Capítulo XIV
La ética o filosofía moral
 

 

Por Santiago Fernández Burillo

 

La ciencia moral (1)

I. El objeto de la moral
II. Distintas concepciones morales
III. La ciencia moral







I. El objeto de la moral


El hecho moral

Ortega solía decir que el hombre no recibe la vida hecha, sino por hacer, como un quehacer y un encargo; a lo largo del tiempo obramos, cumplimos fines y nos forjamos un carácter. Tan cierto es así que todos creen tener el conocimiento adecuado de lo que está bien y lo que está mal, de lo debido y lo indebido, etc.
Salta a la vista que la moralidad es un hecho humano, antes que una teoría. Todos son capaces de enjuiciar acciones, propias y ajenas; todos saben por experiencia qué es la voz de la conciencia y su autoridad, el sentido del deber, del mérito o de la culpa; todos usamos el lenguaje para elogiar, censurar, recomendar, etc.; a todos nos admira el heroísmo y nos indigna y entristece el crimen.

Los tratados de filosofía moral proponen la distinción entre bien físico y bien moral; todo el mundo sabe, desde la niñez, que no es lo mismo lo que se puede hacer (físicamente) que lo que es lícito hacer (moralmente). La experiencia del conflicto y de la norma aparece en los juegos infantiles: los niños no pasan por alto las trampas ni las mentiras, si les perjudican, y poseen capacidad de indignación ante ellas incluso cuando no les perjudican. En la niñez se capta la verdad de la máxima: «No hagas a los demás lo que no quieres que te hagan a ti». Sin esa experiencia, no se entendería la literatura ni la historia y, al revés, porque la experiencia moral existe, podemos comprender, salvando distancias, al autor de pinturas rupestres y a los héroes de Homero, de Eurípides, de Heródoto, de la Biblia, tan lejanos en el tiempo y formas de vida. Tenemos en común las nociones elementales de la moral, mediante las que interpretamos y enjuiciamos, proyectamos y evaluamos; gracias a esa experiencia la vida nos resulta inteligible, la razonamos y la explicamos: ante nuestra propia conciencia y ante los demás.
Por una parte, pues, todos tienen conciencia moral y la usan para entender la vida, para juzgar lo que se hizo o planear lo que se hará. Se trata de un hecho universal y humano; así pues, la primera función de la moral es dar razón de los actos: explicarlos, proyectarlos y enjuiciarlos.


Moral y conflicto de ideas

El hecho moral incluye el conflicto entre hombres, conductas e ideas. No todos ven las cosas igual. El conflicto no es sólo de acciones, sino también de concepciones. A Heródoto le extrañaba que los persas no enterraran a los muertos, sino que los expusieran a las aves de rapiña; lo que para el griego era la mayor impiedad, para otros era lo justo. El choque cultural se produjo ya en la antigüedad. También la diversidad de escuelas filosóficas; Sócrates y la Academia ponían la felicidad humana en la virtud, mientras que los seguidores de Epicuro la ponían en el placer y los estoicos en la apatía, o imperturbabilidad de ánimo. ¿Qué se debe hacer? ¿A quién escuchar y seguir?

Cuando Descartes planeó su duda universal como método, cayó en la cuenta de que es imposible abstenerse de actuar a la vez; ahora bien, puede que la vida tolere abstenerse de opiniones, pero no de actuar. Formuló una «moral provisional» y se comprometió a seguirla como código de conducta, hasta que una filosofía sólida le permitiera formular su «moral definitiva». El planteamiento de Descartes es sorprendente y discutible, porque ¿cómo obliga un código si no podemos asegurar que sus preceptos señalan lo que en verdad es bueno? Pero la perplejidad de Descartes es significativa. Al menos reconoce dos cosas: 1ª) que se debe actuar, y se debe actuar bien; 2ª) que actuar bien es seguir a la razón.
Una actitud semejante aparece en Kant que, considerando incierto que el mundo tenga existencia real en sí, y creyendo que la razón no es capaz de conocer si el alma existe y es inmortal, o si Dios existe y es eterno, construye no obstante toda una filosofía moral –muy influyente– sobre un solo fundamento: el factum de la moralidad. Que el ser humano actúa, que debe actuar y que debe actuar bien, he aquí qué significa ese factum, o hecho incuestionable. El filósofo prusiano dedujo de ahí que, dado que el hombre tiene el deber de actuar bien, posee la capacidad de moverse con alguna certeza en el «reino de los espíritus», esto es, en el ámbito de la libertad y la razón práctica. En efecto, si tengo el deber de obrar bien, entonces debo creer que existen la libertad y la justicia divina.


Concluyamos:
a) La moral, antes que una doctrina o una filosofía, es un hecho.
b) Y es un hecho de razón, es la racionalidad de la acción
c) La diversidad de escuelas no elimina ese hecho, más bien lo acentúa.

Bienes, virtudes y normas

La diversidad de doctrinas éticas proviene de las diferentes respuestas dadas a esta cuestión: ¿cuál es el objeto de la moral?
Nadie discute que la moral versa sobre la vida, es decir, sobre la acción, y que consiste en guiar la acción mediante la razón. La razón tiene dos usos, especulativo y práctico. En su uso práctico, la razón guía los actos porque los juzga, antes y después de ponerlos por obra; por eso mismo, la vida se entiende, se explica y se justifica de forma racional. Eso significa que la vida consta de un entramado de actos dotados de sentido, con un por qué y un para qué. Y en eso se apoya el carácter científico de la ética, pues la ciencia es el conocimiento de las causas. Ahora bien, la causalidad de los actos humanos es libre. Si el hombre no fuera libre tampoco sería un sujeto moral. De ahí que la libertad no sea un objeto de la moral, sino fundamento de la misma. Ahora, supuesta la libertad, la voluntad quiere bienes, los quiere de forma habitual (virtudes) y los quiere de acuerdo con la razón o contra ella (normas). ¿Cuál de estos tres objetos −bienes, virtudes y normas− es el principal?
Lo discutido es en qué principio se apoya la razón para juzgar las situaciones de la vida. En efecto, según se considere que lo principal son los bienes, las virtudes o las normas, resultan diferentes filosofías de la acción.
Lo que se propondrá aquí es que esos temas (normas, bienes y virtudes) no son autónomos ni cabe contraponerlos. Preguntarse cuál elegir sería erróneo, un planteamiento reductivo que posterga o niega los demás. En realidad, ninguno de los tres se sostiene solo, prescindiendo de los otros. Es menester tomarlos en correlación, no contraponerlos.

