Capítulo IX
Los entes y el Ser (2) Teología natural
 

 

Por Santiago Fernández Burillo

 

III. La existencia de Dios.
IV. La naturaleza divina.


III. La existencia de Dios

Creer y saber

Santo Tomás se pregunta si quienes conocen la existencia de Dios por demostración necesitan creer en ella, ¿es posible tener ciencia y fe de la misma cosa y a la vez? La ciencia proporciona evidencia, mediante la demostración. La fe se requiere para conocer lo que no es evidente; por tanto, no es posible tener fe y ciencia sobre un mismo asunto. Sin embargo, «evidencia» tiene más de un sentido. Ante todo, evidencia es manifestación del ser, o verdad, para la inteligencia.

No es igual la evidencia para una inteligencia superior que para una inferior. Por el hecho de ser, cualquier cosa es verdadera. Pero muchas verdades nos son desconocidas; no son evidentes «para nosotros», aunque sean verdades «en sí».


Algo puede ser evidente de dos maneras: en sí, o para nosotros.
La evidencia en sí es mayor cuanto más perfecto es el ser. Por eso, la evidencia de Dios en sí es la mayor posible; pero es la menor para nosotros, porque el ser proporcionado a nuestra mente es «el que participa finitamente del ser». El exceso de claridad ciega, tanto como la carencia de luz; la invisibilidad del ser divino, para nosotros, es porque Él es la luz plena. Nuestro conocimiento del Ser supremo es indirecto, como el del sol: lo vemos en sus efectos, los entes iluminados por el acto de ser, no en Sí:

«Hay que decir que la evidencia de algo puede ser de dos modos: de una manera, en sí mismo, pero no para nosotros; de otra manera, en sí mismo y también para nosotros. En efecto, una proposición es evidente por sí por el hecho de que el predicado está incluido en el concepto del sujeto, como: “el hombre es un animal”, ya que “animal” pertenece al concepto del hombre. Por tanto, si del predicado y del sujeto todos conocen lo que son, aquella proposición será evidente por sí para todos, como es manifiesto en el caso de los primeros principios de las demostraciones, cuyos términos son algunas cosas comunes que nadie ignora, como ente o no ente, todo y parte, etc. Pero si por parte de algunos no es conocido lo que son el predicado y el sujeto, tal posición será, ciertamente, por lo que respecta a ella misma, evidente por sí; pero no para aquellos que ignoren el predicado y el sujeto de la proposición. Por eso sucede, como dice Boecio en el libro De las semanas, que hay algunas concepciones comunes del alma evidentes por sí sólo para los sabios, como por ejemplo que las cosas incorpóreas no existen en el espacio.
«Por tanto, digo que esta proposición “Dios existe”, en cuanto a lo que es en sí misma, es evidente por sí, ya que el predicado es idéntico al sujeto. Dios, en efecto, es su ser, como se verá más adelante. Pero como nosotros no conocemos qué es Dios, no es evidente por sí para nosotros, sino que necesita ser demostrada mediante aquellas cosas que son más conocidas para nosotros y menos conocidas en cuanto a su naturaleza, es decir, mediante los efectos» (Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I, q. 2, a. 1, c.)


Pero, ¿no es evidente que Dios existe –se pregunta Tomás– tanto para la naturaleza de la mente como para nuestro deseo de felicidad? En efecto, se encuentra en nosotros el anhelo de felicidad; ahora bien, lo naturalmente deseado es naturalmente conocido. Sí, «pero eso no es conocer simplemente a Dios –se contesta–; igual que conocer que viene alguien no es conocer a Pedro, aunque efectivamente sea Pedro quien viene». Se explica así que algunos puedan poner su máxima aspiración en las riquezas, los placeres, etc., y no en Dios. Los agnósticos tienen razón, en parte. La evidencia de Dios sólo es clara para Dios. Eso no obstante, de manera confusa, tenemos idea de él y la capacidad para descubrirlo en las criaturas.

Tipos de pruebas

Siguiendo a Aristóteles, asienta Tomás dos principios: 1º. Antes de investigar la naturaleza de un ser (¿qué es?) es preciso conocer su existencia (si es); y 2º. Hay dos tipos de demostración de la existencia: a priori y a posteriori; la primera se llama del “por qué” (propter quid), procede de lo que es anterior en sí mismo a lo posterior. La segunda es a partir del efecto y se llama del “qué” (quia), procede desde lo anterior para nosotros.

«Cuando un efecto nos es más manifiesto que su causa, procedemos al conocimiento de la causa a través del efecto. Ahora bien, a partir de cualquier efecto se puede demostrar que existe su causa si efectivamente los efectos de esta causa son más conocidos para nosotros; porque, al depender los efectos de la causa, dado el efecto, es necesario que la causa preexista. De manera que la existencia de Dios, en cuanto no es evidente por sí misma para nosotros, es demostrable a través de los efectos conocidos por nosotros» (Summa Theol., I, q. 2. A. 2, c.)


–Las pruebas a priori, válidas en lógica y en matemáticas, no lo suelen ser en metafísica; suponen que la causa es conocida con prioridad al efecto. De ahí el rechazo del «argumento ontológico» o argumento de Anselmo.
–La pruebas a posteriori, del efecto a la causa, gozan del rigor del principio de causalidad. Se subdividen en metafísicas y morales:

a) Las pruebas metafísicas parten del ser cósmico, del mundo.
b) las pruebas “morales” parten de una disposición humana. No tienen el rigor metafísico, es decir, engendran certeza moral, no certeza metafísica; sin embargo determinan una convicción y proporcionan certeza subjetiva.


El argumento ontológico

Es el caso más notorio de prueba a priori; deduce la existencia de Dios de la idea que el hombre tiene de Él. No va del ser de las criaturas al creador, sino al contrario: de la esencia de Dios pretende deducir su existencia. Formulado por san Anselmo de Canterbury (1033-1109) en su libro Proslogion, ha tenido muchos partidarios, entre ellos Descartes y Leibniz. Se expone así: todos saben lo que quiere decir el nombre “Dios”, a saber, el ser mayor posible (id quo maius cogitari nequit, aquél mayor que el cual no es posible pensar otro). Pero existir en el pensamiento y en la realidad es mayor que existir sólo en el pensamiento. Por tanto, Dios existe en la realidad y no sólo en el pensamiento; si no, le faltaría la perfección de existir y no sería el ser mayor que se puede pensar.

