Capítulo VII
Filosofía natural (2)
 

 

Por Santiago Fernández Burillo





I. El mundo, problema y misterio

Resistencia a la materia

El hombre es parte del mundo. Parece una observación trivial, mas la experiencia atestigua que a la razón humana le resulta difícil aceptar que es parte del mundo, que depende de él para conocer, que depende de los sentidos. Lo hemos visto en Descartes. El racionalismo tiende a considerar al alma un espíritu puro dentro de un cuerpo; para el idealismo de Kant, el espíritu crea el mundo a modo de imagen, fenómeno o «espectáculo».
Es curioso, en una historia de más de veintiséis siglos, la negación del mundo sensible, ha sido más frecuente que negar a Dios o al espíritu. Ahora, las negaciones de este tipo revelan una inaceptación de los límites del hombre.

Podría decirse que la razón propende a «tender el mundo en el lecho de Procusto». Procusto, es un siniestro bandido que aparece en el mito griego de Teseo. Cuando el joven Teseo descubrió que era el hijo de Ageo, rey de Atenas, emprendió un viaje de vuelta a su padre y a su patria. En su camino hubo de enfrentarse con diversas pruebas, verdaderos «trabajos hercúleos». Uno de los últimos fue su posada en casa de Procusto, un malhechor que invitaba a los caminantes a hospedarse pero les ofrecía una cama demasiado corta (o demasiado larga), de modo que la víctima era obligada a adaptarse al lecho, estirándola hasta despedazarla o cortando lo que sobresalía, la cabeza. Así, la expresión «lecho de Procusto» ha quedado como sinónimo de una mentalidad inflexible e irrespetuosa con la realidad de las cosas. Si las cosas no responden a la exigencia que la mente plantea, ¡peor para ellas! Se las distorsiona o se las mutila. Así también, el postulado racionalista, al asentar la exigencia de idea clara y distinta, hace de la razón un lecho de Procusto: lo que entiende es real; lo que no entiende, y por eso mismo, «no puede ser» real.


La «resistencia a la materia» es un aspecto del postulado racionalista. Si los cuerpos no son más que número –razona–, entonces no hay nada en el mundo que escape a la comprensión y dominio humano. De ahí proviene la pérdida del sentido del misterio. Lo que no sea un problema –que se puede resolver– no se ve, no se capta como dificultad, ni asunto de interés. Eso impide formular la pregunta acerca de la naturaleza; en efecto, si la materia, el espacio, el tiempo, no son «sólo» relaciones matemáticas, ideales, entonces «no pueden ser» nada. Se comprende que esta actitud ocasione –por contraposición– su contraria: la materia es lo único real –se dirá– y el ser ideal es ilusorio. Esto es el materialismo, el hermano gemelo del racionalismo. Para el materialismo todo es ilusión. Aunque esto mismo es una paradoja, ya que siendo todo ilusión el iluso (el espíritu) no es nada. He aquí, pues, que en la actitud cartesiana se originó el absurdo que hizo oscilar al pensamiento moderno entre el racionalismo (autosuficiencia de la razón) y el nihilismo (desprecio de la misma).

Del problema matemático al misterio del ser

Para Descartes el cambio no es un problema filosófico, sino matemático. Por lo tanto, pensar el ser cambiante no interesa; interesa prever los cambios, calcularlos y posibilitar aplicaciones técnicas. El matemático sólo ve una cuestión de cálculo, allí donde el filósofo ve un misterio. Mas en el cambio la dimensión funcional, siendo muy real, no es la única. Esa sustitución de misterio por problema es una peculiaridad del espíritu cartesiano y racionalista. Contemporáneo de Descartes, Pascal –sensible al misterio– subraya que la razón es algo más que esprit de géometrie, pues sondea el espesor y la hondura de la realidad, si está animada del esprit de finesse. La contraposición es importante. En el siglo XX, Gabriel Marcel la ha descrito así: en el misterio se “está”, mientras que con el problema uno se “encuentra”; el misterio no se suprime, mientras que un problema es resoluble por definición. Basta con conocer los datos que lo plantean, el problema tiene solución; y una vez resuelto, ya no existe. En el misterio cabe ahondar, pero no eliminarlo; ante un problema la única alternativa es resolverlo, es decir, suprimirlo. El paradigma de todos los problemas es el matemático; el modelo de todos los misterios es el del ser.
Ahora, ser cambiante es una forma de ser. Cuando un ser cambia, es el mismo a lo largo de todo el cambio, pero a la vez es diferente, porque pasa. El mismo pasar es y no es: es algo real, aunque no permanente. Cada estado sucesivo es diferente de los anteriores; de modo que, aunque el móvil sea uno, es diferente en cada estado. En cierto modo, lo uno es múltiple.
Antes de Descartes, la humanidad encontró en el cambio –que afecta a todos los seres del mundo– una dificultad similar a la del infinito numérico. La dificultad de lo igual y diferente a la vez, es decir, la de aquello que es y no es y, también, la de lo que es uno y muchos al mismo tiempo. ¿No parece ilógico que el ser real sea y no sea, a la vez? ¿Acaso no es absurdo que la misma cosa sea una y muchas, al mismo tiempo?
Ciertamente, nos resistimos, hoy como en tiempos de Platón, a aceptar una realidad ilógica, absurda e incomprensible. Nos parece más bien que la realidad es comprensible, en el mismo grado en que es.

Hombre y mundo: el cuerpo humano

Si el mundo fuera absurdo, no sólo perderíamos lo exterior: perderíamos también la humanidad. Algunos pensadores declaran al hombre una especie de ángel sin cuerpo (Descartes) o un alma castigada a la pena de verse apresada en el cuerpo y renacer a nuevos padecimientos (Pitágoras). Es célebre la concepción platónica del hombre, como una divinidad caída de la región celeste, que vive añorando el mundo ideal.
Estos pensadores, no obstante, se sintieron insatisfechos no pudiendo dar una explicación razonable de la corporeidad, esto es, del hecho de que lo aprendemos todo por medio de los sentidos, que son orgánicos, y de que pasemos la vida trabajando y modificando el mundo. La inaceptación del mundo o de la materia es, a la vez, la inaceptación del propio cuerpo (los sentidos, la memoria). El ser del hombre se liga al mundo. Nos afectan las mismas dificultades de comprensión. Así como se habla de un misterio del hombre, hay también un misterio del mundo. La condición misteriosa es propia de la realidad. Eso se debe a que el ser funda el pensar (el pensar es del ser), pero escapa al pensar (hay más ser que saber). La condición misteriosa del mundo es, para nosotros, la de nuestra corporeidad. El cuerpo es la parte de nosotros mismos que escapa al pensamiento, que depende del mundo.

