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La Eucaristía, 
nexo inseparable entre comunión y misión

Mons. Manuel Ureña
(Almudí, abril 2000

 

Hablar de la Eucaristía y la misión de la Iglesia supone incidir en el centro mismo del misterio de la Iglesia. De ahí la dificultad que plantea el tema que se va a exponer en estas líneas. Por lo que se refiere a la concepción de su misión, la Iglesia se ha enfrentado a lo largo de su historia con tres grandes tentaciones que, llevadas a su último término, son versiones deformadas de su misión. Partir de esas visiones nos ayudará más tarde a centrar el auténtico sentido de la misión de la Iglesia, y sacar posteriormente algunas consecuencias.

Visiones deformadas de la misión de la Iglesia a lo largo de la historia

Conforme a una determinada visión del Cristianismo, éste se definiría sobre todo como un sistema moral -un sistema de verdades morales-, un sistema ético. Como consecuencia de esta visión parcial del mensaje cristiano, la misión de la Iglesia consistiría sobre todo en proclamar una determinada moral, y el hecho de que se tratara de una moral cuyo contenido ha sido revelado por Dios no quitaría que la misión de la Iglesia se centrara fundamentalmente en predicar una determinada moral.

En este grave defecto cayó por ejemplo el estoicismo y las espiritualidades surgidas de su seno que han sido una constante en la historia. Muchas de esas corrientes espirituales, no plenamente católicas, incorporan una visión parcial de la Iglesia que acentúa, y a veces extralimita, la dimensión ética o moral del Cristianismo, en detrimento de otras dimensiones también fundamentales.

Se puede afirmar que en los tiempos modernos y postconciliares, los miembros de la Iglesia se han visto muchas veces tentados a adoptar esta visión. Así por ejemplo, la tan tristemente famosa "teología de la liberación" está atravesada por esta falla interna. Si bien es cierto que hay teologías de la liberación de muy variado signo, en todas ellas subyace el prejuicio de acentuar de tal modo la dimensión ética del cristianismo que el núcleo del cristianismo queda finalmente desdibujado. Sería esa mentalidad la que precipitó más tarde en las tesis del "cristianismo comprometido" o del "cristianismo encarnado": El cristianismo es ante todo encarnación, compromiso, y ese compromiso pasa por la profesión de un determinado código moral.

Una de las consecuencias directas de esa mentalidad -y no la menos importante- consiste en desplazar el papel central de la Eucaristía dentro de la Iglesia, sin que se llegue a saber exactamente donde situarla en este contexto. Como se parte ya de una concepción deformada del Cristianismo como un conjunto de preceptos morales, la misión de la Iglesia - al servicio de la fe cristiana-, consistiría en consecuencia en anunciar y propiciar un determinado credo ético.

Junto a esta tentación eticista o moralizante del Cristianismo que hemos descrito de un modo sumario, hay otra concepción que al desvirtuar de nuevo la misión de la Iglesia, pierde también el sentido pleno y auténtico de la relación Eucaristía-misión. Se trata en este caso de la tentación, tan frecuente a lo largo de la historia del Cristianismo y de la Iglesia, de acentuar de tal modo la dimensión religiosa del Cristianismo que en último caso éste quedaría reducido a Religión y la misión de la Iglesia a favorecer y propiciar el aspecto religioso.

Esta segunda tentación ha tenido también sus seguidores a lo largo de la historia. Cayó en ella por ejemplo toda la teología liberal protestante del siglo pasado, incluyendo su versión católica, el modernismo. El Cristianismo sería para estas corrientes una religión determinada, con características peculiares que la adornan pero que no hacen de ella otra cosa más allá de una religión más.

Como consecuencia de esa visión la Eucaristía perdería su posición dentro de la Iglesia y por tanto caería fuera de la auténtica misión de la Iglesia o, en el caso de que se pretenda defender su papel central en el mensaje cristiano, no se sabe con exactitud qué lugar ocupa dentro Cristianismo.

Por último, cabe descubrir otra tentación a la hora de entender la misión de la Iglesia. En este tercer error incurrió el gnosticismo y las distintas formas de gnosticismo que, aunque sea solapadamente, se han dado en la historia de la Iglesia. Según esta visión el cristianismo sería un sistema de verdades metafísicas. En este caso, bien se traten de verdades reveladas o no, dadas por Dios o descubiertas por las capacidades gnoseológicas del hombre, la misión de la Iglesia consistiría en anunciar esas verdades y procurar que el hombre las vaya conociendo e integrando en su mente.

