EL PRINCIPIO DE FINALIDAD Y LOS FINES DEL MATRIMONIO


Prof. Dr. D. Javier Hervada
Arvo.net

 

 

El tema de los fines del matrimonio sigue siendo actual. Las aguas no acaban de serenarse y viejos errores vuelven a aparecer en el panorama actual de los matrimonialistas, fundados en interpretaciones del amor conyugal y de la persona humana, que distan de seguir las reglas de una hermeneútica canónica acorde con su naturaleza de ciencia sagrada, basada en la Sagrada Escritura y en el magisterio eclesiástico.

 


Pero sin llegar a tanto, pienso que buena parte de las teorías que se exponen tiene el defecto de no seguir con fidelidad el principio de finalidad. Preguntas como ¿qué es un fin? ¿qué influjo tiene el fin en el ser y en los actos? ¿cómo se relacionan los fines cuando en un ser o en una actividad se observan varios fines? parecen estar ausentes en una serie de propuestas, que, en consecuencia, conducen a afirmaciones tan llamativas, que están en contraste con elementales conclusiones del principio de finalidad.

Por eso en este trabajo, más que un estudio a fondo de los fines del matrimonio, me ha parecido mejor ofrecer una síntesis del principio de finalidad y sólo a modo de corolario dar unas breves conclusiones aplicables a los fines del matrimonio, con un estudio especial de la finalidad del acto conyugal.

 

I. EL PRINCIPIO DE FINALIDAD*

1. El sentido o finalidad. En el pensamiento moderno se ha solido oponer lo absurdo a lo racional. Lo absurdo es aquello que carece de sentido (el sin sentido). Cuando el filósofo existencialista entiende que el discurrir de la vida del hombre termina en la nada, llega —y con lógica implacable desde esa visión ciega a la trascendencia de la vida humana— a la conclusión de que la vida es un absurdo, pues un movimiento, un camino, una acción sin sentido son absurdos.

El sentido es la finalidad, o sea la dirección a un fin, entendiendo por fin no el mero final, el simple acabamiento —eso sería la nada y el sin sentido— sino la consumación, o sea el término en un objeto o la obtención de un resultado. El sentido es la dirección hacia un objeto o término —un objetivo—, que consiste en una cierta plenitud; ese objetivo es el que llamamos fin. Así, por ejemplo, la medicina tiene por fin la salud; recobrada la salud del enfermo, se termina la actividad médica, pero ese acabamiento no es un término en la nada, sino en una plenitud, que es la salud de quien estuvo enfermo. El escultor, al acabar de esculpir, habrá transformado una materia informe en una escultura. Por eso, la vida humana no es un absurdo, sino el curso de los días del hombre hacia los fines propios de su ser; cuando esa finalidad se cumple, la vida humana se consuma, o sea, es una vida llena de sentido, siendo en cambio, vacía, absurda o sin sentido, si no se orienta hacia su verdadera finalidad.

El sentido —o finalidad— es propio y específico del acto inteligente, de modo que pueden establecerse dos postulados: 1º) sin inteligencia no hay finalidad; 2º) sin finalidad no hay inteligencia.

a) En primer lugar, sólo la inteligencia es capaz de obrar por un fin, con un sentido. La razón es muy simple: obrar por un fin supone prever, captar lo que todavía no es (futuro), lo cual es imposible al conocimiento de naturaleza material por estar encerrado en el espacio y el tiempo (presente); de ello únicamente es capaz la facultad espiritual de conocimiento, esto es, la inteligencia. Por eso, cuando observamos un objeto dispuesto para una finalidad, lo atribuimos al hombre con certeza absoluta. Por ejemplo, si se encuentra un conjunto de materiales dispuestos para contener unos signos, los cuales narran una historia o una leyenda o pensamientos coherentes, no se nos ocurre plantearnos la posibilidad de que sea obra del azar; decimos que se ha descubierto una obra humana, de autor desconocido. Donde hay finalidad hay previsión y, por lo tanto, una inteligencia. De ahí que el mundo irracional, no inteligente, dotado de finalidad, sea necesariamente obra de una Inteligencia Trascendente, porque es imposible la finalidad sin inteligencia.

b) En segundo término, si un acto carece de finalidad no es obra de una inteligencia. En efecto, es propio de la inteligencia ver las cosas más allá de su materialidad, pues lo inmaterial es el objeto específico del conocimiento espiritual; lo cual comporta conocer las cosas en su esencia y sentido. Cuanto más inteligente es un conocimiento, tanto más ve las cosas en sus últimas causas y en su más profundo sentido. En consecuencia, si un acto o movimiento no es conocido por quien lo realiza, es evidente que no procede de la inteligencia del agente. Y si es conocido, pero el conocimiento no alcanza siquiera a la finalidad inmediata del acto, si no trasciende el acto mismo, es signo inequívoco de que se trata de un conocimiento inmerso en las dimensiones del tiempo, de la cantidad y del espacio; es un conocimiento meramente sensitivo, no inteligente. Por otra parte, el querer de naturaleza inmaterial —la voluntad— se caracteriza por tender a un objeto particular en tanto ese objeto participa del bien absoluto al que naturalmente tiende ese querer; en consecuencia, cualquier acto es querido por la voluntad en función de un objeto o bien ulterior, que trasciende el acto mismo y al que se orienta, es decir, en función de un fin conocido por la inteligencia, único conocimiento capaz de prever. Un acto sin finalidad, un absurdo, no es un acto racional ni voluntario.

c) De ahí puede enunciarse otro principio fundamental: todo agente inteligente obra siempre por un fin, con un sentido o finalidad. O en otras palabras, todo acto inteligente tiene un término al que se dirige y que constituye su razón de ser.

Esto, que es fácilmente experimentable en muchos actos, puede resultar de más difícil captación en algunos, como el conocer y el amar. Así, por ejemplo, puede parecer que el amor desinteresado carece de finalidad; sin embargo no hay tal, pues en estos casos el fin o término es la persona amada y su bien. Este ejemplo nos sirve para aclarar un malentendido que a veces puede producirse en torno a la finalidad; obrar por un fin no quiere decir obrar por interés o por egoísmo, sino no obrar en el vacío ni ciegamente, es decir, obrar en razón de aquello a lo que el acto se dirige.

Significa, en suma, obrar trascendiendo el acto mismo, lo cual es propio de la inteligencia y de la voluntad. De ahí se puede deducir otra conclusión: un acto realizado sin motivo —no movido por un fin— no es un acto inteligente ni un acto voluntario.

2. La finalidad como motivo e intención. Cuando se desconoce el autor de una acción —v.gr. un delito—, una de las preguntas fundamentales para averiguar su identidad es la de cuál fue el móvil o motivo de esa acción. Desde el motivo puede llegarse al autor. Esta regla elemental no representa más que la aplicación práctica del principio antes enunciado: todo ser inteligente obra por un fin; en consecuencia, conocida la finalidad o móvil de una acción, es posible conocer a su autor.

