Capítulo III
Ciencia y filosofía
 

Por Santiago Fernández Burillo

 

I. Los grados del saber
II. Esbozo histórico de la filosofía
III. Prioridad de la teoría.
IV. Las ramas de la filosofía. Definiciones



“Quien afirma que no se debe filosofar… hace filosofía, porque es propio del filósofo discutir qué se debe y qué no se debe hacer en la vida” (Aristóteles)



I. Los grados del saber

La naturaleza instrumental de la cultura

Discurrimos sobre la cultura, luego pensamos en términos superiores. La cultura no es el grado supremo del saber. El saber tiene grados. Por eso decimos que el pensamiento juzga de todo. La cultura no agota el pensamiento. El poder de pensar no se agota en ninguno de sus resultados, justamente por eso progresan. Hay más (poder de) pensar que saber, y el saber es también más amplio que la cultura. ¿Qué es pues “cultura”? ¿Cómo la delimitamos? Ya hemos dicho que configura el “mundo humano”, que consiste en el orden de los medios, esto es, los bienes externos producidos por la inteligencia, y que su sentido es servir a la vida humana.

Ese orden de los medios tiene su origen en la inteligencia y su sentido es el ser personal. Dicho al revés: si se volviera contra la persona y su dignidad, no sería orden sino desorden, ni cultura, sino barbarie. La cultura carece de valor absoluto; el suyo es un valor muy alto, pero supeditado a la inteligencia y la dignidad del ser personal.

En la obra filosófica de Hegel, y a lo largo del siglo XX, la cultura se identifica con el espíritu. Allí la filosofía, la religión y la ética aparecen como “productos culturales”, o “espíritu objetivo”. Esa identificación del espíritu y la cultura es errónea. Se debe advertir que el espíritu no se “objetiva” nunca, lo objetivado es siempre “menos” y tiene razón de medio. Sólo así cabe un relativismo cultural, es decir, el orden de los medios tiene su sentido en el ser personal (el “espíritu”). Si se comprendiera la naturaleza de la cultura, como aquí la describimos y definimos, los problemas inherentes a la relación entre la técnica y la vida humana (bioética, justicia y orden mundial, etc.) quedarían bien planteados y serían susceptibles de soluciones humanas. La Escuela de Salamanca, en los siglos XVI y XVII, ya emprendió la orientación correcta, en las cuestiones del derecho internacional y la sociedad de naciones, así como en la cuestión particular de la llamada “guerra justa”.


Una descripción somera del orden de los medios advierte que éste abraza tres categorías u órdenes, a saber: el lenguaje, las instituciones y la técnica. También se pueden describir como tipos de ciencias: ciencias del lenguaje, ciencias sociales y ciencias de la naturaleza. Objetivadas en cuerpos de saber que yacen en libros y otros instrumentos, estas partes de la cultura son grandes bienes. Son bienes públicos, a los que todos pueden (o deben poder) acceder; de modo que los bienes de la cultura obedecen a la capacidad y aptitud humana de tener. El hombre, dice Aristóteles, es el viviente que tiene logos. Traslademos ahora nuestra atención desde los bienes u objetos al tener mismo. También en el tener se aprecian grados: los bienes técnicos o artefactos los tenemos según el cuerpo. La ciencia la tenemos según el espíritu. Los hábitos buenos –las virtudes– las tenemos de forma más honda, son nuestra naturaleza adquirida.
En suma, la cultura o sistema de los medios incluye el lenguaje y sus usos, la técnica y las ciencias. Las ciencias sociales procuran ordenar: la convivencia, el trabajo, la economía, el derecho, la política, etc. Además, ciencia y técnica permiten la obtención de nuevos bienes mediante el trabajo. En la obtención técnica es donde más claramente aparecen “novedades”, la innovación. Esto dio lugar, en el pensamiento moderno, a una atención preferente hacia la noción de progreso.

¿En qué consiste el progreso? No cabe limitarlo a la vertiente técnica e innovadora; se debe pensar también en su apropiación. Como una moneda tiene dos caras, el progreso presenta dos vertientes: la innovación (o “invento”) y la apropiación (humana, social). No obstante, en ambas vertientes progreso es convertir fines en medios. Para ello el trabajo y la técnica se valen de medios, es decir de fines ya logrados. Por eso cabe describir el trabajo como capacidad de construir medios valiéndose de medios artificiales también. El trabajo se vale de medios para obtener fines que, en seguida, pasan a ser medios para nuevos trabajos. Pongamos un ejemplo: la invención de la imprenta permitió que los libros, que hasta la modernidad eran fines, pasaran a ser medios para la instrucción. En el mundo antiguo y medieval, el libro era un bien escaso y muy caro: tenía carácter de fin; por ellos algunas personas se desplazaban a lomos de cabalgaduras, de monasterio a monasterio, o de ciudad a ciudad: el lector iba hasta el libro. La imprenta ha cambiado el mundo humano. En la modernidad, el libro y el periódico van hasta el lector, son medios, no fines. La creación de libros y publicaciones incrementa el mercado, los oficios y el trabajo, incide en la producción de riqueza; pero la apropiación no consiste en haber comprado el libro (tenerlo “según el cuerpo”), sino en leerlo. El progreso consiste en que la gente pueda leer y lea, la aparición de una sociedad alfabetizada. Algo parecido sucede con la alimentación; si el alimento suficiente está asegurado, comer es un medio, los fines son la vida laboral, social, espiritual, etc. Pero si una ciudad se ve en estado de guerra, comer lo justo deja de ser un medio y vuelve a ser un fin, tal vez primordial; tiene lugar un retroceso. El progreso convierte fines en medios, posibilitando fines nuevos; el retroceso, al revés, hace fines de los medios.
La apropiación del alimento adecuado se manifiesta en la salud, la talla o el alargamiento de la esperanza de vida; la apropiación del libro en la ilustración y la alfabetización, en la mejora del conocimiento y de las ciencias. La apropiación, en cambio, de leyes injustas, como las permisivas del homicidio (aborto, eutanasia, etc.), sólo es posible por un encogimiento de la racionalidad y de su presencia en la opinión pública.


Los instrumentos derivan del saber y el trabajo, y los poseemos según nuestra corporalidad; así, lo que se adapta a la mano es manejable, etc. Concluyamos: la técnica es fruto de la visión del orden (ciencia) y del consiguiente saber crear o producir orden (artefactos). El saber de los medios y los útiles, y el saber técnico, son algo humano: ver el orden presupone el pensar, y la capacidad de entender.

La razón y el orden

Preguntémonos ahora qué diferencia hay entre sentir y pensar. Podrían parecer lo mismo, pero no son iguales. Santo Tomás de Aquino (1225-1274), siguiendo a Aristóteles en su realismo, distingue entre la sensación y el pensamiento mediante la idea del orden. Conocer es tan propio de los sentidos como de la inteligencia, pero conocer orden es prerrogativa de la mente, no de la sensibilidad. Ver orden significa relacionar; y ser capaz de conocer relaciones es ser capaz de ver lo igual y lo distinto, lo más y lo menos, lo superior y lo inferior, la causa y el efecto; significa también conocer el fin, los medios y el modo como se ordenan al fin. Relacionar es pensar, porque significa poder instrumentar (ordenar algo a un fin); o también, compararlos entre sí como subordinado y superior.