Las tres grandes tentaciones que acabamos de mencionar proceden de una raíz única: deformar la verdadera esencia del cristianismo que aparece reducido bien a un sistema ético, bien a la profesión de una religión peculiar, bien a un conjunto de verdades. De este modo quedaría deformada simultáneamente la misión de la Iglesia, que aparecería respectivamente como el mero anuncio de un determinado credo ético, de una religión concreta o de unas determinadas verdades metafísicas.

El anuncio y la celebración de Jesucristo, núcleo de la misión de la Iglesia

Pero el cristianismo no es tan sólo un credo ético, ni un sistema religioso, ni un conjunto de verdades. El Cristianismo, sin dejar de ser todo eso, es primaria y fundamentalmente un don de Dios al hombre. Y un don gratuito, no exigible por el hombre, dado por Dios en la plenitud de los tiempos. Después de que Dios, con pedagogía divina, hubo preparado a la humanidad de cara a una revelación positiva última y definitiva, Él mismo concedió esa revelación, ese don. Y ese don de Dios no es ni una norma ética, ni una mera religión, ni tampoco una verdad. Ese don de Dios al hombre es sobre todo una Persona, su Segunda Persona, su Hijo Unigénito, el Engendrado antes del tiempo que vino al mundo por obra y gracia del Espíritu Santo y se encarnó en María, la Santísima Virgen. Y por nosotros y por nuestra salvación se encarnó y se hizo hombre y fue llevado a la cruz por el propio Padre; y muriendo destruyó nuestro pecado y resucitando restauró la vida.

Por tanto el centro del cristianismo no consiste en ser una religión, un código de normas éticas o una serie de verdades. El centro del cristianismo es la Persona divina de Jesucristo, encarnada esa persona en una naturaleza humana sin pecado pero asumiendo las consecuencias del pecado; es Cristo, muerto en la cruz y resucitado al tercer día y por eso mismo Redentor del hombre. De esta forma el ser humano encuentra su plenitud cuando abre su mente y su corazón a este Jesucristo venido de lo alto. En Cristo el Padre nos ha reconciliado con Él y nos ha dado la vida. Cuando el hombre, ayudado por la gracia, se abre a Cristo, don de Dios al hombre, y por la fe y por los sacramentos de la iniciación cristiana se inserta en Él para vivir de su vida, para participar de su muerte, entonces el hombre se encuentra plenamente a sí mismo. Desde este presupuesto, y sólo desde él, la visión de la Iglesia adquiere luz y su misión alcanza pleno sentido. Sólo partiendo de ahí la Iglesia se orienta de un modo firme hacia su objetivo. En este sentido cabe celebrar la reciente publicación de la obra La Pastoral de la Iglesia, de Daniel Bourgeois, obra profunda y rigurosa que sitúa perfectamente la cuestión (1). Toda la pastoral de la Iglesia y toda la misión de la Iglesia ha de arrancar de la confesión, de la profesión y de la celebración del misterio pascual de Jesucristo. El libro se vertebra y construye sobre la tesis fundamental de que Jesucristo es como un sacramento, como un signo de Dios (claro está, en sentido analógico, reservando de este modo el término "sacramento" para los siete sacramentos de la Iglesia).

Esta tesis aparece recogida y desarrollada ya en el Concilio Vaticano II, que insistió en presentar a Jesucristo como el sacramento del Padre y en presentar a la Iglesia como sacramento de Cristo, de tal forma que los siete sacramentos no son más que distintos signos que realizan eficazmente y que significan eficazmente a Cristo, que es como un protosacramento. De este modo la Iglesia está inhabitada por el Cristo místico y por tanto la misión de la Iglesia ha de consistir en llevar a todas las gentes el Cristo místico, escondido en cada uno de los siete signos sacramentales y escondido en la Iglesia como sacramento. Dicho de otro modo, es necesario devolver la Constitución conciliar Sacrosantum Concilium al lugar primigenio y fundamental que le corresponde. La Iglesia es primaria y fundamentalmente sacramento de Jesucristo muerto y resucitado. Por tanto la misión de la Iglesia ha de consistir en predicar, anunciar y celebrar a Jesucristo muerto y resucitado, porque el núcleo del cristianismo es la redención y la liberación total y definitiva del hombre acontecida de una vez por todas en Jesucristo. El anuncio y la celebración de Jesucristo es el núcleo del mensaje cristiano y sólo de ahí debe arrancar la misión de la Iglesia.