Puede observarse por lo que acabamos de decir, que la finalidad recibe también el nombre de móvil o motivo de la acción. En efecto, según hemos dicho repetidamente, el fin es lo que ejerce el atractivo o la atracción sobre la voluntad, moviéndola a obtenerlo; dicho de otro modo, el sentido de los actos es lo que mueve al ser inteligente a realizarlos. De esta forma el sentido o finalidad es causa de los actos, al ejercer sobre el ser inteligente una apelación o llamada; por eso el fin es causa impulsora: móvil o motivo del que obra.

Psicológicamente, el fin es captado (pre-visto) por la inteligencia y hacia él es atraída la voluntad; si decide alcanzarlo lo intentará, esto es, tenderá hacia él, poniendo por obra cuanto sea necesario para conseguirlo. Esta orientación de la voluntad hacia el fin previsto es lo que recibe el nombre de intención. La intención o intencionalidad preside la elección de los actos y su ejecución en cuanto dominada por la persona que obra; por eso, los actos humanos —como actos originales de la persona y bajo su dominio— se miden por la intención, que es tanto como decir que se miden por la finalidad prevista y querida. Cuando el resultado de un acto va más allá de lo previsto y querido, más allá (praeter) de la intención, se llama preterintencional.

Fácil es advertir, después de lo dicho, que el sentido o finalidad de los actos humanos representa un punto central para su conocimiento. El sentido señala la humanidad del acto (su procedencia de la inteligencia y de la voluntad), indica la intencionalidad (lo querido y perseguido por la voluntad) y delimita, en consecuencia, la responsabilidad.

3. La finalidad como principio regulador de los actos. Cuando el sentido de un ser o de una actividad no se cumple, hablamos de fracaso o de incapacidad, esto es, de un fallo. ¿Por qué? La razón es simple: es claro que para conseguir un fin, un objetivo, los medios utilizados y la actividad desple­gada deben ser proporcionados al fin u objetivo pretendidos. Así, por ejemplo, si los materiales utilizados para construir un edificio no tienen la resistencia adecuada —proporcionada— al peso y a las tensiones que deben resistir, el edificio se derrumbará.

Esta proporción es lo que hace capaz y apta a una acción para obtener el fin; así, pues, la finalidad actúa como principio regulador de los actos y se constituye en su regla o medida. Se trata, no de una regla o medida extrínseca, sino de un principio regulador intrínseco, que consiste en la ordenación del acto a su fin. Es sencillamente el orden intrínseco al acto, que preside su correcto desarrollo. Ejemplificando, la actuación de un actor será correcta o deficiente según sean o no adecuados —proporcionados— los gestos, la forma de recitar, etc., para representar ante los espectadores el papel asignado; gestos y forma de hablar, que serán distintos según se trate de teatro, cine o televisión.

De todo lo cual se deducen, entre otras, dos conclusiones:

a) El sentido o finalidad del acto es su principio especificador o diferenciador. Los actos se especifican por su fin, que es lo que determina su tipo o especie. Por ejemplo, ver un programa de televisión para distraerse es un acto de descanso; hacerlo para escribir su crítica en un periódico, es un acto laboral. Esto tiene no pequeña importancia en los actos jurídicamente relevantes, porque el fin distingue —junto con otros elementos— los tipos de actos, constituyendo su causa. V. gr., los contratos reciben distinto tratamiento según que su causa sea moral o inmoral; concertarse con un club para jugar al fútbol por diversión no genera contrato civil ni relación laboral, lo cual ocurre si la causa es una contraprestación económica (deporte profesional).

b) La perfección de un acto se mide por su finalidad. Si un acto no alcanza su finalidad específica, necesariamente se debe a que ha habido un fallo del acto —falta de proporción entre la actividad realizada y su fin— y, en consecuencia, el acto ha sido imperfecto. V. gr., si una cosa no se ve bien será o porque el ojo es defectuoso o está enfermo, o porque no se ha puesto la atención necesaria, o porque la distancia no es conveniente, etc. Desde otro punto de vista, una actividad y un acto serán tanto más perfectos cuanto mejor se adecuen a su finalidad o causa final. El mejor cantante de ópera puede resultar un fracaso como cantante folk y viceversa. Una consecuencia es clara: lo exigible por las leyes y por los contratos se regula por su causa o finalidad (junto a otros factores, si son del caso).

Según lo que acabamos de ver, para juzgar de un acto y comprender las reglas de su desarrollo debe acudirse a su finalidad, pues es ella la que proporciona los fundamentos del arte o de la virtud de realizarlo. Las artes y las virtudes, que son los hábitos del obrar, se especifican o distinguen por su objeto, que es tanto como decir por su finalidad. Y así el arte del herrero y el del tabaquero se distinguen por el producto, o sea por el fin; el arte del derecho se especifica por dar a cada uno lo suyo, mientras que el arte de la política se distingue por la conducción de la sociedad hacia sus fines: hacer leyes y aplicarlas para conseguir el interés general es arte político; interpretarlas y aplicarlas para que cada persona tenga lo que le corresponde es arte jurídico.

4. La concatenación de actos en relación a un fin. Puede ocurrir que la obtención de un fin sea el producto de un solo acto, como sucede con la visión; para ver basta que la imagen luminosa impresione la retina del ojo, es suficiente mirar. Pero muy frecuentemente, para conseguir una finalidad se requiere un conjunto de actos concatenados, sean de un mismo sujeto, sean de varios sujetos. Por ejemplo, para montar una empresa industrial hacen falta desde los primeros proyectos y la constitución de la sociedad industrial, hasta la construcción de la planta fabril y la contratación del personal. En estos casos, nos encontramos ante una concatenación de actos, que implican una concatenación de finalidades.

a) Cuando para obtener un fin se requieren diversas actividades, cada una de ellas tiene, además de ese fin común a todas, un fin o resultado propio que la especifica de modo inmediato; este fin se suele llamar fin próximo o inmediato. Pues bien, cada actividad, considerada en sí misma, es completa y perfecta en tanto obtiene su fin próximo e inmediato. En una fabricación en serie, cada fase del proceso fabril será en sí misma perfecta, si las piezas que fabrica están bien hechas. El contrato de constitución de una sociedad mercantil, si contiene todos los requisitos legales, será válido y creará las relaciones jurídicas que le son propias, aunque la sociedad no alcance el fin de obtener beneficios.

b) Pero estas diversas actividades —o actos— son parte de un complejo más amplio, pues se dirigen a un objetivo o fin ulterior, que se suele denominar fin mediato; y último si más allá no hay otro fin superior. Este fin ulterior o mediato es el superior principio de especificación, siendo el fin último el principio de especificación supremo. V. gr., una industria dedicada a fabricar baterías para coches pertenece a la industria del automóvil (aunque sea del tipo llamado auxiliar). Así, pues, tanto el fin próximo como el fin ulterior especifican a la actividad, mas el grado superior de especificación se recibe del fin ulterior; v. gr., la fabricación de motores de coches pertenece a la industria automovilísticay, en cambio, la fabri­cación de motores para embarcaciones pertenece a la industria naviera.