Tan importante es esta capacidad de percibir el orden que podemos deducir una clasificación de los saberes a partir de ella. Añadamos que a diferentes actos de la razón corresponden diferentes hábitos (disposiciones activas) que la perfeccionan: la ciencia natural, la lógica, la ética y la técnica. Aristóteles condensó una multitud de reflexiones sobre la naturaleza del saber en una frase: Es propio del sabio ordenar. Tomás de Aquino, pensador profundo y seguramente el mejor intérprete de Aristóteles, la ha comentado de la siguiente manera:

“Es propio del sabio ordenar. Y es así porque la sabiduría es la perfección mayor de la razón, lo propio de la cual es conocer el orden. Porque, aunque las potencias sensitivas conozcan algunas cosas en absoluto, conocer el orden de una cosa a otra es exclusivo del entendimiento o de la razón (…) Ahora, el orden es objeto de la razón de cuatro maneras. Existe un orden que la razón no construye sino que se limita a considerar y este es el orden de las cosas naturales. Hay otro orden que la razón introduce, cuando lo considera, en sus propios actos, como cuando ordena sus conceptos entre sí y los signos de los conceptos que son las voces significativas. Hay un tercer orden que la razón introduce, al considerarlo, en las operaciones de la voluntad. El cuarto, por fin, es el orden que la razón introduce, al considerarlo, en las cosas externas de las que ella misma es causa, como el mueble o la casa” (Tomás de Aquino, Comentario a la Ética a Nicómaco, Prólogo).



Las virtudes intelectuales: técnica, ciencia y sabiduría

Las virtudes son cualidades adquiridas. No nacemos con ellas, sino que resultan de los actos (de la repetición y rectificación) y perfeccionan una facultad. Las virtudes potencian la capacidad de obrar de la facultad: nos hacen aptos para obrar con prontitud, facilidad, perfección y gozo.

El nombre latino virtus, deriva de vis (fuerza); virtudes son virtualidades, poderes. Son también “cualidades” adquiridas, es decir, no son magnitudes y tampoco son innatas. Es nativa la disposición para ellas; así una piedra, por más veces que se lance al aire, no adquiere levedad, ni vuela. Aristóteles afirma que la virtud no es natural, porque no es nativa; pero tampoco es contra-natural.
Acabamos de aludir a la diferencia entre cantidad y cualidad. La forma en que se relacionan la cantidad y la acción conlleva desgaste y pérdida. Si tengo un depósito lleno de gasolina, o un fajo de billetes en la cartera, puedo hacer muchos quilómetros y muchas compras; pero a más quilómetros, menos gasolina; a más compras menos dinero. En cambio, si sé algo sobre un instrumento musical o sobre una teoría matemática, cuanto más toque mejor lo sé, cuantos más problemas resuelva, mejor comprenderé esa teoría y la ciencia matemática. Las cantidades se gastan; las cualidades operativas, crecen con el ejercicio. Pues bien, al ser cualidades, las virtudes resultan de la acción y posibilitan más acción, revierten sobre la facultad, potenciándola para obrar. Se dividen en intelectuales y morales. Nos interesan aquí las virtudes intelectuales. Las morales son objeto de estudio de la ética.

Todo nuestro conocimiento es adquirido; y el hábito es un enriquecimiento que facilita conocer más y mejor. Aristóteles distingue los siguientes hábitos intelectuales: inteligencia de los primeros principios, ciencia, sabiduría, prudencia y arte (o técnica). Su teoría de los hábitos contiene una concepción del hombre: el ser del hombre crece en la línea de su acción vital y su capacidad de tener. El animal envejece en absoluto, por desgaste corporal; el hombre no envejece igual: mientras el cuerpo se desgasta y viene a menos, el espíritu sigue creciendo. Esta observación acentúa la distancia entre el orden de los medios y el ser personal. El orden de los medios prolonga el cuerpo humano; luego el progreso se supedita al crecimiento del espíritu. Intentar lo contrario, es decir, supeditar el espíritu al progreso de los medios técnicos (economicismo y utilitarismo plantean los agudos problemas de la bioética) es animalizar al hombre. Consideraremos, a la luz de esta filosofía del hombre, la relación entre la cultura, las ciencias puras y la sabiduría humana o filosofía.

La técnica –de discurrir, de fabricar, etc.– aplica un saber. Toda técnica (en lat. ars; en gr. tékhne) introduce un orden, después de haberlo considerado y entendido, dice Tomás de Aquino. Por ello, el orden, tanto en los actos como en los instrumentos, proviene del saber. Para hacer algo bien, se precisa saber.

a) Los saberes que guían el obrar son prácticos. Se los llama hábitos de la razón práctica, esto es, del entendimiento que guía la acción. Los clásicos los agruparon en torno a dos virtudes intelectuales: técnica (o arte) y prudencia.
b) Los saberes que sólo buscan saber perfeccionan al entendimiento, no son productivos, sino contemplativos del orden. Se fundan en el orden que no hemos creado, pero es comprensible y causa admiración, y deseo de saber. La característica de la teoría es su desinterés: no pretende modificar, sino saber. La teoría origina hábitos de la razón especulativa. Los clásicos les dieron el nombre de inteligencia de los principios, ciencia y sabiduría.



La función sapiencial: establecer prioridades

La cultura, como orden de los medios, incluye técnica y prudencia. De la sabiduría, en cambio, se debe decir que no es cultura, pues no produce objetos. Tiene una función superior. La función de la sabiduría en la vida humana es pensar los principios y pensar en virtud de principios. Eso conlleva priorizar. Pensar la cultura con referencia a los principios es lo único que asegura la prioridad de la persona sobre las cosas, de la ética sobre la técnica y del espíritu sobre la materia. La cultura, por tanto, no contiene a la religión, a la moral, ni a la filosofía. Sería erróneo afirmar que los valores éticos o filosóficos (el bien moral, la dignidad personal, la libertad, Dios, etc.) son cambiantes según las culturas, o relativos a cada una de ellas. No son culturalmente relativos, porque no son productos culturales, ni parte de cultura alguna; son más bien “medida” de todas ellas, son verdaderamente transculturales.

La existencia de conocimiento transcultural, o sapiencial, posibilita la comunicación humana, por encima de los límites espcio-temporales de las culturas. Es evidente que podemos leer la Biblia y a Homero y entenderlos, es indiscutible que apreciamos la belleza en el arte de culturas ajenas y remotas, las diferencias culturales no aíslan. Lo humano aparece constante y transcultural, sólo por eso es razonable abrirse a las diferencias y aceptarlas; si así no fuera, la diferencia debería ser suprimida, para salvar a lo humano de lo infrahumano. El relativismo sociológico y cultural comete el error de reducir la religión, la moralidad y la filosofía a productos culturales; eso encierra a cada cultura sobre sí misma, de ahí que el discurso sobre la aceptación de las diferencias aparezca –en ese contexto– como un imperativo ajeno a la razón, un impulso emocional o una moda.
Insistamos en el hecho de que, sin la existencia de criterios sapienciales y transculturales, no sería posible leer literatura, ni tendría sentido la idea de los clásicos artísticos, tampoco sería posible la historia, ni derecho “de gentes”, ni internacional, ni comparado, no cabría idea alguna de crítica cultural, en especial no cabría criterio alguno para distinguir el progreso de la barbarie. Pero es evidente la existencia de tales criterios sapienciales, si podemos comprender otras culturas, y cuando leemos a los clásicos; y cuando valoramos y enjuiciamos grandes hechos históricos, como guerras, genocidios, o cuando consideramos la abolición de la esclavitud como un progreso, y los Derechos humanos como un criterio para la historia pasada y futura.


