Gentileza
de www.almudi.org para la
BIBLIOTECA CATÓLICA DIGITAL
Claves filosóficas
de la actual fundamentación de la
moral
José Noriega Bastos
Diálogos Almudí, 26 de febrero de 2001
“Las
obras y acciones son siempre singulares, por ello, toda ciencia operativa se
perfecciona en la consideración particular”[1].
Comienza así el Aquinate su estudio de la acción humana, poniendo de relieve
su singularidad. Con ello quiere indicar un elemento decisivo, y es la
contingencia del obrar humano: esto es, se trata de un obrar que es particular,
concreto, cambiante, circunstancial. Hoy asistir a un diálogo de teología es
bueno, mañana la misma reunión cambia de valor moral. Ayer no quise llamar por
teléfono a un amigo porque no lo juzgaba bueno, hoy, sin embargo, creo que debo
llamarle a toda costa.
A
poco que analicemos nuestras acciones nos daremos cuenta de su precariedad[2].
Pero a la vez de su grandeza. Porque en acciones tan concretas se juega el
sentido de la vida de un hombre. Es en su actuar como el hombre se construye o
se destruye, se gana o se pierde. Y este hecho es preciso justificarlo
racionalmente. Todos hemos experimentado el gozo de actuar, alcanzando el fin
que nos proponíamos y, a la vez, el dolor de acciones que se nos prometían muy
dichosas y luego cosecharon amargura. Una contingencia tan grande en el obrar ¿hace
posible fundamentar la vida moral de las personas? La fundamentación de la acción
está en la verdad que implica. Pero ¿existe una verdad en las acciones
contingentes o es que acaso quedan en manos del simple sentimiento emotivo que
causan?
Si
así fuera sería imposible dar una explicación racional del obrar humano, con
lo que la vida de las personas navegaría sin timón en el vaivén de sus
emociones. ¡Cuántas personas han renunciado a fundamentar verdaderamente su
conducta moral enrocándose en una decisión radical de su voluntad! La persona,
verdadero sujeto moral, queda así reducida al “yo emotivo”.
Los
intentos de reconstrucción tras el naufragio moral en que nos encontramos han
recorrido diversos caminos dentro del ámbito cristiano[3],
de los que quería detenerme en dos de ellos. El primero es el de una atención
mayor a la ley, a las normas, a los absolutos morales, intentando descubrir su
sentido y la posibilidad de fundamentación en la naturaleza humana. Así, un
conocimiento mayor de lo que es el hombre, de su dignidad, de sus
potencialidades, nos ayudaría a fundamentar mejor su conducta moral, ofreciendo
un criterio de actuación objetivo.
Por
otro lado, nos encontramos con otro camino que mira no ya al “origen” de la
acción, esto es, al “ser del hombre”, sino a la intencionalidad que da a su
obrar, a los fines principales que pretende. Surge así lo que ha venido a
llamarse el “teleologismo católico”[4],
donde las acciones humanas vendrían a ser redefinidas en base a los fines
principales que persiguen.
Ambas
teorías aportan elementos esenciales que no deben ser olvidados, so pena de
caer en los defectos de una manualística que consideraba la acción humana
desgajada de la antropología y en su mera factualidad física sin atender a los
fines que se pretenden[5].
Pero absolutizar uno de ellos implicaría chocar contra un hecho esencial: y es
que las acciones son contingentes, pueden ser de una manera o de otra, no hay
demostración sobre ellas, y son particulares, por lo que no sólo buscan fines
últimos, sino también fines próximos. Si sólo miramos al origen natural de
ellas o a los fines principales, no lograremos dar cuenta de su particularidad.
Así,
el intento de fundamentación antropológica de la moral se encuentra incapaz de
explicar el porqué el hombre construye de tal manera su vida concreta. Y ello
porque, fijándose en la naturaleza de las facultades humanas, olvida el hecho
fundamental de la identidad de la persona. Es cierto que yo soy hombre,
pertenezco a la especie humana. Pero ello no me identifica como tal persona. La
identidad personal no se deriva de la naturaleza, porque no es algo específico,
sino singular, referido a “este hombre que soy yo”. El hombre encuentra su
identidad propia en su genealogía y en las alianzas que establece[6].
Y por parte del teleologismo se obvía una cuestión decisiva y es que la
intencionalidad humana no se construye al margen de los bienes que están en
juego y que son asumidos originalmente en la tensión de un hombre que tiene una
identidad concreta y unos fines, ordenando racionalmente
su conducta[7].