Los actos humanos

El objeto de la moral es la acción humana de acuerdo con la razón. El ser humano es la única criatura que actúa con juicio, y sin él no actúa. La duda, en efecto, paraliza.
La acción humana no es un acto cualquiera, sino el acto voluntario. Se distingue entre actos humanos y actos del hombre, según sean voluntarios o involuntarios. Los primeros son objeto de la moral, los segundos no.
El acto voluntario es responsable, esto es, reúne las siguientes condiciones: a) es consciente, b) es deliberado, y c) es elegido, con voluntariedad plena. Si falta alguna de estas condiciones, la voluntariedad es imperfecta o no existe, por lo que no se considera responsable al agente.
Responsable (del Lat. respondeo, responder) es el acto humano o voluntario, sólo. De los actos involuntarios no se tiene responsabilidad, mérito ni culpa. La voluntariedad se destruye en la acción a) inconsciente, como la del menor o del somnámbulo; b) indeliberada, como los actos reflejos, emociones, etc. y c) coaccionada, si se actúa bajo el imperio de una fuerza externa. De aquí se sigue que la ignorancia, la pasión irresistible (que anula el juicio) o la violencia impiden la libertad y voluntariedad de la acción. Bajo tales condiciones el acto del hombre no es el acto humano, o voluntario, que estudia la ética como objeto propio. Esto delimita la psicología de la moral, en gran parte.



II. Distintas concepciones morales


Introducción

Hay tantas escuelas éticas como maneras de entender cuál es el criterio de elección. Por eso, se pueden resumir en cuatro tipos o modelos, según cómo formulen el criterio de elección.

1. El estoicismo lo pone en la virtud
2. El deontologismo lo pone en el deber
3. El hedonismo y el utilitarismo lo ponen en los bienes
4. El eudaimonismo lo pone en la naturaleza humana y su fin

Los tres primeros absolutizan un aspecto del objeto de la moral (el acto voluntario), el cuarto considera juntamente los tres aspectos (virtudes, deberes y bienes), cuya raíz común está en la naturaleza humana. Ésta no es estática, ni sometida a leyes fijas, como el cosmos inanimado o los brutos, sino dinámica y abierta a la felicidad.

Escuelas de filosofía moral

Estoicismo. La Stoa, o Pórtico, fue la escuela fundada en Atenas por Zenón de Kition (336-264, aproximadamente), aunque son más conocidos los estoicos romanos, Lucio Anneo Séneca, Epicteto y el emperador Marco Aurelio (siglos I, II y III d. C.).
Para los estoicos la clave del juicio moral es la virtud, el virtuoso es “sabio” y logra la autosuficiencia (autarquía) que lo pone por encima de las pasiones que agitan al vulgo, llevándolo de la alegría a la tristeza, de la esperanza a la desesperación. El sabio, por el contrario, sabe que todo acaece según una ley fatal −o según la Providencia divina−, por eso no se emociona con los éxitos ni se deprime ante los fracasos. El sabio domina los sentimientos y sujeta las pasiones a la razón, y en eso consiste la virtud. La virtud deriva de la renuncia a toda expectativa, esta idea se condensa en la máxima de Epicteto: Abstine et sustine! Abstente y soporta… cualquier cosa, sólo así se logra la serenidad y el gozo del presente, la autarquía.

El error del estoicismo es su oposición de bien y virtud; si una persona «virtuosa» fuera alguien que prescinde de toda satisfacción de necesidades, sería un sujeto superior, un «dios» que mira despectivamente al común de las gentes que se emplean en lograr buenos resultados, que trabajan, se afanan y calculan la racionalidad de medios y fines.


Deontologismo. La deontología sólo atiende al deber. Para una ética deontologista sólo es buena la voluntad, si actúa en atención al deber. La primera formulación de este tipo fue la de Guillermo de Ockham. Según éste, la naturaleza no es criterio de bondad, pues la voluntad divina, todopoderosa, podría haber establecido otros mandatos, que matar y robar fuera lo debido y no lo prohibido, por ejemplo. De ahí la máxima ockhamista: “mala quia prohibita”, son actos malos porque están prohibidos, pero no al revés. No hay bienes (ni males), sólo deberes y prohibiciones.
En la modernidad la ética deontologista, cobra su mayor fuerza en la filosofía de Enmanuel Kant. Para Kant, la naturaleza es objeto de la Física, no de la filosofía; ésta sólo se ocupa del espíritu. Kant asume el dualismo de Descartes: materia-extensa y alma-incorpórea; la naturaleza le parece externa y ajena al espíritu, en ella rige la necesidad física y sus leyes inexorables mientras que el espíritu se rige por la libertad o «autonomía». La naturaleza obedece a leyes externas y el espíritu sólo se obedece a sí mismo, a la “Razón pura”. Se trataba, entonces, de justificar y deducir los deberes del hombre a partir, no ya de la naturaleza, sino del espíritu (la razón y la libertad).

La visión deontologista vuelca su atención en la formulación de un código moral, normas objetivas que exigen cumplimiento. De parte del sujeto quedan la libertad y los intereses, y de la virtud no dice nada. De tal planteamiento sólo podían salir dos cosas: la rigidez del normativismo, o el laxismo del cálculo de intereses. Pero eso no es la moral, es un planteamiento “abstracto” que prescinde de la concreción y riqueza de la vida misma. Toda normativa hace referencia a bienes, bienes para personas de carne y hueso; a su vez, no cualquier código de normas nos afecta, al peatón no le afectan las normas de vuelo ni al piloto las de la circulación, mientras vuela. Las normas de la buena práctica de la medicina no coinciden con las del arte de cocinar, ni éstas con las del arte de estudiar. Cada práctica tiene su racionalidad interna: hacer de padre, de estudiante, de conductor de automóvil, de enfermera, etc. Pero en todo caso, la buena práctica (la obra bien hecha) hace bueno a quien la realiza: eso es lo moral. La buena práctica se hace con libertad, logra bienes y es lo debido. El deber, los bienes y las virtudes se dan juntos, en el ejercicio de cada práctica.


El Nihilismo, cuyo principal representante es Federico Nietzsche, es una versión radicalizada de la «autonomía» kantiana. Si ser libre es actuar sin dependencia, nada es bueno (o valioso) antes de que la voluntad lo quiera. Los bienes no existen (el nihilismo es la “nada” de bien), luego la voluntad los crea. El superhombre nietzscheano es un «creador de los valores».
Son también nihilistas las éticas relativistas, como la ética de situación (Jean-Paul Sartre), y las interpretaciones posmodernas de Nietzsche (Heidegger, Lyotard, Rorty, Vattimo), que se pueden agrupar con el nombre de ética de la autorrealización individual.