El argumento de Anselmo fue criticado por el monje Gaunilón; también Tomás de Aquino lo critica, porque comete un tránsito indebido del ser pensado al ser real. En la modernidad, Kant lo critica también, porque «la existencia –dice el filósofo prusiano– no es un predicado de la esencia». Anselmo había respondido a Gaunilón que, si bien la existencia no se puede deducir de la esencia de un ser pensado, en general, en el caso de Dios, dado que su esencia es el existir (Dios es el Ser por esencia), la deducción sería correcta. A lo que Tomás de Aquino respondió: la identidad de esencia y existencia, que es Dios mismo, es evidente para Él, no para nosotros. La existencia proporcionada a la mente humana es finita. Es preciso partir de la existencia de los entes finitos, para demostrar que existe el Ser infinito. De manera que el argumento debe ser a posteriori, esto es, de las criaturas al creador, no a la inversa.


Pruebas metafísicas. Las cinco vías

Las cinco «vías» de Tomás de Aquino constituyen el elenco más acertado de pruebas metafísicas. Presentan una estructura similar; son diferentes por el aspecto del mundo que toman en consideración, como “punto de partida”. Leamos el texto en que Tomás expone la primera y (parte de) la cuarta vía; analizaremos después la estructura de los cinco argumentos:

«Respondo que hay que decir que la existencia de Dios se puede probar por cinco vías.
«La primera y más manifiesta vía es la que se toma del movimiento. Es cierto, en efecto, y consta a los sentidos, que en este mundo algunas cosas se mueven. Ahora bien, todo lo que se mueve es movido por otra cosa, ya que nada se mueve, sino en tanto que está en potencia con respecto a aquello a lo que se mueve. En cambio, una cosa mueve en tanto que está en acto; ya que mover no es sino reducir algo de la potencia al acto. Ahora bien, no puede ser reducido algo de la potencia al acto sino por algún ser en acto: así lo caliente en acto, como es el fuego, hace que la madera, que es caliente en potencia, sea caliente en acto, y con eso la altera y la mueve. Pues bien, no es posible que una misma cosa esté en potencia y en acto según un mismo aspecto, sino solamente en diferentes. Por ejemplo, lo que es caliente en acto no puede ser a la vez caliente en potencia, sino que es a la vez frío en potencia. Por tanto, es imposible que, en cuanto a lo mismo y de la misma manera, algo sea motor y movido, o sea, que se mueva a sí mismo. Por tanto, todo lo que se mueve, tiene que ser movido por otra cosa. Pues bien, si aquello por lo que es movido se moviera, debería ser movido también a su vez por otra cosa, y ésta por otra. Pero aquí no se puede proceder al infinito, ya que entonces no habría un primer motor, y por tanto tampoco ningún otro movimiento. Ya que los movimientos segundos no mueven sino porque son movidos por el primer movimiento, igual que el bastón no mueve sino porque es movido por la mano. Por tanto, hay que llegar a algún primer motor, que no es movido por nada; y eso todos entienden que es Dios».

«La cuarta vía se toma de los grados que se hallan en las cosas. En efecto, entre las cosas se halla algo más bueno y menos bueno, y verdadero, y noble, y así de las otras cosas como estas. Pero lo más y lo menos se dicen de cosas diversas en cuanto se aproximan diversamente a algo que es lo máximo. Por ejemplo: es más caliente lo que se aproxima más al máximo del calor. Por tanto, hay algo que es verísimo, y óptimo y nobilísimo, y por consiguiente, máximamente ser. Ya que lo que es verdadero hasta el máximo es ser hasta el máximo (...). Ahora bien, lo que se denomina máximamente tal en algún género es la causa de todas las cosas que son de aquel género; por ejemplo, el fuego, que es caliente hasta el máximo, es la causa de todas las cosas calientes,... Por tanto, hay algo que es para todos los entes la causa del ser, y de la bondad, y de cualquier perfección. Y a eso lo llamamos Dios»


Cinco puntos de partida

Como hemos dicho, las cinco vías pueden ser consideradas como si se tratara de un solo argumento, con cinco puntos de partida, con cinco versiones variantes, diferentes; esos puntos de partida son los siguientes:

1º. Las cosas son cambiantes. Pero lo que cambia es compuesto de potencia y acto, etc.
2º. Las cosas son causadas. Pero lo que causa y es causado depende de otro, etc.
3º. Las cosas son contingentes, comienzan y acaban; pero lo contingente no es por esencia, etc.
4º. Las cosas «tienen» un grado de perfección limitado (en el ser, la bondad, etc.), pero lo que es más o menos perfecto depende de un máximo, etc.
5º. Las cosas se ordenan a un fin; pero lo que está por naturaleza ordenado a un fin es tal que su obrar depende de otro; y si el obrar también el ser, etc.


Esquema argumental de las cinco vías

Puede observarse que las cinco vías toman como punto de partida un hecho de experiencia. En segundo lugar, analizan racionalmente ese hecho; el análisis muestra que tiene un origen externo a las cosas. En fin, no es posible proceder hasta el infinito en una serie de causas esencialmente subordinadas. Se concluye, la existencia de un Primero a quien todos denominan Dios. El Dios de las cinco vías es: el Acto puro, la Causa incausada, el Ser necesario, el Ser por esencia y el Ordenador del mundo. El esquema argumental puede resumirse así:

a) Punto de partida: un hecho de observación y formulado en términos metafísicos (por ejemplo, el cambio, acto del ente en potencia en tanto que en potencia, etc.)
b) Principio de causalidad trascendental o del ser (esse) no del hacerse (fieri). La causa del ser es actual, simultánea con el efecto (como el sol y la luz del día). Se aplica el principio de causalidad porque el punto de partida ha mostrado una señal de dependencia en el ser.
c) Imposibilidad de proceso al infinito: una serie de causas infinita es una serie de causas que se subordinan accidentalmente, esto es, la causa influye en el hacerse, pero no en el ser actual del efecto, como el padre es causa del hijo, el constructor de la casa, etc. Pero los efectos analizados son “ahora”, su causa del ser debe ser “actual”, su dependencia esencial.
d) Conclusión: un Primero al que todos llaman “Dios”