Tanto
la fundamentación antropológica como teleológica alcanzan su relevancia moral
en el acto a través de la teoría sobre la conciencia, ciertamente muy
distintas en una y en otra, pero que refleja en ambas un sustrato común, por
cuanto se trata de aplicar los
conocimientos que se tiene al acto concreto, juzgando de su rectitud o
incorrección.
Tengo
para mí que con la teoría de la conciencia nos encontramos ante una reflexión
que, de nuevo, es incapaz de explicar la singularidad de la acción humana. Y
ello porque el juicio de la conciencia implica una “reflexión” que se
descentra del bien que atrae, para concentrarse en una consideración refleja de
la acción según su adecuación a la norma[8]
o a las consecuencias positivas que se buscan: se juzga de una acción, pero
no se juzga realizarla, imperándola. Ya el mismo Aquinate había visto
la diferencia que existía entre el juicio de conciencia y el juicio de elección:
Differt autem iudicium conscientiae et
liberi arbitrii, quia iudicium conscientiae consistit in pura cognitione,
iudicium autem liberi arbitrii in applicatione
cognitionis ad affectionem: quod quidem iudicium est iudicium electionis[9].
Por esta razón fundamental nos encontramos con una profunda evolución en
su pensamiento, que le llevará a abandonar prácticamente la reflexión sobre
la conciencia para pasar a privilegiar el papel de la prudencia[10],
ya que aquí nos encontramos con un juicio que acaba directamente en la acción.
El
problema no es realizar un juicio sobre las acciones que debo o no hacer, sino
construir efectivamente bien la vida. Cierto que tendré que juzgar, pero el
problema es de dónde parte el juicio moral para llegar a producir efectivamente
la acción: ¿de los principios de la sindéresis? Demasiado universales para el
acto concreto. ¿De la ley divina? Demasiado general, puesto que deja sin
mencionar siquiera la mayoría de las acciones que realizo. ¿De la naturaleza
humana? Demasiado ambigua, pues pueden entrar en conflicto dinamismos entre sí,
como nos muestra los pseudo-problemas que nos plantea la bioética. ¿Del propio
deber? Demasiado formal, por lo que al final se acabarían resolviendo los
problemas acudiendo a la utilidad de las consecuencias.
Además,
sobre la teoría de la conciencia pesa un prejuicio intelectualista que la hace
incapaz de explicar verdaderamente tres cuestiones decisivas en la vida moral de
las personas: la culpa, ya que esta quedaría siempre reducida a un mero error
intelectual: el papel de la afectividad, que debería ser siempre controlada
para evitar su influjo disturbador: y el lugar de la costumbre en la configuración
del sentido de la acción[11].
La
vida moral de las personas no se estructura a partir de la naturaleza, ni de los
principios universales, ni de la ley de Dios, ni
del imperativo categórico, ni menos aún de las consecuencias de sus
actos: sino a partir de los fines que ama. Sólo cuando el hombre entiende quién
quiere ser y cómo puede llegar a serlo es cuando sus acciones cobran un sentido
verdaderamente humano y personal. Sólo en ese momento el hombre se convierte en
verdadero autor y actor de sus acciones, porque les da un sentido. La pregunta
moral por excelencia no es la pregunta por la acción aislada, en cuanto que
inquiere sobre “¿qué debo hacer?” o si “¿es correcta esta acción?”:
se trataría siempre de preguntas que obvían una cuestión ulterior y más
decisiva siendo incapaces de motivar verdaderamente la conducta. La pregunta
moral es una pregunta por el sentido, y el sentido último de mi propia vida, no
en cuanto un sentido dado, sino un sentido a descubrir y a construir: esto es,
¿quién quiero ser?[12].
La
respuesta a esta pregunta, de la que depende toda la estructuración moral de la
persona, no puede darse al margen de las experiencias originarias[13]
que configuran la identidad del sujeto. En estas experiencias juega un papel
decisivo la afectividad. ¿En qué sentido? En que gracias a ella el hombre
puede re-conocer el rostro concreto de las personas que le aman y le ofrecen una
posibilidad de comunión. La reacción afectiva es siempre la reacción ante un
bien que nos atrae. Pero en la atracción que ejerce, la inteligencia puede
descubrir mucho más que la particularidad de la conveniencia con una
determinada disposición corporal o afectiva. Ella nos desvela la benevolencia
de los demás, sus esperanzas y expectativas, y nos descubren así una promesa
de plenitud en la comunión que se nos anticipa en la unión afectiva. La verdad
de la afectividad se nos muestra no
en su intensidad o placer, porque ello no llena una vida, sino en su capacidad
de remitir a un amor más grande.