II. Esbozo histórico de la filosofía

Actitudes humanas y filosofía

Se puede distinguir entre sentir y entender; además, cabe distinguir entre teoría y praxis, o razón especulativa y razón práctica. Una clasificación sencilla de las facultades humanas permite distinguir tres planos, que en el hombre se dan aunados: el sentimiento, la voluntad y el intelecto. Es una distinción simple, pero no una burda simplificación. Según se dé prioridad al sentimiento, a la voluntad o al entendimiento, resultarán concepciones distintas del hombre y de la realidad entera. Eso nos puede ayudar a entender por qué hay en la historia concepciones filosóficas diversas. Nos interesa comprender esa diversidad, para comprender, con su auxilio y con el de la misma historia, por qué todas ellas son, sin embargo, filosóficas. Lo que la filosofía es se manifiesta también en su diversidad y en su historia.

Tomando como base ese hecho, resumiremos en tres las “concepciones del mundo” o maneras de entender la sabiduría, correspondientes a tres actitudes distintas de la razón humana:

1) Actitud teorética. Para ella el filosofar nace de la admiración y se ordena al conocimiento de la verdad, al ser de las cosas. Concibe la filosofía como metafísica y, solidariamente, como teoría del conocimiento y antropología.

2) Actitud práctica. Se interesa por la acción y el bien moral. Es la de quienes filosofan a partir de la experiencia de la injusticia. Conciben la filosofía como denuncia ética y regeneración política. No se interesa por la teoría en sí misma, suele propugnar una utopía como término del progreso moral.

3) Actitud positivista. Se interesa por la producción de bienes de consumo e instrumentos. Considera superada la filosofía teorética; sólo reconoce valor a la utilidad. Para ella la ciencia es medio de dominio: saber es poder. Se trata de la actitud antimetafísica, que valora el progreso técnico y espera de éste todas las soluciones.



La Antigüedad clásica

Narra una antigua tradición que el primero que se llamó filósofo fue Pitágoras (530, a. C.), sabio matemático y orador que, al ser preguntado por su oficio y arte, respondió que era amante de la sabiduría (sophía). Como no se le entendía, comparó la vida con los Juegos Olímpicos: la mayoría iban para hacer tratos y negocios, otros para competir y lograr fama, por fin, una minoría iba allá sólo por el gozo de ver. El filósofo es del tercer tipo: busca saber, no por utilidad, sino por el gozo de saber.

Pitágoras vivió en Sicilia, o en el sur de Italia, en torno a mediados del s. VI antes de Cristo; siglo y medio más tarde, vivió en Atenas Platón (427-347, a. C.) quien, al observar cómo los hombres tienen ideales diversos sobre la felicidad, intentó reducirlos a unos pocos “tipos”. Como Pitágoras, describe tres formas de vida: 1ª) según el placer, cuando los hombres se procuran sobre todo bienes materiales (útiles, dinero, seguridad, bienestar, etc.); 2ª) según la fama, los hombres se mueven por el prestigio, y por los honores sacrifican los bienes materiales, como los atletas y soldados; 3ª) según la razón, buscando por encima de todo la contemplación de la verdad (theoría); el ideal teorético lleva a algunos a desinteresarse de la riqueza y del prestigio, a buscar por encima de todo el conocimiento, la verdad y el bien.

El mismo Platón ponía en correlación estos tipos de vida o de hombres con tres potencias del alma o facultades: el entendimiento, la voluntad y el sentimiento. La cuestión es: ¿cuál tiene prioridad? ¿A cuál de ellas corresponde gobernar? Las tres posibles respuestas son otras tantas actitudes ante la realidad. Cada actitud, o forma de entender la vida, viene definida por una idea de lo que es rector en el hombre: la mente, la voluntad o la afectividad. Son tres maneras de concebir la felicidad: ser sabio, ser poderoso, ser rico; tres motivaciones dominantes: conocer la verdad, dominar en el mundo social, o tener placeres y comodidades.

La «Academia de Atenas»

Hay en Roma una célebre pintura al fresco, obra del renacentista Rafael Sanzio, que se titula así. Están allí alegóricamente retratados los sabios de la antigüedad; en el lugar más destacado se ve un arco por el que entran el anciano Platón, que señala al cielo, y su joven discípulo, Aristóteles, que no señala al suelo sino que extiende plana la mano. La Academia ateniense forjó la actitud que la universidad medieval y moderna han recogido y proseguido, el ideal académico.
Platón de Atenas, fue discípulo de Sócrates y maestro de Aristóteles, fundó la Academia (en 387 a. C.) con el fin de formar gobernantes sabios. Sócrates, Platón y Aristóteles (siglos IVº-IIIº, a. de C.) afirmaron decididamente la prioridad de la vida según la razón, el ideal teorético. Según ellos, la admiración origina el deseo de saber. Aristóteles de Estagira (384-322, a. C.) escribió que en el ser humano lo natural es el deseo de saber. El saber, la intelección de la verdad, es la actividad que más cumplidamente llena la vida de sentido, para estos filósofos. El tiempo dedicado al estudio y al saber, el ocio (otium, en latín, cuyo contrario es el negotium) o “skholé” (de donde deriva el nombre de schola, “escuela”), es el mejor empleado, el único que ya está en el fin de la vida humana, la verdad y el gozo de ella, la felicidad.

Siguiendo a Aristóteles, comparemos el deseo natural humano con el de los irracionales. Las bestias están inclinadas a conductas fijas, ciegas, que cada espécimen repite sin originalidad. Para los animales lo natural es satisfacer necesidades inmediatas, sensibles, sin hacerse preguntas. Ahora, lo que es natural para las bestias, no lo es para el hombre. El ser humano subordina sus necesidades sensibles la su vida mental, que puede ser:

1) especulativa, cuando busca saber sólo para saber (teoría).
2) práctica, si busca saber para mejorar la personalidad moral (praxis)
3) técnica, si está encaminada a producir artefactos (póyesis).


La satisfacción de una necesidad, en los animales, es automática: no espera. El hombre, por el contrario, posee la capacidad de retener el tiempo y esperar (su conocimiento domina el tiempo), para él es antes pensar que satisfacer el instinto. Ahora, un ser que espera, que se detiene a pensar, domina su propio tiempo y no es dominado por el automatismo de los instintos y pulsiones orgánicas. En el hombre no gobierna el instinto, sino la razón; en el sentido literal, no tenemos instintos. En efecto, un ser que piensa no es instintivo, sino racional; porque pensar es pararse, detenerse a pensar; eso supone el dominio de toda la conducta desde lo universal, desde lo atemporal. Así pues, el deseo dominante de la bestia es la satisfacción sensible; el deseo dominante del hombre es saber. Mas como el saber es capaz de todo, el hombre es un ser abierto a la totalidad del ser. Por la apertura intelectual somos, en cierto modo, “todas las cosas”. Debido al conocimiento intelectual, el alma es, en cierto modo, todas las cosas, dice Aristóteles. Y Tomás de Aquino lo comenta así: “El alma intelectiva ha sido dada al hombre en lugar de todas las formas, para que el hombre sea en cierta manera la totalidad del ser”.

Apertura sin límite y reflexión, he aquí dos características del hombre. El animal está determinado por el medio en que vive (adaptación), también por el instinto (conducta fija). La razón interrumpe el automatismo de la vida instintiva –podemos detener los procesos naturales–, y crea los artefactos con que el hombre domina el mundo, lo cual es más que adaptarse a él. Por la razón, el hombre es homo faber, un ser inadaptado al mundo (Arnold Gehlen), que nace “prematuro”, pero construye su mundo, el mundo humano.

La inteligencia se demuestra capaz de sobrepasar los límites; se enfrenta con cualquier límite concreto, para ir más allá; eso hace del hombre una criatura inquieta, insatisfecha. Si hay una cima sin escalar, alguien llegará hasta allí tarde o temprano; si hay un abismo en las profundidades del mar, alguien tiene que bajar. Alguien tiene que ser el primero en llegar a donde todavía nadie ha llegado. Si hay una marca establecida en atletismo, hay que hacerla retroceder. Insatisfacción, apertura y progreso son naturales para el hombre. La naturaleza humana no está fijada; es naturaleza espiritual, no solamente física.