Resumen del argumento de las cinco vías

La primera parte del cambio, que consta por los sentidos; cambiar es la actualización de un ser en potencia, el motor o moviente debe ser externo, porque nada puede ser en potencia y en acto a la vez, bajo el mismo punto de vista; y no cabe una cadena infinita de movientes-movidos. Luego hay un Primero que mueve sin ser movido por otro. El Dios de la primera vía es el de Aristóteles, el acto puro.
La segunda, parte de la causalidad; es un hecho que todo causa y es causado. Debe existir una primera causa, no causada. El Dios de la segunda vía es el Incausado.
La tercera parte de la observación de que todo lo que comienza acaba; estos seres pueden no ser (contingencia). Mas no todos son contingentes, tiene que haber uno necesario, de lo contrario alguna vez todo dejaría de existir. El ser necesario no puede no existir: su esencia es existir. El Dios de la tercera vía es el Ser necesario (Necesse esse), y el argumento proviene del filósofo musulmán Avicena.
La cuarta vía es platónica. Parte de las llamadas perfecciones absolutas, que tienen grados de menor a mayor en relación a un máximo. Dios es el ser que es perfección en el máximo grado, por tanto es Aquel cuya esencia es ser; el Dios de la cuarta vía es el Ser subsistente (Ipsum esse subsistens).
La quinta vía parte del hecho observado del orden dinámico en el cosmos. Hay cosas carentes de conocimiento que obran en orden a un fin, porque “siempre, o casi siempre, obran de la misma manera, para conseguir lo óptimo. De manera que es manifiesto que no por azar, sino por una intención llegan al fin”. Deben estar dirigidas a él por un cognoscente, como la flecha por el arquero. Concluye en el Dios que gobierna ordenando los seres a su fin último.

La creación, participación del ser

En cada una de las cinco vías advertimos que las cosas son por participación (no por esencia), de donde inferimos que son causadas en el ser, esto es, creadas. Ser por participación es lo mismo que ser por otro, o bien: tener el ser recibido. La creación es, así, el punto de llegada del pensamiento metafísico; y la tesis filosófica más importante.
Santo Tomás no dice que las cosas son por participación porque son creadas. Al contrario: sabemos que son creadas –dice Tomás– porque su ser no es idéntico a su esencia, sino una perfección limitadamente poseída en esa esencia, participada.
En el pensamiento filosófico del Aquinate, la noción de ser como acto es aristotélica; la participación es la causalidad metafísica, que toma de Platón. Entender al ser creado como una participación del ser increado, o ser por esencia, es el platonismo de San Agustín, que Tomás de Aquino hace suyo. Vemos perfecciones absolutas que están limitadas, participadas; luego aquellas perfecciones “remiten” a Quien las “es” por esencia:

«He aquí que existen el cielo y la tierra: claman que fueron creados, porque se mudan y varían. Mas todo aquello que no ha sido hecho y, sin embargo, existe, nada tiene en sí que antes no tuviera; que en eso consiste mudarse y variar. Claman también que no se han hecho a sí mismos: “Si somos, es porque fuimos creados; no éramos, pues, antes de ser, como si hubiésemos podido hacernos a nosotros mismos”. Y la voz con la que hablan es la misma evidencia.
«Vos, pues, los hicisteis, Señor; que sois hermoso, puesto que ellos son hermosos; que sois bueno, puesto que ellos son buenos; que sois, puesto que ellos son. No son ellos, con todo, tan hermosos, ni tan buenos, ni de tal modo son, como Vos, su Creador; en cuya comparación ni son hermosos, ni son buenos, ni son» (San Agustín, Confesiones, XI, 4).


Preámbulos de la fe

La filosofía del ser de Tomás de Aquino enseña que la existencia del Creador no es sólo una verdad de la fe (Revelación), sino también una verdad accesible a la razón filosófica. Todo lo que está implícito en la idea de creación (sobre Dios, el mundo y el hombre), se manifiesta también a la mente humana a partir de la observación y del razonamiento.
Las más valiosas verdades metafísicas, como nuestro conocimiento de la existencia de Dios o la inmortalidad del alma, aunque estén contenidas en las Sagradas Escrituras y sean misterios de la fe, son también, dice Tomás, verdades racionales: praeambula fidei, «preámbulos de la fe»; pertenecen por igual a la fe teologal y a la razón natural humana:

«No son artículos de la fe, sino preámbulos a los artículos. La fe, en efecto, presupone el conocimiento racional, así como la gracia la naturaleza, y tal como lo perfecto lo perfectible. Sin embargo, nada prohibe que lo que en sí mismo es demostrable y cognoscible sea recibido por alguno como creíble, porque no entiende su demostración» (Summa Theol., I, q. 2, a. 2, ad 1).


San Agustín no separaba la fe y la razón; su pensamiento, vital, parte de la fe. Partiendo también de la experiencia, Tomás de Aquino ve una honda armonía entre la fe y las aspiraciones naturales del corazón y de la inteligencia. Para el de Aquino, que el mundo es creado es una tesis filosófica, que podemos entender y demostrar. San Agustín y los agustinianos del s. XIII, como San Buenaventura y Juan Duns Escoto, parten de la idea de creación para entender el mundo. Por la vía inversa, Tomás de Aquino parte del ser y piensa la creación como la condición característica del mundo y del hombre, de los entes que tienen ser (esse, actus essendi), pero no lo son, no son la Identidad (Ipsum esse).

Pruebas morales

Consideradas pruebas imperfectas, desde el punto de vista metafísico; demuestran que la existencia de Dios es probable, o lo más probable. El punto de partida y el “medio” de este tipo de pruebas es la conciencia; la experiencia interna es el testimonio. Se denominan “morales” (del lat. mos-oris, costumbre) por el tipo de certeza que engendran. La certeza metafísica y la física, se fundan en la necesidad metafísica (su contrario no es posible en absoluto) o en la física (cuyo contrario no es posible naturalmente); la certeza moral se funda en la necesidad moral (cuyo contrario es posible, aunque raro e inhabitual). Enumeremos las principales pruebas “morales” propiamente dichas:

Argumento de las “verdades eternas”. La verdad es eterna, ¿en qué se funda esa eternidad? El mundo es mudable, y yo soy mudable; luego la verdad se funda en el Ser inmutable, que trasciende al universo, y puedo conocerlo. Es la prueba característica de San Agustín.

Prueba por la conciencia de la ley moral. El orden moral no es inventado y tiene fuerza para obligar a la razón; por tanto, depende de un supremo Legislador.

Prueba por el deseo natural de felicidad. El deseo natural no puede ser en vano (desiderium naturae non potest esse frustra), si el hombre anhela un bien infinito, éste existe.

Prueba por la remuneración. Propuesta por Kant. La virtud merece la felicidad; y en este mundo frecuentemente triunfa el injusto y fracasa el bueno. Luego debe existir un Ser sapientísimo que conoce a cada hombre y es dueño del mundo físico y del moral, capaz de colmar de bienes a los buenos.