Esto tiene como consecuencia que los actos reciben del fin ulterior o último su superior o suprema regla u ordenación y su última razón de ser.

c) Que el fin ulterior o último proporcionan la regla superior o suprema de los actos es obvio, desde el momento en que el fin es el principio regulador de los actos; si un acto —una actividad— se dirige a obtener un fin inmediato que a su vez es medio para otro fin, ese fin inmediato debe ser proporcionado, apto o adecuado, para el fin ulterior; lo cual quiere decir que el acto está ordenado, dirigido, en última instancia, al fin ulterior o mediato. Por ejemplo, la fase de fabricación de motores de automóvil está subordinada al modelo que se está construyendo en cada momento: tal fase sería defectuosa si construyese magníficos motores para coches fórmula uno, cuando el proceso productivo se dirigiese a fabricar automóviles de pequeña cilindrada.

Esto se expresa en un principio fundamental: el fin inme­diato o próximo está subordinado al fin ulterior o mediato, y en supremo grado, al fin último. Entiéndase bien el principio: lo que con sub-ordinación quiere decirse es que el acto o actividad dotada de un fin inmediato será correcta, si hace posible, si contribuye a la finalidad ulterior o suprema; o sea si se acomoda a ésta. En otras palabras, la regla o proporción que el fin próximo imprime al acto debe ser adecuada para que el acto sea proporcionado al fin ulterior y, en última instancia, al fin último.

Como sea que el fin mediato o ulterior imprime una concreta especificación en el acto o actividad, la ruptura de la subordinación del fin inmediato al fin ulterior cambia la especie del acto o actividad; construir motores de coches fórmula uno no es una fase del proceso productivo de automóviles utilitarios de pequeña cilindrada. En otro orden de cosas, el médico que receta un veneno no realiza un acto médico, sino un asesinato o un acto de cooperación al suicidio. De ahí ese principio de que la ley injusta no es ley, porque falla su ordenación al bien común.

d) También el fin ulterior o supremo proporcionan la superior o suprema razón de ser a un acto o actividad, pues siendo el fin la causa motiva o razón de ser de los actos, en tanto el fin inmediato es medio para el fin ulterior o último, de ellos recibe su superior o suprema razón de ser. Siguiendo el ejemplo antes propuesto, cada fase del proceso industrial automovilístico recibe su razón de ser de la efectiva obtención del fin mediato, que es la construcción de automóviles. Si decayese la razón de ser de construir automóviles, decaería la razón de ser de cada una de las fases de la construcción, no tendría sentido que cada una de ellas siguiese produciendo. No tendría sentido, esto es, la desaparición del fin último anula la finalidad inmediata (ya no es fin, sino un sin sentido) y, en consecuencia, su razón de ser.

e) Es preciso, sin embargo, advertir que mientras el fin ulterior —en tanto que es posible obtenerlo— da siempre la superior razón de ser de un acto o actividad (este principio es universal), no siempre su desaparición como tal fin anula la razón de ser del fin inmediato. Que da siempre la superior razón de ser —en tanto que es posible— es claro, pues ello está contenido en la definición misma de fin. En cambio, por lo que atañe a la anulación de la razón de ser del fin inmediato por desaparición del fin ulterior como tal fin, hay que distinguir dos supuestos: 1º) Ocurre a menudo que el fin inmediato tiene razón de fin (todo su atractivo), esto es, tiene sentido, sólo en cuanto es medio para un fin ulterior; en este caso, toda su índole de fin se agota en su condición de medio. Por eso, decaída la razón de ser por causa del fin ulterior, decae toda su razón de ser. Una operación quirúrgica, v. gr., tiene siempre carácter de medio; toda su razón de ser estriba en la salud o en el cambio de aspecto. 2º) Pero sucede también que hay fines inmediatos o próximos que, sin dejar de tener la índole de medio para un fin ulterior, tienen un atractivo propio, un sentido no recibido de otro fin ulterior, por lo que poseen el carácter de fin por sí mismos y no sólo en relación con un fin ulterior; en estos casos, si no se obtiene el fin ulterior, los actos pueden seguir teniendo razón de ser. Por ejemplo, el estudio tiene la índole de medio para adquirir la capacidad para ejercer una profesión, pero posee a la vez la capacidad de satisfacer la natural tendencia a saber; por lo cual tiene razón de ser en el jubilado o en el que no va a ejercer la profesión. En estos supuestos, decaída la posibilidad de conseguir el fin ulterior, no decae toda la razón de ser de esos actos, pues aunque pierdan aquella razón de ser que viene del fin ulterior, no pierden aquella que proviene del fin inmediato.

f) Puede observarse, de este modo, una diferencia importante entre el principio de subordinación de fines y el de razón de ser. El principio de subordinación no admite excepciones, pues por ser el fin mediato principio de especificación afecta a la esencia del acto o actividad. Así, v. gr., la transformación de una industria de motores de automóvil en industria de motores de navegación cambia la especie de la actividad; de industria automovilista se trans­forma en industria naviera. En cambio, la razón de ser actúa como motivo y, por tanto, se sitúa en la relación del acto respecto del agente y no en la esencia misma del acto; por eso, mientras haya un motivo razonable, un sentido, el acto o la actividad tienen razón de ser, aunque decaiga alguna razón de ser, alguno de los motivos razonables para realizarlos.

El mantenimiento de la razón de ser en caso de fallo del fin ulterior tiene un límite: el sentido último de la vida humana. No hay fin inmediato o ulterior de la actividad humana que no reciba su sentido último del fin supremo de la vida humana; si el fin inmediato o mediato de un acto carece de sentido respecto del fin supremo de la vida humana, carece de toda razón de ser, carece de sentido: es el más verdadero y radical absurdo.