Para el relativismo y el nihilismo, la moral es algo negativo. En efecto, si por «moral» se entiende cumplimiento del deber, sólo por «sentido del deber», se la verá en oposición a la libertad: a más deber menos libertad; y el deber parece una imposición desde fuera, una losa que cae sobre las espaldas; el «cumplidor» del deber es como un camello −dice Nietzsche−, que sobrelleva su fardo bajo el sol, caminando sobre arena, internándose en la soledad… Parece conveniente que el camello se transforme en león rugidor, que sacuda de sus lomos la carga impuesta y se adueñe del territorio. Nietzsche tendría razón, cuando denuncia la moral como enemiga de la vida, si la moral consistiera en el mero cumplimiento de normas, impuestas por una razón ajena. Pero esto es otro equívoco; esa oposición entre deber y libertad está mal planteada. No hay deberes sin libertad; y no existe libertad humana sin responsabilidad ni objetivo.


Hedonismo y utilitarismo. El hedonismo de Epicuro opta por los bienes, al margen de la virtud y del deber. Para Epicuro la sensación es el criterio del bien, de modo que el bien ético es lo mismo que el bienestar o el placer (hedoné). Ahora, si toda elección persigue un bien sensible, cuando queremos algo desagradable es como medio para un placer mayor. La ética de Epicuro se acaba convirtiendo en un cálculo: qué elegir para obtener el mayor placer. No obstante, Epicuro mismo era pesimista y consideró que el placer mayor era no sufrir nada, la paz completa y la ausencia de toda inquietud, de ahí que recomendara elegir la austeridad, lo mínimo suficiente.
El Utilitarismo moderno es un “hedonismo social”. Se plantea así: dado que el placer es subjetivo, ¿cómo fundar una ética para la convivencia? La respuesta de Jeremy Bentham se ha hecho clásica: «El mayor bien posible, para el mayor número posible» (The greatest good of the greatest number); se trata de trasladar el cálculo del placer individual al colectivo, la ética persigue entonces el «interés general», el bienestar de la mayoría. A través de John Stuart Mill, padre del positivismo británico, el utilitarismo se convirtió en la ética de la industrialización y el progreso tecnológico, el bienestar económico y material de la mayoría sería el criterio de valoración ética.

Técnica, ética y utilitarismo

Si uno se atiene sólo a bienes, y desvía su atención de la licitud de los medios empleados para obtenerlos, pensará que la acción es racional y ética si tiene un resultado exitoso. Este es el punto de vista utilitarista (o consecuencialista), el empleo de un mal medio se legitimaría por un buen resultado; cuestión de cálculo, poner en un plato de la balanza los males que se debe tolerar, para conseguir bienes en el otro plato, y ver qué pesa más. Aquí la ética se sustituye por los intereses. Estamos ante otro equívoco, la confusión de técnica y ética.
La técnica tiene por objeto el resultado externo de los actos humanos, de ahí que la eficacia y el éxito sean sus indicadores; pero la ética no necesariamente coincide con el éxito, ella se atiene al resultado interior de las elecciones deliberadas, que hacen al hombre bueno. Esta distinción viene indicada en griego por dos palabras, praxis y póyesis, y en latín por otras dos, agere y facere. El orden de la praxis (agere) coincide con la dimensión inmanente de las acciones, el de la póyesis (facere) con su dimensión transitiva. En una misma acción, por ejemplo tocar el piano, se distinguen esas dos dimensiones, así se distingue la buena técnica musical del buen músico. Otras veces la bondad técnica no coincide con la bondad moral, el médico podría valerse de una misma técnica para curar o para matar. Si el bien técnico y el bien moral no fueran distintos, la técnica no plantearía problemas éticos, y sin embargo los plantea y más graves, a medida que la técnica es más eficaz. La medicina, los residuos industriales, la ingeniería genética, la economía, la guerra, etc., no tienen sólo problemas técnicos, sino también éticos.


Eudaimonismo. Es el nombre de las teorías que fundan el razonamiento moral en la prosecución de la felicidad. El ser humano aspira por naturaleza a la felicidad; la naturaleza humana tiene capacidad de descubrir en cada caso el criterio para obrar bien y de ese criterio se desprende un deber. Cuando se actúa así repetidamente, se adquiere un hábito bueno, que capacita para obrar cada vez mejor. Esos hábitos buenos, o virtudes, son poderes adquiridos que capacitan para fines cada vez más altos; se abre así una línea de crecimiento. La ética no se limita a evitar infracciones, sino que anima a mejorar, a hacerse cada vez más capaz de felicidad.
En esta concepción, la idea de virtud y la de deber son inseparables del atractivo del bien, del deseo natural de felicidad; ello se expresa en la fórmula corriente: «Si quieres ser feliz... obra de tal o tal otro modo».
La filosofía clásica supone el eudaimonismo y apela a la naturaleza como criterio. Sus representantes principales son Aristóteles y Tomás de Aquino. Estos pensadores no fundamentan la ética en la mera naturaleza, sino en la naturaleza humana, de modo que evitan la contraposición de bienes, virtudes y deberes. Nuestra exposición seguirá el criterio aristotélico; ello tiene una doble ventaja, su carácter sistemático y su carácter básico, pues todas las otras teorías son posteriores en el tiempo y se entienden mucho mejor por la posición que adoptan ante la ética de Aristóteles.



III. La ciencia moral


La ética, «ciencia normativa»

El primero que sistematizó la ética fue Aristóteles de Estagira (384-322, a. C.), cuya Ética a Nicómaco, –Rafael se la pone bajo el brazo en el fresco «La Escuela de Atenas»–, es el mejor exponente de la sabiduría «humanística» antigua.
Al inicio de la Ética a Nicómaco, el filósofo observa que todo saber, teórico o práctico, se funda en principios y extrae conclusiones mediante la razón. Pero hay una diferencia importante entre las ciencias teóricas y las de la conducta; aquéllas se basan en la evidencia del ser extramental y obtienen conclusiones sobre realidades externas. La moral, por el contrario, se funda en una evidencia interior y sus conclusiones prescriben un acto.