Aristóteles observó que a causa de esa apertura, los hombres –“tanto los antiguos como los actuales”, escribe– se maravillaron. Movidos por la admiración hicieron progresos: primero se extrañaron ante problemas comunes. Luego sintieron admiración al contemplar los astros –la firmeza del firmamento–. Por fin, la maravilla “sobre el origen del Todo”. Esta es, según Aristóteles, la causa del filosofar y su tema principal. La de este filósofo es una actitud teorética y principalmente metafísica.

Helenismo e «ideal del sabio»

Todavía en la Era antigua, durante la época helenística y romana (desde el siglo IIIº antes de Cristo, al siglo IVº después de Cristo), una diversidad de escuelas se planteó la naturaleza y sentido de la existencia humana, pero dando prioridad a la práctica. Destacan los filósofos estoicos (como Séneca, Epicteto, y Marco Aurelio, emperador), que consideran sabio al hombre que conoce el arte de vivir feliz, contentándose con poco y no permitiendo que los acontecimientos externos perturben su presencia de ánimo. El sabio adopta igual serenidad ante la buena o la mala fortuna. La sabiduría sería el arte de ser feliz y la felicidad consistiría en no sufrir. Por eso, el sabio busca la imperturbabilidad de ánimo o “apatía”. Los estoicos descubren el valor de la austeridad y el autodominio (abstine et sustine!, recomienda Epicteto), se dan cuenta de que el hecho mismo de vivir es algo feliz y bueno por sí mismo. Además, existe una Razón que gobierna el mundo (Ley natural), el sabio procura conocerla y seguirla, de modo que es sabio y bueno “seguir la naturaleza”, obedecer los dictados de la naturaleza propia es obedecer a Dios.

El estoicismo fue muy influyente en el mundo antiguo, y sigue resonando en algunos pensadores modernos. De él proviene la expresión popular “tomarse las cosas con filosofía”. Esta escuela mostraba una actitud práctica, orientada a la felicidad, entendida como “contento” de la vida. Había en ella un matiz “medicinal”: el ser humano padece, sufre a causa de sus errores, necesita ser curado y liberado de los males de la vida. Hay en esto una actitud próxima a la que se encuentra en las teosofías orientales, como el Hinduísmo y el Budismo.

Epicureísmo

Epicuro de Samos (341-270, a. de C.) fue el primer filósofo de la etapa helenística. La sabiduría consiste, para él, en una comprensión que permita al hombre ser feliz. La felicidad, según Epicuro, consiste en el placer (gr. hedoné); el hedonismo epicúreo juzga que el deseo natural de felicidad es idéntico al deseo de placer. No existe otra realidad que la materia; todos los seres constan de corpúsculos invisibles (átomos), que se agitan en el vacío y se entremezclan; los cuerpos constan de átomos, hasta las almas y los dioses están “tejidos” de átomos sutiles y ligeros. Bajo leyes físicas constantes, los cuerpos obran por la necesidad física. No obstante, al hombre le queda un estrecho margen de libertad; algo así como la inclinación que un cuerpo logra en su caída, moviéndose para desviar la trayectoria. El sabio invierte esa libertad en procurarse el verdadero placer. Hay placeres serenos y naturales, mientras otros son violentos o anti-naturales; se deben preferir los primeros, ya que los segundos acarrean penas y dolor. Placeres serenos son beber agua y comer pan en cantidad justa; placeres violentos son beber vino y manjares exquisitos, la embriaguez y la hartura son males y traen consigo otros males, como: más deseo, insatisfacción y enfermedad. Epicuro recomienda la austeridad, de modo semejante a los estoicos. Pero no basta. No hay vida placentera donde tienen cabida el miedo y la inquietud. Todos los temores se reducen a tres: temor a los dioses, temor al dolor y temor a la muerte. Los dioses son felices, luego no se preocupan de los hombres: no hay motivo para temerlos. El dolor y los placeres moderados no perturban. Lo que priva de serenidad es el deseo; quien desea huir de todo dolor y lograr mayores placeres siempre está inquieto, padece y, si consuma su deseo, se siente frustrado, pues vuelve a desear y con más vehemencia. Sólo quien renuncia a desear, deja de temer al dolor. La muerte, por fin, no nos afecta: al que vive todavía no lo afecta y a quien ya murió tampoco, luego la muerte no es temible. Más aún, la extinción del deseo y del dolor es el placer sumo, y el hombre aspira al placer, luego la muerte es el fin último del hombre, porque con ella desaparece todo deseo y todo dolor.

La actitud “positivista” en la antigüedad se plasma en el epicureísmo: rechazo de la teoría y de la metafísica, reducción de todo a materia y del bien a bienestar. Los epicúreos romanos acentuaron hedonismo de esta doctrina; ignorando la opción por la austeridad.

La Patrística

Otras escuelas de la etapa helenístico-romana fueron el neoplatonismo, el neo-pitagorismo y el escepticismo. A Atenas iban a suceder Roma, Pérgamo y, sobre todo, Alejandría como centros del saber.

La Patrística es un movimiento intelectual cristiano, contemporáneo de las escuelas griegas y romanas, de los siglos II-IV. Se esforzó en expresar la fe cristiana con el vocabulario y conceptos de la filosofía pagana, así como en infundir en ésta los ideales aportados por la fe cristiana; su principal resultado fue la síntesis de la filosofía griega y el monoteísmo. Ahora bien, el Cristianismo no es una filosofía más, como algunos creyeron, sino la plenitud de la religión revelada, la del Dios de Abraham, Isaac y Jacob. Pero el Dios de Israel no es una divinidad nacional, sino el Dios del Universo, de todos los pueblos; esta universalidad y amplitud de la Revelación propicia la diversidad filosófica dentro del Cristianismo. Desde el principio, algunos cristianos hicieron suyas las ideas de Platón, otros las de Aristóteles, o las del estoicismo, etc., según la actitud de cada pensador.

Se considera a San Agustín de Hipona (354-430) la cumbre de la Patrística. Fue un pensador apasionado y vital, sensible a la belleza literaria y a la grandeza intelectual de los clásicos; tras su conversión al Cristianismo los entiende bajo una luz nueva: el hombre y el mundo son criaturas, el Creador no es un ser mudable, sino el Ser eterno, el mismo Ser. Agustín es un filósofo metafísico, platónico y cristiano.

La Escolástica, en la Edad Media, prolonga la obra teorética y práctica de las escuelas helenísticas y patrísticas, las enriquece con la aportación de los grandes teólogos medievales y la de filósofos musulmanes y con el redescubrimiento de Aristóteles.


La Modernidad

Trasladémonos al siglo XVIII, la época que alumbró la Revolución francesa. En la Ilustración hallamos nuevamente la actitud teorética y la práctica, como aproximaciones a la sabiduría. Más tarde, en la primera mitad del siglo XIX, el desarrollo industrial hizo posible –de manera antes insospechada– la actitud positivista. Un contemporáneo de Jaime Balmes, el francés Auguste Comte, dio a la moderna “fe en el progreso” un peculiar matiz tecnocrático.

La Ilustración, llamada “siglo de las Luces” (s. XVIII), adoptó una actitud de exaltación del domino humano del mundo. El progreso es su ideal. Dos pensadores encarnan bien ese talante del siglo de las Luces: Inmanuel Kant (1724-1804) y Auguste Comte (1798-1857). Ambos se oponen al Cristianismo en nombre de la autosuficiencia de la razón; no ven a la razón como criatura, sino como creadora –de la ciencia y del progreso–. Por un lado, Kant es un filósofo idealista, en quien domina la actitud teorética; mientras que Comte es el padre del positivismo y propugna la supresión de la filosofía en beneficio de la ciencia experimental y la técnica modernas.