5. La finalidad objetiva y la finalidad subjetiva. a) Hasta ahora, cuanto hemos hablado del sentido o finalidad de los actos se ha referido a la finalidad objetiva (finis operis). ¿Qué quiere decir que la finalidad es objetiva? Finalidad o sentido objetivos quieren decir finalidad o sentido del acto mismo: aquella finalidad a la que el acto se dirige en virtud de su estructura objetiva. Así, por ejemplo, el fin de mirar es conocer visualmente un objeto, el fin de los actos médicos es la salud y el de un contrato de compraventa es otorgar la propiedad de un bien mueble o inmueble a cambio de un precio. Podemos, pues, describir el fin objetivo como aquel fin al que el acto —en su caso el ser— tiende en virtud de su estructura propia. En otras palabras, el fin objetivo es el resultado o efecto propio —inmediato y mediato— del acto en cuanto encierra en sí una virtualidad motivadora de la realización del acto.

b) Pero el hombre puede motivarse a realizar un acto —o una actividad— por causas —motivaciones— relacionadas con el acto, pero que no son lo que de motivador tiene la finalidad objetiva del acto. Ejemplificando, una persona puede comprar un solar con ánimo de aumentar su patrimonio inmobiliario o para cederlo a una obra de beneficencia; en estos ejemplos uno u otro ánimo son motivaciones —motivos— subjetivos, siendo el fin objetivo de una compra adquirir la propiedad de una cosa a cambio de un precio. A estos motivos distintos del sentido o finalidad objetivos del acto se les llama fines subjetivos.

c) Los fines subjetivos, por su propia índole, no están objetivamente en los actos, sino en quien los realiza; por lo tanto, no especifican el acto en su objetividad ontológica. El acto de ver una cosa es igual en cualquiera que vea, sea cual fuere el motivo subjetivo por el cual mira la cosa. Pero recordemos que nuestro objeto de estudio son los actos humanos, y ya hemos repetido que tales actos, en cuanto son actos personales, interesan precisamente en cuanto conocidos por la inteligencia y queridos por la voluntad; por lo tanto, la intención subjetiva —lo que busca la voluntad— interviene en la especificación del acto en cuanto humano, esto es, en el plano moral. En consecuencia, los fines subjetivos intervienen en la especificación de los actos humanos, cuando se trata de especies o tipos de actos diferenciados, no por su objetividad ontológica, sino por su moralidad. En moral la distinción fundamental de los actos es la de actos morales (o correctos) y actos inmorales; si bien hay actos inmorales por su propia índole (intrínsecamente inmorales), hay muchos otros en los que un acto será moral o inmoral según el fin o intención subjetivos del que obra, aunque esa intención o sentido subjetivos no intervengan en la objetividad misma del acto; y así un donativo por solidaridad es un acto de amor (acto moral o correcto), mientras que un donativo por vanagloria es un acto de ostentación (acto moralmente incorrecto).

En derecho, que requiere siempre actos externos y, por consiguiente, no juzga en principio de las intenciones subje­tivas, la incidencia del fin subjetivo suele ser escasa; sin descender a particularidades que escaparían de nuestro objeto, se puede establecer las siguientes reglas:

1ª) En derecho, el principio general —pero no universal— que rige en materia de fines subjetivos es el de la irrelevancia de esos fines o motivaciones. Una compraventa, por ejemplo, vale lo mismo y produce idénticos efectos, tanto si se realiza con ánimo de lucro, como si se hace con ánimo de bene­ficencia; un desahucio por impago de arrendamiento se ejecutará lo mismo si el arrendador lo solicita como un acto de administración y disposición de su patrimonio, que si se mueve por odio al arrendatario. El ámbito jurídico es el de los actos externos y es principio general de la vida jurídica no juzgar de las intenciones subjetivas.

2ª) Este principio general no es universal, porque a veces también el derecho tiene en cuenta los fines o intenciones subjetivas. Cuando el acto tiene un componente moral que entra en la especificación del acto, es decir, cuando el acto se especifica, además de sus fines objetivos, por su condición de acto moral, en ese caso, la intención subjetiva puede condicionar el tratamiento jurídico del acto. Así ocurre con los delitos en los que uno de sus elementos de especificación (aquello por lo que el acto es delito) es el de constituir una injusticia formal (sea contra la justicia conmutativa, distributiva o legal). En estos casos, como el derecho juzga del acto en su formalidad moral —no como pecado, entiéndase bien, sino como injusticia formal— puede tomar en consideración la intención o fin subjetivos; v. gr., el hambre, como motivo del hurto de alimentos —fuera del caso de extrema necesidad, en el que no hay hurto, porque en extrema necesidad todos los bienes son comunes—, puede constituir una atenuante, como puede serlo el motivo patriótico —aunque se considere equivocado— en los delitos de rebelión o sedición. En otro orden, un acto jurídico en sí mismo lícito y válido, puede transformarse en ilícito y, aun ser nulo por ley, cuando se hace con intención fraudulenta.

d) El principio fundamental que rige las relaciones entre fines objetivos y fines subjetivos es el de la subordinación de los fines subjetivos a los fines objetivos. Al enunciar este principio no nos movemos en el plano de la moralidad —en el cual también rige, aunque con modulaciones un tanto diversas— sino en el plano psicológico o, si se prefiere, en el de la ontología de los actos. Quizás un ejemplo pueda servir para explicar el sentido de este principio. El fin objetivo de una compraventa es, como hemos dicho, intercambiar la propiedad sobre una cosa por una cantidad de dinero, esto es, un inter­cambio. Supongamos que una persona no desea desprenderse de la cantidad de dinero necesaria para comprar la cosa que también desea tener, lo cual significa que prefiere —quiere más— la cantidad de dinero que la cosa. Si no tiene un fin subjetivo más poderoso que su deseo de conservar ese dinero, renunciará a la compra. Pero si tiene ese fin subjetivo más poderoso, puede adoptar dos actitudes. Una es la de aceptar —aunque sea con disgusto— el intercambio, en cuyo caso efectuará la compraventa, lo cual implica subordinar el fin subjetivo al fin objetivo, esto es, tender al fin subjetivo a través del fin objetivo de la compraventa. Como puede verse, subordinación no quiere decir —en el plano psicológico, no hablamos del plano moral— preferir el fin objetivo sobre el fin subjetivo, sino respetar y aceptar el fin objetivo como vía para obtener el fin subjetivo.

La otra actitud es la de rechazar el intercambio y querer obtener la cosa sin entrega de dinero; en tal caso, la persona puede seguir varias vías: obtener la cosa en donativo, hurtarla o robarla, simular la compraventa defraudando al vendedor, etc. Ninguno de estos actos es una compraventa real y verdadera: el acto o actividad desplegados son otra cosa, aunque alguno de estos actos tenga la apariencia de compra­venta. El rechazo de la subordinación del fin subjetivo al fin objetivo conduce necesariamente a un cambio o alteración esenciales de los actos realizados.

De ahí se deduce una conclusión clara: cuando un sujeto se mueve a realizar un acto por un fin subjetivo, su intención debe contener la finalidad objetiva de ese acto, pues de lo contrario necesariamente lo alterará.

6. Finalidad y ocasión. Junto a la finalidad existen diversos factores de los actos humanos que pueden confun­dirse con ella; por eso resulta de interés hacer una breve referencia a esos otros factores.