Concepto de naturaleza y temas de la filosofía natural

Junto con la dificultad del espacio, del tiempo y del cambio, la filosofía se plantea dificultades relativas a otras nociones (formuladas ya en los siglos VIº y Vº a. C.), son a saber: el vacío, la nada, el orden o legalidad, el azar frente a la finalidad, el caso singular (lo raro) ante lo universal (lo general). Todos estos temas están implícitos en la noción de naturaleza. La naturaleza aparece ante el hombre como:

1. Lo que él no ha “puesto” o inventado (independiente y no artificial)
2. Lo que presenta dinamismo y cambio incesante (movimiento y caducidad)
3. Lo ordenado y regular, que obra siempre igual (legalidad, finalidad)

la noción de «natural» incluye las tres dimensiones. En referencia a nuestra experiencia, es natural lo que no es artificial, lo que nos encontramos. Hay que aceptar la naturaleza. Observemos, de paso, que en la historia humana se renueva periódicamente la llamada a «volver a la naturaleza» y aceptar sus límites. Así se expresa Lao-Tsé (siglo VIIIº-VIº a. C.), en el Tao Te King, o Libro del Tao, una de las fuentes de la sabiduría tradicional china. Lo mismo se halla en el estoicismo grecorromano (siglos IIIº a. C. a Iº d. C.); algo de eso había en el romanticismo del s. XIX y más aún en la nueva sensibilidad (Schumacher, Small is Beautiful, Lo pequeño es hermoso) o conciencia ecológica del último cuarto del s. XX. Por otra parte, la aceptación de los límites es indicio de realismo y madurez.

La aceptación de la naturaleza incluye pues esas tres dimensiones: que 1) no depende de nosotros, 2) es principio de cambio y de reposo, y 3) presenta orden, legalidad. En el caso del hombre, aceptar que hay una naturaleza humana equivale a reconocer un fundamento real para los deberes y las normas éticas, una ley moral natural.

Ahora, lo más propio de la naturaleza es tener en sí la capacidad de cambiar y el ritmo de los cambios. El movimiento y el reposo del artefacto no son naturales; son accidentales; en efecto, la máquina –de por sí–tan apta es para funcionar como para no hacerlo. En una palabra, lo más natural de la naturaleza parece ser el movimiento, esto es, el dinamismo y su orden propio.
En fin, todos los temas filosófico-naturales derivan del cambio: el espacio, el vacío, el tiempo, el orden, el azar, las causas, etc. Es el móvil, o mejor, el ser del movimiento, lo que nos hace ver la importancia del espacio y del tiempo, del principio y del fin del cambio, del sujeto móvil (materia, sustancia corpórea) y de las propiedades que adquiere o pierde al cambiar (forma sustancial, formas accidentales).

Objeto y método de la filosofía natural o cosmología

Los antiguos denominaron Física a la filosofía de la naturaleza, a partir de la palabra griega physis, que equivale a la latina natura.

El objeto de la filosofía natural es el ser cambiante. Su método no es el experimental, sino el filosófico; lo que significa que no estudia el cómo, sino el por qué de los seres cambiantes y, por tanto, no formula leyes (causas próximas), sino las causas últimas del ser natural. Estudia el cambio y la naturaleza como tipo de ser. Debido a esta conexión con la metafísica, hablamos de filosofía de la naturaleza, no se trata, pues, de la filosofía de la ciencia ni de una naturaleza particular.
La cosmología o filosofía natural, no recoge datos de observación ni hace experimentos; aunque no carece de base experimental. Al contrario, forma parte de la experiencia humana que todo es cambiante; también es humana la capacidad de contar, de enumerar, de mensurar, etc. En fin, es una experiencia hondamente humana el transcurso del tiempo; de ahí deriva el afán (y la dificultad) de entender el tiempo. Es, en efecto, asunto propio de la filosofía natural la esencia del tiempo, del espacio, del número, etc. En fin, la filosofía natural se origina en la experiencia del ser natural y profundiza en ella: investiga los elementos, causas y principios últimos de los seres físicos.


II. De los “cosmólogos” al platonismo

Admiración y filosofía

Los físicos modernos notaron que la Física aristotélica era errónea, con referencia al movimiento de los proyectiles o a los movimientos de la tierra, la luna y los planetas. Era inadecuada como mecánica. Pero eso no significa que fuera una filosofía errónea del ser móvil o natural.
Sabemos que la contemplación del cielo estrellado motivó el filosofar de hombres como Tales de Mileto y Pitágoras. El primer objeto de maravilla es el mundo. La admiración nació por una especie de «vuelta de campana»; fue como si aquellos sabios mirasen la tierra desde las estrellas: se sorprendían de la movilidad que nos muestran los sentidos, no de la inmovilidad de los principios o leyes que capta la razón.
La filosofía nació por la admiración ante el espectáculo de un mundo cambiante y comprensible al mismo tiempo. En efecto, lo comprensible y verdadero para el intelecto es siempre igual consigo mismo, invariable; lo que es verdad es siempre igual. Por el contrario, el mundo sensible no es siempre igual, ni invariable, sino fluctuante, cambiante: se hace diverso a cada instante porque se está moviendo, crece, se renueva y muere o destruye.

Presocráticos. Los cosmólogos

Los filósofos griegos buscaron un origen para toda la diversidad de los seres y los cambios del mundo; este principio o arjé sería Unidad permanente; desde él, y por él, se entenderían la pluralidad y los cambios. Todas las cosas habrían salido del arjé y, al cabo de todas las transformaciones, a él volverían para disolverse en él. Concebían, pues, el principio como único y eterno, pero también como algo “material”, un fondo inagotable de recursos del que todo salía; y también lo concebían como fuerza y empuje vital, esto es, como lo que haría cambiar a todas las cosas. Estos “cosmólogos” –dependientes todavía del mito–, lo imaginaban como un eterno retorno de lo mismo, un tiempo circular o “gran año” del cosmos. Además, queriendo explicar todo fenómeno observable, eran geógrafos, meteorólogos, geólogos, y también matemáticos, astrónomos e ingenieros. Para todos ellos la naturaleza es algo único y activo; un todo evolutivo y vivo, un “algo” material y vital, pasivo y activo a la vez. Eran fisicistas y monistas, porque consideraban a la naturaleza (physis) como la totalidad y lo único.
Fueron cosmólogos los pensadores de la escuela de Mileto (Tales, Anaximandro y Anaxímenes), Pitágoras y la escuela pitagórica, y, más tarde, los pluralistas, Empédocles y Anaxágoras y los atomistas Leucipo y Demócrito.

Todos los cosmólogos juzgaban que las cosas naturales eran compuestas; ahora bien, los elementos de que constan se reducen o bien a uno solo (monismo), o a una diversidad (pluralismo). En el segundo caso, esa multitud podría ser pequeña, como en el caso de los «cuatro elementos» de la física antigua (Empédocles), o innumerable e infinita, como en el caso de los átomos (Leucipo y Demócrito).