Kant y la especulación

A Kant se lo puede considerar un claro ejemplo de filósofo especulativo. Es cierto que el interés primordial de su sistema es ético –la llamada “autonomía” moral de la razón–, y así lo vieron los filósofos del Romanticismo. No obstante, una parte de ese sistema, su teoría del conocimiento, contenida en la Crítica de la razón pura, es de tanta importancia en el panorama del pensamiento moderno y contemporáneo que frecuentemente se la ha considerado aparte, como la obra de filosofía especulativa más influyente de la modernidad.

En aquel libro, Kant considera al hombre repartido entre dos mundos: el físico y el moral. En el mundo físico, la racionalidad se plasma en las leyes exactas de la mecánica de Newton. La física moderna es el modelo que se debe imitar, si queremos responder a la pregunta: ¿qué podemos saber? O bien, ¿cómo es posible la ciencia? En el mundo moral, por el contrario, la ley básica es la libertad. Puesto que en éste existen deberes, ha de existir un sujeto libre. Ahora, Kant entendía la libertad del mismo modo que Jean-Jacques Rousseau (1712-1778), en su libro sobre El contrato social (1762), a saber, entendía la libertad como independencia de causas externas. En el mundo físico todo está regulado por leyes y causas externas; por eso, en el mundo físico no hay libertad y el hombre no será una naturaleza.

Tal como Kant los veía, el mundo físico y el mundo moral (un mundo mecánico y otro espiritual) son heterogéneos; y debemos considerarlos siempre separados hasta que sean reunidos por Dios en la bienaventuranza que merece quien actúa de acuerdo con el deber moral, es decir, por puro respeto del deber. En el mundo físico el hombre bueno resulta frecuentemente perjudicado. Kant se da cuenta de que ser moralmente bueno no equivale a ser feliz en este mundo. Por lo tanto, Dios reunirá el mérito moral y el bien sensible; esta reunión del bien moral y del bien físico, al final, será la justicia definitiva.

La actitud teórica de Kant se expresa en su gran sentido de la admiración y la reverencia; el filósofo prusiano admiraba un doble prodigio: “Dos cosas llenan el ánimo de admiración y respeto, siempre nuevos y crecientes,… el cielo estrellado sobre mí y la ley moral dentro de mí”

Fichte y la Acción moral

Como los clásicos, Kant veía en la admiración el inicio y causa del filosofar. Su discípulo Johann Gottlieb Fichte (1762-1814), espíritu práctico y hombre de acción, pone sin embargo el inicio de la sabiduría humana en una elección libre, más aún: gratuita. Según Fichte, sólo son posibles dos filosofías: realismo e idealismo. La primera, afirma que lo real existe en sí, mas eso limita la libertad. El idealismo, por el contrario, afirma una libertad infinita y no reconoce nada “en sí”, exterior a la libertad. Esta dualidad –libertad y cosa “en sí”– equivale, en el pensamiento de Fichte, a la clásica dualidad de “sujeto cognoscente” y “objeto conocido”; pero ahora el sujeto es espíritu, libertad y capacidad de acción. Frente a esa idea del espíritu, la pretensión realista de que existen cosas reales, significa acentuar las limitaciones: las cosas son límites, mientras que la libertad es potestad sin límite; en fin, la libertad supera a las cosas, el espíritu es “antes” que la materia. El espíritu, que es libertad, “pone” la materia ante sí, para superarla. La superación, la lucha y la acción son el alma del progreso y en ella encuentra la libertad su exaltación y felicidad.

Ante el sorprendente planteamiento de Fichte, no queda más remedio que preguntarse: ¿cómo sabemos que el idealismo es la filosofía verdadera? Su respuesta es esta: por autoafirmación, se trata de una elección libre, sin razones. Este es el inicio del filosofar, según Fichte. La experiencia del poder de elegir, del esfuerzo y la superación, son, en su pensamiento, el punto de arranque de todos los razonamientos, no ya la admiración ante el orden del universo. “La filosofía que uno profesa depende de la clase de hombre que es”, afirma Fichte.

Los teóricos modernos de la Revolución (especialmente J.-J. Rousseau) son filósofos de la acción, como Fichte. Si les preguntáramos: ¿cuál es la realidad básica, el hecho primero e incontestable del que partís? No responderían que era el ser, o la verdad, tampoco la admiración. Dirán que la realidad primera es voluntad (Rousseau), o praxis, acción o al menos deseo en busca de satisfacción (Marx).

Ante concepciones tan vigorosas como las de Kant y Fichte se hace especialmente evidente la dificultad intrínseca de la filosofía y la prudencia necesaria, por parte de quienes no son especialistas, a la hora de leerlos y comprenderlos adecuadamente. La mayoría de sus asertos son ciertos y verdaderos, su forma de razonar es lógica y amplia, magnánima, pero llegan de repente a conclusiones que desconciertan al sentido común: el mundo no tiene otro ser que su aparecer (dice Kant del cosmos), y ese ser-aparecer del mundo lo crea el espíritu humano (dice Fichte). No hay razón para mirar con menosprecio a estos pensadores porque se atrevieran a contradecir tan abiertamente al sentido común del resto de los mortales; pero tampoco para dejarnos arrastrar irreflexivamente por lo atrevido u original de sus afirmaciones.

Los pensadores geniales merecen respeto. Ahora, el respeto que espera el pensador consiste en el esfuerzo de entenderle. Kant y Fichte intentaban comprender el espíritu; pero en su exagerado espiritualismo llegaron a difuminar (o a borrar) la diferencia entre el Creador y la criatura. Su idea del espíritu, olvida que es creado y destinado, por eso se internaron en una especie de “mística” (no del encuentro con Dios, sino del encuentro de la razón consigo misma) que se llamó “idealismo filosófico”.

Estas filosofías, especialmente el Idealismo absoluto, de Hegel, han originado una grave crisis en el siglo XX. ¿Qué es el hombre, sólo materia o sólo espíritu? Es casi imposible responder bien a preguntas mal planteadas. Todavía hoy se presenta en algunos círculos académicos como si fuera un éxito, o una “madurez”, lo que en realidad no son sino salidas “de emergencia” hacia el materialismo (marxismo, positivismo, neopositivismo cientifista) o hacia el “humanismo ateo” y el nihilismo (Sartre, Heidegger, filosofía neo-hegeliana, “pensamiento débil”, etc.). Hoy la tarea del pensamiento no puede consistir en darlo por “acabado”. La era postindustrial, de las comunicaciones y la bio-tecnología reclama, más que nunca, la responsabilidad de la filosofía. El universo físico, la dignidad humana, el misterio del mal, la historia y Dios, siguen siendo los grandes temas: nuestra tarea será comprender cómo se armonizan.



Comte y el Progreso técnico

Para Augusto Comte (1798-1857) la realidad humana está gobernada por el progreso en la forma histórica de la Ley de los tres estados, según ésta la humanidad es religiosa en su infancia, metafísica en su juventud y positivista en su madurez.

Comte es el fundador del positivismo; no concibe la filosofía como una actividad que valga por sí misma, para él el saber sólo vale por sus resultados útiles y económicos. Son consecuencia del positivismo el utilitarismo y el pragmatismo, actitudes que valoran el éxito por encima de todo. En dos frases se condensa la mentalidad positivista y antimetafísica de A. Comte:

1) Saber para prever, prever para proveer. El saber sólo interesa para anticiparnos, para dominar y explotar la Naturaleza. En otras palabras: Saber es poder. Y ¿qué pasa con la verdad de las cosas?