Hay un texto de la Sacrosantum Concilium que me parece central: «La liturgia es la cumbre a la cual tiende la actividad de la Iglesia y al mismo tiempo la fuente de donde mana toda su fuerza. Los mismos trabajos apostólicos se ordenan a que una vez hechos hijos de Dios por la fe y el bautismo, todos se reúnan, alaben a Dios en medio de la Iglesia, participen en el sacrificio y coman la cena del Señor. Por su parte la misma liturgia impulsa a los fieles a que, saciados con los sacramentos pascuales, sean concordes en la piedad. Ruega a Dios que conserven en su vida lo que recibieron en la fe. Y la renovación de la alianza del Señor con los hombres en la Eucaristía, enciende y arrastra a los fieles a la apremiante caridad de Cristo. Por tanto de la liturgia, sobre todo de la Eucaristía, mana hacia nosotros la gracia como de su fuente y se obtiene con la máxima eficacia aquella santificación de los hombres en Cristo y aquella glorificación de Dios a la cual las demás obras de la Iglesia tienden como a su fin» (2).

Como es obvio, no se le oculta a la Constitución conciliar que la Liturgia no agota la naturaleza de la misión de la Iglesia ni la visión de la Iglesia (3).

Si bien es cierto que la liturgia no agota la actividad y la misión de la Iglesia, todas las actividades de la Iglesia o tienen que conducir a la liturgia o tienen que derivarse de la liturgia, de la Santa Misa, de forma que el núcleo del cristianismo es Jesucristo muerto y resucitado, es decir el misterio pascual de Cristo.

Consecuencias para la vida de la Iglesia y de los cristianos

La liturgia -particularmente por medio de la Eucaristía- celebra, hace presente, actualiza el misterio pascual de Cristo, y toca a la Iglesia toca anunciar y celebrar ese misterio. Sin duda no se reduce a eso el contenido de su misión, pero todos los demás objetivos necesariamente han de conducir a la celebración y a la participación en la Eucaristía, o han de ser consecuencia de ella.

Se ha superado ya la dialéctica de hace unos años entre sacramentalización o de evangelización. Fue sobre todo Pablo VI quien, en la Evangelium nuntiandi, superó el problema, cuando a propósito de la exégesis del término "evangelio" muestra claramente cómo por "evangelio" no hay que entender la doctrina de Cristo sino a Cristo mismo. Cristo es la Buena Noticia; Cristo es el Evangelio. Por tanto Él es Palabra, o sea Él es Verdad, y Él es Vida. El "evangelio" es Cristo mismo.

Si bien es cierto que la Iglesia no agota su actividad en la Eucaristía, no obstante todo lo que la Iglesia hace no es sino preparar a los hombres para la Eucaristía y para que posteriormente vayan comprendiendo la vinculación de su vida real, de su ética, de su religión, etc., con la Eucaristía de modo que deriven de Ella. Hacer de la vida una Eucaristía.

En este contexto la fe y el Bautismo existen para la Eucaristía porque la Eucaristía es la plenitud de los sacramentos de la iniciación cristiana. La plenitud de los sacramentos de la iniciación cristiana no es la Confirmación aunque por razones pastorales se suela afirmar así. Toda la catequesis de infancia, de primera comunión, las catequesis de los padres y pre-bautismales... todo ello conduce a los hombres a participar del Cuerpo y de la Sangre del Señor porque la Eucaristía es la que celebra de un modo completo el misterio pascual de Cristo muerto y resucitado, que es el centro de la fe.

Después de que los niños han comulgado, se saciado con el Cuerpo y la Sangre de Cristo, han de procurar vivir la vida de acuerdo con lo que han recibido en la Eucaristía. Si la Eucaristía nos ha sepultado en la muerte y en la resurrección de Jesucristo, ahora viene el momento ético, por tanto, ahora viene el vivir; y ¿qué es el vivir cristiano sino un vivir muertos al mundo, o sea, crucificados con Cristo, participando de la muerte de Cristo que antes hemos comulgado en la Eucaristía? ¿En qué se concreta esa vida sino en participar en la muerte y en la vida de Cristo? ¿En qué se concreta esa vida sino en el mandamiento del amor, ya que es el amor mismo de Dios, cuyo icono es Cristo, cuya expresión es Cristo, el que hemos comulgado?. Con nuestra vida, por medio del mandamiento del amor, damos razón de lo que hemos comulgado, del cuerpo y la sangre del Señor. Y si con nuestra vida también confesamos la fe, se trata de una fe plasmada en la Eucaristía y en la liturgia. La fe que hemos celebrado es la fe que confesamos. No ya confesamos una fe y luego celebramos una Eucaristía. Cristo es verdad y vida y por tanto celebramos la vida de Cristo y esa vida celebrada es la que confesamos; y esa vida confesada, profesada por nuestro corazón y nuestra mente, es ella misma la verdad que hay que creer. Vida y verdad son por consiguiente lo mismo: Vida, lo celebrado; Verdad, eso que se celebra, cree y profesa. Ahí radica la profundidad del famoso aserto del papa Celestino en el Concilio de Éfeso: Lex suplicandi statuit legem credendi, la ley de suplicar, la ley de celebrar, establece la ley de creer.