Los atomistas fueron los primeros mecanicistas de la historia, porque lo reducían todo a espacio vacío, átomos y fuerza ciega. Anaxágoras puso elementos divisibles hasta el infinito (homeomerías), de acuerdo con el principio: «todo está en todo». Explicaba la formación del mundo, orden o cosmos, a partir de infinitas partículas (infinitamente divisibles), confusamente entremezcladas, por la acción de una Mente (el Nous).
Estas concepciones fisicistas del principio (arjé) comenzaron a ser superada por obra de dos pensadores «metafísicos»: Heráclito de Éfeso y Parménides de Elea. Estos también explican la realidad cambiante con referencia a elementos materiales, pero insisten en el predominio de un principio (arjé) más alto: el pensamiento y el ser.

Heráclito de Éfeso, el cambio es incomprensible

Heráclito (504, a. C.) afirmaba que todo es cambiante y fugitivo, como el agua. «No te bañarás dos veces en el mismo río», afirma. «Bajamos y no bajamos al mismo río. Nosotros mismos somos y no somos». Las aguas que nos bañan pasan; el río parece el mismo, pero no lo es. Nunca te bañas en las mismas aguas, ni eres el mismo que se baña. Con la imagen del río, Heráclito sugiere que no hay identidad alguna: como el agua, toda cosa es inconsistente, las cosas no “son” sino que “están pasando”. Ahora, si ser es lo mismo que estar pasando, entonces ¿cómo entenderlo? Por ejemplo, cuando un móvil está pasando por un punto, ¿está o no en él? Si decimos que está, lo suponemos detenido; si decimos que no está, ¿cómo pasa?
Heráclito causó honda impresión en los filósofos antiguos. Para Platón, era el responsable del relativismo y el escepticismo; en efecto, si los conocimientos de los hombres provienen de la sensación o dependen de ella, entonces están tarados en su origen: en toda captación sensorial nos parecería que es lo que (ya) no es, o al revés. Toda sensación es engaño, de ahí la máxima: «El hombre es la medida de todas las cosas» (Protágoras), para significar que la cosa es lo que a cada uno le parece.

Parménides de Elea, el ser es inmutable

Parménides (475, a. C.), afirma que el ser se revela al pensar. Luego el ser no pasa, es inmóvil. Si el ser es, entonces no cambia. Parménides acepta la premisa de Heráclito: ser cambiante significa ser y no ser a la vez, contradicción. Y el mundo es cambiante, luego es contradictorio e impensable. Pero también al revés, si algo es pensable, eso será «el ser», de ninguna manera el ser y no ser a la vez, sino pura y simplemente «el ser» y no es algo del mundo.

Mientras Heráclito afirma la prioridad del cambio y de los sentidos que lo captan, Parménides asienta el primado del ser y del pensar. Como lo perfecto es antes que lo imperfecto, así también el pensar es superior a los sentidos, y el ser es antes que el pasar o acaecer.
La primera afirmación de Parménides es esta: «Lo mismo es el pensar y el ser». El ser sólo se da en el pensar. (Al revés: pensar es pensar lo que es; y pensar lo que no es sería no pensar; ahora bien, hay pensamiento, luego el ser es). Su segunda afirmación dice: «El ser es, el no ser no es». Todavía más: «Es imposible que el no ser sea». A continuación sólo falta mostrar que cambiar es un simultáneo ser y no ser; entonces el cambio se declara imposible: no es, no puede ser. Lo mismo sucede con el espacio, y con todo lo que tiene partes diversas. El mundo entero queda, ante el pensamiento, como «apariencia» (opinión, dóxa).
El ser es, luego no pasa. Es eterno, ajeno al «era» y al «será», extraño al mundo. Mas como la inteligencia es «del ser», se sigue que la sabiduría no recae sobre el mundo. Este universo, nuestros sentidos, nuestro cuerpo y los otros cuerpos, el espacio, tienen un ser de apariencia; de ellos no hay ciencia, sino opinión.

Las “aporías” de Zenón de Elea

Parecía extravagante negar el mundo; por eso Zenón de Elea (464, a. C.) apoya a su maestro Parménides atacando la creencia de que entendemos lo que vemos. Hay mundo, cambios, etc., pero eso no quiere decir que «son». El pensar es «del ser», luego lo que no se puede pensar no es. Ahora, el espacio no se puede pensar; tampoco el movimiento, ni la diversidad, etc. Los argumentos de Zenón se conocen con el nombre de «aporías» (en griego: «sin poros», sin salida); han quedado como modelo del arte de argumentar para confundir al adversario; no son convincentes, pero dejan sin respuesta. Veamos un par de ejemplos:

1. Aporía contra el espacio. El espacio es impensable porque es infinito. Pregunta Zenón por el mundo: ¿dónde está? ¿Está en algún lugar, o no está en lugar alguno? Si se dice que está en un lugar, vuelve a preguntar: mundo y espacio continente, ¿dónde están? Si no están en ningún lugar, tiene lo que pretendía: nada es. Si están en un tercer lugar, repetirá la pregunta: el conjunto del mundo, el primer lugar y el segundo que los contiene, ¿dónde están? La pregunta se puede reiterar indefinidamente, pero una serie infinita no se acaba, luego el mundo y el lugar que lo contiene no tienen lugar, no son.

2. Aporía contra el movimiento. Aquiles, «el de los pies ligeros» (Homero), no puede competir con una tortuga, si le concede una ventaja. En efecto, esa distancia que los separa se puede dividir en dos partes: nunca llegará a la segunda, si no pasa antes por la primera; ahora, la primera se subdivide en dos mitades, y la primera de éstas se subdivide otra vez, y así hasta el infinito. Aquiles tiene ante sí un camino compuesto de infinitas porciones, necesita un tiempo infinito. Luego transcurre un tiempo infinito antes de que levante la sandalia del suelo; o, más dramáticamente, corre y se acerca a la tortuga, pero sólo la toca en el infinito, nunca.

El fondo de las aporías de Zenón es que el infinito es irracional. Si el espacio y el movimiento son infinitos, no se entienden. Las «antinomias» de Kant eran, pues, antiguas. De hecho, ya la escuela de Pitágoras vio arruinada su cosmovisión fundada en la geometría y los números enteros, cuando se descubrió el número irracional, como la diagonal del cuadrado, o número i que como pi tiene infinitos decimales, nunca se reduce a la unidad.