Prueba por el consentimiento universal. Argumento histórico. El hombre de todas las épocas y civilizaciones reconoce a la divinidad y le rinde culto. Omnibus innatum est in animo quasi insculptum esse deos (Cicerón, De natura deorum, II, 5).

Pruebas antropológicas. Tienen fuerza propia; se discute si generan sólo certeza moral, o también metafísica. En la medida en que la persona es un ser realmente distinto de las cosas, cabe una demostración de la existencia de Dios tomando al ser personal como punto de partida y no al mundo. Se debería hablar, entonces, de una «prueba antropológica» (mejor que metafísica) de la existencia de Dios. Aplazamos el asunto hasta el capítulo 11 de este Curso. Pero de momento considere el lector un axioma que marca la diferencia entre la metafísica y la antropología, a saber, que el monismo (la tesis de Parménides, «el ser es único») es antropológicamente imposible; para el ser personal, ser «solo» es un imposible absoluto –ha señalado Leonardo Polo– y no meramente psicológico; es decir, para que la soledad sea un mal psicológico y social hace falta, antes y con prioridad absoluta, que el ser personal no admita la unicidad, que entrañe constitutivamente la referencia a los otros y al mundo. Entra así en la noción del ser personal una noción filosófica muy usada por los escolásticos del s. XVII y por Hegel, a saber, la «relación trascendental», esto es, la respectividad como elemento esencial de un ser. Ahora, la respectividad a Dios puede evidenciarse como un aspecto del mismo ser personal. Antes del personalismo y de la filosofía poliana, propios del siglo XX, hubo atisbos frecuentes de esta verdad, las llamadas «pruebas antropológicas» de la existencia de Dios son un caso, su punto de partida es la realidad humana. Veamos dos de las más conocidas:

El «argumento de la apuesta», de Blas Pascal (1623-1662), tiene una peculiar fuerza subjetiva. Pascal se dirige al hombre mundano y frívolo –que él mismo había sido– para hacerle ver la «miseria del hombre sin Dios». El científico y filósofo francés había desarrollado, junto con Fermat, el cálculo de probabilidades, para contestar a la consulta de un jugador: “¿Qué jugada tiene la mayor posibilidad de ganar?” El éxito es más probable cuando la proporción de casos favorables y casos posibles (o “tiradas”) se acerca más a la unidad.
Ahora bien, hay que jugarse la vida, apostando por la eternidad o por el tiempo. Abstenerse de jugar sería apostar por la finitud temporal. Estudiemos qué es lo que nos jugamos, ¿qué podemos perder?, ¿qué podemos ganar? ¿Es Dios incognoscible? ¡De acuerdo! Él está infinitamente lejos. Pero, mirad: «en el extremo de esta distancia infinita se está jugando un juego en el que saldrá cara o cruz. ¿Qué os jugáis?» La razón no puede decidirse, ante el infinito, pero «hay que apostar; eso no es voluntario: estáis embarcado. ¿Por cuál os decidiréis, pues? Veamos. Puesto que es preciso elegir, veamos qué nos interesa menos (...) Pesemos la ganancia y la pérdida, tomando como cruz que Dios existe. Valoremos estos dos casos: si ganáis, lo ganáis todo; si perdéis, no perdéis nada. Optad, pues, por que existe sin vacilar».
En efecto, una vida contra otra, ½ de probabilidades. Pero ¿si nos jugáramos dos, o tres, etc., contra una? Pascal compara esta vida con sus incertidumbres, con la felicidad de una vida con Dios. La ganancia es infinita; la posible pérdida, finita, y el esfuerzo finito. «Eso decide la partida. Hay que darlo todo», concluye Pascal.

La desesperación. Søren Kierkegaard (1813-1855) describe la vida en el indiferentismo como una desesperación inconsciente. El tránsito a la fe es un proceso gradual de desengaño que culmina en la máxima posibilidad de la libertad: escoger a Dios. La elección libre abre la existencia al amor, a la relación con el Otro. Ahora bien, la opción por Dios responde al deseo del hombre. Pero no garantiza la realidad de Dios, sino la de la voluntad humana. Es la misma debilidad lógica de la «apuesta» pascaliana. No obstante, buena parte del pensamiento de los siglos XIX y XX ha sido también una «apuesta» por el ateísmo, a cambio de una esperada «liberación» total; fue la apuesta del llamado «humanismo ateo». Pero el s. XX ha resultado ser, más que cualquier otro, el siglo de la «muerte del hombre». Proclamada, incluso teóricamente, por algunos filósofos “estructuralistas”. Así, la anunciada «muerte de Dios» (Nietzsche) dejó a la humanidad sin otra razón que la fuerza, para defender la dignidad humana.



IV. La naturaleza divina

Los atributos divinos

Dionisio Areopagita, teólogo cristiano neoplatónico, que escribió entre los siglos IVº-Vº, dejó un libro de enorme influjo en la historia, el tratado De divinis nominibus (De los nombres divinos). Su punto de partida es la teología de la fe: en las Escrituras Dios se da diversos nombres a Sí mismo; ahora bien, la trascendencia divina es tal, que sólo Él se conoce a Sí mismo; la revelación, pues, es el “lenguaje” mediante el que Dios se da a conocer. Los nombres divinos se adaptan a las criaturas. ¿Qué podemos conocer de Dios a partir de ellos? La inteligencia finita sigue una dialéctica consistente en afirmar y negar cada uno de esos nombres de Dios: le convienen, pero no le convienen del mismo modo que a las criaturas; eso abre paso a una «vía de eminencia» o teología superlativa; Dios no es el ser, sino «hiper-ser», no es vida, sino «hiper-vida», etc. Siguiendo a Dionisio y al neoplatonismo, también Tomás de Aquino enseña que conocemos a Dios mediante: 1º. afirmación de perfecciones absolutas; 2º. negación del modo finito en que las vemos realizadas; y 3º. eminencia o elevación al infinito de las mismas. La negación es por tanto un método para conocer a Dios: «De Dios no podemos saber lo que es, sino lo que no es, por eso no podemos considerar cómo es Dios, sino más bien cómo no es», escribe el aquinate. Nuestro conocimiento se vale de esos nombres de Dios, para atribuirle perfecciones que conocemos (atributos), de una forma que no conocemos (eminencia, trascendencia divina). Los atributos divinos son de dos tipos: entitativos y operativos. Los primeros describen la Esencia divina, tal como es en sí; los segundos tal como se manifiesta en su obrar.