Esa evidencia “interior” es el deseo natural de bien (de felicidad). Se formula intelectualmente como un principio primero: «Haz el bien, evita el mal». Y determina una “regla” para discernir lo bueno de lo malo, el bien humano y la felicidad.
Además, ese principio primero, o axioma de todo razonamiento práctico es por sí mismo prescriptivo, es decir, no describe lo que las cosas son o cómo están, sino que manda y prohíbe tipos de actos humanos. De ahí se sigue que todo mandato y toda prohibición tienen su asiento y su raíz en la misma razón humana, en el principio que la habilita y capacita para juzgar. Por eso, quien se preguntara «¿Por qué debemos ser morales?» (Hume, G. E. Moore, J. Habermas, etc.), estaría simplemente “desactivando” su razón práctica. Como el escéptico (hace ver que) “desactiva” o “desconecta” su razón teórica, cuando cuestiona los principios primeros de la razón especulativa, así el escepticismo moral pretende razonar sobre cuestiones prácticas, sin el uso de la razón misma. Hay planteamientos de la ciencia ética que comienzan enumerando diversas concepciones, una de las cuales sería aquella que confía en la razón, y otra distinta aquella que acepta la validez de juicios imperativos (prescripciones), al lado de las cuales ponen otras –supuestamente válidas en pie de igualdad–, como el emotivismo, o las éticas llamadas no-cognitivas, etc., son planteamientos escépticos y, por eso mismo, se autoexcluyen del carácter racional, y científico, de la ética por lo que sólo merecen una consideración crítica, basada en la defensa de los principios de la razón. Antes de ahondar en la naturaleza de los principios, basta con darse cuenta de que es más fácil para un automóvil correr sin gasolina, que para la razón discurrir sin la vigencia “anterior” (simultánea, pero prioritaria) de los principios.


Puesto que la ética es ciencia, ciencia prescriptiva o normativa, la ética alcanza verdades a partir de verdades anteriores. Del lenguaje que utiliza la ética se dice también que es prescriptivo, o normativo. Se señala así una característica que la diferencia de las ciencias naturales. La ciencia moral no versa sobre lo que existe, sino sobre algo que debe existir, la bondad de la acción humana. Ahora, siendo tal su objeto, lo que se suele llamar la realidad, esto es, lo que hay tanto en la esfera individual como colectiva, no limita ni condiciona el bien moral. El bien moral, como tal, es lo debido. No necesita ser lo que ha habido, es lo que debe haber; la moral no versa sobre lo real de facto, sino sobre la realidad de iure, no describe ni estudia cosas que ya están y son, sino que prescribe lo que debe ser. Ya Sócrates y Platón ponía de relieve la pureza del ideal moral con este ejemplo: Si en una sociedad todos fueran injustos, también allí la justicia sería una realidad, y la realidad que es debido cumplir. ¿Cómo es eso? En primer lugar, es así porque la condición para identificarlos a todos como injustos es una noción –previa– de justicia; si no es por su desviación de lo justo, una acción no es injusta; de modo que para darse cuenta de que todos actúan injustamente, antes hace falta tener la clara noción de lo justo y conocer que es lo debido. Si prevalece la injusticia, entonces lo debido es la justicia; quien lo percibe tiene un motivo mayor para practicarla.

Ética y ciencias sociales

Se ve así que la realidad moral no se supedita a la social, ni a la histórica, ni a la jurídica, etc. En el orden de las ciencias sociales, pues, la ética es la arquitectónica, dice Aristóteles, esto es, el saber que juzga de todo. Le corresponde el papel sapiencial, propio de la filosofía. Es cierto que hay leyes económicas, políticas, civiles, sociológicas, etc. Pero en ningún caso se equiparan a la ley moral. Aquellas leyes son “productos culturales”, la norma moral, por el contrario enjuicia a la cultura. A ella le toca determinar si la cultura avanza o retrocede, si el progreso es real o si es retroceso humano, moral. Lo contrario serían otros tantos reduccionismos, reduccionismo economicista, reduccionismo sociológico, jurídico, histórico, etc. Ahora, todo reduccionismo es erróneo, ya que la esencia del error es siempre la parcialidad, el hecho de tomar la parte por el todo.

Ética privada y moral pública

Aunque “moral” derive del latín mos-oris (costumbre), la moral no depende de las costumbres sociales, y nunca lo entendieron así los clásicos. No se puede pretender que hay dos versiones de la moral, distintas y en ocasiones contrapuestas, una personal y otra social, como pretenden las teorías utilitaristas. No es cierto. La norma de la moralidad es sólo una, la conciencia formada; seguir una costumbre social, contra la conciencia, no es ético. Lo que la conciencia manda, en ese caso, es ir contra la costumbre, con buenas razones y con el ejemplo. Así lo entendía Cicerón, cuando comentaba el mito de anillo que hacía invisible a su portador, que se lee en la República, de Platón. Veamos primero el mito del rey de Lidia, en la versión platónica, dice así:

«Giges era un pastor del rey de Lidia. Después de una tormenta seguida de violento terremoto, la tierra se rasgó en el paraje mismo donde pacían sus ganados; lleno de asombro a la vista de este suceso, bajó por aquella hendidura y, entre otras cosas sorprendentes que se cuentan, vio un caballo de bronce, en cuyo vientre había abiertas unas pequeñas puertas, por las que asomó la cabeza para ver lo que había en las entrañas de este animal, y se encontró con un cadáver de talla aparentemente superior a la humana. Este cadáver estaba desnudo, y sólo tenía en un dedo un anillo de oro. Giges lo cogió y se retiró. Posteriormente, habiéndose reunido los pastores en la forma acostumbrada al cabo de un mes, para dar razón al rey del estado de sus ganados, Giges concurrió a esta asamblea, llevando en el dedo su anillo, y se sentó entre los pastores. Sucedió que habiendo vuelto por casualidad la piedra preciosa de la sortija hacia el lado interior de la mano, en el momento Giges se hizo invisible, de suerte que se habló de él como si estuviera ausente. Sorprendido de este prodigio, volvió la piedra hacia afuera, y en el acto se hizo visible. Habiendo observado esta virtud del anillo, quiso asegurarse repitiendo la experiencia y otra vez ocurrió lo mismo: al volver hacia dentro el engaste, se hacía invisible; cuando ponía la piedra por el lado de afuera se volvía visible de nuevo. Seguro de su descubrimiento, se hizo incluir entre los pastores que habían de ir a dar cuenta al rey. Llega a palacio, corrompe a la reina, y con su auxilio se deshace del rey y se apodera del trono.» (Platón, República, II, 359c-360b).


Giges aprovechó su condición de invisible para saltarse las leyes humanas y eludir el juicio de los demás, cometió adulterio y asesinó al rey. La pregunta que plantea Cicerón es si, anterior y más fuerte que la opinión pública y el poder de la ley, no hay un motivo interior para obrar bien. ¿Acaso se reduce la moral a una obligación impuesta por los demás?

«A este propósito aplica Platón la conocida historia de Giges (…). Decía, pues, que si el sabio tuviera este anillo no se podría creer más autorizado a pecar que no teniéndolo; ya que los hombres de bien buscan la rectitud, no la impunidad. (…) El sentido de esta fábula y de este anillo es el siguiente: si tú pudieras hacer algo movido por el afán de riquezas, potencia, dominio o placer, y nadie lo hubiera de saber, ni siquiera sospechar, si eso hubiera de quedar siempre desconocido para los dioses y los hombres, ¿lo harías? Dicen que el caso no se puede dar. Puede, en realidad; pero pregunto, eso que dicen que es imposible, si fuera posible, ¿qué harían? Se obstinan muy groseramente; dicen que no puede ser e insisten en ello; no ven el valor de estas palabras: “si fuera posible”» (De Officiis, III, 38-9).