2) Todo es relativo, he aquí la única verdad absoluta, dice Comte, sin asustarse ante la paradoja que su afirmación comporta. No obstante, ¿una relatividad universal, no postula algún absoluto?


El ser supremo (le Grand Être), según Auguste Comte, es la humanidad (l’Humanité); el padre del positivismo concibió el saber como Enciclopedia, sistemática y al servicio de la industria y el poder político, un la futura “sociedad positivista”. La religión y el ser supremo de la nueva sociedad sería la Humanidad, su ideal moral el Progreso.


III. Prioridad de la teoría

Prioridad de la inteligencia

Hemos expuesto tres concepciones distintas de la filosofía y hemos comprobado que se han dado tanto en los tiempos antiguos como en los modernos. Lo que ahora nos interesa es la cuestión de saber cuál de ellas es la correcta y, por lo tanto, cuál de las tres facultades –intelecto, voluntad y sentimiento– tiene prioridad natural y asume el encargo de ser la guía de las otras. No obstante, no hay que pensar en términos de confrontación. Tal como lo vieron los griegos, no se trataba de excluir dos formas de vida para dar lugar a una sola, sino de armonizarlas. Según Platón y Aristóteles, la manera de unirlas todas es jerarquizarlas; sólo si reconocemos la hegemonía del intelecto podemos poner orden. El orden es cosa del pensamiento.
Resulta, pues, que la cuestión de decidir cuál de las tres facultades (intelecto, voluntad y sentimiento), o cuál de las tres actitudes (teórica, práctica y positivista) tiene la legítima prioridad es ya una importante cuestión filosófica. Es la cuestión de saber por qué elegimos un carácter, o estilo de vida, y no otro. Discutiendo este tema con los “positivistas” del siglo IV a. de C., el joven Aristóteles escribió lo siguiente: Tanto si se debe filosofar, como si no se debe filosofar, en todo caso, es preciso filosofar. En efecto, si la búsqueda de la sabiduría tiene objeto, entonces éste es el más valioso y debemos investigarlo; pero si no lo tiene, hay explicar por qué, y esa explicación ya es una filosofía. En cuanto nos pongamos a estudiar nuestra incapacidad para conocer la razón última de las cosas, estaremos filosofando; por tanto, es cierto: tanto si se debe filosofar, como si no; en todo caso es preciso filosofar. Desde Aristóteles, el sentido común y la historia han decidido la cuestión a favor de la teoría. Rechazar el primado de la teoría es una teoría, luego la actitud teorética tiene la hegemonía; ella decide qué lugar corresponde a la voluntad y al sentimiento. Ahora, jerarquizar supedita los saberes a principios. Hallar la armonía del hombre y el universo es referirse a principios. Se caracteriza a la filosofía como pensamiento a la luz de los principios, o bien, pensamiento que refiere todos los temas a los principios primeros.

La admiración: del mito a la teoría

Es un hecho histórico que la filosofía nació como actitud teorética. Antes habían sido el mito y la adquisición de la técnica, o artes prácticas encaminadas al bienestar y la utilidad. La teoría hizo pasar al mito a segundo plano. La actitud teorética comenzó desde el momento en que se advirtió que no todo está sometido al imperio del tiempo. Sin negar la importancia del tiempo, lo que la filosofía descubre es algo permanente en la realidad, y que se corresponde con la intelección.

Esta advertencia es la teoría. Ahora bien la teoría es obra del noûs, el elemento intemporal que hay en el hombre; la filosofía comienza pues con la advertencia del espíritu y su apertura a lo intemporal. El mito explica el presente por un pasado remoto. El mito es una interpretación del tiempo que dice: “No hay futuro. El futuro ya ha pasado”. El tiempo del mito es circular, es la “rueda del tiempo”. En el Mito del Eterno Retorno de lo mismo –que era la concepción dominante antes de la teoría, y todavía lo es en el extremo Oriente– el futuro está dado, lo que pasará es lo que “ya ha pasado”. Aquí no tiene cabida la libertad: no se puede crear el futuro si ya está dado; si el futuro consiste en repetir el pasado, no se lo puede evitar ni crear, está predeterminado.

La actividad teorética, por el contrario, no explica el presente por el pasado, sino por lo actual. La teoría explica las cosas por causas y principios que actúan “ahora”: lo que hay, lo que está existiendo, depende actualmente de principios. Así es la mirada (gr. theoreîn) teórica o contemplativa: atenta a lo actual no ya al pasado (mito); y descubre oportunidades, es inventiva, e innova.

El objeto de la admiración ha sido lo contrario de la actitud mítica. La admiración intelectual es el estado en que el hombre se siente cautivado por lo intemporal. Por el contrario, el mitólogo (narrador, poeta) es el hombre de larga memoria, que recuerda cómo se ha formado el mundo, a partir del caos, siguiendo las generaciones de los dioses. El mitólogo vaticina el futuro por el peso del pasado: el futuro no escapará a su suerte. El pasado vuelve. El mitólogo sabe el futuro, porque sabe el pasado. Ahora bien, eso se llama superstición. Quien ha sido educado en la teoría ve que la afirmación de que el futuro ya está dado (es pasado) conduciría a la inacción, al fatalismo y a la pasividad. Ha sido, pues, el primado de la teoría –no el del mito– lo que ha liberado a la acción humana del fatalismo. La libertad y creatividad humanas, tan típicas del hombre occidental, se benefician de la prioridad de la actitud teórica y metafísica. Hay una filosofía nacida de la maravilla, teórica, en el trasfondo de la confianza occidental en la libertad, para la acción ética, para el progreso. No es una casualidad que la ciencia, en el sentido moderno de la palabra, haya nacido y prosperado en Occidente.

Tales y Pitágoras. Mirar la tierra desde los astros

Si preguntamos ante un grupo: “El teorema de Pitágoras, ¿era verdad antes de Pitágoras?” La respuesta que todos dan sin pensarlo es “sí”. Parece evidente que su verdad no depende de Pitágoras, el hombre. Se diría que Pitágoras no ha “inventado” el teorema, sino que lo ha “descubierto”: se ha topado con él, como Cristóbal Colón topó con América, porque estaba en medio de su camino hacia las Indias Orientales. Como las constelaciones de las estrellas, así parece ser la verdad del teorema: intemporal.

Se suele decir que los primeros filósofos se maravillaron al contemplar el cambio, el constante devenir al que están sometidas todas las cosas de la tierra. Y es cierto. Pero debiéramos insistir un poco en este detalle: uno no se admira de algo si no lo encuentra “extraño”, esto es, si no toma distancia. Ahora, para extrañarnos de que las cosas cambien, de que “las generaciones de los hombres caen, como las hojas del bosque en otoño” (Homero), es preciso ver como más natural la estabilidad de lo que no cambia que el movimiento. ¿Cómo se produjo esta transformación mental? Era una modificación importante, porque el mundo material no conoce la permanencia de lo intemporal. Al contrario, en el mundo sensible todo es cambiante, con independencia de la rapidez: de prisa o lentamente, en el mundo todo cambia. ¿De dónde viene, por tanto, la extrañeza y la admiración?