La trascendencia divina

«Trascender» (del lat. trans-scando, atravesar subiendo, exceder) significa superar la capacidad finita de comprender. Este es el único atributo de Dios que entendemos, esto es, su incomprehensibilidad. Trascendente es lo contrario de inmanente. Por eso, la descripción de su esencia debe comenzar por la simplicidad. En efecto, nuestros conceptos son compuestos: el ser, el género, la especie, diferencias, propiedades y accidentes diversos, etc., entran en el concepto de cada cosa. Dios, en cambio, es simplicísimo, por eso ningún concepto, nombre o afirmación le conviene con propiedad.

Simplicidad

El primer atributo divino consiste en la negación de composición; ni Él consta de partes, ni entra en la constitución de compuesto alguno, como si fuera una parte.
En Dios no hay composición de partes físicas; luego no es cuerpo. Además, los cuerpos son entes en potencia, porque son divisibles, pero Dios no es en potencia, luego no es cuerpo, ni divisible, ni compuesto de partes.
Tampoco es compuesto de partes metafísicas, como materia y forma. En efecto, la materia es potencia pasiva, pero Dios es acto puro, esto es, sin mezcla de potencialidad alguna. Además, como el obrar sigue al ser, si Dios fuera material estaría en potencia y sería finito y limitadamente poderoso; luego no es compuesto de materia y forma.
Tampoco es compuesto de sustancia y accidentes. Si tuviera accidentes estaría en potencia para perfecciones sobrevenidas. Luego en Dios nada es accidental; los predicados que se le atribuyen no los “tiene”, sino que los “es”.
Tampoco es compuesto de esencia y existencia; ya que no consta de sujeto que tiene y perfección tenida. No decimos que Dios “tiene” bondad, belleza, etc., sino que es la bondad, la belleza, el ser. No “tiene” el ser, sino que “es” el ser; si el ser divino no fuera idéntico a su esencia, sería causado por otro. En suma, toda composición indica un ser compuesto de potencia y acto y, en consecuencia, causado y finito. Dios es el creador, el incausado, luego su Ser es absolutamente simple. Esta simplicidad no es simpleza, ni vaciedad, sino todo lo contrario: expresa que en Dios es el ser es sin limitación, carencia ni defecto.
La simplicidad y trascendencia divinas son incompatibles con la inmanencia de Dios al mundo; por lo tanto, el panteísmo es erróneo.

Perfección

Se llama «perfecto» aquello a lo que no falta nada, según su especie. Etimológicamente es lo hecho del todo (lat. per-fectus, acabado), logrado y completo. Por extensión, se designa como «perfección» al ser en acto; tanto si ha sido hecho como si no. Perfecto es sinónimo de acto, por oposición al ser en potencia. Por el contrario, «ser en potencia» designa limitación. Luego Dios es perfecto porque es acto sin potencia; es el Ser perfectísimo.
Las perfecciones de las criaturas existen en Él de forma eminente, esto es, como el efecto está en la causa. La perfección mayor de cada cosa es su ser; y Dios es el ser por esencia, de Quien todo ser deriva; luego toda perfección creada deriva de Él y se encuentra en Él eminentemente.

Bondad

Bondad y ser son equivalentes, como atributos trascendentales. El bien añade al ser la idea de apetecibilidad: el bien es lo que todos apetecen (Aristóteles). Algo es bueno en la medida en que es; pero Dios es el ser por esencia; luego es el Bien por esencia, la suma bondad.
Por otra parte, si es el fin último, se sigue de ahí que sea el bien supremo, pues el bien tiene razón de fin; Dios es el bien al que se ordenan el universo y el hombre. Los bienes creados son buenos por participación, ya que son entes por participación. Dios es el bien supremo y el fin universal; las criaturas son bienes particulares, y ninguna criatura puede ser el fin último, ni siquiera la suma universal de todas.

Infinitud

El infinito no tiene límites. No se debe confundir lo infinito con lo «indefinido» (que tiene límites pero no son conocidos). En la filosofía antigua, «infinito» era una noción negativa, porque sólo se tomaba en cuenta la infinitud material, esto es, la enumerable. Este «infinito potencial» es lo sumamente imperfecto, porque no tiene forma (ni ser) definido, sino solamente materia. El «infinito actual», por el contrario, no tiene límite en razón del acto. Es el Dios de Aristóteles, acto puro y perfección sin potencia.

Desde el neoplatonismo renacentista, se plantea una pregunta: dado que Dios es infinito, ¿no deberá ser también infinito el mundo, ya que el efecto revela el ser de la causa? Debe responderse negativamente, de lo contrario se confundiría a Dios con el mundo. El Creador es trascendente al universo creado; luego no cabe deducir de Él la infinitud física. Algunos panteístas, en cambio, supusieron que el mundo era una «exteriorización» de Dios, luego tenía que ser infinito cuantitativamente. Esta línea de pensamiento va de Giordano Bruno (1545-1600) a Hegel.



Inmensidad

Dios está en todas las cosas y en todos los lugares, sin ser «medido» por ellos. Se dice por eso que es omnipresente y ubícuo. Su presencia está en todas partes y, como inmaterial, no está sujeta al espacio. La inmensidad divina explica su omnipresencia: está en las cosas sin ser limitado por ellas. ¿Cómo está? Está en el ser creado por esencia, por presencia y por potencia, dice Tomás de Aquino con la tradición patrística. Por esencia, porque es la causa que sostiene en el ser a todo lo que existe; de donde deriva su presencia íntima. También está en las criaturas por potencia y por presencia, es decir, porque están sometidas a su poder y porque las ve y ordena.

Inmutabilidad

El movimiento es el paso del ser en potencia al ser en acto; toda forma de cambio supone el ser en potencia. Dios es acto puro, esto es, sin potencialidad, por tanto es inmutable en absoluto; no está sujeto a ninguna variación, a diferencia de las cosas del mundo.

Vida

La vida es un grado superior del ser, según Aristóteles, a saber: el ser de aquellos que se mueven por sí mismos. Movimiento con espontaneidad y autonomía, son las características de los vivientes finitos, llamamos así vitales a las operaciones de sentir, apetecer, entender. ¿Existe esta perfección en Dios? Sí, pero de forma eminente.