El primero del que trataremos es la ocasión. Se dice que un acto es ocasión de otro acto, cuando hace propicia su reali­zación; en otras palabras, cuando un acto ofrece la oportunidad de hacer otro acto. No es raro que a la oportunidad se una un elemento inductor, de modo que el acto que es ocasión induzca o motive a hacer aquello de lo que es ocasión; de ahí la posibilidad de confundir la ocasión con la finalidad. Es bien sabido —se trata de un ejemplo— el influjo por mimetismo que tienen las conductas de unos hombres sobre otros; en este caso, el obrar de unos es ocasión del obrar de otros. La ocasión y la finalidad se distinguen en que el factor ocasional del acto es extrínseco a él, no intrínseco como lo es el sentido o finalidad, pero la diferencia fundamental reside en que la ocasión no es el fin buscado, sino lo que propicia realizar una actividad, que tiene su propio fin. Así, quien imita en el vestir a otros, que se tienen por ejemplo del buen vestir, es inducido por el ejemplo, pero su fin subjetivo no es la imitación sino la elegancia.

En derecho puede establecerse como regla general que la ocasión no genera responsabilidad, pero esta regla tiene dos excepciones: 1ª) Cuando exista el deber de evitar el acto que produce la ocasión; v. gr., si se produce un robo de armas con ocasión de la negligencia en su custodia, los guardianes, aunque no cometen el delito de robo, son responsables de la sustracción, porque su deber era evitarla. 2ª) Cuando se trate de una ocasión buscada, si bien en este último supuesto, la inducción ocasional se transforma en fin subjetivo y puede cambiar la especie del acto; así, quien sabe que paseando con una bandera autorizada —acto, pues, de suyo lícito— puede ser ocasión de un tumulto y realiza esa acción con la intención de que se produzca el tumulto, ya no se limita a generar una ocasión, sino que su acción constituye una provocación, tipificada por el fin subjetivo propuesto.

7. Fin y presupuestos. Un acto es presupuesto de otro, cuando posibilita su realización, sin que entre uno y otro acto exista un nexo de finalidad. Por ejemplo, para cometer un delito puede ser necesario conocer el oficio o arte de fundir metales, mas el oficio de fundidor no tiene por fin el robo. La regla que rige en estos casos es el de la irresponsabilidad de quien proporciona el presupuesto, salvo que, actuando con conocimiento de la acción ulterior, tenga o el deber de evitarla, o la intención de contribuir a que se realice; en este segundo supuesto, la índole de presupuesto desaparece, pues surge un nexo de finalidad, y se transforma en fin, con las conse­cuencias inherentes a ello. Así, quien acude a una armería autorizada para comprar una escopeta de caza con el fin de cometer un atraco, no hace responsable de su delito al vendedor, salvo que éste, conociendo el destino del arma, realice la venta; y si el armero la vende precisamente para proporcionar el arma delictiva, se hace corresponsable del robo, pues entonces la venta tiene como fin ese delito y deja de ser un mero presupuesto, para cambiarse en auxilio directo al delito.

8. Los efectos secundarios. Reciben el nombre de efectos secundarios aquellos resultados directos de un acto que, por no ser objetivamente motivadores, no tienen el carácter de fin. Si fuesen motivadores, serían fines objetivos. Lo característico de los efectos secundarios es el de tratarse de efectos propios del acto (están dentro de su objetiva causalidad directa), al igual que los fines objetivos; pero no son fin, porque no mueven a actuar al carecer de la índole de bien atractivo, o incluso pueden ser efectos no deseados por ser dañosos. Por ejemplo, suministrar un antibiótico que produce sordera a un enfermo cuya vida sólo puede salvarse por medio de ese antibiótico; la sordera será un efecto directo del medicamento, efecto sabido y consentido; pero es un efecto no deseado ni motivo de la medicación, por lo cual es un efecto secundario.

La regla que rige los actos que, además de su fin, tienen efectos secundarios es la regla de los actos de doble efecto que no es del caso tratar de ella. Baste advertir aquí que los efectos secundarios, si pasan a ser motivo de la acción, se convierten en fines objetivos y, por lo tanto, la especifican; así, el médico que suministrase a quien no lo necesita el antibiótico antes mencionado con el fin de producirle la sordera, no realizaría un acto médico, sino un delito de lesiones, o dicho de otro modo, no actuaría como médico (las artes, decíamos, se especifican por su fin, en este caso la salud), sino como delincuente.

9. Los efectos concomitantes. Distintos de los efectos secundarios, aunque a veces puedan confundirse con ellos, son los efectos concomitantes. Se trata de efectos que acompañan normalmente al acto —a la actividad—, pero sin ser su fin objetivo ni resultado directo suyo. Por eso pueden llamarse también efectos indirectos o colaterales. Por ejemplo, el nacimiento de un hijo produce alegría y gozo en los padres; esta alegría no es el fin objetivo de la generación humana, sino un efecto concomitante suyo. Una medida de gobierno dirigida a evitar la inflación puede producir disgusto entre los financieros; el disgusto no es el fin de esa medida, sino un efecto concomitante.

Características de los efectos concomitantes son las siguientes: a) Por no pertenecer a la causalidad directa del acto, nunca son fines objetivos; si motivan el acto lo hacen sólo como fines subjetivos. b) Por esta razón, no especifican objetivamente el acto, de modo que pretender convertir estos efectos en fines objetivos sólo es posible transformando esencialmente el acto y, en consecuencia, cambiando su especie. V. gr., si se quiere obtener el placer que produce el comer, sin que sea alimentación, sólo es posible tomando sustancias que exciten el sentido del gusto sin tener ningún valor nutritivo o devolviendo el alimento ingerido; mas si esto se hace, el acto de comer no pertenece ya a la nutrición, sino sólo a la excitación de las papilas gustativas. c) De lo dicho se infiere también que los efectos concomitantes no se rigen por la regla de los actos de doble efecto, sino por la de subordinación de estos efectos a los fines objetivos. Quien realice el acto movido por los efectos concomitantes —en cuyo caso esos efectos actuarán como fines subjetivos— debe respetar la finalidad objetiva, o de lo contrario destruirá la esencia misma del acto, según vimos antes.

10. La utilidad funcional. Las cosas en general, y los actos humanos en particular, pueden tener utilidades que no son aquel específico fin que les es propio, ni efectos concomitantes suyos. Una mesa puede utilizarse como improvisado pedestal, o el matrimonio puede servir para adquirir una determinada nacionalidad. Estas utilidades funcionales no especifican los actos ni de ellas provienen principios o reglas intrínsecas. Puede ocurrir que actúen como fines subjetivos, siendo entonces aplicables las reglas ya expuestas.