La «separación»: mundo sensible y mundo inteligible

Estos planteamientos iban a ser aceptados por muchos pensadores a lo largo del tiempo; por todos aquellos que admiten una separación entre los sentidos y la razón, entre el mundo sensible y el del espíritu. El más ilustre defensor de la «separación» fue Platón de Atenas. Los seguidores de Platón han sido innumerables. Destaquemos a Plotino (205-270) y su escuela, el neoplatonismo, más tarde asimilado al pensamiento creacionista, por el judío Filón de Alejandría (siglo Iº a. de C.) y por los pensadores cristianos de la patrística; el mayor neoplatónico cristiano es San Agustín de Hipona (354-430).
El neoplatonismo de Plotino se propuso frenar al cristianismo con la sabiduría pagana. El mundo material sería una “degradación” del mundo ideal. Del Uno eterno y absoluto salen, por emanación necesaria, dos seres espirituales que prosiguen la producción del mundo invisible, primero, y del visible, después. Habría así una “trinidad” de principios: el Uno, la Mente y el Alma; pero no son idénticos: lo que diferencia del Uno es «caída» o separación de la perfección eterna. La Mente es inferior al Uno, en ella se separan el pensar y lo pensado; se ocupa eternamente en contemplar lo Uno, pero no lo comprende, sino que lo “separa” en Ideas, la ciencia de la Mente es el mundo de las ideas que había descubierto Platón. A su vez, el Alma cae debajo de la Mente, pues se mueve por el deseo, mas el deseo origina la materia. Como el deseo, la materia es infinita e irracional. Con estos elementos, Plotino unía la filosofía de Platón con el mito del eterno retorno.
Proclo (410-485), es todavía un neoplatónico pagano, fue el autor de un libro (Elementos de Teología) que sintetiza la doctrina de la escuela de Plotino e influiría enormemente a lo largo de toda la Edad Media.

Durante la Edad Media, los platónicos atribuyen a los conceptos “universales” una realidad independiente o “separada” de la individualidad sensible; el primero fue Juan Escoto Erígena († ca. 877), que llegó a confundir Dios y mundo, en su esfuerzo por explicar la creación como un proceso de dimanación de la Naturaleza a partir de una «Natura naturans et non naturata», es decir, de la Unidad primordial de la cual todo lo demás sería mera “exteriorización” (teofanía).

San Anselmo de Cantérbury (1033-1109), representa un platonismo cristiano moderado, como el de San Agustín, pues no llega a confundir la creación ni la libertad divina, con un proceso lógico-necesario (como Plotino y Escoto Erígena), pero conserva el mundo ideal de Platón y su separación del mundo material. Como Agustín, Anselmo considera que la idea se encuentra sólo en el pensamiento de Dios, es el arquetipo o modelo eterno de las cosas creadas. Las cosas se llaman «verdaderas» (verdad ontológica) en la medida en que se adecuan a la idea que está en la Mente del Creador. Anselmo ha pasado a la historia sobre porque formuló la prueba «a priori» para demostrar la existencia de Dios, conocida también como argumento anselmiano u «ontológico».

Son también platónicos, o al menos agustinianos, muchos otros filósofos medievales y modernos, como Juan Duns Escoto, San Buenaventura, Descartes, Malebranche, etc. Hay, pues, una parte de los filósofos y de la historia del pensamiento occidental que ha seguido los planteamientos de Heráclito y Parménides, en particular su propensión a separar dos mundos, el de la experiencia sensible o mundo externo y el del pensamiento o mundo ideal.


III. La filosofía natural de Aristóteles

El realismo aristotélico

Aristóteles de Estagira reconcilia la razón y el cambio, mostrando que éste no es contradictorio, sino comprensible como acto; cambio es acto o actividad, el «acto de un ser en potencia». Ahora, si el cambio se puede pensar, entonces la drástica separación de la “idea” y el singular material, que afirmaba Platón, es errónea. Las sustancias materiales son compuestas de materia y forma. Pero las formas no existen separadas en un mundo ideal. La forma de este ser sólo está separada de la materia en el pensamiento. Así, donde Platón ponía un mundo de las ideas, pone Aristóteles conceptos; las cosas no están en el pensamiento como cosas, sino como conceptos. Ahora, los conceptos convienen a las cosas, ya que juzgamos con verdad acerca de ellas; luego al concepto (mental) le corresponde la forma sustancial, o accidental, de la cosa (extramental). Hay coincidencia o, mejor dicho, correspondencia entre las cosas y los conceptos; no hay identidad, pero sí correspondencia.

Para los físicos modernos, la filosofía de Aristóteles era sólo una metafísica, no valía como física. Para algunos pensadores medievales –época que introdujo la obra de Aristóteles en Occidente–, Aristóteles tenía el defecto de ser solo filósofo físico, un «naturalista». Tal era la apreciación de los agustinianos. Los medievales consideran la realidad bajo la óptica de la creación; el ser es criatura o Creador; ahora, Aristóteles es un pagano, carece de la idea de creación: no explica el ser, sólo la producción; no vio que lo radical es la existencia, se quedó en la esencia natural. Sin embargo, otros vieron en esa misma filosofía natural las claves para entender no sólo la verdad del mundo, sino también su creaturidad; así se lo pareció a San Alberto Magno y a su genial discípulo, Tomás de Aquino, que acometieron la empresa de recuperar la obra del sabio griego de la mezcolanza literaria y doctrinal a que la habían sometido algunos neoplatónicos, en particular los árabes Avicena y Averroes.

«El ser se dice de muchas maneras»

Todas las aportaciones aristotélicas derivan de su concepción del ser.
El ser «se dice». Se dice, principalmente, como «ser en acto» (gr. enérgeia, actividad, eficacia) y como «ser en potencia» (gr. dýnamis, capacidad, poder). Esta distinción es la más importante aproximación al ser. Aproximación pues, en efecto, no podemos definir el ser, no lo comprendemos: hay más realidad en el ser que en nuestro pensamiento. Por mucho que sepamos sobre cualquier cosa, no agotamos su realidad. Ahora bien, si no podemos definir el ser, sabemos al menos que se refleja en el lenguaje. Podemos decir la verdad, lo que las cosas son; el ser se dice: «El ser se dice de muchas maneras», repite Aristóteles, contra Parménides. Se dice de cuatro maneras:

1. Verdad y falsedad. Podemos discernir el ser pensado del ser real.
2. Por sí, o por accidente. Es «por sí» lo que siempre es igual, es «accidental» lo que es por coincidencia, o causal.
3. En acto y en potencia. El ser en acto es plenitud, cumplimiento; el ser en potencia es capacidad de llegar a ser.
4. Sustancia y accidente. La sustancia es el ser en sí, suficiente; el accidente es real en otro, dependiente.

Los dos primeros modos de decir el ser guardan relación con el conocimiento; el ser tal como está en el conocimiento no es idéntico al ser de la cosa conocida. Los dos segundos, en cambio, tienen que ver con la realidad física, cambiante.