Se debe corregir la tendencia a imaginar la vida eterna como muerta, inercial, ¡aburrida! La vida eterna es vida eminente, la más intensa y alta, la más activa. No podemos imaginar una actividad eterna, pero sabemos que la actividad vital sube de grado a medida que ascendemos en la escala de los seres. Así, la actividad física es menos perfecta que la psíquica; la sensorial menos que la intelectual; en fin, la actividad más “activa” es toda novedad, sin perder ni envejecer, tal es Dios.


Cuando Friedrich Nietzsche proclamaba con su estilo dramático la supresión de Dios y el correlativo advenimiento de la nada (el nihilismo), pretendía reafirmar la vida. Según él, el «hombre moderno» mataba a Dios (su idea de Dios), para quitar toda limitación a la vida. No obstante, los historiadores del pensamiento observan que la proclama de Nietzsche: ¡Dios ha muerto, viva el superhombre! No se ha traducido, a lo largo del siglo XX, en una cultura de la vida. Al contrario, como hemos recordado en otras ocasiones, el siglo XX fue, más que ningún otro, el siglo de la muerte del hombre. La consecuencia no es casual. Dios es vida, la vida por esencia y origen de toda vida. No es posible suprimir la causa y mantener su efecto.
Así, pues, en Dios hay vida. Todavía más, Él «es» la vida por esencia:

1) Dios es el único que obra por sí mismo, con autonomía absoluta y como Causa primera, luego le conviene la vida en grado máximo. 2) El Ser divino comprehende todas las perfecciones del ser; pero vivir es una forma de ser perfecto, luego el Ser divino es «vivir», Él es viviente. 3) Entender es una operación vital, pero Dios es su mismo acto de entender, como demuestra Aristóteles, luego también es su mismo vivir. 4) Si Dios no fuera su vida, al ser un viviente lo sería por participación; pero el que es por participación se reduce al que es por sí; de ese modo, Dios se reduciría a algo anterior, lo cual es imposible.



Eternidad

El tiempo se define por el movimiento, es su medida. Sólo hay tiempo donde hay principio, cambio y final. La eternidad es la duración del Ser inmutable. Dios es inmutable pues no sufre mudanza, no tiene principio, sino que es el Principio, ni cambia puesto que no es en potencia, ni puede tener final. Así, durar se dice de Dios con la máxima propiedad; su duración es la eternidad: Él es interminable y sin sucesión, existe todo a la vez. Por eso, debe apartarse la idea de una duración infinitamente prolongada. Se suele inmiscuir en nuestra mente la imagen de un tiempo infinitamente largo, como si en eso consistiera la eternidad; mas es todo lo contrario, la existencia sin tiempo. Dios no existe con sucesión, sino todo a la vez. Boecio (480-525) definió la eternidad así: interminabilis vitae tota simul et perfecta possessio; esto es: «la posesión simultánea y plena de una vida interminable».
Ante la eternidad divina todo está presente. En Dios no hay antes ni después, sino tan sólo «ahora». San Agustín de Hipona (354-430) recogió la pregunta de los incrédulos de su época: «¿Qué hacía Dios antes de crear el mundo?» O no actuaba, o no era eterno. Los que hablan así –dice Agustín– no saben discernir el tiempo de la eternidad. En Dios no hay un «antes» ni un «después»; eso corresponde al tiempo; mas el mismo tiempo ha sido creado, juntamente con el mundo:

«Ni es en el tiempo en lo que Vos sois anterior a los tiempos; de otra suerte no seríais anterior a todos los tiempos. Pero Vos precedéis a todos los tiempos pasados, por la excelsitud de vuestra eternidad siempre presente, y sobre pasáis a todos los futuros, porque aún no son futuros (son nada); y en cuanto hubieren venido, serán pasados; mas Vos sois siempre el mismo y vuestros años no tendrán fin (Sl. 101, 28). (...) Vuestros años subsisten todos a la vez, porque subsisten y no se van empujados por los que vienen, porque no pasan; estos nuestros, en cambio, no serán todos hasta que hayan dejado de ser. Vuestros años son un solo día (2 Petr. 3, 8); y vuestro día no es cada día, sino hoy; porque vuestro hoy no cede el puesto al mañana, como tampoco sucede al ayer. Vuestro hoy es la eternidad. (...) Todos los tiempos los hicisteis Vos, y antes de todos los tiempos sois Vos; y no hubo tiempo en que no hubiera tiempo.
«No hubo ningún tiempo, pues, en el que no hicieseis nada, porque el tiempo mismo Vos lo habíais hecho. Y no hay ningún tiempo que sea coeterno con Vos, porque Vos sois permanente; mas si los tiempos fueran permanentes no serían tiempo.
«Porque ¿qué es el tiempo? ¿Quién podrá breve y fácilmente explicarlo? ¿Quién, para expresarlo con palabras, podrá con el entendimiento comprenderlo? Y, sin embargo, ¿qué cosa mencionamos al hablar, más familiar y más conocida que el tiempo? Y lo entendemos, por cierto, cuando lo nombramos, y lo entendemos cuando lo oímos en boca de otro. ¿Qué es, pues, el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo sé; si quiero explicarlo al que me pregunta, no lo sé; pero sin vacilación afirmo saber, que si nada pasase, no habría tiempo pasado; si nada hubiera de venir, no habría tiempo futuro; y si nada existiese, no habría tiempo presente» (San Agustín de Hipona, Confesiones, XI, cap. 13-14).



Belleza

Como el ser y la bondad, la belleza es trascendental. Se distingue de la bondad en que se refiere al conocimiento. El bien se refiere al apetito, la belleza al conocimiento. Son bellas las cosas que, al ser vistas, agradan (quae visa placent). La belleza pone en el conocimiento gozo y placer peculiar y propio, acompaña a la armonía y proporción. De este modo el trascendental belleza está unido esencialmente al acto de conocer más intenso y elevado, la contemplación. Ver la belleza es contemplar. Y contemplar, no discurrir, es plenitud del conocer y la vida. Mas en Dios hay infinita perfección y armonía, luego la contemplación de su belleza constituye la máxima felicidad.

Ya Aristóteles afirmaba que Dios no tenía felicidad, sino que «es» felicidad viviente. El Dios de Israel añade al Dios aristotélico la Revelación, se manifiesta a los hombres. Dios se da a conocer al hombre, la humanidad reconoce a Dios, se aproxima a Él y, finalmente, entrará en su intimidad, en la belleza, en la contemplación y el gozo sumos.



Atributos operativos de Dios

Hemos considerado hasta aquí los atributos entitativos, que describen a Dios en el orden del ser; los atributos operativos lo describen en el orden del obrar. Se distingue la actividad vital de Dios, sus operaciones «ad intra» o inmanentes, de las obras externas de Dios, u operaciones «ad extra», transitivas. En la vida divina ad intra hay conocimiento, amor y felicidad. Las operaciones divinas ad extra son la creación, conservación y providencia.