La
persona puede reconocer, entonces, en esa promesa su verdadero bien. ¿Por qué?
Sencillamente, porque percibe la conveniencia de lo que se le promete con todos
los dinamismos que ha despertado de un modo natural, esto es, con su persona ut
persona. Nos encontramos en un momento decisivo en la vida de una persona,
que acontece en la vida del niño, o del adolescente, o del joven: momento en el
que se le ofrece la posibilidad de algo nuevo que le hace salir de su soledad y
le proyecta a una comunión. La persona humana experimenta en este momento una
plenitud nueva que se le da en promesa, y que reclama su aceptación, fijando en
ella el sentido último de su vida. Es
el momento en que la persona, “deliberando sobre sí mismo”[14],
se pone a sí mismo en la existencia, disponiendo de sí misma por lo que puede
asumir el gobierno de su vida[15].
Hasta ese momento el niño era un “pequeño animal” que juzgaba todo por la
conveniencia inmediata con sus instintos y afectos. Ahora entiende que lo que
está en juego es su misma persona, su bien como persona. Es el momento en que
entiende su vida como un todo y se elige a sí mismo configurando su identidad.
Ahora sí que “subsiste en sí mismo”.
El
punto de vista, entonces, que nos permite entender la acción del hombre es la
que ha venido a llamarse “moral de primera persona”[16],
esto es, aquella perspectiva que busca entender en qué manera el sujeto agente
pueda ser autor de su propia conducta construyendo con ella una vida lograda,
buena, feliz en las acciones excelentes que produce. Todo intento de juzgar las
acciones humanas al margen de la perspectiva del sujeto que actúa, acudiendo a
criterios diversos como pueden ser la ley, o la naturaleza humana, o el cálculo
de las consecuencias, o el consenso social, no será capaz de explicar la
grandeza que encierra toda acción aún en la fragilidad del bien particular que
persigue.
Llegamos
así a una primera conclusión decisiva: la naturaleza humana es condición
necesaria para una vida humana, por lo que se convierte en fundamento último
de toda acción humana: sólo un ser con una naturaleza racional puede actuar
libremente. Pero la naturaleza humana no da la identidad concreta que la vida
moral toma en “este hombre que soy yo”. Se precisa, por lo tanto, un nuevo
principio más próximo, y éste
viene como consecuencia de la transformación que implica en el sujeto la
experiencia de encuentro interpersonal en el que puede reconocer su verdadero
bien en la promesa de comunión que se le ofrece[17].
El
principio próximo de acción, por lo tanto, es el amor verdadero, en cuanto que
implica una llamada a una comunión personal en el que puede encontrar la
plenitud humana. La dificultad mayor es que tal plenitud se da en promesa, por
lo que deberá creer en ella, y esperarla y construirla con acciones excelentes.
Sin la fe y la esperanza humanas la acción perdería su dinamismo y sentido.
Todos lo experimentamos cuando dejamos de creer y de esperar, porque entonces
queremos realizar el sentido de la promesa que hemos vislumbrado sin exponernos,
sin entregarnos[18].
La acción pierde en este momento su carácter simbólico, haciéndose incapaz
de expresar a la persona.
Para
valorar el sentido de esta perspectiva es preciso que veamos cómo el hombre
construye sus acciones. Sólo así aparecerá claro cuál es el fundamento próximo
del obrar. Con ello pretendo mostrar cómo es posible navegar entre Scilla y
Caribdis sin caer necesariamente en los obstáculos señalados acerca de una
fundamentación antropológica y teleológica.
Se
precisa un concepto adecuado de acción humana. Esta no es en modo alguno un
todo acabado que quedara en manos de la pura elección o decisión del hombre.
Actuar moralmente no es “elegir” entre distintas opciones ya constituidas en
razón de su capacidad de satisfacer las propias necesidades. Esto ocurre
solamente cuando uno va de compras: en tal caso, el producto está ya
manufacturado, y conforme a sus intereses previos, valora las ofertas que le
hacen[19].
La intencionalidad simplemente se yuxtapondría al contenido de la acción:
“he elegido esto porque quiero un fin sucesivo”.
