épocas
- dos en el corazón del Medioevo y una en nuestro siglo - se han destacado por
el amor generoso a la Iglesia de Cristo y el testimonio dado de su cruz.
3. Naturalmente, el panorama de la santidad es tan variado y rico que la elección
de nuevos patronos celestes podría haberse orientado hacia otras dignísimas
figuras que cada época y región pueden ofrecer. No obstante, considero
particularmente significativa la opción por esta santidad de rostro femenino,
en el marco de la tendencia providencial que, en la Iglesia y en la sociedad de
nuestro tiempo, se ha venido afirmando, con un reconocimiento cada vez más
claro de la dignidad y de los dones propios de la mujer.
En realidad, la Iglesia, desde sus albores, no ha dejado de reconocer el papel y
la misión de la mujer, aun bajo la influencia, a veces, de los
condicionamientos de una cultura que no siempre la tenía en la debida
consideración. Sin embargo, la comunidad cristiana ha crecido cada vez más
también en este aspecto y a ello ha contribuido precisamente de manera decisiva
la presencia de la santidad. La imagen de María, la «mujer ideal», Madre de
Cristo y de la Iglesia, ha sido un impulso constante en este sentido. Pero también
la valentía de las mártires, que han afrontado con sorprendente fuerza de espíritu
los más crueles tormentos, el testimonio de las mujeres comprometidas con
radical ejemplaridad en la vida ascética, la dedicación cotidiana de tantas
esposas y madres en esa «iglesia doméstica» que es la familia, así como los
carismas de tantas místicas que han contribuido a la profundización de la
teología, han ofrecido a la Iglesia una indicación preciosa para comprender
plenamente el designio de Dios sobre la mujer. Este designio, por lo demás, se
manifiesta inequívocamente ya en las páginas de la Escritura, especialmente en
el testimonio de la actitud de Jesús que nos ofrece el Evangelio. En esta línea
se sitúa también la opción de declarar copatronas de Europa a santa Brígida
de Suecia, santa Catalina de Siena y santa Teresa Benedicta de la Cruz.
Además, el motivo que ha orientado específicamente mi opción por estas tres
santas se halla en su vida misma. En efecto, su santidad se expresó en
circunstancias históricas y en el contexto de ámbitos «geográficos» que las
hacen particularmente significativas para el continente europeo. Santa Brígida
hace referencia al extremo norte de Europa, donde el continente casi se junta
con las otras partes del mundo y de donde partió teniendo a Roma por destino.
Catalina de Siena es también conocida por el papel desempeñado en un tiempo en
el que el Sucesor de Pedro residía en Aviñón, poniendo término a una labor
espiritual ya comenzada por Brígida, al hacerse promotora del retorno a su sede
propia, junto a la tumba del Príncipe de los Apóstoles. Por último, Teresa
Benedicta de la Cruz, recientemente canonizada, no sólo transcurrió su
existencia en diversos países de Europa, sino que con toda su vida de
pensadora, mística y mártir, lanzó como un puente entre sus raíces judías y
la adhesión a Cristo, moviéndose con segura intuición en el diálogo con el
pensamiento filosófico contemporáneo y, en fin, proclamando con el martirio
las razones de Dios y del hombre en la inmensa vergüenza de la «shoah». Se ha
convertido así en la expresión de una peregrinación humana, cultural y
religiosa que encarna el núcleo profundo de la tragedia y de las esperanzas del
continente europeo.
4. La primera de estas tres grandes figuras, Brígida, nació en una familia
aristocrática el año 1303 en Finsta, en la región sueca de Uppland. Es
conocida sobre todo como mística y fundadora de la orden del Santísimo
Salvador. Pero no se ha de olvidar que vivió la primera parte de su vida como
una laica felizmente casada con un cristiano piadoso, con el que tuvo ocho
hijos. Al proponerla como patrona de Europa, pretendo que la sientan cercana no
solamente quienes han recibido la vocación a una vida de especial consagración,
sino también aquellos que han sido llamados a las ocupaciones ordinarias de la
vida laical en el mundo y, sobre todo, a la alta y difícil vocación de formar
una familia cristiana. Sin dejarse seducir por las condiciones de bienestar de
su clase social, vivió con su marido Ulf una experiencia de matrimonio en la
que el amor conyugal se conjugaba con la oración intensa, el estudio de la
sagrada Escritura, la mortificación y la caridad. Juntos fundaron un pequeño
hospital, donde asistían frecuentemente a los enfermos. Brígida, además, solía
servir personalmente a los pobres. Al mismo tiempo, fue apreciada por sus dotes
pedagógicas, que tuvo ocasión de desarrollar durante el tiempo en que se
solicitaron sus servicios en la corte de Estocolmo. Esta experiencia hizo
madurar los consejos que daría en diversas ocasiones a príncipes y soberanos
para el correcto desempeño de sus tareas. Pero los primeros en beneficiarse de
ello fueron, como es obvio, sus hijos, y no es casualidad que una de sus hijas,
Catalina, sea venerada como santa.
Este período de su vida familiar fue sólo una primera etapa. La peregrinación
que hizo con su marido Ulf a Santiago de Compostela en 1341 cerró simbólicamente
esta fase, preparando a Brígida para su nueva vida, que comenzó algunos años
después, cuando, a la muerte de su esposo, oyó la voz de Cristo que le
confiaba una nueva misión, guiándola paso a paso con una serie de gracias místicas
extraordinarias.
5. Brígida, dejando Suecia en 1349, se estableció en Roma, sede del Sucesor de
Pedro. El traslado a Italia fue una etapa decisiva para ampliar los horizontes,
no sólo geográficos y culturales, sino sobre todo espirituales de su mente y
su corazón. Muchos lugares de Italia la vieron, aún peregrina, deseosa de
venerar las reliquias de los santos. De este modo visitó Milán, Pavía, Asís,
Ortona, Bari, Benevento, Pozzuoli, Nápoles, Salerno, Amalfi o el santuario de
San Miguel Arcángel en el monte Gargano. La última peregrinación, realizada
entre 1371 y 1372, la llevó a cruzar el Mediterráneo, en dirección a Tierra
Santa, lo que le permitió abrazar espiritualmente, además de tantos lugares
sagrados de la Europa católica, las fuentes mismas del cristianismo en los
lugares santificados por la vida y la muerte del Redentor.