A Cicerón le parece «obstinación grosera» no atender a otra cosa que al hecho de que siempre me podrán ver; el asunto no es ese sino este otro: supuesto que nadie me viera, que nadie me lo reprochara ni me juzgara por ello, me juzga mi conciencia, me lo reprocha ella y me sé culpable; si no quiero rectificar, entonces quiero ser malo.

La verdad moral

En el seno de una ciencia se decide qué enunciados son verdaderos y cuáles falsos. ¿En qué consiste la verdad moral? “Verdad” no puede significar exactamente lo mismo en el orden teórico y en el práctico. La verdad teórica −adecuación del juicio y la cosa− es objetiva y externa; la verdad práctica es en gran medida “subjetiva”, porque consiste en la adecuación del juicio práctico y la conducta, lo que el lenguaje moderno llama “autenticidad”. Esta verdad no se refiere a lo externo, sino a la vida lograda, su criterio o “regla” última es el bien, la felicidad. El hombre está llamado a ser feliz, si no actúa de acuerdo con los dictados de la razón malogra su existencia, se desvía de su destino a la felicidad. El mal moral empobrece la humanidad de un hombre dando un acto erróneo y, en el límite, un hombre errado.

Sin embargo es bien cierto que la verdad moral tiene su asiento en la razón, como la teórica, mas el objetivo de la ética no es saber por saber, sino saber para obrar bien, y para hacerse mejor. La verdad moral es el dictado de la razón, que manda, prohíbe, aconseja, etc., hacer una cosa u otra, en una situación. Lo que la razón propone como bueno, eso es la verdad moral, pero si no se pone por obra, o se pone a medias, entonces la verdad queda en la mente y no se plasma en las obras; quien actúe así no sólo hará acciones injustas, o dirá mentiras, etc., sino que también se hará injusto, mentiroso, etc., además se habituará a lo injusto o a lo falso, y cuanto más tarde en rectificar las acciones anteriores, más difícil se le irá haciendo distinguir lo justo de lo injusto, y en general lo bueno de lo malo. La razón práctica (también la voluntad), se habitúa al error y eso la entorpece para apreciar la verdad. Nadie puede vivir mucho tiempo dividido contra sí mismo, si frecuentemente actúa de modo contradictorio con su juicio, una de dos, rectificará el obrar o acomodará su juicio a su obrar.
Desde los griegos Platón y Aristóteles, se ha llamado prudencia al hábito que perfecciona a la razón en su uso práctico, moral. El asiento de la verdad moral es la razón prudente. Pero sin la práctica habitual del bien, la razón se vuelve imprudente, se oscurece su capacidad para discernir lo bueno de lo malo. De ahí que la verdad moral, sin la práctica, sea algo “formal”, sólo teórico y tal vez apreciado como ilusorio, impracticable.

En referencia a este concepto de verdad –no sólo formal sino también “material”, o materializada– se entiende el concepto de moral como una ciencia «teórico-práctica». Aristóteles insiste en esta peculiaridad de la ética, que no se estudia la virtud sólo para conocerla, sino para realizarla. La ciencia moral no culmina en saberla, sino en vivirla. Al contrario, la característica de la ética deontologista de Kant, es precisamente que limita la verdad ética al acuerdo de la razón consigo misma, pero no consigue explicar cómo se traduce ese acuerdo en acciones buenas, malas y rectificaciones. Sin embargo la rectificación es lo peculiar de la conducta humana cuando nos esforzamos por actuar de acuerdo con la razón, es decir, con la conciencia.

La certeza práctica

Aristóteles advierte también que no se debe pretender el mismo tipo de certeza en todo saber. La ética logra frecuentemente una certeza basada en la aproximación, como cuando se trata de ser moderado o veraz; la dieta moderada no es una misma cantidad para quien pesa 120 quilos y el que pesa 60, ni sería verídico quien declarara todo lo que sabe ante cualquiera. La certeza ética tiene márgenes borrosos, y no se puede pretender la misma certeza en ética que en matemáticas. Se parece, dice Aristóteles, a la exactitud de la línea que logra el artesano, la rectitud del tablón del ebanista no puede ser la del geómetra. Además el patrón de rectitud se perfecciona con el ejercicio, de modo que la práctica de la justicia, de la moderación o de la veracidad da luces, no sólo para aplicar ese ideal a los actos sino también para conocerlo mejor.

La ética es exacta cuando prohíbe, pero imprecisa cuando manda o recomienda. Por su forma lógica, la prohibición de un mal es un enunciado universal, no admite excepción. Eso significa que la excepción no es lícita ni siquiera en “un” caso. Por ejemplo, la ilicitud de matar no puede atenuarse, y la norma que lo prohíbe no tolera ser leída como si dijera: “Casi nunca mates”.

Que “no es lícito matar al (hombre) inocente” es un enunciado universal. Parece excluirse el caso de defensa ante el agresor injusto. Sin embargo, el derecho a darle muerte se limita a la preservación de la vida (no matar), y no legitima la desproporción, como matar si basta con herir o impedir. Pero la excepción es aparente, en realidad el mandato sigue vigente, pues dejarse matar atenta contra la prohibición de matar.


En los casos en que la conciencia manda algo bueno –la mayoría–, es preciso alcanzar un término medio entre el exceso y el defecto. Así se alcanzan virtudes como la moderación, la sobriedad, el buen humor, la generosidad, etc. La práctica, como hemos dicho, capacita a la razón para juzgar mejor acerca de ellas. Pero se supone que la excelencia se da entre dos extremos, así el buen humor se aparta tanto del pesimismo como de la risa alocada, la generosidad evita la avaricia y la cicatería pero también la prodigalidad imprevisora.

El «término medio» no es regla universal, ya que hay acciones cuyo mismo nombre significa sólo un mal, de manera que no cabe término medio, «como en el adulterio, el robo y el homicidio», escribe Aristóteles, las circunstancias y la cantidad no varían la calidad de la acción. En estos casos no hay aproximación posible a la excelencia, el mismo obrar es errar.