La filosofía nació en el corazón de hombres que miraban las estrellas. El primero fue Tales de Mileto (s. VI a. de C.), autor del teorema de las paralelas y uno de los “Siete Sabios” de Grecia, viajero, matemático, astrónomo e ingeniero. Tales comparó la región inconmensurable del cielo estrellado con la tierra en la que vivimos. Allá arriba estaban las cosas que “siempre son”, según se creía. Las estrellas eran lo permanente, la tierra lo transitorio. Los astros siempre iguales, no cambian, son eternos; mientras que en el mundo de aquí abajo todo es mudable e inconsistente. Tales fue el primero de los que se maravillaron “ante el origen del Todo”. ¿Por qué? Por causa de una especie de “vuelta de campana”, de una revolución mental consistente en invertir la forma habitual de mirar. Tales no parece ser alguien que mira las estrellas desde la tierra, sino uno que considera la tierra desde los astros; no mira hacia “lo que siempre es” desde un momento efímero del tiempo, sino que mira todo lo que cambia, nace, crece y muere, desde la estabilidad de lo intemporal. Lo que verdaderamente extrañó a Tales de Mileto no fue que los astros fueran eternos, sino que en la tierra todo fuese transitorio. No era el cielo, sino la tierra, lo que hacía falta justificar. Este mundo no se entendía; y entender le pareció imprescindible.

Encontrar a las cosas necesitadas de explicación, por ser temporales, significa compararlas con lo intemporal. ¿Cómo era posible tal comparación? Quien compara pone en relación dos extremos previamente conocidos. Por lo tanto, la mente humana conoce tanto lo eterno como el tiempo; dicho de otro modo: la mente humana (el noûs) tiene tanta o más afinidad con las estrellas que con la tierra. Por eso juzga que todo tiene un Principio: toda esta diversidad cambiante está dependiendo, “ahora”, de una única realidad que no ha cambiado ni cambiará nunca. La pregunta oportuna, por eso, era: ¿de dónde ha salido todo y a dónde se encamina?

La pregunta por el origen primero y el destino último sólo es posible para alguien que mire al mundo sensible desde las estrellas, esto es, desde una visión de lo intemporal. Desde un principio, la pregunta por la naturaleza (gr. Physis, lat. Natura) fue más allá de la física o cosmología, hasta las causas últimas, convirtiéndose así en metafísica. Quien investiga movido por la admiración filosofa, es decir, ama una especie de imposible: la sabiduría. Los teoremas, el amor y la filosofía tienen en común el adverbio “siempre”.

Ahora, hay diversas realidades que pueden admirar a la mente, de manera que hay diversas temáticas iniciales de la filosofía. ¿Qué realidades admiraron a los filósofos de ayer, como a los de hoy? El impresionante espectáculo del cielo astronómico mueve a admiración. Y también la autoridad de la conciencia, cuando formula el deber. El mismo hecho de conocer es admirable. Lo es, porque en todo conocimiento hay finitud e infinitud: todo lo que conocemos es cosa finita y, por otro lado, el “poder” de conocer no queda saturado por ningún objeto. Este poder se proyecta sin límite, tiene un no sé qué de infinito. Y los hombres lo han atribuido a la divinidad, hasta el punto de afirmar que la sabiduría no es cosa de los hombres, sino de Dios. Tal fue el caso de Sócrates y Aristóteles, en la Antigüedad; pero también el de Descartes, Leibniz y Hegel, en la modernidad.

Sócrates. La admiración de saber que no somos Dios

Una de las formas más sorprendentes en que se ha expresado la maravilla del conocimiento es el dicho de Sócrates: “Sólo sé que no sé nada”. Parece que Sócrates (470-399 a. C.) quería decir que, por el hecho de saber que nuestro conocimiento es limitado e imperfecto, lo hemos comparado ya con el saber infinitamente perfecto. ¿Cómo sabemos, si no, que es limitado? Y es sorprendente que tengamos idea de un saber perfecto, precisamente cuando reconocemos que nuestro saber es reducido, imperfecto.

¿Cómo tenemos idea del saber perfecto, sin saberlo? Lo cierto es que ya a los antiguos filósofos del paganismo les parecía que la sabiduría era propia sólo de Dios. Por lo tanto, al hombre correspondía no la sabiduría (Sophía), sino el amor a la sabiduría (Philosophia).
Modestia del nombre. Para designar la actividad nacida de la sorpresa, la admiración y la conciencia de la propia limitación, hacía falta una palabra modesta. No sabiduría, sino amor a la sabiduría. Eso quería decir en griego filosofía. Con ello quedaba claro que el hombre limita con lo suprarracional, y limita también con lo infrarracional, que encuentra al descender a la materia, a la singularidad, lo imprevisible y las excepciones. El hombre es un ser fronterizo.

Recapitulación. Una definición clásica de la filosofía

La actitud teórica es el hilo conductor de la historia del pensamiento. Mas las reacciones voluntaristas (praxis) o positivistas (póyesis) y antimetafísicas se presentan una vez y otra, sea como protestas ante el error o extravagancia de algunas teorías –sutiles pero ajenas a la vigencia de los principios–, o como pugna frente al realismo del sentido común. Recapitulemos:

a) La filosofía nace de la admiración, como teoría
b) Se separa del mito, abriendo el futuro, la libertad.
c) Limitada entre lo suprarracional y lo infrarracional, no reconoce otros límites que los de la misma razón humana.
d) Se pregunta por el origen primero y el fin último de todo cuanto existe.
e) A diferencia de las ciencias, no sólo se plantea preguntas concretas, sino que examina qué quiere decir “saber”, “inteligencia”, “realidad primordial”, etc.
f) Examina temas como Dios, el espíritu, la libertad, etc., pero no es religión.


Estas son algunas de las principales ideas que se desprenden de cuanto hemos expuesto en las páginas anteriores. Cabe notar que todas ellas encajan bien en la definición “escolar” del saber filosófico: “La filosofía es la ciencia de todas las cosas, por sus causas últimas, y adquirida por medio de la luz de la razón”.

Universalidad de la filosofía

La misma definición de la filosofía es ya un importante tema filosófico; en ella se pone en juego qué es lo principal, lo hegemónico, en el hombre y en la realidad completa. Puesto que hay diferentes concepciones del hombre y diferentes ideales de vida, la idea de “filosofía” ha sido también bastante distinta en cada época, según las escuelas. De ahí que el interés principal de este capítulo sea rastrear qué tienen en común: ¿qué es la filosofía, esa tarea tan humana y por ello tan diversa?

La definición “escolar” es menos ingenua de lo que puede parecer, deja abierta la cuestión: nos indica mejor lo que la filosofía no es, que lo que ella en sí misma sea. Al cabo, como amor a la sabiduría, se describe por una meta no concluida, que no cabe dar por supuesta.
Consideremos las cuatro partículas de esa definición “escolar”:

a) ciencia: por contraposición a la experiencia y a las opiniones;
b) de todas las cosas: a diferencia de las ciencias (particulares);
c) por causas últimas: a diferencia del método científico experimental o descriptivo, que explica por causas próximas;
d) adquirida por la luz de la razón: a diferencia de la fe y la teología, que se fundan en la Revelación, superior a la razón y comprensión humanas.

Notemos que de ahí se desprende una descripción negativa (por tanto no hay “definición”), que nos indica lo que “no es” filosofía:
–No es un repertorio de opiniones subjetivas, ni alguna experiencia singular.
–No es una ciencia particular.
–No es ciencia experimental. Ni tampoco la suma de todas ellas.
–No es la teología, ni una religión.

Cabría añadir que la filosofía no es algo impersonal –como el estado de la ciencia o una historia del mundo–; así como raramente una innovación científica nos cambia la vida, también sería raro que la filosofía que uno hace suya no comprometiera su modo de vivir. Además, y por lo mismo que la sabiduría humana no es un sistema de conceptos bien encajados entre sí y concluso, es extraño a ella el propósito de darla por concluida, de “cerrar” el sistema. En referencia a este empeño, que se ha dado en alguna ocasión, afirma Leonardo Polo que toda sabiduría humana es prematura. Invito al lector a meditar esta afirmación en su sentido más positivo, como si dijera que la sabiduría humana (la filosofía) puede coincidir con su proceso de maduración personal.