Análisis y definición del movimiento

El cambio es «el acto del ente en potencia, en tanto que es en potencia». Cambiar es acto, es decir, actividad inacabada, duración. La actividad tiene lugar entre dos extremos: en el término inicial («a quo») hay un sujeto capaz de cambio que no ha comenzado a transformarse; al final (término «ad quem») está el mismo sujeto, pero ya cambiado o transformado. En el inicio, el cambio no ha comenzado; al final, ha acabado. Ni en el inicio ni en el final está el cambio; es el proceso intermedio.
Cualquier proceso de cambio tiene dos elementos, sujeto y forma, que son también extremos. El sujeto, antes del cambio, no tiene una forma o propiedad; después del cambio, la ha adquirido.

En el sujeto se pueden considerar otros dos aspectos: 1) es lo invariable, lo que permanece igual en el cambio; y 2) no tiene la forma (privación) y la puede adquirir (es en potencia). La privación de una forma no explica su adquisición, pero es condición para ella. Ejemplo: el niño «no-músico» es el sujeto del cambio consistente en aprender música. El sujeto es real, un niño; la forma «músico» en él no está, la pensamos como carencia, decimos que es «no-músico». Pero una privación coexiste con infinitas privaciones, tantas como queramos imaginar: el niño no es músico, ni matemático, ni constructor, ni vuela, etc. Las privaciones expresan una forma de ser meramente pensada. Ahora supongamos que el perro asiste con el niño a clases de música. Antes de empezar, el perro está afectado de la misma privación: es «no-músico»; pero el niño se hace músico, el perro no. La privación («no-músico») estaba en el pensamiento que juzga, pero en el niño hay algo real que falta en el perro: el niño «puede ser» músico, el perro no; el niño es músico en potencia, el perro no. Concluyamos: ser en potencia es una forma real de ser. No es la plenitud del ser en acto; pero tampoco una mera privación pensada. El ser en potencia está en el sujeto, le pertenece, es parte de su ser. Ahora, el cambio es la transición –actividad, actualización– de poder ser músico a serlo en acto. La actividad de cambiar va actualizando la capacidad del sujeto. Éste cambia cuando se está haciendo músico; y mientras no lo es del todo (está en potencia todavía), pero ya ha abandonado la pasividad, la mera potencialidad (se está actualizando). El cambio no es ni la pura potencia, ni la plenitud del ser en acto, sino la actualización del ser potencial.

Cambio espiritual y cambio físico

El ejemplo anterior no es plenamente válido, para la filosofía natural. El sujeto del cambio físico no es mental (interior), sino meramente pasivo (exterior). La diferencia está en que un proceso físico acaba, pero un proceso mental no; nunca se es del todo músico, matemático, etc.; en el orden espiritual cabe crecimiento sin límite; en el físico, la actualización comienza y termina. En la construcción piedras, maderas y otros materiales son casa en potencia; el constructor la hace llegar a ser en acto, el cambio es construir. Cuando la casa ya está hecha, no se puede construir más. Pero el niño que sabe música puede aprender más. El cambio físico y el espiritual no son iguales. Son análogos, la actualidad física se termina; la espiritual se puede incrementar siempre; es éste un tipo de proceso extraño al orden físico, no cuantificable ni numérico.

El progreso indefinido no es físico, aunque parezca afectar al mundo externo, los artefactos, etc. El cuerpo humano está sujeto a límites: envejece, muere. Pero la humanidad es capaz de cambio espiritual. El progreso está abierto al infinito, no por ser material sino espiritual. Los artefactos y la cultura pueden entenderse como una prolongación del cuerpo, un medio en perpetuo crecimiento. El hecho de vivir en la cultura, prolongación interpersonal, colectiva, del cuerpo individual y no poder vivir (ni siquiera individualmente) más que en la dimensión colectiva de todos los tiempos, anticipa la condición inmortal humana. Que el hombre tenga que vivir en la cultura, y no sólo en el mundo, evidencia que el mundo es para él lugar de paso. No se trata de la transitoriedad de la vida humana, sino de su carácter a-tópico, no territorial, que tan bien han plasmado siempre los nómadas. Así, Abrahán es un ciudadano sedentario que sale de su país y funda una familia nómada: es padre de Isaac, y éste de Jacob o Israel. La familia es la patria del nómada. Por eso, la «tierra prometida» es una figura del descanso ultraterreno, del final del mundo y de la historia. En el mundo, son peregrinos: el hombre transita por el mundo, no se queda en él. El sedentarismo, condición de la cultura, es provisional: sirve a la cultura, pero la cultura no sirve al sedentarismo, sirve al hombre. La meta del hombre no es el mundo, ni un estado de cosas, sino Alguien, Otro, una comunidad de comunicación plena, sin límite.


Tipos de cambio

La condición «real» del ser físico aparece sobre todo cuando atendemos al cambio local. El movimiento es, ante todo, cambio local, desplazamiento en el espacio según un tiempo. El cambio local tiene un sujeto ubicado que adquiere como «forma» nueva un nuevo ubi, un lugar nuevo.
Si atendemos al cambio de lugar, como forma elemental del cambio, nos damos cuenta de que el espacio y su importancia aparece en segundo lugar, derivadamente. Es primario el sujeto del cambio. El sujeto tiene un lugar, puede adquirir otro. El lugar es del sujeto. No está ahí vacío e independiente de todo sujeto. Para Aristóteles, no hay un espacio universal y vacío, esperando recibir cuerpos; este se forma sólo en la imaginación humana. La primera manifestación espacial es el lugar, que es del sujeto. El lugar viene definido por el cuerpo (lo describe como la periferia inmediata del cuerpo); el sujeto del cambio local ocupa lugar porque es corpóreo. La corporeidad define y ocupa un lugar, el suyo propio. Cada cuerpo tiene un lugar. El lugar aparece así como un «espacio interno». Las partes del cuerpo distan entre sí. Pero si consideramos las distancias de ese mismo cuerpo a los otros lugares o cuerpos, entonces tenemos la noción de «colocación», la de «espacio externo».

Pues bien, se puede decir en general que el sujeto de cambio físico es el mismo sujeto de los cambios locales, es decir, el ser corpóreo. Lo cambiante, nótese bien, es «el ser» corpóreo o natural. Como lo cambiante es el ser, otras modalidades le afectan: cambio de tamaño (aumento y disminución), cambio cualitativo y, finalmente, generación y corrupción, esto es, puede producirse o destruirse. Los tipos de cambio se pueden considerar gradualmente:

•El cambio local afecta al sujeto externamente.
•El cambio cuantitativo afecta al sujeto, pero sólo en magnitud.
•El cambio cualitativo afecta al sujeto internamente, lo altera.
•El cambio sustancial lo afecta en absoluto: otorga o quita la existencia.