Ahora
bien, las acciones no se eligen ni se deciden principalmente, sino que se
producen desde uno mismo, inventándolas. Uno elige cosas, pero produce
acciones. La cosa existe con anterioridad a que yo la elija, la acción no[20].
La
comparación con la creación artística ilumina el momento decisivo de la acción[21],
ya que la obra de arte no se puede reducir a los elementos que la componen: el
color, la forma, el sonido, la rima. Todos ellos son inexplicables por sí
mismos si no se atiende a la inspiración artística que está a su base y que
le da unidad y sentido. Es desde la intuición de la belleza desde donde el
artista inventa y produce su obra, ordenando todos sus elementos de una forma
original para expresar su intuición.
De
la misma manera toda acción humana es irreducible a los bienes ontológicos que
están en juego o a las consecuencias que se producen. Su sentido humano nace de
la intuición de la atracción que un fin ejerce sobre uno mismo: la acción es
concebida, entonces, desde el amor a un fin, digno de ser amado por sí mismo, y
desde él la prudencia es capaz de inventar y producir una acción que actualice
ese amor. La verdad a la que se hace referencia no es, por lo tanto, una verdad
más entre otras, porque pone en juego al hombre mismo en cuanto se dirige a
través de sus acciones a realizar el destino de su vida[22].
La
acción viene especificada por la intencionalidad que implica en sí misma,
pero, ¿en qué manera?
Toda
acción humana implica un acto de la voluntad guiado por la inteligencia. Para
que la voluntad humana pueda determinarse por una acción es preciso que tenga
una razón para ello: esta razón lo que expresa es el motivo o el fin que guía
la voluntad y que responde a la pregunta “¿por
qué, o mejor, para qué quiero
yo tal acción?”[23].
De esta manera, la intención de la voluntad que se dirige a un determinado fin
especifica esa acción en su contenido. El objeto moral de una acción queda así
especificado por la intención primera o próxima del sujeto que actúa (VS 78)[24].
Si
profundizamos en el contenido intencional del acto voluntario, nos daremos
cuenta que tal intención básica sólo es explicable en cuanto se engarza con
otras intenciones más amplias y
profundas de la persona. La acción “estudiar”, por ejemplo, queda
especificada por la intención próxima de “asimilar una verdad”. Pero si
uno quiere “asimilar una verdad” es porque tiene una intención más honda:
“formarse”.
El
análisis de la intencionalidad de la acción nos manifiesta la complejidad que
implica y cómo en la acción se da una secuencia armónica de fines en los que
los fines primeros o próximos son “elegidos” en la medida que se
“pretenden” determinados fines superiores. Aparece así la estructura básica
de la acción, en cuanto “elección” de unos medios por la “intención”
de unos fines. De esta manera los fines próximos (objeto de la elección) son
englobados en fines superiores (objeto de la intención) hasta llegar a un fin
que es querido de forma necesaria, esto es, el deseo de alcanzar una vida
lograda o feliz[25].
Lo
que constituye el sentido humano de tal acción es precisamente la unidad
intencional que existe entre todos los fines pretendidos según un orden
concreto. Esto es, la proporción que se da entre los diversos niveles de la
intencionalidad de la voluntad. Esta unidad y proporción es una unidad creada
por el hombre y, por tanto, “ordenada” por él. Ahora bien, es preciso
entender el modo como “ordena” la intencionalidad humana, pues podría
concebirse como una “ordenación extrínseca”, en cuanto se ordenara un acto
intencional ya constituido a un fin ulterior. Sin embargo, el fin próximo no
puede entenderse al margen de los fines superiores, ya que son los fines
superiores los que penetran e informan al fin próximo. La intención no se
yuxtapone a la elección, sino que la ordena interiormente. Por esta razón, la
acción “ofrecer una ayuda a un pobre para acrecentar la propia fama”, no es
en modo alguno un acto que pueda definirse como una “limosna”, aunque el
pobre recibiera efectivamente una ayuda por parte nuestra. Y no lo es porque no
existe unidad intencional entre “elegir ayudar a una persona” y “querer
acrecentar mi fama”. La forma moral la da el fin[26],
y en concreto, el fin próximo[27],
según la clásica afirmación de Tomás de Aquino, y este fin sólo es
comprensible en relación a los fines superiores que la informan a su vez[28].