La ciencia divina

Dios conoce, más aún: «es» el acto de conocerse a Sí mismo. Llamamos a ese acto de conocer «Ciencia divina» y la declaramos idéntica al Ser divino. Sólo en Dios el conocer es idéntico al ser, la criatura intelectual, por perfecta que sea, tiene conocimiento pero no lo «es», lo notamos en el sorprendente desconocimiento en que permanece siempre nuestro propio ser; Santo Tomás lo expresa diciendo que el «objeto adecuado» del conocimiento humano es la naturaleza material, el del conocimiento angélico su naturaleza espiritual misma, pero ni unos ni otros «comprendemos» el ser que conocemos, nuestro ser permanece distinto del conocimiento que tiene. En Dios no es así, su conocimiento está lleno: como acto y como objeto su conocer es idéntico, su «objeto propio y adecuado» es el Ser infinito. Por lo tanto, la ciencia divina es total, Dios es omnisciente; y es a la vez un solo y único acto, el acto puro, sin mezcla de potencia (limitación, cambio, etc.). En la ciencia divina todas las criaturas están como en su Causa. Aquí es donde, con San Agustín, Tomás de Aquino da cabida a la noción de idea, que Platón propuso como modelo o «arquetipo» eterno de las cosas mudables. Pero, a diferencia de hombres y ángeles, Dios no tiene muchas ideas, sino una sola: su mismo Ser. Se dice también que toda la creación preexiste en la ciencia divina, como en su plan eterno. No se debe pensar, sin embargo, que entre el plan creador y la creación en ejercicio haya separación alguna, pues Dios es inmutable.

Ciencia de las cosas futuras

Se llaman «futuros contingentes» aquellas cosas que pueden ser (por lo mismo, pueden no ser). Ahora bien, Dios conoce simultáneamente todos los tiempos. Para Él no hay futuros desconocidos. La pregunta que se plantea es: ¿Elimina eso la contingencia? Si la respuesta fuera afirmativa, la ciencia divina impondría necesidad metafísica al universo de las cosas y las personas, todo acontecería de modo inevitable y previsible. La necesidad destruye la contingencia y la libertad; si éstas se destruyesen universalmente, dejaría de existir toda sustancia material o espiritual. Ahora bien, la ciencia divina es necesaria, porque Dios no puede ignorar nada y nada puede ser para Él un imprevisto. Pero que la ciencia sea necesaria no equivale a decir que los seres sobre los que versa lo sean igualmente. Santo Tomás lo ilustra con el siguiente ejemplo: si el alma entiende algo, es inmaterial; la consecuencia es correcta, a condición de que se entienda que lo inmaterial es el ser «en el intelecto», aunque lo entendido «en sí mismo» sea una cosa material.

La libertad divina

Aunque la voluntad divina es inmutable, como la ciencia, también es libre. Dios es libre con respecto a todo el universo. Eso significa que no quiere por necesidad nada de lo que ha hecho; o, a la inversa, que todo lo ha creado porque ha querido.

Tenemos libertad cuando queremos sin ser obligados por naturaleza. Dios quiere por naturaleza su bondad, eso colma su voluntad infinita; luego si quiere a las criaturas, las quiere libremente. La libertad es un atributo espiritual y una perfección altísima, por lo tanto no falta en Dios. La libertad excluye la dependencia de causas externas o internas determinantes, mas Dios está libre de toda dependencia porque es la Causa primera.
Dios tiene independencia absoluta, en el ser y en el obrar. Se la llama también aseidad, porque sólo Dios es «a se» (por sí mismo), toda criatura es «ab alio» (por otro); en el hombre la libertad no significa independencia «absoluta» en el obrar, ni en el ser. La libertad incluye la potestad o dominio de la propia acción. El dominio divino de sus acciones «ad extra» es infinito. En fin, la causa contiene a los efectos; si existen criaturas libres, Dios es libre de forma eminente. Tanto es así que, para algunos filósofos, la libertad humana constituye por sí misma una prueba de la existencia de Dios. Según Juan Duns Escoto (1266-1308), conocido como Doctor subtilis, por la finura de sus análisis metafísicos, la existencia de la libertad finita es imposible sin un creador libre, ya que el mundo es incapaz de dar aquello que lo trasciende, la libertad. La misma idea expresó de manera paradójica el llamado «padre del existencialismo», el danés Søren Kierkegaard (1813-1855): sólo Dios puede crear un ser capaz de negársele. La libertad lleva en sí misma una nativa vocación o destino a la vida eterna, pero la realiza libremente: el hombre es puesto en situación de escoger a Dios.



Libertad divina y humana

La libertad humana significa dominio y apertura universales, pero la divina es trascendencia. La humana es finita y destinada; la divina es infinita y su destino. No se pueden poner en pie de igualdad, como no se pueden equiparar lo relativo y lo absoluto. Esto nos debe guardar de descubrir «imposibles» en la relación entre la Libertad creadora y las criaturas. «¿Por qué Dios ha querido un mundo como este?», se dice a veces. El misterio del mal, que siempre ha conmovido a los espíritus, remite a la providencia: Dios lo quiere «permisivamente», porque prevé sacar bienes mayores, de otro orden. Ahora, insistir en cuestionar por qué la providencia, y por qué tal como es, etc., equivale a cuestionar la libertad divina.
Dios es libre, no arbitrario o tiránico. La libertad divina es creadora, no destructora. No debemos perderlo de vista al comprobar que nos resulta incomprensible el plan de su providencia: ¿por qué hace ser las cosas tal como son? Este «porqué» es una decisión libre.
Ante la trascendencia de la ciencia, la voluntad y la libertad divinas cabe adoptar dos actitudes erróneas:

1ª. Racionalismo. Es el caso del optimismo metafísico, de Leibniz. Dios ha creado, dice, «el mejor de los mundos posibles». Razón: Lo podía concebir, lo podía querer y lo podía realizar. Si no lo hubiera hecho, no sería bastante sabio, bastante bueno o bastante poderoso. Respuesta: No existe «el mejor posible», porque la ciencia y libertad divinas son trascendentes; para Él siempre es posible uno mejor.
2ª. Irracionalismo. Pesimismo nihilista. El racionalismo sólo acepta el Dios que entiende; de ahí es fácil pasar al extremo opuesto, declarando la razón suprimida en Dios. Si Dios es libre, quiere sin razones, como un monarca absoluto impone sus decretos despóticos. La creación no sería buena en sí, sólo sería «gratuita» (Guillermo de Ockham, Martín Lutero).