Con cierta frecuencia se observa, no sin sorpresa, que se predican homilías que poco o nada tienen que ver con los textos litúrgicos de la Misa. Pero, ¿no es acaso la ley del suplicar la que establece la ley del creer? Sí, pero si bien es verdad que a los sacerdotes no nos es permitido predicar más que lo que celebramos -precisamente porque la ley del suplicar es la que establece la ley del creer- no es que desde la ley creída proyectemos una interpretación sobre la fe celebrada sino que más bien es la fe celebrada la que determina lo que hemos de creer.

Parece claro, según todo lo dicho hasta ahora, que el centro del Cristianismo es la Misa, la Eucaristía, y parece también claro por lo tanto que todo lo que tiene que hacer la Iglesia ha de hacerlo para vivir mejor y comprender mejor la Eucaristía. Luego la misión de la Iglesia consistirá en hacer entender la verdad cristiana, pero la verdad celebrada y vivida; consistirá en un código ético que hay que cumplir, pero un código ético que deriva de la Eucaristía que es el mandamiento del amor; y finalmente es misión de la Iglesia que el hombre tome conciencia de su ser religioso, pero sin olvidar que para lograrlo la Eucaristía es una condición necesaria de posibilidad pues la Eucaristía le da a la persona que la recibe con las debidas disposiciones la capacidad de dar un culto grato a Dios, uniendo su corazón y su alma, bañando su instinto religioso en la sangre de Cristo y en el agua que mana del costado de Cristo.

Por todo eso, como confesamos en la antífona del Magníficat de las segundas vísperas del día de Corpus Christi, la Eucaristía es sacramento de piedad, signo de vida, banquete pascual en el cual se come a Cristo, el alma se llena de gracia, se nos da una prenda de la vida venidera. Pero a la vez, como sacramento de piedad que es, es signo eficaz de piedad religiosa. Los actos de verdadera religión que el hombre puede hacer, son actos que derivan de la Eucaristía. Por tanto la misión de un sacerdote -como decía Pío XII y por más que pueda parecer una expresión anticuada- se resume en llevar almas al comulgatorio. Cristianos y católicos se encuentran en el comulgatorio, claro está, siempre que vayan bien preparados. La misión de la Iglesia tiene por tanto muchas facetas: urgir a la penitencia, anunciar el evangelio, anunciar los diez mandamientos que derivan del mandamiento del amor (la "ley del amor" pasa por el cumplimiento de los diez mandamientos porque Jesucristo "no ha venido a abolir la Ley sino a darle cumplimiento")... De otro modo caeríamos en una moral de actitudes: las bienaventuranzas, el amor, las opciones fundamentales... aperturas que si bien son necesarias sólo tienen sentido si se dirigen a un Dios concreto, revelador, etc. Por tanto exigen concreciones y esas concreciones son los diez mandamientos.

En resumen, la misión de la Iglesia consiste en actualizar en todo tiempo y espacio el núcleo de la revelación cristiana. ¿Cuál es el núcleo de la revelación cristiana? El don de Dios a los hombres; ese don es Jesucristo muerto y resucitado por todos. Y la actualización de ese Jesucristo muerto y resucitado por todos es la liturgia, particularmente la eucarística, la Santa Misa.

La Iglesia tiene como misión principalísima la de celebrar la Eucaristía y toda la evangelización y pastoral previa ha de tener como fin último llevar a todos a la participación en el cuerpo y en la sangre del Señor. Todo ello supone primeramente una labor de evangelización, una labor de catequesis, una labor sacramental al impartir el Bautismo... Y después, naturalmente, toda una obra de predicación tendente a que los cristianos vivan de acuerdo con su configuración ontológica en el misterio pascual de Cristo, en el que han participado primero por el Bautismo y la Confirmación y después, de modo absoluto, en la Eucaristía. Gracias a Dios, van apareciendo teólogos que se percatan de estas realidades y saben desarrollarlas con rigor.