La
pregunta que surge ahora es ¿de dónde arranca tal intencionalidad? Es
ciertamente el hombre quien ordena la intencionalidad a determinados fines, pero
¿por qué a tales fines concretos?
La
respuesta no puede ser otra sino por la atracción que determinados bienes
ejercen en la subjetividad de la persona. Si profundizamos en esta atracción
nos daremos cuenta de que determinado tipo de bienes atraen de una forma
absoluta y otros de una forma relativa. Hay bienes que ejercen una atracción
singular en razón de su propia dignidad: sólo un ser de naturaleza personal
puede atraer de una forma absoluta. Y otros bienes atraen por su relación a la
persona, por cuanto son un bien para ella. Nuestra acción incluye en sí misma
una doble finalización: esto es, la finalización a la persona y la finalización
a un bien para la persona[29].
Sigamos preguntándonos: ¿por qué atraen estos fines y no otros?
Ello
se debe, por un lado a la causalidad personal que ejerce el bien absoluto, esto
es, la persona, atrayendo hacia sí de
un modo singular en razón de la unión afectiva o interior que ha creado[30].
De esta manera es posible que el hombre fije en tal persona su intencionalidad (finis
cui), porque tal intencionalidad se deriva de una presencia anterior en su
interior. Por otro lado, es preciso tener en cuenta que la intencionalidad
dirigida a la persona se realiza, sin embargo, siempre a través de la mediación
de la intencionalidad a un bien para la persona, que depende a su vez de la
conveniencia con la intencionalidad personal. De esta manera, todo acto electivo
implica un amor afectivo previo que lo configura intencionalmente[31].
El afecto se convierte así en luz capaz de dirigir el camino a una comunión.
La
intencionalidad de la acción no es, por lo tanto, unívoca, porque implica una
secuencia de fines diversos ordenados armónicamente, ni es tampoco una
intencionalidad que se derive de la propia naturaleza, porque es necesaria una
presencia afectiva del fin en el sujeto que nace como consecuencia de un
encuentro personal[32].
Esta
presencia afectiva interior implica una primera unión y una llamada a una
comunión más plena. Lo que en último término se quiere y en lo que se fija
la intencionalidad es en la comunión con la persona: “la libertad ... tiende
a la comunión”, afirmaba Veritatis
splendor 86. Y esta comunión es la que se proyecta en los fines
intermedios. Así el amor del fin último será capaz de informar los fines
intermedios hasta concretarse en un fin próximo. Ese amor al fin subsiste
entera e íntimamente en las restantes intencionalidades de la voluntad[33].
El Aquinate aclara que los actos de la voluntad por los que se eligen
determinados fines próximos, como pueden ser estudiar, conversar, o asistir a
un diálogo, “no son buenos ni queridos por sí mismos, sino desde el orden al
fin”[34].
La
acción humana, por lo tanto, sólo es explicable desde la intencionalidad que
la anima. Y esta, a su vez, sólo es explicable desde el orden que la prudencia
construye en base a los bienes que están en juego: principalmente el bien
de la persona, querida de un modo absoluto, y los bienes
para la persona, queridos de una forma relativa. Y en la unión de ambos está
el significado humano de la acción.
La
pregunta que surge ahora es ¿cómo entiende la prudencia esta relación entre
ambos?
La
prudencia, en el construir las acciones, no parte de normas, ni deduce su
deliberación de principios filosóficos, sino que parte de unos principios
propios y que estarán insertos ya en el dinamismo de la razón práctica,
transidos de la tensión a actuar: se trata de los fines de las virtudes
experimentados en la atracción de los bienes concretos[35].
Y desde ellos es capaz de concebir, de inventar y de ordenar sus acciones para
alcanzar lo que ama. No en vano el deseo es el lugar donde se fundamenta el
sentido de la acción[36].
Las
virtudes favorecen así el conocimiento del bien verdadero, porque están
finalizadas en modos diversos de actuación que configuran las prácticas
diversas de la persona[37].
El contenido intencional de la virtud se dirige no a un fin próximo, sino a un
fin intermedio, por lo que la intención de la persona se configura desde las
virtudes. Ellas son determinantes no sólo para “realizar” el bien, como
bien recogía la manualística, sino sobre todo para “elegirlo”: esto es,
para juzgarlo como bueno e imperarlo. Influyen por lo tanto en el contenido
mismo de la elección[38].