El bien, principio moral

El punto de apoyo y la “regla” de la ciencia ética es el bien. Aristóteles lo define como “aquello que todos apetecen”. El bien actúa atrayendo, pues el apetito es la inclinación a obrar en vista a conseguirlo. Ahora, el apetito es de dos tipos: natural y elícito (ver cap. 10, II). El apetito natural es espontáneo, expresa la naturaleza del sujeto; el apetito elícito deriva de un conocimiento previo y depende del apetito natural. Esta distinción discierne el bien querido por sí y los bienes queridos por otra cosa, medios para un bien mayor. Concluyamos que el primer principio de la razón práctica y de la ciencia ética es el bien, pues el amor del bien es natural y funda todas las acciones. Por eso la acción se subordina siempre a este criterio: “Haz el bien, evita el mal”. Se trata de un principio primero, indemostrable y evidente por sí sólo:

«Si existe, pues, algún fin de nuestros actos que queramos por él mismo y los demás por él, y no elegimos todo por otra cosa —pues así se seguiría hasta el infinito, de suerte que el deseo sería vacío y vano—, es evidente que ese fin será lo bueno y lo mejor. Y así, ¿no tendrá su conocimiento gran influencia sobre nuestra vida, y, como arqueros que tienen un blanco, no alcanzaremos mejor el nuestro?» (Aristóteles, Ética a Nicómaco, 1094a, 20-25).


Aquí se ve cómo se articulan bienes y deberes. El deber aparece con la acción, no es extraño a ella ni viene impuesto por una causa ajena, deriva de nuestra naturaleza activa. Tenemos que obrar, pero de acuerdo con la razón; la razón manda (he aquí el deber) actuar rectamente, ordenando los medios al fin. Tenemos así dos cosas importantes:
a) Primera, que deber no significa imposición, sino realización de la naturaleza racional. El ser humano se realiza actuando, pero actuando racionalmente.
b) Segunda, que la lógica del razonamiento moral se funda en un primer principio (“Haz el bien, evita el mal”) y sigue el criterio de la subordinación de medios a fines.

En suma, el bien es fundamento en las ciencias prácticas, como el ser lo es en las teóricas. Este criterio asegura el carácter racional y científico de la ética y de las ciencias humanas (sociales y políticas); es el axioma de todo discurso práctico y, al revés, en cuanto las ciencias humanas prescinden de él pierden su carácter científico y se convierten en ideologías o retórica. El bien común fundamenta el orden social, la existencia de la autoridad y su valor vinculante; lo mismo sucede con el derecho, la economía y la tecnología. En general, el bien del hombre no abstrae del bien común, porque el hombre es naturalmente sociable.

La felicidad

Todos aspiran a la felicidad, sobre eso no hay discusión. Pero ¿en qué consiste la felicidad? ¿No habrá tantas formas de ser feliz como preferencias? ¿Acaso no es subjetiva la experiencia feliz?
Hay algo de razón en esas objeciones, pues hay diferentes estilos de vida. Aristóteles se hace eco de la discusión sobre las formas de vida. Según Platón, hay tres grandes tipos, la vida según el placer (y la riqueza), la vida según el poder (y la fama) y la vida según la virtud (y la sabiduría). Platón las estratificó en su teoría social y política. Aristóteles las armoniza. Cada uno de esos grupos de fines son auténticos fines de la vida humana, de modo que la razón no debe tanto separarlos cuanto jerarquizarlos. La jerarquización está implícita en la noción de bien; sólo es bueno en absoluto aquél bien que es amado por sí mismo, y no por otra cosa. Pero la mayoría de los bienes son todavía medios, incapaces de presentar a la vida un objetivo, una diana o fin último. Mas es patente que todos quieren los bienes en razón de la felicidad, luego el asunto vuelve a ser la pregunta por aquel bien en el que consiste la felicidad humanamente asequible: «De modo que si hay algún fin de todos los actos, éste será el bien realizable» (EN, 1096a, 25).

Se trata de la felicidad asequible, porque un bien inasequible no mueve a la voluntad. El deseo, o voluntad, se interpreta aquí como el principio radical de todas las acciones y, en suma, como la naturaleza humana. Recuérdese que la naturaleza (physis) es para el estagirita «la esencia como principio de operaciones», esto es, el mismo “ser” visto como fuente del actuar. Al revés, un ser sin actuaciones propias no pertenece a la naturaleza y está en ella de sobras, es absurdo («la naturaleza no hace nada en vano»). Por lo tanto, cuando nos preguntamos por el fin último asequible para el hombre, nos preguntamos por la naturaleza humana, no por las preferencias de algunos individuos, sino por lo común a todos. Se trata, pues, de la felicidad humanamente asequible.


La felicidad consiste en la posesión del bien, y el bien se entiende en referencia al apetito («es lo que todos apetecen»), luego el deseo humano de felicidad apunta al bien supremo. El bien supremo satisfará por tanto las siguientes condiciones:

a) Que sea perfecto y suficiente. Por ser perfecto, no le falta nada. Por suficiente, nada se le añade. Si necesitara bienes añadidos, no sería el supremo.
b) Que sea estable. Esto incluye la durabilidad a lo largo de toda una vida, y excluye el temor de perderlo.
c) Que sea en acto, no en potencia. Una realización y no una mera capacidad. En este sentido, será vida.
d) Que sea conocido, pues nadie es feliz sin conocer que lo es y el conocimiento es ingrediente de todo placer.
e) Que sea racional, pues lo vegetativo y lo sensible no llenan del todo la vitalidad humana.

Pues bien, dadas estas condiciones, ¿qué bienes hay capaces de satisfacerlas? No los placeres del cuerpo, pues éstos tienen un límite y no son estables, alternándose con el dolor, la incomodidad o la mera ausencia de placer; además, los placeres sensibles no son específicos del hombre, pues los tienen las bestias. Tampoco el dinero y la riqueza, pues es medio y no fin, y nunca es suficiente, carece de estabilidad −se gasta o se pierde− y hay bienes que no puede pagar. Tampoco la fama ni la gloria, ya que éstas dependen de quienes las otorgan, no de quienes las merecen y a veces se otorgan a quienes las merecen menos. Tampoco el poder, pues el poder humano no es suficiente, y además tiene razón de medio para otras cosas, no es un fin en sí. ¿Qué queda? Quedan aquellos bienes que no son externos (como el dinero o la fama), sino que permanecen en el que obra, como el placer, pero no pasan sino quedan a disposición después de actuar, tales son los hábitos buenos o virtudes. La virtud se parece al poder, de hecho es un poder adquirido, pero su objeto no es lo que hagan otros sino lo que puede hacer uno mismo; y, a diferencia del poder político, la virtud crece. En la línea de los hábitos adquiridos se abre la posibilidad de crecer sin límite, con un crecimiento de la propia naturaleza humana. El incremento de conocimiento capacita para conocer más y mejor, y ese incremento es estable, no depende de la suerte externa ni de la opinión de los demás, etc. Ahora bien, de todas las virtudes las más propias del hombre son la ciencia y la sabiduría, luego en ellas consiste la vida más feliz:

«Queda, por último, cierta vida activa propia del ser que tiene razón;... Y como esta actividad se dice de dos maneras, hay que tomarla en acto, pues parece que se dice primariamente ésta. Y si la función propia del hombre es una actividad del alma según la razón o no desprovista de razón, y por otra parte decimos que esta función es específicamente propia del hombre y del hombre bueno, como tocar la cítara es propio de un citarista y de un buen citarista, (…), siendo esto así, decimos que la función del hombre es una cierta vida, y ésta una actividad del alma y acciones razonables, y la del hombre bueno estas mismas cosas bien y hermosamente, y cada una se realiza bien según la virtud adecuada; y, si esto es así, el bien humano es una actividad del alma conforme a la virtud, y si las virtudes son varias, conforme a la mejor y más perfecta, y además en una vida entera. Porque una golondrina no hace verano, ni un solo día, y así tampoco hace venturoso y feliz un solo día o un poco tiempo» (1098a, 3-15).


Si la felicidad es vivir contemplando la verdad más alta, ésta es la del ser más perfecto, luego la felicidad consiste en la contemplación de Dios. Ahora bien, esa felicidad sólo el mismo Dios la posee; al hombre sólo le corresponde aproximarse a ella.

«Tal vida, sin embargo, sería demasiado excelente para el hombre. En cuanto hombre, en efecto, no vivirá de esta manera, sino en cuanto hay en él algo divino, y en la medida en que ese algo es superior al compuesto humano, en esa medida lo es también su actividad a la de las otras virtudes. Si, por tanto, la mente es divina respecto del hombre también la vida según ella es divina respecto de la humana. Pero no hemos de tener, como algunos nos aconsejan, pensamientos humanos puesto que somos hombres, ni mortales puesto que somos mortales, sino en la medida de lo posible inmortalizarnos y hacer todo lo que está a nuestro alcance por vivir de acuerdo a lo más excelente que hay en nosotros; en efecto, aun cuando es pequeño en volumen, excede en con mucho a todo lo demás en poder y dignidad» (1177b-1178a).



La felicidad y los filósofos

La concepción aristotélica de la felicidad, intelectualista y trascendente, no pudo ser aprovechada por el pensamiento helenístico que limitaba las expectativas humanas a la vida en el tiempo. Por el contrario, Tomás de Aquino encontró en ella una de las claves que permitieron su síntesis de filosofía aristotélica y cristianismo.

Antes de Tomás de Aquino filósofos musulmanes y judíos habían trabajado en dar salida a la trascendencia al deseo natural de felicidad, en el que se basa la ética del filósofo. Recurrían a soluciones platónicas, imaginando “inteligencias” intermedias entre el hombre y Dios; ponían incluso en duda el carácter personal de la felicidad eterna, separando un intelecto inmaterial (intelecto agente), por un lado, y la mente de cada individuo, por otra parte, pero suponían que el primero era espiritual, y no el segundo que se disgregaría con el cuerpo tras la muerte. De este modo, la felicidad personal sería imposible, por ser imposible la inmortalidad personal. Sólo Dios, y aquel intelecto “separado”, que no es ninguno de nosotros, serían felices. Con la excepción del filósofo judío Moisés ben Maimon (Maimónides), los filósofos orientales tropezaron con la imposibilidad de armonizar fe religiosa y filosofía. Esta dificultad es muy fuerte en el Islam, que piensa a Dios como Poder absoluto, incomunicable, ajeno a toda paternidad.


Por su parte, las escuelas paganas helenísticas −con excepción del neoplatonismo− optaron por una idea negativa de lo que es ser feliz. Para Epicuro, los estoicos y los escépticos ser feliz no es ya conseguir el bien, sino escapar del mal. Ser feliz será, bajo este enfoque, no sufrir. Esta ética del mínimo llevaba aparejados dos elementos hondamente pesimistas; el primero, la renuncia a todo deseo y hasta la condena de la afectividad (estoicos). El segundo elemento acentúa el pesimismo: la muerte es el fin último de la vida. Así de claro lo formula Epicuro; porque −razona−, si el placer es la ausencia de dolor, morir es el placer supremo. Los estoicos también elogiaron el suicidio, como huida de una vida intolerable, y Séneca lo recomienda detallando numerosas formas de obtener una muerte dulce (eutanasia).
No parece haber término medio en esta cuestión: o se abre la expectativa de felicidad a la eternidad, a una vida futura en que pueda colmarse o, cerrándose a la vida eterna, se cierra también a la temporal. Si el fin último es vivir, tiene que ser vivir siempre y de la forma más alta; si el fin último no es vivir plena y eternamente, entonces se encuentra por lo general que tampoco es vivir. La vida se percibirá como una oportunidad −pasajera e incierta− de experimentar bienes, pero ella misma no queda reconocida como el bien capital, y no se le reconoce el rango de valor moral incuestionable, absoluto. Es lógico que así sea, cuando los bienes pasan y no perduran, mientras que la vida misma soporta el desgaste del tiempo y las miserias del envejecimiento, la enfermedad, el dolor, etc. Tomás de Aquino observó que la felicidad requiere eternidad, ya que el tiempo en su transcurrir mantiene abierta la posibilidad de perder el bien amado. El bien que hace feliz no se puede perder, «en la felicidad no cabe nada incompleto», escribe Aristóteles, luego se dará fuera del tiempo o no se da.
De lo que Aristóteles se dio cuenta es que la felicidad consiste en conocer a Dios, mas eso apunta a la vida eterna y a la amistad. ¿Por qué a la amistad? Porque conocer a otro requiere reconocimiento mutuo y correspondencia, si el otro se cierra sobre sí mismo y no me reconoce, la amistad no cabe.