Este año es un año eminentemente eucarístico. El Papa Juan Pablo II lo subrayó claramente en la Carta apostólica Tertio milennio adveniente y lo ha subrayado posteriormente en la Bula de convocación del Jubileo del 28 de noviembre de 1998, Incarnationis mysterium. Finalmente, lo ha hecho también a propósito de sus declaraciones sobre el Congreso Eucarístico Internacional a celebrar en Roma del 18 al 25 de junio. Y la explicación última del por qué el Año Jubilar es eucarístico parece patente: el Año Jubilar es el año jubilar de la Encarnación, que pretende por consiguiente volver la mirada al acontecimiento fundamental dado por Dios a la Humanidad, al acontecimiento de Jesucristo nacido en Belén, muerto y sepultado. Porque al hacer memoria de Jesucristo nacido en Belén, de la concepción del Hijo de Dios en el seno de María, y del nacimiento del Hijo de Dios, ya se está haciendo memoria de la muerte y resurrección de ese mismo Jesús nacido. Como he intentado destacar en mi Carta Pastoral de Cuaresma sobre la Penitencia, el acto de la Encarnación y del nacimiento de Jesucristo no se comprende si no finaliza en la muerte y en la resurrección de Cristo. La Encarnación apunta por su propia lógica interna a la cruz.

La Iglesia, por tanto, al recordar en este año de gracia jubilar la Encarnación de Cristo, recuerda con la Encarnación la muerte y la resurrección del Señor. De los tres grandes signos jubilares, la primera gracia del Jubileo es el perdón de los pecados, porque solamente esa gracia jubilar nos abre a la participación de las otras dos gracias jubilares. Así lo expresé en mi carta pastoral "Jesucristo ayer, hoy y siempre", que preparaba el jubileo, y de nuevo he insistido en ello en la segunda carta pastoral de Cuaresma. Las otras gracias jubilares (la Eucaristía y el amor de Dios) forman una trama perfecta con el perdón de los pecados. Por ese perdón, obtenido por la Penitencia, somos hechos dignos de participar en el cuerpo y en la sangre del Señor que nos dan la vida misma de Cristo, y al mismo tiempo la vida misma de Cristo hace que se realice en nosotros el mismo amor con que Dios nos ama. Perdonados, comulgamos el cuerpo y la sangre del Señor: la comunión del cuerpo y de la sangre del Señor produce en nosotros la vida de Cristo y la vida de Cristo nos hace partícipes del amor mismo con que Dios ama. De tal forma que con la Eucaristía, al derramarse en nosotros el mismo amor de Dios, podemos amar a Dios como Dios ama, y amar así a los demás. Amar a Dios como Dios nos ama no es sino el culto que le damos a Él.

A tenor de lo que venimos, la mejor forma de conciencia sobre cuál es la misión de la Iglesia, es abrir el Catecismo de la Iglesia Católica con sus cuatro partes. La primera acerca de la fe, siguiendo el esquema clásico de todos los grandes catecismos de la Iglesia: la fe, el credo, lo que hay que creer; la segunda parte, lo que hay que celebrar, la liturgia y los sacramentos; la tercera, el vivir según Cristo, cómo hay que comportarse; y la cuarta parte, la oración.

Ahí se encuentran todos los elementos, de entre los cuales uno es central y los demás se desprenden de él. La segunda parte del Catecismo, la Eucaristía y los sacramentos constituyen esa parte central del Catecismo sencillamente porque la liturgia, con la Eucaristía y los demás sacramentos, actualiza el misterio pascual de Cristo que es el que hay que confesar y profesar (primera parte del Catecismo); que es el que hay que vivir (tercera parte del Catecismo); y desde el que hay que dar culto grato a Dios (la oración). El orden del actual Catecismo viene a corroborar por tanto todo lo que aquí se ha explicado.

 

Notas

(1) Datos del libro. Trad. cast. La Pastoral de la Iglesia, Daniel Bourjeois, Editorial EDICEP, Valencia 2000, pp. 722.

(2)Sacrosanctum Concilium, n.10.

(3) "La Sagrada Liturgia -dice en el n.9- no agota toda la actividad de la Iglesia pues para que los hombres puedan llegar a la liturgia, es necesario que antes sean llamados a la fe y a la conversión" (Sacrosanctum Concilium, n.9).