 

II. LOS FINES DEL ACTO CONYUGAL

1. El don mutuo, unión en la carne de dos personas, varón y mujer, que como acto interpersonal tiene por naturaleza una estructura anímico-corpórea, es aquel acto por el cual marido y mujer se expresan como una caro, una sola carne. Esta unitas carnis tiene una dimensión espiritual; cuando se realiza según naturaleza expresa y manifiesta la inclinación unitiva que procede del amor conyugal: ser los dos en uno como tendencia del corazón. Y se logra ser una sola carne a través de la estructura natural del acto: la efusión del semen masculino en el vaso femenino, lo cual representa una commixtio, una mezcla de sexos, que es donación-acogida. Es, pues, un acto de amor, una expresión del amor conyugal, con una dimensión unitiva, que tiene una hondura, como no conoce ningún otro amor humano. Sólo el amor divino (Cuerpo Místico de Cristo, inhabitación de la Trinidad en el alma) conoce una unión amorosa más profunda.

También tiene el acto conyugal una dimensión corpórea, no menos interpersonal que su dimensión espiritual. Es, en efecto, el acto conyugal un acto con una estructura corporal biológico-fisiológica, que ya hemos indicado: es el acto de fecundación de la mujer por el varón. Consiste en el acto por el cual comienza el proceso de transmisión de la naturaleza humana por parte de los esposos a un nuevo ser humano: el posible hijo. Esta unión carnal es unión de dos personas, que son cuerpo y alma en una unidad inescindible: por eso la dimensión corpórea tiene una dimensión personal, que sólo analógicamente puede compararse con la cópula generativa del reino animal.

Dimensión amorosa unitiva y dimensión generativa se hallan fundidas en un solo acto y son inseparables. La misma fecundación es donación-entrega y recepción amorosas, expresión del amor conyugal, que por ser pleno y total, abraza la entera persona de los esposos, en la cual, por ser sexuados, la potencial paternidad y la potencial maternidad está natural e indeleblemente impresa.

Por limitaciones de lenguaje y para ofrecer una mejor comprensión del don mutuo, se suele hablar de dos significados suyos: el unitivo y el fecundativo. En la realidad de la estructura anímico-corpórea de la persona sexuada, el acto conyugal aparece con un solo significado objetivo, que es el unitivo, el cual comprende en sí el fecundativo, pues la unión que causa el acto, la una caro, se produce precisamente por la dimensión fecundativa: por ella son una caro. Desde el punto de vista corpóreo, el acto de unión es el acto de penetración del miembro viril en la vagina femenina y la efusión del semen: éste es el acto amoroso de unión en una caro y éste es el acto fecundativo.

2. Veamos ahora este acto conyugal desde el punto de vista de la finalidad. Es un acto de amor y, por ello, está ordenado a la procreación, según las claras, precisas y expresas enseñanzas del magisterio eclesiástico y, dentro de él, del Concilio Vaticano II: «Matrimonium et amor coniugalis indole sua ad prolem procreandam et educandam ordinantur» (const. Gaudium et spes, 50: «El matrimonio y el amor conyugal por su naturaleza se ordenan a procrear y educar la prole»).

Como hemos visto, hablar de fin es hablar de ordenación, de razón de ser y de razón de bien, a la vez que de causa formal, porque los actos se especifican por su fin. Como se trata de hablar de los fines objetivos —o fines operis en la terminología de la Escuela— la pregunta que se nos ofrece es ésta: ¿qué efectos produce el acto conyugal, que por su razón de bien se constituyen en fines?

3. Comencemos con el bien de los cónyuges. Hay una serie de efectos que no son fines. Así la sedación del instinto, el placer y el fomento del amor conyugal son efectos, pero efectos concomitantes si recordamos lo que más arriba quedó escrito sobre tales efectos y su diferencia con los fines. El único efecto que tiene razón de fin respecto de los cónyuges es el de expresarse y manifestarse como una caro, en cuanto unión amorosa, que tiene como efecto concomitante el mantenimiento y el fomento del amor mutuo. Es lo que suele llamarse el aspecto unitivo del don mutuo.

En la situación actual de la naturaleza caída —aunque redimida— el acto conyugal tiene un segundo fin, que le da razón de ser y de bondad, un fin que en los últimos tiempos suele silenciarse, como si fuese algo vergonzoso e inadecuado a la persona humana. Se olvida que la persona humana tiene una naturaleza caída y la sexualidad es una de las dimensiones del ser humano en que más aparecen los efectos del pecado original. Lo cual es perfectamente observable en una sociedad como la de nuestro tiempo, de una sexualidad desenfrenada. El fin al que se alude es el remedium concupiscentiae, un bien de los cónyuges que les ofrece el acto conyugal. Se trata de la regulación del instinto sexual a través del uso honesto del matrimonio, de modo que, encontrando cada cónyuge en el otro el bien del amor en todas sus dimensiones, se eviten los desórdenes extramatrimoniales.

4. Por último, es evidente que el acto conyugal se ordena a la procreación. Su estructura natural no es otra que la del acto de fecundación de la mujer por el varón, que pone en ejercicio el aparato reproductor de los cónyuges.

5. Vistos someramente los fines del acto conyugal, se trata de ver la relación entre ellos. La cuestión la plantea lo que ya se vio al hablar del principio de finalidad cuando hay una pluralidad de fines. Lo que es claro es que no puede tratarse de fines desvinculados o paralelos, porque esto no lo admite la unidad del ser. El fin, decíamos, es principio de especificación y, por ello es causa formal de los actos. Si admitiésemos una desvinculación o paralelismo entre los fines diversos se llegaría al absurdo de admitir varias causas formales o varias especies para un mismo acto. La causa formal o la especie es siempre una y es imposible que así no sea, ya que uno de los trascendentales del ser es la unidad.

Los dos fines enunciados en primer lugar, según toda la tradición magisterial, dan una razón de ser y de bondad al acto conyugal, que es suficiente para preservar la honestidad del acto y su licitud moral. Tan es así, que en este principio se ha fundado siempre la validez del matrimonio de los estériles y la honestidad de sus relaciones conyugales. En esta misma razón de ser y de bien se funda la licitud del uso del matrimonio en los períodos agenésicos.

De la razón de ser y de bondad del acto conyugal por razón del fin generativo apenas hace falta hablar. La estructura natural del acto conyugal es la del acto reproductor de la especie humana y por lo tanto es evidente que el fin generativo da al acto conyugal plena honestidad y licitud.

Esto supuesto, el fin amoroso-unitivo y el fin del remedium concupiscentiae son por naturaleza los fines inmediatos del acto conyugal; son, en efecto, fines que se obtienen de modo directo e inmediato por dicho acto sin necesidad de ulteriores procesos o actos. Ambos son, en este sentido, especificantes, en cuanto personalizan el acto conyugal, esto es, lo hacen propio de dos personas humanas en su total sentido anímico-corpóreo. Pero no lo especifican ni son su causa formal en cuanto a la estructura natural del acto, que es justamente lo propio del fin generativo. Este fin es el fin superior o último, el que da la especificación última y, sobre todo, la causa formal del acto conyugal: el acto conyugal por el que los esposos se expresan y manifiestan como «una caro» es el acto natural de la persona-varón que fecunda a la persona-mujer, es el acto de fecundación, ordenado por lo tanto a los hijos. Así se explica lo que enseña el Concilio Vaticano II —en línea con todo el magisterio precedente—, a saber que el matrimonio y el amor conyugal se ordenan a la prole.