El fin último y el absurdo

Así como hay muchas ideas de lo que es ser feliz (Aristóteles asume el hecho), también es cierto que nadie se considera ya feliz. Tan objetivo es este hecho como aquél. El hombre es un buscador, un itinerante en pos de la felicidad. Este rasgo no se puede atenuar, toda la tensión existencial y seriedad de la libertad dependen de él. Habrá tantas ideas como se quiera de la felicidad, pero no hay ninguna cumplida, “actual”. Ningún bien inferior al hombre puede proporcionarla, ninguno sometido al tiempo, tampoco el hombre puede hallarla en sí mismo, ni en la sociedad, pues nadie da lo que no tiene; las mismas virtudes morales y la sociedad son medios, que nos disponen a la felicidad, pero no consiste en ellos el fin último. Son fines, pero no últimos. Aquí nos salen al paso el mal físico, el dolor y la temporalidad.
El fin último, como la sabiduría, es trascendente. El cristianismo afirma que el ser humano tiene un fin sobrenatural. Sócrates, Platón, Aristóteles y los neoplatónicos, así como el judaísmo y el Islam, señalan lo mismo. Por su parte, Kant dio al hecho tal peso que pretendió convertirlo en una prueba moral de la existencia de Dios. Concluyamos que el hombre tiene un fin que él mismo no puede realizar. Eso equivale a reconocer que la filosofía no se puede completar, la sabiduría humana no se consuma en la vida temporal. Al menos eso sí sabe (observa Sócrates), que no puede culminar, aunque tampoco olvidar su apertura, ya que sería olvidarse de ser inteligente y libre. La potencia intelectual es virtualmente infinita. Aristóteles –y con él la filosofía pagana– sostuvo esto, pero lo dejó pendiente, no cerró el tema. Ningún asunto filosófico nos acerca tanto a la trascendencia como este. Ninguno nos hace percibir “creíble” la fe como este. Pascal, que roza siempre el agnosticismo metafísico, hizo de él la fuerza propulsora de su “apuesta”: no podemos pretender que no queremos “jugar”, buscamos ser felices, estamos jugando; ahora, si hay que apostar a cara o cruz entre esta vida, con sus limitaciones, y una vida eterna, sin ellas, no cabe la menor duda, dice él, uno se lo debe jugar todo a la puesta de la vida eterna. Se dirá que la vida eterna es sólo posible, mientras esta es actual; no es cierto, también mañana es sólo posible y la hora y el minuto siguientes.

Que ninguna idea de la felicidad está avalada por los hechos, que ninguna se puede mostrar cumplida, es lo mismo que hablar de felicidad imperfecta. La actitud racionalista y el agnosticismo coinciden en este trance con la solución de la vieja fábula: “No están maduras”, dijo el zorro, porque no podía alcanzar las uvas. Para el racionalismo, si algo no se puede comprender, no puede ser; para el agnosticismo práctico (el indiferentismo), el hombre debe “resignarse a la temporalidad” renunciando a cualquier solución última. Es cierto que la ética versa sobre la felicidad posible, sobre una felicidad imperfecta, pero no se contenta con ella; la renuncia a la felicidad eterna es incompatible con la búsqueda de la felicidad temporal. En el discurso moral la lógica es siempre la de los medios y el fin, se quieren los medios porque conducen a un fin y mientras se ve en ellos la razón de medio, una bondad incompleta, la razón y el corazón no descansan.
Se pueden adoptar actitudes agnósticas, pero no es posible evitar que la infinitud de la inteligencia se tome su revancha, reapareciendo en forma de “absurdo”. La náusea sartreana, el renacimiento del mito en Nietzsche, el patetismo de la existencia humana como un “ser-para-la-muerte” en Heidegger, se corresponden con la renuncia a la trascendencia. El siglo XX ha sido pródigo en filosofías, novelas, dramas teatrales, cinematográficos e incluso biográficos cuyo desenlace final era una constatación de sinsentido. El ser humano queda al final encerrado en su monólogo, descontento de lo que le rodea y de sí mismo, esperando a alguien que debería llegar pero nunca llega. Es el callejón sin salida, la espera infructuosa del dios que se ausentó para siempre. El absurdo.
Nunca es inútil el diálogo, pero me parece rayano en lo imposible dialogar con el pensamiento del absurdo. Se lo debería tomar en serio, para empezar. Pero tomar en serio el absurdo sólo es posible como hipótesis, como certeza significaría la pérdida de todo interés, incluso del interés por el otro. Ahora, como hipótesis, el absurdo es el llamado argumento «ad hominem», el consistente no ya en demostrar algo sino en mostrar que la tesis del interlocutor es inviable, incluso para él.

El encuentro personal

El asunto del fin último de la vida ha sido objeto de investigación de tantos filósofos que sería petulante pretender solventarlo, su solución siempre será “prematura”. No obstante, se puede sugerir cómo se acerca a él una parte del mejor pensamiento actual. Me refiero al personalismo (con toda la ambigüedad del término), al tipo de filosofías que han reconocido, a partir de mitad del siglo XX, que la persona no es un “ente” más, es decir, que el ser personal trasciende el mundo en virtud de la libertad, y ni siquiera la metafísica presta el método adecuado para conocerlo.
La felicidad humana debe consistir en conocer, de eso no hay duda, ya que no se es feliz sin conocerlo. Ahora, el planteamiento tradicional del conocimiento habla de objeto conocido y sujeto cognoscente, este planteamiento no es satisfactorio, cuando se trata de conocer a otra persona. El otro no es objeto, y ni siquiera es seguro que lo más hondo de nuestro ser personal sea el yo cognoscente, ni el sujeto cognoscente. Además la intimidad del otro no se descubre de forma meramente teórica, a la intimidad se accede por el amor. Conocer y ser conocido, amar y ser amado, a eso es a lo que aspira el deseo humano de felicidad, un amor personal recíproco y seguro, para siempre. Se trata de algo distinto de la contemplación sabia (Aristóteles) y de la posesión del bien (Platón), se trata del «encuentro». Pongamos, pues, que la felicidad no consiste meramente en alcanzar y poseer el bien perfecto, sino sobre todo en encontrarse con el amor eterno.
Desde lo hondo de nuestro ser se impone una evidencia determinante, la persona no puede ser sola. Leonardo Polo ha dado todo su alcance a esta evidencia antropológica, que el “ser” personal y la soledad son incompatibles en absoluto. Un ser solitario no sería persona. Es cierto que es propio de la naturaleza humana tener y poseer, pero la persona añade, se comunica. Lo más propio de la persona está en la efusividad. Y la efusión más alta consiste en comunicarse a otra persona. El “tener”, propio de nuestra naturaleza, se supera con el “dar”, darse y, lo que es igual, dar al otro la capacidad de dar, esto es, “aceptar” que me dé y aceptarlo a él. Este es el amor recíproco, conocido y aceptado, la amistad y la intimidad.
Aristóteles, se atuvo a la vida social (política), a la hora de decir en qué consiste la felicidad asequible, pero vio que sin amistad nada es suficientemente bueno y que la amistad es el único bien que reúne todos los demás, el único caso de bien que es querido por sí y no por nada más. Mas su palabra conclusiva fue esta: el hombre y el dios no pueden ser amigos, porque la distancia que los separa es insuperable. Eso es cierto en el caso del hombre, pero no tiene por qué serlo en el caso de “el dios”. Éste tiene poder para salvar toda distancia, y si es persona es digno de él que se comunique, que pida, acepte y dé.