¿En
qué manera influyen? Principalmente porque permiten una doble connaturalidad:
por un lado con la persona amada, fin de la acción, en virtud de la cual se
“quiere su bien de la misma forma que se quiere el bien para uno mismo”[39]:
no en vano el amigo llega a ser un “alter
ipse”. Las virtudes implican una finalización de los dinamismos
intencionales en determinados modos de comunión con la persona[40]
y posibilitan un conocimiento de la misma en su singularidad única e
irrepetible[41].
Ya comentaba Aristóteles que “el fin no aparece por naturaleza a cada uno de
tal o cual manera, sino que en parte depende de él”, como explica en el libro
III de su Etica a Nicómaco[42].
Y
por otro lado, favorecen una connaturalidad con los verdaderos bienes operables,
que convienen con las propias disposiciones afectivas, y por ello, son vistos
como “pertenecientes a uno mismo”. Así, cuando la afectividad plasmada por
la razón reaccione, la misma reacción será un “determinar” su verdadera
bondad[43],
y de ahí que se hable de juicio por connaturalidad, y que el conocimiento moral
sea equiparado por el Aquinate al conocimiento del “gusto”, al sabor[44].
Se trata del verdadero bien que es experimentado en la reacción subjetiva.
Ahora, de una subjetividad abierta a la verdad.
Por
lo tanto, las virtudes median entre las disposiciones universales de las
facultades espirituales y la infinita variedad de las acciones singulares y
contingentes haciendo posible al sujeto gobernar su vida, ofreciendo a la
prudencia un principio de unidad y estabilidad decisivo para construir bien su
conducta.
A
la ley moral le corresponderá un papel decisivo en la formación del hombre
virtuoso. El niño, como todo aprendiz, fiado de sus padres y de sus maestros,
se someterá a una disciplina que le permitirá regenerar en él el aprecio por
lo bueno, forjando su gusto interior. El papel del amigo en este caso es
decisivo, ya que, ofreciendo su amistad, posibilita que la persona se fíe y
acepte la disciplina, interiorizando paulatinamente una forma excelente y
cualificada de actuar[45].
Nuestra
preocupación era buscar el fundamento de las acciones particulares. Hemos
encontrado que la naturaleza es el fundamento
último y necesario de la conducta humana, pero no suficiente, porque es
demasiado indeterminada en sus inclinaciones. Por otro lado el teleologismo
destaca la importancia del finalismo para entender la acción humana, pero no es
capaz de explicar el por qué de la singularidad de los fines próximos que
especifican la acción.
El
fundamento próximo y el principio de
unidad de las acciones singulares se encuentra en el amor
al fin, estabilizado en el dinamismo afectivo gracias a las virtudes.
Este amor dirige al hombre a una comunión personal que se le da en promesa, en
la que cree, moviéndole la esperanza de alcanzarla a construir acciones donde
actualizar la comunión. En este trabajo, la prudencia ordenará las
intencionalidades propias y peculiares de la acción para que alcance
verdaderamente la comunión.
Desde
un punto de vista filosófico encontramos así dos claves decisivas para una
fundamentación renovada de la teología moral:
-la
perspectiva de la moral de primera
persona, que privilegia la originalidad y unidad de la razón práctica a la
hora de construir las acciones, destacando el papel decisivo que juega el
dinamismo afectivo y las virtudes. Dentro de esta originalidad es donde se
incluye el momento veritativo y antropológico y no viceversa.
-la
perspectiva personalista, por la que se destaca la relación que existe
entre el finalismo de la acción y la comunión de personas por la mediación
del bien, así como el valor existencial que tiene el encuentro interpersonal
para determinar este finalismo. Con ello se supera una moral que se centra en la
naturaleza de las facultades humanas y en la bienaventuranza como acto perfecto,
aunque estos elementos quedan incluidos dentro de una perspectiva mayor que es
capaz de salvar las dificultades que conllevan.
Ambas
perspectivas quedan abiertas a una nueva perspectiva, la perspectiva teológica
por la que se muestra en qué manera es posible redimensionar teológicamente el
obrar humano como participación al obrar de Cristo por el don del Espíritu a
Gloria del Padre, que es donde el obrar humano alcanza su último fundamento
porque es el fin último que busca en todo su obrar. Esta es la grandeza del
obrar cristiano: en el límite de su contingencia y particularidad se da el don
de Dios que lo mueve y dirige hacia sí. He ahí la razón última de su
excelencia y plenitud[46].