La distinción de sustancia y accidentes –otra división del ser– deriva pues de los tipos de cambio. El ser sustancial (físico) es el sujeto de los cambios accidentales. Aquellos en que la forma adquirida es lugar, cantidad o cualidad. Aparece así la clasificación de los accidentes (Cf. Capítulo 4º: Las categorías o predicamentos).

Las causas

Platón tomó sólo en consideración la causalidad ideal. Fuera de la idea estaba la materia, como receptáculo vacío, mera pasividad y exterioridad. La materia era lo infinito o irracional. La idea determinaba, en ella, un ser por participación. Los individuos materiales no son, sino que imitan al ser ideal; son lo que son por una causalidad trascendente, eterna, única e inmaterial. La idea está en el mundo «separado», fuera del espacio y del tiempo. Aristóteles ha criticado la concepción platónica de la causalidad: ¿cómo entender que «esta cosa» exista por un ser absolutamente separado de ella misma?
Contrariamente a Platón, Aristóteles afirma que el hombre, el árbol, la piedra, etc., existen y son lo que son por la forma que les es propia, intrínseca. No puede ser que esto sea «árbol» y el ser del árbol (idea) se encuentre absolutamente a parte. Cada cosa es por el ser suyo, principio intrínseco, el más interior de todos. En suma, la idea (la forma) no está separada, sino unida a la materia. Del mismo modo como la casa sólo existe cuando los materiales están unidos de acuerdo con la idea del arquitecto. Ni la idea sola, ni el material solo, sino unidos, eso es el ser físico. Por lo que materia y forma son causas físicas. Eso significa que son causas recíprocamente, a saber: la materia es causa de la idea, la idea o forma es causa en la materia.
Aristóteles admite cuatro causas del ser físico: material, formal, eficiente y final.
La unión de materia y forma resulta de la generación. Ésta postula una causa eficiente, un agente; el agente de la construcción es el constructor, el que actúa. La materia no abandonaría su potencialidad si no fuera por la actuación que el agente le comunica. En fin, el agente sigue un plan, tiende a un fin preconcebido, como la idea de la casa. Luego el fin es causa, también; el fin causa la actividad generativa y, sin un fin, ninguna causa actúa. Por eso, dice que el fin es causa de las causas. La prioridad del fin es total.

Teleología y mecanicismo

Según Aristóteles, el mundo tiene causa final, pero no la comprende ni domina; el fin del mundo es externo al mundo. De este modo, el estudio del mundo envía a la inteligencia fuera de él. Dios, para Aristóteles, no es la causa eficiente, sino el fin último del universo. En el orden físico –dice el filósofo griego–, el fin (en gr. télos, es decir, realización, cumplimiento), es la causa más poderosa, su influencia es la más eficaz. El orden de un proceso al fin es manifiesto por la regularidad y constancia con que se presenta. En la naturaleza, los agentes siempre actúan de la misma manera, son previsibles: lo son siempre, o casi siempre. Luego la regularidad de las acciones muestra que hay orden a un fin.

Esta concepción de la naturaleza, en que la última explicación es el fin, se llama teleologista. Representa algo así como un término medio entre el mecanicismo y el evolucionismo. El mecanicismo antiguo era la filosofía atomista; el evolucionismo estaba en el mito del eterno retorno y en el monismo naturalista de la escuela de Mileto, por ejemplo.
En la modernidad, el mecanicismo es la filosofía racionalista y el evolucionismo es la filosofía del romanticismo (Cf. Capítulo 6). El romanticismo trasladó la idea de progreso, del espíritu y las obras del espíritu (cultura), al mundo, por eso «espiritualiza» el mundo.
El mecanicismo niega la forma (sustancial y accidental), sólo afirma la cantidad; también niega la finalidad y la substituye por la causa eficiente; aunque sería más propio decir que el mecanicismo niega las causas, todas las causas; en efecto, sin la final, la causa eficiente no es causa, sino choque o empuje ciego. En el mecanicismo hay un déficit de causalidad. Todo se explica por un entrechocar originado en el azar o en la Voluntad omnipotente: el orden del mundo es visto como algo completamente externo al mismo mundo; Dios es pensado como un relojero.

Teleología y evolucionismo

Si en el mecanicismo no hay finalidad, en el evolucionismo sólo hay finalidad; en aquél el fin es extraño al mundo, en éste es el mundo. Si especies distintas (o superiores) salen de la actividad vital de especímenes diferentes (o inferiores), entonces tenemos efectos superiores a su causa. En efecto, lo igual engendra lo igual «en especie»; pero si la descendencia es una especie nueva, el progenitor ha transmitido lo que no tenía; y si es una especie superior, ha dado más de lo que tenía.
De progenitores a descendientes puede haber una serie tan larga como se quiera; al final, se debe cumplir la máxima: el ser del efecto proviene de la causa.
Si las novedades en los descendientes se atribuyen al azar o a combinaciones fortuitas, tenemos la idea de «selección». El mecanicismo, aplicado a los vivientes, es el darwinismo.
La novedad de los descendientes es explicable también por un impulso, preexistente en el plasma germinal, que mueve a producir formas nuevas, mejores; es la explicación lamarckiana, o dinamicista. Lo anterior contiene, en una potencia que se asemeja al deseo, los efectos posteriores.

Tanto si se adopta el darwinismo como otra de las variantes del evolucionismo que han ido formulándose a lo largo del siglo XX, tenemos efectos sin causa proporcionada. La paradoja evolutiva consiste en que el efecto supera a la causa; o –lo que es igual–, que hay un efecto sin causa eficiente (sólo queda la material).
El evolucionismo suprime la causa eficiente (proporcionada, unívoca) y pone en su lugar el azar, o bien una finalidad (antropomorfa) pensada como deseo. La eficiencia queda sustituida por un tránsito de la potencialidad (materia) al fin o forma superior, de manera que esa eficiencia-deseo es lo único «consistente».

Si cabe describirlo así, entonces el evolucionismo no niega el fin, lo identifica con el mundo. El cambio no se ordena al fin, sino que lo explicita: tal cambio y tal otro se han producido para llegar hasta aquí, donde ahora estamos. La evolución es una narración del devenir universal, en la que el narrador ya conoce el final; la filosofía evolucionista explica todos los cambios en razón de la naturaleza acabada. Eso supone conocido el final; ahora bien, entonces las novedades son imposibles; si se las piensa es como aparentes, no reales. Todavía más: la filosofía evolucionista supone la naturaleza “acabada”, pero niega explícitamente eso mismo que supone, porque la naturaleza no es lo acabado, sino el proceso mismo.
En fin, la evolución no dice que cada ser obra de forma previsible, sino que el mundo entero obra de manera previsible; las especies anteriores se encaminaban a las actuales, y si las actuales todavía se ordenan a otras, el proceso está previsto. La historia natural está gobernada retrospectivamente, si el mundo es el fin de sí mismo. Por eso, el mundo se cierra sobre sí mismo (el tiempo es circunferencia) y no remite a un Ser Supremo, el mundo es el ser supremo. Ahora, todo esto vale para la filosofía evolucionista, o para el mecanicismo darwinista; no hablamos de la mecánica, ni tampoco de la hipótesis evolutiva como “modelo” regulador en las ciencias de la vida.