En lo que al acto conyugal respecta, hay que distinguir entre fines inmediatos y fin último, ordenados los primeros al segundo. En definitiva, por lo que al acto conyugal respecta es evidente que el fin generativo es su factor especificador superior y último y su causa formal. Si evidente es esto, más evidente es que el acto conyugal no recibe su causa formal de los fines inmediatos y que su causa formal única, determinante de su estructura natural es el fin generativo. Por lo tanto, el amor conyugal —del que es expresión personalizadora el acto conyugal— y el remedium concupiscentiae están esencialmente marcados y ordenados al fin generativo. El amor conyugal —por su índole o naturaleza como dice el Vaticano II— está ordenado a la generación de los hijos.

Por eso Juan Pablo II ha dicho: «La dottrina della Costituzione «Gaudium et Spes», come pure quella dell'Enciclica «Humanae Vitae», chiariscono lo stesso ordine morale nel riferimento all'amore, inteso come forza superiore che conferisce adeguato contenuto e valore agli atti coniugali secondo la verità dei due significati, quello unitivo e quello procreativo, nel rispetto della loro inscindibilità.

In questa rinnovata impostazione, il tradizionale insegnamento sui fini del matrimonio (e sulla loro gerarchia) viene confermato ed insieme approfondito dal punto di vista della vita interiore dei coniugi, ossia della spiritualità coniugale e familiare» (Alocución Continuiamo de 10.X.1984; en «Enchiridion Familiae», 4200).

6. Esto trae una serie de consecuencias:

1.ª El acto conyugal, como expresión y manifestación que es de ser los esposos una caro, no es lícito ni honesto fuera del matrimonio. La relación sexual extramatrimonial es una falsedad y una inautenticidad. Las relaciones extramatrimoniales —fornicarias o adulterinas— son gravemente inmorales.

2.ª Falsear o destruir la causa formal del acto conyugal, como el uso de preservativos, la cópula demediada, el onanismo, la sodomía, la masturbación y la bestialidad constituyen graves degradaciones del amor varón-mujer, son despersonalizantes y constituyen verdaderas aberraciones.

3.ª Usar del matrimonio con mentalidad e intención antinatalista constituye un grave desorden moral y una degradación del amor conyugal.

4.ª Privar al acto conyugal de su posibilidad procreadora por cualquier medio, sea quirúrgico, mecánico o químico, es atentar a su causa formal, degrada el amor conyugal y si se llega al aborto o al infanticidio se comete además un crimen contra la vida humana.

 

III. LOS FINES DEL MATRIMONIO

1. De acuerdo con Gen 2, 18-24 y la const. Gaudium et spes (n. 48), el matrimonio es la comunidad que forman varón y mujer unidos en las potencias naturales del sexo formando una unidad en la naturaleza (una caro) que es a la vez una comunidad de vida y amor.

Esta comunidad de varón y mujer es la sociedad primaria y nuclear de la Humanidad: el núcleo fundacional de la familia, primera expresión de la socialidad humana: «At Deus non creavit hominem solum: nam inde a primordiis masculum et feminam creavit eos (Gen 1, 27), quorum consociatio primam formam efficit communionis personarum. Homo etenim ex intima sua natura ens sociale est, atque sine relationibus cum aliis nec vivere nec suas dotes expandere potest» (const. Gaudium et spes, 12)[1][1].

Primer núcleo de la sociedad humana, comunidad primera y primaria en el orden de la socialidad humana, la communitas coniugalis (cfr. const Gaudium et spes, 47) es una institución (cfr. ibidem) social, variis bonis et finibus praeditae (cfr. const. Gaudium et spes, 48). Como comunidad que es (societas en sentido amplio), el matrimonio se especifica por sus fines. De ellos diremos a continuación algunas palabras.

2. Y lo primero que hay que ver es cuáles son esos fines. El Concilio Vaticano II, siguiendo una larga tradición que arranca de la Patrística, nos habla de dos fines: la mutua ayuda y la procreación: «Indole autem sua naturali, ipsum institutum matrimonii amorque coniugalis ad procreationem et educationem prolis ordinantur iisque veluti suo fastigio coronantur. Vir itaque et mulier, qui foedere coniugali iam non sunt duo, sed una caro (Mt 19, 6), intima personarum atque operum coniunctione mutuum sibi adiutorium et servitium praestant» (const. Gaudium et spes, 48)[2][2].

Si a la luz del Concilio interpretamos el c. 1055, que afirma que el matrimonio es un consorcio de toda la vida ordenado por su propia índole natural al bien de los cónyuges y a la generación y educación de la prole, resulta obvio que el bien de los cónyuges comprende la mutua ayuda y el mutuo servicio. Estamos en plena tradición que arranca de los datos bíblicos, la Patrística y la tradición doctrinal y magisterial. 

Los datos bíblicos son luminosos al respecto y no ofrecen especiales dificultades hermenéuticas. El texto clave es Gen 2, 18-24: «Dixit quoque Dominus Deus: "non est bonum esse hominem solum; faciam ei adiutorium simile sibi"… et aedificavit Dominus Deus costam, quam tulerat de Adam, in mulierem et adduxit eam ad Adam»[3][3]. No es bueno que el hombre esté sólo; la persona humana es social por naturaleza, con una esencial apertura al otro por el amor y la cooperación en tareas comunes. Ante la soledad del primer varón, Dios se propone (intentio; causa de la institución social) darle una ayuda (adiutorium), y esa ayuda es una mujer. Ambos se unen como esposos formando el primer núcleo familiar, la primera comunidad conyugal, basada en la mutua ayuda y, por la diferenciación sexual, en la generación y educación de los hijos. No puede negarse por evidente la relación entre el ser necesitado de Adán (no es bueno que esté solo) y Eva como ayuda. Pero Eva también necesita del varón, por lo que la ayuda es mutua. Éste es el bien de los cónyuges al que está ordenado el matrimonio, a la luz inerrante de la Sagrada Escritura. Esta mutua ayuda hay que interpretarla como la propia de una comunidad de vida y amor, como una relación interpersonal para el mutuo perfeccionamiento material y espiritual, a la vez que de participación en la tarea común que entraña el matrimonio: la familia, esto es, el hogar, los hijos, las necesidades de la vida personal y privada, etc.