IV. Apéndice. Las ramas de la filosofía. Definiciones

Cuadro esquemático del saber y sus grados

I. Orden sobrenatural. Saber sobrenatural (revelación, fe teologal, sagrada teología)
II. Orden natural. Saber natural (naturaleza, razón, filosofía y ciencias), que se divide:

...A. Orden real o independiente de la razón, que abarca:
.....1. Orden natural (Filosofía natural o Cosmología, Psicología)
.....2. Orden ontológico (Metafísica u Ontología)
.....3. Orden teológico (Teología natural o Teodicea)

...B. Orden racional, en los actos de la razón (Filosofía racional o Lógica).
...C. Orden moral, en los actos de la voluntad (Filosofía moral o Ética).
...D. Orden técnico, en los actos de la razón que produce artefactos (Técnica y ciencias aplicadas).

(Cf. Jesús García López, Tomás de Aquino, Maestro del orden, Madrid, 1985 y 1987; págs. 24-31. Editorial Cincel)


Definiciones

Filosofía (definición escolar clásica). Ciencia, de todas las cosas, por sus causas últimas, adquirida mediante la luz de la razón natural. Se divide en especulativa y práctica, según se ordene a conocer la verdad de las cosas o a guiar la acción.

Filosofía natural (o Cosmología). Parte de la filosofía especulativa que tiene como objeto el ser cambiante o móvil. Como los seres cambiantes son sustancias corpóreas, indaga la estructura del ser en cuanto sujeto del cambio y sus causas (materia y forma, causa eficiente y final), así como la esencia de la corporeidad, del espacio y el tiempo.

Psicología (Del gr. psykhé; en lat. anima). La Psicología racional es una parte de la Filosofía natural, su objeto es el ente natural viviente. Considera la vida como un tipo de movimiento; vivir es movimiento espontáneo o automovimiento. La materia sola no explica la vida: las piedras son cuerpos y no viven. Se atribuye la vida al alma, como su principio radical e intrínseco al cuerpo; se la define como forma sustancial del cuerpo. Los hechos psíquicos se diferencian de los hechos físicos; y se clasifican en: cognoscitivos y apetitivos, sensibles o intelectuales.

Antropología (o Antropología trascendental), la filosofía realista actual asume algunos planteamientos del idealismo moderno, y los logros de la tendencia personalista, considerando la Psicología racional clásica en un nivel más alto, equivalente al metafísico, pues su tema es el ser personal. Se puede admitir que el ser cósmico y el ser personal son realmente diferentes; ello conlleva la distinción entre Metafísica y Antropología sin menoscabo del realismo filosófico (Leonardo Polo).

Metafísica. Es la ciencia especulativa por excelencia; todas las ciencias filosóficas son tales en la medida en que toman sus principios de la Metafísica; tiene por objeto el ente en cuanto ente y los principios del ser y del pensar. El tratado de Aristóteles sigue siendo su texto fundacional y la referencia obligada. En cuanto se ocupa de los principios de la razón (especulativa y práctica) es sabiduría: todas las ciencias se valen de los principios, pero ninguna los investiga.
Si se acepta la distinción de Antropología trascendental y Metafísica, entonces se debe decir que la Metafísica no versa primordialmente sobre un objeto: el ser no es “objeto”, sino acto. Sobre el ser como acto primero versa el hábito de los primeros principios (no-contradicción, causalidad e identidad). Sobre el ser como acto de ser personal versan el hábito de sabiduría y la sindéresis. Este planteamiento se presenta como complementario, no como alternativo, del clásico.

Teoría del conocimiento. Es la Metafísica que investiga la esencia del conocimiento y, en segundo lugar, la cuestión de la posibilidad de conocer la verdad, cuál es la naturaleza de ésta y la del error. En cuanto busca una norma para discernir la verdad del error, se llama también Crítica o Criteriología, porque su objeto es el criterio de la certeza.
No se la debe confundir con la Metodología de las ciencias, llamada también Epistemología, la cual es, si acaso, una parte de la Lógica.

Ontología. Ciencia del ente en cuanto ente (lo existente; lat. ens). El nombre Ontología (literalmente: “tratado del ente”), es sinónimo de Metafísica, acuñado en la modernidad.

Teología natural (Teodicea). Aristóteles llama a la Metafísica “filosofía primera”, porque versa sobre lo primero (el ser) y sobre los principios primeros de la inteligencia; la llama también Theología, tratado del ser primero o del Principio primero. No se debe confundir con la sagrada Teología, porque los principios de ésta son los datos de la fe. La Teología natural investiga la existencia y naturaleza de Dios, primer Principio o Causa suprema, a partir de la experiencia humana y los principios de la razón. Es la coronación de la Metafísica. Desde Platón y Aristóteles, hasta Hegel, los filósofos han considerado que “teología” era casi sinónimo de “metafísica” y, por tanto, casi lo mismo que la filosofía.

Lógica. Parte de la filosofía práctica. Se define: “arte directiva del acto de la razón, por la que el hombre razona ordenadamente, con facilidad y sin error”.
Aquí arte es sinónimo de saber práctico o ciencia práctica. La Lógica es el arte de pensar bien, esto es, “una ordenación de la razón, de manera que sus actos lleguen al fin debido”. La razón reflexiona sobre sí misma; por eso, no sólo puede dirigir los actos de las demás facultades, sino también los suyos propios.
–Cuando la Lógica considera sólo la “forma” o corrección de los razonamientos o inferencias, se llama Lógica formal; ésta investiga las leyes de la inferencia o deducción infalible de conclusiones a partir de cualesquiera premisas.
–Cuando la Lógica considera la “materia” de los razonamientos, esto es, los conceptos y juicios en su expresión lingüística, se llama Lógica material, ésta estudia los signos (semiótica) y la interpretación del lenguaje (filosofía del lenguaje).
–La Epistemología o Metodología de las ciencias tiene por objeto establecer qué es ciencia y cuáles son los métodos científicos. Hay diversos tipos de ciencias, también diversos métodos.
–La Retórica estudia el razonamiento persuasivo o probable. Es el método de algunas ciencias sociales, que se fundamentan en la observación, mas no describen hechos ciertos sino voluntarios.

Ética (Moral). Filosofía práctica que considera el orden que la razón introduce en los actos de la voluntad. Tal orden se establece con vistas al fin último de la vida, viene expresado por la Ley moral natural y se va haciendo hacedero con la adquisición de buenos hábitos, o virtudes, morales. La Filosofía moral define y demuestra sus objetos apelando, principalmente, a la causa final, es decir, al fin al que se ordena la acción. Por eso, el gran tema de la ética o filosofía moral es el destino humano.
Puesto que el hombre es un ser destinado y capaz de realizar su destino, la libertad es central en la vida moral. Los temas capitales de la ética son, pues: 1) la libertad, 2) el bien y los bienes, 3) las virtudes, y 4) la norma, los deberes.

Sociología, Política, Derecho. Son ciencias subordinadas a la ética, porque toman de ella sus principios primeros y no pueden contradecirla. Juntamente con la historia y la economía, constituyen las ciencias del hombre o sociales. Todas ellas, como la Psicología, son actualmente ciencias independientes, o particulares; no obstante, su raigambre filosófica es tan honda que sus diversas escuelas o tendencias responden a la diversidad de filosofías de sus autores. Más aún que las ciencias de la Naturaleza y la técnica, las ciencias sociales se rigen por principios filosóficos y éticos; dicho de otro modo: las crisis sociales, políticas, jurídicas, etc., entrañan siempre componentes sapienciales.