El origen del universo creado no es un Algo anónimo, sino un Ser personal. La Causa primera no puede ser, por ello, estudiada bajo una pretensión de comprensión racional, ni la podemos equiparar a las causas naturales, pues con ello dejaríamos de reconocer y respetar, sin motivo, su condición de causa libérrima.
El último «por qué» de la creación entera está en el querer libre de Dios; por tanto, la actitud racionalista, al negar a priori lo que supere a la razón humana, es injusta y no es razonable como metafísica. El racionalismo es un simple prejuicio; no descubre incoherencias en Dios, las crea: el racionalismo es la incoherencia. No es congruente poner a la razón humana como medida del Ser absoluto; de hecho, si Dios fuera comprensible, no sería Dios eo ipso.

El amor de Dios

«Digueren a l’amic: –On vas? –Venc de mon Amat. –On vens? –Vaig a mon Amat. –Quant estaràs ab ton Amat? –Aitan de temps con seran en Ell los meus pensaments» (Ramon Llull, Libre d’Amich e Amat, 24)


Dios ama a las criaturas; más aún: la criatura existe porque Dios la ama. En efecto, amar significa querer el bien para el otro. Cuando Dios quiere las criaturas para Sí mismo, quiere para ellas el bien máximo y las ordena a su fin último. El amor no es lo mismo que la «pasión amorosa». Pero, ¿amado con fuerza infinita, no amará Dios apasionadamente? Se debe distinguir el amor como acto de la voluntad del deseo, o apetito afectivo. Dios no está sujeto a pasiones, en tanto que éstas denotan vulnerabilidad. En cambio, se pueden usar metafóricamente para expresar la profundidad del amor divino. Por otra parte, el amor quiere el bien «para el otro». En el amor personal se incluye que los bienes (cosas) son para las personas; sólo la persona es amada por ella misma. Dios ama a todos los existentes: todo es bueno, en la medida en que es; y Dios ama universalmente; este amor causa el bien que ama: no es movido por el bien que hay en las cosas, sino al contrario, les infunde el ser y el bien. Por lo mismo, ama más a lo que «es» más; luego ama al mundo para el hombre, i al hombre para Dios. Esta es la raíz de la existencia humana como «inquietud», que tan bien supo describir San Agustín: el ser humano es para Dios, por eso los bienes finitos que lo atraen lo dejan siempre insatisfecho. La existencia humana tiene forma itinerante (homo viator) hacia el Amor absoluto.

Creación, conservación y providencia

Todo lo que existe, material o espiritual, existe en virtud del acto de ser (esse o actus essendi), pero sólo Dios es el ser por esencia (Ipsum esse), por tanto, todos los entes fuera de Él son actualmente por participación, esto es, porque reciben el acto de ser del creador.

«Es preciso decir que todo lo que de alguna manera es, es procedente de Dios. Pues si en alguna cosa se encuentra algo por participación, es necesario que sea causado en ella por aquello que lo es esencialmente: como el hierro se hace candente por el fuego. Hemos mostrado..., que Dios es el ser mismo subsistente por sí. Y también hemos mostrado que sólo puede haber un ser subsistente,... De donde resulta, pues, que todas las cosas que no son Dios no sean su ser, sino que participen del ser. Es necesario, en consecuencia, que todas las cosas que se diversifican según una diversa participación del ser, de tal manera que son más perfectas o menos perfectas, sean causadas por un ente primero el cual es perfectísimo» (Santo Tomás de Aquino, Summa Theol., I, q. 44, a. 1. C.)


La creación no es un acontecimiento temporal. Todos los tiempos son creados. El tiempo es también criatura. Siendo así la creación «anterior» al tiempo, es actual siempre. De ahí la noción de conservación en el ser. Conservatio est continua creatio, dice Tomás de Aquino, la creación continuada. No se debe pensar –repito– esa continuidad como una duración temporal; el ser creado dura porque es creado (ahora), no porque fuera creado (en el pasado). Santo Tomás de Aquino utiliza varias veces la metáfora de la luz del sol, para ilustrar este pensamiento. En la creación causa y efecto son simultáneos, como lo son el sol y el día, la iluminación del aire. Si el sol se eclipsa, se hace de noche. Si el sol dejara de ser, todo caería en un apagón de luz cósmico, sobrevendría la oscuridad del ser, la nada.

El creador es, en fin, providente. Providencia (del lat. pro-video, veo de antemano) es previsión, ordenar los medios a su fin. La razón de la providencia universal es el amor divino. Dios ama a las criaturas intelectuales, las personas, por ellas mismas y a las cosas para las personas; por último, ama al universo entero para Sí mismo. Dios es el origen y el destino del universo. Sólo las criaturas personales lo pueden saber; sólo ellas, pues, son creadas y ordenadas al fin, a Dios, por amor a ellas mismas y todas las demás cosas lo son en razón de ellas.
Dios, descubierto inicialmente como Principio del universo físico, resulta ser al fin la clave también de la existencia personal, libre y amorosa. Vale la pena repetir, como hemos expuesto más arriba, que el máximo interés y dificultad de Dios no reside en la cuestión de saber si existe, sino en la cuestión de qué tenemos que ver con Él: cómo coexistimos nosotros con Él. Dios no es para la filosofía sólo el Primer existente, es sobre todo la «Primera persona», si cabe hablar así. Así lo interpretó el Maestro Eckhart (1260-1327), para quien Dios no era, primordialmente el ser, sino el entender personal; según él, el nombre de Dios revelado a Moisés, «Yo soy el que soy», sería una evasiva: no dice en qué consiste su «ser», dice que sólo Él puede decir «Yo soy», por esencia. Aquí está probablemente la clave del tema metafísico, teológico y antropológico, es decir, en que el hombre descubre a Dios y lo acepta en la medida en que él mismo se acepta como su «segunda persona» del singular. Si también «yo soy» es porque Él me conoce, dice Eckhart: «El ojo por el que yo veo a Dios es el mismo ojo por el que Dios me ve a mí». A partir de aquí, la metafísica cede el paso a la antropología y la ética: la comunicación sustituye a la causalidad. El verdadero asunto es: «¿Quién es Dios y quién soy yo?»; sin perder de vista que el reconocimiento del otro da paso a la comunicación, a la relación personal.