La mutua ayuda es el bien de los cónyuges, que aparece en la primera institución del matrimonio, ante peccatum. Pero en el estado del hombre post peccatum está presente en la Sagrada Escritura un segundo bien de los cónyuges relacionado con las consecuencias del pecado original. Así se deduce de 1 Cor 7, 1-8: «De quibus autem scripsistis, bonum est homini mulierem non tangere; propter fornicationes autem unusquisque suam uxorem habeat, et unaquaeque suum virum habeat… Dico autem innuptis et viduis: Bonum est illis si sic maneant sicut et ego; quod si non se continent, nubant. Melius est enim nubere quam uri»[4][4]. Es el remedium concupiscentiae, cuyo sentido es el de encontrar en el propio esposo y en la propia esposa la plenitud del amor conyugal y su expresión en el don mutuo, de modo que se viva la castidad conyugal, evitando las relaciones extramatrimoniales. Es a la vez un fin educativo, que coadyuva a la necesaria ascesis para que el matrimonio sea una verdadera comunidad de amor. Por lo tanto, defiende a la vez el amor conyugal y la ordenación a la prole. Una concepción personalista del remedium concupiscentiae, lo sitúa dentro del bien del perfeccionamiento espiritual y de fortaleza ante las heridas del pecado original. A la luz de 1 Cor 7, 1-8 no puede negarse que el bien de los cónyuges como fin del matrimonio comprenda la regulación del instinto sexual a través de las relaciones interconyugales, fin que tradicionalmente ha recibido el nombre de remedio de la concupiscencia. Esta tradición arranca de los Santos Padres y llega hasta nuestros días ininterrumpidamente.

3. Veamos ahora la relación entre los fines del matrimonio, siguiendo lo escrito en el c. 1055: ordenación al bien de los cónyuges y ordenación a la generación y educación de los hijos. Se sobreentiende que en el bien de los cónyuges incluimos la mutua ayuda y el remedio.

El bien de los cónyuges son unos fines que se obtienen por el mismo matrimonio, esto es, por la vida matrimonial que hace a los cónyuges una comunidad de vida y amor. Es decir, el matrimonio contiene en sí cuanto es necesario y conveniente para la obtención de esos fines. Son, pues, fines inmediatos y de ellos el matrimonio recibe suficiente razón de ser y de bondad. Son fines esenciales como ordenación del matrimonio a ellos: comportan una ordinatio ad fines esencial. Pero hay una diferencia entre el fin de la mutua ayuda y el del remedium. El fin de la mutua ayuda es causa formal inmediata del matrimonio, de modo que es origen de una serie de derechos, deberes y principios en su estructura jurídica, además de deberes y obligaciones morales que escapan al derecho. En todo caso, de la mutua ayuda se originan factores de su estructura jurídica.

En cambio, el remedium no es causa formal del matrimonio; es un finis superveniens que da justificación y reglas morales para la relación amorosa entre los cónyuges y para el uso del matrimonio. Pero no da origen a ningún derecho o deber jurídico, que no exista en el matrimonio por causa de la mutua ayuda o la generación y educación de los hijos. No es causa formal.

4. El fin de la generación y educación de la prole, como es sabido, no es fin inmediato del matrimonio, pues aunque los hijos se conciben en el matrimonio a través del don mutuo, éste es sólo la primera fase del proceso generativo, que es enteramente matrimonial, porque, como dijera Santo Tomás, el fin del matrimonio es el hijo educado. El fin procreador es fin último y mediato del matrimonio. Es fin mediato porque se obtiene a través de los fines inmediatos, esto es, en el seno de la comunidad conyugal, no fuera de ella ni paralelamente a ella. Es fin último, porque la comunidad conyugal está ordenada a engendrar y educar a los hijos en su seno. Esto es lo que significa que el matrimonio es el núcleo de la familia. Padres e hijos forman la familia nuclear, porque los cónyuges forman familia destinada a acoger y educar a los hijos, engrandeciendo así la familia de los hijos de Dios: la familia de Dios. «Unde verus amoris coniugalis cultus —leemos en la const. Gaudium et spes, 50— totaque vitae familiaris ratio inde oriens, non posthabitis ceteris matrimonii finibus, eo tendunt ut coniuges forti animo dispositis sint ad cooperandum cum amore Creatoris et Salvatoris, qui per eos Suam familiam in dies dilatat et ditat»[5][5].

El fin generativo es causa formal del matrimonio, porque da origen al derecho al acto conyugal recto («modo humano»), al derecho de no hacer nada contra la prole y al derecho-deber mutuo de recibir y educar a los hijos.

Ya hemos visto antes que cuando hay una relación de fin inmediato y fin último, este da la superior razón de bien y de ser de una actividad o ser compuestos. Así, no hay paralelismo o desvinculación entre el bien de los cónyuges y el fin procreador. Los fines inmediatos están ordenados al bien de los cónyuges, pero reciben una superior ordenación al fin generativo. El bien de los cónyuges está ordenado al bonum prolis. A su vez, no pudiendo existir causas formales —la forma en sentido aristotélico— múltiples y desvinculadas, como ya hemos visto, el bonum prolis es la superior causa formal del matrimonio, que lo especifica en último término, y ordena —modela, por así decir— toda la comunidad conyugal y, por lo tanto, el bonum coniugum.. Lo cual significa que, en última instancia, la comunidad conyugal de vida y amor se ordena a engendrar y educar a los hijos; esto es, a constituir una familia. Eso quiere decir que el amor conyugal es un amor fecundo, que no se cierra en los esposos, sino que tiene una esencial apertura a los hijos. Lo indica la misma estructura del amor conyugal, que lleva a los esposos a manifestarse y expresarse como una caro en el acto conyugal, que, como veíamos, es el acto fecundativo. Esto es una consecuencia del amor conyugal, que es pleno y total y, por consiguiente, abraza al varón y a la mujer en toda su dimensión de virilidad y feminidad, que son potencial paternidad y potencial maternidad, aunque no sólo sean eso. Manifestándose y expresándose como una caro en el don mutuo, los esposos al engendrar, se hacen realmente una caro en el hijo, producto de la fusión de sus gametos respectivos.

Procrear y educar hijos es calificado por el Vaticano II, como officium, deber, y como munus, misión, de los cónyuges, que son así cooperadores del amor de Dios Creador (cfr. const. Gaudium et spes, 50). Por lo tanto, el bonum prolis no es solamente una posibilidad dejada al arbitrio de los esposos («non ad arbitrium suum», ibidem), sino una dimensión de responsabilidad que surge de la ordenación del matrimonio y del amor conyugal (por consiguiente, del bonum coniugum) a la finalidad procreativa y educadora (formadora de la familia). No son, en consecuencia, honestas ni rectas las actitudes antinatalistas y contraceptivas, tan extendidas en el mundo de hoy.

En suma, el bonum prolis es el fin último y superior del matrimonio. Podemos terminar así con las autorizadas palabras ya citadas del Concilio Vaticano II: «Matrimonium et amor coniugalis indole sua ad prolem procreandam et educandam ordinantur» (const. Gaudium et spes, 50).

Pamplona, 30 de septiembre de 1999.