El espacio

El espacio y el tiempo son accidentes, no sustancias. Esta distinción, propia de la filosofía aristotélica, posibilita la solución de la primera antinomia kantiana. La distinción de ser en potencia y ser en acto posibilitará solucionar la antinomia segunda (Cf. Capítulo 6º).
Tanto en la aporía de Zenón contra el espacio (¿Dónde está el mundo?), como en la concepción racionalista y newtoniana del espacio, éste es concebido como una entidad real, infinita y preexistente a los cuerpos. Los cuerpos están dentro del espacio. Si se parte de ahí, la aporía es inevitable. El espacio de Newton es una sustancia, no un accidente, porque tiene ser en sí. Es real aunque no haya cuerpos. Si todos los cuerpos desapareciesen quedaría, vacío, el espacio universal.
Aristóteles ha declarado inexistente este espacio imaginario. Sólo existe el lugar de cada sustancia corpórea, y es finito como finita es ésta. Cada sustancia material tiene magnitud, pero las magnitudes físicas son finitas; las sustancias son finitas. Por eso, si consideramos todos los lugares, coordinados entre sí según las posiciones relativas o colocaciones, eso es el universo completo. Ahora, la pregunta por el lugar del universo ya no tiene respuesta fuera del mundo: afuera no hay nada. «Dentro» y «fuera» se dicen de un lugar, y el universo entero es la totalidad de los lugares, luego no hay ningún lugar afuera del todo. En la existencia natural el universo es todo; luego no hay nada fuera del universo. Hay que conceder a Zenón su conclusión: el universo no está en ningún lugar; todo lugar es una parte del universo; pero ¡el todo no es contenido por la parte!

Lo que denominamos «espacio» es una triple realidad, según consideremos el singular, el universal abstracto y la entidad de razón. Así, son espacio:

•Las distancias concretas y reales, como un palmo, dos quilómetros, etc. Estas son singulares.
•El concepto de distancia, obtenido a partir de aquellos singulares. Este es universal, como todo concepto abstracto.
•El ente de razón «este espacio universal» reúne en unidad lo que sólo puede darse junto en el pensamiento y por obra del pensamiento, pero no sin él ni al margen de él.

El accidente cantidad

Las sustancias naturales tienen siempre cantidad y cualidades, también son activas y, al estar dotadas de corporeidad, pueden recibir pasivamente acciones externas. Vemos derivar así los accidentes, a partir de la condición cambiante de la sustancia.
El primer accidente de la sustancia natural es la cantidad; acompaña necesariamente al ser físico. La cantidad no es el cuerpo (Galileo, Descartes); no es cuerpo, sino del cuerpo. Los cuerpos tienen cantidad, esta tiene magnitud, dimensiones, ocupa lugar, etc. Por tanto, la cantidad es un accidente primero; otros, como el lugar, el espacio o la situación, etc., se fundan en ella. La sustancia ocupa lugar porque tiene partes, y por eso mismo está más o menos lejos de otra, etc.
La esencia de la cantidad es definida por Aristóteles con las nociones de partes y distensión. La cantidad comporta partes extra partes. Partes, unas fuera de otras; este «fuera» designa la dilatación local, la corporeidad y las dimensiones. Si las partes no fueran «extra» (externas entre sí o a fuera una de otras), la sustancia no tendría cuerpo, dimensiones ni partes. Las partes, si no están separadas, se confunden en unidad indivisible. La existencia de partes y la exterioridad de las partes entre sí, es lo que explica la divisibilidad. Ser divisible pertenece a la esencia de la cantidad. A su vez, la divisibilidad hasta el infinito plantea la pregunta por los átomos: ¿existen partículas indivisibles, partes mínimas de cantidad?

El continuo

Dividir es interrumpir la continuidad entre las partes. El resultado de dividir una cantidad son cantidades (por definición); las porciones resultantes, aunque pequeñas, tienen partes y vuelven a ser divisibles. Es divisible todo aquello que tiene partes; y el resultado de dividir cantidad son porciones menores de cantidad. Pero toda cantidad tiene partes. Por tanto, la cantidad es divisible hasta el infinito.
Aristóteles define el continuo como lo divisible en [partes] siempre divisibles. Con independencia de nuestro pensamiento, la continuidad y la división son reales; ahora, ¿es real también la división hasta el infinito? ¿Existe el número infinito? ¿El número de cuerpos que hay en el universo puede ser actualmente infinito?
El filósofo distinguía lo divisible en potencia de lo dividido en acto. La misma cantidad divisible (en potencia) hasta el infinito, estará siempre dividida (en acto) de una manera determinada, concreta y finita. Así, Aquiles podía dividir de infinitas formas el trayecto que lo separa de la tortuga, en la aporía de Zenón de Elea, pero si empieza a correr la división (en acto) se hace de «una» manera. Que una distancia se pueda recorrer de infinitas maneras, no quiere decir que sea una distancia infinita en acto, sino en potencia.
El continuo es pensable, tiene fundamento en un aspecto de la realidad (la cantidad) y en el pensamiento humano (lo abstracto es intemporal, proporciona el siempre). El continuo es pensable, pero no por ello ha de ser real. No todo lo que se puede pensar tiene forzosamente que existir. Al contrario, hay realidades «de razón», esto es, que existen sólo en el pensamiento y por obra del pensamiento; sin una razón que las piense, no son nada. Un ejemplo de ello son las privaciones. El niño «no-músico» (no ser músico es privación) no es nada más que el niño; quien une o articula el niño y ser «no-músico» es solo la razón. Lo mismo pasa, en opinión de Aristóteles, con el infinito, lo no-finito, o lo «nunca acabado»: es de razón. Recuérdese que hablamos de magnitud infinita y física. Hay contradicción entre ser físico y ser infinito. La infinitud que atribuimos a líneas, superficies, etc., es ideal y, como tal, meramente pensada.