______________________
[3] Véase al respecto: A. Fernández, La reforma de la teología moral: medio siglo de historia, Aldecoa, Burgos 1997: A. Bonandi, “Modeli di teologia morale nel ventesimo secolo”, en Teologia 24 (1999) 89-138, 206-243.
[4] Véase al respecto la explicación de G. Abbà, Quale impostazione per la filosofia morale?, LAS, Roma 1995, 176-203.
[5] Por ejemplo, D.M. Prümmer, Manuale Theologiae Moralis secundum principia S. Thomae Aquinatis, Freiburg im Br. 1935, nn. 99 e 111, para quien el acto implica un “esse physicum”, como elemento exterior, al que se suma un “esse morale”, cualidad accidental del “esse physicum” derivada de su relación trascendental con la ley.
[6] Cfr. P. Beauchamp, La legge di Dio, Piemme, Casale Monferrato 2000, 44.
[7] Cfr. la crítica de Veritatis splendor 71-83.
[8] Cfr. G. Abbà, Felicità, vita buona e virtù, LAS, Roma 1989, 244-254.
[9] De Veritate q. 17, a. 1, ad 4.
[10] Para la dificultad de la teoría de la conciencia, véase J. Noriega, "Anotaciones sobre la ratio practica y la conciencia en Tomás de Aquino", en Anthropotes 12 (1996) 379-383. Sobre la evolución del Aquinate puede verse G. Abbà, Lex et virtus, LAS, Roma 1983 y mi obra “Guiados por el Espíritu”. El Espíritu Santo y el conocimiento moral en Tomás de Aquino, PUL-Mursia, Roma 2000.
[11] Cfr. de próxima publicación: G. Angelini, “Conoscenza e senso, verità e libertà”, en L. Melina-J. Larrú (ed), Verità e libertà nella teologia morale, PUL-Mursia, Roma 2001.
[12] Cfr. L. Melina-J. Perez soba-J. Noriega, “Tesi e questioni sullo statuto della teologia morale”, en Anthropotes 15 (1999) 261-274 y en Revista Española de Teología 61 (2001) 101-117.
[13] Valorando la importancia de la experiencia moral se sitúa A. Fernández, Etica filosófica y teología moral. La cuestión sobre el fundamento, Gesedi, Madrid 2000, quien, sin embargo entiende que la finalidad ética de la persona es el bien en sí, que coincide con el bien para mí. Creo que esta distinción se aclara viendo que lo que el hombre busca es el “verdadero bien”, al cual se le opone el “bien aparente”. La distinción entre “en sí” y “para mí” carece de relevancia moral, dado que el bien implica siempre la subjetividad.
[14] STh I-II, q. 89, a. 6. Véase al respecto el magnífico comentario de J. Maritain, “La dialectique immanente du premier acte de liberté”, en NV 3 (1945) 218-235.
[15] Véase al respecto C. Caffarra, La vida en Cristo, EUNSA, Pamplona 1988, 141-147.
[16] Cfr. G. Abbà, Felicità, op. cit., 97-104.
[17] Cfr. J. Pérez Soba, “Operari sequitur esse?”, en L. Melina-J. Larrú, op. cit.
[18] Cfr. J.C. Nault, “L’accidia: tentazione di uscire dalla dimora dell’agire?”, en L. Melina-P. Zanor, Quale dimora per l’agire? Dimensioni ecclesiologiche della morale, PUL-Mursia, Roma 2000, 243-256.
[19] La imagen la pone I. Murdoch, The sovereignty of Good, Routledge, London-New York 1989, 8.
[20] Para G. Anscombe, Intention, Basil Blackwell Publisher, Oxford 1963, § 32 la dificultad de comprender la originalidad del conocimiento práctico radica en su diferencia con el conocimiento teórico, en el que los hechos y la realidad son anteriores al mismo conocer, al contrario de lo que sucede con el conocimiento práctico. Ver también S. Pinckaers, Le renouveau de la morale, Casterman, s.l. 1964, 141: “On considère l’acte humain comme une réalité à faire (un ‘agibile’), à construire, à creér, une réalité qui n’existe pas encore et que la puissance de la volonté va à porter à l’existence”
[21] La comparación la realiza también I. Murdoch, op. cit., 40-41.