El número infinito

Aceptemos que la idea de cantidad infinita es obra del pensamiento; aun con todo, si es pensable, ¿no podría ser real?, ¿qué inconveniente hay, si no repugna a la razón? Se responde negativamente.
Ante todo, hay que distinguir cantidad y número. Número (lat. numero,); es la actividad de enumerar, o las cosas enumeradas. Distinguimos la actividad de numerar (contar) y las cosas contadas. El nombre («número») se aplica a ambas, pero son tan diferentes como lo que sólo existe en el pensamiento y lo que existe independientemente de ser pensado. Pues bien, lo que dice Aristóteles es que el número es una idea que proviene de la acción mental de contar, no del hecho de que exista una multitud de cosas. En este sentido, el número es infinito, con toda evidencia; pero se traslada a las cosas solo en cuanto que lo decimos, esto es, contamos y decimos cuántos hay. El número que «decimos» de las cosas no es una propiedad física de ellas, porque no les afecta en lo absoluto lo que nosotros digamos de ellas.
De momento, sabemos que no hay ningún fundamento para imaginar que las cosas pueden ser infinitas en número. ¿Hay alguna razón para asegurar que no pueden ser infinitas? Vamos a ver que sí. La infinitud real, física, repugna por la misma razón y en el mismo grado que repugna aceptar una realidad absurda. Esto nos hace volver a la incomprensibilidad del cambio que haría ser y no ser a la vez a las cosas (iguales y diversas, unas y múltiples, etc.). Lo mismo que impulsa a buscar una comprensión racional del cambio, obliga a reducir lo infinito al pensamiento. En efecto, el número infinito es y no es, a la vez. Es número, ya que contamos y siempre podemos seguir contando; no es número, porque no está contado. La cantidad es infinita porque podemos contar; pero es finita, si ya está contada.
Todo esto se dice de una cantidad actual, no estamos pensando en el tiempo. No hablamos de tiempo, sino de cantidad infinita actual. Concluyamos. El universo de Aristóteles no está en ningún lugar, no está en el espacio, porque el espacio es una propiedad de los cuerpos. ¿Pueden ser los cuerpos infinitamente numerosos? No, la idea de cantidad infinita, en acto, repugna a la razón. El infinito es ideal, no físico.

El tiempo

Su definición es número del movimiento según lo anterior y lo posterior. El tiempo mide un movimiento. Esta definición reúne lo ideal (enumerar) y lo real (movimiento); por eso, hay un tiempo mental (y psicológico) y otro físico. ¿En cuál de esos sentidos se dice con prioridad?
Sin una mente que mida, hay cambio pero no tiempo. Sin cambio físico, hay conciencia –la presencia y lo presente–, pero no pasado ni futuro, tiempo. Ni en un mundo sin inteligencias, ni en un intelecto sin materia hay tiempo. El tiempo es humano.
¿Puede ser infinito el tiempo?, ¿puede haber transcurrido un tiempo infinito antes del día de hoy? Ya sabemos que la enumeración, como operación intelectual, es virtualmente infinita. Por lo tanto, ¿es posible que la serie de los cambios físicos sea tal que, cualquier estado de cosas suponga uno anterior, y aquél otro, y aquél otro, etc., hasta el infinito? La serie infinita, cuyas partes no son a la vez actuales, no es imposible. Luego una secuencia infinita no es teóricamente imposible; los elementos de la secuencia no existen simultáneamente: cuando el posterior llega, el anterior ya no existe. Aquí no hay número infinito en acto; hay número infinito, pero sólo en la potencia pensante. Es el mismo caso que la serie de los números naturales: es infinita, siempre podemos sumar la unidad.

Del mundo a Dios

La serie infinita no repugna a la mente, no atenta contra el principio de contradicción. Luego el tiempo puede ser infinito; pero recuérdese que esa posibilidad radica en la mente. Ahora, ¿no radicará también en la materia? Al cabo, según el mismo Aristóteles, ¿no supone todo cambio una materia? Y, por ende, ¿no supone el cambio siempre y «a parte ante» la posibilidad material de cambiar? Así es, en efecto, y por eso una serie de causas y efectos naturales no puede ser declarada imposible. Por esta misma razón, no deja de sorprender que el filósofo se plantee la pregunta sobre el fundamento del universo a la vez que da por supuesto que está durando desde hace un tiempo infinito. En la Edad Media, algunos filósofos creyeron ver en ello una actitud cerradamente «naturalista»: si el mundo «puede» estar durando desde la eternidad, el mundo se considera autosuficiente, absoluto. Contra esa apreciación está el hecho de que Aristóteles infirió del cambio la necesidad de una Causa eterna e intelectual. Dado que en el mundo todo cambia, si este mundo dura desde hace un tiempo infinito, entonces Dios existe, como Acto puro: en Él se apoya la posibilidad de todos los cambios. No podía ser de otro modo: el ser se dice, ante todo, en potencia y en acto; pero el acto es a la potencia como lo perfecto a lo imperfecto, luego la existencia actual se entiende como acto, y en virtud del acto, no de la potencia. «Es imposible que el ser provenga del Caos ni de la Noche», escribe contra los mitólogos de la Grecia arcaica.

Para durar y para cambiar hace falta existir; ahora, ¿existe el mundo por sí mismo? Si no queremos dar por supuesta la respuesta, sino permitir que la naturaleza nos lleve más allá de sí misma, hay que cerrar esa puerta. No diremos simplemente: «Todo lo que cambia empezó; y el mundo es proceso de cambio; luego el mundo ha empezado desde fuera, y ese Principio es Dios». Cabría pensar: «El mundo no empezó, luego no tiene Principio». El dios que está en cuestión en ese razonamiento es un principio temporal, luego pretérito, ¿qué garantiza su actualidad?

Tomás de Aquino ha interpretado del siguiente modo el planteamiento teológico de Aristóteles: «Tanto si el mundo tuvo un inicio temporal, como si no lo tuvo y sigue durando, Dios existe». Si el mundo empezó a existir, es obvio que Dios existe y es la Causa metafísica del ser físico; pero si el mundo no empezó y dura hace un tiempo infinito, eso no se explica por la potencia de la materia: ésta sólo posibilita cambiar, es decir, hacerse distinto, no posibilita «ser» de forma absoluta e independiente, ya que el ser en potencia no «es» sin el acto; luego el ser cambiante (acto del ente en potencia en cuanto tal), depende de otro ser en acto, y si éste aún es en potencia depende de un acto superior. En suma, todo ser cambiante remite al Acto puro.

La naturaleza remite más allá de sí misma, no por ser cambiante, sino por ser. La parte de la filosofía que piensa el ser como principio, más allá de la naturaleza (physis), que es principio sólo del obrar y cambiar, fue llamada Metafísica por Andrónico de Rodas, el editor helenista de la obra de Aristóteles. El propio Aristóteles la llamaba Filosofía primera, porque se ocupa de los principios, y también Teología, porque el Principio primero en absoluto es Dios.