[22] Cfr. L. Melina, La conoscenza morale, Roma 1987. Con esta perspectiva se salva el peligro señalado por A. Fernández, op. cit. de caída en un casuismo que olvide la fundamentación antropológica y teológica: la acción queda enmarcada en una conducta que posee un principio de unidad. Gracias a este principio de la teoría de la acción se podrá manifestar en toda su belleza y sentido el fundamento cristológico y pneumatólogico. Véase al respecto J. Noriega, Guiados por el Espíritu. El Espíritu Santo y el conocimiento moral en Tomás de Aquino, PUL-Mursia, Roma 2000.
[23] Cfr. E. Anscombe, op. cit., § 22.
[24] Cfr. M. Rhonheimer, La prospettiva de la morale, Armando Editore, Roma 1994, 38-41, 85-89.
[25] Para el sentido de esta relación de fines véase, Anscombe, op. cit., § 26: Abbà, Felicità, vita buona e virtù, LAS, Roma 1989, cap. IV.
[26] II-II, q. 23, a. 8: “In moralibus forma actus attenditur principaliter ex parte finis”.
[27] I-II, q. 60, a. 1, ad 3: “Moralia non habent speciem a fine ultimo, sed a finibus proximis”.
[28] Cfr. S. Pinckaers, Le renouveau, op. cit., 136-137: “L’action reçoit sa valeur morale de toute la finalité que lui communique l’intention du sujet agissant. Et il faut bien remarquer que ces finalités ne s’ajoutent pas comme de l’exterieur à l’action morale; elles lui sont intimement présentes; elles l’inspirent et s’actualisent en elle; elles en sont l’âme et la forme”.
[29] Cfr. L. Melina, “Agire per il bene de la comunione”, en Anthropotes (1999)
[30] Cfr. Galagher, “Person and Ethics in Thomas Aquinas”, en Acta Philosophica 4 (1995) 51-71.
[31] Cfr. A. Wohlman, “L’elaboration des éléments aristotéliciens dans la doctrine thomiste de l’amour”, en RT 82 (1982) 247-269.
[32]
Cfr. J. J. Pérez-Soba, “Dall’incontro
alla comunione”, en L. Melina-J.
Noriega (a cura di), Domanda sul
bene e domanda su Dio, PUL-Mursia, Roma 1999, 109-130: y de próxima
publicación Idem, “Operari
sequitur esse?”, en L. Melina-J.
Larrú, Verità
e libertà in teologia morale, op.
cit.
[33] Cfr. S. Pinckaers, “La structure de l’acte humain suivant saint Thomas”, en RT 55 (1955) 399.
[34] I-II, q. 8, a. 2.
[35] Cfr. I-II, q. 58, a. 4-5. Ver al respecto la interesante reflexión sobre el influjo de las virtudes en la prudencia de G. Abbà, Lex et virtus, LAS, Roma 1983, 202-222
[36] Cfr. C. Vigna, “La verità del desiderio come fondazione della norma morale”, en E. Berti (ed.), Problemi di etica: fondazione, norme, orientamenti, Fondazione Lanza, Gregoriana Librería Editrice, Padova 1990, 69-135.
[37] Cfr. Abbà, op. cit., 151-168.
[38] Cfr. A. Rodríguez Luño, La scelta etica, Edizioni Ares, Milano 1988.
[39] I-II, q. 28, a. 1.
[40]
Cfr. J. Noriega, “Las
virtudes y la comunión”, en Burgense
41 (2000) 235-241
[41] Cfr. J.L. Marion, L’intentionalité de l’amour. En hommage à E. Lévinas, Paris 1986, 111 y ss.
[42] Etica a Nicómaco III, 5: 1114b12-24.
[43] Cfr. R.-T. Caldera, Le jugement par inclination, Vrin, Paris 1980
[44] Con ello se refleja una profundización en su pensamiento acerca del modo como el hombre conoce la verdad práctica: véase al respecto el estudio de G. Abbà, Lex et virtus, op. cit., y mi obra “Guiados por el Espíritu”, cit. Para la comparación, véase, entre tantos textos, II-II, q. 24, a. 11.
[45] Cfr. S. Pinckaers, Les sources de la morale chrétienne, Editions Universitaires-Cerf, Fribourg-Paris 1993, 361-385: Abbà. Felicità, op. cit., cap. VII.
[46] Puede verse una exposición más amplia de estos principios en L. Melina-J. Noriega-J. Pérez Soba, La plenitud del obrar cristiano. Dinámica de la acción y perspectiva teológica, de próxima publicación.